Para un historiador de la cultura o, simplemente, de las estructuras sociales, el término Edad Media —que, por comodidad, seguimos empleando— resulta de tal modo ambiguo que reclama una definición, a fin de no errar en el camino. Fue puesto en circulación por los humanistas de la segunda generación que pretendían transmitirnos la siguiente imagen: entre dos épocas luminosas, la helénica y la suya, sólo podía admitirse la existencia de un período intermedio, un tránsito que —añadían— había discurrido en la oscuridad. No comprendían que se estaban refiriendo a un largo proceso constructivo al que todo se lo debían. La cristiandad, operando como un crisol de gran magnitud, había podido fundir las contribuciones grecorromanas, germánicas y bizantinas, recibiendo aportaciones judías muy decisivas e influencias orientales que le llegaban a través de los árabes. No debe extrañarnos que, al menos desde Ranke, los historiadores europeos vengan reclamando una revisión del concepto. Tiempos medios significan, cuando menos, de edificación para esas cinco naciones que, al término de los mismos, iban a reconocerse como Europa.
Hemos de admitir la existencia de tres períodos sucesivos perfectamente delimitados. Primero aquel que I. H. Marrou aconsejó llamar «antigüedad tardía», durante el cual, superándose el mito, se pasó de un pensamiento inmanentista al de la Trascendencia, acorde con la fe cristiana. Luego viene, entre los siglos IX y XIII el tiempo que Christopher Dawson califica de «orígenes de Europa», aunque probablemente conviene recordar que se trata ya de una primera maduración. Durante él, la sociedad fue educada en las verdades de la fe y en los principios morales. El tercero, que es ya de tránsito hacia la Modernidad —algunos autores prefieren llamarlo «alta Edad Moderna»— se refiere a dos fechas precisas, 1328 y 1648. Mientras se asimilaba un humanismo recobrado estallaba el enfrentamiento radical entre la racionalidad y el voluntarismo nominalista, llevando a Europa a una división que no se remediaría hasta, al menos, 1947.
Ningún historiador está dispuesto hoy a admitir que esos siglos del origen de Europa deban ser calificados de «edad oscura». Tampoco puede describirse como un mar tranquilo. Desde muy pronto —hay que remontarse a Casiodoro y a San Isidoro— se hicieron esfuerzos para salvar y condensar el saber antiguo. Este proceso culmina en el siglo XII, al que podemos considerar como primera maduración de la europeidad, muchos de cuyos fundamentos estaban llamados a perdurar. Nos encontramos en un tiempo de absoluto predominio de la conciencia religiosa, que no afecta únicamente al espacio cristiano, pues es también la época de Maimónides y de Averroes. Podemos referirnos a ella como la del cierre de una época mítica para entrar en la plenitud del racionalismo: como un fenómeno general europeo puede señalarse también el tránsito desde las Canciones de Gesta a la Historia.
Hasta el siglo XVIII no encontraremos en Europa corrientes que apunten a una secularización de la existencia y del pensamiento. Tampoco era posible un retorno a las etapas primitivas. Los tiempos que precedieron al cristianismo se habían caracterizado por el fenómeno de la numinosidad, consistente en atribuir las fuerzas misteriosas de lo divino a la propia Naturaleza, incluyendo al hombre y a los distintos factores de la sociedad. Pero todo, dioses, hombres y mundo, se hallaba sometido a las rigurosas leyes del destino. Los autores cristianos de la primera etapa, al adueñarse del patrimonio cultural del helenismo, y especialmente de Platón, establecieron una diferencia radical: frente al Mito se alzaba ahora el Logos. Un concepto que ya los griegos y Filón habían empleado pero que ahora el cristianismo hace suyo, insertándolo en las primeras frases del Evangelio según San Juan. «En el principio estaba el Logos.» Los maestros griegos a los que se ofrecía admiración habían tenido que detenerse en un punto que ahora la revelación cristiana permitía desbordar. Dios no es simplemente la primera Causa, sino el Creador. Y Jesús, debido a su doble naturaleza, venía a revelar cómo trascendencia e inmanencia se comunicaban. Tampoco había sido posible a la inteligencia humana alcanzar el conocimiento de que Dios es uno y trino, en su misma esencia, y el Creador al mismo tiempo que la Razón misma del Universo. Él, que es amor y lo manifiesta a los hombres, reclama de éstos justa correspondencia.
Entre los conceptos ontológicos aportados por el cristianismo, destacan esencialmente dos: el que reconoce en el ser humano la calidad de persona que puede dar razón de sí misma, y la noción del libre albedrío que, en definitiva, la hace responsable de las acciones que deliberadamente escoge y ejecuta. En el mundo helénico la libertad era definida como una dimensión cuantitativa que se adhiere al individuo, de modo que unos podían tener mucha, otros poca o, acaso, ninguna. La esclavitud era considerada como esencial e inseparable de los esquemas económicos. Ahora el cristianismo venía a decir que la libertad era cualidad inherente a todos los seres humanos. El pensamiento mítico nunca llegaría a desaparecer por completo; permanece como una especie de caudal subterráneo que aflora siempre que se prescinde de Dios. Tampoco el dualismo gnóstico, que otorga esencialidad al mal; le veremos reaparecer en ciertas sectas herederas del maniqueísmo, pero también en algunas corrientes doctrinales modernas que afirman la radical sustancialidad e independencia de la Naturaleza autocreadora.
