Capítulo 1

¿Decadencia o desintegración?

Latinos frente a germanos

En el siglo II, consolidado el «limes», el espacio europeo quedó dividido radicalmente en dos zonas, romana y bárbara. A esta segunda, para diferenciarla del oecumene, se le aplicará el término «Europa», aludiendo al mito de Zeus y la hermana raptada de Cadmo llevada a Creta, país extranjero. Fuera del control del Imperio quedaban ahora algunos pueblos celtas (irlandeses, pictos, escotos) o tracios (getas, carpos, costobocos, peucines). Pero el elemento dominante entre los no romanos debía atribuirse a los germanos, a los que ya César o Tácito otorgaran mucha importancia. Los germanos identificaban el poder político con un caudillaje militar, königtum, sacralizado en su estirpe, que remontaban a los orígenes de cada pueblo. Alemania e Inglaterra han conservado el título; las otras tres naciones adoptaron el romano de rex. Más allá de Germania, ahora bien definida, se tenía noticia de la existencia de otros pueblos —aestii (baltos), vendos (eslavos) y finn (fineses)— que operaban como vehículos de presión cuando les empujaban los nómadas de la profunda estepa, de rasgos físicos muy diferentes.

Desde la época de Marco Aurelio, Roma, carente de recursos suficientes, se había encerrado en una estricta defensiva. Esa estabilización de las fronteras permitió a los germanos organizarse en vastas confederaciones de tribus: francos y godos eran, sin duda, las más importantes. El Imperio había llegado a convertirse en una vasta fortaleza sitiada, entrando en un declive —coyuntural, según J. B. Bury, o estructural, de acuerdo con M. J. Rostovtzeff— consistente en «una gradual absorción de las clases altas por las bajas, acompañada por un descenso de nivel de las medias». Una auténtica rebelión de las masas. Los propios romanos percibían la extensión del ruralismo y la decadencia de las ciudades, al tiempo que una profesionalización del Ejército, que perdía relación con la ciudadanía.

El fenómeno más significativo era el estancamiento de la cultura helénica, patrimonio apenas de una minoría. El politeísmo antropomórfico estaba siendo sustituido por religiones mistéricas de origen oriental. Cuando el cristianismo fue asumido por el Imperio como religión oficial, ciertos sectores sintieron alivio: él era capaz de rechazar al gnosticismo y otras sectas, calificándolas de supersticiones, al tiempo que asimilaba la herencia helénica. San Jerónimo temía incluso haberse vuelto demasiado «ciceroniano». San Cipriano, obispo de Cartago y mártir († 258) definió la decadencia romana como un fenómeno natural para el que no veía otro remedio que «salir del abismo de una ciega superstición para entrar en la clara luz de la verdadera religión».

La conciencia cristiana compartía la condolencia por el declive romano, pero formulaba una alternativa en la esperanza de vida eterna. En el lado de enfrente, al tiempo que se llegaba al descubrimiento de una divinidad única, Causa del Universo, de la que los dioses eran simples manifestaciones, la «eternidad» se atribuía a Roma. Se señalaban, como causa de la decadencia, la pérdida de las virtudes clásicas, la penetración de los germanos y el abandono de las antiguas creencias. Por eso se había creado un odio hacia el cristianismo, que ciertos sectores conservaron después del 313. Tras el saqueo de Roma por Alarico, ya en el siglo V, el senador Símmaco ordenó este pensamiento: el cristianismo, «novedad indecente», era la causa de que hubiese sobrevenido la catástrofe. Y fue entonces cuando San Agustín y Orosio pudieron presentar otro argumento: si todas las desdichas servían para que los germanos accediesen a la verdadera fe, debían ser bien aceptadas. Una nueva y definitiva sentencia. Los tiempos son «tanto más terriblemente miserables cuanto más se apartaron del consuelo de la verdadera religión». Godos y romanos estaban ya destinados a unirse en esa fe.

Las profundas causas

Las tesis de san Agustín tomaron carta de naturaleza y permanecieron hasta que la Ilustración volvió a tomar el hilo en donde Símmaco lo dejara. Para Edward Gibbon —que escribía después de 1776 el «declive y caída del Imperio romano»— se debía precisamente al cristianismo, del que Constantino se había servido como de un instrumento que trajo pusilanimidad y paciencia, alejándose de las virtudes militares, y un nuevo esquema de persecución contra los disidentes peor que el anterior. Otto Seeck, que escribía en 1894, discrepaba de Gibbon y veía en la decadencia una destrucción de las élites (ausrottung der Besten), y en el cristianismo, la religión de los esclavos. Encuadrándose en los postulados del racismo, este autor percibía en la masificación del Imperio la destrucción del «pueblo señor».

Bury indicaba que, entre las diversas circunstancias coyunturales, una aparecía como sustancial: la despoblación del mundo mediterráneo iniciada en Grecia y transmitida después a todo el ecúmene romano. Ella hizo inevitable el recurso a los germanos, que acabaron adueñándose hasta de los resortes del poder. Oriente sobrevivió porque, en una determinada coyuntura, consiguió prescindir de los germanos. W. L. Westermann, en 1915, daba especial importancia a los cambios producidos en la agricultura al establecerse los grandes latifundios que, desprovistos de mano de obra esclava, tuvieron que recurrir al colonato, reduciendo a todos los campesinos a una condición de inferioridad, que los privaba de libertad y de capacidad de iniciativa. La servidumbre, recordemos, es una pesada herencia que recibe la sociedad europea medieval y de la que necesitará siglos para librarse. Tenney Frank, historiador norteamericano, completó estas ideas: para él lo que se había producido era una especie de «suicidio de la raza». Al final el Imperio conservaba sólo el nombre.

Algunas aportaciones posteriores, de Piganiol, Rostovtzeff o santo Mazzarino, amplían el panorama. El Ejército, intérprete de los intereses de una clase social —primero la de los ciudadanos romanos, después la de los provinciales—, desde la época de los Antoninos había venido a representar a los sectores más bajos, primero al proletariado profesional, luego a los extranjeros. Los emperadores cristianos supieron descubrir el medio de implantar una nueva conciencia de la ciudadanía y aplicaron remedios; éstos llegaron a tiempo para salvar Oriente, más profundamente cristianizado, pero era tarde para el remedio de Occidente, donde Estilicón podía pasar por ser el «último de los romanos».

Hagamos ahora una recapitulación de todos estos fenómenos. Resulta imprescindible recordar que aquel Imperio en agonía era como la simiente que, introducida en la tierra, debe morir para que de ella nazca el árbol, en esta oportunidad, Europa. El nombre importa mucho y así lo comprendió Beda: sucedía y sustituía a la latinidad, sin renunciar en modo alguno a ella. Registremos ante todo tres decisiones clave: la de Constantino de crear una nueva Basileía trasladando la capital a Oriente; la de Teodosio, que dividió definitivamente el Mediterráneo en dos mitades, Oriente y Occidente; y la de los reyes germánicos, que hicieron fracasar los proyectos restauradores de Justiniano. Esta vez era Europa la que raptaba a ZeusJúpiter. No puede hablarse, sin embargo, de una solución de continuidad: los nuevos dueños de Europa no quisieron prescindir de la herencia patrimonial latina. Con una salvedad. El cristianismo, aunque asumía los valores de la cultura helénica y definía la naturaleza humana como dotada de la más profunda dignidad, se negaba a hacer del hombre «la medida de todas las cosas» porque en el centro de todo estaba Dios. Cristo, modelo y meta propuestos al «hombre nuevo» de la Teología paulina, reunía en sí, de modo perfecto, las dos naturalezas. Son precisamente estos siglos, IV y V, los que definen esta doctrina de la «omoousía» con entera claridad, una cuestión en la que la Iglesia latina apenas tuvo que entrar: se le dio resuelta.

