CAPÍTULO 1

EL NACIMIENTO DE LA MEDICINA

Aunque el subtítulo de este libro es «De Hipócrates al ADN», es preciso decir algo acerca del origen de esa actividad, la medicina, a la que el gran Hipócrates dedicó sus desvelos. A tal propósito está dedicado el presente capítulo.

Las primeras ciencias

La ciencia y la tecnología son, no cabe duda alguna, los mejores instrumentos que los seres humanos hemos inventado para conocer la naturaleza, incluyendo esa parte de ésta que somos nosotros, organismos vivos. Y una pregunta que podemos hacernos es la de cuáles fueron las primeras ciencias que surgieron. La respuesta no es difícil: las matemáticas, la astronomía y la medicina.

Contar es una necesidad para prevenir, para estar en mejores condiciones ante el futuro. Es conveniente, por ejemplo, conocer el consumo para guardar lo necesario y disponer del resto. No es, por consiguiente, sorprendente que contar fuese la primera gran invención de la humanidad; al menos y aunque no se fuese consciente de ello, la primera gran invención de carácter científico, porque al contar estamos estableciendo sistemas de numeración y eso ya es matemática. Las muescas que se encuentran en piezas óseas de gran antigüedad (por ejemplo, las 29 muescas que aparecen en un hueso de una pata de babuino de unos treinta y siete mil años de antigüedad que se encontró en las montañas de Lebombo, en la frontera entre Swazilandia y Sudáfrica) no tendrían sentido sin que el humano que las hizo no albergase la idea mental de una serie numérica. En formas más complejas, es muy probable que existiera una matemática en el Neolítico, esto es, entre, aproximadamente, los años 3000 y 2500 a.C., que se extendió desde Europa Central hasta las islas Británicas, Oriente Próximo, la India y China.

En cuanto a la astronomía, sabemos muy bien que el cielo, el que se ve durante el día al igual que el nocturno, atrae irresistiblemente la atención de los seres humanos. Durante el día, la presencia del Sol no sólo se manifiesta imperiosamente sino que influye en nuestras vidas de manera determinante: sin él, fuente de calor y de energía, simplemente no podría existir la vida. La noche la domina la Luna, a pesar de que se esconde periódicamente, y esas pequeñas «luces» que finalmente recibieron de los griegos el nombre de «estrellas». Todos estos cuerpos se observan directamente, sin necesidad de disponer de ningún recurso (instrumento) suplementario. Su existencia constituyó, por consiguiente, una experiencia común a los primeros Homo sapiens. Y al observar esos cuerpos, que se movían, existentes más allá de la superficie terrestre, terminaron descubriéndose regularidades en sus movimientos. Han sobrevivido numerosas pruebas que delatan el interés que nuestros antepasados antiguos mostraron por lo que sucede en los cielos: restos arqueológicos orientados de manera que señalan hacia los lugares en los que el Sol se levanta y se pone a mediados del verano y del invierno, tumbas construidas hacia el año 4.500 a.C., cuya forma alargada se alinea con los lugares donde se levantan y ponen estrellas brillantes, como Stonehenge, cuya estructura se adecuaba a posiciones de cuerpos celestes. En el Megalítico, individuos a los que con justicia podemos llamar astrónomos primitivos, grabaron en piedra las figuras de algunas constelaciones fáciles de identificar: la Osa Mayor, la Osa Menor y las Pléyades.

Finalmente, está la medicina. ¿Cómo no iban a interesarse nuestros antepasados más antiguos en cómo remediar los males que inevitablemente padecerían en algún momento de sus vidas o verían que otros padecían? Entre esos «males» estarían heridas de todo tipo (con la consiguiente pérdida de ese líquido al que se terminaría denominando «sangre»), fracturas de huesos, caries dentales y enfermedades.

La medicina: entre los mitos, la ciencia y la técnica

Que nuestros antepasados lejanos se interesasen por los males que tenían lugar en sus cuerpos es una cosa, que supieran explicar tales «desarreglos» es otra muy diferente. A la vista de lo difícil que es determinar las causas de la mayoría de los problemas «no mecánicos» (esto es, diferentes a roturas de hueso, heridas o similares) que afectan a los seres vivos —aún hoy distamos de haber resuelto esta cuestión por completo—, no nos debe extrañar que las medicinas antiguas, también denominadas a veces «paleomedicinas», estuvieran basadas en mezclas de creencias mágicas y religiosas con prácticas empíricas (como, por ejemplo, la utilización de plantas), carentes de base sistemática, científica. Una creencia frecuente era la de considerar a los enfermos como víctimas de un enemigo que lo había hecho objeto de un maleficio mágico o de un demonio o dios al que el enfermo había irritado. De ahí que entre los primeros «médicos» se encuentren hechiceros y una variante de éstos, los chamanes.

