LECTURA EN DESORDEN
En el fondo de todos los argumentos que el padre de Hernández ha empleado con unos y con otros para justificar su decisión de que el niño abandone sus estudios, hay también un temor. No le seduce lo más mínimo que su hijo acabe ingresando en la Compañía de Jesús –algo que todos le vaticinan– y se convierta en un pastor de almas. Sabemos que a espaldas del niño, incluso de su propia esposa, el duro y serio de don Miguel habla bien del hijo y reconoce con cierta complacencia su talento. Al fin y al cabo es sangre de su sangre y los méritos del niño son, en cierto modo, un éxito que ha de apuntarse también quien lo ha engendrado y educado. Más de una vez se le ha ido por la boca el orgullo paterno en las conversaciones que con amigos y compadres comparte en los establecimientos que frecuenta para sus tratos y sus negocios. Y es allí, en el café de Levante o en el bar Galindo, donde alguien le sugiere y convence de que coloque al chico de aprendiz en un establecimiento comercial para que saque mayor provecho de sus años de escuela. No pierde nada y siempre está a tiempo de sacarlo y llevarlo de nuevo a las tareas de cabrero.
De este modo, el mismo mes de marzo en que abandona Santo Domingo, Miguel entra a trabajar en el comercio de textiles El Globo, de gran renombre en Orihuela, que estaba situado en los Hostales. Su propietario, don Manuel Martínez, le encomienda las típicas tareas de mozo-aprendiz: barrer la tienda y recoger las telas de la estación. El sueldo es mínimo –no supone una considerable aportación a la economía familiar–, pero está aprendiendo un oficio y se sigue curtiendo en el esfuerzo. Sin embargo, la experiencia habría de ser muy corta porque, apenas unos días después –el 9 de marzo de 1925, según quedó anotado en la prensa local–, un incendio de grandes proporciones destruye el comercio y Miguel, sin argumentos que valgan, es definitivamente reclutado por su padre para las labores de pastoreo.
Aquí comienza, sin más demoras, su dedicación exclusiva al negocio familiar. Lo ha venido aprendiendo desde que llegó al mundo y ahora sabe que tiene que enfrentarse al duro trabajo de sus manos, madrugar más que el sol y entregarse sin reparo a esa naturaleza que carece de misterios para él. «Se levantaba a las cuatro de la mañana –comenta su hermana Encarnación–, y yo, todos los días, le ponía delante el tazón de leche, le metía el enorme bocadillo en el zurrón y le dejaba luego, para dedicarme a la limpieza del hogar.»[1]
A sus catorce años –los quince los cumplirá en octubre– comienza en solitario una dura y penosa andadura que tratará de sobrellevar dignamente para complacer la voluntad del padre, aunque, en el fondo, no se resignará nunca a ese destino que se le imponía de forma tan brutal. De momento, tiene que soportar la terrible humillación que le supone salir con el rebaño aquellos primeros días y tropezar en el camino de vuelta con sus antiguos compañeros de colegio. Nadie sabe cómo y cuánto le habría de doler la mirada de esos chicos, entre indulgente y soberbia, que no le perdía detalle mientras azuzaba a las cabras camino del corral. Pero ellos no podían suponer que ese zagal que vestía con peculiar desaliño llevaba dentro el germen de una gran sabiduría, el enorme tesoro de una voluntad ya inquebrantable para cualquier propósito y el deseo de ser, entre el estiércol y las bestias, alguien distinto a lo que todos imaginaban. Como bien ha resumido Antonio Muñoz Molina, «más que la pobreza, lo que debió de herirlo cuando tuvo que abandonar la escuela fue la vejación de verse a sí mismo pastoreando cabras mientras otros con menos inteligencia natural que él continuaban en las aulas; también la sinrazón de una brutal autoridad paterna que no por ser propia de la época era menos hiriente para su espíritu innato de rebeldía y de justicia.»[2]
Su personalidad se está forjando, ahora más que nunca, para el que ha de ser en pocos años el hombre curtido al que alude Álvaro Botella, paisano de Miguel, en una minuciosa descripción que recoge los rasgos físicos y el esbozo psicológico del futuro poeta: «Era alto, de amplio esqueleto y, por tanto, de anchos hombros; brazos larguísimos y siempre pegados a sus caderas, casi inmóviles al andar; marchaba muy erguido; sus manos eran grandes, rústicas y de indecisos movimientos. Su cabeza se elevaba sobre sus hombros con valentía; miraba de frente, y del conjunto de su cara se desprendía una mirada infantil, un tanto tímida, nacida de unos ojos redondos muy móviles; unas grandes rojeces en sus mejillas que se encendían cuando algún hecho impresionaba su corazón o su inteligencia. Despreocupado en el vestir; libre en la expresión, valiente y decidido en sus juicios y apasionado hasta la temeridad.»
Pero aún es joven, demasiado todavía. Miguel es un adolescente de ánimo resuelto que desborda energía y no se deja vencer por ninguna circunstancia. Muy de mañana, antes del desayuno y de salir con el ganado, se dejaba caer por su casa Filomeno Bas Cubí, el amigo Meno, un muchacho de su edad y de su misma calle que también se dedicaba a pasear el rebaño. «Lo primero que hacíamos todos los días antes de sacar las cabras –comentaba el compañero muchos años después–, era lo siguiente: en pleno invierno, y mientras yo llevaba bufanda, él se quedaba desnudo en el patio de su casa; yo cogía un cubo de agua y él me decía: “Meno, échame.” Y yo le echaba pozales de agua. Era muy fuerte…»[3] Ese obsesivo amor al agua es otro de los elementos que hay que destacar como un hábito constante en el poeta. Se sumergía en el río en cuanto se lo permitía su tarea, en la balsa de San Antón o en los hoyos del barranco que había a espaldas de la vivienda familiar. Cuando en su casa le venía el deseo de refrescarse, su hermana Encarna le rociaba con una regadera que tenía colgada de una de las higueras del huerto, o bajaba al pozo descolgándose con una cuerda hasta catar el agua. Otras veces aprovechaba la lluvia y, despojado de su camisa, recibía ese caudal sobre su cara y su cuerpo como un regalo purificador.
Con Meno, con Paco Sarabia o, a veces, solo, antes de que amaneciera, enfilaba el callejón de los Cantos camino de la Vega, a espaldas de Santo Domingo, y regresaba con el rebaño, una vez acabada la mañana, sobre las doce del mediodía. Por la tarde salía de nuevo hacia el camino viejo de Callosa. Su hermano Vicente había hecho lo propio con la porción de ganado que le tocaba llevar a pasturar, y era a la caída del sol, una vez recogidos los animales en el establo, cuando ambos hermanos remataban la jornada con el reparto de leche. Al llegar al final de la calle de Arriba (o a su inicio, según se haga el recorrido), cada uno tomaba una ruta diferente. Miguel tiene marcada la suya y sabe que al llegar al café de Levante ha de hacer necesariamente una parada. Se asegura de que su padre no se encuentra en el establecimiento y entonces, dejando el cántaro de leche en la puerta del bar, se acerca al mostrador y se hace con el último ejemplar de la colección «La Farsa», que lee allí mismo hasta donde le permita cabalmente la demora.
El síntoma es muy claro. Al Hernández adolescente le seducen esas lecturas que le pillan tan a mano y que le redimen, en cierto modo, de la vida que lleva. En su casa no hay libros y en los cafés, así como en otros círculos que pronto comenzará a frecuentar, hay revistas y diarios, colecciones teatrales de pequeño formato en las que encuentra versos y dramas populares de interés para él. No tiene todavía predilección por nada, es cierto. En su cabeza bullen muchas lecturas y muchos nombres de todo cuanto ha podido oír y recitar con don Ignacio y con los padres de Santo Domingo. Pero no sabe cómo encauzar esa avidez literaria que le ha quedado dentro, qué orden ponerle a ese aprendizaje que quiere prolongar y que ha de resolver ahora por su cuenta, fuera de las escuelas y de los claustros. De momento se conforma con buscar en las páginas del diario ABC de Madrid, o en los semanarios locales El Pueblo de Orihuela y La Lectura Popular, poemas del salmantino Gabriel y Galán y de los poetas comarcales que le son cercanos: José María Ballesteros, Vicente Medina, Juan Sansano o J. Montañer, seudónimo del sacerdote y maestro de preceptiva literaria don José Maciá. Con igual avidez devora los folletones de Luis del Val y Pérez Escrich o la ya mencionada colección popular de teatro «La Farsa». Eran, a falta de mejores ofertas, las publicaciones de la época, el «monótono muestrario poético –según señala José Guillén– en el que se alternan los inflados versos de un trasnochado romanticismo con el prosaísmo anecdótico y sentimental o ingenuamente humorístico. Proliferan las composiciones solemnes y enfáticas, los cuentecillos de ritmo campoamoriano de tema lacrimógeno y las cuartetas o romances festivos de poca gracia actual. También abunda la poesía de circunstancias»[4].
La otra fuente de aprendizaje sigue viva y más presente que nunca: la exuberancia de la Vega, el color y el olor de esa naturaleza que recorre cada día, el monte y el campo libre que le enriquecen sin esfuerzo, que entran en él como un acto inconsciente y biológico, al tiempo que respira o que contempla sin esforzarse en observar porque todo él es también parte del entorno, es paisaje mismo y carne de toda esa visión, elemento propio del camino, compañero de las hierbas, hermano de esas cosas menudas que le salen al paso, que palpitan al ritmo de su sangre y que nombra con su voz: grama, grillo, luciérnaga, gorrión, escarcha…
Ya ha cumplido los quince años. Sus amigos, los de la calle de Arriba –Meno, Carlujo, El Mella, Gavira, El Rosendo, Paná–, saben que Miguel hace cosas extrañas. A veces habla mucho y apenas se le entiende. Le ha dado por los libros y ya no puede salir con el rebaño si no lleva algo que leer en la zamarra. Lo que no saben aún es que también ha empezado a escribir sus propios versos. Son los primeros balbuceos de un adolescente que, sin mayores ambiciones, quiere poner en el papel los más sencillos acontecimientos de su vida, el dato sensorial, visual o acústico del pájaro que ve, de la aurora que cierra el horizonte, del pino que le alivia con su sombra. Todo lo que hasta ahora había sido elemento cotidiano, por muy insignificante y humilde que pudiera resultar para sus ojos, es susceptible de ser materia poética, sustancia transformada en expresión escrita. De momento no piensa enseñar a nadie nada de cuanto ha escrito, ni dar cuenta a persona alguna de esas notas aún sin terminar que hablan del paisaje de Orihuela con palabras agrestes, con valentía, sí, pero imitando demasiado el trasnochado modernismo de don Vicente Medina, el costumbrismo bucólico –«las crepusculares, lloriqueantes y mediocres poesías campesinas»[5]– de Gabriel y Galán. Son sus primeros tanteos, el choque primitivo entre su instinto creador y el mundo que por ley le corresponde. «Toda su obra –afirma Concha Zardoya– no es más que la transfiguración poética de ásperas, fuertes y tremendas realidades. Todas sus experiencias –desde las de pastor adolescente hasta las de preso condenado a la última pena– se transmutan en poesía por el milagro de una intuición lírica, purísima y en agraz, primero, y madura después por el dolor y la muerte.»[6]
Al jovencísimo Miguel no le basta con lo que tiene a su alcance y es perfectamente consciente del limitado campo de lecturas en el que se está moviendo. Se hace preciso dar un paso más y lo resuelve con decisión visitando la biblioteca municipal. A su voz lírica, tan impostada aún, añade ahora las rimas de Zorrilla, Espronceda, Campoamor, Salvador Rueda, Balart y Bécquer, la sonoridad extraordinaria de Rubén Darío y, por pura simpatía con los temas poéticos de este último, un grueso diccionario de mitología que le va a ser de mucha utilidad. La mezcla puede ser explosiva en aquellos desorientados comienzos y sus composiciones se van poblando, indiscriminadamente, de dorados palacios y barracas de la huerta, de huríes y campesinos, ninfas y cabras, embriagadores perfumes y rudos parajes de la Vega, de Apolos y de arados, de miríficas auroras y huertanos doblados sobre el surco. Emplea ese lenguaje que le resulta a veces insincero, pero la belleza que se desprende al fin de los textos de Rubén le ciega y le convierte en acólito de su arcadia y sus jardines versallescos. Como contrapartida echa mano del regionalismo ramplón de Medina y de Galán e introduce el habla panocha en sus composiciones, ese dialecto murciano plagado de vulgarismos, aragonesismos y voces específicas del sudeste. Asume motivos de leyenda que hace suyos recurriendo al octosílabo romanceado. No hay equilibrio ni término medio. Es un perfecto imitador que persigue la belleza que otros han logrado resolver con gran pericia formal. Se atormenta incluso por alcanzar esos esquemas artísticos, objetivar con su lápiz los motivos literarios de los que se nutre, olvidándose, en la mayoría de los casos, de las ideas que lleva dentro, de la emoción genuina, de los objetos reales y precisos que le rodean y que son parte sincera del mundo que de verdad le corresponde.
Su lucha sólo acaba de empezar. Camina sin norte pero tiene muy claro que escribir es lo que más le satisface, lo que le hace diferente de esos amigos que se embrutecen a su lado, que le acompañan en sus juegos, en sus subidas a la sierra, en sus escapadas al río. «Mientras yo le cuidaba las cabras –comenta Meno– Miguel se ponía a escribir versos en papel de estraza, de ese de los comercios.» Y cuando no está Filomeno Bas, se descuida muchas veces y el ganado se mete en terreno ajeno y ramonea en los cultivos con el consiguiente enfado o denuncia de los dueños. Los problemas también se han agravado en su casa. Su padre, conocedor de esta pertinaz afición del muchacho, no ve con buenos ojos que distraiga su tiempo en versos y lecturas. No está la cosa como para soportar encima a un hijo soñador, algo «loco» como ya dicen por ahí los vecinos, y arrecian los disgustos cada día por esta y otras causas. Los hermanos, habituados a aceptar el criterio del padre sin despegar los labios, a acatar el genio del patriarca con el semblante agachado, contemplan con dolor y pasividad las primeras rebeldías de Miguel. Se respira un ambiente de tensión, de silencio enfermizo, en el que Concheta sufre sin poder hacer nada por el hijo, salvo librarle de cuando en cuando de algún golpe que se escapa de la mano del esposo, como hacía cuando el chico era mucho más niño y cometía alguna diablura. «Era el sistema de la época –comenta en sus memorias Josefina Manresa–. En aquel tiempo, por cualquier motivo se presenciaban palizas a los hijos con la correa […]. De pequeño, llevó Miguel muchos golpes en la cabeza.» La prueba de esta declaración nos la confirma el propio poeta, quien, aquejado en su madurez de constantes cefaleas que siempre atribuyó a los malos tratos de su padre, comunica a su mujer en una carta escrita desde la cárcel el 4 de enero de 1940, que vele por la salud de su hijo: «Me alegra y me hace reír lo que me dices de Manolillo. Lleva cuidado con los golpes en la cabeza, que lo que yo he tenido y tengo de cuando en cuando me dicen los médicos que es debido en parte a los muchos golpes que he llevado en la cabeza, de pequeño.» Y en carta posterior, fechada en el penal de Ocaña el 7 de junio de 1941, muestra también su preocupación porque el niño goce libremente de lo que él nunca pudo disfrutar: «La educación de nuestro hijo, ha de fundarse en cosas más provechosas y menos idiotas que esas que empiezas a hacerle conocer […]. La seriedad tuya para todas las cosas no debes emplearla con Manolillo de ese modo, nena. Déjale que viva en su mundo de tierra y piedra y pan, y ya habrá tiempo de todo lo demás, que no será precisamente esto de hoy.»
No tuvo, sin embargo, Miguel un padre tan comprensivo y tolerante como él hubiera deseado, y la prueba está en que las cosas que hace de mozo desesperan tremendamente a don Miguel, que no entiende de vocaciones ni de tareas que afeminan y envanecen. De este modo, Hernández tiene que leer y escribir de espaldas a su progenitor para evitar mayores desavenencias. «Leía a escondidas de mi padre –confiesa Vicente, hermano del poeta–. Leía, sobre todo, por la noche, cuando todos estábamos acostados, en la habitación que daba al corral. A veces le sorprendía mi padre y se levantaba para apagar la luz. Entonces sucedían escenas terribles, que nos dejaban espantados.» Ciertamente y pese a la cerrazón y el mal carácter de don Miguel, el muchacho nunca se dio por vencido ni quiso resignarse al destino que trataban de imponerle. Su madre decía con frecuencia, y no le faltaba razón, que su hijo era muy cabesonico.
