En la primavera de 1902, al alcanzar la mayoría de edad, Alfonso XIII accedió al trono de España después de jurar la Constitución, un texto que tenía ya veinticinco años de vida legal. Era un rey nuevo para un siglo nuevo. Una oportunidad para adaptar el sistema político de la Restauración a los nuevos retos y problemas que planteaba la sociedad; para cerrar las grietas que había dejado al descubierto el Desastre de 1898 antes de que amenazaran su propia supervivencia; para emprender, en suma, un programa de «regeneración» nacional, la palabra en boca de todos, repetida en los salones del Palacio Real, en los pasillos de las Cortes y en el último casino provinciano.
Las élites políticas pretendían, con el concurso de la Corona, encabezar una reforma desde arriba, una movilización nacionalizadora que ampliara las bases sociales del régimen sin poner en peligro su hegemonía, evitando el peligro de una revolución. La historia política española entre 1902 y 1917 es la crónica de ese fracaso. Las razones son complejas y diversas. En primer lugar, la propia actitud de Alfonso XIII, dispuesto desde un principio a intervenir en la vida política y a no renunciar a ninguna de sus prerrogativas. En segundo término, la crisis de los partidos tradicionales, incapaces de sostener líderes no discutidos y de convertir sus cuadros de notables en organizaciones modernas de masas. La división interna de liberales y conservadores, con facciones, clientelas y cacicatos enfrentados por el reparto del poder, impidió la estabilidad de los Gobiernos y frenó las iniciativas legislativas del Parlamento. La oportunidad de los conservadores llegó con Antonio Maura, entre 1904 y 1909; el turno de los liberales respondió al empeño de José Canalejas, una esperanza frustrada con su asesinato en 1912.
A los problemas heredados del siglo XIX, como el clericalismo o el militarismo, se sumaron otros nuevos como la guerra de Marruecos, el nacionalismo catalán, el republicanismo radical o el crecimiento del movimiento obrero organizado, capaz de canalizar las demandas populares y de superar el marco local de las acciones iniciales para emprender campañas de ámbito nacional. El primer episodio de la crisis del sistema político llegó en 1909, con el eco de la Semana Trágica de Barcelona. A partir de 1913 ya no se pudo hablar de un turno pacífico de los dos grandes partidos dinásticos. Y en los años siguientes, con Gobiernos cada vez más inestables, el impacto político, económico y social de la Gran Guerra llevó al país al verano revolucionario de 1917, un punto de no retorno en el camino hacia la descomposición final del régimen.
REGENERAR LA NACIÓN
El fervor de la multitud hizo vibrar el aire luminoso de la mañana primaveral. Era el 17 de mayo de 1902, el día señalado para que el niño rey, cumplidos los 16 años, jurara la Constitución y asumiera sus poderes y responsabilidades como monarca. Las crónicas de la época no ahorraron detalles para describir el entusiasmo popular que despertó el paso lento de la comitiva regia por las calles principales de la Villa y Corte, desde el Palacio Real hasta el Congreso de los Diputados. Y no era para menos. Hacía mucho tiempo que los madrileños no veían un espectáculo igual. La Corona desplegó toda la pompa de su fastuoso ceremonial por un itinerario lleno de arcos, colgaduras y gallardetes «bajo vuelo de palomas y caer de flores». Abrían la marcha grupos de palafreneros y maceros, con timbales y clarines, y un desfile de caballos empenachados, con reposteros de vivos colores y bordados de plata y oro. Seguían después coches de tiro engalanados, doce berlinas con los grandes de España, las carrozas de las Infantas, la Reina Regente, los príncipes de Asturias y, por fin, la que llevaba el emblema de la corona real, de donde salía la sonrisa abierta y franca de Alfonso XIII, que correspondía así a los aplausos y los vítores. Entre los coches, bandas de trompetas y escuadrones de escolta. Junto a ellos, postillones, batidores, caballerizos, damas de guardia, ayudantes de cámara, mayordomos de semana, camareros mayores y gentilhombres de casa y boca. Dentro del Congreso, las vistosas casacas de los maestrantes, las pellizas de los húsares de Pavía y los trajes talares de los prelados. Un brillante alarde, concluía Fernández Almagro, del «viejo y atrayente mundo indumentario y jerárquico». Una imagen como de otro tiempo.
En la Corte española imperaban todavía los usos y hábitos del Antiguo Régimen. Alfonso XIII nació siendo rey y fue educado como tal en un ambiente aristocrático, clerical y militar, en el escenario sobrio y profundamente religioso recreado por su madre, M.ª Cristina, alejado de la realidad exterior. «Una vida muy retraída», escribió en su crónica Fernando Soldevilla, «sin tener relación alguna con el pueblo». Sus compañeros de juegos habían sido los hijos de los nobles; sus instructores, salvo el liberal Santamaría de Paredes, eran palaciegos de conocida militancia confesional y militares tradicionales con una concepción castrense de la vida pública. De esa formación vendrían sus convicciones católicas, su afición por los uniformes y los desfiles y el agrado con el que representaba su papel de rey-soldado, siempre pendiente del bienestar del Ejército. No era, desde luego, la preparación más adecuada para el jefe de Estado de una monarquía parlamentaria que tenía que afrontar los retos modernizadores del siglo XX.
Tampoco las prerrogativas regias, razonables para un monarca de mediados del siglo XIX, parecían las mejores armas para ensanchar las bases sociales del régimen y seguir por el camino de la ciudadanía democrática. Alfonso XIII era el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, con amplia potestad para nombramientos, ceses y condecoraciones de militares, como quiso dejar claro desde el primer Consejo de Ministros que presidió. Los poderes que le confería la Constitución de 1876 no terminaban ahí. Su persona era «sagrada e inviolable», irresponsable frente al Parlamento. Elegía al presidente del Gobierno, podía nombrar y separar libremente a los ministros, designaba senadores vitalicios, compartía el poder legislativo con las Cortes, a las que convocaba y disolvía, cuidaba de la administración de justicia y dirigía las relaciones diplomáticas. Consciente de sus amplias competencias, pronto mostró su voluntad de no renunciar a ellas, de intervenir en la política como un rey gobernante, no como un monarca relegado a un mero papel de moderación y representación.
Así podía interpretarse de la lectura de sus anotaciones juveniles, las que había escrito meses atrás en su diario, contagiado del aire crítico de la opinión nacional: «En este año me encargaré de las riendas del Estado, acto de mucha trascendencia tal y como están las cosas; porque de mí depende si ha de quedar en España la Monarquía Borbónica o la República. Porque yo me encuentro al país quebrantado por nuestras pasadas guerras, que anhela por un alguien que le saque de esa situación; la reforma social, a favor de las clases necesitadas; el Ejército, con una organización atrasada a los adelantos modernos; la Marina, sin barcos; la bandera ultrajada; los gobernadores y alcaldes que no cumplen las leyes, etc.». Podía ser un rey, pensaba, que se llenara de gloria «regenerando» la Patria, pero también uno que no «gobernara», que fuera llevado y traído por sus ministros y, por fin, «puesto en la frontera». Al escribir estas últimas palabras seguramente recordaba la salida precipitada de España de su abuela, Isabel II. Pero para un lector actual es difícil no relacionarlas con el propio futuro del monarca, con su abandono del Palacio Real, camino del exilio, casi veintinueve años más tarde, la noche del 14 de abril de 1931.
De todas formas, en mayo de 1902 nada podía presagiar ese final para su reinado. La Monarquía había salido indemne del Desastre del 98 y el sistema político del turno funcionaba con la precisión acostumbrada. Con un problema serio, eso sí, de sucesión de liderazgos, en el Partido Conservador, huérfano desde el asesinato de Cánovas, y también en el Partido Liberal. Después de la jura de la Constitución, durante el Te Deum oficiado en la iglesia de San Francisco, Sagasta sufrió un desvanecimiento que los médicos atribuyeron a la agitación del día y al calor del templo. Tenía 76 años. Su fallecimiento, en enero de 1903, significó el fin de una generación.
