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A marchas forzadas

Continuaban pasando refugiados, refugiados y refugiados, en diversos grados de indigencia. Algunos se desplomaban al borde de la carretera, pero la mayoría seguía avanzando a marchas forzadas... El espectáculo era desgarrador, y seguimos adelante en silencio, aturdidos.

Ronald Bodley, Flight into Portugal

Puede que el súbito cambio de tiempo en la narración corta de Mark Schorer tuviera por modelo el fuerte huracán que azotó Portugal y España en febrero de 1941. Las primeras noticias cifraron el número de muertos en cerca de doscientos, veinte de ellos en Lisboa, a la vez que los heridos se contaban por centenares. Más adelante se informó de que en Portugal habían muerto cuatrocientas personas y otras mil quinientas habían resultado heridas. Olas de más de dieciocho metros de altura habían subido por el Tajo y roto las amarras de buques y barcazas, que fueron a estrellarse contra los muelles; un hidroavión británico se hundió y murieron los tres vigilantes portugueses que se encontraban a bordo. En el aeropuerto de Sintra el huracán destruyó diez aviones militares. Se registraron naufragios a lo largo de todo el litoral; los trenes quedaron parados; en todas partes se veían árboles y cables eléctricos caídos. La Cruz Roja norteamericana envió un giro telegráfico de diez mil dólares a Lisboa para socorrer a los damnificados.1

Aun siendo grave, la tempestad podría haber sido más devastadora de haberse producido sólo unos meses antes durante una ambiciosa celebración nacional. Si bien el súbito paso de Lisboa a primer plano como capital europea de los refugiados fue una consecuencia imprevista de la guerra, debido a una surreal coincidencia Portugal, a partir del verano de 1940, había querido exhibirse por medio de la celebración, durante seis meses, de dos centenarios: los ochocientos años desde su fundación como Estado independiente en 1140 y los trescientos años desde la restauración de la independencia en 1640 tras sesenta años de dominación española. El nombre oficial de lo que la revista Time calificó de «espectáculo audaz», en unos momentos en que el país podía preferir no llamar la atención, era el de la Exposición del Mundo Portugués, con Lisboa como centro principal y programas en toda la nación y las posesiones de ultramar.2

Se organizaron actos importantes en torno a tres épocas históricas: la fundación del país en el siglo XII; el periodo imperial de exploración y colonización en los siglos XV y XVI, en los que Portugal alcanzó su cenit como potencia mundial, y los orígenes, en el siglo XVII, de la época Braganza (por Catalina de Braganza, que en 1662 se había convertido en la esposa de Carlos II de Inglaterra) y el retorno de la autonomía nacional. «Hay un periodo histórico», comentó el Times de Londres, «que no se conmemorará, pero que estará implícito en todo lo que se haga. Es el periodo Salazar, actualmente en su apogeo.»3 Obviamente, el doble centenario tenía un objetivo ideológico contemporáneo: reforzar el estatus del régimen autoritario de António de Oliveira Salazar, vinculándolo a un contínuum de la historia portuguesa. Así había venido a reconocerlo el jefe de propaganda del país, António Ferro, al presentar los planes para la exposición en 1938: «Lo que celebraremos no es... sólo el Portugal de ayer, sino el de hoy, no es sólo el Portugal de Alfonso Henriques y Juan IV, sino el Portugal de (el presidente António) Carmona y Salazar».4

Gobernante distante y paternal —al que A.J. Liebling del New Yorker llamó «dictador de paisano» en contraste con sus homólogos uniformados de Europa—, Salazar había iniciado su rápida ascensión al poder en 1928, cuando un gobierno militar nombró a Salazar, que era profesor de economía en la Universidad de Coimbra, ministro de Hacienda y le encargó que pusiera orden en las finanzas del país.5 Así lo hizo mediante la subida de los impuestos, el recorte del gasto público, la prohibición de las huelgas y la instauración de rígidos controles fiscales que hicieron que los salarios y los beneficios siguieran siendo bajos, pusieron prácticamente fin a la inflación y crearon superávits presupuestarios anuales.

El objetivo fundamental de Salazar era crear un orden político que lo abarcase todo. En 1932 fue nombrado presidente del Consejo de Ministros, lo que equivalía a primer ministro, y el año siguiente una nueva constitución puso en marcha su Estado Nuevo,6 dictadura nacionalista7 con algunos de los signos externos del régimen unitario o corporativista de Benito Mussolini en Italia. (Una fotografía con la firma de Il Duce ocupó un lugar de honor en la mesa de trabajo de Salazar hasta que fue sustituida por una del papa Pío XII.) El Gobierno portugués tenía ahora un presidente elegido pero en gran parte decorativo (en armonía con el papel de las fuerzas armadas en el nuevo orden, el presidente era una figura militar de alta graduación), un presidente del Gobierno que era el verdadero jefe del Estado y una asamblea nacional obediente. En su puesto de presidente del Gobierno, Salazar, al tiempo que llevaba la vida austera de un católico devoto y célibe, ejercería un control personal total sobre los asuntos nacionales y exteriores de Portugal hasta 1968.

Durante el doble centenario recibió elogios en el Anglo-Portuguese News —periódico en lengua inglesa que se publicaba quincenalmente (más adelante semanalmente) en Lisboa y se ocupaba sobre todo del ir y venir de la comunidad británica de la capital— por su visión financiera, que había colocado al país en una posición de independencia económica. «Pero la reforma financiera era inútil», añadió con intención el periódico, «si no la respaldaba la obediencia estricta y gustosa a las órdenes que se dieran. Afortunadamente para Portugal, el doctor Salazar, además de su capacidad financiera, poseía una fortaleza moral que le granjeó desde el primer momento el apoyo de todos los que llevaban el bienestar del país en el corazón.»8

El Times de Londres se mostró igualmente efusivo en sus alabanzas al verdadero gobernante de Portugal. No cabía duda alguna de que las personas que visitaran la celebración «percibirían los saludables cambios que ha llevado a cabo la actual Administración, la cual, sobre la base filosófica del cristianismo y la base financiera de la solvencia y los buenos negocios, ha edificado uno de los régimes más prósperos de los tiempos modernos».9 En un artículo de fondo, el periódico añadía que «los portugueses no serían humanos si no se hubieran quejado ocasionalmente cuando la mano firme [de Salazar], que los hacía sufrir sólo para hacerles un bien, daba una nueva vuelta a la tuerca financiera»:

Pero persistieron, cultivando su jardín, ocupándose de sus cosas, tranquilamente, sin cejar, trabajando y pagando lo que les correspondía, hasta que alcanzaron un punto en el que todo hombre y toda nación sensatos les deseará que aumente su prosperidad y protestarían apasionadamente contra cualquier intento de perturbar su felicidad. En la Europa que seguirá a esta guerra el ejemplo que ha dado Portugal estos doce últimos años [durante los cuales Salazar estuvo en el poder] será una luz que nos guiará.10

Durante el largo reinado de Salazar tuvieron lugar muchos actos conmemorativos cuya finalidad era contener las quejas de los ciudadanos sacando brillo al orgullo portugués y la autoridad del régimen, y la exposición de 1940 fue su mayor triunfo hasta la fecha. Los preparativos duraron mucho tiempo. Se encargó a artistas, arquitectos, compositores y escritores que creasen símbolos patrióticos y produjesen publicaciones. De iglesias rurales y monasterios remotos se rescataron cuadros casi olvidados de los siglos XV y XVI para llevarlos a Lisboa y montar con ellos una gran exposición. (Algunos habitantes de los pueblos se tomaron los traslados como saqueos y protestaron airadamente. En la ciudad norteña de Viseu, los feligreses rodearon un camión cargado de cuadros y lo retuvieron durante dos días.)11 Se organizaron conferencias académicas y pruebas deportivas. Se hicieron peregrinaciones oficiales a lugares históricos. Se iniciaron grandes proyectos de obras, entre ellos, en la región de Lisboa, un nuevo aeropuerto internacional en Portela, una nueva carretera que seguía la Costa do Sol desde Lisboa hasta Estoril y Cascais, y se restauraron edificios famosos tales como el Castillo de San Jorge y la catedral de Lisboa, que era de estilo románico y databa del siglo XII.

A orillas del Tajo, en el histórico distrito de Belém, al oeste de Lisboa, punto de partida de Vasco da Gama y otros exploradores portugueses, se despejó una gran extensión de terreno para el lugar principal de la exposición. Erigido enfrente del monasterio de los Jerónimos y al este de la Torre de Belém, estructuras que databan de comienzos del siglo XVI y en su intrincada obra de sillería evocaban el pasado marinero del país, se encontraba el asombroso monumento a los Descubridores, cuya forma era la de una masiva proa de carabela bordeada por una fila de figuras de exploradores y otros dignatarios encabezada por el príncipe Enrique el Navegante. (Construido con materiales provisionales, como la mayoría de las estructuras de la exposición, el monumento volvió a hacerse como escultura permanente para la celebración de un aniversario del príncipe Enrique en 1960.) Se creó una plaza central, con un jardín y una fuente en medio y el monasterio de los Jerónimos como telón de fondo. Flanqueaban la plaza los principales pabellones de la exposición, proyectados en un estilo vagamente modernista que pretendía sugerir una apertura al futuro que cabía en la visión que tenía Salazar de Portugal: un país consagrado a los valores tradicionales.

