A la antigua Grecia le cabe el inmenso honor de haber alumbrado el auténtico pensamiento racional. Fue en el mundo griego, en efecto, donde la capacidad humana de pensamiento simbólico se mostró por primera vez con toda su potencia. Una creación helena particularmente importante fue el de la filosofía, etimológicamente el «amor a la sabiduría» o, según lo definía el primer diccionario de la Real Academia Española, el denominado Diccionario de Autoridades (siglo XVIII), «Ciencia que trata de la esencia, propiedades, causas y efectos de las cosas naturales». La filosofía era un «arte» en el que destacaba la «especulación», la capacidad de elaborar sistemas racionales para explicar observaciones.
Debemos a los griegos tesoros inmensos, como son la historia, la literatura, obras de arte (esculturas, edificios) maravillosas, la lógica y la ciencia. Es cierto que textos como la Física de Aristóteles hace mucho que se han superado y que, salvo los historiadores, se consideran como manifestaciones de los errores del pasado; y no es menos verdadero que ya sabemos perfectamente que ideas —que defendieron con energía no sólo Aristóteles sino también el extraordinario y convincente Platón— como la «teoría de los cuatro elementos» (fuego aire, agua y tierra), con la que la doctrina china del yang y el ying comparte algunas ideas, o la cosmología geocéntrica son radicalmente erróneas, pero todas contribuyeron a la configuración y desarrollo de la ciencia. Por otra parte, la matemática contenida en la obra Elementos de Euclides (c. 325-265 a.C.) sigue siendo tan válida como lo era hace alrededor de dos mil quinientos años.
Asclepios
A la vista de lo anterior, habría sido sorprendente que los griegos no dejasen también su marca en la medicina. Y la dejaron, aunque podamos encontrar numerosas pruebas de creencia en que la ayuda de los dioses era necesaria para sanar a los enfermos, una idea, por cierto, que, como es bien sabido, aún no ha desaparecido completamente de nuestro mundo. En la Grecia arcaica del siglo VIII a.C., por ejemplo, se imploraba a Apolo, Artemisa o Atenea, dioses a los que se adjudicaba la capacidad de sanar. Y el más sabio de los centauros, el inmortal Quirón, enseñaba medicina y cirugía en el monte Pelión de Tesalia. A Asclepios (Esculapio para los romanos), una deidad menor, se le atribuían curaciones milagrosas (aparece incluso en la Ilíada, en los libros III y IV, en éste en boca del rey Agamenón). Era hijo de Apolo y de la mortal Corónide, que murió asaetada por su muy celoso marido, quien extrajo el feto antes de incinerarla, entregándoselo a Quirón para que lo criara y lo educara en el arte de sanar mediante las palabras, las plantas y el escalpelo.
Pero dejemos a los dioses, que poco legado verdadero nos dejaron, salvo recuerdos que se plasmaron en patronazgos o festejos, y pasemos a otros apartados.
Si, como he señalado, los griegos se adentraron, creándolo, en los mundos del pensamiento especulativo, habría sido extraño que no aplicasen tal método a la medicina, a la curación de enfermedades y el tratamiento de heridas o traumas. El primer texto médico griego del que se tiene noticia en el que aflora un cierto sistema especulativo-organizativo es Sobre la naturaleza, cuyo autor fue Alcmeón de Crotona (c. 500 a.C.), localidad situada en el sur de la actual Italia. De él sólo se han identificado algunos fragmentos. «Lo que conserva la salud —se lee en aquella obra— es el equilibrio de las potencias: de lo húmedo y lo seco, de lo frío y lo caliente, de lo amargo y lo dulce, etcétera, pero el predominio de una entre ellas es causa de enfermedad; pues el predominio de cada opuesto provoca la corrupción.» Considerado el primer anatomista, es posible que la experiencia de Alcmeón se limitase a la extracción del globo del ojo de un animal y a la observación de los vasos (del nervio óptico) que apuntan hacia el cerebro.