La primera oportunidad de cambio y renovación la había tenido Francisco Silvela en marzo de 1899. No era precisamente un político ajeno a los vicios del sistema que denunciaba —había sido ministro varias veces, la primera en 1879— pero, al frente de la Unión Conservadora, supo apartar del poder a las facciones históricas más intransigentes y presentar un gabinete dispuesto a asumir las ansias regeneracionistas de la nación. En esa línea iban iniciativas como el nuevo Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes o el fomento, desde el Ministerio de Gobernación de Eduardo Dato, de las primeras medidas de reforma social como la limitación de la jornada laboral de las mujeres y los niños, la Ley de Accidentes de Trabajo o los estudios que precedieron a la fundación del Instituto de Reformas Sociales, que no vería la luz hasta 1903. La nota más sobresaliente la puso Fernández Villaverde al frente de Hacienda, capaz de sanear las arcas del Estado y de modernizar la política fiscal creando la Contribución de Utilidades. Pero fue un éxito efímero. Las medidas de reducción del déficit público provocaron la dimisión, primero, del ministro de la Guerra, el polémico general Polavieja, y después la de Antonio Durán y Bas, empujado por las protestas de la burguesía catalana contra los nuevos impuestos. La decepción del catalanismo tomó cuerpo político en 1901 con la creación de la Lliga Regionalista, que ese mismo año obtuvo un sonado éxito electoral en Barcelona.
Los problemas crecían para el Gobierno conservador que se acercaba a la raya del cambio de siglo. En el verano de 1899, la resistencia al pago de impuestos y las protestas callejeras en Barcelona coincidieron con el cierre de tiendas acordado por las Cámaras de Comercio, dirigidas por Basilio Paraíso, y con la movilización de las Cámaras Agrarias que Joaquín Costa había unido en la Liga Nacional de Productores. En los primeros meses de 1900, ambas organizaciones coincidieron en la Unión Nacional, un organismo dispuesto a plantar cara a la política oficial con un nuevo cierre de comercios y una campaña nacional que promovía la desobediencia fiscal. Pero la clausura de centros, los primeros embargos, la escasez de recursos y la falta de apoyos más amplios terminaron pronto con la revuelta de las llamadas «clases productivas» y con su programa regeneracionista. En efecto, cuando la Unión Nacional se presentó como partido político, en las elecciones de 1901, obtuvo sólo 4 diputados. Era la prueba de un fracaso anunciado que Romanones resumió en una frase: «mucho ruido y alboroto, y después nada». No había un camino nuevo para la regeneración, un atajo fuera del sistema. Los que quisieran combatir los vicios del régimen tendrían que hacerlo dentro de los partidos tradicionales, que tanto habían denostado, o buscar un sitio, como hizo Costa, en las filas del republicanismo.
Otras voces de protesta preocupaban más al Gobierno conservador. En el cierre de tiendas de junio de 1899 llamó la atención de la prensa que la manifestación de Zaragoza acabara con el asalto al colegio y la residencia de la Compañía de Jesús. No era un hecho aislado. En varias poblaciones de Andalucía, de Valencia y de Cataluña la multitud amotinada emprendió acciones similares contra los edificios de los jesuitas o las imágenes del Sagrado Corazón de Jesús, un símbolo cargado de connotaciones antiliberales y reaccionarias. El anticlericalismo volvía al primer plano de la política nacional. No era un fenómeno nuevo, todavía se recordaban las oleadas de motines, quemas de conventos y matanzas de frailes de 1822, 1834 y 1835. El anticlericalismo moderno iba mucho más allá de las críticas populares al enriquecimiento y la inmoralidad del clero, existentes desde la Edad Media. Era un movimiento político de tradición liberal, presente también en países cercanos como Portugal, Francia o Italia, que defendía el proceso de secularización, esto es, la libertad de cultos, la desvinculación de la sociedad civil del dominio eclesiástico y la creación de un Estado laico. Como decía Gumersindo de Azcárate, no se trataba de la exclusión de Dios, «sino de la del sacerdote de una esfera de acción que no era la suya propia».
En el cambio de siglo, ese movimiento político se manifestó públicamente en España como una reacción frente a los excesos del clericalismo, frente a la resistencia de la jerarquía eclesiástica a perder los privilegios políticos, jurídicos, económicos y sociales que aún mantenía. De hecho, la llegada de la Restauración había supuesto una clara recuperación del poder y la influencia de la Iglesia, protegida por el carácter confesional de la Constitución de 1876. A su dominio en el ámbito educativo —sobre todo en la enseñanza media— y al control tradicional de las instituciones de beneficencia y asistencia social se sumó el restablecimiento de las Órdenes y Congregaciones, con un aumento espectacular del número de religiosos, más de 50.000, y una presencia más activa en la vida cotidiana de la población. Aumentaron las misiones populares, romerías, peregrinaciones a santuarios y otras prácticas piadosas multitudinarias, como las devociones marianas o el culto al Sagrado Corazón de Jesús. También crecieron los círculos católicos de obreros, las asociaciones confesionales, las catequesis y escuelas de adultos y la publicación de libros, folletos y periódicos de propaganda católica. En la prensa el discurso predominante seguía siendo antiliberal y contrarrevolucionario. La escasa renovación teológica venía de la mano de la recepción, tardía en España, de los problemas sociales planteados por León XIII en la encíclica Rerum Novarum. Pero más que de contenidos era una cuestión de estrategia pastoral, de plantar cara a la secularización utilizando medios más modernos de movilización. Si la batalla se libraba en la política, había dicho en 1898 el cardenal Cascajares, «allá debemos ir todos para disputar palmo a palmo el terreno a la revolución», un frente de lucha bendecido por los obispos reunidos en el Congreso Católico de Burgos de 1899.
Clericalismo y anticlericalismo se conformaron así, en la primera década del siglo XX, como dos fenómenos complejos, dinámicos y casi complementarios, que se alimentaron mutuamente. El Desastre del 98 proporcionó los primeros motivos para la protesta anticlerical. La prensa republicana criticó a la Iglesia por haber exaltado el patriotismo más beligerante y echó la culpa a las Órdenes religiosas de la insurrección tagala y la pérdida de Filipinas. Y ese «malestar», como reconoció Sagasta, se vio agravado por una serie de «coincidencias». Primero, dentro de la política gubernamental, las actitudes confesionales de miembros del Gobierno de Silvela, como el general Polavieja o Luis Pidal y Mon, y el mantenimiento del presupuesto del Culto y Clero en una coyuntura de «sacrificios» y recortes del gasto público. Después, en el otoño de 1900, las noticias del fallido levantamiento carlista y el anuncio de la boda de la princesa de Asturias con el ultramontano hijo del conde de Caserta. Por último, en las primeras semanas de 1901, el proceso del caso Ubao, una joven confinada en un convento sin la autorización paterna, y el revuelo montado alrededor del estreno de Electra, la conocida obra teatral de Galdós, según el arzobispo de Burgos «bandera de combate y enseña de rabiosa persecución al catolicismo».
Una «bandera», reconoció Romanones, «que nos llevó de nuevo al poder». El Partido Liberal justificaba sus actitudes anticlericales como parte de un programa regeneracionista más amplio, como un obstáculo que había que superar para dejar libre el camino hacia la modernización de España. Pero, en el fondo, era también una cuestión de oportunidad política, un recurso con una notable capacidad de movilización social. José Canalejas se convirtió en el líder de ese movimiento, sobre todo a partir del famoso discurso pronunciado en el Congreso, en diciembre de 1899, cuando proclamó que había que «dar la batalla al clericalismo». La cuestión religiosa estaba en el Parlamento, en la prensa y en la calle, y los motines aislados se convirtieron en manifestaciones ordenadas y en campañas organizadas que mostraron el éxito de nuevas formas de acción colectiva como los mítines, las asambleas, las giras festivas, el boicot de las demostraciones católicas o los actos de transgresión de los ritos religiosos, como los «banquetes de promiscuación» celebrados en Semana Santa.