Una tarde de aquéllas, a su regreso a casa con el ganado, encontró en la calle de Arriba a don Luis Almarcha, canónigo de la Catedral y viejo conocido de su etapa en Santo Domingo. El religioso ha rememorado así aquel feliz encuentro:
Volvía un atardecer con su rebaño. Se acercó a saludarme, como otras veces, y todo sudoroso, me dijo:
–¿Quiere ver unos versos?
Estaban escritos a lápiz.
–¡Oh, muy bien, Miguelico, me gustan!…
Y él, con su sonrisa ingenua, me dijo:
–Pues me han puesto una multa porque mientras escribía no he visto ramonear las cabras.
–No te asustes; diré al Sr. Miguel que la pague, y si no, abriremos una suscripción entre los amigos. Sigue haciendo versos, pero en la noche; para leer durante el día llévate de casa los libros que quieras.
La multa no se la pusieron, pero ni las cabras han encontrado otro pastor más distraído, ni mis libros otro lector más atento.[7]
El ofrecimiento que don Luis Almarcha hace a Miguel para que disponga de sus libros iba a ser providencial. Ahora, a sus lecturas dispersas y caducas, va a sumar, gracias a su primer consejero y valedor, autores de mayor trascendencia. «Mira, Miguel –continúa el testimonio del canónigo–: aquí tienes a San Juan de la Cruz, a Gabriel Miró, a Verlaine, a Virgilio, traducido por fray Luis de León; la colección de autores españoles de Rivadeneira; toda mi biblioteca.» De aquel encuentro, el religioso destaca la emoción incontenible de Miguel con los tomos en pergamino de fray Luis en la mano, la impresión que le embargaba, «pero más me impresionaba a mí –continúa Almarcha– verle volver al frente de sus cabras, con Virgilio debajo del brazo. No he tenido discípulo a quien hayan causado sensación más profunda Virgilio y San Juan de la Cruz.»
UN CUADERNO DE VERSOS Y UN BALÓN
Hacia mediados de 1926, Miguel está plenamente convencido de su vocación. Cuenta ya con un conjunto de poemas que en algunos casos conserva y, en otros, regala desprendidamente a sus amigos pensando que con ello les hace partícipes de sus hallazgos poéticos o de su gracia especial para la rima ingeniosa: «me dio muchas poesías de aquéllas –comenta su amigo Meno–, pero como yo no sabía lo que valían, las regalé todas». Quizá por estas mismas fechas se anima a poner cierto orden en su producción juvenil y, prescindiendo del papel de estraza, empieza a recoger sus versos en un cuaderno de colegial, pautado con delgadas líneas horizontales, que se convierte en compañero inseparable y en libro de registro de su quehacer poético. La letra de los poemas es menuda, de caligrafía tímida y poco resuelta, realizada a plumilla y con títulos de mayor tamaño en redondilla. Todos ellos acaban con la palabra «Fin». El posterior hallazgo de este cuaderno ha sido de inestimable valor documental, por cuanto que en él se recoge buena parte de la prehistoria literaria de Hernández. Es una libreta apaisada de la que no se conservan las cubiertas, y son muchas las razones que llevan a suponer que este cuaderno le servía para pasar a limpio las versiones corregidas y llenas de tachaduras que de esos mismos poemas elaboraba previamente en el campo, en la sierra o en cualquier rincón de su casa. La existencia de una segunda libreta –idea que defiende Francisco Martínez Marín–, en la que debió de copiar aquellas composiciones que considerase de más valor para llevar a Madrid en su primer viaje, resulta poco menos que improbable. No se ha encontrado el documento, pero carece de sentido que éste existiera porque lo lógico en dicho caso hubiera sido –y de hecho así fue– que el poeta mecanografiara los textos para darlos a leer de la manera más presentable posible (en 1931 Miguel tenía máquina de escribir). Otra prueba al respecto la facilita el propio escritor, quien en una carta que envía a los pocos días de llegar a la capital (12 de diciembre de 1931), y tras su visita a Giménez Caballero, escribe: «Me ha prometido sacarme a flote. Tal vez en este próximo número incluya una foto mía con mis trabajos. He roto casi todos los que leíste. El que más le ha gustado ha sido uno que tú conoces y cuyo título es “Romance de pastor”.» En efecto, no habla nunca de cuaderno alguno, y sí de trabajos (poemas) que ha destruido parcialmente porque, al fin y al cabo, son hojas sueltas recogidas en una carpeta. Asimismo, en la entrevista que en las mismas fechas le hace Martínez Corbalán, éste escribe: «Miguel Hernández se ha puesto en pie, ha sacado las cuartillas del bolsillo y nos las pone delante resueltamente.» Y es así, «con una carpeta pequeñita en la mano», como lo recuerdan los testimonios que nos han llegado de él rememorándolo en aquellas fechas.
El cuaderno primitivo (y único) de esa etapa primera de Miguel se debe considerar, entonces, como uno de los núcleos centrales de su producción inicial. Son poemas de métrica muy variada (del bisílabo al alejandrino) que toman forma de redondillas, romances y romancillos. En él pone en práctica todo el aprendizaje que obtiene de sus múltiples lecturas. No sin esfuerzo, el joven va dando curso a estas composiciones a lápiz con el propósito de adquirir oficio, sin voluntad alguna de unidad y sin pretender en absoluto que dichos textos formaran parte de libro alguno.
Recordemos, pues, que la fuente de la que bebe en estos años de formación le conduce a cultivar una poesía impersonal en la que llama la atención la separación entre vida y obra. Y ello se debe a esa voluntad de imitación de las tendencias románticas y modernistas y a la obsesiva búsqueda de un lenguaje que embellezca la realidad que le rodea. El mismo Miguel, en su poema «Carta completamente abierta a todos los oriolanos», publicado en febrero de 1931, cuando aún bullen en él todas estas influencias, reconocerá con el sentido crítico que siempre le acompañó que esos versos adolescentes se fueron haciendo:
con muchas y gruesas faltas
de prosodia y de sintaxis,
de ritmo y de consonancias,
en los que hay imitaciones
harto serviles y bajas,
reminiscencias y plagios
y hasta estrofitas copiadas.
La sinceridad y el humor que Miguel emplea consigo mismo no deben empañar, sin embargo, los destellos de originalidad que se vislumbran de vez en cuando en estas composiciones, en las que ya se advierten leves indicios de una voz personal, jirones de una sensualidad que algo tiene que ver con su experiencia humana. Ocurre que aún no ha descubierto su mundo lírico interior y la naturaleza que percibe por los cinco sentidos la expresa desde la sensibilidad de otro, desde los ojos de Vicente Medina o el oído de Rubén. Tiene la vista clavada en sus modelos y a través de ese cristal mira las cosas. «Hay que leer sus poemas juveniles –señala Muñoz Molina– para darse cuenta de la penuria estética de la que partió, de la clase de talento y de furiosa voluntad que le fueron necesarios para sobreponerse a limitaciones invencibles. Entre la retórica mal digerida de la poesía barroca y de los atroces versificadores tardorrománticos y tardomodernistas, en esos poemas aparece un fogonazo de realidad observada de cerca, de naturaleza y vida animal y exasperación humana de soledad y deseo»[8]. Como apunta también Juan Cano Ballesta, «el poeta de Orihuela tenía, además de una extraordinaria inteligencia, unos deseos muy fuertes de cultivar su mente y su sensibilidad y, sobre todo, de aprender y ponerse al día a base de ímprobos esfuerzos y aprovechándose de las posibilidades que le ofrecía su entorno. Quería abrirse camino hacia ese mundo de la cultura que buscaba apasionadamente con un gran impulso juvenil y con una mente e inteligencia vírgenes, pero capaces de lograr progresos incalculables»[9]. Pero antes, y en ello estamos, tendrá que pasar la reválida del ripio, del ritmo fácil, de la abusiva sonoridad, del torpe encabalgamiento y la aliteración indebida. Todo ello acompañado del mérito que supone una enorme facultad de asimilación y una voluntad inquebrantable de aprender y avanzar en la gran aventura de la poesía. A este respecto cabe destacar la paciente labor realizada por la profesora Carmen Alemany Bay sobre el proceso de creación hernandiano en sus diferentes ciclos. La trascripción sistemática del archivo del poeta (esbozos, variantes y tachaduras) le llevó a la conclusión de que «Miguel se recrea en cada composición, desde sus primeros poemas hasta los últimos, siendo su proceso de creación muy sistemático y demostrando un esfuerzo de escritura que se consolida en una poética que va perfeccionando con los años a raíz de la propia superación literaria»[10].
El joven Hernández está metido ya en un mundo creativo que compagina dignamente con sus labores de pastor y con esas visitas a la biblioteca pública que se hacen cada vez más asiduas. Allí, la bibliotecaria, Inocenta González-Palencia, se enfada más de una vez porque le devuelve los libros manchados de aceite o mojados. También acude al domicilio de don Luis Almarcha, ya vicario general de la Catedral, quien además de prestarle nuevas lecturas, le deja utilizar su máquina de escribir, una utilísima Adler, para que empiece a mecanografiar alguno de los poemas que ha traído entre sus cosas. «Nuestras frecuentes conversaciones –comenta el canónigo– versaban sobre literatura. El choque de lo clásico con lo moderno le impresionaba profundamente. Verlaine dejó en su espíritu profunda huella. Me llegó por aquella época una colección de clásicos españoles. Se alegró intensamente.» También de boca de Almarcha debió de escuchar por esas fechas (marzo de 1926) un acontecimiento digno de mención y que, sin duda, llenaba de orgullo al vicario: un niño de doce años, alumno de Santo Domingo, llamado José Marín, había sido premiado en Madrid por su trabajo escolar «España, la de las gestas heroicas», artículo inspirado en el vuelo de Ramón Franco a la Argentina a bordo del Plus Ultra y que fue leído y publicado por Ortega y Gasset en el número 41 de la revista Héroes, junto a la foto del galardonado.
El tal Marín no pertenecía precisamente al círculo de amistades de Miguel. Los suyos eran chicos del barrio de condición sencilla, hijos de obreros, campesinos, pastores y braceros. Almarcha conoce bien los orígenes de su discípulo, las dificultades que le acompañan, y sabe de buena tinta que las relaciones con el padre van de mal en peor. Las lecturas nocturnas siguen prohibidas en su casa, aunque el muchacho se obstine y busque fórmulas para seguir leyendo. Es la pugna continua contra la autoritaria intransigencia de don Miguel, que sabe que esas aficiones le restan horas de descanso y repercuten en el rendimiento del chico, embobado cada vez más mientras el rebaño ramonea a sus anchas por la Vega. Pero lo cierto es que Miguel se sabe administrar el tiempo y dar a cada cosa su momento y su espacio. Era capaz de pasar largas horas junto al tronco de un árbol, o en la covachuela de la sierra, con un libro sobre las rodillas, escribiendo incluso, pero también se mostraba amigo de la distracción y de las bromas como cualquier adolescente de su edad. Del carácter y la jovialidad de Hernández en esa época juvenil nos llegan varios testimonios. Los de Filomeno Bas y Vicente Sarabia, el Paná, no tienen desperdicio y contribuyen a ofrecer una imagen distinta y desenfadada del poeta. «Mi amistad con Miguel –comenta el primero– viene de aquella época en que salíamos a pasturar las cabras. Tenía muchas porque su padre era como el jefe de los cabreros de aquí, de Orihuela. Era el que las transportaba a Barcelona. En casa vivían bien, pero no les sobraba nada. Era una familia muy unida a la mía. Entonces fue cuando a los catorce o quince años comenzamos a ir a pasturar juntos. Él ya había dejado el colegio de Santo Domingo. Subíamos al monte que hay a espaldas de su casa y un día observamos que los jesuitas tenían unos excelentes aguacates, y dice Miguel: “Esta noche tenemos que venir a robarle los aguacates a los jesuitas.” Y yo le decía que cómo íbamos a hacerlo con los enormes perros que tenían. “Tú no te preocupes”, me contestó. Aquel día, cuando encerramos las cabras nos fuimos en busca del señor Gildo, un hombre que se dedicaba a vender mondongo por las calles. Vendía la carne deshuesada y por eso llevaba siempre un balde con los despojos. Miguel se acercó a él y le dijo: “Oye, dame los huesos, que me hacen falta.” Por la noche subimos. Puso los pies sobre mis hombros y se encaramó en la pared. Éramos cuatro o cinco; entre ellos El Marusiño y El Rosendo. Cuando llegaron los perros, Miguel les tiró los huesos, y mientras los perros comían, nosotros robábamos los aguacates.[11] Cosas de la edad. Miguel era un trasto […]. Le gustaba jugar la partida al dominó. Nos juntábamos en el café de España y nos jugábamos el cobre al raque. El que ganaba tenía que gastarlo. Otras veces nos íbamos hasta «el Cantó Forat», una piedra hueca, enorme, que hay en la sierra con cuatro entradas, y allí, a la sombra, nos poníamos a jugar a la brisca […]. Cuando había corrida de toros en Orihuela, Miguel tenía entonces dieciséis años, en lugar de traer a los toros en cajones, venían sueltos por las calles que conducen a la plaza, al final de la calle del Obispo Rocamora, en la salida de Torrevieja. Los toros los pasaban por el río, junto a un antiguo molino, que estaba donde ahora se halla el campo de fútbol de Los Arcos. Nos dijeron que los toros venían aquella noche por la carretera de Abanilla y dijo Miguel: “Esta noche vamos a dar el golpe en Orihuela”, y nos fuimos todos al kilómetro uno. Había entonces costumbre de sacar las mesas a la Corredera. Y allí, en la calle, se ponían las familias a cenar. Miguel fue a casa y trajo un cencerro. Y viendo que los toros no llegaban, se lo colgó al cuello y nos dijo que fuéramos delante diciendo: “¡Que vienen los toros, que vienen los toros!” Dicho y hecho. La gente estaba en plena cena. Nosotros grita que te grita, y Miguel detrás, con el cencerro al cuello, dolón-dolón-dolón. La que se armó. Ni uno siguió cenando. Mire usted la diablura.»[12]
Vicente Sarabia, Paná, que anduvo junto al poeta en aquellas correrías adolescentes, abunda asimismo en las bromas que se gastaban y en los juegos de cartas, cuyas ganancias servían para pagar una merienda: «A Miguel le gustaba mucho el fútbol, y como allí nos poníamos nombres, pues a él le llamábamos El Barbacha, porque jugaba bien y era fuerte, pero lo hacía algo lento, y como hay por estos terrenos caracoles que les llaman “barbachos”, por eso…»[13] El equipo que fundaron fue bautizado por Miguel con el nombre de La Repartiora y, según cuenta Paná, la idea surgió, al parecer, porque «allí lo repartíamos todo. El que podía llevar algo de comer o de beber, pues era para repartirlo después de jugar»[14]. El equipo tenía su «local social» en la calle de los Cantos, frente al huerto de Miguel, aunque también se reunían en la taberna de El Chusquel, donde brindaban con excelente vino de Pinoso. Es la época en que se inaugura el campo de Los Andenes y era allí donde disputaban la mayoría de partidos. Entre sus rivales estaban Los Yanques, equipo formado por muchachos de la burguesía oriolana, y El Iberia, compuesto por chicos de la calle de la Acequia. Los de La Repartiora eran todos vecinos de la calle de Arriba y la alineación habitual la formaba El Mella, Rosendo Mas, Sapli, Manolé, Pepe, El Botella, Paco, Rafalla, Gavira, El Habichuela, José María, Paná, Meno y, por supuesto, El Barbacha. Un día de aquéllos, inspirado al parecer por su lucida actuación en un memorable partido, decidió escribir el «Himno a La Repartiora». «Había que ver a los once del equipo –sigue el testimonio de Filomeno Bas– aprendiéndose a toda prisa la letra, en las once coplas que Miguel les entregó: oírselas cantar cuando se desplazaban en galera a cualquier pueblecito cercano para disputar un partido […]. Y Miguel siempre el inductor de todo; el eje del grupo.» La letra estaba adaptada a una pieza musical de Las Leandras, «Por la calle de Alcalá», y en vista de la popularidad que obtuvo entre compañeros y aficionados, realizó posteriormente otra composición semejante, ahora inspirada en la música de «El Pichi», con la intención de ridiculizar a los equipos rivales.