Sistemas especulativos médicos más desarrollados (lo que no quiere decir, necesariamente, más precisos) fueron producidos por los filósofos. Que se ocupasen también ellos de la medicina es algo que podemos entender teniendo en cuenta la incapacidad de encontrar respuestas satisfactorias a las cuestiones que surgían en el contexto médico. Entre los ejemplos más notorios de los filósofos cuyas doctrinas influyeron en la medicina, destacan tres: Empédocles de Agrigento (c. 495-435 a.C.), Platón (c. 427-347 a.C.) y Aristóteles (384-322 a.C.). Sanador al mismo tiempo que filósofo, Empédocles formuló la doctrina según la cual todos los seres naturales están compuestos por una mezcla en proporciones variables de cuatro elementos de cualidades opuestas (agua, aire, tierra y fuego), una doctrina que mantuvo su influencia durante prácticamente dos milenios tanto en la medicina como en la química. Por su parte, Platón defendió la idea de la existencia de tres sistemas corporales —corazón, hígado y cerebro— conectados también a los estados mentales, pero sus aportaciones en el campo de la especulación médica no se pueden comparar a las de Aristóteles, su discípulo. Uno de los grandes intereses de Aristóteles fue la observación de los seres vivos, pero el filósofo-científico que había en él no podía contentarse con enumerar y describir. La abundancia de datos anatómico-biológicos que aparecen en los textos aristotélicos no debe llevarnos a pensar que éstos eran su objetivo principal. En este sentido, es ilustrativo lo que escribió en la primera parte de una de sus obras, Investigación sobre los animales: «Las indicaciones que preceden [referentes a cuestiones como diferentes clases de animales, modos de alimentación y reproducción] no son más que un simple bosquejo, en cierta manera una degustación anticipada de las materias que vamos a considerar y de sus propiedades. Luego hablaremos de ello con más detalle a fin de abarcar en primer lugar los caracteres distintivos y los atributos comunes. Después será preciso intentar descubrir las causas. Tal es, en efecto, el método natural de la investigación, una vez se ha adquirido el conocimiento de cada punto concreto». Hay que tener en cuenta, eso sí, que para Aristóteles el concepto de «causa» era diferente al nuestro: incluía, por ejemplo, no sólo a la «causa eficiente» sino también a la «causa final», de ahí que caractericemos al sistema que pretendía descubrir en el mundo natural como «teleológico» (condicionado por la «meta final»). Eso sí, negaba que la naturaleza actuase con algún propósito consciente o, si se prefiere decir así, que existiese una inteligencia divina que controlase «desde fuera» los cambios de la naturaleza. Si existe una finalidad en los procesos naturales (biológicos o no), sostenía, ésta es inmanente a los objetos mismos, a los animales y plantas que viven y crecen: la semilla de una planta crece hasta convertirse de forma natural en el ejemplar maduro y el niño hace lo mismo hasta llegar a ser un adulto.
Para Aristóteles, los órganos principales se encontraban en las cavidades corporales: cefálica (cerebro), torácica (corazón) y abdominal (hígado). Con respecto a cuál de ellos era el principal, un criterio para decidir su importancia era el número de conexiones que controlaban. Consideraba que el corazón era el principal (hizo de él el centro del organismo: el origen de los nervios, la fuente de todos los movimientos y el centro del pensamiento, en tanto creía que la función del cerebro era enfriar la sangre: «Y, por supuesto —escribió—, el cerebro no es responsable de ninguna de las sensaciones. El asiento y fuente de las sensaciones es la región del corazón»), pero más tarde Galeno —con el que nos encontraremos en el siguiente capítulo— se inclinó por el cerebro (la cuestión se planteó con mayor rigor cuando hubo que decidir el momento de la muerte, que dejó de ser el fin de la respiración, para ser la falta de pulso; ahora es la muerte cerebral, manifiesta en el encefalograma plano).