El protagonismo de la protesta anticlerical correspondió al republicanismo radical de base populista, con los ejemplos más claros de Vicente Blasco Ibáñez en Valencia o de Alejandro Lerroux, el emperador del Paralelo, en Barcelona. A partir de una amplia red de centros y casinos, y de un discurso exaltado y agresivo, con referencias procedentes del liberalismo progresista y de la cultura popular, el republicanismo se convirtió en un movimiento de masas capaz de enfrentarse con éxito a los partidos dinásticos en las contiendas electorales locales, de dominar el escenario público, con el recurso constante a las movilizaciones callejeras, y de mantener su hegemonía entre los trabajadores urbanos por lo menos hasta los años de la Gran Guerra. Sin estos precedentes no se pueden entender los sucesos de la Semana Trágica, en 1909, ni la pervivencia de una identidad colectiva anticlerical que, aunque decayó en la segunda década del siglo XX, se mantuvo latente y volvió a resurgir con fuerza en los años de la Segunda República.
Pero, de momento, en marzo de 1901, la consecuencia más visible de la oleada de protestas anticlericales fue la caída de los conservadores y el regreso al poder de Sagasta. En su último Gobierno, el «viejo pastor» contó entre sus ministros con líderes nuevos dentro del partido, como José Canalejas y Álvaro de Figueroa y Torres, el conde de Romanones, necesarios para sacar adelante algunas medidas contra el clericalismo, preparar la llegada al trono de Alfonso XIII y mantener unidas a las diferentes facciones del partido. Cuando Sagasta, enfermo y agotado, dimitió en diciembre de 1902, unas semanas antes de su muerte, se abrió la lucha por el liderazgo liberal entre las clientelas agrupadas en torno a figuras históricas como Segismundo Moret, Eugenio Montero Ríos o el general José López Domínguez.
Un repaso a lista de los Gobiernos de los años siguientes demuestra hasta qué punto la crisis interna de los partidos dinásticos impedía llevar adelante cualquier intento serio de regeneración. Entre diciembre de 1902 y junio de 1905 sólo hubo unas elecciones, las de abril de 1903, y sin embargo se sucedieron cinco Gobiernos conservadores: Francisco Silvela, Raimundo Fernández Villaverde, Antonio Maura, Marcelo de Azcárraga y otra vez Fernández Villaverde. Las sesiones de las Cortes, suspendidas seis veces en ese período, sólo estuvieron abiertas en breves períodos, apenas doce meses de actividad parlamentaria en más de dos años y medio. Fue entonces cuando se acuñó la expresión de «crisis oriental» relacionando los cambios de gabinetes y ministerios con las visitas que los líderes políticos hacían al Palacio de Oriente.
El regreso de los liberales al poder no significó una mayor estabilidad gubernamental. Entre junio de 1905 y enero de 1907 el rey nombró cinco presidentes del consejo de ministros: Montero Ríos, Moret, López Domínguez, otra vez Moret y, por último, apenas dos meses, el octogenario marqués de la Vega de Armijo, que ya había sido ministro de Isabel II. Todos los líderes liberales tuvieron su oportunidad. Casi podríamos hablar de un turno dentro del turno. Y todos lo ejercieron sin demasiados apuros parlamentarios. La holgada mayoría de diputados conseguida en las elecciones «fabricadas» en 1905 tuvo poco trabajo. Las Cortes sólo estuvieron abiertas 8 meses de los 17 que duró el Gobierno liberal.
Ninguno de los Gobiernos conservadores y liberales de ese período tuvo la fortaleza y la voluntad necesarias para emprender un programa de reforma que necesariamente tenía que abordar, como ha subrayado Juan Pro, tres cuestiones fundamentales: poner fin al poder arbitrario de la Corona para que los Gobiernos dependieran de las mayorías parlamentarias, y no al revés; acabar con la manipulación electoral sistemática, un requisito imprescindible para integrar en la vida política a amplios sectores de la ciudadanía; y transformar los partidos de notables en formaciones modernas de masas que realmente representaran y encauzaran las demandas de la opinión pública. Ninguno salvo, quizá, Antonio Maura.
MAURA Y LA SEMANA TRÁGICA
En sus crónicas parlamentarias Azorín describía a Antonio Maura como el mejor orador de la época, uno de los pocos hombres «de palabra verdaderamente moderna». Más allá de sus dotes para la elocuencia, hay pocas dudas a la hora de calificarle como el político conservador más importante del primer cuarto del siglo XX. De origen mallorquín, entró en la vida política de la mano de su cuñado, Germán Gamazo, dentro del Partido Liberal, y llegó a ser ministro de Sagasta en 1892. Tras la muerte de Gamazo, en 1901, Maura recogió el liderazgo de su facción, los «gamazistas», que un año más tarde se pasaron en bloque a las filas conservadoras. Fue entonces cuando pronunció su famoso discurso sobre la necesidad de una «revolución desde arriba». Ya lo había anunciado en su respuesta a la encuesta sobre Oligarquía y Caciquismo promovida por Costa desde el Ateneo de Madrid. Maura coincidía con casi todos los regeneracionistas a la hora de señalar las raíces del mal. En España, ni las clases humildes ni las medias ni las de mayor cultura y arraigo sentían «el acicate de las obligaciones de la ciudadanía». Y eso ocurría porque el Gobierno era un «artefacto», un «botín perenne» disputado por los dos bandos en «refriega» que ejercitaban la arbitrariedad cuando podían y la ambicionaban cuando les tocaba la vez de padecerla. Pero la solución para remediar el «desvío», aclaraba, no podía ser la «aniquilación» del sistema, la «volatilización» de la oligarquía de caciques. Entonces «hallaríase España en la anarquía». A su juicio, no se podía aspirar, de la noche a la mañana, a la conversión instantánea de una nación entera que vivía «vuelta de espaldas al andamio constitucional». ¿Y dónde se podía encontrar el punto de apoyo y la fuerza para la reforma? En la parte «más accesible», en el Gobierno. A través de él se podía llegar antes «a las obras necesarias para remediar el descrédito en el que han caído las palabras».
Las palabras y los hechos. La primera oportunidad para poner en práctica sus ideas llegó en las elecciones de 1903, al frente del Ministerio de Gobernación del gabinete de Silvela. Su decisión de no intervenir en la fabricación de los resultados produjo, según algunos autores, una de las consultas menos manipuladas de toda la Restauración. Como prueba se apunta el avance de los republicanos, que consiguieron 36 escaños, casi el doble de los que tenían. De todas formas, no hay que exagerar el alcance de esa medida. El voto urbano republicano encontró en ese momento un techo que ya no superaría, siempre por debajo del 10 por ciento de los sufragios emitidos, y el entramado clientelar demostró que era capaz de funcionar incluso con la abstención relativa del Ministerio. Los conservadores obtuvieron 240 escaños, sólo 5 menos que los que había tenido el Gobierno liberal anterior.
En diciembre de 1903, con esas Cortes de mayoría conservadora, Maura fue nombrado por primera vez presidente del Consejo de Ministros. Su Gobierno sólo duró un año, un espacio demasiado breve para sacar adelante reformas legislativas pero suficiente para mostrar sus intenciones, los mimbres de su proyecto de «revolución desde arriba». La gira de Alfonso XIII por las provincias y su presencia en Barcelona formaron parte del empeño personal de Maura de reforzar la imagen de la Corona y, al mismo tiempo, ensanchar las bases sociales del régimen sin poner en peligro su supervivencia. En esta línea cabe situar también la política económica proteccionista, que satisfacía a las élites económicas, y las propuestas de reforma social, un «preservativo», escribió Maura, para impedir una temida revolución «desde abajo» con otras armas que no fueran únicamente el recurso continuo a las fuerzas de orden público. En la primavera de 1904 se puso en marcha definitivamente el Instituto de Reformas Sociales y se abordaron medidas relacionadas con la protección física y moral de los niños, la inspección de los centros de trabajo, el fomento de las cooperativas o el descanso dominical. Estas iniciativas, como otras relacionadas con la reforma de la administración civil, apenas pudieron sortear los obstáculos de las trabas burocráticas, las dilaciones parlamentarias y la resistencia de los grupos de intereses conservadores.