Es importante, como punto de partida, tener en cuenta las cuatro cuestiones siguientes:

Despoblación

El declive del índice demográfico había comenzado en Grecia en el siglo III a.C. Se trata de un fenómeno de ritmo extraordinariamente lento y que aparece asociado a la destrucción paulatina de la familia y a la liviandad en las relaciones sexuales. En el tránsito del siglo II al III de nuestra Era, se había extendido a todo el Mediterráneo. Faltan datos precisos que nos permitan evaluar el fenómeno en toda su extensión. Las autoridades imperiales destacaron dos consecuencias difíciles de corregir: una disminución en el rendimiento de los tributos y deficiencias crecientes en el reclutamiento de tropas precisamente cuando comenzaban las presiones militares en las fronteras. Las causas a que hemos aludido no fueron exclusivas de aquella sociedad, pues aparecen conectadas a la maduración y al consumismo: un egoísmo humano que retrasa la edad de los matrimonios, dificultades económicas crecientes para el sostenimiento de la familia, descubrimiento de prácticas anticonceptivas e inversión en el papel reservado al sexo, al que se asigna producir placer. Más importantes que estas deficiencias cuantitativas, comprobadas por las fuentes, fueron las cualitativas. Perdido el espíritu patriótico, los ciudadanos romanos contemplaban en general con indiferencia como las funciones militares se iban confiando a los bárbaros sin comprender que, de este modo, se les estaban proporcionando los medios que debían permitirles la conquista del poder.

Insuficiencia económica

La pax romana conseguida por Augusto había conseguido garantizar las rutas marítimas, que superaron siempre a las terrestres, muy deficientes. Muchos tramos de las vías romanas, pensadas con criterio militar, no servían para el transporte rodado. El comercio pasó a ser actividad principal colocándose por encima de la agricultura, aunque era ésta la que reclamaba mayor mano de obra. No hubo progreso en los modos de explotación; todo dependía del empleo de servidumbre; la misma palabra, servus, «esclavo», podrá utilizarse dentro del colonato. Pero esa estructura económica impedía acabar con la discriminación entre trabajos «liberales» —es decir, propios de los hijos— y «serviles». La sociedad romana puso barreras a ciertos inventos técnicos, como la noria de cangilones o el molino de agua, que hubieran podido modificar su estructura económica. El desarrollo de los latifundios, indispensable para conseguir holgadas rentas a los poderosos, encerraba en cambio a los simples campesinos en un círculo vicioso de pobreza.

El gran comercio mediterráneo, que proporcionaba apariencias de prosperidad, estaba al servicio de una minoría que reclamaba productos de lujo, como la seda, las especias, los vinos de calidad, que se importaban desde más allá de las fronteras. Careciendo de adecuadas manufacturas para la exportación, esas mercancías se saldaban con oro. Es un fenómeno que ya Plinio advirtió: las reservas de ese metal precioso que constituía el patrón monetario menguaron, sin que los grandes esfuerzos para obtenerlo incluso en yacimientos muy poco rentables lograran compensar la pérdida. La única solución consistía en ir disminuyendo la proporción entre el oro y el cobre en las piezas acuñadas. Esto tuvo como consecuencia una inflación —los precios se ajustaban al valor real—. En el siglo III, cuando los gastos militares se dispararon, dicha inflación se hizo galopante. Los emperadores nunca tuvieron lo que podría llamarse un programa de política económica; sólo les preocupaba aumentar los ingresos del Erario y del Fisco beneficiando indirectamente a los poderosos.

Para vencer las dificultades que significaban las malas comunicaciones se orientó a cada una de las grandes regiones del Imperio a que se bastara a sí misma produciendo aquello que estaba más a su alcance. Italia era una excepción: ella se sostenía, como cabeza, de las aportaciones que le llegaban desde las provincias. Esto favorecía a las orientales, más desarrolladas técnicamente y, sobre todo, más próximas a las fuentes de aprovisionamiento de los productos de lujo. Los sirios se acomodaron de tal modo al comercio que su nombre se convirtió en equivalente de mercader (negociator). En la época de Carlomagno los comerciantes, cualquiera que fuese su procedencia, eran llamados sirios. La acumulación de latifundios, el bloqueo del campesinado y la escasa circulación de moneda tuvieron como consecuencia que las grandes fincas buscaran la autosuficiencia, comprando y vendiendo tan sólo dentro de límites muy restrictivos. Una autarquía que no se limitaba a los aspectos materiales: las grandes (villae) se gobernaban y administraban en dependencia con sus propietarios, a los que se llamaba señores (domini).

Depreciación de la moneda

Augusto había establecido un sistema bimetálico con monedas que eran propiedad del emperador. Recuérdese el pasaje evangélico en que Jesús pregunta: «¿de quién es esta moneda?», y le responden que «del César». En principio había dos patrones, el aureus de 8,18 gramos y el denarius de plata de 3,90. Como veinticinco denarios correspondían a un áureo, la proporción entre los dos metales era de 1/12, ajustándose a la producción del momento. Pero como Nerón y luego Trajano incrementaron la proporción de cobre en la moneda de plata, hicieron del denario un valor de cuenta conduciendo al sistema romano monometálico. Septimio Severo quiso ir más lejos: aunque los denarios y su cuarto, los sestercios, alcanzaban ya la proporción de un 50 % de cobre, exigió que se siguiera manteniendo el tipo de cambio, un áureo por veinticinco denarios. Naturalmente, el oro se retiró de la circulación, convirtiéndose en bien atesorable, lo mismo que las joyas. Y el mercado, por su cuenta, rechazó la propuesta. El Emperador pudo de este modo retirar de su propiedad, es decir, la moneda, cantidades suficientes de plata para pagar la campaña contra Persia; confiaba en obtener, como Alejandro, suficiente botín como para enjugar la deuda. No fue así. Además el Fisco, que a la hora de pagar empleaba plata devaluada, impuso la adaeratio, es decir, el abono de las contribuciones en piezas de oro que había que adquirir en el mercado a un precio mayor. Hasta Constantino el desorden no se contuvo. El siglo III contempla una enloquecida inflación.

La esclavitud, sustituida por el colonato

Todas las sociedades históricamente conocidas se han basado en la esclavitud como procedimiento para proporcionarse la mano de obra fundamental. Es significativo que haya sido Europa la primera en erradicarla, aunque para ello fue necesario un proceso muy largo. Hay que prescindir de muchas exageraciones que se han producido en relación con el trato a los esclavos en Roma. Carecían de derechos civiles, desde luego, y estaban sujetos al amo, que les consideraba como parte de su familia y así les trataba. La norma jurídica romana daba ciertas facilidades para la consecución de la libertad, de modo que puede considerarse corriente el tránsito de la condición de esclavo a la de liberto. El paso a la defensiva provocó una pérdida de los mercados de aprovisionamiento de esclavos, de modo que, cuando se constituyen los grandes latifundios, eran una mercancía escasa. Los grandes propietarios, y el Emperador estaba a su cabeza por los grandes dominios que administraba el Fisco, comenzaron a recurrir a mano de obra libre: campesinos pobres a quienes se entregaba una parcela para su aprovechamiento mediante condiciones onerosas para su misma libertad, incluyendo el trabajo en el dominio que el señor se había reservado para su explotación directa. Este sistema era llamado colonato.