Con la victoria intelectual que consiguen los Padres de la Iglesia, cuya acción hemos de prolongar hasta san Isidoro, se consiguió esa especie de síntesis entre helenismo y judaísmo —filosofías de la inmanencia y de la trascendencia, respectivamente— con la que Filón había soñado. A la epistemología de los grandes autores griegos, que todo lo apoyaban en el raciocinio, se incorporó la noción de «sabiduría» tal y como se expresa en la Biblia, la cual hace coincidir el descubrimiento de la verdad con la rectitud en la acción, que es «justicia». La Verdad no está constituida por lo que a nosotros parece, sino por lo que se acomoda rectamente al proyecto de Dios, Creador. La razón puede y debe ayudar a descubrirla y, sobre todo, a comprenderla, pero no agota en sí misma todas las posibilidades. Primera constancia: la razón puede y debe ayudar a comprender esa Verdad que ha sido revelada. Segunda, que viene de las palabras del propio Jesús cuando dijo: «La Verdad os hará libres». De modo que la epistemología cristiana, que llegará a definirse a sí misma como Teología, ciencia de Dios, iba a consistir durante la Edad Media en el desarrollo y explicación racional de las verdades contenidas en la Revelación, las cuales permitirían progresar, muy lentamente, en la libertad del hombre.
Durante esos siglos que nos conducen al XII de la Era cristiana, ningún autor revistió la importancia que hemos de reconocer en San Agustín. Nunca sostuvo que las verdades de fe sean producto de una demostración racional ni, tampoco, que pueda la razón humana sustituir a la Revelación a la hora de establecer los principios sobre los que la existencia humana viene a apoyarse. En su teoría del conocimiento —no olvidemos que se trata del término de llegada tras un largo recorrido por el helenismo— la fe que proporciona verdad absoluta es indispensable punto de partida; la razón sirve para extraer de esa verdad, que nos llega por medio de la Revelación, un máximo entendimiento revelador. Credo ut intelligam, esa era la fórmula a que recurría. Un sabio creyente contempla iluminadas zonas que para el no creyente permanecen en la oscuridad. Esto es lo que niega, de manera radical, el amplio y variado agnosticismo de nuestros días.
Fiel al método neoplatónico en que fue educado, y en el que se mantendrán los maestros cristianos hasta el siglo XII, Agustín se formulaba una pregunta clave: ¿cómo puede el entendimiento humano, contingente, mudable, finito, conocer verdades que son necesarias, inmutables y pertenecen al Ser infinito creador? Los hombres son capaces de emitir correctamente juicios de carácter absoluto —esto es blanco, esto es útil o esto es conveniente— pero siempre sobre realidades parciales y muy concretas. Pero ¿de dónde procede la Verdad universal, esto es blancura, conveniencia, utilidad, que es precisamente la que nos permite formularlos en casos concretos? San Agustín, a este respecto no dudaba; empleando el que ya fuera argumento de Platón, afirmó que esas nociones fundamentales se encuentran insertas por Dios en el espíritu humano de modo que son descubiertas y no creadas por el hombre mismo; forman parte de la Naturaleza creada y la explican. Esto no se debe, como algunos imaginan, a que el hombre haya tenido una existencia anterior, sino a que es portador de la «imagen y semejanza» del propio Dios. Hombre y mujer, entiéndase bien; se trata de una de las aportaciones esenciales del cristianismo, que necesitará siglos antes de alcanzar los debidos efectos.
Las ideas de que habló Platón como arquetipos de las cosas son criaturas divinas. Por eso el saber busca un «reconocimiento» que afecta también al orden moral. Hasta muy avanzado el siglo XII todo el pensamiento y la enseñanza cristianas van a edificarse sobre este axioma: las ideas son la verdadera realidad; cuando surjan las primeras alternativas a este respecto se las identificará con el «realismo» filosófico. El acto de conocer es esencialmente especulativo ya que consiste en pasar, mediante observación y raciocinio, desde esas nociones insertas en el alma a los individuales concretos. La realidad consiste en el concepto «rosa»; él es el que nos permite identificar esa flor con su forma y color. Según San Agustín, a quien todos tomaban por maestro, la consciencia humana se desenvuelve en tres niveles distintos que el agustinismo define como memoria Dei, memoria veritatis y memoria sui. En otras palabras, que el espíritu humano tiene capacidad para reconocer que existe Dios, que existe la verdad y, en definitiva, que existe él mismo.
No se puede amar sino aquello que se conoce. Por eso el conocimiento de Dios resulta indispensable para cumplir esa misión, amarle, en que se centra la vida humana. Ahora bien, ese conocimiento de Dios es el que ilumina todas las cosas, como sucede con la luz del sol, permitiendo descubrirlas en su identidad. En cierto modo la memoria Dei y la memoria veritatis se confunden como los dos tramos de un mismo saber, puesto que la primera es la que permite formular un juicio correcto sobre lo verdadero y lo falso, lo justo y lo injusto.
La memoria sui, para San Agustín, es ante todo autoconciencia. El hombre, que con frecuencia se equivoca, puede llegar a dudar de todas las cosas que le rodean pero siempre le queda, al final, la certeza de que existe. Comparándola a la que servirá de base a Descartes, su expresión, si fallor sum, podría muy bien traducirse como «aunque dudo, existo», que es más correcta que la que emplearía el fundador de la duda metódica. Partiendo de esa certeza que es la propia existencia, el sabio puede empezar a buscar, en sí mismo, las dimensiones triples que pertenecen a la esencia de Dios, su creador. Pues la existencia no es sólo vida sino también conocimiento de que se vive. Dios se conoce a Sí mismo en el Hijo. En el hombre se dan asimismo por semejanza esos tres grados que son esse (ser), vivere (existir) e intelligere (conocer). Aunque todos los hombres tienen conocimiento intuitivo de sí mismos (nosse se) no todos son capaces de reflexionar sobre él (cogitare se). El alma humana es pensamiento que, al conocerse, se ama. He ahí otra de las semejanzas con la Trinidad: el Espíritu es la manifestación del amor entre el Padre y el Hijo.