A la oposición interna se añadían las críticas de liberales y republicanos. Las protestas anticlericales arreciaron por el nombramiento como arzobispo de Valencia de Nozaleda, un fraile procedente de Filipinas, y por la firma de un acuerdo con el Vaticano que reconocía el estatus legal de las Órdenes religiosas presentes en España. Los telegramas sobre desórdenes públicos se amontonaban sobre la mesa del ministro de Gobernación: enfrentamientos callejeros entre clericales y anticlericales, motines populares contra los consumos y la carestía de las subsistencias, y una oleada de huelgas hasta entonces desconocida. La UGT pasó de los 14.737 afiliados de 1900, repartidos en 69 asociaciones, a los 56.905 que figuraban en sus actas a comienzos de 1905, representados en 373 entidades locales. Sorprendía el crecimiento del movimiento obrero organizado, sobre todo su extensión más allá de los límites de las ciudades. Los temores antiguos de Silvela se cumplían y la «tea de la discordia» llegaba también al campo, a comarcas sin ninguna tradición asociativa. En el otoño de 1904 Adolfo Álvarez Buylla anotaba, desde el terreno, cómo los trabajadores agrícolas, «perfectamente penetrados de las ventajas de la unión, aunque exagerándolas en ocasiones, se acogen con el ansia del náufrago a la tabla de salvación, la asociación, que cunde y se propaga de un modo maravilloso por los campos castellanos». Era la «señal de los tiempos». Sorprendía también, como anotaba el diario El País, el cambio en la forma de expresar el descontento. Al grito de «pan y trabajo» se habían levantado muchas veces los campesinos andaluces en los años malos, «la novedad ha estado ahora en haber apelado por solidaridad a la huelga general». El ejemplo de la huelga general de Barcelona de 1902 se repitió en las zonas mineras de Vizcaya en el otoño de 1903. El Gobernador Militar de Bilbao sacó las tropas a la calle y declaró el estado de Guerra, pero no dejó de anotar en su informe cómo el paro se había extendido de los mineros a los cargadores y ferroviarios, y de ellos al resto de los obreros, convencidos «de que únicamente por solidaridad con los otros han de ir logrando la realización de sus aspiraciones».
De todas formas, el auge del asociacionismo y la escalada de conflictos laborales comenzaron a declinar en el otoño de 1904, antes de que terminara el Gobierno de Maura. La crisis de trabajo y la carestía de las subsistencias diezmaron las filas de las sociedades obreras y los resultados de las acciones colectivas comenzaron a inclinarse del lado de los patronos y propietarios, que empezaron a usar también las armas de la asociación y el boicot. La Unión Obrera recomendaba a los socialistas que no plantearan huelgas abocadas al fracaso, que si bien los trabajadores tenían siempre «razón para pedir, lo que deben examinar es si tienen fuerza para conseguir». Fernández Almagro lo decía en pocas palabras: «La pobreza y el cansancio son aliados de la autoridad». El hambre y la miseria, en efecto, en vez de movilizar la protesta lo que hacían era restarle aliento y recursos. El fracaso de la huelga general convocada por los socialistas, en julio de 1905, era la prueba de que el movimiento obrero todavía no era capaz de dar el paso desde las acciones locales a las campañas nacionales.
El final del primer Gabinete de Maura, en diciembre de 1904, no llegó, por tanto, por las voces de protesta en la calle o por el clima de conflictividad social. Tampoco por las campañas de la prensa republicana o por una pérdida de confianza de la mayoría parlamentaria. La crisis la provocó Alfonso XIII, empeñado en nombrar al jefe del Estado Mayor en contra del parecer del ministro de la Guerra, un ejemplo más del intervencionismo del joven monarca. En esa ocasión Maura no estaba dispuesto a ceder ante los deseos del Rey y presentó su dimisión. Al conocer la noticia, Azorín comentó que el juicio de los parlamentarios y los periodistas fue unánime: «Maura ha caído digno, fuerte, íntegro, desdeñoso». Era un paso atrás para tomar impulso hacia adelante. En los meses siguientes, y durante los frágiles Gobiernos liberales que se sucedieron, su figura se fue agrandando paso a paso.
Mientras tanto, la cuestión militar y la controvertida actuación del Rey siguieron en el primer plano de la política nacional. En noviembre de 1905, el semanario satírico catalán Cu-Cut! publicó una caricatura sobre el Ejército que despertó las iras de la guarnición de Barcelona. Varios grupos de suboficiales asaltaron los despachos y la imprenta de la revista, acción que repitieron contra la sede de La Veu de Catalunya, el principal diario catalanista. El capitán general de Cataluña no condenó la acción violenta de sus subordinados, que recibieron el apoyo de las autoridades castrenses de Sevilla y Madrid. La prensa militar pidió de inmediato la suspensión de las garantías constitucionales en Barcelona y una ley que declarara competentes a los tribunales militares para juzgar y castigar cualquier ofensa contra el Ejército. El Gobierno de Montero Ríos accedió a la primera petición pero no a la segunda. La intervención del Rey, al lado de los militares agraviados, motivó la dimisión del Presidente. Su sucesor, Moret, a pesar de la fuerte oposición del Congreso, cedió a los deseos de la Corona y a las exigencias del Ejército. En marzo de 1906 se aprobó la Ley para la Represión de los Delitos contra la Patria y el Ejército, conocida como Ley de Jurisdicciones, que incluía los ataques de la prensa dentro del fuero militar. Carolyn Boyd ha visto en los incidentes de 1905 el regreso del pretorianismo, la lacra del siglo XIX que los artífices de la Restauración quisieron alejar de la vida pública. Lo ocurrido demostró a los militares más díscolos que la violencia era una estrategia exitosa para lograr sus fines, una enseñanza que no olvidarían en el futuro cada vez que sintieran amenazados sus intereses corporativos o pensaran, como guardianes de los valores patrios, que la integridad nacional estaba en peligro. Y aumentó, además, la distancia que separaba al Ejército de la sociedad civil, el sentimiento antimilitarista de una parte importante de la población avivado, sobre todo desde 1898, por el mantenimiento de un sistema de reclutamiento injusto y el recurso constante a los cuarteles cada vez que el orden público se veía amenazado.
Ese sentimiento antimilitarista fue uno de los elementos que propiciaron la unión de todas las fuerzas de oposición en Cataluña para concurrir a las elecciones de 1907. Su éxito fue incuestionable. Solidaritat Catalana consiguió 41 de las 44 actas en disputa. Un resultado espectacular que, de todas formas, no amenazó la mayoría absoluta conseguida por el Partido Conservador: 253 escaños frente a los 78 liberales, casi tantos como los que sumaban los grupos antidinásticos. Según Romanones, Alfonso XIII llegó a exclamar que las Cortes se habían llenado «de amigos del Gobierno y de enemigos del Régimen». Antonio Maura disponía, ahora sí, de un bloque unido, sin divisiones de facciones y familias, bien disciplinado alrededor de un líder indiscutible. Era su turno. La oportunidad de un Gobierno largo y estable para hacer el «descuaje» del caciquismo y moralizar la vida política. Pero lo cierto es que, más allá de la sinceridad de sus declaraciones, las elecciones mostraron claramente los límites de una reforma verdadera del sistema. Para eso necesitaba un Gobierno fuerte con una mayoría parlamentaria holgada. Y la única manera de asegurarla pasaba por utilizar en su beneficio el «repertorio» de manipulaciones, abusos y fraudes que tanto había denunciado, un trabajo que su ministro de Gobernación, Juan de la Cierva, realizó con una habilidad notable.
