Cuenta Richard Watson, biógrafo del insigne filósofo Descartes que, al saber éste que su hija Francine estaba gravemente enferma, partió de inmediato de Leiden, donde se hallaba, para ir a su lado. Tenía la niña un exantema por toda la piel y una fiebre muy alta. Falleció unos días después. En una carta escrita un año antes, Descartes se lamentaba de que, a pesar de todos sus conocimientos médicos, era incapaz de curar una fiebre.
Este libro nace de la convicción que tengo de que el conocimiento científico debe resultar útil para la sociedad. No me gusta la idea de estudiar y acumular conocimientos sobre la psicopatía para presentarlos sólo en congresos o escribir textos científicos, y que esta labor no sirva para, llegado el caso, poder ayudar a las personas que pueden ser víctimas de los psicópatas, es decir, odio ser «incapaz de curar una fiebre».
Precisamente, aleccionado por la idea de que una parte muy importante del conocimiento sobre los psicópatas procede de las vivencias de la gente que los trata o los ha sufrido, pronto advertí que, además de estudiarlos en las cárceles, tenía que hacer un esfuerzo por atender a las personas que buscaran mi consejo para hacer frente a sus experiencias con psicópatas que compartían su vida, en el trabajo o en su familia. La razón es obvia: muchos más psicópatas están integrados en la sociedad que marginados de ella en cárceles u hospitales psiquiátricos. Así pues, ¿dónde estudiar mejor a los psicópatas ocultos que en el devenir diario de sus actividades?
Lejos de constituir un mero arquetipo o subgénero en el cine o la literatura, donde muchas veces la psicopatía se presenta a modo de guiñol en un espectáculo para consumo de adolescentes, el psicópata constituye una realidad tangible, un gravísimo trastorno de la personalidad que causa grandes males y descalabros a los individuos y a toda la sociedad. El origen de su estudio científico se remonta a los comienzos del siglo XIX, cuando el gran médico Philip Pinel lo describió por vez primera de un modo extraordinariamente certero:
No fue poca sorpresa encontrar muchos maníacos que en ningún momento dieron evidencia alguna de tener una lesión en su capacidad de comprensión, pero que estaban bajo el dominio de una furia instintiva y abstracta, como si fueran sólo las facultades del afecto las que hubieran sido dañadas.
Claro está, Pinel sólo tenía acceso, en su consulta del hospital mental, a aquellos psicópatas que, debido a su conducta violenta, habían mostrado una «furia» absurda y dañina para los demás. Pero su diagnóstico fue exacto, al determinar que no había lesión en su capacidad de comprender, sino en sus emociones sociales, de las que parecía carecer. Por ello acuñó la expresión «locura sin delirio» para referirse a los psicópatas: eran «locos» o «maníacos» —esto es, personas anormales— pero «no deliraban», es decir, no mostraban los delirios y alucinaciones tradicionales en los «locos» convencionales.
La tumba de Pinel apenas es ahora reconocible en el gran cementerio parisino donde descansa, como pude comprobar junto a mi colega Marcelo Aebi en la primavera de 2004. A pesar de ser prácticamente el único investigador francés citado internacionalmente en todos los textos actuales de psicopatía, sus compatriotas no parecen recordarlo, ni tampoco su contribución al trato humanitario de los enfermos mentales, cuando se negaba a atarlos por sistema con cadenas. Pero, como digo, su estudio pionero del psicópata no cayó en saco roto, y unos años después, en 1835, el psiquiatra inglés J. C. Pritchard profundizó en esta visión:
Hay una forma de perturbación mental en la que no parece que exista lesión alguna o al menos significativa en el funcionamiento intelectual, y cuya patología se manifiesta principal o exclusivamente en el ámbito de los sentimientos, temperamento o hábitos. En casos de esta naturaleza los principios morales o activos de la mente están extrañamente pervertidos o depravados; el poder del autogobierno se halla perdido o muy deteriorado, y el individuo es incapaz, no de hablar o de razonar de cualquier cosa que se le proponga, sino de conducirse con decencia y propiedad en los diferentes asuntos de la vida.
El psicópata es, entonces, alguien que desafía a todos, que quiere hacer lo que desea a toda costa, sin que importen la vida o la felicidad de quienes se ven afectados por sus actos. A la idea de que se trata de «estúpidos morales», personas que, aun siendo capaces de razonar, se conducían de modo cruel y desafiante, oponiéndose a las normas morales básicas de la sociedad (honestidad, reciprocidad, compromiso), se añadía ahora de modo explícito la imposibilidad de sentir afecto auténtico por cualquiera, como si le fuera difícil o imposible considerarse un ser humano cabal.