Pese a que el estallido de la guerra hizo que las obras quedaran interrumpidas temporalmente en Belém, además de acabar con las expectativas de que el mundo prestara atención a la celebración, el doble centenario dio comienzo en la fecha prevista, el 2 de junio de 1940. Se cantó un tedéum en la catedral de Lisboa en presencia de clérigos, militares de alta graduación, mandatarios municipales, altos cargos del Gobierno, el cuerpo diplomático, miembros de la Orden de Malta y el nuncio pontificio en Portugal. Al día siguiente aviones alemanes bombardearon la región de París por primera vez y murieron más de doscientas personas.12

Algunos de los transeúntes que pasaron por Lisboa durante los meses de la celebración dejaron impresiones fugaces de la misma. A Lilian Mowrer le llamó la atención la alegría que los festejos habían traído a la ciudad: banderas ondeando al viento, bandas de música desfilando por las angostas calles desde la puesta del sol hasta el amanecer, grupos de jóvenes ataviados con capas portando estandartes y cantando, fuegos artificiales. Al mismo tiempo, le pareció un «asombroso toque de ironía en un mundo de pesadilla» que Portugal estuviera «inaugurando tranquilamente unas festividades en honor de sus posesiones en ultramar y recordando las glorias de sus tiempos de país colonizador». Un portero del hotel se encogió de hombros al expresarle ella su extrañeza y le dijo: «En Francia, siempre guerra. En Portugal, siempre fiesta».13

El famoso escritor y aviador Antoine de Saint-Exupéry disfrutó paseando al atardecer «por los triunfos de esta exposición de gusto exquisito, donde todo era casi perfecto, incluida la delicada música que flotaba suavemente en el jardín como el chapoteo de una fuente». No obstante, sintió que en medio de la guerra Lisboa «sonreía de un modo levemente triste». Parecía concebir su festival caprichosamente como un escudo que la protegía de los ataques: «“Mirad, qué feliz, pacífica y bellamente iluminada estoy”, decía Lisboa. “¿Pueden elegirme como blanco cuando tan cuidadosamente me niego a esconderme? ¡Cuando soy tan vulnerable!”».

Para Saint-Exupéry la respuesta era obvia: por impresionante que fuese, la exposición portuguesa no brindaba ninguna protección contra «el voraz apetito del monstruo».14 Imaginó «la noche europea poblada por bandadas errantes de aviones de bombardeo descendiendo sobre Lisboa, como si hubieran olfateado su tesoro desde lejos».

Ben Robertson, corresponsal que se encontraba camino de Nueva York a Inglaterra con el fin de informar para el New York Herald Tribune, llegó a Lisboa justo cuando la celebración estaba a punto de empezar, y como periodista visitante recibió una invitación grabada con letras doradas a la ceremonia de apertura. Pero la censura portuguesa se negó a permitirle que enviara por cable un artículo a Estados Unidos, de modo que lo único que realmente vio de los festejos fue una procesión inaugural con antorchas desde su balcón del hotel. Dado el número de refugiados que invadían Lisboa en aquellas mismas fechas, no encontró nada alegre en el acontecimiento; fue sencillamente «una fiesta horrible». Los refugiados le hicieron pensar en conejos atrapados —«y tenías la sensación de que los cazadores y sus perros iban acercándose y que éste acabaría siendo el campo que utilizarían para matar a la presa». Llegó a la conclusión de que las únicas personas verdaderamente despreocupadas que había en toda Lisboa eran los marineros norteamericanos de los numerosos barcos surtos en el puerto como parte de la ceremonia de apertura, porque sabían que pronto cruzarían el Atlántico para volver a casa.15

Tras la clausura de la Exposición del Mundo Portugués a principios de diciembre de 1940, el Times de Londres hizo una valoración de las actividades que habían atraído a unos tres millones de personas a los diversos escenarios del certamen y concluyó que impulsaría a Portugal hacia el nuevo año con «la determinación de cumplir el destino que el testimonio del pasado parece haber trazado para él».16 Desde esta elevada posición el informe hubiese podido apuntar más bajo y señalar que, cerradas las puertas de la muestra, la cuestión del momento era si las de Lisboa permanecerían abiertas para los refugiados. La triste verdad era que la determinación de los portugueses no sería el factor decisivo. La suerte de la ruta de Lisboa dependía de Berlín.

«Qué fácil sería», escribió Denis de Rougemont refiriéndose al viaje de los refugiados a través de Francia y España, «cerrar, en cualquier punto de cualquier parte, esta delgada arteria a través de la cual nuestro viejo mundo se está viendo vaciado poco a poco de su elite al mismo tiempo que de sus parásitos.» Los nazis, especuló a continuación, mantenían abierta la arteria precisamente para limpiar Europa de su población indeseada de «ex ministros, ex directores, ex austriacos, ex millonarios, ex príncipes» que, apropiadamente, partían de Lisboa en barcos norteamericanos cuyos nombres empezaban por Ex: Exeter, Excalibur, Excambion. Caprichosamente o como parte de una política deliberada, el Tercer Reich podía cerrar en cualquier instante el delgado tubo de escape y dejar a Europa a merced de su nuevo amo.17

En agosto de 1941 Wes Gallagher, de la Associated Press —veterano reportero de agencia de noticias que había informado sobre la invasión alemana de Noruega, informaría sobre los desembarcos norteamericanos en el norte de África y supervisaría desde Londres la información periodística sobre el Día D para la Associated Press—, envió un despacho breve que, de forma conmovedora, decía que la cuerda salvavidas que llevaba a los refugiados a la libertad era una esperanza frágil y limitada por el tiempo que tenía casi tanto de rumor como de realidad. La primera frase era más propia de una narración corta que de un artículo periodístico: «Fuera, el sol cae en oleadas húmedas y sofocantes, pero dentro de los seis apestosos vagones de ferrocarril, el miedo —como un manto de oscuras telarañas— se extiende sobre las vidas de 267 pasajeros». El miedo de los pasajeros del tren nace de multitud de funestas posibilidades: que los visados caduquen antes de poder utilizarlos, que el tren sea obligado a regresar en el siguiente paso fronterizo, que el dinero no dure, que la guerra llegue antes que ellos al país neutral al que se dirigen.

El tren lleva refugiados de Europa central a Lisboa, donde embarcarán con destino a América del Norte o América del Sur. La mayoría de los refugiados son judíos, pero también hay checos, belgas y alemanes que no lo son. Entre ellos se encuentra una muchacha norteamericana que ahora viaja sola porque a su prometido, un joven médico austriaco refugiado en un país neutral, le obligaron a dejarla en la última estación fronteriza. Los dos habían tratado de no mostrar lo que ambos sabían: que él nunca obtendría el visado de tránsito que necesitaba para cruzar los países que lo separan de Portugal; nunca volverían a estar juntos.

Una alemana rolliza intenta distraer a la muchacha con bombones y conversación. Puede, con todo, que la mujer esté tratando de distraerse a sí misma también. Tiene un hijo en Nueva York, pero a su marido le denegaron el permiso para irse con ella. Intenta llegar a América del Sur, donde se quedará hasta que pueda trasladarse a Estados Unidos. «Puede que tarde años», dice a la muchacha.

El tren permanece detenido durante horas en estaciones remotas. No hay coches cama y las noches transcurren nerviosamente en compartimentos abarrotados. En los pasos fronterizos los pasajeros deben presentar sus pasaportes y otros papeles. El equipaje tiene que sacarse del tren para ser inspeccionado. Reina la confusión.

A una mujer checa le dicen que no ha rellenado su visado correctamente; debe esperar mientras se efectúan verificaciones por telégrafo. «No tardará mucho», le dice un funcionario. «Puede que recibamos la respuesta dentro de pocos días.» La mujer va camino de Estados Unidos y su visado caduca dentro de tres semanas; ya ha esperado tres años debido a los cupos de inmigración norteamericanos. Se la llevan a pesar de sus protestas. Ninguno de los demás pasajeros se atreve a ayudarla porque todos temen que los funcionarios los retengan a ellos también.

En la siguiente parada un hombre, profesor de económicas, es abordado por dos figuras vestidas de paisano. «Venga con nosotros», le dicen. «Ha llegado un telegrama. Debe quedarse aquí un tiempo.» Cuando lo sacan del tren los otros pasajeros procuran no mirarle a los ojos. Puede que el hombre no vuelva; puede que los consideren amigos suyos y también los saquen del tren.

En esta parada el registro del equipaje tarda más porque hay pocos inspectores. Los trenes se marchan sin sus pasajeros y los refugiados buscan frenéticamente otro medio de transporte. La policía los obliga a permanecer juntos y finalmente los montan en un tren sofocante y polvoriento que se compone de vagones de pasajeros y vagones de carga. A los norteamericanos del grupo les autorizan a esperar en la estación la llegada de un tren más rápido.

Cuando el tren de los refugiados arranca, la alemana rolliza se asoma a una ventanilla y llama a la muchacha norteamericana, que está en el andén, con «una voz que pretende ser animosa, pero en la que se nota que tiene miedo». Dice: «Te veré en Lisboa... espero que pronto».