En cuanto al recurso a creencias religiosas, todavía hoy se dan a veces tales prácticas. Se puede comprobar esto en, por ejemplo, la religión cristiana, sin más que leer las Sagradas Escrituras. En los evangelios de Mateo, Marcos, Juan y Lucas (que era médico), se citan numerosos ejemplos de la actuación de Cristo como sanador.

La «medicina científica» tardaría mucho tiempo en llegar (hablaremos de ella más adelante como un producto del siglo XIX).

Ahora bien, la medicina es una ciencia pero también una técnica y, en este apartado, el técnico, se introdujeron instrumentos o prácticas útiles mucho antes de que se dispusiese de explicaciones científicas. Prácticas que requerían de instrumentación adecuada, aunque fuese primitiva, como la trepanación craneal: se han encontrado miles de cráneos trepanados tanto en el Paleolítico japonés como en el Neolítico europeo y, a partir del segundo milenio antes de nuestra era, son particularmente abundantes en Perú.

Origen de las enfermedades

Es interesante detenerse en las enfermedades de las que, naturalmente, volveré a ocuparme en este libro. Durante aproximadamente cinco o seis millones de años, los homínidos anteriores a la aparición de los Homo sapiens, vivieron, como cazadores y recolectores en pequeños grupos de probablemente entre cincuenta y cien individuos, un tipo de asociación que los Homo sapiens mantuvieron hasta que se transformaron en agricultores-ganaderos. Una densidad tan baja de individuos como la que existía entonces, junto con el que fuesen nómadas que cambiaban con cierta rapidez de lugar de residencia, significó que se vieron menos afectados por infecciones bacterianas que dependen del contacto directo entre individuos de la misma especie. Estos patógenos necesitan de poblaciones grandes y densas para sobrevivir transmitiéndose, lo que significa que no debieron de existir muchas de las enfermedades que más adelante afectarían gravemente a los humanos, como el sarampión, la viruela, la tos ferina o la poliomielitis. Sin embargo, sí se pudieron dar enfermedades víricas que se caracterizan por mantenerse en estado latente y manifestarse de manera recurrente, como el herpes simple o el virus de la varicela. Por otra parte, el no estar atados los homínidos o humanos primitivos a un entorno geográfico estable durante mucho tiempo evitaba, por ejemplo, tanto que las aguas se contaminaran como que el almacenamiento de abundantes desechos se convirtiera en foco de atracción y de diseminación de insectos transmisores de enfermedades infecciosas.

Las fuentes principales de enfermedades para aquellas colectividades primitivas debieron de proceder de la ingestión de carne de animales con microorganismos que éstos soportaban, pero no los homínidos-humanos. Variedades de este tipo de enfermedades son, por ejemplo, la triquinosis, el tétano o la esquistosomiasis, una enfermedad debilitante producida por un parásito llamado trematodo. Y también es posible que se diesen formas de tifus, malaria e incluso fiebre amarilla, aunque encuentros con estas infecciones debieron de ser en general fortuitos e individuales. Estos casos son manifestaciones de una de las formas típicas en las que se contraen enfermedades: por contacto entre individuos de especies diferentes, lo que se denomina zoonosis. Y el desarrollo de la ganadería abrió la puerta de par en par a este tipo de fuente de enfermedades entre los humanos.