Los diputados electos en abril de 1907 tuvieron mucho más trabajo que sus predecesores. En los dos años siguientes, hasta el conflictivo verano de 1909, pasaron por el Congreso más de doscientas iniciativas legislativas. Todas ellas respondían a un proyecto global de Estado que M.ª Jesús González ha denominado la «socialización conservadora», una movilización ciudadana no revolucionaria. Sin abandonar sus sólidas convicciones católicas y monárquicas, Maura estaba convencido de que una reforma gradual, realizada desde un Gobierno fuerte pero respetuoso con las formas parlamentarias —«luz y taquígrafos» fue su famosa expresión— podía convertir a las «masas neutras» del país, que él creía esencialmente conservadoras, en ciudadanos activos. Para ello había que legitimar las instituciones públicas y acercarlas a la sociedad, crear una cultura cívica y participativa para que la población española abandonara la percepción lejana y negativa que tenía del Estado.
El cuerpo central de su proyecto se basaba en tres reformas básicas: la justicia municipal, el sistema electoral y la administración local. La Ley de Justicia Municipal pretendía dotar de independencia y estabilidad a los jueces municipales y romper por ese flanco el entramado clientelar. El ataque frontal contra el fraude y la corrupción era el propósito de la Ley de Reforma Electoral, que desligaba del poder político la confección de los censos, la composición de las juntas electorales o los dictámenes sobre las actas recurridas y decretaba, entre otras muchas medidas, cuestiones controvertidas como el carácter obligatorio del voto o el famoso artículo 29, que permitía la elección directa en aquellos distritos donde sólo se presentara un candidato. Por último, el «descuaje» de los cimientos del caciquismo se confiaba en la Ley de Administración Local, probablemente la iniciativa más ambiciosa, que ampliaba las competencias de los ayuntamientos y les confería autonomía jurídica y personalidad política independiente.
El segundo frente legislativo del Gobierno «largo» de Maura fue la reforma social, un conjunto de proyectos de tono paternalista que buscaban, sobre todo, disminuir la conflictividad social y el «egoísmo de clase», pero que supusieron, de todas formas, un notable avance en un terreno casi virgen. La creación en 1908 del Instituto Nacional de Previsión, los Tribunales Industriales, los Consejos de Conciliación y Arbitraje, el cuerpo de inspectores laborales o la Ley de Huelgas de abril de 1909 fueron los resultados más sobresalientes de esa política proteccionista y conciliadora. Sin embargo, esa suma de disposiciones, algunas pronto obsoletas o con un desarrollo incompleto, no consiguieron abrir una vía para la solución pacífica de los conflictos entre empresarios y obreros. La verdad es que la sensación final de Maura, cuando la tormenta del verano de 1909 echó abajo su obra, tuvo que ser de frustración. Los proyectos de reorganización del Ejército y de reforma del sistema de reclutamiento se quedaron en el papel, como la Ley de Administración Local, que después de innumerables debates y enmiendas no llegó a ver la luz. Tampoco las reformas electorales cumplieron sus objetivos. El encasillado y el falseamiento quedaron al descubierto en las grandes ciudades, vulnerables ante las campañas republicanas y catalanistas, pero siguieron dando sus frutos en los distritos rurales uninominales, que eran la gran mayoría. Años después, Antonio Machado recordaba el fracaso de la revolución desde arriba, «desde el ápice de la cucaña», un período que había sido «un reino de sombras empedrado de buenas intenciones», de sombras que fueron «vagas esperanzas de España». De la figura de Maura, una mentalidad «arcaica y hueca, pero voluntad sincera», quedaba su «talante de hombre importante que atraviesa sin vender ni comprar por una feria de gitanos».
El principio del fin llegó en mayo de 1908, cuando Maura presentó en el Congreso la Ley sobre Represión del Terrorismo, un texto pensado para terminar con los atentados anarquistas a través de medidas excepcionales como la supresión de periódicos y sociedades, órdenes de destierro y penas de prisión para impedir la publicidad de las ideas ácratas. El proyecto, que ponía en peligro los derechos de asociación y de expresión, concitó en seguida las críticas de liberales y republicanos, unidos en un «Bloque de Izquierdas». Por primera vez desde el inicio de la Restauración, un partido dinástico, el Liberal, se alejaba del pacto del turno y giraba hacia su izquierda empujado por el lema «contra Maura y su obra», la frase que presidió la cabecera del mitin del Teatro de la Princesa, donde se escucharon los discursos de Moret y de Canalejas al lado de las voces de Melquíades Álvarez, Gumersindo de Azcárate y Juan Sol Ortega. La campaña propagandística contra el Gobierno, dirigida por el trust de la prensa madrileña, El Imparcial, El Liberal y Heraldo de Madrid, no tenía precedentes en España. Y la movilización no terminó con la retirada del proyecto de ley. Muy al contrario, tomó nuevos bríos cuando empezaron a llegar las noticias de lo que estaba pasando en Marruecos. Las críticas políticas se convirtieron, a partir de ese momento, en un clamor general contra Maura.
La presencia española en el Norte de África había quedado fijada por el acuerdo secreto firmado con Francia en 1904 y por la conferencia de Algeciras de 1906. Un espacio de influencia, no muy relevante en el contexto internacional, limitado a la zona montañosa del Rif. El interés de ese territorio estaba motivado, más que por su situación estratégica o sus posibles beneficios económicos, por una cuestión de prestigio nacional, maltrecho desde la pérdida de las colonias. Los altercados y enfrentamientos con las cabilas vecinas, visibles desde 1908, se hicieron más frecuentes en 1909, sobre todo alrededor de las minas explotadas cerca de Melilla. El 9 de junio, un ataque de los rifeños causó seis muertes y el Gobierno decidió enviar refuerzos a la zona para proteger los intereses españoles. Se trataba, según la versión oficial, de una simple «operación de policía de frontera» para garantizar la seguridad de la plaza. Pero no fue interpretado así por buena parte de la opinión pública. Estaba todavía muy cercano el recuerdo del Desastre y la prensa más crítica con el Gobierno subrayaba que en el suelo africano sólo estaban en juego los capitales de algunos industriales y las ambiciones de los militares. El pueblo, decía La Correspondencia de España, no quería ni oír hablar de una empresa de la que sólo se sacaría «sangre al pobre y dinero al contribuyente». Los socialistas iniciaron una «campaña de agitación» y los mítines organizados en muchas ciudades tenían su eco en la calle con manifestaciones que terminaban en concentraciones delante de los cuarteles y algunos motines en los andenes de las estaciones. El día 12 de julio la llamada a filas de los reservistas, percibida como una doble injusticia, extendió las voces de protesta. A partir del día 14 en el puerto de Barcelona comenzaron los incidentes contra el embarque de tropas, escenas similares a las que se vivieron en los días siguientes en las estaciones de Madrid y de otras ciudades.
Las noticias de los primeros combates en el exterior de Melilla demostraban que no se trataba de una rápida operación de castigo. El día 23 el asalto al monte Gugurú terminó con un gran número de bajas, en medio del caos y la confusión general, y el 27 se produjo la masacre de una columna copada en el Barranco del Lobo: 150 muertos en un día, más de 1.000 bajas antes de terminar el mes. El PSOE y la UGT convocaron una huelga general en toda España para el 2 de agosto. Pero los acontecimientos se precipitaron en Barcelona a partir del día 26 de julio. La huelga declarada ese día por Solidaridad Obrera, el sindicato de orientación anarquista creado en 1907, con la participación de socialistas y republicanos, se extendió por toda la ciudad y dio comienzo a una semana de enfrentamientos armados, barricadas, asaltos a tranvías y fielatos de consumos y acciones violentas anticlericales. Las columnas de humo que salían de las iglesias, los conventos y los colegios incendiados dibujaron la imagen más conocida de la «infernal semana de julio», como decía un periódico católico. La responsabilidad del incendio de ochenta edificios religiosos, y de las acciones iconoclastas que se vivieron en algunos de ellos, se atribuyó a grupos de republicanos radicales inspirados por Lerroux. En todo caso, la composición social de los motines, muy heterogénea, demostró la extensión de la identidad anticlerical en la cultura de las clases populares. Cuando el Ejército recuperó el control de todos los barrios de la ciudad, el viernes día 30, comenzó el recuento de los muertos, 104 paisanos y ocho guardias, además de varios centenares de heridos.