Los campesinos pobres no tenían más remedio que ingresar en el sistema «encomendándose» al señor. Perdían su libertad económica; vinculados a la tierra, ya no podían abandonarla. Hadriano, que favorecía el crecimiento de los latifundios, introdujo una práctica jurídica, la enfiteusis, consistente en el derecho a ocupar una tierra que hubiera estado vacante durante diez años. Por esta vía se trataba de aumentar la producción agraria, favoreciendo de hecho la ampliación de latifundios: eran los únicos capaces de resolver el problema. Cada latifundio, equiparado ahora con los dominios imperiales, se consideraba como una villa; con este nombre se designaría en Europa a las pequeñas agrupaciones urbanas campesinas. El dominus villae asumió funciones judiciales y de representación, y cada administrador, conductor villae, procuraba aumentar las obligaciones que pesaban sobre los colonos, a los que se incorporaban también antiguos esclavos manumitidos. Procedentes de una u otra condición, se fundían todos en una misma calidad, la servidumbre. Los siervos no eran objetos venales, pero estaban vinculados a la tierra de tal modo que, cuando ésta se vendía, la acompañaban preceptivamente sus ocupantes. Era una condición ambivalente. El campesino no podía abandonar la tierra, pero tampoco podía ser privado de ella, que era su modo de vida. Es lo que debemos tener en cuenta para entender las recomendaciones de San Benito y otros fundadores de europeidad. Suprimir de golpe la servidumbre hubiera podido causar un daño tremendo.

Es un error muy serio el que cometen los historiadores fieles a la ideología marxista cuando llaman a la servidumbre «modo de producción feudal». El feudalismo es, en Occidente, un primer paso hacia la libertad.

El Imperio militar

En el año 224, al otro lado del limes oriental, aquel que los emperadores romanos consideraban el más peligroso, se había producido un gran cambio que iba a afectar a los destinos del Imperio romano. Una nueva dinastía, la sasánida, restablece el poder de la antigua Persia: el fundador de ella, Ardashir, es llamado Artajerjes por las fuentes occidentales. Puso en línea dos poderosos recursos, la fuerte caballería acorazada y la unidad religiosa proporcionada por el zoroastrismo. Aquella frontera pasó a ser un frente de guerra, suspendidas a veces las hostilidades por treguas pactadas, pero sin que se establecieran nunca relaciones que pudieran calificarse de amistosas. Roma, que destinó sus mejores tropas a cubrir este frente, hubo de acomodarse a esos modelos que daban superioridad al enemigo, creando ella también una caballería acorazada, herrando a sus caballos, y replanteándose la cuestión de la propia unidad religiosa. El cristianismo dejaba de ser considerado como simple disidencia indiferente, según recomendara Plinio a Trajano, castigándose sólo cuando se detectaba un caso concreto de desobediencia o peligro. Era imprescindible tomar una decisión.

Podemos decir que de las dos alternativas posibles, una de ellas, la de otorgar el status de «religio licita» como ya poseía el judaísmo, quedaba, en el siglo III, fuera de toda consideración. Algunos emperadores, como Alejandro Severo o Filipo el Árabe, habían ensayado una especie de respuesta favorable, pero la sociedad romana se había volcado en contra de un modo absoluto. El cristianismo no estaba tampoco dispuesto a admitir una convivencia con la religión helenística, la cual había llegado a aceptar la unidad de Dios en cuanto creador del Universo, haciendo de los dioses partícipes de su numinosidad. Era el todo o nada. La Iglesia, desarrollada hasta extremos antes inconcebibles, habiendo superado peligros para ella tan grandes como el gnosticismo y el maniqueísmo —que también las autoridades romanas declaraban peligroso— aspiraba a ser reconocida como verdadero y pleno servicio del único Dios.

Los emperadores ilirios, que instauran un régimen militar poniendo al Estado plenamente al servicio del Ejército, dudaron en cuanto a la política a seguir. Decio entendió que no se trataba ya de castigar en los cristianos a súbditos desobedientes, sino que la persecución tenía que dirigirse contra el cristianismo en cuanto doctrina y organización. Lucio Domicio Aureliano, que reinó entre los años 270 y 275, dudó ya acerca de la norma que convenía seguir. Proyectaba el establecimiento de una nueva forma de poder capaz de sustituir al Imperio: el emperador, aunque deba su puesto a la aclamación por parte del Senado y del Ejército, recibe sus poderes de ese supremo dios, Sol invicto y creador del Universo, reconocido ya por el helenismo. La naturaleza divina no era reconocida a la persona individual concreta del príncipe, pero sí a su poder. Esto exigía la refundición de todas las creencias en un solo cuerpo, apurando hasta el extremo las tendencias sincréticas.

No podía haber excepción. Aureliano aceptó las denuncias que los obispos de Asia presentaron contra un hereje, Pablo de Samosata, a quien expulsó de su sede de Antioquía porque le consideraba como un perturbador. Pudo llegar a creer que también los cristianos podían ser sometidos a su autoridad en esta nueva concepción política que bien puede llamarse Monarquía o, en griego, Basileía. La «potestas» es impuesta al soberano como un deber por parte de la divinidad a la que todo debe someterse. Demasiado breve, este reinado no pudo plantear en todos sus términos la relación con el cristianismo. Pero una cosa aparecía suficientemente clara, como se demuestra con el caso del hereje: se reclamaba de él que, en todo caso, fuera también un instrumento al servicio del Imperio.

Los diez años siguientes a la muerte de Aureliano fueron muy duros, de crisis, aunque, al final, el Ejército pudo resolver la situación imponiendo a uno de sus generales, que combinaba tres nombres bien significativos: Aurelius, Valerius, Diocletianus. Dispuso ahora de veinte años, entre el 284 y el 304, para intentar una reestructuración radical de la Monarquía. Se trata de una verdadera autocracia. El espacio mediterráneo era contemplado como albergue de una comunidad humana, término de llegada para el proceso de romanización, la cual contemplaba a los dioses como manifestaciones de una «divinidad», a la que sería impío, y traidor para la misma Basileía, resistir. Diocleciano y su colega Maximiano declararon que ellos, en cuanto emperadores, compartían esa misma divinidad y pasaron a calificarse respectivamente Jovio y Hercúleo. La dualidad, a la que se asociaron pronto otros dos, Constancio y Galerio, en un rango inferior de sucesores, era una necesidad dadas las condiciones del extenso Imperio. Oriente, parcela principal, que Diocleciano se reservó, gozaba de primacía. Pero el sistema de diócesis, o agrupación de provincias, convertía a Occidente en una suma de seis naciones: Italia, África, Hispania, Galias, Britannia y Germania. África se perderá definitivamente, pero las otras cinco, con nuevos nombres, pasarán a constituir Europa.