Eran los años en que triunfaba en la portería del Orihuela C.F. (hablamos del campo profesional) el guardameta Lolo (Manuel Soler), personaje que no pasó inadvertido para el joven poeta, quien, años después, una vez publicado su primer libro, le dedicó la «Elegía-al guardameta», igual que hiciera con otra composición su compañero de tertulia José Murcia Bascuñana. El poema, realizado presumiblemente en 1931, corresponde ya a un escritor puesto al día, y en él es apreciable la huella de Ramón Gómez de la Serna y, ajustándonos al tema, la de Alberti, que en 1928 compone su oda al húngaro Platko, heroico cancerbero del F.C. Barcelona que impresionó al poeta gaditano en un histórico encuentro entre el equipo catalán y la Real Sociedad. La anécdota de este partido celebrado en Santander –valga el paréntesis– tiene también su pequeña relación con Hernández, ya que el autor de Marinero en tierra descansaba esos días en el domicilio de José María de Cossío, en su casona de Tudanca, y ambos fueron a presenciar el accidentado derbi nacionalista que acabó con heridos, culatazos de guardia civil y carreras del público.[15]
EL PAN DE LA AMISTAD
Entre 1925, fecha en que abandona sus estudios en Santo Domingo, y 1929, la aventura literaria de Miguel es una carrera de fondo que disputa en solitario. Sólo los consejos de Almarcha y la férrea autodisciplina de lecturas que él mismo se impone sin excesiva orientación son las bazas con las que juega en ese tiempo. No en vano, en 1939, y por confidencia del poeta de Orihuela, Manuel Altolaguirre llegaría a comentar que la exaltación creativa de Hernández estaba «fomentada desde su prodigiosa niñez, allá en su pueblo, por el entusiasmo de su viejo amigo, un canónigo, el que le diera sus primeras lecturas, el que recibiera sus primeros versos»[16]. Lo que, sin embargo, parece difícil de entender es que hasta esa fecha, cuando la década está a punto de expirar, Miguel no hubiera tenido conocimiento o contacto con un adolescente de características y condiciones semejantes a las suyas que, además, era vecino de su misma calle. Hablamos de Carlos Fenoll Felices.
Algo más joven que Miguel (había nacido en Orihuela el 7 de agosto de 1912), era hijo de un conocido trovero y panadero que había trasladado su domicilio y su negocio de la calle de San Juan (la misma en la que Miguel vino al mundo) a una casa de dos plantas situada en el número 5 de la calle de Arriba. Carlos se había convertido, tras la muerte de sus dos hermanos mayores, en el cabeza de una prole que, como la de Hernández, llegó a ser numerosa. Los datos hablan de doce hijos[17], de los que sólo vivieron seis: Carlos, Efrén, Josefina, Carmen, Delfina y Monserrate. El muchacho fue consciente desde muy niño de su responsabilidad en el hogar, por lo que su paso por el colegio fue breve. Algunos testimonios nos hacen pensar que estudió uno o dos años en las escuelas del Ave María, donde aprendió a leer y a escribir, aunque él mismo llegó a afirmar que se instruyó solo, «a base de ver una palabra y copiarla, acto seguido, muchas veces, letra a letra, palabra a palabra. Cuando supe leer me ocupé de la ortografía»[18]. Sin embargo, aunque contara con menos preparación que Miguel, tenía a su favor el acicate literario de un padre trovero y versador popular del que hereda también sus aficiones y su curiosidad por la lectura. Llevaba, pues, en la sangre el germen de las letras y éste no tardó en aflorar cuando, en plena adolescencia, devoraba las páginas de ABC, periódico al que don Antonio Fenoll, su padre, estaba suscrito, o los folletones de moda de Luis del Val, las novelas de Dumas y Zamacois, pero, sobre todo, los versos de Emilio Carrere, del murciano Vicente Medina y, cómo no, los del lírico salmantino Gabriel y Galán. Sorprende, pues, descubrir los asombrosos paralelismos entre ambos jóvenes (Carlos y Miguel) y más aún cuando hemos podido documentar que las lecturas posteriores de Fenoll, superada esta primerísima etapa, fueron ya las de Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez y Rubén Darío.
Carlos tenía fama de chico inquieto. A sus catorce años era un incondicional de las corridas de toros que se celebraban en Orihuela, de las que salía habitualmente detenido por las autoridades al haber saltado de espontáneo al ruedo. Trabajaba esforzadamente junto a su padre, ayudándole a hornear y a repartir el pan en un pequeño carro tirado por un asnillo, pero cuando acababa su faena se dedicaba por entero a las tres grandes pasiones de su vida: la poesía, el cante hondo y la plática con algunos amigos de su misma condición social (molineros o peones) en las tabernas donde servían buen vino. Entendía de flamenco clásico y era un devoto de Cepero. Pero lo que entretenía la mayor parte de sus horas y su mente, aun cuando estuviera manipulando la harina, era su instinto versificador. Émulo de su padre y de tantos poetas menores como caían en sus manos, escribía pareados o cuartetas con deliciosa facilidad, siempre a lápiz, y en lugares tan variopintos como los libros mercantiles del negocio, en las libretas donde apuntaba los débitos del pan o sobre las paredes de la tienda, en el rincón del alcabor del horno, en papeles absurdos… «Se gozaba mucho –comenta Jesús Poveda– si en alguna ocasión, una mesita humilde de cocina, le hacía las veces de escritorio, y en ella ponía un tapete, y unos libros, y un tintero, y unas cuartillas, y ya se sentía Balzac, y se daba a escribir un primer capítulo de novela, o un argumento, o un cuento, o un poema épico, que era lo que le encantaba.»[19]
Debió de ser a mediados de 1929 cuando Miguel conoció personalmente a Carlos Fenoll. «La amistad entre ambos –confesaba en 1978 el propio Fenoll– nació porque había un teatro en el que actuaba mi hermana Josefina. Miguel no conocía el ambiente. No conocía por entonces más que la huerta y lo que él estudiaba por libre.»[20] Nos resistimos, sin embargo, a aceptar que hasta esas fechas, Miguel no tuviera noticias del hijo del panadero. Pero dejando aparte la timidez de Hernández, lo cierto es que el chico de la tahona no había despertado su más mínimo interés hasta entonces. Sí lo hace cuando el 6 de junio de ese año, en el número 68 de la revista Actualidad, Carlos se da popularmente a conocer gracias a la publicación de su poema «Canto al nuevo jardín oriolano». El hecho no pudo pasar inadvertido para Miguel y, de hecho, sembró en él, que no había editado nada hasta entonces, una lógica curiosidad hacia su vecino de calle. La afición de Fenoll ya no era un simple rumor o comentario intrascendente, sino la manifestación pública de un joven talento que había encontrado su eco en la prensa local. «Cuando Miguel se dio cuenta –prosigue Carlos Fenoll– le dijo a mi hermana Josefina “¿Es éste tu hermano?”. Le contestó afirmativamente y acto seguido quiso conocerme. Así llegó a casa y me preguntó qué era lo que había que hacer para publicar. Le dije que algo no muy largo, porque en el periódico disponían de poco espacio, pero Miguel, que tenía un temperamento arrollador, quería escribir, a toda costa, “una cosa grande”.»
A partir de aquel encuentro, Miguel comienza a frecuentar la vivienda del número 5 de la calle de Arriba. Allí, en la tahona, habla decididamente con Carlos y le hace partícipe de sus inquietudes literarias, de los versos que está haciendo. Ha roto y regalado mucho de cuanto ha escrito esos años en la huerta y en el monte, pero conserva lo más granado en un cuaderno escolar escrito a plumilla y algún que otro poema que ha mecanografiado en casa de don Luis Almarcha. A Hernández le sorprende gratamente la sencillez del chico de la tahona al que ha encontrado, quizás, sudoroso, sacando del horno el pan que él mismo ha amasado con sus manos, portándolo caliente aún en la pala, en su remo de navegante por mares de levadura y harina.
Miguel conoce a Fenoll, también hay que decirlo, en un momento difícil para el muchacho. Su padre ha muerto joven (a los cuarenta y dos años) y Carlos, adolescente aún, tiene que asumir el papel de cabeza de familia y de responsable del negocio. El encuentro, sin embargo, ha sido más que oportuno y enormemente beneficioso para el poeta cabrero. Carlos Fenoll, además de panadero y de organizar y repartir las tareas con sus hermanos, ha comenzado a trabajar como publicista de algunos periódicos locales, en El Pueblo de Orihuela y el semanario Actualidad. Se saca un sobresueldo haciendo versos de propaganda para los establecimientos y los productos que se anuncian en la prensa. Exalta así los excelentes caramelos de El Congreso, el coñac Fundador o comercios de ropa y confección, siempre con versillos tan primarios y tan propios como éstos que le atribuye Francisco Martínez Marín[21]: «No lo dude, caballero, / tenga vista, tenga idea, / para vestir con esmero / y economizar dinero / casa Mariano Correa». Esta familiaridad de Fenoll con los medios escritos de la ciudad facilita también al panadero la oportunidad de contar con una sección fija para sus colaboraciones literarias, lo que le otorga un cierto poder y un motivo de admiración que añadir a su inestimable amistad.
A partir de entonces, la relación entre ambos se estrecha cada día. Se intercambian algunas lecturas, contrastan opiniones sobre tal o cual poeta. Miguel le habla sin duda de Gabriel Miró, el genial Miró, que tanto habría de modelar y deslumbrar a los dos en aquellos comienzos. La afabilidad y el carácter vivo y entusiasta del cabrero conquistan en poco tiempo no sólo a Carlos, sino a toda la familia Fenoll. Hernández no pierde la humildad ante este nuevo compañero al que estima muchas veces superior; al contrario, llega a él con la ilusión de un colegial y le pone en sus manos el poema que acaba de escribir para que lo juzgue y le aconseje; y el panadero, asintiendo con positiva sorpresa, lo recita en voz alta, deleitándose en la declamación, como si esos versos ya no fuesen los mismos y ahora tomaran la propiedad del vuelo. No exageramos al decir que, desde entonces, Fenoll fue un hermano de verdad para Miguel, convirtiéndose, no sólo en su referente y en su apoyo literario, sino, más aún, en un modelo humano de comprensión, de afecto y de franqueza. Carlos, que se había hecho a sí mismo en tantos sentidos, que se había formado solo y solo se había convertido en poeta, conservaba la bondad de los humildes y era desprendido con todos, incapaz de hablar mal de nadie. «Parecía una estampa clásica del auténtico tipo ibérico –comenta de nuevo Poveda–. Era de estatura proporcionada, con ojos castaños, nariz recta, piel trigueña.» Pero quizá la prueba más determinante de la sincera actitud de Fenoll hacia Miguel llegó a finales de 1929, unos meses después de conocerse, cuando el 30 de diciembre, en el número 97 de El Pueblo de Orihuela, hace de embajador lírico de Hernández y tiene el gesto de publicar en su sección un poema («La sonata pastoril») inspirado y dedicado explícitamente al amigo: «A Miguel Hernández, el pastor que en la paz y el silencio de la hermosa y fecunda huerta oriolana, canta las estrofas que le inspira su propio corazón.» La emoción del poeta cabrero debió de ser, sin duda, grande. No sólo ha ampliado su círculo de amistad con un muchacho de enorme valor, sino que, además, su nombre ha aparecido por primera vez en la prensa. También se ha hecho publicista y colabora con Fenoll en los versos propagandísticos que entregan en la redacción del periódico. Pero lo importante está por llegar. Carlos lo ha ido preparando, y su poema «Pastoril», que tanto había gustado al amigo panadero y que escribió en la huerta el mismo día que apareció el elogioso trabajo de Fenoll, saldría publicado en próximas fechas. Es así como el 13 de enero de 1930, en el número 99 de El Pueblo de Orihuela, se produce el bautismo de fuego de Miguel Hernández, que ve en letra de molde, por primera vez, sus versos estampados en un semanario local.
A partir de aquí conviene exponer varias reflexiones. La primera, y en favor de Fenoll, es que el poeta-panadero, que ya editaba habitualmente sus trabajos en El Pueblo, en su sección de «colaboraciones espontáneas», cede con toda gentileza su espacio a Hernández para que éste publique en él, pero no sólo el 13 de enero, sino ya de un modo frecuente, pasando Carlos a hacer lo propio en el semanario Actualidad. Pero quizá el dato más relevante sea que, hasta ahora, casi todas las biografías dedicadas al poeta-pastor han coincidido en señalar que fue Almarcha quien indujo a Miguel a publicar sus primeros versos en el citado medio. Así lo afirma, entre otros, Cano Ballesta cuando dice que «don Luis Almarcha, colaborador del semanario oriolano El Pueblo, le anima a publicar en él sus poemas…»[22]. Curiosa declaración que confirma el propio vicario cuando escribe en sus memorias: «Le animé a escribir poesías para El Pueblo, en el que yo colaboraba. En la valoración intelectual estaba por encima de sus amigos todos.» Sin embargo, son muchos los argumentos que nos hacen pensar lo contrario o, al menos, los que nos ponen en guardia ante testimonios que nos parecen insinceros, teniendo en cuenta, además, que fueron escritos cuando Hernández ya era un autor consagrado y llevaba muchos años reposando en el cementerio de Alicante. En primer lugar, don Luis Almarcha no era un simple y modesto colaborador del periódico: era –da vértigo decirlo– su fundador y su director. Entre los múltiples méritos del entonces vicario general y vicario capitular de la Catedral de Orihuela desde 1924, figuraban la fundación de la Federación de Sindicatos Agrícolas Católicos, el Instituto Social para la formación de dirigentes obreros católicos y la Obra Social Agrícola con sus diversas secciones: Abonos y Semillas, Riegos, Sedas, Industrias Derivadas, Cajas Rurales, Frutos, Viviendas y otros. El semanario El Pueblo de Orihuela no era otra cosa que el órgano y el portavoz de estos sindicatos, cuya finalidad última era contrarrestar y combatir la creciente importancia de las organizaciones obreras y la influencia extraordinaria que en las localidades cercanas tenían ya los sindicatos socialistas y anarquistas. De hecho, y según testimonio de Martínez Arenas, Almarcha actuó decidido, aunque veladamente, en las luchas políticas que provocó la República, así como en las elecciones de 1933, apoyando «con toda la organización social que dirigía la candidatura de derechas de la que yo formaba parte, y lo mismo hizo en la del 36»[23]. ¿Cómo se explica entonces que, con el poder que el canónigo tenía en su propio medio de edición, Miguel no lograra publicar sus escritos hasta el año 1930? Almarcha conocía al muchacho desde su estancia en Santo Domingo y, desde 1926, el domicilio del religioso fue como la segunda casa de Hernández. Confiesa repetidamente haber sido su descubridor, su orientador, su lector más entusiasta. Pero ¿creía verdaderamente en él? ¿Lo veía sinceramente entonces como un poeta adolescente de extraordinario talento literario? No sabemos hasta qué punto, al vicario le divertía la presencia de aquel producto exótico de la huerta, un cabrero metido al poeta, tan tierno aún, tan moldeable en espíritu, quizá más que la posibilidad real de que aquel chico tuviera cualidades suficientes como para medrar en aquel mundo y alcanzar las gloriosas cimas del éxito literario. Fuera así o no, lo cierto es que tuvo que abrir los ojos del canónigo un muchacho panadero que sí apostó por él con decisión, un poeta joven que tuvo la terrible grandeza de hallar en Hernández los méritos que nadie vio y llevar su fe hasta las últimas consecuencias.
Pero sigamos. La amistad entre Miguel y Carlos Fenoll está ya perfectamente rubricada. Hernández tiene abiertas las puertas de la prensa local y sus colaboraciones se acumulan en la bandeja de la redacción. Carlos, como ya sabemos, se ha pasado al semanario Actualidad, fundado en 1928 y dirigido por el liberal Alejandro Roca de Togores, y en él publica ahora sus poemas con sostenida constancia.[24] Ambos, junto a Efrén Fenoll, hermano del panadero, disfrutan también de la vida de la ciudad y de la Vega. Hacen excursiones al campo, al «Cantó Forat», a San Miguel y al castillo, llegan hasta Las Puntas, encrucijada entre la huerta, el ascenso a la sierra y el camino hacia los campos secos, a la Cruz del río, en la otra orilla del Segura, donde un largo ciprés (derribado años después por un rayo) hace de sombra para improvisadas lecturas. Cuando suben a la Cruz de la Muela –así lo ha evocado Efrén Fenoll–, el joven cabrero se detiene y grita para que su voz se propague por los montes (Miró hacía lo mismo desde el puerto de «Coll de Rates», tal y como cuenta en Años y leguas[25]), y entonces el eco, por tres veces, se la devuelve con resonancias nuevas. Es otro de los maravillosos fenómenos de la naturaleza que asombran a Hernández, y éste se vuelve a sus amigos y les dice: ¿Queréis ver vuestra voz en un espejo? Hace ya metáforas de todo. Sin duda, es poeta y no hay quien lo remedie.