Los sucesos de la Semana Trágica traspasaron los límites de Barcelona. Las protestas y los enfrentamientos violentos se extendieron al menos por 19 provincias, como ha contado Andre Bachoud. El día 28 se declaró en toda España la suspensión de las garantías constitucionales y comenzaron las detenciones preventivas, la clausura de sociedades y la implantación de una férrea censura de prensa. La dureza de la represión posterior, con más de un millar de arrestos y procesos militares y 17 penas capitales, ha quedado asociada a un nombre, Francisco Ferrer y Guardia, un ideólogo anarquista, fundador de la Escuela Moderna, que fue uno de los cinco condenados que finalmente fueron ejecutados. Su proceso sumarísimo se convirtió en un suceso de alcance internacional y el clamor de la izquierda europea atizó aún más, dentro de las fronteras nacionales, la campaña del «¡Maura no!». El 13 de octubre tuvo lugar la ejecución del «mártir de Montjüich», como lo llamó Antonio Fabra Rivas. Dos días después abrieron las Cortes y llovieron las críticas contra un Gobierno que ya estaba sentenciado. Como explicó después el propio Maura, no podía prevalecer «contra media España y más de media Europa». Alfonso XIII fue el último en abandonarle. El 21 de octubre forzó su dimisión y encargó a Moret la formación de un nuevo Gobierno liberal.
DE CANALEJAS A LA GRAN GUERRA
El cambio de Gobierno no fue la única consecuencia de los graves sucesos de 1909. Los republicanos, los partidos obreros y los sindicatos constataron la capacidad de presión de las multitudes, el poder del dominio de la calle y la posibilidad de emprender movimientos de carácter nacional, una experiencia que no dejarían de aprovechar en el futuro. Además, el descontento generado por la guerra y la hostilidad hacia el injusto sistema de reclutamiento demostraron que eran un buen recurso para movilizar a la población. En una época en la que el imperialismo nacionalista incitaba a las masas populares de las potencias europeas a identificarse con el Estado, en España se producía el fenómeno contrario. El país, que había perdido no hacía mucho los últimos restos de su imperio colonial, era incapaz de derrotar a un enemigo insignificante situado en las puertas de su propia casa. El recuerdo del Desastre del 98 y las escenas vividas en el verano de 1909 agrietaron la legitimidad del sistema de la Restauración y anunciaron la crisis de hegemonía del Estado, irreversible a partir de 1917. Las operaciones militares terminaron en enero de 1910, después de asegurar la zona de Melilla, pero el fin de los combates fue sólo un breve paréntesis de tranquilidad en un conflicto, el de la guerra de Marruecos, que iba a marcar la historia de España durante dos décadas. Probablemente ningún país europeo dedicó tantos recursos durante tanto tiempo para intentar asegurar un territorio tan irrelevante. Y, desde luego, si tenemos en cuenta la gravedad de los acontecimientos posteriores, desde el conflicto abierto en 1921 por el desastre de Annual hasta la rebelión de julio de 1936, protagonizada por los militares africanistas, ninguno lo pagó tan caro.
De momento, en enero de 1910, la paz en el Rif apenas supuso un alivio para Moret, el dirigente liberal que, como escribió Pabón, acabó siendo un náufrago de la tormenta que él mismo había desencadenado. La brevedad de su Gobierno se debió no tanto a la hostilidad de una parte del Ejército, al boicot de la oposición conservadora o a la amenaza de la Conjunción entre republicanos y socialistas, ratificada en noviembre del año anterior, sino a la falta de apoyos dentro de su propio partido. Los jefes de las facciones rivales intrigaron cerca de Palacio y consiguieron que el Rey, en febrero de 1910, en la llamada crisis del Miércoles de Ceniza, le retirara su confianza y nombrara en su lugar a José Canalejas. Su llegada al poder demostraba lo poco que habían cambiado los partidos políticos dinásticos, más parecidos todavía a las familias de notables y camarillas decimonónicas que a las modernas organizaciones de masas del siglo XX.
Sin embargo, una vez en el poder, Canalejas demostró su voluntad sincera de cambio, su decidido empeño en llevar adelante un programa completo de renovación liberal y reforma social. Y en un sentido muy diferente al intento anterior de Maura. Si el proyecto del líder conservador, temeroso de la participación de las masas, se basaba en la depuración del sistema electoral y de las instituciones públicas, en la moralización de la Administración, el impulso reformista de Canalejas descansaba en la regeneración social y cultural del pueblo, en el papel del Estado como protagonista de la modernización de la sociedad. Los casi tres años que estuvo al frente del Gobierno, hasta su asesinato en noviembre de 1912, supusieron el intento más serio y esperanzador de abrir una vía hacia la democracia desde el interior del sistema político de la Restauración, sin poner en cuestión, eso sí, los fundamentos de la monarquía constitucional.
José Canalejas y Méndez tenía entonces 55 años y una larga trayectoria política dentro del ala radical del Partido Liberal. Diputado por Soria en 1881 y ministro en los gabinetes de Sagasta de 1885 y 1894, destacó por sus planteamientos renovadores, en los límites de la izquierda dinástica. Como ha estudiado con detalle Salvador Forner, la figura de Canalejas encarnó en España la nueva orientación social del liberalismo europeo de los primeros años del siglo XX, inspirado en las experiencias de países como Gran Bretaña, Bélgica o Francia. Ese liberalismo de nuevo cuño promulgaba la intervención del Estado en las relaciones sociales y económicas con el fin de mejorar las condiciones de vida de las clases trabajadoras. Una apertura social que, a la larga, permitiría la integración política de los sectores obreros, requisito indispensable para conseguir la democratización del régimen, en el fondo una «República coronada», como él mismo decía mirando hacia el ejemplo británico. Entre las reformas laborales aprobadas durante el mandato de Canalejas destacaron la ley de la jornada máxima de nueve horas en la minería, la de aprendizaje, la de descanso de las mujeres en establecimientos comerciales o la que reguló el trabajo nocturno femenino. También un número considerable de propuestas sobre contrato de trabajo, negociación colectiva, control de industrias peligrosas o seguridad social obligatoria, la mayoría de ellas todavía en trámites parlamentarios cuando fue asesinado.
Tampoco se llegó a aprobar una de sus propuestas más llamativas, la ley de mancomunidades provinciales, el primer gesto de descentralización estatal, de sensibilidad hacia las demandas de los regionalistas. Un año después de su muerte, en diciembre de 1913, el Senado dio el visto bueno a la Mancomunidad de Cataluña, dirigida por Prat de la Riba, que unía administrativamente las cuatro diputaciones provinciales sin que este hecho, de todas formas, supusiera la cesión de nuevas competencias.
Un ejemplo de apertura moderada, el principio que presidió también la política del Gobierno sobre la «cuestión religiosa». A pesar de su fama de agitador anticlerical, Canalejas se mostró conciliador y buscó siempre fórmulas de compromiso entre la preeminencia de la religión católica dictada por la Constitución y una progresiva separación de la Iglesia del Estado. Las medidas secularizadoras pretendían afirmar la supremacía del poder civil frente a las amenazas de reacción conservadora ante cualquier propuesta democratizadora. La discusión de la Ley del Candado, aprobada a finales de 1910, suscitó en los meses anteriores una oleada de manifestaciones anticlericales, concentraciones católicas, amenazas de grupos tradicionalistas y hasta un conato de ruptura de relaciones diplomáticas con el Vaticano. Pero, en realidad, era una propuesta tímida y de carácter temporal, una modificación de la Ley de Asociaciones que se limitaba a prohibir el establecimiento de nuevas Órdenes religiosas en España durante dos años, hasta que una ley posterior definiera de forma definitiva la cuestión, cosa que nunca ocurrió. La ley de mayor calado simbólico, la exención de la enseñanza de la religión para los hijos de padres no católicos, ni siquiera tuvo la firma de Canalejas, fue aprobada por el Gobierno de Romanones en 1913.