Para el cristianismo la situación se tornaba ahora en extremo difícil. Renunciando a novedades y valiéndose de las conclusiones a que la filosofía neoplatónica llegara, se reconocía a Júpiter la calidad de dios supremo. Pero la autoridad imperial también quedaba inserta en la divinidad. La fecha de investidura de los dos Augustos y los dos Césares pasaba a convertirse en dies natalis, es decir, aquella en que accedieran a esa especial numinosidad. Se invertían los términos: ya no estaba el Emperador al servicio del Imperio sino al contrario: todo se supeditaba al nutu divinitatis que los basileos ostentaban. Es muy difícil distinguir las reformas ejecutadas por Diocleciano de las que continuó Constantino, pero ambas constituyen un vuelco en la doctrina política, del que la Europa medieval deberá partir. El Ejército, elevado a cuatrocientos mil hombres, era la base del poder, borrando en la práctica la última conciencia de ciudadanía. Estando profesionalizado, acudían a enrolarse los hijos de los soldados y también los bárbaros, que veían en el estipendio y demás ventajas un medio de vida. Doce diócesis, mitad en Oriente, mitad en Occidente, iban a ser defendidas.

Un ejército profesional tiende a conceder su fidelidad a los jefes directos. El de Diocleciano, que concentraba sus mejores recursos en la frontera oriental, abrigaba ya la mentalidad de quienes defendían una inmensa plaza sitiada. Ahora los germanos, que estaban recibiendo golpes en su espalda, se tornaban cada vez más peligrosos. Todo ello significaba un inmenso gasto del que no era posible prescindir porque el Imperio no estaba en condiciones de iniciar un desarme. Por eso fue necesario proceder a una reforma de los impuestos que comprometía seriamente la libertad de los ciudadanos. En adelante, el Estado no se limitaría a administrar los recursos que las rentas le proporcionasen, sino que él fijaría cada cinco años (cómputo de indicción) los gastos que debía afrontar repartiendo luego la suma entre los súbditos, convertidos ahora en unidades contributivas. Se establecieron dos modalidades: una tenía en cuenta al individuo en cuanto productor (capitatio), mientras que la otra pesaba sobre las rentas de la tierra (iugum). Para que el programa pudiera cumplirse resultaba imprescindible conservar rigurosamente las unidades impositivas; en consecuencia, cada hombre, dentro del Imperio, quedó sujeto de forma hereditaria a su condición y oficio. Desaparecía la libertad. Muy pronto, señala Rostovtzeff, sólo dos clases de hombres permanecieron libres en el Imperio: los mendigos y los bandoleros. Se comprende bien la escasa resistencia ante los bárbaros que venían a demoler todo el sistema.

El problema cristiano

Diocleciano debió de sentir profundas dudas acerca de la actitud a observar en relación con el cristianismo, que se negaba radicalmente a entrar en el sistema. Por mucho que algunos se esforzasen, Yahvé no era Júpiter ni Zeus. Pero Valeriano y Aureliano, a quienes el Emperador tenía como modelo, no habían desencadenado persecuciones, y uno de sus césares, Constancio, había tenido un matrimonio, de rango inferior, con una cristiana, Helena. Se manejaban razones cambiantes de utilidad. La Iglesia se había consolidado en forma tal que podía resultar gran imprudencia, sobre todo en Oriente, despertar la resistencia de los posibles perseguidos. Galerio insistió, y en un consejo celebrado en Nicomedia en el año 302 se alcanzó una decisión. No se trataba de castigar a los cristianos por su desobediencia en cuanto a los deberes religiosos, sino de extirpar el cristianismo para que el Imperio, restaurado, pudiera contar también con la unidad religiosa.

Había llegado la hora suprema. Nos obliga también a hacer un balance de la situación. La mayor parte de los ciudadanos romanos tenían apenas noticias confusas y erróneas acerca de ese peligro que significaba el cristianismo. Los fieles a esta religión se referían a ella con un término griego, Ekklesía, que significa Asamblea. Pero desde su propia doctrina, madurada en el enfrentamiento con disidentes y perseguidores, se la definía con dos conceptos, pues era la comunidad de creyentes y el cuerpo místico de Cristo ahora fuertemente jerarquizado en sus diversos grados. Ellos sabían que, como tal Iglesia, había nacido en Jerusalén el último día de las semanas de aquel año en que Cristo fuera crucificado. Hasta el año 70, destrucción del Templo, a los ojos de los romanos se trataba de una nueva secta judía; todavía eran hebreos la mayoría de sus miembros, aunque ya se distinguían entre ellos dos sectores, helenistas que procedían de la Diáspora y muy pronto, también, de la gentilidad, y judeo-cristianos que exigían la conservación de todos los ritos, incluso la circuncisión. Todo iba a cambiar con la revuelta, en la que los cristianos deliberadamente se abstuvieron de participar. La ruptura entre judaísmo y cristianismo se hizo definitiva. Por otra parte, los judíos se habían negado a amparar a los cristianos dentro del status de «religio licita» que el Imperio les tenía reconocido. Pero en este momento la nueva doctrina estaba muy extendida y fuertes comunidades habían llegado a formarse en Damasco, Antioquía, Chipre, Alejandría y, desde luego, en la propia Roma, que la tradición cristiana asociaba al martirio de Pedro y de Pablo, «columnas de la Iglesia».

Hasta el año 64 las autoridades romanas no prestaron gran atención a aquella doctrina, que, como Suetonio recuerda, era apenas una cuestión interna dentro del judaísmo. Pero la ocasional persecución de Nerón, que quiso culpar a los cristianos del incendio de Roma, planteó una cuestión que, hasta finales del siglo III, permanecería en esta misma línea: el cristianismo era «religio ilicita». De modo que, quienes la abrazaban y, en consecuencia, se negaban a reconocer y tributar el debido culto a los dioses, podían y debían ser castigados. La correspondencia entre Trajano y Plinio el Joven nos da la clave de la actitud exigida por las autoridades romanas: «puniendi sunt», «conquiriendi non sunt». En otros términos, las autoridades tenían obligación de castigar a los que fuesen denunciados y se demostrase que incumplían el deber, incurriendo en un delito de lesa majestad, de negar sacrificios a los dioses o al Emperador. Por eso las persecuciones tenían siempre carácter local, dependiendo en gran medida de la actitud de los responsables. Variaban mucho según las circunstancias.

Tampoco estamos seguros de que el mundo helenístico, que también realizaba grandes progresos en la búsqueda de una explicación para el origen del Universo, estuviera bien informado de la doctrina cristiana y de las amenazas que sobre ella estaban pesando, de una manera especial por las derivaciones del gnosticismo, un saber iniciático y dualista que procedía de Oriente. La amenaza venía sobre todo de esa misma dualidad que oponía entre sí dos principios en la divinidad: frente al Dios de la luz, del que salen las almas que son como chispas espirituales, y que sin embargo se ven aprisionadas por la materia, que es, a su vez, criatura del Demiurgo. Así se daba una nueva versión que podía abrir puertas para la comunicación con el helenismo. Los ebionitas se negaban a ver en Jesús otra cosa que un hombre como los demás, nacido de José y María. Cerinto explicaba cómo la «divinidad» había descendido sobre él en el momento del bautismo, retirándose antes de que se produjera la Pasión y Muerte, pues el ser divino no puede sufrir ni fenecer; más tarde, Menandro completaría esta idea haciendo de Jesús un libertador de las almas respecto al Demiurgo que las aprisionaba en la naturaleza. Identificaba a este dios malvado con el del Antiguo Testamento, Yahvé.