Miguel, a quien llaman también el Pelao por su obsesiva costumbre de llevar el pelo muy corto, o el Visenterre, por el apodo familiar heredado, entra con sus amigos en las tabernas y lo hace siempre con el tono exaltado, casi eufórico, gritando a veces. No sabe contenerse y su desaliño le delata por lo que es, un cabrero que no renuncia a su humilde condición, un muchacho de la calle de Arriba que viste espardeñas de cinta negra, pantalón de pana y camisa con el faldón fuera, acaso porque la indumentaria es tan sólo lo superficial, lo accesorio, y porque el tesoro humano que alberga lo lleva dentro de sus ropas y de su piel: es poeta lírico y él lo sabe. Las otras visitas, acompañado de Carlos y Efrén, son al café de Levante, al Círculo de Bellas Artes, a la Casa del Pueblo o al Círculo Católico, nacido con el Sindicato Católico Obrero. En todos ellos, ambos poetas tienen ya sus admiradores; también en la Biblioteca Pública, de donde siguen sacando libros que comparten y discuten. No se pierden ningún evento cultural y juntos acuden al estreno, el 23 de diciembre de 1929, de la obra lírica Monserratica, zarzuela del compositor oriolano Matías Rogel que, con letra de José Senén, pone en escena un coro formado por jóvenes y antiguos compañeros de Santo Domingo entre los que se encuentran Juan Bellod, Justino Marín, Botella, Luis Cartagena y Sebastián Asensio. También se han hecho asiduos del Teatro Circo, por donde pasan compañías teatrales como la de Ricardo Calvo, con el estreno de En Flandes se ha puesto el sol, de don Eduardo Marquina, o la de Tomás Ros, que ha traído a Orihuela La del Soto del Parral y El Santo de la Isidra, sin desestimar, por supuesto, otras representaciones que llevan a la escena a Tirso, Zorrilla o Calderón. También hay que reseñar alguna actuación pública del tenor Pedro Sánchez Terol, joven de la tierra que disfruta en Madrid de una beca concedida por la Diputación de Alicante y que, de vez en cuando, se deja caer por su casa de la calle del Río para visitar a los suyos, entre otros a su hermano José, carpintero de la calle de Arriba y novio de Carmen, hermana de Fenoll. Aunque lo mejor, sin duda, son los estrenos cinematográficos que Miguel, Carlos y Efrén ven desde el gallinero, la más alta y económica localidad del Teatro Circo Esquer. Allí, el comportamiento de Hernández es muchas veces pueril, impropio de un muchacho serio de su edad, y es que no puede reprimir las carcajadas y se comporta como un auténtico niño. «Su risa pecaba de ingenuidad infantil –comenta Jesús Poveda–, y cuando la soltaba con fuerza delante de algún extraño, teníamos que hacer como que no reparábamos en ello. Sabíamos que se estaba riendo en sus mismas barbas del que fuera. Después le pedíamos una explicación de aquello y nos decía que a aquel tipo se lo estaba imaginando de tal o cual manera, y que no se pudo contener la risa.»[26] Sobre esta imprevisible actitud de Miguel, reflejada en otros testimonios que comentaremos más adelante, cabe volver a Ortega para recoger unas palabras suyas que echan luz sobre el asunto: «las personas culminantes suelen parecer algo pueriles al ciudadano mediocre, que encuentra siempre un tanto infantil al poeta y al sabio […]. Hay hombres que llevan en el ángulo de la pupila una inquietud latente, la cual hace pensar en un niño acurrucado y escondido, presto a dar el brinco genial sobre la vida […]. Este díscolo personaje interior es el que nos hace tal vez reír en medio de un duelo, o decir una impertinencia a un grave magistrado, o seguir tomando el sol cuando el deber nos obliga a ausentarnos».[27]
Sea de un modo u otro, con gesto retraído o exultante, lo cierto es que Miguel había encontrado en Carlos Fenoll su horma literaria y humana. Éste le introduce también en ambientes que el primero desconoce; el café Sevilla, por ejemplo, una taberna de la calle Barea donde hay auténtica afición al flamenco, al cante profundo, de arriero, hondo de verdad. Y Fenoll presenta allí al amigo que, tras unos vasos de vino, acaba comprometiéndose con el «Niño de Fernán Núñez» (Antonio García Espadero), un cantaor de Orihuela, para hacer unas coplas («Canción de flamenco» y «Soledad, ¡qué solo estoy!») al gusto de los presentes. Los dos amigos han alcanzado una relativa popularidad en los ambientes cultos de la ciudad tras la publicación de sus trabajos en la prensa, y ello provoca que el 19 de marzo de 1930, dos meses después de la primera colaboración literaria de Miguel, sean invitados a participar en un acto celebrado en el Círculo Católico, donde Fenoll y Hernández recitan poemas suyos, según consta en el programa de mano, ante un complacido y nutrido público.
Orihuela bulle en aquel cambio de década. Se respira una intensa actividad social y cultural. En el Casino orcelitano se reúnen las clases pudientes y los estamentos cultos de la ciudad. En el Círculo Católico Obrero se celebran actos que entretienen a los trabajadores. El Círculo de Bellas Artes reúne a la juventud más inquieta. En su salón-terraza se organizan bailes y conciertos, y en su teatro se suceden las conferencias, recitales y representaciones dramáticas. La Casa del Pueblo es de ideología republicana; el Círculo Tradicionalista alberga a los simpatizantes del carlismo. Los jesuitas también tienen su lugar de reunión y esparcimiento en el Centro de Caballeros de Monserrate. Los cafés y los bares se convierten asimismo en improvisados hervideros de celebraciones y encuentros. Allí, en el bar de las Catalanas (Tere, Pepa y María), en diciembre de 1929 y mientras Primo de Rivera presentaba su dimisión ante Alfonso XIII, se celebra un homenaje a Sánchez Guerra. El acto lo han organizado el abogado y ex alcalde José Martínez Arenas y Antonio Balaguer. El final de la dictadura se convierte en tema de la reunión.
EL GRUPO DE LA TAHONA
Mientras la amistad de los dos poetas de la calle de Arriba se hace cada vez más sólida y profunda, en otro extremo de Orihuela ocurre un fenómeno de parecidas proporciones entre dos muchachos de semejante inquietud cultural. Éstos no pertenecen, por supuesto, al nivel social de los primeros. Son hijos de la clase media adinerada, de comerciantes prósperos que tienen su negocio y su vivienda en el centro urbano, codeándose con la burguesía y las familias nobles. Uno de ellos se llama Jesús Poveda y trabaja de mecanógrafo en el despacho de don Tomás López Galindo, un joven y prestigioso abogado muy introducido en la vida cultural de la ciudad. Poveda ha sido un estudiante irregular, con grandes altibajos en la escuela, que, después de probar en distintos oficios, ha encontrado por fin un lugar cómodo que le permite leer en horas de trabajo y cultivar su incipiente afición a llenar cuartillas con décimas, sonetos y poemas de amor. También estudia, en sus horas libres, solfeo, violín y armonía. Su jefe colabora en el semanario Actualidad con artículos de opinión que el muchacho se encarga de acercar a la imprenta en un sobre cerrado. Es audaz, osado a veces, y en una de sus visitas a la redacción introduce uno de sus escritos en el sobre y lo ve publicado a los pocos días en la prensa local.
Desde 1928, Poveda es amigo de un joven estudiante de Santo Domingo que apunta muy alto y ha dado sobradas muestras de su capacidad excepcional para las Letras, la Filosofía, la Teología y la Historia. Se llama José Marín Gutiérrez y es hijo de un comerciante de tejidos que tiene su negocio y su casa en la concurrida calle Mayor. Se le ve un chico extraño al que no se le conocen amigos, apenas sale de su estudio y vive con apasionamiento un mundo interior que nada tiene que ver con la vida cotidiana de aquel pueblo. El encuentro entre Jesús Poveda y José Marín también iba a ser fructífero. El primero invertía parte de su sueldo en la adquisición de libros y contaba con una biblioteca más que decente con obras de Oscar Wilde, Unamuno, Valle-Inclán, Baroja y Miró. Marín, adelantado y culto, aprovechó sin duda las ventajas de la amistad con Poveda, salió de su refugio y se convirtió por un tiempo en el consejero literario de aquel aprendiz de poeta. Ambos, a comienzos de 1930, maduraron la idea de crear una revista literaria propia que pudiera costearse con anuncios. Con este propósito, uno de aquellos días, reunidos en casa de Pepito Marín, éste observó que Poveda llevaba entre sus manos un ejemplar de La voluntad, libro de Azorín que estaba leyendo por aquellas fechas, con lo que el anfitrión, volviéndose hacia el amigo, le dijo: «¡Ya está! ¡Se llamará Voluntad! Azorín nos ha dado el título y a él le pediremos un trabajo suyo para la presentación del primer número.»[28]
De este modo surgió, en medio de aquella efervescencia de periódicos locales de distinto signo ideológico –El Pueblo, Actualidad, Renacer, El Radical–, la revista literaria Voluntad, publicación dirigida por José Marín Gutiérrez y gestada con la valiosa colaboración de Poveda. Hasta aquel momento, 15 de marzo de 1930, en que aparece el primer número de la revista, no se conoce un contacto estrecho entre estos jóvenes y los poetas de la calle de Arriba. Eran dos mundos bien distintos, irremediablemente separados por una frontera de clases y de educación más selecta si hablamos de los primeros. Sí hay constancia, sin embargo, de que el despacho de Jesús Poveda estaba cerca del domicilio de Fenoll y de que éste lo habría visitado más de una vez para comentar las colaboraciones que compartían en el semanario Actualidad. Incluso, si nos ceñimos al testimonio del primero, tendríamos que aceptar que fue el mismo Poveda quien introdujo a Carlos en dicha publicación: «De vez en cuando, en las tardes, llegaba hasta allí a saludarme tras la reja, él desde la calle, y casi siempre me dejaba algún trabajo suyo que yo procuraba que saliera publicado en Actualidad, abusando de la bondad de mi jefe.»[29] De cualquier modo, y admitiendo que entre Poveda y Fenoll existiera una relación previa a la aparición de Voluntad, lo que sí queda claro es que ninguno de los creadores de la revista sabía de la existencia de Miguel hasta pasadas esas fechas, cuando, a punto de salir el tercer número, llega a manos de Marín un sobre cerrado en el que aparece el poema «El Nazareno», soneto en alejandrinos firmado por un desconocido llamado Miguel Hernández-Giner.
Carlos Fenoll, que ya había contactado con los chicos de Voluntad (en el número 2 de la revista aparece una de sus colaboraciones), es el encargado de despejar la incógnita y de revelar la identidad del misterioso autor. Hace nuevamente de embajador magnífico del poeta-cabrero y les anima a ir en su busca para conocerlo personalmente y trasladarle la grata impresión que les ha causado el estupendo soneto. «Nos fuimos a la caída de la tarde en su busca –comenta Poveda–. Llegaba el poeta de la huerta de Orihuela y hacía su entrada con el rebaño de cabras por las puertas de la ciudad que dan al antiguo Colegio de Santo Domingo, que viene quedando exactamente atrás de la casa donde él vivía. Cargaba ese día sobre su cuerpo un chotillo recién nacido. Nos adelantamos a su encuentro, como si nos hubiéramos hallado con un personaje de leyenda, y estrechamos su rústica mano de pastor, y él se rió y se alborozó: ya tenía tres amigos verdaderos. Empezaba a caminar el año de 1930.»
La poesía fue entonces el elemento capaz de disolver las barreras sociales, la frontera levantada entre aquellos dos mundos, el límite establecido entre la abundancia y la estrechez, la soberbia y la llaneza. Quedaba sólo el entusiasmo de unos jóvenes movidos por una causa común que habría de dar origen al grupo literario de Orihuela, aquella supuesta generación del 30 que tanta leyenda ha levantado y que prolongaba la herencia de ese otro grupo que protagonizó, a comienzos de siglo, la actividad literaria local y entre cuyos nombres merecen recordarse los de Juan Sansano, Francisco Pina, José María Ballesteros, José María Olmos, Tomás López Galindo, Fulgencio Ros, José Calvet, Eladio Belda y Alfredo Serna.
A partir de aquella fecha, el núcleo literario que forman los cuatro adolescentes daría lugar a un periodo especialmente significativo en la vida de Miguel, que ya ha salido de su soledad y comienza una etapa de intercambios, de proyectos, de transformaciones decisivas que no hacen sino allanarle el camino hacia el importante giro que, a la vuelta de unos años, habría de dar a su producción poética. En este sentido, la amistad con José Marín Gutiérrez adquiere un valor esencial y una trascendencia de consecuencias enormes en el pensamiento y en la obra de aquel Hernández joven y vulnerable aún a tantas cosas. Poco podía sospechar el poeta-cabrero en aquellos primeros meses de 1930, que aquel amigo de aspecto frágil, de mirada grande y famélica que hablaba atropelladamente iba a ser, a partir de entonces, su orientador más directo no sólo en cuestiones literarias, sino además ideológicas, convirtiéndose incluso en su ascendiente cultural y espiritual. Pero los matices que se desprenden de esta legendaria relación son muchos y conviene ofrecer al lector las herramientas necesarias para que salga por sí mismo del engañoso idilio que historiadores y biógrafos han creado al respecto.
Comenzaremos aceptando que el espacio de reunión más frecuente de estos jóvenes era la tahona de Fenoll. La razón nos la desvela el propio Carlos, quien, en una entrevista realizada poco antes de morir, declara: «Solíamos reunirnos por las tardes en el alcabor. Nos reuníamos allí porque yo no podía ausentarme […]. Allí leíamos nuestros versos en voz alta, los discutíamos, contábamos chistes y tomábamos tortas de pan y aceite […]. Miguel llegaba en mangas de camisa, con su risa contagiosa, alegre, jovial, dispuesto para todo.»[30] Según el panadero-poeta, sus obligaciones le ataban a aquel lugar y era lógico que hasta allí llegaran no sólo Hernández y Poveda, sino otros muchachos que se fueron sumando a las improvisadas reuniones, como José Murcia Bascuñana, vecino de la calle de Arriba que tenía mucho de rapsoda, bailarín y barítono, o como Antonio Gilabert Aguilar, primo de Miguel, actor aficionado y versificador ligero. La presencia de Pepito Marín no era, sin embargo, muy frecuente. Ocupado en su retiro y en su estudio, hacía escasas concesiones a estas veladas informales que solían acabar con alguna zarzuela cantada por Bascuñana, con graciosos chascarrillos o comentarios jocosos. Además, su seriedad, su delicada salud y su desapego de apremios materiales le impedían sumarse a las diversiones del grupo, a sus correrías y a sus paseos por las tabernas. Lo cierto es que, con Marín o sin él, aquel espacio daba para mucho. Allí, entre sacos de harina y tablas de amasar, se realizaban recitales poéticos y ensayos de representaciones dramáticas. El descansillo de la escalera que subía al alcabor del horno era una tribuna perfecta para que Carlos y Miguel, rivalizando a veces, demostraran sus facultades declamatorias, mientras, entre el selecto auditorio, Efrén y Josefina Fenoll ocupaban siempre una discreta segunda fila. Los domingos, además, en los altos de la panadería se organizaban bailes para los más íntimos, amenizados con la música que a 73 r.p.m. salía del gramófono de maleta que don Antonio Fenoll regaló a su hijo Carlos. Allí encontró Miguel el amparo y la acogedora intimidad de su segunda familia. Entraba en la tahona como si lo hiciera en su propia casa. Ayudaba incluso en las labores del horno después de la reunión y se ponía a heñir la masa en los hinteros y a ver luego la cochura del pan aromando el aire de un olor caliente y espeso. Josefina, la bella y tierna panadera, no se perdía detalle. Pendiente de la puerta del horno, de la clientela que venía por su hogaza, se llenaba la cabeza de poesías y poetas, metáforas y coplas, de la risa entrañable de los amigos de Carlos que eran también de ella.
Estas reuniones espontáneas no tuvieron nunca, sin embargo, carácter de tertulia formal. Por eso carece de sentido hablar de la «tertulia de la Tahona», pues lo que, en rigor, se entiende por tal se ajusta con mayor sentido a otro tipo de encuentros más tradicionalmente arraigados en la ciudad como la conocida tertulia del Hotel Palace, a la que sí acudía con cierta asiduidad José Marín y en la que era frecuente encontrar, entre otros, al juez don José Olmedo Almeida, Juan Bellod, Mariano Cremades, Augusto Pescador, José M.ª Pina, Plácido Gilabert y Tomás López Galindo.