Pruebas tempranas de prácticas médicas

Existen pruebas del origen temprano de las prácticas que finalmente configurarían lo que denominamos «medicina». En excavaciones arqueológicas han aparecido restos humanos de hace miles de años que muestran que se habían reparado roturas de huesos y curado heridas. Se han encontrado —ya he aludido a ello— restos de cráneos que muestran que la trepanación (agujeros en el cráneo) se practicaba hacia el año 5000 a.C. En algunas tumbas u otros lugares correspondientes al Imperio Antiguo egipcio (siglos XXXI-XXXIII a.C.), han aparecido inscripciones en las que se especifican los nombres de «jefes de médicos», «oculistas», «médicos del vientre», «guardianes del ano» o «dentistas», «intérpretes de los líquidos escondidos en el interior»: se trata, como vemos, de pruebas de especialidades médicas. En tablillas cuneiformes de los alrededores del año 3400 a.C. aparecen noticias anatómicas. En un papiro conocido como Edwin Smith, que data del siglo XVII a.C. aunque es copia de uno anterior, se encuentran «Instrucciones relativas a una herida abierta en la cabeza, que penetra en el hueso, fractura el cráneo y deja el cerebro al descubierto» e «Instrucciones relativas a una rotura en la cámara de la nariz». Y, en otro, también copia de uno anterior (se supone que de los alrededores del año 3000 a.C.), el conocido como papiro Ebers, descubierto por un árabe, parece que en Tebas, en 1862 (es un rollo de 20,23 metros y 108 columnas), se describe el corazón como el punto en que convergen todos los vasos por los que circulan los fluidos: sangre, lágrimas, orina y esperma, y se recogen prescripciones para el tratamiento de una serie de enfermedades: del aparato digestivo, como la disentería, del urinario (la hematuria), de los ojos (tracoma ocular) o de la piel. La farmacología egipcia estaba también muy desarrollada y se servía de productos vegetales, minerales o animales: bebedizos, pomadas y cataplasmas eran sus remedios habituales. Y el uso de purgantes era muy frecuente.

También se han encontrado en los restos arqueológicos mesopotámicos pruebas de la presencia de prácticas médicas. En una tablilla babilónica de los alrededores del año 650 a.C. se describe un comportamiento que debía ser consecuencia de la epilepsia.

Cuando se leen textos como los que acabo de citar, se comprueba lo primitivo de aquellos conocimientos y remedios médicos. Sin embargo, esto no significa que no se estableciese una profesión médica sometida a una serie de regulaciones. Un ejemplo en este sentido es el Código de Hammurabi (que reinó entre 1793 y 1750/1743 a.C.), en el que uno de sus apartados, sobre la «Reglamentación legal de la práctica de los sanadores de rango inferior», incluía las siguientes especificaciones:

Si un cirujano practica una operación importante a un ciudadano libre con una lanceta de bronce y lo salva o si le abre la órbita superocular y salva su ojo, recibirá diez siclos de plata.

Si el intervenido es hijo de un sirviente, el cirujano recibirá cinco siclos de plata.

Si se trata del esclavo, su dueño deberá pagar al cirujano dos siclos de plata.

Si un cirujano realiza una operación delicada en un señor libre con una lanceta de bronce y causa la muerte de dicho señor o abre la órbita de un señor libre y le destruye el ojo, se condenará al cirujano a cortarle la mano.

Si un cirujano somete a una operación importante al esclavo de un sirviente con una lanceta de bronce causándole la muerte, restituirá a dicho señor un esclavo igual al fallecido.

Si le abre la orbita superocular con una lanceta de bronce y destruye su ojo, estará obligado a pagar la mitad del precio del esclavo.

Si un cirujano ha unido y consolidado un hueso roto a un señor libre o le ha curado la distensión de un tendón, el paciente dará al cirujano cinco siclos de plata.

Como queda claro, la profesión de cirujano tenía bastantes riesgos en el mundo antiguo, en el que, como vemos, las diferencias entre señores y esclavos estaba bien marcada.

Acceder al interior del cuerpo humano

Un problema para que la medicina avanzase fue el de acceder al interior del cuerpo humano. Las partes exteriores —cabeza, tronco y extremidades— proporcionaban un conocimiento superficial del cuerpo. Y acceder al interior del cuerpo humano producía graves daños al sujeto, incluso la muerte, circunstancia que explica las dificultades que había que vencer para profundizar en el conocimiento de la estructura interna del cuerpo. Algo se pudo avanzar debido a los traumatismos producidos por acciones exteriores violentas, como fractura de los huesos, heridas producidas en el combate, tanto de los soldados como de los gladiadores, amputaciones accidentales de parte o de la totalidad de alguna extremidad… Junto a lo que tales traumatismos permitían observar directamente, estaban los conocimientos que se derivaban de las acciones destinadas a intentar restaurar los cuerpos a sus estados originales; la reducción de las fracturas, en especial, ayudó al conocimiento del esqueleto y de los tendones, mucho más que intervenciones delicadas y, por tanto, menos frecuentes, como la trepanación o la extirpación de las cataratas. Asimismo, el embalsamiento de los faraones contribuyó al conocimiento de la anatomía y a la práctica de la cirugía (sabemos que para esas prácticas en el tercer milenio a.C. se utilizaron cuchillos de obsidiana en Egipto y América, y de cobre en Sumeria). Gracias a la cirugía, se obtuvo una primera versión, parcial, de la composición de los seres humanos. Por otra parte, la extracción de las vísceras proporcionó un conocimiento de las cavidades del organismo.