Los logros y los límites del programa reformista liberal se reflejaron en las dos leyes más esperadas por «ciertas masas de la sociedad española», como reconocía Canalejas en el Congreso, en la primavera de 1911: la supresión del impuesto de consumos, impopular y vejatorio, y la reforma de las quintas, un sistema odiado por las penosas condiciones del servicio y la pervivencia de la redención a metálico. La primera no consiguió del todo el objetivo que pretendía porque muchos ayuntamientos, ahogados por la falta de recursos propios, prorrogaron durante años el cobro de los consumos. La segunda se quedó también a medias. La Ley del Servicio Militar Obligatorio, aprobada en febrero de 1912, permitía la existencia de soldados de «cuota». Los mozos que se costeaban el equipo y pagaban mil pesetas permanecían solamente diez meses en filas, un período que se reducía a la mitad si la suma entregada ascendía a dos mil pesetas, ocupando siempre, además, los servicios destinados a soldados de primera o distinguidos.
Para El Socialista era una «burla» que se le hacía «al pueblo trabajador, la eterna víctima», porque de los regimientos de la Península no se extraían soldados de cuota para el «matadero» de África. Otra vez la guerra de Marruecos. En la primavera de 1911 volvieron las operaciones militares y las protestas en toda España. Sólo en la primera semana de mayo hubo manifestaciones contra la guerra en 27 provincias. Una hostilidad popular que había que traer a «domesticidad», decía entonces Ortega y Gasset, si se quería allanar «el monte de odio levantado entre las dos mitades de España en 1909». El País escribía que los que resistían los avances del proletariado eran los mismos que empujaban al Gobierno en las montañas del Rif, por eso el pueblo relacionaba «las cuestiones sociales que le preocupan con las empresas guerreras». Así era. En la ola de mítines, manifestaciones y huelgas del verano de 1911, las reivindicaciones de carácter social y económico fueron muchas veces unidas al rechazo a la guerra de Marruecos, una oposición al conflicto bélico que influyó en la convocatoria de huelga general y en el clima casi insurreccional que se vivió en buena parte del país durante el mes de septiembre.
El movimiento de protesta comenzó el día 11 con huelgas parciales en Vizcaya, en Asturias y en Málaga que, en los días siguientes, en medio de la confusión general y la desorganización, se extendieron a Zaragoza, Valencia y otros puntos de España. Unos días antes se había celebrado el primer congreso de la Confederación Nacional del Trabajo, la CNT, el sindicato de orientación anarquista fundado un año antes en Barcelona sobre las bases de Solidaridad Obrera. El PSOE y la UGT se sumaron a la huelga general de forma tardía, cuando en muchos puntos los obreros ya habían depuesto su actitud. Los incidentes más graves tuvieron lugar en Cullera, el día 18, donde unos huelguistas mataron a tres funcionarios. La sentencia de muerte dictada para siete de los implicados en los sucesos despertó una campaña de prensa a favor de los condenados que, en el fondo, era un pulso contra el Gobierno y la monarquía constitucional. Alfonso XIII y Canalejas, con el deseo de evitar que se repitiera otro caso Ferrer, lograron conmutar las penas. Pero las medidas represivas fueron especialmente duras con el movimiento obrero organizado. La CNT fue prohibida, las casas del pueblo y los locales de la UGT quedaron clausurados durante meses y se multiplicaron las detenciones. La mano firme del Presidente del Consejo de Ministros volvió a mostrarse un año más tarde, en septiembre de 1912, con motivo de la huelga ferroviaria declarada en todas las líneas del país, con más de 70.000 obreros implicados. Canalejas no dudó en seguir el ejemplo cercano de Briand en Francia y llamó a filas a los empleados reservistas, militarizando el servicio.
Las huelgas generales, la amenaza de estallidos revolucionarios y el fracaso de las vías de negociación pacífica truncaron las esperanzas de Canalejas de una evolución reformista del movimiento obrero dentro de los cauces del marco constitucional monárquico. Él mismo fue una víctima más de ese desencuentro. El 12 de noviembre de 1912 fue asesinado en la Puerta del Sol, frente al escaparate de una librería, por el anarquista Manuel Pardinas, que en realidad tenía pensado atentar contra el Rey. Tres disparos de pistola a quemarropa. Los mismos que quince años antes habían terminado con la vida de otro presidente del Gobierno, Cánovas del Castillo. De alguna manera, los dos magnicidios abrían y cerraban el período central de la España de la Restauración, el que iba de la guerra sin cuartel en Cuba bajo el mando de Weyler a la firma del Protectorado español en Marruecos, de las primeras fisuras del sistema político al final del último gran proyecto reformista, al inicio de la crisis del régimen que Galdós definía en 1910 como «un armatoste de ruinas apuntaladas».
No lo era tanto. Al menos todavía. Galdós hablaba así en el Congreso como diputado de la Conjunción Republicano-Socialista, que había conseguido un éxito notable en las elecciones de ese año obteniendo 37 escaños en las Cortes, uno de ellos ocupado por Pablo Iglesias, el primer socialista que se sentaba en la Cámara. Pero los diputados de la Conjunción apenas sumaban un 9 por ciento del Parlamento. Y el propio Galdós fue uno de los republicanos moderados que, en la primavera de 1912, siguió a Melquíades Álvarez y Gumersindo de Azcárate en la fundación del Partido Reformista. En sus filas militaba un joven Manuel Azaña, presidente del Ateneo, que pedía una transformación de la organización española «sin acudir al fantasma de una revolución sangrienta». Se trataba de unir en un proyecto político a las élites intelectuales dispuestas a dejar en un segundo plano la forma de gobierno para educar y nacionalizar a las masas y abrir las puertas a la democracia dentro de la monarquía. Una reforma templada porque el progreso, citaba Felipe Trigo en el prólogo de Jarrapellejos, la novela que dedicaba a Melquíades Álvarez en 1914, «no es un tren que corre, sino un árbol que crece».
Pero por el tronco agrietado del sistema político constitucional corría poca savia regeneradora. El régimen seguía descansando sobre el pacto fundacional de los partidos dinásticos, sobre unas raíces oligárquicas cada vez más fragmentadas y enfrentadas. En los años siguientes se sucedieron en el poder liberales y conservadores, pero ya no hubo un liderazgo que no fuera contestado, ni un Congreso sólido, ni un Gobierno estable que tuviera tiempo y energía para otra cosa que no fuera sortear problemas y conflictos. A partir de 1913, como ha estudiado con detalle Javier Moreno, se puede hablar de una cesura en la vida parlamentaria, de una línea divisoria en la historia política de la Restauración. En enero de ese año, Romanones subió al poder sin el apoyo unánime de los liberales y con la oposición frontal de Maura, que se negó a mantener el sistema del turno. Las Cortes estuvieron cerradas hasta finales de mayo, el tiempo que tardó en hacerse pública la ruptura del partido gobernante, cuando un grupo de más de treinta miembros de la mayoría, dirigidos por Montero Ríos y García Prieto, se opuso abiertamente a la aprobación definitiva de la mancomunidad catalana. Los disidentes se autodenominaron demócratas, término confuso porque el grupo más numeroso provenía del liberalismo conservador y centralista, con algunas incorporaciones que, sorprendentemente, procedían del ala izquierda del Partido. Esta contradicción era sólo aparente. En realidad, los principios ideológicos quedaban al margen cuando lo que estaba en juego era el reparto del poder entre las diversas clientelas, las rivalidades individuales y las disputas de los caciques en pugna por la representación en Madrid de los intereses locales y el reparto de concesiones, favores y prebendas. Lealtades personales, territoriales y también de parentesco. Las elecciones generales de 1914 y 1916 llenaron las Cortes de familiares con apellidos reconocidos, hijos, sobrinos y nietos pertenecientes a sagas de prohombres y oligarcas que complicaron aún más el consenso en torno a un líder y la tarea de formar una mayoría duradera.