JOSÉ MARÍN VERSUS RAMÓN SIJÉ
La personalidad de José Marín Gutiérrez era enormemente compleja. Siendo el menor de aquel grupo de adolescentes (tenía tres años menos que Hernández), poseía una preparación académica superior a la de todos. «No le gustaba la jarana ni el vino –comenta Manuel Molina–. Su educación familiar, su cultura y su formación religiosa –también cierta debilidad física que acusaba indefiniblemente desde niño– se lo impedían […]. Desde adolescente se comportaba con una seriedad y un respeto hacia todas las cosas, increíble en un hombre tan joven. Era un filósofo moralista.»[31] Su inteligencia especial jamás fue puesta en duda, como tampoco su madurez humana, tan cerca de esa precocidad que ya dejó demostrada en el salón de actos de Santo Domingo, a los doce años, al publicar en la revista madrileña Héroes su trabajo sobre los aviadores que participaron en la hazaña del Plus Ultra. Sus inquietudes eran distintas de las de aquellos chicos que, obsesionados por la poesía, parecían contentarse con ver sus escritos en las páginas de la prensa local. Lo suyo era una ambición intelectual de mayores vuelos que sobrepasaba a cualquiera de esos amigos autodidactos. A sus dieciséis años, tras fundar la revista Voluntad, se le podía definir como un asceta metódico y disciplinado que, al decir de quienes le conocieron, tenía la fría templanza de cronometrar el tiempo que le dedicaba a la amistad, al estudio y al amor. Es precisamente entonces, en un tiempo marcado política y socialmente por los cambios y por la inminente llegada de la II República, cuando Pepito Marín Gutiérrez decide prescindir de su nombre y tomar otro más enérgico y más ajustado a su espíritu batallador: Ramón Sijé. El juego no es otro que el ingenioso cruce de letras de su nombre y su primer apellido, dando pie al nuevo anagrama y al sorprendente hallazgo de una palabra, «Sijé», que remite de inmediato al término griego alma, convirtiendo así el seudónimo en elocuente heterónimo.
Hablamos de un pequeño filósofo que provocaba honda impresión en sus interlocutores por la profundidad y la brillantez de sus pensamientos, pero al que también le definía cierto raquitismo físico y una delicada salud que justificaba aún más su reclusión y su amparo en el estudio. «Era un muchacho de estatura baja –comenta Jesús Poveda–, tez morena, nariz recta, ojos muy vivos, negros, de boca sensual, de orejas un poco grandes, de cabeza rapada, algo teutona. No obstante estos rasgos físicos, la realidad es que su perfil tenía algo de senequista; su busto se parecía al de un emperador romano. Gesticulaba nervioso y conteniendo el tono de su voz, metálica, como el toque seco de una pequeña campana. Era, pues, de una personalidad algo extraña. Arrinconado en su estudio de aquella calle, vivía en su interior un mundo muy diferente al que nos rodeaba en aquel pueblo…»
Los motivos que mueven, sin embargo, a Sijé a salir esporádicamente de su madriguera ilustrada y dejarse caer por la tahona eran, en esencia, dos: el primero, sus simpatías por Josefina Fenoll, la panadera de espigas y flores, quien por aquellas fechas disfrutaba de un noviazgo adolescente con un muchacho de la vecindad, José Cases Olmos; el segundo, el sentido de liderazgo que había adquirido entre sus nuevos amigos. Consciente de su capacidad y de su nivel académico, era lógico que disfrutara ejerciendo su magisterio entre aquellos compañeros, sugiriéndoles lecturas, enjuiciando sus escritos y orientándoles, en fin, desde un conocimiento superior que expresaba, por su forma de hablar, con atropello, con prisa de pájaro, como decía Miguel. Y la explicación, en todo caso, a la forma acelerada de su voz, a sus ojos brillantes y fanáticos, sería el bullir de ideas que a veces le atormentaban y la premonitoria necesidad, debido a su precaria salud, de luchar contra el tiempo. Pero esa misma vocación de mando y esa voluntad de jefe de tribu que siempre le caracterizó, generaría también desavenencias y disgustos que han quedado reflejados en testimonios como éste de Poveda: «La revista Voluntad desapareció con su número 13. Yo fui, pues, redactor y fundador de ella, con José Marín como director, pero nada más hasta su número 4, en el que me di de baja por escrito por diferencias de criterio entre mi amigo y yo.» Las diferencias vinieron esencialmente por la imposición de Sijé de introducir en la revista colaboraciones de condiscípulos suyos de Santo Domingo, «señoritos del pueblo, es decir, de clase adinerada. Uno de ellos –continúa el relato de Jesús Poveda– nos sorprendió con un plagio. Por desgracia para mí, me tocó descubrirlo y hallé la prueba irrefutable […]. El propio Marín y su grupo lo defendieron contra mi punto de vista».
La irrupción de Ramón Sijé en el círculo de amistades de Hernández fue determinante para entender ciertos aspectos de su obra y de su personalidad. Si, al principio, Miguel fue un poeta más de aquel grupo de iniciados, pronto se iría destacando ante los ojos de Sijé como una pieza de indudable interés por su talento creativo y su aprovechable maleabilidad. Ni Murcia Bascuñana ni Jesús Poveda prometían demasiado con sus versos de rimas renqueantes y fáciles, ni siquiera Fenoll se mostraba ambicioso ni entusiasta de su propia obra, y prueba de ello sería su posterior estancamiento en gustos y lecturas, siendo «él mismo, por una especie de soberbia mal entendida, quien puso diques a su evolución literaria»[32]. Descartados estos tres, la figura de Hernández se convierte en el objetivo principal de aquel nuevo núcleo de amistades. Hay algo en él de lo que Sijé, con su asombrosa inteligencia y su inimaginable cultura, carece: intuición creativa, instinto, imaginación, talento poético. Ramón tiene, sin embargo, lo que a Miguel le falta: orientación, vastos conocimientos literarios y, sobre todo, el olfato y los contactos necesarios para poder descollar en un mundo difícil plagado de luchas y ambiciones. Ciertamente, con tanta juventud y tan pocos años, Sijé ya ha fundado una revista, ha publicado en otras de ámbito nacional y colabora en el prestigioso diario El Sol de Madrid y en Cruz y Raya. Tiene influyentes amigos en Orihuela, desde letrados hasta políticos de relieve, entre ellos el abogado y diputado José Martínez Arenas, y otros que habrían de ser determinantes en el futuro literario de Miguel, como Juan Guerrero Ruiz, Raimundo de los Reyes, José Ballester, Antonio Oliver, Carmen Conde y Ernesto Giménez Caballero.
En octubre de ese año, 1930, Sijé se matricula en la Universidad de Murcia para hacer la carrera de Derecho como alumno libre, hecho que le obliga, abundando en lo mismo, a limitar sus salidas y a ceñirse a su férrea voluntad. Es Miguel quien le visita en su domicilio porque la amistad entre ellos es grande y sincera, aparentemente limpia, pero también –todo hay que decirlo– interesada en algunos aspectos. Sijé ha comenzado a poner orden en las atropelladas lecturas de su amigo, le aparta de folletones y de modernismos caducos, de regionalismos y adusteces, y le lleva hacia los clásicos, al Quijote, a Calderón, Lope, Garcilaso, y entre los más cercanos, al verbo fértil de Juan Ramón, Machado, Darío de nuevo. Pero Miguel, que le escucha, que le da a leer sus versos y le agradece consejos y enmiendas, no es un acólito sumiso ni el ingenuo que muchos pretendieron ver durante tanto tiempo. «Mi curiosidad –comenta María Dolores, hermana de Sijé– hizo que en distintas ocasiones aproximara el oído a la vieja puerta y supe, por primera vez, de la existencia de Dante, Virgilio, San Juan de la Cruz […]. Escuchaba las preguntas de Miguel –¡qué preguntón!, me dije– y las respuestas de mi hermano. También sus discusiones, hasta encolerizarse, y sus reconciliaciones repentinas […]. Mi hermano admiraba a Miguel. Desde el contacto primero había vislumbrado a un gran poeta.»[33]
Hasta aquí la aproximación primera a una fecunda amistad de dos seres que se descubren y que se necesitan mutuamente, que persiguen el triunfo literario y, en consecuencia, el éxito social, pero también la antesala de una serie de consideraciones de carácter ideológico que se irán desgranando al correr de las páginas y en su oportuno momento. Mientras tanto, Sijé, pendiente ya de los pasos de Hernández, pasará a convertirse en su excepcional valedor.
EL RECONOCIMIENTO POPULAR
Corre el mes de abril de 1930 y en el número 3 de la revista Voluntad aparece el citado soneto de Miguel. No es, desde luego, un desconocido. En el semanario El Pueblo de Orihuela son ya habituales sus colaboraciones. Se habla de él como una sólida promesa de la poesía local. Eladio Belda, coetáneo de Hernández y administrador por aquellas fechas del citado periódico, comenta una anécdota referida al poema publicado en ese medio el 10 de marzo de 1930: «Había un cura que se llamaba don José Maciá que estaba en la parroquia de Algorfa y escribía poesía también. Y recuerdo que un día me lo encontré en el Palacio y le dije qué le parecía el poema de Miguel “¡Marzo viene…!”. Aquel hombre, entusiasmado, contestó: “Es maravilloso, porque la primavera venía así, viene así y vendrá siempre así.”»[34]
La amistad con Pepito Marín no ha cambiado sustancialmente a Miguel. Sigue cultivando su fraternal relación con Fenoll y asiste todas las tardes que puede a las veladas de la tahona. Tampoco ha olvidado a sus viejos amigos de juegos, los callejeros de siempre, con los que sigue disputando partidos de fútbol y defendiendo, desde su puesto de medio volante, los colores del equipo de La Repartiora. Pero ahora dedica también su tiempo a actividades que le llenan de otro modo. La explicación es muy simple. Antes, por ejemplo, frente a un hecho o una visión que le sorprendía y que le hacía reaccionar con ingeniosas imágenes, con metáforas que dejaban boquiabiertos a los amigos, la respuesta que daba era sencilla e ingenua: «No sé. Se me ocurren. Me vienen solas.» Ahora, sin embargo, ante el mismo fenómeno y la misma pregunta, su contestación no da pie a especulación alguna: «Es que soy poeta.»
Miguel es ya poeta y así lo advierten quienes dirigen los hilos de la cultura local. Don José Alcaraz y el mismo Almarcha, sorprendidos quizá por el creciente reconocimiento del muchacho, le encargan un poema para la celebración del día del trabajo. Hernández es agradecido y resuelve con prontitud el deseo del canónigo. Así, el 17 de marzo de 1930 tiene ya concluida una composición que titula «Al trabajo» y que ha elaborado a la medida del vicario: obreros y Dios en una misma nave. Y para que la pieza alcance los ecos que merece una conmemoración tan sagrada, le aplica el ritmo solemne de la «Marcha triunfal» de Rubén Darío y la falsilla melodramática de Gabriel y Galán. El poema en cuestión, primera pieza de carácter «social» de Miguel, fue leído el 1 de mayo en el Círculo Católico por el obrero Andrés Mora, gran aficionado a la declamación. Según las crónicas, poeta y rapsoda fueron muy aplaudidos por un auditorio compuesto principalmente de campesinos.
En el Círculo Católico y en la Casa del Pueblo también encuentra Miguel su oportunidad de ejercer otra de sus aficiones: la representación dramática. La devoción no es nueva. Ya en 1927, con apenas dieciséis años, había formado parte del Cuadro Artístico Musical de la citada Casa del Pueblo. Aquel Hernández adolescente logró entrar en el grupo de aficionados a la música y al teatro de la mano, al parecer, de Daniel Cases García[35], librero y promotor cultural. Cases, diez años mayor que Miguel, además de presidir la Casa del Pueblo, llegó a promover la formación de un cuadro teatral de más de treinta actores, y con ellos dirigió, entre 1927 y 1928, las obras El verdugo de Sevilla, de Muñoz Seca y Miguel García Álvarez, y Parada y fonda, de Vital Aza; en ellas, nuestro poeta encarnó, respectivamente, el papel de padre y de catalán gracioso.
Con sus amigos de la tahona funda tres años después la compañía de teatro La Farsa, inspirada en la colección teatral que tan buenas lecturas y momentos le ha proporcionado. Aquel cuadro de aficionados ensaya y lleva a escena obras de diverso género, entre ellas Los semidioses, de Federico Oliver, y el Juan José, de Joaquín Dicenta, piezas en las que Hernández hace de actor principal demostrando a la concurrencia sus magníficas cualidades para la escena, su versatilidad y su agudo histrionismo. De ese tiempo, quizá motivado por las circunstancias, son también sus primeros escritos teatrales, pero aún no está preparado para empresas de este tipo y sus intentos se quedan en «dramones» de poco fuste.
La importancia que el poeta-cabrero va adquiriendo entre sus paisanos queda demostrada en un artículo que a mediados de junio –seguimos en 1930– aparece en las páginas de la revista Voluntad. El trabajo lleva el título de «Pastores poetas» y está firmado por José María Ballesteros, médico y cronista honorario de la ciudad. Hablamos de una crónica que, al margen de sus consideraciones, demuestra una asombrosa capacidad de reacción, ya que hace apenas cinco meses que Hernández se ha dado a conocer en la prensa local. No obstante, ese mismo artículo verá la luz de modo más notorio en mayo de 1932 al formar parte de un libro, Mis crónicas, obra de Ballesteros que se podía contemplar en los escaparates de las principales librerías de Orihuela, las de la calle Mayor y la del Sr. Cases, en la calle Calderón de la Barca. Allí, en el tomo I de esta obra, entre las páginas 143 y 146, aparecía un capítulo titulado precisamente «Pastores poetas» y estaba dedicado íntegramente a Miguel. El cronista, en su extensa defensa del nuevo escritor de la tierra, decía entre otras cosas: «He aquí, lectores, que en la provincia de Alicante, en Orihuela y en una de sus calles más típicas, la calle de Arriba, vive un pastor que hace versos: Miguel HERNÁNDEZ. El pastor poeta oriolano es un pastor de cabras; nació pastor, continúa siendo pastor y morirá tal vez pasturando su rebaño […]. Escribe versos. ¡Qué difícil es escribir versos! Para Miguel Hernández, que escribe como habla, que escribe porque siente en su alma la poesía, no es difícil escribir versos […]. El pastor poeta oriolano escribe sin artificio, a la luz del sol, cara a cara con la hermosa Naturaleza. Y en estos días cálidos de nuestra huerta, mientras sus cabras mascan la fresca hierba y saltan y corren por bancales y arroyuelos, nuestro pastor poeta escribe versos recostado en la margen de una acequia, y sueña sin duda con aquel cuento de la lechera, con el triunfo y con la gloria. ¡Vuela el pobre pastor poeta! ¡No está en el mundo; vuela por los espacios sin lindes de la cariñosa y dulce fantasía! Conserva el lápiz sujeto entre sus dedos contraídos; el lápiz se le cayó en la acequia, y su cabra favorita, la mimada del rebaño, su Lucera, se recuesta a su lado y le lame las manos, el papel… y los versos.»[36]
Aún es demasiado temprano para que Miguel reaccione de un modo enérgico frente al estúpido determinismo de quienes le condenan al pintoresco estatus de «pastor poeta». Le ciega todavía el entusiasmo del debutante humilde que agradece cualquier atención hacia él, y eso explica su instantánea respuesta a las palabras de Ballesteros, que las acepta como una elogiosa deferencia a su persona, teniendo en cuenta, además, que se trata de la primera reseña crítica dedicada al poeta. Y su respuesta y su agradecimiento fue el poema «Ofrenda», fechado el 28 de mayo y publicado el 5 de junio en el semanario Actualidad, así como otra composición más extensa que titula «Motivos de leyenda», y que ve la luz en la revista de Sijé, Voluntad, el 15 de ese mismo mes, acompañando la reproducción íntegra del capítulo de José María Ballesteros.
Hay razones suficientes para pensar que Pepito Marín estaba detrás de todo esto. Conocía muy bien al cronista honorífico y le debió de poner al corriente de los grandes méritos de Miguel; pero, además, fue Sijé quien se encargó personalmente de hacer una extensa reseña del libro citado en el número 5 de Voluntad, antes incluso de que la obra llegara a las librerías.