De la convicción de que el hombre, poco inferior a los ángeles, es la criatura más noble por cuanto comparte la semejanza de Dios, los pensadores de la herencia agustiniana e isidoriana, entre los siglos VII y IX extrajeron una fuerte y clara noción política: es posible establecer en este mundo la Civitas christiana. Así, mientras Beda y algunos otros invocaban el nombre de Europa para designar la fusión entre germanos y latinos, otros preferían referirse a ella como a una Christianitas. Esta doctrina la encontramos como sustratum fundamental en los dos grandes proyectos que se formularon para restaurar el Imperio, el de Carlomagno y el de los otones. Ambos tuvieron que reconocer que no habían alcanzado su objetivo. Pero un razonamiento subsistiría, partiendo de una base estrictamente cristiana. El «alma» racional humana es absolutamente superior al cuerpo al que «anima» durante un cierto tiempo, aunque ella permanece inmortal y busca la felicidad. Esa felicidad, que sólo puede proporcionar la adquisición del bien, no se concibe fuera de Dios, el absoluto y eterno. Por lo tanto, la persecución de la felicidad, a la que tanto recurrirán los revolucionarios del siglo XVIII, no podía consistir, según el agustinismo político, más que en la salvación eterna. Los reyes, en consecuencia, tienen como primero y principal deber facilitar a los súbditos los medios que éstos necesitan para alcanzar esa felicidad.
Los oscuros nubarrones que envuelven la conducta humana en estos siglos no son óbice para que la doctrina fuese mantenida sin contradicciones, ya que era consecuencia de la fe: el hombre ha sido creado para llegar a la presencia de Dios, cosa que puede lograrse mediante el esfuerzo de su voluntad, moviéndose siempre dentro de las coordenadas del amor. Por eso el mismo Dios ha insertado en su naturaleza el libre albedrío, que le permite optar por el bien, incurriendo en responsabilidad cuando no lo hace. También las estructuras y resortes de la autoridad y del poder quedan sometidas a las obligaciones morales que afectan a todos los seres humanos. Ocurre, sin embargo, que como la criatura, a causa de ese daño causado por el pecado original, tiende a poner su amor en las cosas mudables y perecederas, yerra en el camino de la verdadera felicidad. Por su mala voluntad, inserta en una naturaleza caída (massa dampnata) —de aquí habría de partir Lutero— el hombre es incapaz de alcanzar el Bien; cuenta sin embargo con una poderosa ayuda que viene de Dios y que merece ser llamada gracia porque es gratuita. No podría alcanzarla por sus propios méritos pero la gracia a nadie falta, aunque es preciso el movimiento de la voluntad para responder a ella.
De esta doctrina se derivaban otras que contribuyeron poderosamente a la creación de la cultura europea: todo el pensamiento cristiano giraba en torno al reconocimiento de la libertad. En ella estaba la clave, incluso para la vida religiosa, pues de su ejercicio viene a depender la posibilidad de alcanzar la vida eterna. Si queremos entender la Historia de Europa es imprescindible no perder de vista este postulado: el hombre es la única criatura dotada de libertad. Ninguna aportación tan importante como ésta. Serán precisos siglos pero, al cabo, Europa enseñará a las otras culturas a erradicar la esclavitud. La nueva civitas christiana, al sustituir a la romana aportó otras dos ideas: la de que, ante Dios, todos los hombres son iguales y, en consecuencia, se encuentran igualmente sometidos a la ley moral. También los reyes y su poder, a quienes compete la búsqueda del bien y la lucha contra el pecado. El agustinismo político reclamaba, como se hace notar en los Estados modernos, la necesidad de colocar a la sociedad bajo esa custodia de principios que son en sí mismos inconmovibles, porque responden al orden mismo de la Naturaleza. La ley moral no obedece a un arbitrio cambiante ni a un pacto que los hombres pueden establecer entre sí, como reclamarían luego Rousseau y los revolucionarios franceses. El progreso coincidía no con el aumento de los bienes materiales, sino con el crecimiento de la persona humana.
Muchos de los aspectos que presentaba la civitas christiana, forma primera de manifestarse de la europeidad, son difíciles de comprender desde nuestros días, porque nos hallamos instalados en ese polo opuesto que significa la secularidad y todavía no ha sido posible alcanzar el reconocimiento de valores éticos objetivos a los que el poder debe hacer referencia. Tampoco fue fácil en aquellos primeros siglos sobre los que pesaba, abundantemente, la memoria de la polis griega y de la civitas romana. La nueva sociedad tendía a disminuir el papel de los linajes y también las diferencias jurídicas para insistir en un punto concreto: la comunidad política que tendía a llamarse reino estaba formada, desde la época de Teodosio, únicamente por bautizados. Un vínculo se suponía entre ellos superior, aunque más íntimo y difícil que los antiguos de la politeía o ciudadanía: la charitas, que obligaba a establecer un orden justo, es decir, acomodado a las leyes divinas. Los delitos contra la fe eran situados en el grado más alto, equivalentes a la lesa majestad. De ahí que se les asignasen los castigos más graves.
Había una fuerte contradicción entre esta doctrina, tan elevada, y el comportamiento común: aquel mundo que sobrevivía a la desintegración del Imperio romano estaba repleto de perversión. Por eso las almas escogidas o aquellas simplemente que temían apartarse de los deberes cristianos, creyeron que el mejor remedio era el apartamiento, anajoreusis, en griego, que implicaba en definitiva el desprecio del mundo (contemptus mundi). La explicación que los padres eclesiásticos daban a este fenómeno de profunda contradicción entre la doctrina y la conducta, recurría al pecado, ya que éste se encuentra inserto en la naturaleza humana que debe definirse como «caída». Una convivencia política en que la autoridad y la obediencia discurriesen dentro del orden moral y de los límites señalados por la caridad, alcanzaría sin duda el equilibrio perfecto para la sociedad, haciendo desaparecer violencia y opresión, que son la consecuencia de que el hombre haya olvidado que es imagen y semejanza de Dios, de quien depende toda autoridad y todo poder. Comenzaba en estos siglos a proponerse una definición de lo que son ambos conceptos: la autoridad señala lo que debe hacerse, y es un bien que guía a los hombres hacia su meta; la potestad es, en cambio, un mal menor necesario porque el hombre se aparta continuamente de la línea recta.