El relato de Wes Gallagher cobró nueva vida cuando en 1942 se reimprimió en Free Men Are Fighting, recopilación de reportajes de comienzos de la guerra (y vida duradera cuando en 1995 fue incluida por Library of America en el primer volumen de Reporting World War II).18 Fue apropiado que apareciese en un libro porque muchos testimonios de primera mano de los viajes de los refugiados en Europa acabaron entre tapas duras. Uno de estos libros, We Escaped, publicado en 1941, reunía doce crónicas personales de fugitivos que al final habían logrado llegar a Estados Unidos. Con el fin de proteger a los amigos o familiares que seguían en Europa, no se daban nombres y las únicas señas de identificación eran el trabajo o la profesión; todas fueron escritas por los propios refugiados o grabadas y luego traducidas. En cada una de ellas lo que importaba era la travesía de Europa y el puerto final de salida se mencionaba brevemente, suponiendo que se mencionara: Lisboa en el caso de cinco de los refugiados; los demás zarparon, cuando todavía era posible, de Estocolmo, Hamburgo y Le Havre.

La «Artista de Praga» se encontraba en su estudio cuando en 1939 las tropas alemanas penetraron en Checoslovaquia.19 Aunque no estaba metida en política, en 1938 el Pacto de Múnich, por el que Gran Bretaña y Francia consintieron que Hitler se apoderara del País de los Sudetes, la había preocupado lo suficiente para solicitar un visado norteamericano. Los amigos le aconsejaron que se marchara de Praga, pero, aunque su próspera familia ya se había ido, ella se sentía muy apegada a la ciudad. Al final, una agencia de viajes Cook le consiguió un permiso de salida para trasladarse a Italia, supuestamente para unas vacaciones, y se fue sin más equipaje que una maleta pequeña.

Desde Roma, donde durante varios meses intentó infructuosamente obtener un visado francés, se fue a San Remo, cerca de la frontera con Francia. Aquí se unió a otras cinco personas y cada una de ellas pagó a un agente setecientas liras para que las llevara a escondidas en una barca de pesca que seguiría la costa hasta Francia. De noche anduvieron varios centenares de metros por un sendero estrecho, tras quitarse los zapatos para no hacer ruido, a ratos deslizándose boca arriba para evitar ser vistas; en la orilla del mar saltaron un muro muy alto y se reunieron con un hombre que les esperaba en una barca. Al entrar en aguas francesas, la barca puso proa a tierra, rápidamente porque los contrabandistas ansiaban regresar a Italia al amparo de la oscuridad.

Al desembarcar, uno de los viajeros cayó por la borda y sus gritos alertaron a la policía francesa, que detuvo a todo el grupo. Por la mañana, después de un desayuno civilizado a base de café y cruasanes, fueron interrogados, fotografiados, les tomaron las huellas dactilares y los devolvieron a la frontera italiana. Los italianos, sin embargo, se negaron a aceptarlos, así que los fugitivos se acurrucaron en un puente entre los dos países mientras los funcionarios se peleaban y los automovilistas que pasaban por allí miraban con curiosidad a los extraños visitantes que habían llegado de la Costa Azul. Cuando por fin un funcionario italiano les dijo que los pasaportes no les serían devueltos hasta que los transportasen a la frontera entre Italia y Alemania, la artista rompió a llorar histéricamente y su llanto la sacó del apuro. Ver llorar a una mujer era más de lo que los italianos podían soportar y, después de grandes expresiones de solícita preocupación, los refugiados recuperaron sus pasaportes y fueron llevados en coche a San Remo.

El agente que los había traído hasta allí les devolvió el dinero y el grupo reanudó el intento de llegar a Francia con otro agente. Esta vez el dinero fue para un funcionario de fronteras y milicianos italianos escoltaron a la artista y a dos hombres hasta un muro fronterizo en el que había una puerta. En el otro lado funcionarios franceses les acompañaron hasta una carretera donde esperaba un coche. Al llegar a Niza, hubo una discusión con el chófer sobre el pago del viaje. Mientras que la artista, que hablaba francés, sostenía que el coste del coche formaba parte del acuerdo con el agente, los dos hombres se escabulleron y la dejaron sola.

En Niza se instaló en casa de unos amigos en espera de que llegase el visado norteamericano. En medio de la extraña tranquilidad de la llamada «guerra falsa»* después de que Francia declarase la guerra a Alemania, hizo un viaje de negocios a París; luego, al volver a Niza, encontró empleo como maestra de dibujo para niños, algunos de los cuales pertenecían a familias de refugiados. Cuando Italia se unió a Alemania en la guerra, muchos de los refugiados huyeron de Niza, temerosos de una invasión italiana. Había periodos de bombardeos alemanes y rumores de tropas que se acercaban a la ciudad, pero, al firmarse el armisticio, los refugiados regresaron y Niza recobró su carácter.

La artista pensó en quedarse en Francia hasta que terminase la guerra, pero justo cuando empezaban a escasear los alimentos y el combustible se enteró de que la estaba esperando un visado norteamericano e inmediatamente reservó plaza en un barco que zarparía de Lisboa. Empezó a hacer viajes de Niza a Marsella y viceversa con la esperanza de obtener visados de tránsito españoles y portugueses, pero iban pasando los días sin conseguir nada y se disponía a cancelar su reserva en el barco cuando en una fiesta cautivó a un alto funcionario francés que le prometió que tomaría cartas en el asunto. En dos días tuvo los papeles de tránsito y se sintió culpable por haber recibido un trato preferencial, pero, a pesar de ello, se encaminó sin demora a la frontera española.

Aquí tuvo que esperar mucho antes de que saliese un tren con destino a Barcelona a través de una España llena de edificios en ruinas y niños famélicos. En Madrid el panorama era aún peor y vio hombres que empleaban las manos para retirar escombros como si todavía estuviesen en la Edad Media. En Portugal encontró un país «donde una podía realmente comer», aunque su estancia allí fue muy breve. Tras un solo día en Lisboa, se encontró a bordo de un buque con rumbo a Nueva York.

El «Escritor Católico» había nacido en Frankfurt, se doctoró tras servir en la primera guerra mundial y escribía sobre asuntos culturales y política para una publicación católica de su ciudad natal.20 Al subir los nazis al poder, abandonó Alemania y se fue a Francia, donde encontró trabajo en un periódico de París, en el que comentaba los acontecimientos que tenían lugar en Alemania. En Francia veía a cada vez más refugiados alemanes, pero creía que era importante vivir tan integrado como fuera posible en la vida francesa y no sumarse a la tendencia de los exiliados a soñar con regresar. En el plano laboral, pasó a trabajar en el servicio de prensa de la legación austriaca en París, pero después de la anexión de Austria por parte de Alemania le exigieron que dimitiera. A continuación se unió a un grupo de París en una oficina de información antinazi austriaca.

Después de que Francia declarase la guerra a Alemania, encontró colocación en el Ministerio de Propaganda francés. Su trabajo le eximió del servicio militar que se exigía a los refugiados a cambio de asilo, pero el Ministerio era una institución desorganizada cuyos defectos hubiesen resultado cómicos de no haber estado enzarzado en una lucha contra la eficiente máquina propagandística alemana. Mientras las fuerzas nazis iban acercándose a París, recibió de pronto la orden de presentarse en un campo de internamiento cuando el Gobierno francés en pleno abandonó la capital. Se consumió durante un tiempo en el campo, luego, al ser evacuado éste, fue adscrito a una unidad militar integrada en su mayor parte por austriacos y enviado en tren a Nîmes. Desde allí fue destinado al pueblecito montañés de Langlade, donde, dado que los austriacos ejercían diversas profesiones en la vida civil y eran vistos en general como intelectuales, sus oficiales franceses no tenían ni idea de qué hacer con ellos.

Les dieron un nombre impresionante, Compagnie des Travailleurs Intellectuels [Compañía de los trabajadores intelectuales], y uniformes fantásticos: trajes de lino azul oscuro, capas largas de color marrón y boinas vascas del mismo color. Se dio por sentado que, tratándose de intelectuales, se entretendrían con libros. Fueron divididos en cinco secciones y cada cinco días tenían que trabajar en la cocina; aparte de eso, no había nada que hacer. Comían bien, bebían bien y cobraban un salario de soldado.

La pausa agradablemente irreal terminó cuando llegaron tropas francesas en retirada y les hablaron de lo cerca que estaba la Wehrmacht. Con el armisticio y la desmovilización, los austriacos que habían llegado de París, que ahora estaba ocupada, tuvieron que arreglárselas solos. El escritor recurrió a un conocido suyo que era alcalde de una población en el sur de la Francia no ocupada y recibió permiso para fijar su residencia allí. Lo que vino a continuación fue otra pausa rara en la guerra en una población antigua y preciosa que absorbía con facilidad a los centenares de refugiados que pasaban por ella. Con todo, a pesar de la buena vida que la ciudad permitía, los refugiados tenían la desagradable sensación de que el peligro iba en aumento incluso en el territorio no ocupado.

Con la firma del armisticio, Francia había acordado ignominiosamente que entregaría a todos los refugiados antinazis a los que buscaba Berlín. Ahora la Gestapo exigía que los funcionarios de Vichy proporcionasen listas exactas de los refugiados que seguían en Francia y de sus paraderos. El escritor había concebido la esperanza de poder quedarse en la ciudad durante toda la guerra, viviendo sin llamar la atención, pero al enterarse de lo de las listas y, más adelante, de que la Gestapo había ido a buscarlo a su domicilio de París, comprendió que tenía que abandonar el país.