Además de por sus reflexiones filosófico-teóricas en el campo médico, Aristóteles debe ser recordado por sus aportaciones observacionales al estudio de la vida. Dentro del Corpus aristotelicum se encuentran una serie de tratados de zoología y biología que tomados en su conjunto no fueron igualados ni superados hasta más de un milenio después, con la obra de naturalistas como Linneo o Darwin. Construidos a partir de la observación y en bastantes casos de la disección, lo que le permitió describir las cuatro cámaras del estómago de los rumiantes y la anatomía de los peces, en esos tratados Aristóteles describió quinientas cuarenta especies animales, en su mayoría peces, de las que había disecado más de cincuenta. La identificación de las especies lo llevó a distinguir entre animales con y sin sangre, una división que correspondía a lo que hoy se hace entre vertebrados e invertebrados. Distinguió entre los primeros a los vivíparos (mamíferos) y a los ovíparos (pájaros y peces). La presencia de los mismos órganos en distintas especies fue la primera clasificación de los animales y se basaba en la función de las distintas partes del cuerpo. La reproducción le mereció una especial atención, observó la evolución del huevo mediante la disección en distintos momentos de su desarrollo: descubrió que los órganos se formaban sucesivamente, en contra de la tesis de la preformarción de todos. La idea de una organización progresiva de los seres vivos lo llevó a concebir la idea de una escalera de la vida, con once niveles. Las plantas ocupaban los niveles inferiores, los animales procedentes de un huevo ocupaban una posición intermedia y en la superior se situaban a los producían crías vivas.
Su obra biológica constituyó un cambio cualitativo en el campo de la morfología, en tanto que sus aportaciones anatómicas condujeron al establecimiento de la anatomía estructural, la embriología y la morfología comparada. Todo ello se encuentra en sus libros: Investigación sobre los animales, el más extenso y seguramente el más antiguo de sus escritos en este dominio que nos han llegado, Sobre las partes de los animales o Sobre la generación de los animales.
La fuente más extensa de saberes médicos que nos ha llegado del mundo griego es el denominado Corpus hippocraticum («Colección hipocrática»), un conjunto de 53 tratados atribuidos a Hipócrates de Cos (c. 460-370 a.C.). Poco se sabe de la vida de este médico legendario. Aparte de que enseñó en Cos, y de que probablemente su padre también fue médico, sabemos que viajó extensamente por Grecia y gozó de una fama excepcional durante su vida, como muestran las referencias que se hacen a él en escritos de hombres como Platón o Aristóteles. Parece que contribuyó de manera significativa al conocimiento médico, aunque es difícil determinar cuáles de los tratados (ninguno de anatomía) que se incluyen en el Corpus hippocraticum fueron realmente obra suya (se cree que sólo cinco son suyos). De hecho, es seguro que en este corpus coexisten obras procedentes de escuelas y épocas diferentes, en su mayoría probablemente de Cnido y Cos, dos localidades cercanas de la costa sudoeste de la actual Turquía.
Hipócrates
A Hipócrates y a su yerno, Polibio, se les adjudica una doctrina que fue muy influyente: la doctrina de los cuatro humores. Tal y como aparece en uno de los tratados hipocráticos (Sobre la naturaleza del hombre), esta teoría se basaba en caracterizar a los individuos sobre la base de la existencia de cuatro flujos orgánicos (humores): sangre, flema, bilis negra (melancolía) y bilis amarilla (cole). La idea era que la influencia dominante de uno de esos humores era responsable del tipo de personas: sanguíneas, flemáticas, melancólicas y coléricas. El desequilibrio de los humores (discrasia) era la causa de la enfermedades y la curación se conseguía tanto mediante la reducción del principio dominante mediante sangrías y purgas, cuyos efectos negativos y a veces mortales sufrieron los pacientes durante dos milenios, como por el refuerzo del principio contrario: contra la fiebre debida a la bilis amarilla, cálida y seca, se prescribían baños de mar que aumentaban la flema, húmeda y fría; en el caso de un exceso de flema, el tratamiento consistía en permanecer en la cama y beber vino. Para las sangrías, una práctica que sobrevivió hasta el siglo XIX, se utilizaban principalmente dos procedimientos: flebotomías, extracciones de sangre desde venas periféricas, y sanguijuelas, un tipo de pequeño invertebrado (estrictamente su nombre es hirudinea) que chupa sangre.