La diferencia entre orden y libertad, en sus recíprocas cuestiones, ocupa un lugar muy preferente en el pensamiento medieval: la noción de orden se relacionaba con el plan sobrenatural previsto por Dios y explicado por medio de la fe. De esa fe es la Iglesia custodia; ella enseña que se trata de una verdad absoluta de la que nadie puede dudar ni desviarse. Atención a este punto porque la diferencia con el pensamiento contemporáneo es radical. La fe no era presentada como creencia u opinión a la que pueden los hombres adherirse o rechazar; verdad absoluta: ningún error es comparable a su rechazo. Una epidemia, que afecta a los cuerpos, nunca tiene la misma gravedad que una herejía que afecta a las almas. Todo el poder político se concibe como un ministerium, es decir, un servicio que se presta a esa misma fe.
Un signo de contradicción: si la esclavitud es una consecuencia del pecado, ¿cómo fue posible que la Iglesia no la erradicara desde el comienzo? Ya hemos explicado cómo en su forma atenuada, la servidumbre, planteaba un problema muy difícil de resolver: el siervo estaba ligado a la tierra mediante una relación recíproca, pues al tiempo que la servía era servido por ella garantizándole la subsistencia. No era posible romper ese lazo, «oneroso» para decirlo en términos latinos, sin causar con ello perjuicio al campesino. Ahora la esclavitud, que se colocaba en zonas marginales, quedaba referida al servicio doméstico y a la organización de la casa. La doctrina cristiana, cuando hacía referencia a la salvación y al mensaje redentor, no admitía diferencias de etnia o de situación social: ¿cómo era posible saber si la condición inferior de esclavo no era, para quien la padecía, un vehículo para la salvación? Las riquezas, siendo buenas en sí mismas, conducen a mucha gente al pecado. Por eso, como en la carta de Pablo a Filemón, se prefería poner el acento en la responsabilidad de los amos. Es un punto, sin duda, difícil de entender: la situación social era considerada siempre como un valor secundario y una brusca alteración de la misma podía causar más perjuicios que beneficios. Era responsabilidad del amo crear las condiciones de libertad. Insistamos en este punto. Fue un camino muy largo, pero al final Europa se adelantó a las demás culturas consagrando el status de libertad.
Estamos en presencia de uno de los hilos conductores más significativos en la vida europea. La exigencia cristiana de reconocer en todos los hombres a virtualmente hijos de Dios y beneficiarios, en consecuencia, de la Redención, llevaba, ya en el siglo VI, por influencia del monacato, a esta primera conclusión: un hombre puede hallarse sujeto por vínculos económicos o jurídicos, pero nada de esto afecta a la libertad del alma. San Benito aconsejaba poner el acento en este punto. Sin darse cuenta acaso, ponía la primera piedra, aquella que un Concilio en Soissons redondearía al prohibir la exigencia de trabajos «serviles» en las festividades y en sus vísperas. Un día llegó, en ese reino frontera que era León en el siglo XI, en que se establecería el reconocimiento de los siervos para abandonar sus vínculos; es cierto que, para ello, era imprescindible que contara con medios de vida en otra parte, pues cambiar servidumbre por mendicidad era, abiertamente, un mal.
Poco a poco la esclavitud, minoritaria, se vinculaba cn la condición de un no cristiano; con el bautismo era sobreentendido que debía otorgársele la libertad. Comprar esclavos, como San Gregorio Magno hacía, para educarlos en el cristianismo, significaba tanto como conducirlos a la libertad. En el siglo XV el papa Eugenio IV convertiría en ley de la Iglesia aquella que disponía que quien liberase a un esclavo lucraba indulgencia plenaria aplicable en la hora de la muerte, la misma que ganaban los peregrinos con el largo y peligroso viaje a Jerusalén.
Dos frases evangélicas alcanzaron también grandes efectos: «Mi Reino no es de este mundo» (Is., 18, 36) y «Dad al César lo que es del César pero a Dios lo que es de Dios» (Mt., 22, 21). Apoyándose en ellas se estableció una separación entre las dos potestades, espiritual y temporal, que constituye una característica exclusiva de la europeidad; ni siquiera en la Iglesia griega se registra en los términos que conoce la latina. Siendo la vida un camino hacia ese Reino que la trasciende, la Iglesia, como custodia de la Revelación, posee la plena autoridad espiritual que guía a los hombres por ese trayecto. Al Imperio y a las Monarquías temporales corresponde ordenar la convivencia entre los hombres salvaguardando la paz y la justicia; esto es lo esencial. Por consiguiente, la legitimidad de los poderes temporales se encuentra vinculada a que favorezca y no estorbe el empeño de los súbditos en alcanzar el bien supremo. En consecuencia, el ejercicio de aquellas funciones que la sociedad contemporánea llama sencillamente públicas, se convertía en un servicio (ministerium) muy semejante al que, en los grandes dominios, realizaban los administradores en beneficio de su señor. Sólo que, en este caso, el Señor era Dios. Esa separación no ha sido alterada; los poderes absolutos o totalitarios europeos no han conseguido, aunque lo intentaron, un acto de sumisión por parte de las Iglesias aquí constituidas. Todo lo demás, la forma concreta o la extensión espacial que pueden adoptar las organizaciones políticas pasaba a ser, para la Iglesia, una opción reservada a los laicos, aunque, a título personal, muchos eclesiásticos, en todos los niveles, aparecen mezclados en los grandes procesos y en los menudos intereses y ambiciones. Para la Iglesia, que desde San Gregorio Magno se organiza y madura en un cuerpo, la única cuestión que importaba era el provecho que podían proporcionar a las almas. Como Cristo ya advirtiera a Pilato, nadie estaría en condiciones de ejercer el poder si no le hubiese sido concedido desde lo alto. Es la noción que pronto tratará de introducirse en los documentos con esas dos palabras, «gratia Dei» que, al principio, se revestían de humildad.