Se fue a Marsella con una carta dirigida al cónsul norteamericano escrita por el alcalde de la ciudad donde había permanecido hasta entonces. La sección del consulado que se encargaba de los pasaportes y los visados había sido trasladada a una mansión en las afueras de la ciudad, en la costa del Mediterráneo, y la belleza del lugar ofrecía un vívido contraste con los refugiados atemorizados que abarrotaban la zona de espera. Antes de que pudiera acabar de exponer su caso a un vicecónsul, éste le dijo que ya le estaba esperando un visado. Hacía algún tiempo había escrito a un amigo suyo que se encontraba en Estados Unidos y le había hablado de su situación, y el amigo había pasado la carta a la American Federation of Labor [Federación Norteamericana de Trabajadores] y de resultas de ello el escritor estaba ahora en una lista de refugiados en peligro a los que se concedían visados de emergencia para visitantes.

El obstáculo que quedaba consistía en cruzar España para recoger el visado en Lisboa. Corrían innumerables rumores en el sentido de que los funcionarios españoles cooperaban con la Gestapo y detenían a las personas que eran buscadas por los alemanes, pero el escritor cruzó la frontera española sin ningún contratiempo y los siete días de viaje en tren a través de España transcurrieron sin incidentes a pesar de la extrema pobreza y los daños causados por la guerra que vio por doquier. Aún había barcos naufragados en el puerto de Barcelona y en muchas ciudades había barrios que no eran más que montones de escombros. En todas partes se veían niños que pedían limosna.

Cuando el tren llegó a la frontera portuguesa, el escritor quedó impresionado al ver que los funcionarios que subieron al convoy vestían de paisano en vez de llevar uniformes militares como en Francia y España, se ponían guantes blancos para inspeccionar los equipajes y hablaban francés con soltura. Al llegar a Lisboa, la ciudad animada y maravillosamente limpia después de Marsella, se unió a la masa de refugiados que iban de un lugar a otro en busca de los papeles apropiados y de transporte al extranjero. Si bien el visado norteamericano le estaba esperando, tardó tres meses en encontrar plaza en un barco.

Justo antes de que un barco sueco que había sido fletado para canjes y transportaba a diplomáticos y corresponsales zarpara de Lisboa con destino a Nueva York en mayo de 1942, un norteamericano que había estado internado en Alemania experimentó un dramático cambio de parecer. «¡No quiero ir, no quiero ir!», exclamó Louis B. Harl al salir disparado del barco y cruzar las dependencias de la aduana sin que los sobresaltados funcionarios pudieran impedírselo.21 Periodista del International News Service, Harl había terminado tardíamente un largo debate consigo mismo sobre si regresar a Estados Unidos o reunirse con su esposa, que era francesa, y sus cinco hijos en el París ocupado, donde trabajaba antes de que lo trasladaran a Berlín. Tras servir en las fuerzas armadas norteamericanas durante la primera guerra mundial, se había quedado en Francia al terminar la contienda.

Ante una situación parecida de ruptura familiar, Eric Hawkins, periodista de la edición parisina del New York Herald Tribune, tomó la decisión contraria.22 Hawkins era ciudadano británico y había empezado a trabajar en el diario en 1915, cuando todavía se encontraba bajo la autocrática dirección de su fundador, James Gordon Bennett, Jr. Después de heredar el New York Herald de su padre, Bennett puso en marcha una edición parisina del periódico en 1887, para la cual contrató principalmente personal británico. Hawkins ascendió en el escalafón y en 1924 se convirtió en el editor jefe del periódico, cargo que desempeñaría —el diario era ahora la edición parisina del resultado de la fusión del New York Herald y el New York Tribune— durante treinta y seis años.

Con las tropas alemanas en las afueras de París en junio de 1940, el periódico sacó su última edición de la guerra y lo que quedaba del personal se dispersó. Hawkins y su hijo de 16 años se fueron en coche a una casa de campo que poseía cerca de Nérac, unos ciento treinta kilómetros tierra adentro desde Burdeos; había comprado la propiedad unos años antes para usarla como refugio en caso de guerra. Su esposa y su hija ya estaban en la casa y otro hijo llegaría pronto. El viaje por carreteras repletas de refugiados que huían de París y convoyes de tropas que se dirigían allí fue de pesadilla; una niebla artificial creada por los franceses como pantalla para protegerse de los bombardeos aumentó las penalidades al cubrirlo todo de hollín. Tardaron dieciséis horas en recorrer los poco más de noventa y seis kilómetros que había entre París y Orléans.

Al día siguiente de llegar a Nérac, cuya población habitual de tres mil personas había aumentado mucho debido a la afluencia de refugiados, Hawkins se fue a Burdeos para ver cómo estaba la situación allí. Era igualmente caótica: desbordada por refugiados aturdidos, con escasez de alimentos, llena de rumores sobre el avance alemán. Acompañaba a Hawkins su hijo mayor, que estaba en edad militar y esperaba escapar a Gran Bretaña, proeza que hizo realidad porque, al ser plenamente bilingüe, consiguió que le dejaran embarcar en un buque que zarpó con rumbo a Inglaterra pocas horas antes de que se anunciase el armisticio.

La línea de demarcación entre la zona ocupada y la no ocupada situaba Nérac unos sesenta y cuatro kilómetros en el interior de la Francia de Vichy, gracias a lo cual Hawkins se libró de ser internado por los alemanes pero quedó bajo la autoridad del régimen de Pétain. Tenía pasaporte británico y quería ir a Londres y continuar trabajando para la propietaria neoyorquina de su periódico de París. Legalmente, sin embargo, para salir de la zona no ocupada se exigía un visado y esto a su vez hacía necesario solicitar un pase para entrar en la ciudad balnearia de provincias que era ahora la capital del Gobierno de Pétain. Hawkins decidió quedarse de momento en Nérac, procurando pasar inadvertido, cultivando patatas y tratando de congraciarse con la policía, que en apariencia servía al régimen de Vichy pero que, según creía Hawkins, simpatizaba con los británicos.

En la primavera de 1941 fue a ver al cónsul norteamericano en Marsella, al que había conocido en París, y le pidió que le ayudase a obtener un pase para ir a Vichy. Al regresar a Nérac, el pase le estaba esperando en la comisaría. En Vichy, Hawkins encontró colegas del periódico que aún trabajaban pero se sentían descontentos a causa de la rigurosa censura; uno de ellos estaba tan enfadado que ofreció a Hawkins su propio empleo en Vichy para poder irse a Gran Bretaña. Hawkins estuvo tentado de aceptar, pero comprendió que de un momento a otro Alemania podía tomar la decisión de ocupar toda Francia, y en tal caso era seguro que le internarían.

Tras catorce meses de intentos, Hawkins recibió finalmente el visado de salida. Llenó varios sacos de patatas para ayudar a la familia a pasar el invierno, luego se despidió de su esposa, de su hijo y de su hija —creyendo que por ser ciudadanos franceses y estar en una zona rural se encontraban relativamente libres de peligro— y se fue a Cerbère. Era ilegal sacar dinero de Francia, pero había ocultado una docena de billetes de diez libras entre las páginas de un fajo de periódicos que llevaba fuertemente apretados bajo un brazo cuando, tras salir de suelo francés, subió por una cuesta muy empinada y luego descendió y entró en la población española de Portbou.

Al entrar en un tinglado de la aduana, un funcionario se acercó inmediatamente a él, le quitó el fajo de periódicos, lo tiró sobre un banco y dijo: «No está permitido entrar periódicos en España». Hawkins decidió que la única baza que podía jugar era la indignación. Exigió ver al jefe de los aduaneros, le enseñó sus credenciales de periodista y una carta del cónsul norteamericano en Marsella e insistió en que los periódicos eran parte integrante de su profesión. Sin decir nada, el funcionario anduvo hasta el banco, cogió los periódicos y se los entregó a Hawkins.

En Lisboa se encontró con que había muchísima gente que llevaba largo tiempo esperando encontrar pasaje en un avión con destino a Gran Bretaña. Un amigo que había tenido la suerte de obtener un billete llevó un mensaje a la oficina del Herald Tribune en Londres en el que Hawkins decía que había llegado a Lisboa pero no podía salir de allí. Era otoño y Hawkins encontró la ciudad, como escribió más adelante, «gloriosamente atractiva». Su oportunidad de disfrutar de Lisboa se prolongaría hasta que en diciembre, tras el ataque japonés a Pearl Harbor y la entrada en guerra de Estados Unidos, la embajada británica le dijo que por fin había una plaza disponible en un vuelo con destino a Londres.

Al estallar la guerra en 1939, el escritor judío nacido en Hungría Arthur Koestler vivía en París con la escultora británica Daphne Hardy y trabajaba en El cero y el infinito, novela que pronto sería célebre y trataba de la brutalidad de la Rusia de Stalin.23 Hombre muy viajado, Koestler ya había estado en Alemania, Palestina, Rusia y Gran Bretaña. Había estado en España durante la guerra civil, como corresponsal de una publicación británica, y había sido encarcelado y condenado a muerte por los franquistas. Gracias a las presiones de grupos periodísticos y del Gobierno británico, había sido puesto en libertad mediante un canje de prisioneros.