En 1818, un profesor del Real Colegio de Medicina de Madrid, Manuel Casal y Aguado, publicó un libro titulado Aforismos de Hipócrates, traducidos, ilustrados y puestos en verso castellano. Entre las numerosas composiciones versificadas de esta obra, encontramos algunas que se refieren a los beneficios que según Hipócrates —o al menos así argumentaba Casal— se obtenían de purgas y sangrías. Aquí van dos ejemplos (números 51 y 36):
Purgar, llenar, calentar
o refrescar de repente
el cuerpo en grado excesivo,
es de peligro evidente,
pues de la naturaleza
es contrario cuanto excede;
pero no lo será aquello
que con método prudente
se ejecuta poco a poco,
pues así es seguro siempre.
Y más si por graduación
se evacua lo que conviene,
se llena lo que conduce,
se calienta lo que debe
y se enfría lo que pide
que se calme y atempere.
Así pues, de esta doctrina
sacamos que si conviene
sangrar, abrir un absceso,
usar la paracentesis
u otra operación,
no se saquen de repente
la sangre, el agua o el pus
sino en repetidas veces,
para que varias se gane
lo que en una ve z se pierde,
que son las fuerzas vitales
tan precisas al paciente.
* * *
La estrangurria y la disuria
[retención de orina y emisión dolorosa e incompleta de
la misma, respectivamente]
corregirá la sangría.
Abrid las venas internas
si la sangre en demasía
pecase o manifestase
flogosis [inflamación] en la vejiga,
o inflamación en las partes
inmediatas y vecinas,
se funda en el texto. Que se abran
como el aforismo explica
las venas internas o
externas es bobería.
Lo importante es el saber,
que si la indicación insta
para sangrar, la primera
deba ser de la basílica [vena superficial del brazo],
y la otra de la safena [vena larga de las extremidades inferiores],
si es forzoso repetirla.
Una de las características que aparecen en los tratados hipocráticos es la preocupación por estudiar las enfermedades en relación con el ambiente. En uno de esos textos se indica lo siguiente:
Todo el que quiera aprender bien el ejercicio de la medicina debe hacer lo que sigue: primeramente, considerar las estaciones del año y lo que puede dar de sí cada una, pues no se parecen en nada ni tampoco se parecen sus mudanzas; después, considerar los vientos, cuáles son los calientes y cuáles los fríos; primero los que son comunes a todos los países y luego los que son propios de cada región. Debe considerar también las virtudes de las aguas, porque así como difieren éstas en el sabor y en el peso, así también difiere mucho la virtud de cada una. De modo que cuando un médico llega a una ciudad de la cual no tiene experiencia, debe considerar su situación y en qué disposición está respecto de los vientos y del oriente del sol.
La idea que subyacía en este enfoque era el de la fuerza curativa de la naturaleza, que el médico favorecía mediante medicamentos (la «dieta» entendida en un sentido amplio, como régimen de vida) y, si era necesario, cirugía.
Importante, asimismo, es señalar que Hipócrates (o los autores cuyas obras le adjudicamos a él) hizo hincapié en rechazar la intervención divina en la aparición y curación de los enfermos. En aquella época pocos sanadores no aceptaban la idea de la intervención de algún dios, ya que la mayoría creían en un mundo organizado según «reglas» establecidas por alguna divinidad. Al igual que en épocas posteriores, semejante creencia se veía estimulada por los fracasos de los remedios utilizados. Así, la misteriosa epidemia que afectó a Atenas y otras zonas de Grecia entre los años 430 y 427 a.C. ayudó a extender el culto a Asclepios, que terminó superando a Apolo como el dios griego más importante para la curación.