En cualquier sociedad se admite como principio muy esencial que las relaciones entre los hombres se regulan por medio de leyes. En el proyecto de civitas christiana, dichas leyes no eran presentadas como un convenio que los hombres establecen entre sí. Se reconocía un doble origen: las costumbres heredadas que, como un patrimonio, se han ido estableciendo en cada pueblo, y el orden moral establecido por Dios al que dichas costumbres deben someterse de modo absoluto. El agustinismo proporcionaba, al respecto, una muy amplia explicación. Creador del universo, de todos los seres que lo pueblan y en definitiva del hombre, Dios confía la conservación de la Naturaleza a una «ley eterna» que rige su funcionamiento de modo inevitable; nadie puede modificar el sentido de la lluvia ni del curso del Sol. Al mismo tiempo ha establecido, para una convivencia ordenada entre los hombres, una «ley divina positiva» de carácter moral. Nadie está autorizado a modificar ni una sola de estas leyes; en esto coincidía con el pensamiento judío. De ahí vendría con el tiempo otra consecuencia: nadie está autorizado a conculcar o desconocer los «derechos humanos naturales» que se encuentran impresos en el espíritu de cada ser humano. Materialmente puede hacerlo porque el hombre ha sido dotado de libre albedrío; pero en esto consiste precisamente la trasgresión de la ley, es decir, el pecado.
La actividad legislativa que es competencia de los reyes quedaba de este modo limitada, desde el principio, por el respeto a las costumbres heredadas, que forman el patrimonio de su pueblo, y por el acatamiento de la ley moral; consistía en dictar normas que permitían cumplir mejor aquéllas. Con el tiempo, la cultura europea iba a hacer suyas dos reglas fundamentales: las costumbres arraigadas y usadas sin interrupción —«memoria de hombres no es en contrario» dirán los documentos castellanos— formaban por sí mismas leyes consolidadas; y la opinión común —«vox populi, vox Dei»— es la que proporciona a los legisladores mejores garantías de acierto. Los grandes monarcas legisladores medievales serán considerados más como codificadores que como creadores.
En consecuencia, el orden intrínseco de la Creación fue concebido como el resultado de cuatro esferas de leyes, formando una especie de jerarquía en su obediencia:
— Ley eterna, plan de Dios acerca de todas las criaturas, la cual se cumple inexorablemente y cuyo sentido último permanece desconocido para el hombre, si bien se manifiesta a través de los fenómenos de la Naturaleza que pueden y deben ser investigados. Su cumplimiento permanece fuera de la voluntad del hombre.
— Ley divina positiva, que permite establecer qué cosas son justas y cuáles no; mediante ella, que indica el recto uso de la Naturaleza, se conserva ésta. Cuando se conculca, la propia Naturaleza toma represalias. Ha sido revelada por Dios.
— En relación con esta ley divina el hombre tiene impresa en su alma una ley natural que le permite descubrir por sí mismo cuáles son las acciones rectas y cuáles, en cambio, las equivocadas, sin necesidad de acudir a las leyes escritas ni a la revelación. De modo que también los paganos se encuentran sometidos a esa ley natural. De aquí nacería, al fin de la Edad Media, el reconocimiento de los derechos naturales humanos.
— Ley civil positiva, que es aquella que los hombres establecen para asegurar la convivencia social; su legitimidad depende de que obedezca a la ley natural y a la divina positiva.
Desde esta perspectiva, las limitaciones a la potestad legislativa atribuida a los reyes eran muy amplias porque escapaban a ella ciertas cuestiones que los Estados modernos incluyen dentro de su competencia, como las que se relacionan con el derecho a la nuda propiedad, las relaciones sexuales o las cuestiones religiosas. Esto hizo posible la construcción paulatina de la libertad. Por otra parte, las diversas comunidades veían reconocido el derecho a regirse por las normas heredadas; cuando asignamos al término privilegio un valor peyorativo nos estamos equivocando; sólo quiere decir ley privada y, en aquellos siglos, se entendía como ampliación de la libertad. No podemos olvidar que, junto al parricidio, la homosexualidad y la apostasía eran considerados como los delitos más graves.
Combinando esta noción cristiana de libertad con las prácticas germánicas acerca de la fidelidad, los reinos constituidos en Europa desde el siglo VI fomentaron el contractualismo: las relaciones entre superiores e inferiores, monarcas y súbditos, individuos y corporaciones, reguladas por leyes, usos y costumbres, obligaban por igual a ambas partes. Recogiendo la herencia de Roma se estableció una diferencia sustancial entre auctoritas, que indica lo que debe hacerse, y potestas, que corrige y castiga los incumplimientos y desviaciones. En este sentido la autoridad es buena, pues marca el camino, mientras que la potestad no pasa de ser un mal menor necesario. Otra cosa es que los titulares del poder —es algo inherente a la naturaleza humana—, tratasen de abusar de él. Los Estados modernos han fundido ambos conceptos y evitan someterse al orden moral. Cualquier rey que quebrante ese ejercicio de la legitimidad se convierte en tirano.
Algunos de los principios que, más adelante, se presentarán como signos de superioridad en el modo de ser europeo proceden, precisamente, de esa concepción de la civitas christiana. El más importante, acaso, es el que afirma que la libertad no es consecuencia de las estructuras sociales o políticas; las precede porque es una dimensión, libre albedrío, inserta en la naturaleza humana. Las estructuras pueden favorecer, limitar o impedir su ejercicio. El orden político o administrativo tiene la obligación de establecer cauces mediante los cuales pueda ser ejercido en forma de «libertades» concretas, las cuales deben ser cuidadosamente salvaguardadas. En momentos más avanzados, y de modo general desde el siglo XIII, se exigirá de los reyes, en el momento de iniciar su ejercicio, un juramento que sirva de garantía al cumplimiento de dichas libertades.
Una contradicción que nos conduce al polo opuesto. El precepto divino «no matarás» recuerda que la vida procede de Dios. Sin embargo, en la práctica se abusaba de homicidios, asesinatos, violencia, y de su reciprocidad: la pena de muerte, buscándose para ello justificantes en la defensa del bien común, la reciprocidad en la justicia o el reparo de las injurias que recordaba la venganza de sangre. Sin embargo en relación con esa misma violencia se estaban dando los primeros pasos sustituyendo la vindicta privada por una justicia pública. Se avanzaba, sin duda, aunque con desesperante lentitud: la ordalía o duelo judicial, en versiones distintas, desafiando a las leyes, se conservaría hasta una fecha muy reciente.