La máquina Sijé sólo había empezado a calentar motores. Miguel era para él mucho más que un joven poeta de talento o un amigo entrañable y necesario. Sabedor de sus propias limitaciones creativas (Marín era un pensador y un teórico que carecía de vuelo imaginativo e intuición poética), Hernández se convierte desde el principio en el vehículo del que se ha de servir para su proyecto ideológico, que no es otro que su visceral catolicismo y su antiliberalismo a ultranza. A ello hay que sumar la vulnerabilidad de Miguel, su crisis personal, en un tiempo en el que lucha denodadamente por salir de su arrastrada condición de cabrero y ambiciona una posición social de escritor que sólo alguien como Sijé, tan bien relacionado y tan introducido en los medios editoriales católicos, únicos posibles en el ámbito en que se mueven, puede hacer realidad. No es, pues, de extrañar que, para llevar a término tales proyectos, Miguel acabara oponiendo escasa resistencia a las ideas ultraconservadoras de su compañero del alma y se dejase influir hasta extremos de negarse a sí mismo y firmar una obra en la que, transcurridos unos años, ni se acepta ni se reconoce.
Pero, con el propósito de no adelantar acontecimientos, regresemos a ese momento en que Hernández, con sólo diecinueve años, comienza a ser reconocido por los prohombres de su ciudad. Ya anda en boca de personas influyentes. Almarcha, que está al acecho de cuanto acontece al muchacho, de los semanarios en que publica y de la revista de Sijé, auspiciada por el canónigo y sus Sindicatos Católicos, le sigue prestando su máquina y le recibe con la misma hospitalidad en su domicilio. Ballesteros le ha dado ya sus bendiciones y ahora le toca el turno a otro insigne oriolano. En efecto, un mes después de la publicación del elogioso trabajo de don José M.ª Ballesteros, concretamente el 15 de julio de 1930, el periódico El Día de Alicante reproduce un amplio artículo de su director, Juan Sansano Benisa, escrito para el acto de homenaje al poeta Salvador Sellés, celebrado el día anterior a la publicación de la crónica. En dicho artículo o discurso, Sansano aprovechaba los elogios al viejo vate alicantino para aludir, con una retórica muy de la época, a un joven poeta que había aparecido «como un astro nuevo en el cielo levantino»: «A ti, Maestro, te llenará de regocijo la noticia. Todas las mañanas cruza las calles de Orihuela un humilde cabrero, con su zurrón y su cayado. Va a la huerta para que pasture el ganado. Allí permanece horas y horas, a la sombra de las moreras gigantes, escuchando el chirrido de las norias y el cantar de los sembradores lejanos o de los sufridos trabajadores de la parva. ¿Sabéis quién es este cabrero? ¡Un nuevo poeta! Un recio y magnífico poeta, cantor maravilloso de las melancolías de la tarde, de las caricias frescas de las auroras en la noche. ¿Quién le enseñó a hacer versos? Nadie. Es también un caracol que recibe, por milagro del Altísimo, las armonías del Universo […]. Hermano y Maestro: con su túnica de resplandores ha hecho su aparición un nuevo poeta. Se llama Miguel. Tiene nombre de ángel. Saludémosle con alborozo: tú con tu prestigio de cantor inmortal, yo con la humilde ofrenda de mi cariño.»[37]
Las palabras de Sansano, condicionadas en cierto modo por su paisanaje y su irresistible amor a Orihuela, no sólo llegaron a oídos de Miguel sino que le sirvieron de invitación y de estímulo para publicar, después de veinticinco colaboraciones en la prensa local, fuera de las fronteras oriolanas. Su poema «La bendita tierra» apareció así el 15 de octubre de 1930 en el diario El Día, precedido de unas palabras no menos encomiásticas perfectamente atribuibles, por lo inconfundible de su estilo, al ingenio de Juan Sansano. En ellas se aprecian, al margen de la buena voluntad del autor, las limitadas preferencias líricas de quienes tuvieron la oportunidad y el propósito de apoyar a Miguel en sus inicios. Sansano afirma textualmente que «Miguel Hernández ha de llegar a ser una gran figura de la literatura alicantina para honra nuestra. La dulzura y la belleza de sus composiciones –algunas de ellas impecables– son dignas de figurar al lado de las del inmortal poeta salmantino Gabriel y Galán y de las de Rey Soto, el gran artista gallego». Consideramos que sobran los comentarios, pero siempre nos asaltará la pregunta acerca de lo que hubiera sido de Hernández de haber tomado éste, al pie de la letra, las elogiosas comparaciones de Sansano y su profética inclinación a convertirlo simplemente en vate provinciano o regional.
Sin embargo, Miguel acepta el juego de explotar su exótica etiqueta de cabrero-poeta mientras lo pintoresco del caso le permita salir poco a poco de su reducido espacio rural. Se deja llevar por la corriente que le disponen sus benefactores y no desperdicia la ocasión de dar el salto a la capital y darse a conocer en los medios de Alicante. Así lo hará a partir de octubre de 1930 (y hasta marzo de 1932) con una serie de poemas que irían apareciendo irregularmente en el diario El Día, entre los que incluye, por pura gratitud, algunos dedicados a don Juan Sansano. No abandona, sin embargo, sus colaboraciones en los semanarios de Orihuela. Desaparecida Voluntad en agosto de 1930, sería Destellos la nueva revista que, promovida por José María Ballesteros y dirigida por Sijé, acogería con satisfacción los poemas y artículos de los jóvenes del grupo.
Todo parece aliarse en bien de Miguel, y las voces que lo ensalzan se propagan y repiten como el eco en la Cruz de la Muela. Abelardo Teruel, un escritor local, hace también su alabanza del nuevo poeta de la tierra en las páginas de Actualidad, núm. 127. El 23 de octubre, retomando el interés mostrado por Sansano, escribe: «No hemos sido nosotros precisamente los que hayamos descubierto a Hernández, pero sí seremos quienes con el más ahínco de los empeños le ayuden a abrirse camino, precisamente por el mayor desamparo en que se ha de hallar quien, como él, está fuera de ambiente para lograr los efectos sociales que le son necesarios para tal fin […]. Favorecer la aclimatación es lo que corresponde a quienes pueden hacerlo. Seguiremos el camino de nuestro Sansano al conocer un bardo nuevo, fogoso, viril, fuerte, de ideas, que a muy poca costa de refinamientos, que más que sujeto a preceptiva, será un galano escritor de los que dominan al público.»
UN PREMIO Y UN AMOR ADOLESCENTE
Hay alegría en Miguel. Más entusiasmo que nunca. Las reuniones en la tahona siguen ocupando el final de las tardes. Los encuentros con Pepito Marín fructifican en versos nuevos, en lecturas nuevas, en nuevos descubrimientos literarios. Consigue también sacarlo de su casa (tan serio él, tan poco dado a diversiones e insensateces) y llevarlo al cine, con su hermano Justino y la pequeña Marilola. Ella es muchas veces la excusa para ver esas películas de dibujos animados que tanto gustan a los muchachos. Y luego quedan los paseos de los domingos por la Plaza Nueva, las noches de verbena y el vino obligado en el café de Levante o la taberna de El Chusquel. Fenoll y Murcia Bascuñana, el Arriero, como también le llaman los amigos, no fallan en estas cosas. Con Efrén también van al fútbol a disfrutar del Orihuela Deportiva y de las gestas de Manuel Soler, Lolo, su estupendo guardameta. Eran las tardes gloriosas de aquel equipo formado por Soler, Navarro, Sánchez, Daniel, Trino, Ruiz, Pi, Gramalier, Adrover, Valls y Mariano.
Pero la vida empuja con fuerza, asimismo, hacia otras necesidades afectivas y biológicas cuyo misterio se oculta en la misma naturaleza humana. Son años propicios para rondar a las muchachas, para cortejarlas con piropos y seguirlas por plazas y paseos. Miguel no sabe disimular su timidez, es retraído y apocado, y Carlos le da lecciones de galantería. El poeta-pastor, sin embargo, guarda un secreto que no se atreve a confesar ni a sus mejores amigos. Se llama Carmen, Carmen Samper Reig, y desde muy niño la ha visto jugar y pasear cerca de su casa. Es vecina de la calle Cantareros, esquina a la de San Juan, y trabaja ahora de oficiala en un taller de costura. Su atracción hacia ella ha crecido hasta el punto de hacer lo imposible por formalizar una relación que le resulta difícil y esquiva. La muchacha es amiga íntima de Josefina Fenoll, y en sus horas libres acude a la panadería para ayudarla en sus tareas. Además, es asidua a los bailes que algunos domingos organizan los jóvenes en los altos de la tahona. Allí, mientras suena la música del gramófono de Carlos, Miguel no pierde de vista a aquella niña de pelo claro y piel muy blanca, y la saca a bailar más de una vez. Está enamorado, lo delata el temblor de sus manos y la rojez de sus pómulos; su timidez le traiciona, pero finalmente saca fuerzas de donde no tiene y le hace saber a la muchacha su intención de salir con ella. Carmen, La Calabacica, según se la conocía por el apodo familiar del que tampoco logró librarse, no albergaba, sin embargo, los mismos sentimientos hacia él. Reiteradamente le negó su condición de novia y le dejó muy claro, una y otra vez, su propósito de no ser más que una amiga del grupo. Las razones de la joven las supimos muchos años después, en una entrevista concedida el 4 de octubre de 1996, en la que confesaba que lo que no le gustaba de Miguel eran sus ojos; «tenía ojos de loco, como si quisieran salirse de sus órbitas».[38]
La observación merece un paréntesis que puede ser revelador y explicar algunos aspectos decisivos de la vida de Hernández. En la ya citada descripción de Álvaro Botella, éste señalaba que Miguel «miraba derecho a los ojos; su mirada, infantil, tímida, con ojos redondos, movedizos». Rafael Alberti los veía «tristes, de caballo perdido oteando, escudriñando vereda segura». Ernesto Giménez Caballero resalta «sus ojos extraordinariamente abiertos, como enredilando un ganado ideal». Para Vicente Aleixandre, sus ojos «azules como dos piedras límpidas sobre las que el agua hubiese pasado durante años, brillaban en la faz térrea, arcilla pura». Nicolás Guillén recuerda unos «ojos verdes, llenos siempre de un asombro inefable». Ricardo Muñoz Suay habla de «ojos brillantes, desorbitados –unos ojos que sólo con los de Picasso han sido siempre para mí como el deslumbramiento de ambas caras, el desdibujo de ambos rostros, la difuminación de sus entornos y la dificultad, ahora en el recuerdo, de reconstruir las otras partes físicas, tan sin importancia, dada la fuerza de sus miradas». Cuando Miguel muere y el pintor Abad Miró destapa la caja minutos antes de colocarla en el nicho, descubre con asombro sus «grandes ojos abiertos, desorbitados, transparentes». De lo que no cabe duda, leídas estas impresiones, es de que Carmen La Calabacica tenía superficiales razones para no aceptar las proposiciones del poeta, de quien, por otra parte, María de Gracia Ifach llegó a decir, a tenor sólo de las fotografías que pudieron llegar a sus manos, que Hernández fue «un hombre feo con más atractivo que muchos guapos», matizando a continuación que «su varonil incorrección supo enamorar»[39] a más de una mujer. Lo que podemos pensar respecto a la mirada del poeta, fuera de espirituales afirmaciones, leyes naturales o intrincados códigos de la genética, es que Miguel sufría un hipertiroidismo que se agudizó, sin duda, en su larga etapa carcelaria y en los momentos de hambre y de mayor sufrimiento físico. De ahí el último informe médico que en su momento nos servirá de comentario y también los achaques que Hernández padeció en distintas etapas de su vida.
Pero ahora es el amor primero el que le embarga y le provoca ese dulce tormento juvenil que vuelca en sus papeles y convierte en poemas perfectamente reconocibles. Carmen, lejos aún de la evidencia con que irrumpirá en su prosa y en su poesía posterior, es en esos meses de 1930 la que se oculta detrás de composiciones como «Soneto» (Estoy perdidamente enamorado), fechada en enero, «¡Marzo viene…!», «Amorosa» o «Es tu boca…»: «Es tu boca, mujer, todo eso… / Mas si cae dulcemente en un beso / a la mía, se torna en puñal». Son precisamente estos poemas donde Miguel, en medio de un mar de tópicos, personajes mitológicos e historias fabuladas de que se sirve todavía, emplea sin fingimiento o impostura un tono más sincero que, pese a recurrir a los grandes temas literarios (carpe diem, pena deleitosa, dulce tormento), deja ver la vida que por él transcurre. La experiencia literaria es, en estos casos, también experiencia vivida.
No cejaría el poeta, pese al insistente desdén de la muchacha, de pretenderla durante bastante tiempo, prolongándose la imposible relación hasta ya avanzado el año 34 y perdurando incluso en su memoria y en su deseo –fue su primer amor y, además, platónico– en momentos de crisis afectiva.
Mientras tanto, son los amigos y su pasión por el verso los que le consuelan y le alivian de todo. La soledad de la huerta y del monte, aun siendo la misma, es ahora más llevadera. Busca una sombra, se deshace de la camisa y escribe, se sumerge plenamente en las palabras, tacha algunas líneas y consulta repetidamente el pequeño diccionario que guarda en la zamarra; distraído en sus cosas, casi mecánicamente, silba al rebaño, le lanza alguna piedra y escribe de nuevo sobre la cuartilla arrugada. Otras veces sube al monte y deja en las rocas la mancha de sudor de su cuerpo, requemado por el sol. Ha pensado que sería bueno tener su propia máquina y dejar de molestar al vicario para pasar a limpio sus versos. Se lo ha insinuado ya al administrador de El pueblo de Orihuela, que lleva la representación de las mejores marcas del mercado: Kappel, Erica y Corona. Y éste, conocedor de las limitadas posibilidades del muchacho, le avisa en cuanto consigue una de segunda mano. La memoria de este hombre, Eladio Belda Irles, nos ha servido de mucho para reconstruir la anécdota.[40] Al parecer, las máquinas de escribir nuevas se vendían al precio de mil setecientas pesetas, pero la Corona portátil que le consigue al poeta la valora en trescientas. Miguel le visita en su domicilio acompañado de Sijé y le propone pagarla en plazos mensuales de cinco duros. Según consta en el libro de registro, Hernández le entregó las primeras 25 pesetas el 20 de marzo de 1931; pagó luego tres plazos de 15 pesetas, y el resto (230 pesetas) lo liquidó de una sola vez el 17 de julio. A partir de la primera fecha y ya en posesión de la preciada herramienta, Miguel se marchaba muchas veces con el amanecer, el hatillo y la máquina portátil a cuestas, y pasaba el domingo en la montaña. «El sábado –cuenta su hermano Vicente–, antes de ir a acostarse, mi madre le preparaba una comida fría que metía en un gran pañuelo anudado. Al día siguiente, al alba, llevando en la mano su atadito y máquina de escribir, Miguel trepaba por las rocas, detrás de nuestra casa, hasta la Cruz de la Muela y se pasaba el día, solo, allá arriba, componiendo sus poemas.»[41] ¿Qué sentido tenía entonces un segundo cuaderno de versos con caligrafía escolar para llevar en su primer viaje a Madrid?
Desde luego, su valiosa Corona le sirvió para pasar a limpio un extenso poema titulado «Canto a Valencia», que remite sin demora al concurso convocado por el Popular Coro Clavé de Elche. Las bases las había leído en el número 10 de la revista Destellos y, sin pensarlo dos veces, se anima a participar, enviando el citado poema bajo el lema «Luz…: Pájaros…: Sol…» A finales de marzo de 1931 recibe la noticia de que le ha sido otorgado el primer premio. «Cuando recibió el telegrama –comenta Carlos Fenoll– saltó materialmente de alegría, y agitando el azul y leve papelito en su mano ruda, como hecha de corteza de olivo, con un fulgor de júbilo en sus ojos impresionantes, me decía: “¡Mira, Carlos, mira! ¡Me han dado el primer premio en Elche! ¡Viva la poesía, y yo, y tú!” Con los dineros que recaudó de la leche aquella noche, alquilamos un detonante Ford y llegamos a la ciudad de las palmeras a las doce y pico. Todo silencio y desierto… Preguntamos a un sereno –¡ché, oiga!– la dirección… del Secretario del Certamen. Después de mucho andar, desandar, llamar, molestar –tal era nuestra impetuosa, nuestra impaciente y brava ingenuidad–, nos dijeron que el premio no se podía entregar aquella noche, a aquellas horas. Que lo mandarían. Decepción… Pero, ¿qué es el premio…, en metálico? –quisimos saber–. “No; un objeto artístico…” Sí, fue un pobre objeto, y aún más pobre como obra de arte: una escribanía… A los dos o tres días la fuimos a vender para restituir a su padre los cuartos de la leche, y todavía nos faltaron cuatro pesetas.»[42] En efecto, sólo consiguieron en el empeño la sexta parte de lo que costó la escribanía: treinta pesetas, pero ello no impidió que celebraran a su manera el acontecimiento en la taberna de El Chusquel y que Miguel aumentara la fe en sus posibilidades literarias. Los amigos verdaderos sentían como suyo aquel reconocimiento que, sin padrinazgo alguno, premiaba por vez primera el esfuerzo y la indiscutible valía del poeta-cabrero. El texto galardonado apareció publicado el 15 de abril de 1931 en la revista Destellos y, pocos días después, la prensa local y provincial se hacía eco de la noticia:
En la reciente fiesta literaria celebrada en Elche y organizada por el Popular Coro Clavé, ha obtenido un triunfo el poeta orcelitano Miguel Hernández, nuestro querido colaborador. (Día, 18 de abril de 1931)
POETA ORIOLANO LAUREADO. El popular «Coro Clavé» de Elche celebró recientemente una fiesta literaria. En ella fue premiada una poesía de nuestro estimado amigo y paisano el brillante pastor-poeta Miguel Hernández.