Prescindiendo ahora de las disputas teológicas, siempre complejas, entramos de este modo en un problema que al pensamiento helénico también preocupaba muy hondamente: la relación que puede existir entre divinidad y humanidad, a las que consideraba como esencias distintas, aunque siendo la segunda creada. El Imperio afirmaba la naturaleza divina del poder, pero nunca había sido capaz de explicarlo. Ahora los grandes pensadores cristianos de los siglos II y III, obligados a una exposición más amplia de su propia doctrina para salvaguardarlas de los ataques del dualismo gnóstico o maniqueo, lograron un enriquecimiento del pensamiento que era válido también para quienes no profesaban su propia doctrina. Así, por ejemplo, insistían en que Dios, siendo uno y trino, es Trascendencia absoluta y creador del hombre, al que ha dotado de su imagen y semejanza. De este modo la divinidad, por vía de Redención, se comunica a los seres humanos haciéndolos capaces de obtener la salvación. Se dibujaba con rasgos muy claros la noción de que todo poder viene de Dios y debe someterse, en consecuencia, a sus mandatos, sin que esto significara en modo alguno que pudiera identificarse con lo divino. Aun en medio de las persecuciones, los autores cristianos —y así habían tratado también de explicarlo a los emperadores— enseñaban que todos los súbditos están obligados a obedecer los mandatos de las autoridades siempre que éstos no los obligasen a ir contra la ley de Dios.

Pero Diocleciano y los que con él se reunieron en Nicomedia tenían conciencia de que la reacción oficial romana había caminado hacia un endurecimiento porque el cristianismo era un peligro sustancial, es decir, que afectaba a la esencia misma del Imperio y del helenismo. No hay que hacer demasiado caso de las calumnias, a veces un tanto ridículas, como aquellas que les acusaban de adorar a un asno o de consumir en sus ágapes carne de niño. El secreto en que se veían obligados a mantenerse los cristianos para evitar las persecuciones de que podían ser objeto, facilitaba la tarea de los calumniadores. Aunque algunas leyendas posteriores tratan de mostrar a Marco Aurelio bajo una luz favorable —de hecho es cierto que sentía cierta repugnancia por los castigos materiales—, hemos de tener en cuenta que es durante su reinado cuando tres autores plantean la cuestión en la forma en que, en el 302, reclamaba una «solución final». Hablamos de la Invectiva contra los cristianos de Fronton, de la Vida de Peregrino de Luciano de Samosata y el Discurso verdadero de Celso.

De ellos, es Celso el que resulta más importante por las noticias correctas que había conseguido reunir acerca del cristianismo. Fiel a las enseñanzas del neoplatonismo, afirma que la «divinidad» es Trascendencia absoluta y, en cuanto tal, separada de inmanencia de manera insalvable. En consecuencia, el cristianismo debía reputarse como irracional ya que pretende que las dos naturalezas, divina y humana, se reúnen en una misma persona, Jesús. En consecuencia, esa irracionalidad se convierte en un peligro completo, pues afecta al núcleo mismo del pensamiento helénico. Coincide en esto con lo que siglo y medio más tarde moverá a Juliano, llamado el Apóstata, a una defensa del helenismo. No se trataba, en este caso, de destruir a cada cristiano sino la doctrina que los sustentaba. Algunos maestros cristianos opusieron a esta acusación un argumento: el helenismo había progresado, ciertamente, hasta descubrir la unidad divina creadora, pero sólo la revelación cristiana permite al hombre franquear ese límite dando así una explicación completa de lo que la ciencia helénica había conseguido descubrir.

Así, Justino, uno de estos grandes maestros, en línea con lo que Filón de Alejandría y el IV Evangelio habían dicho, explicó que Cristo es el Logos platónico cuya identidad —«en el principio»— divina y creadora era posible conocer precisamente por la Revelación. En el siglo III, las piezas estaban ya colocadas de tal manera que el choque entre las dos mentalidades, helénica y cristiana, se tornaba inevitable y decisivo: no era posible tratar de convivencias; se trataba de decidir cuál de ambas iba a convertirse en cimiento para construir el futuro. Y ese futuro incluía a Europa.

Cómo se llega a la decisión de Nicomedia

Las sectas que, tomando prestadas algunas dimensiones de las religiones mistéricas, buscaban algunas vías de acercamiento al helenismo, fueron consideradas por las autoridades romanas como no menos peligrosas que el propio cristianismo. Ahora todos acudían a Roma, porque allí estaba la sede de Pedro, a quien el mismo Jesús había considerado cabeza de la Iglesia. Cuando San Ireneo —venido de Esmirna y que llegaría a ser obispo de Lyon— llega a esa ciudad, afirma claramente que «todas las iglesias necesitan convenir con ella a causa de su preeminente potencia», «siendo la más grande, más antigua y mejor conocida de todas», «fundada y establecida» sobre aquellas columnas que fueron Pedro y Pablo.

De modo que, desde principios del siglo III, si no antes, la Iglesia asumía, lo mismo que el Imperio, la defensa de la romanidad. Ireneo recordaba asimismo cómo la racionalidad del ser humano, sostenida por Platón, es capaz de descubrir, aunque de modo imperfecto, la existencia de un Dios creador; sólo la revelación permitía completar y perfilar adecuadamente esa idea. En su obra fundamental, Adversus haereses, el santo obispo de Lyon daba un paso importante. La fe nos permite descubrir cómo la naturaleza humana, dañada por el pecado original y «recapitulada» por Cristo, puede alcanzar su plenitud en la salvación. Porque Jesús, nacido en cuanto hombre de la Virgen María, siendo Dios, ha tomado carne humana para «rehacer al hombre a imagen y semejanza de Dios». Tenemos instalada una de las piedras básicas de la «europeidad», el reconocimiento de esa elevada dignidad. No era necesario relegar el saber helenístico.

Cerrada su primera etapa de desarrollo, el cristianismo se presentaba como una superación del helenismo, sin necesidad de prescindir absolutamente de él. Alejandría, en donde enseñaron Clemente y Orígenes, se había convertido en el gran centro del saber cristiano, como antes lo fue de los griegos y de los judíos. Un cambio que habría de resultar decisivo. Los cristianos, en el Imperio, no se sentían miembros de una secta oriental sometida a los rigores iniciáticos del esoterismo sino que, habiendo penetrado ya en todos los sectores de la sociedad, incluyendo el Senado y el palacio Imperial, aspiraban a transformarla. No estaban dispuestos a renunciar al griego y al latín, sus lenguas, ni mucho menos al saber que mediante ellas se comunicaba. Es posible que haya existido un original arameo del Evangelio, ahora absolutamente perdido, pero en aquel momento todo el Nuevo Testamento estaba escrito en griego y se traducía también al latín.