Asoman por todas las esquinas signos contradictorios: el programa de creación de una civitas christiana se estaba proponiendo a una sociedad en que el caballo y la espada, el valor físico y el contrato personal dominaban. La Iglesia se enfrentó con la ardua tarea de educar a una sociedad bárbara, desde dos alternativas diferentes: apartarse de ella de un modo radical (contemptus mundi) o penetrar en sus linajes con peligro para su propia moral. Encontramos con frecuencia obispos ambiciosos, mujeriegos, que visten la cota de malla y buscan el dinero. Pero nunca faltaron, desde sectores que a veces eran heroicamente minoritarios, luchadores en esta línea que incorporaron valores sustanciales, que hoy no negamos, a la europeidad. Por ejemplo se afirmó que, sobre la riqueza, que no puede considerarse como un mal, pesa una hipoteca moral, que obliga a hacer buen uso de ella. Condenó drásticamente la usura, haciéndola extensiva a cualquier interés, y modificó las relaciones en torno a la tierra. Los campesinos estaban vinculados a la tierra; cierto que no podían abandonarla y que las condiciones eran muy duras, pero no podían ser privados de este medio de subsistencia. Los males mayores venían de lejos, fuera de cualquier previsión: eran las malas cosechas que producían hambre y las epidemias que segaban vidas.
Con enormes dificultades —muchas de las cuales venían del propio clero— la Iglesia fue sin embargo proponiendo a los europeos algunos objetivos, sin desanimarse ante los escasos resultados. Sobre ellos, piedra a piedra, se levanta un edificio, la europeidad, que habrá de descubrirse a sí mismo como superior a los demás. Así hasta que llegaron las fuertes conmociones del siglo XIV de que habremos de ocuparnos a su debido tiempo. Entre las metas que se aceptan en torno al año 1000 figuran estos cuatro. Ante todo debía conseguirse de los príncipes cristianos una convivencia mediante el establecimiento de «paz o tregua de Dios», que inician el camino hacia lo que hoy llamamos derecho de guerra. Se insistía en conseguir un matrimonio estable, siendo iguales y recíprocos los deberes de marido y mujer, porque son base para la familia y la prolongación de la existencia de una sociedad. La propiedad privada, considerada de derecho natural, fue definida como patrimonio que el titular debe transmitir acrecentada a sus descendientes. Como una consecuencia de todas ellas se fijaría como deber fundamental del rey conseguir el «bien de la república».
Tarea inmensa la que se presentaba ante aquellas generaciones que habitaban las ruinas del Imperio romano. Pero si comparamos su situación con la que culmina en torno al 1300 no tenemos más remedio que reconocer que Europa había conseguido sobrepasar el nivel de las otras culturas que tan por encima de la suya parecieran, hasta colocarse a la cabeza del mundo que se preparaba a descubrir rompiendo horizontes.
Entre las aportaciones que los germanos hicieron a la práctica del poder político, según lo definía la nueva conciencia de la civitas christiana, figura la de una delimitación en profundidad de los derechos y deberes de la soberanía, alejándose del radical ius vitae necisque de la tradición romana. Esta palabra tiene un origen feudal: suzerain, en francés, significaba al señor que no reconoce por encima otro superior. Viene a coincidir con quien ejerce el sumo poder político, könig, king, rey —de acuerdo con la tradición romana—. En su raíz germánica, la königtum viene a significar la «calidad que posee el descendiente del señor de la estirpe». Por eso su autoridad, sagrada en la medida en que pertenece a ella, no alcanzaba más allá de los límites de la comunidad, sippe, a que la mencionada estirpe servía de eje; no podía hacerse extensible a la antigua población romana. Por esa razón, en las naciones en que esta última seguía siendo predominante, acabó imponiéndose el nombre de rey. La königtum no era rigurosamente hereditaria; a los altos jefes correspondía aclamar al miembro de la estirpe que debía asumirla.
Al trasladarse a los espacios que habían formado el Imperio se registraron dos tendencias muy significativas: cambiar la sacralidad pagana por la cristiana, otorgando a la Iglesia un papel decisivo, y olvidar poco a poco la elección para imponer la directa sucesión. Pero, en este trayecto, los germanos habían introducido uno de los elementos principales de la europeidad: las costumbres jurídicas heredadas constituían el signo definitorio de la comunidad y los reyes estaban obligados a obedecerlas y hacerlas cumplir. Se impondría esa doctrina que sería expuesta por San Isidoro con las siguientes palabras: rex eris si recte facias, si non facias non eris. De este modo el ejercicio de la potestad pasaba a ser un deber y no un derecho. Al afirmar las costumbres de cada pueblo, se acentuaba el principio de que cada hombre tiene derecho a ser juzgado por sus iguales y conforme a sus leyes, que son reconocidas como de carácter personal.
En medio de las convulsiones de la ruina del sistema romano, se abandonó la conciencia de un Estado objetivo (Res publica). El nombre no tardaría en reaparecer, pero aplicándolo a la comunidad que forman los hombres libres. El gobierno asumido por los monarcas germánicos, por entrega o por conquista, fue considerado por ellos como una propiedad, susceptible de ser transmitido a sus hijos, repartiéndolo entre ellos; circunstancia que no se da en la monarquía visigoda, que había conservado mejor el modelo romano. Era frecuente que, en el territorio asignado, vivieran súbditos de distinto origen: cada uno de ellos tenía derecho a ser juzgado de acuerdo con sus propias leyes y con el rango que la riqueza o el linaje le habían conseguido. Los más cercanos al rey, colaboradores del mismo en las tareas de gobierno, eran llamados «fieles» porque se vinculaban a él por medio de un juramento.