Nuestra enhorabuena al laureado y un abrazo por haber venido a las filas izquierdistas.[43] (Renacer, 25 de abril de 1931)
EL CAMINO HACIA MADRID
Mientras Miguel vive aún la resaca de su premio, los acontecimientos en el país están dando un importante giro. Tras la dimisión del general Primo de Rivera a finales de 1929, la monarquía ha tratado infructuosamente de controlar el clamor popular que reclama justicia en términos tan claros como los que reza el siguiente manifiesto clandestino que circulaba de mano en mano a finales de 1930: «Cuando pedíamos justicia se nos arrebató la libertad; cuando hemos pedido libertad, se nos ha ofrecido, como concesión, unas Cortes amañadas convocadas por un Gobierno de dictadura, instrumento de un rey que ha violado la Constitución, realizadas con la colaboración de un caciquismo omnipotente. Pero el dolor del pueblo y la angustia del país nos emocionan profundamente. La revolución será siempre un crimen o una locura donde quiera que prevalezca la justicia y el derecho; pero es derecho y es justicia donde prevalezca la tiranía.» A la delicada situación hay que sumar la arenga lanzada por Ortega –«¡Españoles, vuestra patria ya no existe, reconstruidla!»– en su artículo «Delenda est monarchia», y la adhesión de los principales intelectuales (Marañón, Antonio Machado, Pérez de Ayala, Unamuno) que, desde la Agrupación al Servicio de la República, defienden una solución antimonárquica para el problema de España.
La conspiración contra Alfonso XIII y la búsqueda precipitada de un nuevo Estado democrático trajo como primera y fatal consecuencia la descoordinada sublevación de Jaca. Allí, el 12 de diciembre de 1930, una guarnición militar dirigida por los capitanes Fermín Galán y García Hernández se anticipaba a los acontecimientos y provocaba la inmediata represalia del Gobierno del general Dámaso Berenguer. La respuesta fue tan enérgica como la aplicación de la ley militar y la ejecución dos días después, tras juicio sumarísimo celebrado en Huesca, de los capitanes sublevados. Era, sin duda, un nuevo error en el que quedaba plenamente implicada la monarquía y, en consecuencia, un argumento más para el revolucionario espíritu popular. El hecho contribuiría a convertir en leyenda al capitán Galán, cuya actitud heroica al declararse único responsable de la conspiración y desafiar con entereza a sus ejecutores se propagó rápidamente entre el pueblo, inspirando romances y obras dramáticas.
Otra sublevación de menores consecuencias fue la llevada a cabo por los aviadores del aeródromo de Cuatro Vientos el 15 de ese mismo mes. El comandante Ramón Franco, que había salido esa mañana con la intención de bombardear el Palacio Real desde su avión, convierte la aventura en una simple advertencia, arrojando sobre la ciudad propaganda inofensiva de carácter revolucionario y antimonárquico.
La voluntad popular obligaba a una rápida solución. No tenía sentido ignorar las múltiples manifestaciones que exigían un cambio de régimen, como tampoco la detención indiscriminada de los miembros del ya constituido Comité Revolucionario, entre quienes se encontraban Alcalá Zamora, Largo Caballero, Manuel Azaña, Álvaro de Albornoz, Fernando de los Ríos y Miguel Maura. De modo que, ante la ineludible presión social, Alfonso XIII no tuvo más remedio que poner en manos del almirante Juan Bautista Aznar un gobierno de coalición que convocara elecciones municipales y normalizara la situación del país. La respuesta fue tan rotunda como el triunfo de la coalición republicano-socialista en las principales capitales. Así, dos días después de los comicios, el 14 de abril de 1931 y con un gobierno provisional presidido por Niceto Alcalá Zamora y otro encabezado por el almirante Aznar como representación de la ya hundida monarquía, tenía lugar en el domicilio del doctor Marañón el consabido traspaso de poderes: en presencia del conde de Romanones, portavoz de Alfonso XIII, y de Alcalá Zamora, se fijó la salida de Madrid, «antes de que se ponga el sol», del destronado monarca. Aquella tarde, desde el balcón del Ministerio de la Gobernación, en la misma Puerta del Sol, quedaba proclamada la Segunda República española.
El fervor popular ante el esperado acontecimiento se hizo notar en todos los rincones del país. En Orihuela, con el razonado temor de la oligarquía, la burguesía y el clero, ciertos sectores de la intelectualidad y, en mayor medida, de los obreros y de la juventud tomaron el advenimiento del nuevo régimen con el entusiasmo y la esperanza que cabía esperar, teniendo en cuenta, además, que se trataba de un cambio pacífico, incruento, sin más violencia que las urnas y el voto que dejaba clara la voluntad del pueblo español.
Quizá contagiado por ese júbilo que se respiraba en la primavera de 1931 y por el halo de justicia social que emanaba del nuevo régimen, a propuesta de Augusto Pescador y animado por la mayoría de amigos de su entorno, Miguel acepta el cargo de presidente de las Juventudes Socialistas de Orihuela, organización prácticamente inactiva desde su fundación tres años antes. La decisión era, por una parte, lógica. Criado en los ambientes más humildes y familiarizado desde bien niño con el esfuerzo y el trabajo más duro, resultaba totalmente comprensible su pequeña rebeldía contra la injusticia y el poder, así como su ya evidente solidaridad con los que, como él, eran víctimas de la desigualdad de las estructuras sociales. Entre los conocidos de Hernández, el citado Pescador, antiguo compañero de Santo Domingo, era quizá el socialista más convencido. Por lo demás, todavía estaban por llegar los cambios más sustanciales desde el punto de vista político, que no se harían notar hasta ya avanzado el año 1932. El panorama resultaba un tanto paradójico. Los ayuntamientos oriolanos de la República eran claramente de izquierdas; sin embargo, el dominio numérico de la derecha, pese a estar seriamente dividida, hacía notar su peso en bastantes aspectos. El carlismo, por ejemplo, mantenía un importante grupo de seguidores entre la clase media y los comerciantes bien situados, incluso entre núcleos desfavorecidos como campesinos y obreros de la calle de Arriba y la zona del Rabaloche, todos ellos dirigidos por Ángel García Rogel y otros carlistas destacados como Jerónimo Tomás, Antonio Gil y Manuel Lozano. Los socialistas eran, frente a otras agrupaciones políticas, los más unidos de la izquierda. De ellos saldría la mayoría de alcaldes del nuevo periodo político, destacando sobre todo David Galindo, Francisco Oltra, Eliseo Pérez, José Ortiz y Escudero Bernicola. De lo que no cabe duda alguna es de que las desigualdades sociales eran enormes y la labor política se presentaba difícil. Pesaba mucho todavía la figura del señorito, de los arrendatarios de las tierras, y la influencia del Sindicato Católico alcanzaba cualquier forma de trabajo, ya fuera la agricultura, la industria o sus derivados, la artesanía y el comercio. La República propició, eso sí, la fuga de muchos jornaleros agrícolas católicos a sindicatos de izquierdas como la UGT, equilibrándose en gran medida la balanza entre ambos poderes.
Sin alejarnos de esta última frase, es precisamente ese conflicto entre lo católico y el compromiso social lo que obliga a Miguel, dos meses después de asumir la presidencia de las Juventudes Socialistas, a dimitir de su cargo y a distanciarse de momento de posturas políticas. Su proximidad a personalidades tan necesarias entonces para él como Luis Almarcha o Ramón Sijé tenía que alejarle necesariamente de tales propósitos. «Ramón, que tanto le conocía –comenta Manuel Muñoz Hidalgo–, temía que se dejara influir fácilmente con extrañas doctrinas de cualquier partido político. Pensaba que Miguel no estaba preparado.»[44] Pero más allá de una simple cuestión de madurez, parece evidente que Hernández comenzaba a padecer los primeros síntomas de un confusionismo ideológico que se iría agravando con el tiempo y que venía principalmente provocado por su impotencia cultural, por la necesidad de aferrarse a los otros para hacerse un sitio como escritor y alcanzar la dignidad social que pretendía. Lograr el reconocimiento y el éxito suponía, en consecuencia, comulgar primero con el pensamiento teocrático de Sijé y alejarse de posiciones comprometedoras, decisión que, por otra parte, en aquellos meses de 1931 no suponía un excesivo esfuerzo para él ni un problema de mayores consecuencias.
La proximidad de José Marín es algo que gratifica al poeta y que le afianza día a día en su vocación. Con él va conociendo a personas influyentes; a don Alfredo Serna, por ejemplo, eje de la intelectualidad oriolana y hombre de mundo en torno al cual se ha creado un grupo de interés formado por Augusto Pescador, Francisco Vidal Marín, Juan Bellod, Tomás López Galindo y el propio Sijé. Además de farmacéutico y hombre de gran cultura, ejerce desde hace un tiempo de profesor en la Academia Morante de Madrid y es durante las vacaciones de ese año cuando Miguel entra en su círculo de amistad.
Pero fue a mediados de septiembre cuando se produjo uno de los contactos más positivos para el poeta. Ambos jóvenes visitan al abogado José Martínez Arenas, exalcalde de Orihuela y diputado a Cortes, para ponerle al corriente de sus actividades y, aprovechando la influyente capacidad del letrado, participarle la idea de un curioso proyecto tras el que se esconde cierta voluntad de transgredir y sorprender en los círculos provincianos. Aquel encuentro en el despacho del futuro decano honorario del Colegio de Abogados de Orihuela, situado en el número 12 de la calle San Pascual, ha sido reseñado por distintos biógrafos, pero merece la pena detenerse en ciertos detalles. Sorprende, por ejemplo, que Martínez Arenas conociera, tal y como confesó entonces, al padre de Miguel, popular entre los ganaderos de la comarca y asiduo concurrente al café de Levante, pero que no tuviera noticia del poeta-cabrero: «¡La verdad es que durante esos años él nunca me habló de su hijo!» De quien sí estaba perfectamente al corriente era de José Marín, de sus éxitos académicos en Santo Domingo, de su intensa vida espiritual y su extraordinaria inteligencia. Fue aquella tarde, por tanto, cuando el abogado conoció a Hernández: «Ramón Sijé, que era hijo de uno de mis mejores amigos, lo acompañó a mi casa para hablarme de un proyecto que los dos adolescentes deseaban concretar. Se trataba de organizar en el Casino, con el presidente del cual yo estaba en excelentes relaciones, una presentación del joven poeta.»[45] En efecto, de aquella reunión salieron los dos jóvenes con una tarjeta de recomendación que les abría las puertas del Casino orcelitano, centro de reunión de lo más selecto de la localidad, y que les permitía organizar el acto que, un mes más tarde, daría definitivamente a conocer al poeta entre sus paisanos. Aquella noche de mediados de octubre Miguel, arropado por su amigo, «leyó y explicó –continúa el relato de Martínez Arenas– ante una pizarra, en el salón de fiestas de dicha sociedad, su poema “Elegía-media del toro”, ante una selecta concurrencia que escuchaba asombrada las extravagancias de aquel muchacho duro y desenvuelto, de popular pergeño, que con la tiza en la mano tiraba líneas y señalaba movimientos, tratando de explicar el gongorino y abstruso poema».[46] Las dotes histriónicas de Hernández quedaron demostradas una vez más ante la lectura y la representación de un poema complejo para aquel auditorio al que, previamente, le fue repartida una copia del texto manuscrita en papel biblia. Pero no es éste el dato que más interesa. Lo que resulta revelador es la factura del poema en sí, las imágenes que contiene y los rasgos que hacen de él un texto gongorino y abstruso. Ello nos lleva a pensar que durante ese año de 1931 Miguel ha madurado poéticamente mucho. Ha leído a Garcilaso y a Góngora, pero, sobre todo, ha podido aproximarse a sus contemporáneos. Conoce los versos de Alberti, de Guillén, de Lorca, de Gerardo Diego. Gómez de la Serna le ha deslumbrado también con sus poderosos juegos metafóricos. Consciente él mismo de ese cambio sustancial que ha puesto de manifiesto no sólo en su «Elegía-media del toro», sino también en «Elegía-al guardameta» o «Elegía al niño ahogado», ha querido comprobar ante un público culto y receptivo el impacto de esa poesía que considera diferente a la anterior, aunque para tal fin, sabedor de la complejidad que el poema entraña, haya tenido que recurrir al aparato escénico y a sus cualidades de actor aficionado. Hablamos, pues, de un juego del que ha sido cómplice y acaso instigador el propio Sijé, y en el que se ha contado con la valiosa ayuda de Martínez Arenas y de su buen crédito para lograr el espacio y la repercusión que el texto merecía.
Resulta también curioso comprobar que, cuando esto ocurre, Miguel ha dado por concluidas sus colaboraciones en la prensa local o provinciana –esas que tanto complacen a Almarcha y a Sansano–, ya que el último poema de clara concesión popular, «Al acabar la tarde», aparece en el diario El Día el 8 de septiembre de 1931, lo que hace suponer que el texto, como «La palmera levantina» o «Luz en la noche», ya estaba en la redacción del periódico antes de que Hernández experimentara ese importante cambio. Su conciencia, asimismo, de que está inaugurando una etapa nueva en su producción le conduce a cambiar su propia firma. Hasta aquel momento rubricaba sus textos como Miguel Hernández Giner, empleando el segundo apellido de la madre por razones no determinadas todavía, pero que hacen pensar en un deseo de tergiversar su identidad o en un propósito de no prestarse a confusiones con su primo Antonio Gilabert, que también ejercía de poeta. Sin embargo, a partir de esas fechas empleará con absoluta prioridad sus verdaderos apellidos o prescindirá, sencillamente, del segundo.[47]
Lo cierto es que, en el otoño de ese año, la producción poética de Miguel ofrece señales suficientes como para pensar en el gran giro que estaba a punto de dar a su poesía. Los quince tercetos de su «Elegía-media del toro», dedicados a «Pepico, un torerillo con pies de ángel para vadear aguas y desembocar en los furgones de cola, en busca de campos de cuernos», se alejan, pues, de esos poemas iniciales que, no obstante, conserva aún en su cuaderno y piensa llevar con él en cuanto le sea posible salir de Orihuela.
Todo va llegando. Ese mes de octubre, Miguel espera ansioso cumplir los veintiún años y ser sorteado para incorporarse al servicio militar. Quiere aprovechar la ocasión de conocer nuevas tierras y abandonar su oficio de cabrero. Sin embargo, pronto recibe la noticia de que la movilización y el alistamiento no se van a producir porque, en el sorteo realizado en la Caja de Reclutamiento de Alicante, ha quedado exento del servicio por excedente de cupo. La posibilidad de ausentarse de Orihuela volvía a esfumarse, pero, no conforme con ello, insistió e hizo las gestiones que le fueron posibles, por amor propio y a cualquier precio, para lograr el ingreso o una rectificación en su libramiento de quintas. El contratiempo le sirvió para viajar a Alicante y personarse en el Gobierno Militar, coincidiendo en el vagón del tren que le trasladó a la capital con José Joaquín Hernández Quixano, un joven periodista que trabajaba de corresponsal para el periódico Ahora y la prestigiosa revista Estampa. De aquel encuentro resulta entrañable reproducir el testimonio del propio Quixano, quien señala que «fue en aquel viaje cuando Miguel vio por primera vez el mar. Estando sólo a treinta kilómetros, no lo había visto todavía. Le produjo una gran impresión. Se levantó y, asomado a la ventanilla, decía repetidas veces con insistencia: “¡Qué inmenso y grandioso es el mar, cómo se junta con el cielo!”».[48]
Lo que está claro es que las desesperadas gestiones de Hernández no prosperan, y en la Caja de Reclutas 22 de Alicante recoge simbólicamente su correspondiente cartilla militar con número 2.268.121 y regresa a Orihuela. Como consuelo, lleva en un bolsillo una tarjeta de recomendación que Hernández Quixano le ha proporcionado para que, en un futuro y en caso de necesitarlo, la haga llegar al Sr. Montiel, director del diario Ahora.