Cristianizar la sociedad, tal era la meta que se proponía. Eran muchos los obstáculos que se interponían en este camino, algunos meramente externos —como el culto oficial y al emperador o los juegos del circo, que aparecían como una verdadera «abominación»—, pero los más importantes eran, precisamente, los que venían de la fe cristiana. ¿Podían acaso un neoplatónico o un estoico admitir que el Logos, que remontaba a Platón, era la misma divinidad y había tomado carne en una simple doncella de Nazaret, como se decía taxativamente en el Evangelio de San Juan: «et Verbum caro factum est»? Una aberración. No es extraño que nacieran al costado de la Iglesia sectas empeñadas en superar las distancias, como era el caso del «adopcionismo» de Teodoto de Bizancio —que hacía de Jesús un hijo adoptivo y no natural de Dios— o el «monarquismo» enseñado por Sabelio, que parecía renunciar al dogma de la Trinidad. Todo inútil. La fe cristiana estaba ya perfectamente definida.

La Iglesia había aprovechado la tregua parcial de la primera mitad del siglo III para fortalecerse. De esto se trató en la reunión de Nicomedia del año 302: había llegado a convertirse en una peligrosa enemiga del helenismo. Algunos de los más prestigiosos maestros cristianos, como Hipólito o Tertuliano, recomendaban incluso una cerrada hostilidad contra aquél, pues lo consideraban la fuente de donde nacían las desviaciones. Algunos gobernadores provinciales seguían aplicando mano dura y produciendo martirios que justificaban la pervivencia de la enemistad. Pero en medio de estas vicisitudes se ordenaba la jerarquía, se fijaba el rito del bautismo y de la eucaristía, principales sacramentos, se empezaba a disponer de edificios y también de medios materiales, más abundantes por cuanto eran personas acomodadas las que accedían a la fe. Aumentaba considerablemente el número de fieles que habían nacido dentro de una familia cristiana. Naturalmente, y como una consecuencia del crecimiento cuantitativo, se registraban casos de desorden en la conducta: adulterio, homicidio y apostasía son mencionados como pecados muy graves. El papa Calixto I hubo de aclarar que el número de veces en que puede otorgarse el perdón mediante la penitencia no tiene límite. Así se definía una de las doctrinas que alcanzarán especial relieve en la cultura europea: nunca debe considerarse al pecador como irremisiblemente perdido.

Los cristianos, que mostraban un claro repudio a ciertas costumbres romanas, como el circo, el teatro, la homosexualidad y el aborto, heredaron de Roma la solidez del matrimonio, elevando su nivel. Suprimían las diferencias de rango entre las uniones considerándolas a todas como de pleno derecho ya que el sacramento «hace de dos una sola carne y un solo espíritu» (Tertuliano). Así, la familia pasaba a ser la base misma de la sociedad y, en definitiva, de la Iglesia. Tras el golpe llevado a cabo por el Ejército en el año 250, entronizando a Decio, ya no eran posibles las vacilaciones. Había que estar con el cristianismo o contra él. Decio, el mismo año 250, mediante un decreto, aclaró la cuestión: la ciudadanía romana se identificaba con el culto a los dioses, de modo que abstenerse de él pasaba a ser considerado como delito de lesa majestad. Todos los ciudadanos debían proveerse de un certificado (libellus) que garantizase que habían cumplido esta obligación. La pena asignada a tales delitos era la de muerte, aunque la intención iba contra los dirigentes y no contra los simples fieles.

Muchos cristianos sacrificaron. Otros sobornaron a los funcionarios imperiales para proveerse del documento sin haber sacrificado. Pero el Emperador y sus consejeros tuvieron la sensación de que era posible llegar a un desarraigo total. En el 258, Valeriano dispuso que se diera muerte a obispos y presbíteros y se confiscaran todas las propiedades. El desastre frente a los persas que costó la vida al César impidió que se llevara a completo término el proyecto. Galieno, que merece cálidos elogios de Eusebio, decidió suspender la persecución, abriendo un nuevo plazo de tregua de cuarenta años. El cristianismo seguía siendo religio ilicita. Una situación que merecía riguroso examen según los consejeros de Diocleciano: ¿qué solución era más aconsejable para resolver el problema?

La Iglesia se encontraba ahora ante una muy difícil coyuntura: al permanecer fuera de la ley carecía de los recursos necesarios para mantener el orden y la disciplina. Ahora se planteaba una fuerte cuestión moral: ¿los que por debilidad sacrificaran o se proveyeran de documentos que probaban que no eran cristianos, podían ser reintegrados al seno de la Iglesia? La Iglesia, agrupada en torno al Papa, contestaba que sí; el perdón, «hasta setenta veces siete», así lo demandaba. Pero los rigoristas, que siempre son fuertes en los movimientos religiosos, respondían negativamente. Novaciano, clérigo de gran influencia, los dirigía. Cornelio, de Roma, y Cipriano, de África, aprovecharon la oportunidad para definir con absoluta claridad esa doctrina que se inserta en las raíces mismas de la europeidad: claro es que los lapsi habían pecado; pero ningún pecador, habiendo hecho «verdadera y fructuosa penitencia» puede ser rechazado sin misericordia. Es la puerta abierta a una posible recuperación. Los novacianos, como es fácil suponer, perdieron la partida. Es muy notable que los seguidores de Novaciano escogiesen para sí mismos ese término, katharoi (puros), que volveremos a encontrar en el siglo XII.

Las querellas internas tampoco se cerraban en vacío. La Iglesia recurría a asambleas regionales (concilia) y, frente a sus detractores, iba fijando por escrito y cada vez con mayor claridad su doctrina. De modo que los embates doctrinales, tanto los que venían de dentro como los que se ensayaban desde fuera, contribuían a su fortalecimiento. El helenismo, por su parte, consciente de la gravedad del peligro, también procuraba los medios para su afirmación. Necesitaba una plataforma doctrinal más sólida que aquella que le ofrecía su propia tradición.

Ammonio Saccas, maestro alejandrino de comienzos del siglo III, trató de presentar un personaje, Apolonio de Tyana, que pudiera presentarse como alternativa a Jesús. Los cristianos presentaban a su Mesías como el que había dado la explicación final del judaísmo. Ahora Apolonio —se trata de una figura inventada— iba a proporcionar la base definitiva del helenismo. Un discípulo de Ammonio, Plotino —que escribió un libro, Enneada, base para sus enseñanzas en Roma— reactivó el que podemos llamar a partir de ahora neoplatonismo. La influencia de Plotino, fallecido en el año 270, fue extraordinaria: afirmaba que el mundo es bello y bueno, albergando al mismo tiempo unidad y pluralidad. Hay un supremo Dios providente, como Platón ya había descubierto, pero a él se encuentran subordinados otros muchos dioses, que pueblan el Panteón tradicionalmente aceptado y que comparten esa calidad única que es la divinidad; no hallaba inconveniente en admitir que de ella participaba también la potestad imperial. El hombre está dotado de una capacidad intelectual suficiente para alcanzar, por vía de ascenso, el descubrimiento de ese Dios, primer Motor, pero la separación entre Él, trascendencia absoluta, y la naturaleza humana es tan completa que resulta imposible admitir que algo de esa divinidad haya sido otorgado a algún ser humano. En consecuencia, el cristianismo, edificado sobre las mentiras de Pablo de Tarso, era, según Porfirio (232-305), contemporáneo de Diocleciano, algo tan peligroso que el Imperio tenía que destruirlo si quería supervivir. Añadía: si Cristo resucitó, como afirmaban sus discípulos, ¿por qué no se apareció a Pilato y a Herodes, resolviendo de este modo la cuestión? Sin duda, concluía, porque esta pretensión era falsa.