Durante el largo periodo de calma de la «guerra falsa», Koestler fue detenido en Francia por ser un extranjero enemigo junto con alemanes, austriacos y ciudadanos de otras naciones a los que ahora se consideraba bajo el dominio del Reich y trasladado al campo de internamiento de Le Vernet, al pie de los Pirineos, en el sur. Los dos mil exiliados que había en el campo vivían en pésimas condiciones y eran utilizados como mano de obra forzada; cuando llegó el invierno, no había estufas en la sección del campo donde se encontraba Koestler, y pocos hombres tenían mantas. Amigos bien situados hicieron gestiones para que fuera puesto en libertad o al menos se le diera la oportunidad de exponer su caso, pero, al parecer, no había ninguna autoridad que se encargara de los prisioneros.

El primer cambio en la sombría situación se produjo cuando a comienzos de enero de 1940 llegó el cónsul de Italia en Marsella para entrevistar a los italianos internados en el campo. Los que juraron lealtad al régimen fascista italiano fueron liberados y enviados a Italia; los que se negaron a ello —la mayoría— permanecieron en Le Vernet. La primera persona en marcharse después del pequeño grupo de italianos fue Koestler. Una tarde se encontraba en un pelotón de trabajo vaciando letrinas; aquella noche estaba en un tren camino de París. Cuando un funcionario le habló de su liberación Koestler se sintió tan abrumado que le estrechó la mano, gesto del que se arrepentiría toda su vida.

De vuelta en París, terminó su novela en un furioso arrebato de trabajo, la tradujo del alemán al inglés con la colaboración de Daphne Hardy y el 1 de mayo de 1940 envió el manuscrito por correo a una editorial de Londres, todo ello mientras hacía un esfuerzo burocrático complicado y finalmente inútil por obtener un nuevo carnet de identidad que le diese un estatus legal en Francia. Cuando resultó obvio que volverían a detenerle e internarle, él y Hardy se unieron a los que huían de París y fueron a parar primero a Limoges. «Mis recuerdos de aquellos últimos días de Francia», escribió Koestler, «son principalmente de naturaleza acústica»:

la incesante sinfonía polífona de las bocinas de los coches, los rugidos y zumbidos de los motores, el estruendo de los camiones pesados en la calzada, los estertores asmáticos de los viejos Citroëns, los relinchos de los caballos y el llanto de los niños agotados, mientras la columna caótica atravesaba la población en su avance sin rumbo. Sin interrupción, todo el día y toda la noche, pasaban las divisiones mecanizadas del desastre y la gente que estaba en la calle las miraba fijamente; algunos compasivamente, algunos con desprecio hostil, algunos con ojos ansiosamente pensativos, preguntándose cuándo llegaría su turno de unirse a la Gran Migración al Sur.

Al caer Francia, Koestler creyó que habría una ocupación total por parte de los alemanes o un gobierno pro alemán bajo Pétain, y en ambos casos no tardaría en hallarse en manos de la Gestapo. Él y Hardy tenían que huir del continente. Carecían de visados para ir a Estados Unidos y, en cualquier caso, tampoco tenían dinero para el viaje. Como ciudadana británica, Gran Bretaña era el destino obvio para Hardy, pero Koestler había intentado en vano obtener un visado británico y tampoco le habían dado permiso para alistarse como voluntario en las fuerzas armadas británicas. Aun suponiendo que lograra cruzar el canal creía que volverían a internarle, destino no del todo infeliz dado que estaría en manos británicas.

La respuesta inmediata de Koestler fue pasar a la clandestinidad y con tal fin entró en una oficina de reclutamiento de la Legión Extranjera francesa y, haciéndose pasar por un tal Albert Dubert, ex taxista de Suiza, se alistó para un periodo de servicio de cinco años. Al enterarse de que el cuartel caería dentro del territorio ocupado, se escabulló, fue a reunirse con Hardy y los dos se las arreglaron para llegar a Burdeos haciendo autostop. En el consulado norteamericano se toparon con un periodista que había ayudado a sacar a Koestler de Le Vernet, Edgar Mowrer del Chicago Daily News, y los tres partieron en su Hillman Mix, recién comprado en Burdeos a un funcionario británico fugitivo, hacia la frontera española, pensando que sólo llevaban un paso de delantera a las tropas alemanas.

En Biarritz les ordenaron detenerse en un control militar. Los papeles de Hardy y Mowrer pasaron la inspección, pero Koestler fue conducido a una cárcel para interrogarle. Al día siguiente lo trasladaron a un cuartel militar en Bayona; mientras tanto Hardy y Mowrer prosiguieron el viaje al sur en el coche. (Después de que Hardy zarpara de Saint-Jean-de-Luz en un barco con destino a Inglaterra, Mowrer llegó a Lisboa tras una larga retención en el puente internacional entre Hendaya e Irún. Se reunió con su esposa, Lilian, y la pareja —corresponsales bien atendidos en lugar de refugiados acosados— abandonó su hotel en Lisboa, lleno hasta los topes y ruidoso a causa de la celebración del centenario, y se instaló en una suite de lujo con criados en un palacio de propiedad británica cerca de Sintra. Mowrer escribió aquí un largo despacho periodístico sobre la caída de Francia y después del trabajo él y su esposa paseaban por un parque suntuosamente ajardinado, visitaban los lugares de interés de la zona, se iban a cenar en coche a Lisboa y en una ocasión fueron a nadar a Estoril. Mowrer señaló que el agua estaba muy fría.)24 Durante su estancia en el cuartel de Bayona, llegó a conocimiento de Koestler que la zona alemana de Francia incluiría toda la costa atlántica y que, de acuerdo con las condiciones del armisticio, todas las tropas francesas que estuvieran en el territorio ocupado deberían retirarse a la Francia de Vichy y serían licenciadas. Sobrecargado de pertrechos y equipaje, el grupo militar de Koestler se dirigió trabajosamente hacia el este, aunque no antes de que Koestler, en una calle de Bayona, viera de cerca por primera vez el avance de las fuerzas alemanas: tanques de color verde oscuro seguidos por motos con hombres vestidos de cuero negro que llevaban gafas ahumadas. En la calle bañada por el sol, con las persianas cerradas, parecían un atronador cortejo fúnebre.

El segundo día de marchar con su unidad Koestler se separó de ella y se unió a una pareja de mayor edad que se dirigía en coche a Lourdes. Dejó a la pareja antes de llegar a la ciudad y estuvo varios días deambulando por la zona no ocupada, todavía legionario con nombre ficticio y luciendo ahora un poblado bigote que alteraba su fisonomía, antes de unirse, en un pueblo minúsculo, a un destacamento de soldados franceses que esperaban que los desmovilizasen. Pasó seis semanas con el grupo, durmiendo en un granero, sintiéndose más seguro de lo que se había sentido durante mucho tiempo. Aunque los soldados franceses eran libres de irse, continuaron esperando para cobrar una prima que se pagaba con la desmovilización y obtener un certificado que les autorizaría a trabajar. El proceso era lento porque, según creían, los oficiales que había entre ellos querían seguir cobrando su paga.

A comienzos de agosto Koestler y un puñado de otros soldados extranjeros fueron enviados al cuartel de la Legión Extranjera en el Fort Saint-Jean de Marsella para ser desmovilizados. Sus obligaciones militares aquí eran escasas, y tenía las noches libres para mezclarse con los refugiados y los cooperantes que se aglomeraban en la ciudad. El 3 de septiembre él y cuatro soldados británicos que habían estado internados en el fuerte embarcaron en un vapor volandero con destino a Orán, en el norte del África francesa, que se hallaba bajo el control de Vichy. Koestler había persuadido a los soldados para que se lo llevaran como intérprete y había sobornado a un funcionario del puerto para que les proporcionara papeles falsos de legionario que decían que no eran aptos para el servicio y serían licenciados en Casablanca.25

Desde Orán los cinco viajaron a Casablanca, donde un agente del servicio de inteligencia británico proporcionó a los soldados visados de emergencia. Koestler no tenía derecho a uno, pero el agente se las arregló para embarcarle en un pesquero con los cuatro soldados y alrededor de cincuenta personas más para un movido viaje a Lisboa. Mientras que los soldados fueron llevados inmediatamente en avión a Gran Bretaña, Koestler se pasó dos meses esperando ansiosamente una autorización británica que nunca llegó. Disfrutó de Lisboa, aunque con creciente desánimo ante la inactividad de los británicos y el temor de que las autoridades portuguesas le detuvieran y deportaran, posiblemente a la España de Franco. Por medio de los telegramas que cruzó con Daphne Hardy, que se encontraba en Inglaterra, supo que ella y otras personas estaban dando pasos entre bastidores para ayudarle, aunque de momento no habían conseguido nada.