La disección de seres humanos, un método que podía ayudar a conocer el interior del cuerpo se topó a menudo con dificultades y así terminó constituyendo un arte poco practicado y, en algunas culturas, incluso prohibido, como en China, donde el cuerpo se consideraba sagrado: Confucio había dicho: «Nuestro cuerpo con la piel y el pelo procede de nuestros padres. No podemos mutilarlos», por eso la disección no se practicó, salvo casos extraordinarios, como cuando en el siglo XII se diseccionó los cuerpos de 56 bandidos que habían sido ejecutados.

Medicinas no occidentales

Como vemos, por constituir una actividad tan necesaria, la medicina se estableció por todo el mundo: encontramos médicos e ideas sobre las materias médicas en todas las civilizaciones. He mencionado ejemplos relativos a Mesopotamia y Egipto, pero también los hay, y abundantes (aunque en Occidente sepamos menos de ellos), en civilizaciones como la china y la india. Los textos más antiguos de la medicina india son las colecciones atribuidas a Sushruta y Charaka, escritas al parecer en el siglo I a.C., que fueron desarrolladas durante las siguientes ocho centurias. En la última se lee:

Hay tantas clases de vasos en el cuerpo como sustancias diferentes existen en él. Las sustancias o los procesos no llegan a existir ni desaparecer sin sus vasos propios … Son extraordinariamente numerosos, por lo que algunos maestros dicen que son incontables, aunque hay otros que afirman que pueden contarse. Los vasos llevan la fuerza del aliento vital que está ínsito en el cuerpo, llevan agua y alimento, quilo y sangre y las transformaciones de esta última, que son la grasa, el hueso, la médula y el semen. Llevan también orina, excrementos y sudor.

Y a continuación se enumeraban las «raíces» de las que procedían algunos vasos; por ejemplo, la raíz que llevaba el «aliento vital» era el corazón; la de los que llevaban el agua, el paladar, y las que transportaban los alimentos, el estómago y el costado izquierdo. «La falta de apetito, las náuseas, la indigestión y los vómitos —se añadía— son síntomas de que estos vasos están alterados.»

Está claro que los textos Charaka combinaban anatomía con sintomatología y recetas. La preocupación por la observación, por no construir edificios conceptuales, teorías médicas, alejadas de la realidad, aparece con gran claridad y modernidad, podríamos decir también, en algunos textos de la colección Sushruta. Veamos lo que se decía en uno dedicado a la «Indagación anatómica con cadáveres humanos»:

La indagación anatómica rigurosa de las partes del cuerpo que se extienden más allá de la piel no se encuentra en otra parte del saber médico más que en la doctrina quirúrgica. El cirujano que desee tener un conocimiento completamente seguro debe preparar con esmero un cadáver y observar cuidadosamente sus partes, porque mejorará su formación, asociando lo que ve con sus propios ojos y lo que ha aprendido de la tradición válida a través de los libros.

Con este fin debe escogerse un cadáver completo en todas sus partes. Tiene que ser el cuerpo de alguien que no sea demasiado viejo ni haya muerto envenenado ni a causa de una enfermedad deformante. Tras quitar de entrañas toda la materia excrementicia, el cadáver debe ser envuelto con juncos, esparto, hierbas o cáñamo y colocado en una jaula de caña o mimbre. Sujetando fuertemente esta última en un paraje oculto de un río con fuerte

Al mismo tiempo, hay que observar ocularmente cada parte del cuerpo, grande o pequeña, externa o interna, empezando por la piel, una tras otra, a medida que aparecen.

Eran buenos consejos, aunque a nosotros, entre mil quinientos y dos mil años después, nos parezcan zafios y primitivos. No se trataba, además, únicamente de instrucciones de este tipo. La medicina, no lo olvidemos, pretende, por encima de cualquier otra consideración, resolver problemas que afectan a los individuos. Quiere comprender, sí, pero para cumplir ese fin. Un ejemplo de esa dimensión intrínseca de la medicina aparece también en esta colección, Sushruta, india. Citaré lo que se dice sobre un apartado de la cirugía reconstructiva, la rinoplastia:

Para fijar una nariz artificial, en primer lugar debe buscarse una hoja de enredadera suficientemente larga y ancha para cubrir por completo la parte cercenada. Hay que cortar después de abajo arriba un trozo de carne viva de la región de la mejilla del mismo tamaño de dicha hoja y, una vez escarificado con el bisturí, adherirlo rápidamente a la nariz cercenada. Entonces, el impasible médico ha de sujetarlo firmemente con un vendaje de apariencia decorosa y perfectamente apropiado para el fin que se emplea. El médico debe asegurarse de que se haya efectuado una completa adherencia de las partes seccionadas, así como colocar a continuación dos pequeños tubos en los orificios nasales, para facilitar la respiración e impedir que la carne adherida descienda. Después hay que aplicar a esta última una mezcla de polvos de patanka, yashtimadhukam y rasangadi y envolver la nariz con algodón de karpasa y rociarla varias veces con aceite refinado de sésamo puro. El enfermo deberá beber manteca desleída y será untado con aceite y tratado con purgantes después de que haya digerido totalmente los alimentos que tome, tal y como indican los libros de medicina.

Se estimará que la adherencia ha sido completa cuando la úlcera producida por la incisión esté perfectamente cicatrizada; en caso de adherencia parcial, se tiene que repetir la escarificación y el vendaje.

Evidentemente, semejantes indicaciones revelan una larga experiencia de, podríamos decir, «prueba y error», de prácticas empíricas, un procedimiento frecuente en la medicina hasta que su base científica se asentó con cierta firmeza. Notemos la mención de «polvos de patanka, yashtimadhukam y rasangadi»: estos términos sánscritos designan, respectivamente, las especies vegetales Caesalpina sapipan L., cuya madera es rica en tanino, Glycyrrhiza glabra L. o regaliz, y Balsamodendron myrrha T. Nees, del que se obtiene mirra, mientras que el algodón de karpasa se refiere al género botánico Gossypium, concretamente a la especie euroasiática G. herbaceum, de la que se obtiene algodón. Esto nos lleva a otro apartado de la medicina, al que también aludí: el uso de plantas. El ya citado papiro Ebers contiene muchas indicaciones de este tipo, descripciones de fármacos procedentes de plantas con indicaciones terapéuticas, hasta el punto de ser considerado la primera farmacopea. Se identifican en él unos ciento sesenta medicamentos de origen vegetal, entre ellos el ricino, del que se dice:

Ricinua communis L. Lista de las propiedades del ricino: si su corteza es triturada en el agua y aplicada a una cabeza que sufre, la curará inmediatamente como si nunca hubiera padecido. Si unas pocas de sus semillas son masticadas con cerveza por alguien que padezca estreñimiento, evacuará sus heces. El cabello de una mujer puede hacerse crecer con sus semillas. Triturarlas y amasarlas con grasa y que la mujer se unte con esta pasta la cabeza. Su aceite se obtiene de las semillas. Sirve para untar úlceras malolientes, que quedarán como si nada hubiera ocurrido. Desaparecerán untándolas con este aceite durante diez días, aplicándolo muy temprano, por la mañana. Es un verdadero remedio comprobado innumerables veces.

Recordemos que el ricino es un arbusto.

Con respecto a la medicina china, me limitaré a mencionar un método particularmente conocido en Occidente: la acupuntura, la introducción de agujas muy finas en puntos específicos del cuerpo. Este tipo de tratamiento se debe situar en el contexto de una vieja idea china que entiende la salud y la enfermedad como producto de la relación entre dos principios opuestos, el yang (positivo, cálido, seco) y el ying (negativo, frío, húmedo). La acupuntura era una forma de restablecer el equilibrio correcto entre estos dos principios. Veamos lo que se decía al respecto en un tratado médico chino de entre los siglos II a.C. y VII d.C., el Nei Jing Su Wen («Canon de medicina interna»):

La acupuntura se utiliza para suplir lo que falta y para evacuar una plenitud excesiva … Hay que examinar las tres secciones del cuerpo y las nueves subdivisiones, para ver si existen alteraciones repentinas e interrupciones iniciales de su curso. La aguja debe insertarse en el momento de la inspiración y no debe permitirse que el aliento entre en conflicto con ella. Cuando se pone la aguja debe estar quieta un momento y el enfermo tiene que respirar lentamente. No hay que permitir que entren en el cuerpo influencias perniciosas. Mientras el enfermo esté todavía inspirando, debe girarse un poco la aguja. Hay que empezar a extraerla en el momento de la expiración, pero sin brusquedad; debe estar fuera cuando el aliento se haya expirado por completo. Este procedimiento se llama «drenaje» (de una plétora de yang).