Al asumir todas las funciones que antes correspondían a los altos magistrados romanos, los caudillos germánicos, que seguían otorgando al emperador cierto grado de eminencia, incorporaron la plenitudo potestatis. Entre los visigodos, que progresaron políticamente más que los otros pueblos, la realeza, borrado por completo su origen militar, quedó explicada como yuxtaposición entre esos dos elementos que forman la cúspide de la jerarquía vasallática y la custodia del bien común; romanidad y germanismo no tardaron en fundirse con claro predominio de la primera, que proporcionaba la lengua y la cultura. Por influencia de la Iglesia quedó bien establecido el principio de que el Derecho, informado por los principios morales que ella custodiaba, se hallaba por encima del soberano, obligado a respetarlo. Algunos escritores eclesiásticos iban más lejos: Casiodoro situaba el desarraigo del pecado entre los deberes del rey. Como una consecuencia alegaba que el deber de obediencia cesa ante el mandato injusto.
La idea de que Europa nació a consecuencia de una «invasión de bárbaros» (Völkerwanderung, de acuerdo con la historiografía alemana) debe ser desechada: los ataques violentos fueron rechazados, incluso los de Atila. Lo que se produjo fue un relevo en las naciones de Occidente y una destrucción posterior de la diócesis de África. Al hacerse dueños del poder civil, los monarcas germanos rompieron las ataduras con el Imperio pasando de la unidad a la pluralidad. Europa era el nombre que convenía a este mundo que había superado la romanidad pasando a una cultura mixta. Así lo entiende Beda el Venerable al usar este nombre, que se conservaría como alternativa equivalente al de cristianidad.
La Iglesia pudo conservar su vitalidad, en especial gracias a la nueva dimensión que le proporcionaron los monjes, y esto resultó altamente beneficioso para los amplios sectores de trabajadores de la tierra. En las ciudades, ahora desamparadas, los obispos se hicieron cargo de las funciones de beneficencia, artesanía y gobierno; el Pontífice romano acabó convirtiéndose en dueño y señor de la vieja Urbe. Esta situación, que no dejaba de presentar serios inconvenientes, permitió sin embargo a la Iglesia consolidar su autoridad espiritual, independiente y superior a cualquier otra. Convertidos todos los germanos al catolicismo, se produjo una identificación entre bautizados y miembros de la comunidad política: sólo los esclavos eran paganos, ya que los siervos veían reconocido un mínimo de libertad personal.
Para los judíos esto significó evidente perjuicio. Suprimido el status de religio licita que les otorgara Roma, ahora no podían integrarse en los reinos a menos que abrazasen también el cristianismo. La tolerancia que con ellos se ejercía estaba mostrando un cambio de mentalidad; la religión hebraica era un mal que debía ser corregido. Los reyes, por otra parte, trataban de servirse de la Iglesia para sus fines. Pero en medio de estos inconvenientes tendríamos que anotar una ventaja: los mandamientos de la ley de Dios y el patrimonio moral custodiado por la Iglesia se convirtieron en principios constituyentes para las futuras Monarquías que sucederían a los reinos. Nadie podía legislar contra tales principios.
En el siglo V el cristianismo, como forma total de vida era patrimonio de una muy corta minoría; la casi totalidad de los europeos iban a vivir hasta después del año 1000 en la ignorancia y en la violencia, haciendo del nombre cristiano apenas un barniz mientras subsistían las supersticiones. La función esencial que en estos siglos se asignó la Iglesia, consistió en educar a las masas, iletradas y sumidas en la pobreza. Por eso muchas personas pensaron que era imposible ejercer el cristianismo dentro de un mundo semejante. Del apartamiento (anajo reusis) nació el monacato como un intento de formar una sociedad perfecta, apartada del mundo y de sus males. Fenómeno esencialmente oriental, por ser aquí más maduro el cristianismo, ya en el siglo IV habían comenzado a incorporarse a él algunas personas occidentales como San Jerónimo y sus discípulos, Paulino y Terasia, Piniano y Melania, dos matrimonios. San Agustín, que compuso una de las muchas reglas, dio un paso adelante: el modelo monástico podía servir también para quienes buscaban la perfección sin apartarse del mundo.
Fue de este modo como en tránsito entre los siglos V y VI, surgió uno de los principales fundamentos de europeidad, Benito de Nursia (480-547), que se mostró capaz de ejecutar una síntesis de todos los valores que se venían manejando. El monaquismo dejaba de ser simple apartamiento del mundo para convertirse en un modo de vida, un modelo de sociedad vinculado a un ritmo de tres tiempos: oración, trabajo y descanso, íntimamente relacionados entre sí y con la presencia de Dios. Benito, que había gobernado sucesivamente dos cenobios, Subiaco y Montecasino, redactó en este último una Regla que, inspirándose en otras anteriores, resultó tan perfecta que pudo erigirse en constituyente para todos los demás. Desde el siglo VIII todos los movimientos monásticos tendieron a unificarse dentro de esta norma, pauta también para las sucesivas reformas que se emprendieron. La sociedad guerrera de aquel tiempo alardeaba en ocasiones de desprecio hacia los monjes que no usaban espada, pero en el fondo no podía sustraerse a la admiración que despertaban estos héroes que escogían el camino estrecho hacia la santidad.
Los monasterios fueron fermento capaz de transformar la sociedad. No suprimían la servidumbre, pero enseñaban que, ante Dios, ninguna diferencia puede establecerse entre trabajos serviles y liberales. De este modo destruyeron también el halo de indignidad que rodeaba a las labores mecánicas y a la técnica, siendo la honestidad y el servicio a los demás criterios que debían tomarse en cuenta. También enseñaron que el cumplimiento del deber, y no la exigencia de derechos, conduce a la verdadera libertad. Casiodoro tuvo la idea de introducir un cuarto tiempo en la vida de los monjes: el estudio. Se trataba de cultivar el conocimiento sin limitarse a la Escritura, pues la Naturaleza, creada por Dios, constituye una fuente de Revelación. Ordenó entonces todos los saberes en una especie de compendio, al que llamó siete Artes Liberales: Gramática, Retórica, Dialéctica (trivium propedéutico), Astronomía, Aritmética, Geometría y Música (quatrivium). Cada monasterio debía proveerse de una Biblioteca (palabra que en principio significaba armario para guardar Biblias) y de un scriptorium en donde pudiera ejecutarse la copia de manuscritos. Sin la tarea paciente de los monjes no hubiera podido salvarse aquel saber clásico de que ahora disponemos.