Finalmente, tuvo un golpe de suerte. Varios meses antes había solicitado un billete en un vuelo comercial británico con destino a Inglaterra y su nombre seguía en una lista. Cuando inesperadamente quedó disponible un billete, el cónsul general británico en Lisboa se saltó las reglas y le autorizó a abandonar Portugal con un permiso de emergencia. Al llegar a Inglaterra fue detenido por entrar ilegalmente en el país y pasó seis semanas en la cárcel, durante las cuales se publicó El cero y el infinito. Puesto en libertad justo antes de la Navidad de 1940, Koestler se vio convertido en una figura literaria de cierta fama y poseedor de una tarjeta de empadronamiento británica: «Prueba», escribiría, «de que había recuperado mi identidad y el derecho de existir».26

La huida de Rupert Downing de París a Lisboa tuvo lugar al mismo tiempo que la de Arthur Koestler y abarcó parte del mismo territorio.27 El libro que escribió sobre el viaje apareció en 1941, el año de la crónica de Koestler. Pero el alegre título de Downing, If I Laugh: The Chronicle of My Strange Adventures in the Great Paris Exodus-June 1940 [Si me río: La crónica de mis extrañas aventuras en el Gran Éxodo de París, junio de 1940], hacía que su obra se distinguiera claramente de la amargada Scum of the Earth [Escoria de la tierra] de Koestler. Comediógrafo y guionista cinematográfico británico, Downing prestaba plena atención al temor y la angustia de la huida de los refugiados al tiempo que dejaba constancia de momentos de descanso, placer y diversión.

Al comienzo de la guerra, Downing se hallaba en París, adonde había llegado dos años antes para escribir una obra de teatro y ahora estaba haciendo un trabajo de traducción con una mujer a la que llamaba, sencillamente, Dee. Por motivos de salud, le habían declarado no apto para el servicio militar y para hacer de corresponsal de guerra. Se enteró por la radio de que las tropas alemanas estaban a unos treinta kilómetros de París... así como de un decreto del Gobierno que disponía que todos los varones civiles excepto los ancianos y los enfermos debían abandonar la ciudad, cabe suponer que para evitar que acabaran siendo prisioneros de guerra o trabajadores esclavos. El decreto no decía nada sobre adónde debían ir ni cómo.

Downing y Dee se fueron en bicicleta, Dee sentada en el manillar. Pronto pudieron comprar otra bicicleta, transacción que pareció milagrosa dada la demanda de medios de transporte del tipo que fuera, y juntos se dirigieron al sur pasando por Burdeos, Biarritz y SaintJean-de-Luz, evitando las carreteras principales que pudieran ser atacadas desde el aire y temiendo, antes de que las condiciones del armisticio estuviesen claras, que el control de las carreteras correspondiera a los alemanes. En medio de la masa de refugiados también experimentaron un extraño sentimiento de comunidad que nacía de pasar junto a alguien y luego volver a encontrarlo. «Y todos parecían», escribió Downing, «alegrarse tanto como nosotros de estos encuentros fortuitos. En momentos así, en un país asolado, ver una cara conocida (aunque sea superficialmente) puede producir una curiosa sensación grata en el corazón.»

En los Pirineos viajar en bicicleta significaba subir y bajar por carreteras llenas de curvas y soportar súbitos chubascos semitropicales. A pesar de ello, éramos «felicísimos de un modo un tanto desapasionado», recordaba Downing. «Hablábamos [...] de este mismo libro (si tenía la oportunidad de escribirlo) y barajábamos posibles títulos.» Una opción agridulce que se les ocurrió fue Cycling round Europe [Europa en bicicleta]. Necesitaron dos semanas de pedaleo para recorrer la distancia entre París y la frontera española. En el lado francés del puente internacional de Hendaya e Irún encontraron largas colas de gente que esperaba, así como todo tipo de vehículos, de Rolls-Royces a taxis y carros tirados por caballos. Los franceses alzaban una barrera durante el tiempo suficiente para llenar de personas y vehículos el espacio vacío que llegaba hasta la barrera cerrada que había en el lado español, luego volvían a cerrarla hasta que los españoles levantaban brevemente su barrera para permitir el paso. Aquí la ciudadanía británica de Downing y Dee fue una ayuda para ellos, ya que junto a la barrera francesa había funcionarios consulares británicos y norteamericanos que prestaban asistencia a los ciudadanos que carecían de visado.

Aún faltaba superar un problema. Los españoles, cediendo ante las presiones alemanas, no permitían entrar en el país a los hombres en edad militar, cuyo límite se fijó en 40 años, y los papeles de Downing decían que tenía 38. La única forma de resolver la situación era presentar un certificado médico que acreditase que no era apto para el servicio militar. Downing lo tenía, pero estaba en París, de modo que tuvo que buscar un médico francés que le hiciera un reconocimiento y certificase que padecía del corazón, y esperar que España aceptase el documento francés. España lo aceptó, y después de pasar horas en el puente y aguantar varios aguaceros, Downing y Dee fueron finalmente autorizados a entrar. Más adelante, Downing se enteraría de que las autoridades británicas habían hecho un pacto con España para que sus ciudadanos tardasen menos de cuarenta y ocho horas en entrar y salir del país.

Todavía les esperaba el trato áspero de los aduaneros españoles y una demora en el último momento a causa de las bicicletas que Downing y Dee todavía llevaban consigo, algo relacionado con derechos arancelarios o impuestos, aunque no estaban seguros porque todo se lo dijeron en español. Al parecer, Downing sonrió y asintió con la cabeza en el momento oportuno y les permitieron conservar las bicicletas. Un autobús transportó a los ciudadanos británicos (y otro a los norteamericanos) a San Sebastián, luego un tren los llevó a Lisboa, donde fueron alojados en el Royal British Club, normalmente reservado para hombres y todavía adornado con banderas y plantas tras la reciente visita del duque de Kent a la exposición del centenario. Poco después fueron conducidos al Rose of Ireland, el barco que esperaba la llegada de más refugiados y cuya fecha de salida aún no estaba decidida. Una vez a bordo, no se permitió que nadie bajara a tierra, lo cual irritó a algunos, pero no a Downing.

Durante los cuatro días siguientes —entre los más soleados, más felices y más perezosos de mi vida— permanecimos junto al muelle. Lisboa se alzaba en hileras superpuestas por encima de nosotros a estribor; a babor, el Tajo se extendía, azul y centelleante, hasta la costa lejana en la otra orilla del río. Dormíamos mucho y comíamos a dos carrillos.

Camino al fin de Inglaterra, el intervalo de tranquilidad se esfumó rápidamente y dio paso al mareo, al espectro de los submarinos alemanes y a la realidad de un bombardero Heinkel que surgió de una nube y arrojó cuatro bombas que no dieron en el blanco por un escaso margen.

Otto Strasser pertenecía a un tipo diferente de refugiado.28 Fervoroso nacionalsocialista alemán, había sido expulsado del partido en 1930 a causa de sus desavenencias con Hitler, y posteriormente creó su propia organización política, el Frente Negro, grupo izquierdista de ex nazis que se oponían al imparable ascenso del Führer al poder. Finalmente, Strasser, que había combatido en la primera guerra mundial, inició un largo periodo de exilio en Europa que le llevó a Austria, Checoslovaquia, Francia y Suiza, donde residía cuando comenzó la guerra. En noviembre de 1939, tras oír un discurso de Hitler por radio, se enteró de que había estallado una bomba poco después de que Hitler abandonara la sala... y se enteró también de que él y un agente de los servicios de inteligencia británicos cuyo nombre no se daba estaban detrás del intento de asesinato.

Al día siguiente, después de un ultimátum alemán que exigía su entrega, los suizos dieron a Strasser cuatro horas para salir del país. Tomó un avión con destino a Francia, pues compartía la creencia general de que el país estaba seguro detrás de la Línea Maginot; cuando pronto se puso de manifiesto que no era así, el Gobierno francés lo internó en un gran campo de concentración en el que había principalmente judíos. Gracias a una persona influyente del Ministerio de Exteriores francés, fue puesto en libertad a finales de mayo de 1940 y, acompañado por Hans, un holandés con el que había trabado amistad durante el cautiverio, alquiló habitaciones en un pequeño hotel de París. Apenas se habían instalado cuando empezó la huida de la ciudad. En tren y en automóvil se fueron a Burdeos y luego a Bayona, donde encontraron pasaje en un pequeño carguero que iba a salir por última vez con destino a Casablanca.

En medio de una tumultuosa escena de sobornos ofrecidos a voz en grito, peleas sangrientas y saqueo de equipajes mientras una turba desesperada trataba de subir a bordo, el barco zarpó por fin, pero al poco tuvo que volver a Bayona cuando recibió por radio la noticia de la firma de un armisticio así como una orden alemana de que todos los barcos franceses que se hallasen en el mar regresaran a puerto. El capitán del carguero no hizo caso de los que le suplicaban que pusiera proa a Inglaterra. Al volver a Bayona, se encontraron con que la situación de los refugiados había empeorado y la única señal de esperanza era que todavía no había tropas alemanas. En un taxi adquirido con un grueso fajo de billetes Strasser y Hans salieron rápidamente para Saint-Jean-de-Luz.