Los doscientos años transcurridos han permitido matizar y profundizar en el conocimiento de los psicópatas. Probablemente el desarrollo de las ciencias del cerebro constituirá un instrumento importantísimo para que, en los próximos años, se acelere de modo exponencial ese progreso en diferentes avenidas: en los orígenes del trastorno, en su prevención y en su tratamiento.
Desgraciadamente, ese conocimiento científico no ha servido hasta la fecha para hacer de la psicopatía un problema relevante para la sociedad, salvo cuando en forma de asesino en serie o delincuente ultra peligroso salta al primer plano de la actualidad. Como ha escrito Eduardo Punset, «el grueso del conocimiento científico no ha penetrado en la cultura popular». En lo que respecta a los psicópatas, se ha prodigado más la burda parodia de series interminables de películas y novelas para el gran consumo, que la explicación coherente y sensata del psicópata más cotidiano y real, el que nos saluda en el ascensor o nos entrevista para un empleo.
Y sin embargo, en ocasiones la realidad nos alerta acerca de la importancia de estudiar y prevenir la psicopatía en la vida diaria. Me refiero a taxistas que se hacen pasar por profesores de inglés y asesinan a su novia; a policías que lloran en la tumba de su suegra y esposa cuando días antes las había matado con gran saña; a miles de casos de acoso en el trabajo que responden al perfil del psicópata, a otros tantos en el ámbito de la violencia contra las mujeres. Cuando el psicópata se hace visible es debido a la sorpresa y brutalidad de sus actos, y si bien ahora ya hay profesionales que llaman a los psicópatas por su nombre en el hogar o en las instituciones, todavía me asombro cuando en casos para mí evidentes de psicopatía entre los políticos nadie acierta a definirlos así, caso de Milosevic o Husein, por citar a los más recientes.
Pero no son el gran problema los psicópatas que salen a la luz, sino los que siguen entre las sombras. Cuando recibo a las personas que vienen a consultarme sus casos me doy cuenta que todo habría sido mucho más fácil si esas ahora víctimas hubieran podido detectarlos previamente. Sé que esto no es sencillo, y en algunos casos es imposible. Sencillamente, el psicópata pudo camuflarse de modo perfecto, y la relación con su víctima o víctimas no permitió el grado de intimidad suficiente para que esa detección hubiera sido posible. Difícilmente los accionistas de un banco pueden saber que el director es un psicópata que está llevando a la ruina a su empresa, o los policías de un país que su director general disfruta de esa condición. Pero quizás si los responsables de elegirlos conocieran este trastorno y fueran precavidos podría ahorrarse mucha vergüenza y sufrimiento para docenas o cientos de futuras víctimas, directas o indirectas.
Esto es mucho más posible en las relaciones íntimas: los malos tratos a mujeres y niños son apenas denunciados en comparación con el número real que existe en una sociedad; igual ocurre con los acosos y agresiones psicológicas en las empresas y organizaciones de variada índole. Aquí la prevención debe descansar en una detección eficaz; primero, por las propias víctimas, que pueden escapar de relacionarse con un psicópata si los observan e identifican, y segundo por las propias instituciones que tiene la sociedad para contrarrestar a los que abusan de los otros, en especial la justicia penal o laboral y los servicios de protección a la familia y la infancia.
Desgraciadamente esta prevención brilla por su ausencia. Al psicópata se le considera algo raro, propio de la industria del entretenimiento. Yo creo, por el contrario, que es un enorme problema social, que nos afecta a todos, a los poderes públicos y a los particulares. A los primeros porque deben velar para que no se infiltren entre sus empleados, especialmente entre los policías y la justicia, pero también entre la clase política. Además, forma parte de sus deberes el prevenir y tratar del modo más efectivo posible a los jóvenes que manifiestan ya claros indicios de un gran potencial violento y delictivo. Cuando los jóvenes cometen actos psicopáticos sólo se nos ocurre pedir una Ley del Menor más dura, y no vemos que cientos de chicos están desarrollando una personalidad delictiva con claros rasgos psicopáticos, ya desde la escuela.
Pero también la psicopatía afecta a los particulares, porque muchísimos de ellos nunca van a ser neutralizados por ninguna institución social, y van a estar junto a nosotros, cara a cara, queriendo participar de nuestra vida. Por eso digo que la psicopatía ha de ser desenmascarada y, en lo medida de lo posible, anulada en sus efectos perniciosos. Pero eso no es posible sin la lucha activa y consciente de todos y cada uno de nosotros.
Nota: para facilitar la lectura he incluido una serie de explicaciones de índole técnica al final del libro, numeradas y ordenadas por capítulos. De este modo no interfieren en la fluidez de los argumentos y estudio de casos que espero que el lector halle en esta obra.