En lo que se refiere a la anatomía, al tratar de las fracturas Hipócrates mostraba un buen conocimiento de la inserción de los huesos. De las partes blandas tenía ideas confusas cuando no equivocadas: no distinguía las venas de las arterias, creó la voz nervio para referirse al tendón. Concebía el cerebro como una glándula que producía un fluido viscoso. Uno de los autores del Corpus hipocrático descubrió las válvulas del corazón, pero no pudo explicar su función.
Juro por Apolo médico, por Asclepios, Higia y Panacea, así como por todos los dioses y diosas, poniéndolos por testigos, dar cumplimiento en la medida de mis fuerzas y de acuerdo con mi criterio a este juramento y compromiso:
Tener al que me enseñó este arte en igual estima que a mis progenitores, compartir con él mi hacienda y tomar a mi cargo sus necesidades si le hiciere falta; considerar a sus hijos como hermanos míos y enseñarles este arte, si es que tuvieran necesidad de aprenderlo, de forma gratuita y sin contrato; hacerme cargo de la preceptiva, la instrucción oral y todas las demás enseñanzas de mis hijos, de los de mi maestro y de los discípulos que hayan suscrito el compromiso y estén sometidos por juramento a la ley médica, pero a nadie más.
Haré uso del régimen dietético para ayuda del enfermo, según mi capacidad y recto entender: del daño y la injusticia le preservaré.
No daré a nadie, aunque me lo pida, ningún fármaco letal, ni haré semejante sugerencia. Igualmente tampoco proporcionaré a mujer alguna un pesario abortivo.
En pureza y santidad mantendré mi vida y mi arte.
No haré uso del bisturí ni aun con los que sufren del mal de piedra: dejaré esa práctica a los que la realizan.
A cualquier casa que entrare acudiré para asistencia del enfermo, fuera de todo agravio intencionado o corrupción, en especial de prácticas sexuales con las personas, ya sean hombres o mujeres, esclavos o libres.
Lo que en el tratamiento, o incluso fuera de él, viere u oyere en relación con la vida de los hombres, aquello que jamás deba trascender, lo callaré teniéndolo por secreto.
En consecuencia séame dado, si a este juramento fuere fiel y no lo quebrantare, el gozar de mi vida y de mi arte, siempre celebrado entre todos los hombres. Mas si lo trasgredo y cometo perjurio, sea de esto lo contrario.
Otro de los rasgos que sobresalen en la medicina hipocrática —uno que procede sobre todo de la escuela de Cos— es la atención a la historia clínica, la descripción minuciosa y detallada de lo que acontece al enfermo, un elemento que desde entonces configura universalmente la práctica médica.
Destacar mucho a un personaje, Hipócrates en este caso, tiene ventajas pero también inconvenientes: el de animar a pensar que poco hubo o se hizo fuera de él. Y no fue así en la antigua Grecia. Para comprobarlo, basta con referirse a dos médicos que trabajaron en Alejandría. Al primero, Herófilo (335-280 a.C.), se le adjudica la descripción de varias zonas del cerebro, el tubo intestinal, los linfáticos, el hígado, los órganos genitales, el ojo y el sistema vascular; interpretó, asimismo, las pulsaciones de las arterias como consecuencia de los latidos del corazón y sostuvo que las arterias eran seis veces más delgadas que las venas y que tenían una estructura diferente. El segundo fue Erasístrato (304-250 a.C.), quien distinguió los nervios sensitivos de los motores y realizó descripciones muy precisas de la estructura del cerebro, la tráquea, el corazón y el sistema vascular, además de otros logros, como el de relacionar la ascitis (presencia de líquido en el abdomen) con el endurecimiento hepático (probable cirrosis). Volveré a hablar de ello en el capítulo 5.
Una de las razones por las que médicos como éstos han pasado prácticamente desapercibidos es porque sus escritos —si los hubo— se han perdido y lo que sabemos acerca de ellos es por las referencias que aparecen en obras posteriores, como las de Galeno. Este tipo de circunstancia no es, por otra parte, exclusiva de la medicina griega, pues afecta a muchas otras disciplinas, especialmente a la matemática.