En el pequeño puerto de la ciudad encontraron otra turba y vieron con horror cómo una patrulla alemana aparecía de repente y marchaba en rígido orden por una calle cercana. Los espectadores enmudecieron, anonadados, y pareció que toda oportunidad de huir de Francia se desvanecía al llegar los soldados. Strasser se escondió inmediatamente mientras Hans buscaba algún medio de transporte con el que pudieran recorrer la corta distancia que los separaba de la frontera española, cosa que parecía imposible ahora que habían llegado los alemanes. Strasser estaba pensando en suicidarse antes que caer en manos de la Gestapo cuando apareció Hans con un chófer belga que, a cambio de otro fajo de billetes, los llevó, no a la frontera, sino a Oloron-Sainte-Marie, en el interior del territorio no ocupado, a muy poca distancia de su límite. Desde allí se trasladaron a una población cerca de Lourdes, aumentando así la distancia entre ellos y la Wehrmacht.

En la Francia de Vichy se sintieron razonablemente a salvo hasta que Strasser leyó en un periódico el texto completo del armisticio, que disponía que el Gobierno francés entregase a todos los refugiados que eran buscados por el Reich. Ahora debía tener cuidado con la policía francesa además de con la Gestapo; al mismo tiempo, él y Hans sacaron la conclusión de que si huir de Francia recurriendo a medios ilegales resultaba casi imposible, la única opción era la compleja e igualmente peligrosa vía de la legalidad.

Transcurrieron diez días antes de que Strasser pudiera concertar una entrevista con un funcionario del consulado portugués en Toulouse, el cual le explicó cortésmente que se necesitaba un visado extranjero para que Portugal estudiara la posibilidad de otorgar un visado de tránsito. Mientras Strasser seguía escondido en Toulouse, Hans se fue a Vichy, donde había consulados de países norteamericanos y sudamericanos. Al cabo de varios días, Hans regresó, sin visados extranjeros pero con el consuelo del dinero que le habían proporcionado los amigos que Strasser aún tenía en las altas esferas francesas.

Strasser pensaba otra vez en el suicidio cuando, paseando por las calles de Toulouse una noche, se tropezó con el funcionario del consulado portugués. Después de que Strasser se desahogara hablándole de sus apuros, aunque sin revelar su identidad, el funcionario le sugirió que acudiera al consulado de los Países Bajos y solicitase un visado para ir a la isla de Curaçao, que era una posesión holandesa. Con tal visado en mano, podría reservar por telégrafo pasaje en un barco y obtener tanto el visado de tránsito español como el portugués.

Lo que parecía demasiado fácil para ser verdad no lo era: Strasser no tardó en recibir un visado turístico para Curaçao, luego los visados español y portugués. Lo único que quedaba era el gran obstáculo del visado de salida francés, y Hans resolvió el problema entablando amistad con una funcionaria que al cabo de unos días se encargó de que se estampillara uno en el pasaporte falso de Strasser. Todo fue sobre ruedas a partir de aquí, y Strasser —mientras que Hans optaba por quedarse en Francia por motivos familiares (Strasser había dejado esposa e hijos en Suiza)— se trasladó a Cerbère, donde pasó una noche antes de cruzar la frontera española el 1 de agosto de 1940.

En Portugal, Strasser localizó a su hermano Paul, que era monje benedictino y también había huido atravesando Francia y encontrado refugio en un monasterio del interior de Portugal. Cuando llevaba alrededor de un mes viviendo con su hermano, dos hombres bien vestidos se presentaron en el monasterio en un automóvil grande y dijeron al abad que si entregaba a Strasser al Gobierno alemán, donarían cien mil escudos al monasterio junto con un coche parecido al suyo. El abad llamó enseguida a la policía. Los dos hombres no pusieron ningún reparo porque, según hicieron saber al abad antes de irse, eran agregados de la legación alemana en Lisboa y gozaban de inmunidad diplomática.

Sabiendo que la Gestapo carecía de escrúpulos a la hora de sobornar al abad, Strasser se fue solo del monasterio y se ocultó en un remoto pueblo de pescadores del norte de Portugal. Por las emisiones de la BBC supo de la resistencia británica bajo los ataques aéreos alemanes y ello le animó a reanudar su lucha contra Hitler, lo cual significaba abandonar el refugio de la costa portuguesa y volver a vivir a cara descubierta. Se le ofreció una oportunidad cuando, a finales de septiembre de 1940, un británico cansado y despeinado llegó en coche al pueblo y dijo en francés a Strasser que la Gestapo sabía dónde se encontraba y que Alemania estaba haciendo los trámites para solicitar su extradición. Strasser se mostró receloso porque pensó que el recién llegado podía ser un agente de la Gestapo; el visitante se hizo cargo de su cautela y le sugirió que alquilase un taxi y le siguiera, con un intervalo de quince minutos, hasta el consulado británico más próximo, donde acreditaría su identidad. En el consulado de Oporto, Strasser supo que el agente británico le había estado buscando durante unas treinta y seis horas, aunque en ningún momento le fue revelado por qué Inglaterra estaba haciendo tantos esfuerzos por proteger a un alemán prominente.

Los británicos trasladaron discretamente a Strasser a Lisboa y lo embarcaron en el transatlántico norteamericano Excambion, que zarpó con destino a Nueva York el 2 de octubre. Al mismo tiempo el Gobierno portugués emitió un comunicado en el sentido de que lamentaba no haber podido localizar a un tal doctor Otto Strasser, de quien se decía que había entrado en el país. El 10 de octubre el Excambion hizo escala en las Bermudas y Strasser fue sacado del buque en una lancha de la policía. Los británicos le proporcionaron un permiso temporal para quedarse en la isla hasta que pudiese obtener un visado para trasladarse a un país de la América del Norte, y allí permaneció seis meses antes de que Canadá y México se brindaran a acogerlo. Strasser eligió Canadá porque era uno de los países beligerantes y, una vez allí, se instaló hasta después del final del conflicto y llevó una vida retirada, dedicada a escribir y dar conferencias contra Hitler.29

Al igual que el «Escritor Católico», Franz Schoenberner fue uno de los intelectuales alemanes enemigos del nazismo que huyeron del país mucho antes de la guerra.30 Pero, en lugar de exiliarse en Zúrich o París, como era frecuente hacer en tiempo de paz, él y su esposa, Ellie, escogieron un pueblo del sur de Francia llamado RoquebruneCap Martin, cerca de Montecarlo, y en 1933 empezaron una nueva vida como escritores independientes: Schoenberner escribía artículos para publicaciones periódicas y su esposa, novelas populares.

Llevaban una existencia espartana. Con Francia llena ahora de escritores alemanes, las publicaciones en lengua alemana recibían infinidad de manuscritos. Los ingresos disminuyeron e incluso cuando vendían sus relatos y artículos tardaban en cobrar. Pero la pareja creía estar a salvo en Francia, especialmente en un pueblo donde eran conocidos por los funcionarios que inspeccionaban con regularidad sus carnets de identidad y permisos de residencia.

Entonces llegó septiembre de 1939. Inmediatamente aparecieron en las calles carteles que anunciaban que todos los varones alemanes y austriacos de entre 17 y 50 años debían presentarse sin demora en un campo de Antibes, provistos de mantas y alimentos para cuatro días. Al parecer, iba a efectuarse una criba de exiliados y Schoenberner emprendió el viaje enseguida, creyendo que tenía poco que temer, dado que sus papeles estaban en regla, todo el mundo sabía que era un hombre de letras antinazi, llevaba siete años viviendo en Francia y se había ofrecido como voluntario para el servicio militar francés. Si a sus 45 años era demasiado viejo para servir en primera línea, sus conocimientos de francés y alemán podían utilizarse para tareas de información o propaganda.

Resultó que el campo era de internamiento y no se iba a llevar a cabo ninguna criba y los refugiados se consumían bajo las órdenes imprecisas de comandantes que cambiaban con frecuencia y una política general que parecía más preocupada por encerrar a los elementos antinazis que por detener el avance del Ejército alemán. En el caso de Schoenberner, sin embargo, el internamiento duró sólo seis semanas. Su labor editorial en Alemania y sus publicaciones impulsaron a la filial francesa de PEN, la asociación de escritores, a ejercer presión para que fuera puesto en libertad, con el resultado de que un día fue llamado a la oficina del campo y un oficial le preguntó: «¿Es usted este gran periodista?». Cuando Schoenberner respondió que sí, el oficial le dijo que sería liberado en el acto. Él mismo tenía algo de poeta, agregó el oficial, y al despedirse, se desearon mutuamente suerte como colegas de la pluma.

La libertad duró poco, como Schoenberner ya se esperaba. Él y su esposa se prepararon y metieron sus pertenencias en cajas para lo que creían que iba a ser otro internamiento, que esta vez sería probablemente largo mientras Francia y Alemania luchaban en una prolongada guerra de trincheras como en la anterior contienda mundial. Parecía dudoso, en todo caso, que Francia pudiera caer tan fácilmente como Polonia. Finalmente llegó la orden de que Schoenberner se presentara en un campo cerca de Aix-en-Provence, mientras que su esposa iría al inmenso campo de concentración para mujeres y niños de Gurs, situado a muy poca distancia de los Pirineos y España. (Se decía que cuando el comandante de Gurs —el campo se había creado en 1939 para internar a republicanos españoles y hombres de las Brigadas Internacionales que habían huido a Francia— recibió una llamada de París y le dijeron: «Vamos a enviarle diez mil mujeres que deberán ser internadas», no hubo respuesta desde su extremo de la línea. Se había desmayado.)31

Los malos tratos eran pocos o inexistentes en el campo de Schoenberner, pero parecía peor que el de Antibes debido a la desatención y la indiferencia. Había pocos grifos y letrinas primitivas para unos dos mil alemanes y austriacos junto con un grupo de soldados de la Legión Extranjera francesa que habían tenido la mala suerte de nacer en Alemania o Austria. Todos los internos dormían sobre montones de paja en lo que en otro tiempo había sido una fábrica de ladrillos. En un lugar tan abarrotado actos normales como lavarse, vestirse, comer y hacer cola para usar las letrinas llevaban tanto tiempo que todo el mundo tenía la sensación de estar ocupado constantemente.