También Hierocles, autor del Logoi philaletheis, influyó poderosamente sobre Diocleciano y su equipo empujándolos a la búsqueda de esa «solución final» para el problema: destruir el cristianismo antes de que sea demasiado tarde. De hecho, esta observación resultaba muy verosímil. Había dejado de ser un movimiento oriental apoyado sobre las bases del judaísmo. Las noticias no permiten dudar de que se hallaba implantado en las cinco naciones de Occidente, en donde se registraban decenas de sedes, algunas sumamente vigorosas. Antes del año 300 pudieron los obispos de Hispania, aprovechando la suspensión de las persecuciones, celebrar un concilio en Iliberris, cerca de la actual Granada.

Crecía la calidad social y la influencia de los cristianos. Prisca, esposa de Diocleciano, y su hija Valeria no ocultaban la simpatía que la nueva religión les merecía. Cuando se desató la persecución, Constancio Cloro mostró una deliberada negligencia en el cumplimiento de las órdenes en las provincias que se hallaban bajo su gobierno.

Ésta fue la situación examinada en la reunión de Nicomedia del año 302. El césar Galerio llevaba, al parecer, la voz cantante del anticristianismo y consiguió convencer a Diocleciano de que había que poner en marcha los mecanismos de persecución. Ésta comenzó por la propia familia imperial y los magistrados a su servicio, exigiéndose de ellos una abjuración en regla y la participación en el sacrificio. A partir del 23 de febrero del 303 se desencadenó de una manera sistemática: primero se confiscaron los libros, vasos litúrgicos y edificios destinados al culto. Luego se dispuso la prisión de todos los clérigos ofreciéndose la libertad a quienes cumpliesen el decreto de Decio. Por último, comenzaron a aplicarse penas de muerte o de trabajos forzados a quienes se negaban a sacrificar. Desigual y cruel, esta última persecución sirvió para demostrar, ante todo, que ya no era posible acabar con el cristianismo. Muchos de los magistrados del Imperio disentían de las medidas. En consecuencia, la Iglesia salió triunfante de aquel episodio que duró siete años.

El cambio decisivo: Constantino

La persecución fue breve y desigual, mucho menor en Occidente que en Oriente. Desde el 306 todo comenzó a cambiar. Los historiadores actuales dependen de fuentes diametralmente opuestas: la muy favorable Vita Constantini asignada a Eusebio de Cesarea, que le presenta como muy poco inferior a los apóstoles, y la Historia nova de Zósimo, descubierta por Lowenklav a finales del siglo XVI, que recoge la tradición helénica y le describe como un tirano sangriento que se acogió al cristianismo porque podía otorgarle perdón de los grandes crímenes cometidos en el 326, incluyendo la muerte de su propio hijo. Es frecuente entre los autores de nuestros días hallar ecos visibles de ambas posturas. Es preciso acudir a Jacobo Burckhardt, que ya en 1853 (La época de Constantino el Grande) recomendaba prestar más atención a la época que a la persona. Constantino comprendió que la decisión de Nicomedia era equivocada y trató entonces de poner al cristianismo al servicio del Imperio. La Monarquía por él definida, como poder que se pone al servicio de la fe, informaría durante catorce siglos la vida política europea. De las tres fuerzas —helenismo, germanismo y cristianismo— que hacían acto de presencia en el espacio romano, sólo este último estaba en condiciones de formular respuestas adecuadas a los serios problemas de una sociedad que se desintegraba.

Santo Mazzarino, que se acomoda con preferencia a la metodología marxista, le presenta como un revolucionario que renunció a la defensa de un mundo que daba por agotado, y dedicó sus esfuerzos a construir otro nuevo del que la monarquía era clave: el basileus se colocaba en la cúspide de una pirámide que tenía en la fe su fundamento y en Dios —instinctu divinitatis— el origen del poder. En el curso de muy pocos años, la Iglesia pudo hacer un descubrimiento capital: el apoyo del poder político permitía cerrar las desviaciones y alcanzar las metas propuestas de cristianizar la sociedad. Entre estas metas había una de singular y absoluto valor: todos los seres humanos pueden ser conducidos a la salvación eterna. Por su parte, ella comenzaba a descubrir las ventajas que se derivaban de la existencia de un poder único en la Tierra, semejante al que corresponde al reino de los Cielos.

Constantino había nacido en el año 274 de una mujer de rango inferior, por lo que el matrimonio de sus padres no podía pasar del concubinato, de acuerdo con la ley romana. Fue, además, disuelto en el 293 a fin de que Constancio Cloro, al ingresar en la tetrarquía, pudiera casarse con Teodora, hija de Maximino. Aunque destinado a una carrera militar brillante, Constantino quedaba fuera de las líneas de sucesión. En el 305 tanto Diocleciano como Maximino renunciaron a su condición de Augustos siendo sustituidos por Galerio y Constancio. A la muerte de su padre (25 de julio del 306), Constantino recurrió al apoyo de los soldados para proclamarse emperador. Lo mismo hizo Majencio, hijo de Maximino. Los dos pretendientes decidieron unir sus fuerzas vinculándose por medio del matrimonio del primero con Fausta, hija del segundo. En todo el Occidente, la persecución contra los cristianos quedó interrumpida. Ahora Helena era la madre del Emperador. Era ya un hecho que la batalla contra el cristianismo se había perdido.

Poco antes de su fallecimiento, acaecido en abril del 311, Galerio publicó un edicto que suspendía todas las medidas contra los cristianos y pedía a éstos que rogasen a su Dios por el Imperio y por el Emperador. Esto significaba el reconocimiento como religio licita. Cuatro emperadores, titulándose augustos, reclamaron el poder. Ahora Constantino en Occidente y Licinio en Oriente, unían sus fuerzas contra Majencio y Maximino Daya. En la tradición posterior, cuya fiabilidad parece discutible, los segundos aparecen como los enemigos del cristianismo; simplemente son los vencidos. Tres batallas —Turín, Verona y Puente Milvio— dieron a Constantino el dominio sobre todo Occidente. No es un azar. Las seis diócesis, África, Italia, Hispania, Galia, Britannia y Germania, durante algo más de un decenio aparecieron formando unidad. Milán sustituía a Roma, aunque ésta conservara la vieja parafernalia, como capital de ese Imperio. Todo el Occidente parecía ahora cristiano, aunque los fieles siguieran siendo una minoría.

La decisión de Milán

Puente Milvio tuvo repercusiones muy notables sobre la conciencia de los cristianos, aunque resulta difícil interpretar con precisión el detalle de los sucesos. Eusebio dice que cuando los soldados marchaban sobre Roma apareció una gran luz en el cielo, que autores tardíos interpretaron como el signo de la Cruz. Pero también podía interpretarse como señal de los dioses de la antigua Roma anunciando el cambio. Lactancio, que escribe en un momento más próximo a los sucesos, afirma que Constantino tuvo un sueño que le indicaba la conveniencia de poner un signo religioso en sus escudos. Pero no aclara más. Tras la conquista de la capital, el propio Emperador no haría referencia alguna a estas noticias singulares. En el arco triunfal que erigió puso una frase, instinctu divinitatis, que encaja muy bien con la política seguida por Diocleciano. El signo implantado en los escudos puede interpretarse como anagrama de Cristo, pero no todos los autores están de acuerdo.