El conde de Romanones y Eduardo Dato lo intentaron. Ambos pretendieron reconstruir las reglas del juego, la alternancia ordenada, el monopolio bipartidista que habían disfrutado sus mayores. El primero, enfrentado a la facción de García Prieto, buscó un difícil equilibrio entre el patronazgo de sus partidarios y las clientelas liberales crecidas a la sombra de Santiago Alba, Rafael Gasset, Niceto Alcalá-Zamora y Fernando Merino, el yerno de Sagasta, entre otros. Dato, que alcanzó la presidencia en octubre de 1913, representaba las aspiraciones de los sectores más tradicionales del Partido Conservador, dividido también por las luchas intestinas libradas entre las facciones de Antonio Maura, remiso a la hora de dar un paso al frente, con tantos amigos como enemigos dentro y fuera de sus filas, la de Juan de la Cierva, el portavoz de la extrema derecha, y los grupos menores que habían quedado huérfanos tras la desaparición de figuras históricas como Villaverde, Romero Robledo o Luis Pidal.
La inestabilidad gubernamental se mostró públicamente por el recurso constante al cierre de las Cortes, una medida excepcional que se convirtió en una costumbre. Durante los dos años del Gobierno de Dato, de octubre de 1913 a diciembre de 1915, la actividad parlamentaria se redujo a seis meses de sesiones, los mismos que mantuvo abierta la Cámara el Gabinete de Romanones que tomó su relevo en el siguiente bienio. Los dos líderes dinásticos intentaron esquivar de esa manera los problemas de la falta de cohesión de sus mayorías y la obstrucción de las minorías, la oposición constante de los reformistas, los republicanos y los regionalistas catalanes dirigidos por Cambó. Las iniciativas y proposiciones quedaban bloqueadas por largos trámites en el Congreso y en el Senado y por debates enconados que dejaban malparados a los jefes del Gobierno. El propio Romanones lo confesó en una de sus frases célebres: «Esta mañana estuve de caza; ahora voy al Congreso a hacer de pato». Lo cierto es que en esos años se aprobaron pocas leyes relevantes, y que ese vacío legislativo vinculó la suerte del poder ejecutivo, cada vez más, a la confianza de la Corona, a la intervención del Rey, erosionando, de ese modo, la legitimidad del sistema parlamentario.
Precisamente cuando más se necesitaba. En el verano de 1914 la polémica sobre la cuestión catalana, los conflictos sociales y las operaciones militares en Marruecos quedaron en un segundo plano ante las noticias de una escalada bélica de dimensiones desconocidas. La Gran Guerra. La actitud inicial española no podía ser otra que la neutralidad. En eso no hubo demasiadas diferencias entre liberales y conservadores. Tanto Dato como Romanones eran conscientes del limitado potencial militar del Ejército y de la posición marginal del país dentro del escenario europeo, fuera de las grandes alianzas internacionales que definieron los bloques enfrentados en las trincheras. Sin embargo, con el paso de los meses, la declaración de neutralidad no libró a España de un intenso debate en la prensa y en la opinión pública que acabó involucrando a todas las instituciones, asociaciones, círculos y partidos políticos.
Una «guerra civil de las palabras», según la expresión de Gerald Meaker. Entre los aliadófilos se contaban casi todos los liberales, con una simpatía comedida hacia Francia y Gran Bretaña que no ocultaban los reformistas, los republicanos e incluso los socialistas. Sus declaraciones públicas, más beligerantes contra los imperios centrales, saludaban las victorias aliadas como avances de la causa del progreso, la democracia y la libertad. En el lado contrario, el de los germanólifos, estaban los carlistas, los jóvenes mauristas y amplios sectores del Ejército, la Iglesia y la nobleza, mucho más cercanos al ideal que representaba el Imperio alemán como guardián de los valores tradicionales, el militarismo y la defensa del orden social frente a cualquier tentativa revolucionaria. El debate se fue agriando y subiendo de tono a partir de 1915 con la incorporación de Italia al bando aliado, con las campañas de propaganda dirigidas y financiadas por las embajadas de las grandes potencias y por los torpedos que los submarinos alemanes lanzaban contra los barcos mercantes españoles. La controversia por la respuesta adecuada a esos ataques provocó la división de los liberales y la crisis final del Gobierno de Romanones, en abril de 1917.
El impacto de la Primera Guerra Mundial en España fue mucho más allá de las disensiones en torno a la política diplomática o las diatribas de papel cruzadas en los periódicos. La mayoría de la población permaneció ajena a ese debate, preocupada por cuestiones más básicas como la condiciones laborales o la carestía de los alimentos de primera necesidad. Como es sabido, durante el ciclo bélico el auge de la demanda externa generó en la economía española un proceso espectacular de expansión industrial y comercial, con grandes beneficios empresariales. Pero la otra cara de la euforia productiva fue la elevada inflación que provocó un fuerte incremento de los precios de los alimentos, siempre por encima del alza de los salarios. La carestía del pan se empezó a notar en los primeros meses de 1915. Los españoles, denunciaba Acción Socialista, tal vez no fueran a fallecer víctimas de la sangrienta catástrofe pero iban a sucumbir igual que los pueblos beligerantes: «Ellos, de la causa; nosotros de los efectos. Total, lo mismo». La primera Ley de Subsistencias impidió la exportación y redujo los derechos de importación de trigo y harinas, pero las medidas adoptadas no tuvieron los efectos deseados. A lo largo de 1916 se repitieron los motines populares contra la carestía del pan y la presión fiscal, con las mujeres en las primeras filas de la multitud. La segunda Ley de Subsistencias tampoco acalló las protestas, los asaltos de tahonas y almacenes y los enfrentamientos con las fuerzas del orden.
Los motines tradicionales convivieron con las huelgas y manifestaciones promovidas por el movimiento obrero organizado, decidido a encauzar la indignación popular. A la huelga nacional ferroviaria del verano de 1916 le siguió el acuerdo alcanzado por los dos sindicatos mayoritarios, la UGT y la CNT, para organizar un paro general de 24 horas en toda España que exigiera al Gobierno el abaratamiento de las subsistencias y la solución de la crisis de trabajo. El manifiesto de la convocatoria, dirigido a los ciudadanos y al pueblo en general, declaraba que la acción anunciada era la última advertencia al poder público. Si no se tomaban las medidas adecuadas quedaría al descubierto «que el mal que nuestro país sufre sólo tiene remedio apoderándose del poder para llevarlo a otras manos menos sujetas por las conveniencias privadas». La huelga general del 18 de diciembre fue, sin duda, la mayor movilización social que se había visto hasta entonces en España. Un aviso del nuevo ejército social de los obreros, escribía Luis Araquistain en El Socialista, de lo que está en sus manos hacer; unos ejercicios militares, unas maniobras proletarias que eran una invitación a una huelga mayor «el día que del ensayo haya que ir a la batalla». No hubo que esperar mucho tiempo. En marzo de 1917, unas semanas más tarde del movimiento revolucionario ruso que había conseguido la abdicación del zar Nicolás II, la UGT y la CNT acordaban la convocatoria de una huelga general indefinida antes de tres meses.
Wenceslao Fernández Flórez había anunciado el protagonismo político de la clase obrera en una de sus crónicas parlamentarias publicada al comienzo del conflicto mundial. En su opinión, las características de los partidos tradicionales habían desparecido, se habían amalgamado los intereses de todos los combatientes de la política, que manejaban entre ellos «el florete como botón», y las únicas víctimas eran los obreros, el blanco de los procesamientos y las persecuciones. Del amplio partido de los «gobernados» los obreros eran los que tenían «más coraje y menos sumisión, más valentía para la protesta». Por eso «los medios de las antiguas luchas y todas la represalias» se guardaban «para ser esgrimidas entre éstos y aquéllos». La crónica de los años de la Gran Guerra, de una neutralidad con «ramalazos de nerviosidad», llegaba a un punto de no retorno en abril de 1917, con la caída de Romanones. «Digámoslo con franqueza, la Constitución ha perdido mucho a nuestros ojos. Es como tener un duro falso: puede uno “postinear” con él delante de los amigos, pero si hay que pagar el gasto lo llevan a uno a la cárcel. Ya no amamos ese veleidoso mamotreto.» No lo amaban quienes hablaban de revolución, descreídos del régimen parlamentario liberal, y tampoco las voces que comenzaban a pensar en una solución radicalmente diferente, en una salida de corte nacionalista, autoritaria y militar.