En el campo había numerosos profesionales cultos e importantes, entre ellos el rico y aclamado escritor antinazi Lion Feuchtwanger. En su momento, pareció que su novela Success, inspirada por Babbit, de Sinclair Lewis, le granjearía el Premio Nobel de Literatura, pero en 1930 el premio habia sido otorgado a Lewis, que en su discurso de aceptación nombró a Feuchtwanger, al que había visto una vez en Berlín, entre varios escritores europeos de mérito. Los detenidos andaban locos de inquietud debido a las noticias que iban llegando al campo sobre el rápido avance de las divisiones motorizadas nazis en Francia. Si los alemanes llegaban al campo, de un solo golpe tendrían en sus manos no solamente a Feuchtwanger, sino también a más de un centenar de los más destacados elementos antinazis alemanes y austriacos.

Las súplicas al comandante para que evacuase el campo fueron recibidas con confusas declaraciones en el sentido de que Francia velaría por su seguridad. Estados Unidos, dada su neutralidad, era la única esperanza real de los antinazis, que enviaron telegramas (semejante libertad de acción era posible a causa del descontrol que reinaba en el campo y que permitía incluso la existencia de un floreciente mercado negro dirigido por ex legionarios y los guardianes franceses) al presidente Roosevelt y a la Cruz Roja norteamericana; la única firma que constaba en ellos era la de Feuchtwanger debido a su renombre y al hecho asombroso de que en una ocasión había hablado con el presidente norteamericano.

También se trazaban planes para dominar al reducido contingente de guardianes y hacerse con el control del campo, pero se desechó la idea cuando un día llegó una compañía de soldados franceses jóvenes y bien pertrechados. Existía siempre la posibilidad de saltar el alambre de espino que rodeaba el campo y correr hasta esconderse en el bosque que había cerca de él. Pero ¿qué iban a hacer luego? Asimismo, existía siempre, a modo de evasión final, la opción de suicidarse con una hoja de afeitar escondida. La esperanza a la que se aferraba la mayoría de los internos era el rumor de que de un día para otro el campo sería evacuado y los enviarían a todos en tren a un destino aún no revelado. Era probable que se dirigiesen a los Pirineos, o posiblemente cruzarían España camino de los campos de trabajo franceses en el norte de África. Cualquier destino era preferible a esperar la llegada de la Wehrmacht.

Cuando finalmente el campo fue abandonado en junio de 1940 los internos pasaron cinco días en un tren que cambiaba de dirección cada dos por tres, y por los periódicos que recogieron por el camino se enteraron de la caída de Francia y la aceptación del armisticio. El tren se detuvo en Nîmes y los hombres fueron conducidos a un nuevo campo en Saint-Nicolas, que resultó ser una extensa granja situada en medio de un bosque. No había ninguna cerca ni nada parecido y no se habían hecho preparativos para la llegada de los nuevos internos, aparte de las tiendas del Ejército que había traído un camión. Un solo pozo con una bomba debía servir para todos.

La ausencia de guardianes y de alambre de espino parecía una invitación a fugarse antes de que llegaran los alemanes con las listas de los que la Francia de Vichy debía entregarles. En cualquier caso, no había nada que impidiese a los internos ir a Nîmes o sencillamente regresar a sus hogares en territorio no ocupado. Llevaban tres días en Saint-Nicolas cuando apareció un pequeño grupo de tropas senegalesas y tendió una sola línea de alambre de espino alrededor del campo. El comandante quitó importancia al alambre diciendo que se trataba de una medida puramente simbólica y agregó que los soldados que acababan de llegar estaban allí sólo para mantener el orden; los detenidos seguirían gozando de libertad de movimientos, incluso podían ir a nadar en un arroyo, y serían puestos en libertad tan pronto como se tuvieran los papeles oportunos.

Dio la casualidad de que la salida de Lion Feuchtwanger del campo tuvo lugar de otra manera. Poco antes del traslado a Saint-Nicolas habían llegado dos telegramas dirigidos exclusivamente a él en respuesta a la súplica enviada a Roosevelt y la Cruz Roja. Feuchtwanger había destruido los telegramas, que, al parecer, decían algo acerca de ponerse en contacto con el consulado norteamericano en Marsella. Luego, tras un breve periodo en Saint-Nicolas, parece ser que el escritor fue secuestrado por personas vinculadas al consulado y conducido en coche a un lugar seguro en Marsella. Tal como interpretó Schoenberner este asombroso acontecimiento, antes incluso de que llegaran los telegramas la esposa y unos amigos de la celebridad literaria ya estaban intercediendo por él ante el consulado, y el propio Feuchtwanger, inmerso en el absorbente aislamiento de su ego, había pasado por alto que los mensajes tenían muchísimo interés para docenas de otros internos.

La fuga de Feuchtwanger fue tan desalentadora como estimulante, toda vez que los demás internos difícilmente podían contar con que el consulado norteamericano los secuestrase de uno en uno. Aparte de eso, la mayoría quería poner la máxima distancia posible entre ellos y Francia y llegar a España y Portugal, para lo cual necesitaban los documentos apropiados y el papeleo empezaba por su liberación legal de un campo de concentración. Así que se quedaron esperando, sin dejar en ningún momento de suplicar a las autoridades que los pusieran en libertad.

Ellie Schoenberner fue liberada súbitamente de Gurs porque la consideraron trabajadora agrícola imprescindible y regresó a Roquebrune-Cap Martin. Más o menos por las mismas fechas Franz Schoenberner supo que Vichy no pondría en libertad a ciudadanos alemanes hasta que una comisión nazi visitara el campo donde estaba, demora que aún podía prolongarse semanas o meses. Ahora trabajaba de voluntario en las oficinas del campo y un día entabló conversación con un capitán que se encargaba de los expedientes de los internos y le dijo que había sido el director antinazi del semanario de Múnich Simplicissimus. Añadió: «No sé si este nombre significa algo para usted, Monsieur...». «Por supuesto que sí, monsieur. Conozco Simplicissimus», contestó el capitán. «Deberían haberle liberado hace mucho tiempo.»32 Dos horas después Schoenberner fue puesto en libertad. Sin pérdida de tiempo, tomó un taxi hasta Nîmes, un tren nocturno hasta Marsella y al día siguiente se reunió con su esposa en casa.

En diciembre de 1940 recibió la noticia de que gracias a los buenos oficios de un escritor alemán amigo suyo que había logrado llegar a Nueva York, se había recomendado la concesión de un visado norteamericano a Schoenberner y que éste debía entrevistarse con el cónsul en Niza. A comienzos de enero del nuevo año le fue concedido un precioso visado de emergencia para visitantes. Aquel mismo mes Ellie Schoenberner obtuvo un visado de inmigración, dado que, por ser su padre francés, entraba en el cupo americano de refugiados franceses. Los Schoenberner todavía necesitaban permisos para salir de Francia y cruzar España y Portugal, además de fondos para pagar el pasaje a Nueva York.

Hicieron falta cinco meses de telegramas, cartas y hacer cola, con el temor constante de ser entregados a los alemanes por la Francia de Vichy, para resolver el papeleo requerido. Ni siquiera estos esfuerzos hubieran sido suficientes sin la intercesión y el dinero de organizaciones de refugiados y personas de Marsella y Nueva York. El 25 de mayo Franz y Ellie Schoenberner salieron de su pueblo y fueron a recoger sus papeles en Marsella, y cuatro días más tarde se encontraban en un tren camino de la frontera española. Cuando llegaron a Lisboa, el ambiente de Europa pareció cambiar al instante. Franz Schoenberner escribió:

Sabíamos que [Portugal] también vivía bajo una dictadura, pero, quizá porque al menos Salazar era profesor en vez de general, el mal de la opresión y la injusticia parecía aquí menos obvio y menos ubicuo. A primera vista la vida parecía totalmente civilizada y casi normal. Estabas tentado de aceptar el augurio de que esta ciudad, que se había convertido en la última salida de emergencia de Europa, hubiese dado a su avenida más magnífica el nombre de Avenida de la Libertad.

Tras una espera de diez días, partieron en un barco portugués sobrecargado. Abandonar finalmente la casa encantada de Europa fue un acontecimiento trascendental, y Franz Schoenberner había planeado grabarlo en su memoria con una última mirada al continente. Pero tuvo que atender varios asuntos y se retrasó. Cuando por fin subió a cubierta ya no había tierra a la vista; ante ellos todo era océano y cielo. Demasiado excitados para dormir, él y su esposa pasaron su primera noche en el mar en sendas tumbonas, celebrando su fuga con una botella de coñac portugués, comprada previsoramente en un bar de marineros del puerto de Lisboa.