Los nuevos sabios de la era cristiana perseguían una meta distinta de la de los grandes maestros alejandrinos: no importa el conocimiento analítico de la materia tanto como el orden que Dios tiene establecido para sus criaturas. Esta concepción inspira a las Universidades y se mantiene hasta el comienzo de la ciencia moderna. Dos grandes figuras españolas, Leandro († 600) e Isidoro († 638) caracterizan bien este movimiento. Leandro, que coincidió con san Gregorio en Constantinopla, pensaba con él que un gran objetivo debía ser alcanzado: salvaguardar la vida cristiana haciéndola emerger de la barbarie. De ahí los numerosos documentos enderezados a asegurar la unidad de la fe, entre los que destaca el que San Isidoro presentó en el Sínodo de Sevilla del 619 explicando las dos naturalezas en Cristo.
Todos, en definitiva, se hallaban inmersos en el monasticismo. Pero la importancia fundamental de San Isidoro reside en el esfuerzo gigantesco que realizó a fin de salvar la cultura clásica por medio de una Biblioteca y una Escuela, las dos dimensiones que se integraran en el renacimiento carolino y en los que le siguieron. Ambas serían barridas por la invasión musulmana apenas un siglo más tarde, pero sobrevivieron, merced a los monasterios, en Europa. Sabemos que en aquella Biblioteca figuraban obras de Platón, Aristóteles, Hesíodo, Demócrito, Cicerón, Quintiliano, Séneca, Salustio, Tito Livio, Plinio, Vitrubio, Varrón, Columela, Ulpiano, Paulo, Orígenes, Tertuliano, San Agustín, Orosio, San Jerónimo e Idacio. La Escuela, continuando a Boecio y Casiodoro, usaba el método de las Siete Artes liberales. Por eso compuso el santo una enciclopedia, las Etimologías, ordenando los saberes según las raíces de las palabras. No era tanto nostalgia del pasado como enfrentamiento con la nueva situación. Sus endebles obras históricas, Chronicon mundi e Historia de visigodos y suevos, alcanzaron larga duración porque expresaban la confianza en los nuevos pueblos.
El pensamiento isidoriano ejercería gran influencia en la conformación de las doctrinas políticas que emergían de la civitas christiana. En él encontramos definiciones de auctoritas y de potestas en la forma expuesta. Encontramos también una explicación clara de la coincidencia entre lo que es objetivamente justo y el orden moral querido por Dios; por eso santidad y justicia pueden considerarse equivalentes, como hace el Antiguo Testamento. Cumpliendo las normas morales que están impresas en el alma humana, se sigue el mandato divino. Esto era lo que permitía a San Isidoro afirmar que las costumbres que forman el patrimonio de la comunidad son justas y deben ser obedecidas incluso por los reyes. A esto se refería con el condicional «si recte facias». En el Imperio de Carlomagno esta doctrina se consolida: cada pueblo debía regirse por sus propias leyes.
Benito, Casiodoro, Leandro son nombres inseparables de la europeidad. Junto a ellos aparece San Gregorio, a finales del siglo VI, cuya empresa fundamental consistía en implantar en el clero secular los valores propios del monaquismo. Él había convertido su casa en monasterio. Por eso redactó una regula pastoralis, empujado por Leandro, en donde el sacramento de la penitencia se ampliaba hasta convertirse en verdadera dirección espiritual. Propuso la inserción de música en la liturgia, específicamente religiosa; de ahí que se le atribuya la creación de esa lenta monodia que aún llamamos canto gregoriano. Un arte musical pensado desde la espiritualidad.
Una emotiva leyenda que cuentan sus biógrafos dice que compró esclavos anglos y los preparó para llevar a sus islas el mensaje evangélico, rompiendo de este modo los límites de la romanidad a que se atenía el cristianismo. Europa era resultado de este paso adelante que consistía en atraer a la fe católica a anglos y a sajones. Cuando los monjes misioneros romanos se instalaron a orillas del Canal (Canterbury, en Kent, sería su primera sede), descubrieron que también los celtas, en Gales e Irlanda, formaban una fuerte cristiandad que invocaba a San Patricio. Perseguidos cruelmente por los anglosajones, se negaban a compartir con ellos el bien de la fe. Hubo de pasar tiempo antes de que Roma lograra (Asamblea de Witby, 664) una reconciliación. Se ampliaba la nación, con tres entidades distintas en las dos islas, Eire y Gran Bretaña.
Desde entonces pudo el Pontificado disponer de un ejército misionero que entraba en el ámbito de la germanidad disponiendo de su misma lengua: Kiliano, Galo y Pirminiano (San Fermín) se asocian sin esfuerzo a la primera etapa. El año 695 un sajón, Willibrordo, fue consagrado obispo de Utrecht; había llegado a Frisia (Holanda) acompañado de once colaboradores para fundar una nueva iglesia. Casi inmediatamente apareció en este escenario un misionero, Winfrid, nacido en Wessex de ilustre familia sajona en el año 675. La novedad de su conducta consistió en viajar a Roma para pedir a Gregorio II que le asignara un campo de apostolado; se le otorgó todo el país de los teutones, Deutschland. Contando con el apoyo de los reyes francos y cambiando su nombre por el latino Bonifacio, derribó la encina de Fritzlar y fue primer primado de Alemania. En el año 741, fruto de los esfuerzos de Bonifacio y de los misioneros anglosajones, una nación germánica cristianizada estaba en pie, desde los Alpes al Mar del Norte.
Bonifacio defendió la idea de una estrecha asociación entre Roma y la Iglesia europea apoyándola en la latinidad. Y así permitió crear la nueva monarquía de los francos, que tomaban el relevo de la de Toledo, destruida a la sazón por los musulmanes.