Noviembre está al llegar y, pese a las enormes trabas que encuentra para librarse de su pueblo y de su entorno, no ceja en su propósito y decide actuar con rapidez y contundencia. La idea de viajar a Madrid se convierte entonces en objetivo prioritario. Es una decisión arriesgada, pero confía en él, en su poesía, en su capacidad para salir adelante. Y las razones que le empujan hacia tal decisión son muchas: necesita conocer los ambientes literarios y probar suerte, hallar incluso una colocación que le agrade y que se aproxime a lo que le gusta y sabe hacer: escribir versos. Se le ve, sin duda, inquieto por ese futuro que busca lejos de su oficio de pastor de cabras. La situación le obliga a hacer balance de esos últimos meses y le afianza saber lo que ha conquistado en tan poco tiempo: sus múltiples colaboraciones en la prensa de Orihuela y Alicante, los elogios de Ballesteros, Sansano y Abelardo Teruel, los aplausos recogidos en el Círculo Católico y el Casino orcelitano, el premio que le han concedido en Elche, el apoyo de los amigos… Comprende que ha llegado el momento de abandonar ese ambiente caduco y cerrado que le conduce hacia ningún lugar y que amenaza con estancarle en una mediocridad pueblerina.
Sin tiempo que perder, a comienzos de noviembre inicia los preparativos. Habla con los amigos y encuentra, para su sorpresa, consejos contradictorios. La mayoría no comparte su optimismo. Son muchos los que piensan que a Miguel le ciega el idealismo y que Madrid, sin obra publicada y sin maestros que le abran camino, es una aventura imposible. Sijé militaba en el grupo de los más escépticos. Sin embargo, después de asimilar los propósitos de Hernández, debió de llegar a la conclusión de que su amigo podría ser, en cierto modo, su embajador en aquellos horizontes. De todos ellos –Fenoll, Poveda, el mismo José Marín–, Miguel era sin duda el que reunía mayores condiciones para dar el salto a la capital. Lo justo, entonces, sería ponerse decididamente de su parte, apoyar al amigo hasta las últimas consecuencias. De otro modo cuesta entender la actitud final de Ramón Sijé. Él, tan delicado de salud, tan cerrado en su mundo, tan atenazado siempre por sus angustias interiores, se veía incapaz de emprender una huida semejante y, en brillante lógica, advierte que tras los pasos del poeta pueden ir también los suyos, un trozo de sí mismo que ya forma parte de Miguel. En contra de la opinión de algunos biógrafos, Sijé no se podía contentar con ser un simple artista local ni un escritor fiel a su Orihuela del alma. Ambicionaba lo mismo que su amigo, pero sus limitaciones físicas, sus fobias y su miedo al desamparo le obligan a conformarse con hacer de Miguel una criatura a su imagen y semejanza a la que orienta y contagia de sus mismos ideales, disciplinando de paso su vocación y ayudándole a tomar conciencia de sus grandes facultades poéticas.
El otro escollo difícil era, sin duda, don Miguel. El padre del poeta no sabe, hasta última hora, lo que su hijo está urdiendo y el enfado se promete mayúsculo. Concheta, la madre, y su hermana Elvira se han ido poniendo de su parte y hasta han juntado sus ahorros para que el muchacho no se vaya de vacío. El enfrentamiento tenía que llegar y el carácter del patriarca asoma agrio cuando se entera de la huida que Miguel está organizando a sus espaldas. Su hijo, además de soñador e iluso, le ha salido insensato hasta extremos imposibles. ¿Qué va a hacer en Madrid? Pasar hambre y nada más. Ponerlo en evidencia ante sus amigos. «Era un hombre muy duro –nos recuerda Vicente Hernández, hermano del poeta–, autoritario, hasta violento si alguien se oponía a su voluntad.»[49] Pero también la voluntad del muchacho era grande para entonces y saca el genio necesario para firmar su primera rebeldía contra el cabeza de familia. Al parecer, hubo de recurrir al escaso dinero que pudieron prestarle los amigos, la madre y la hermana. Si el padre hizo algo por aliviar su situación debió de ser mínimo, lo suficiente como para acallar su propia conciencia. Lo doloroso del asunto, lejos de suposiciones, se agranda al comprobar que don Miguel Hernández Sánchez, de aparente condición modesta, humilde según las condiciones en que vivía su familia, su mujer y sus cuatro hijos, no sólo tenía dinero sobrado para sus recreos personales[50], sino que contaba entre sus mejores amigos con los principales banqueros de la ciudad: don Antonio Martínez Pina, sin ir más lejos, de la Banca Balaguer, y don Francisco Martínez Cremades, primer director del Banco Español de Crédito en Orihuela.[51] En consecuencia, don Miguel gozaba de un patrimonio económico nada desdeñable que no supo administrar ni compartir con su familia; al menos, sus cuentas corrientes no correspondían a las de un sencillo pastor o tratante de ganado, profesión escasamente reconocida que ocupaba un lugar entre los oficios más bajos, y ello explica que se codeara con importantes gestores de la economía comarcal. En este sentido, no nos resulta difícil admitir, con Eutimio Martín, que el padre del poeta fuera, posiblemente, «el cabrero más importante de la Vega Baja, el de mayor entidad económica. Además de una ganado fijo en los establos de casa (en torno a un centenar de cabras), se cuidaba en fincas de arriendo del engorde de otras 400 o 500 con destino a la venta en Barcelona. Llegado el día de la expedición, se juntaban cuatro o cinco cabreros y fletaban un tren o un barco en Alicante (…). Al servicio de don Miguel trabajaban entre cuatro y seis personas…»[52] Para el profesor Martín, no cabe duda de que don Miguel Hernández Sánchez era un hombre muy respetado en la Huerta, hasta el punto de que, dada su holgada posición, se permitía «prestar dinero, sin interés, a sus amigos agricultores. Su buena posición y esta ayuda le granjeaban obviamente el aprecio general, y gozaba de una consideración que los caciques de Orihuela, en particular los monárquicos, aprovechaban para que les drenara votos. De este modo se convirtió él mismo en cacique».[53]
Pese a todo, con medios o sin ellos, Miguel había decidido huir de Orihuela, del ganado y de su padre, y para ello cuenta con buenos consejeros que le harán algo más fácil la aventura. Sijé, dispuesto a despejar dificultades, se convertirá esos días en un pedigüeño para las necesidades del amigo. Visitan de nuevo a don José Martínez Arenas, que tenía buenos y prometedores contactos en la capital. Según cuenta el propio abogado, la postura de Hernández era lógica: «le entró la comezón de la fama; su empeño por lograrla le incitaba a ir a Madrid, en donde creía poder lograr un medio de vivir que le permitiera cultivar su espíritu y satisfacer sus justas ambiciones. Tenía una sólida confianza en su esfuerzo y una fe inquebrantable en su triunfo […]. Advertí a Miguel de los peligros del fracaso, y previniéndolo, le garanticé que cuando se encontrara en algún trance difícil, acudiendo a mí, en última instancia, siempre encontraría mi ayuda desinteresada».[54] En efecto, de aquella visita salió Hernández con una carta de recomendación para Concha de Albornoz, hija del ministro de Gracia y Justicia don Álvaro de Albornoz y Limiñana. La relación de Martínez Arenas con el político republicano venía de lejos, ya que una tía de éste, Dolores Limiñana, era vecina de Orihuela, dejando al morir una considerable fortuna que el joven letrado tuvo que gestionar y formular en el cuaderno de particiones. De las frecuentes visitas del futuro ministro a la capital del Segura surgió la amistad entre ambos.
Miguel contaba ya con un importante aval para no presentarse a ciegas en Madrid. La otra recomendación se la proporcionaría el mismo Ramón Sijé e iba dirigida a Ernesto Giménez Caballero, fundador en 1927 de La Gaceta Literaria y destacado artífice del vanguardismo español. José Marín conocía al escritor desde los primeros meses de carrera. El autor de Hércules jugando a los dados, tras iniciar su etapa de intensa actividad política, se había matriculado como alumno libre en la Universidad de Murcia para estudiar Derecho. Sijé era quien le facilitaba los apuntes y quien le ponía al corriente de las convocatorias de exámenes. De esta particular amistad entre el oriolano y el madrileño (les separaban quince años de edad) se desprenden también intercambios e implicaciones ideológicas de claro signo fascista que están perfectamente detalladas en la correspondencia enviada por Giménez Caballero al joven Marín entre 1932 y 1935.[55]
Pero Miguel no contaba entonces con más ideología que sus versos y, poco a poco, lo que parecía un gesto de arrebato, un acto impensado de rebeldía, tomaba cuerpo y le aproximaba cada vez más al anhelado viaje. En Madrid podía contar también con la ayuda de don Alfredo Serna, profesor en la Academia Morante, además de otros jóvenes oriolanos que, por aquellas fechas, vivían en la capital: Juan Bellod, por ejemplo, quien, acabados sus estudios en la Facultad de Derecho, pasaba largas temporadas en la corte para realizar su tesis doctoral y preparar oposiciones; o Augusto Pescador Sarget, que estaba cumpliendo el servicio militar como soldado de cuota. Pero quizá la prueba de que su ánimo se había disparado del todo y de que era capaz de vencer la timidez que le asistía y le atenazaba sea la carta que el 15 de noviembre escribe a Juan Ramón Jiménez, el poeta absoluto, el patriarca de la poesía, con el fin, preparando ya el terreno, de ganarse su benevolencia y conseguir –¡oh, gran milagro!– una cita con él cuando llegara a Madrid. Resulta curioso comprobar que el amplio corpus epistolar de Hernández (cerca de quinientas cartas recogidas en la obra completa) se inicia precisamente con esta misiva a Juan Ramón:
Venerado poeta:
Sólo conozco a usted por su Segunda Antología [sic] que –créalo– ya he leído cincuenta veces aprendiéndome algunas de sus composiciones. ¿Sabe usted dónde he leído tantas veces su libro? Donde son mejores: en la soledad, a plena naturaleza, y en la silenciosa, misteriosa, llorosa hora del crepúsculo, yendo por antiguos senderos empolvados y desiertos entre sollozos de esquilas.
No le extrañe lo que le digo, admirado maestro; es que soy pastor. No mucho poético, como lo que usted canta, pero sí un poquito poeta. Soy pastor de cabras desde mi niñez. Y estoy contento con serlo, porque habiendo nacido en casa pobre, pudo mi padre darme un oficio y me dio este que fue de dioses paganos y héroes bíblicos.
Como le he dicho, creo ser un poco poeta. En los prados por que yerro con el cabrío ostenta natura su mayor grado de belleza y pompa; muchas flores, muchos ruiseñores y verdores, mucho cielo y muy azul, algunas majestuosas montañas y unas colinas y lomas tras las cuales rueda la gran era del Mediterráneo.
[…] Por fuerza he tenido que cantar. Inculto, tosco, sé que escribiendo poesía profano el divino arte […]. No tengo culpa de llevar en mi alma una chispa de la hoguera que arde en la suya…
Usted, tan refinado, tan exquisito, cuando lea esto, ¿qué pensará? Mire: odio la pobreza en que he nacido, yo no sé… por muchas cosas… Particularmente por ser causa del estado inculto en que me hallo, que no me deja expresarme bien ni claro, ni decir las muchas cosas que pienso. Si son molestas mis confesiones, perdóneme, y… ya no sé cómo empezar de nuevo. Le decía antes que escribo poesías […]. Tengo un millar de versos compuestos, sin publicar. Algunos diarios de la provincia comenzaron a sacar en sus páginas mis primeros poemas, con elogios […]. Dejé de publicar en ellos. En provincia leen pocos los versos y los que los leen no los entienden. Y heme aquí con un millar de versos que no sé qué hacer con ellos. A veces me he dicho que quemarlos tal vez fuera lo mejor.
Soñador, como tantos, quiero ir a Madrid. Abandonaré las cabras –¡oh, esa esquila en la tarde!– y con el escaso cobre que puedan darme tomaré el tren de aquí a una quincena de días para la corte.
¿Podría usted, dulcísimo Juan Ramón, recibirme en su casa y leer lo que le lleve? ¿Podría enviarme unas letras diciéndome lo que crea mejor?
Hágalo por este pastor un poquito poeta, que se lo agradeceré eternamente.
La carta de Miguel no sirvió de mucho. Pese a todo el derroche de sagacidad que vertió en ella al explotar su condición humilde, su falsa modestia poética, no logró ganarse el corazón de Juan Ramón. De hecho no recibió contestación del maestro y tuvo que esperar para conocerlo en persona a enero de 1936, tal y como nos aclara en unas palabras que remite por esas fechas a Juan Guerrero Ruiz: «He visto por primera vez a Juan Ramón y me ha parecido una persona magnífica, cosa que me ha alegrado mucho.»
En efecto, quince días después de la epístola al purísimo poeta, Miguel tiene cerrado su equipaje. Ha ordenado ese millar de versos y los ha pasado a limpio, en cuartillas mecanografiadas con pulcritud que guarda celosamente en una carpeta. En la maleta coloca lo necesario: las mudas, las camisas, un par de zapatos nuevos, su primera corbata… El abrigo que nunca ha estrenado lo deja fuera, para llevarlo en el brazo o sobre los hombros, ya que, según le han dicho, el invierno en Madrid es crudo y nada tiene que ver con el que sopla por la Vega. Comprueba las cartas que ha de emplear como punta de lanza para darse a conocer: la de Martínez Arenas a Concha de Albornoz, los saludos de Sijé a Giménez Caballero y la tarjeta de José Joaquín Hernández Quixano para el señor Montiel, director del diario Ahora. También ha tenido tiempo de despedirse de Carmen La Calabacica, a la que le ha recordado la frase que le susurró unos meses atrás para ganarse su afecto: «Algún día seré un gran poeta.» Pero ella le ha pagado de nuevo con su incredulidad y ese punto de desdén que tanto duele al muchacho.
La tarde del 30 de noviembre de 1931, acompañado de sus mejores amigos, Carlos Fenoll, Poveda, Ramón Sijé, va a la estación de Orihuela. Allí, en los andenes, a punto ya de caer la noche, le despiden en la misma escalerilla del tren. Hay en los ojos del poeta un brillo de vacilación, de melancolía, porque la aventura que le espera es muy grande y él no ha salido nunca de aquellas tierras, de ese mundo suyo tan ingenuo y pedestre. Marcha solo hasta Alicante y, desde allí, ya entrado el nuevo día y el nuevo mes, toma el tren de tercera que, en largo y agónico viaje, le conduce por fin hasta la corte.
Días después, el 9 de diciembre, en el periódico alicantino El Día, José Marín descargaba la emoción de aquella despedida en un artículo que dedica al amigo. El fragmento final del texto de Sijé es especialmente significativo, ya que se atreve a trazar una radioscopia del Miguel Hernández de ese momento, apreciándose en esa aritmética valoración lo lejos que, a juicio del joven y sabio amigo, estaba ya el poeta del localismo insano:
Ahora venimos de darle un abrazo de despedida, de la estación triste, solitaria. Un acto histórico, éste, en la vida de ese poeta, que lloraba, en las noches de luna, en el dolor de una vieja calle de su barrio. Recordaréis, vosotros, al monovero Azorín ofreciendo gracias a las primicias barojianas. Un acto así –la despedida–, intenso de vida nueva y compañerismo y tristeza también. Hay silencio. Unas lámparas de fluido pobre, alumbran el andén muerto, miedoso de mudez.
Repitiendo lo que Giménez Caballero hizo con alguien, hagamos –y que nos perdonen por los errores, porque aquí son frecuentes–, la radioscopia de la poesía de Miguel Hernández:
| Personalidad | 250 |
| Gabriel Miró | 100 |
| Poetas españoles (Jiménez, Guillén) | 60 |
| Franceses (parnasianos y simbolistas) | 35 |
| Rubén Darío | 40 |
| Sentimientoclásico | 10 |
| Regionalismo o localismo | 1 |