Cualesquiera que sean las circunstancias, Puente Milvio aparece ligado a una motivación religiosa de gran trascendencia. No se trataba de suspender simplemente la persecución, pues ni Constantino ni Majencio la habían practicado y ahora se encontraban con el edicto de Galerio que oficialmente la suspendía. Tampoco podemos radicalizar las posturas, de modo que sería excesivo presentar la guerra como un enfrentamiento entre cristianismo y helenismo. Eusebio, que escribe a cierta distancia de años, proporciona la noticia de que Constantino había recabado la ayuda de Jesucristo, lo que significaba adquirir un compromiso que iba más lejos de una simple suspensión de los decretos. En otras palabras, el cristianismo debía obtener su reconocimiento sin cortapisas. Eliminados los rivales, Constantino y Licinio convinieron en reunirse en Milán, donde el segundo contraería matrimonio con Constancia, hermana de su colega, trazando al mismo tiempo planes para el futuro gobierno del Imperio. «Ambos a dos, por acuerdo y decisión común, redactaron una ley perfectísima en el más pleno sentido en favor de los cristianos» (Eusebio).

En todo este proceso hay un detalle que, sin duda, nos llama poderosamente la atención. Licinio daría publicidad a este edicto que garantizaba la existencia al cristianismo, precisamente en Nicomedia (13 de junio del 313), la ciudad donde, once años antes, se tomara el acuerdo para su eliminación. Al cabo de tres siglos, alcanzaba la meta deseada de religio licita, pero en gran ventaja en relación con el judaísmo pues éste contaba con el respeto de las autoridades mientras que la Iglesia iba a disponer del apoyo. Se comprende bien la magnificación de la madre del Emperador, Santa Helena. Dada la condición de la doctrina cristiana, el equilibrio que ahora se otorgaba no podía ser duradero: la convivencia entre las tres doctrinas era difícil, tal vez imposible.

Licinio había buscado el apoyo de las comunidades cristianas para imponerse a Maximino en las provincias orientales. Muy pronto, con los cuatro grandes ejes —Jerusalén, Antioquía, Corinto y Alejandría—, el cristianismo se convirtió en factor dominante en aquella mitad del Imperio. Pero en Occidente era tan sólo un sector minoritario. Constantino se enfrentó a Licinio para conseguir un reparto que le resultara más favorable, incorporando los Balcanes, salvo Tracia, a sus dominios. Luego firmaron una tregua. Roma, que conservaba el Senado, aunque despojado de su antiguo poder, se preparó a resistir en nombre de la vieja aristocracia senatorial que consideraba el abandono de los dioses como un anuncio de desastres.

Nace Constantinopla

Ahora, durante ocho años, asistimos a una definición de dos grandes espacios culturales marcados por el predominio de dos lenguas, latina y griega, como expresiones básicas para el entendimiento y la administración. Oriente, que invocaba antiguas raíces, afirmaba su superioridad: en ella residía la raíz del pensamiento helénico y era, también, la plataforma esencial para el cristianismo. Sólo África, en estos momentos, había alcanzado un grado semejante de cultura. Pero aquel vasto mundo oriental era, a su vez, la yuxtaposición de tres elementos, con diferencias mucho más profundas que las que, hasta entonces, se habían percibido en Occidente. Estaba la Hélade, cuya lengua era la griega. Pero Siria, donde el arameo era la forma común de expresarse, rememoraba el tiempo de los seléucidas. Y Egipto conservaba, junto a su memoria histórica gloriosa, el copto. Mucho más preocupantes eran las diferencias que comenzaban a advertirse en el cristianismo, anunciadoras de esa división tripartita entre ortodoxos, nestorianos y monofisitas. De esto nos ocupamos más adelante.

Por eso la guerra que, finalmente, se produjo entre Constantino y Licinio, y que concluyó con la derrota y ejecución de este último —es falsa la idea que a veces quiere transmitirse de un emperador penetrado de sentimientos cristianos— tuvo en cierto modo el carácter de un choque entre dos mundos. El resultado de la misma puede definirse también como una conquista de Oriente por parte del afortunado general. Constantino mostró su preferencia por Oriente, que contaba con todas las ventajas imaginables. Hizo una breve estancia en Roma, en el año 326, para celebrar las Vicennalia y esto sirvió tan sólo para convencerlo de que nada podía esperar ya de esa ciudad, envuelta en las nostalgias de un brillante pasado, del que se resistía a separarse: Curia, monumentos, Senado, Capitolio eran cosas viejas. Necesitaba crear un mundo nuevo con estructura política nueva también.

El Imperio, expresión de un «ecúmene» mediterráneo, cedía el paso a la Basileía, que aportaba una nueva y muy fuerte conciencia de sacralidad. Decidió que necesitaba de una nueva capital, desde luego en Oriente, que llevara su nombre como hacían los antiguos monarcas helenísticos. Así Constantinopla, Antioquía y Alejandría, perpetuando nombres ilustres, se convertían en los tres pivotes de un nuevo edificio, una monarquía destinada a ser cristiana, aunque todavía no se definía así. Roma quedó abandonada a su suerte: ciudad meramente administrativa, al margen del desarrollo económico, gloriándose de una perennidad que carecía de justificación. Ninguno de los emperadores posteriores fijaría allí su residencia, prefiriendo Milán. Pero en ella anidaba el viejo espíritu en que los futuros creadores de europeidad, como Benito o Gregorio, serían educados. Sin percatarse de ello, los sucesores de Constantino prestarían a la Iglesia un gran servicio: la sede de Pedro guardaba distancias respecto al palacio imperial y, con el tiempo, haría de Roma «su» ciudad.

Todo esto resulta evidente. Pero surge en nosotros la pregunta de por qué escoger la pequeña colonia griega de Bizancio, cuyo clima es durísimo, con calor ardiente en verano y vientos fríos que en invierno vienen del interior de Rusia. Años más tarde se cantarían sus excelencias, al hallarse situada entre dos tierras y dos mares, justificando además una presencia en el que ahora consideramos lado europeo. Según Paul Lemerle, fueron tres las razones fundamentales que movieron a Constantino y todas están relacionadas con el esfuerzo que se realizaba para crear una nueva Monarquía. Ante todo podía convertirse en fortaleza inexpugnable si era capaz de conservar la vía marítima, y así se demostró. Se hallaba justo en el centro de esa larga línea de frontera que va del Rin al Éufrates, por donde discurrían las tropas que garantizaban la seguridad del limes. Era, por último, fácil garantizar los suministros de trigo mientras se dispusiese de las amplias reservas de Anatolia. Luego se añadió otra cualidad: nunca se habían producido martirios de cristianos ni espectáculos sangrientos; estaba en condiciones de presentarse impoluta para la nueva era que comenzaba.

La nueva capital fue inaugurada por Constantino el 11 de mayo del 330. Finalizaba un tiempo de elección del princeps por el Senado y se entraba en un sistema dinástico que caracteriza en adelante a las Monarquías, pasando luego a encarnarse en Europa. El poder pasaba del soberano reinante a sus hijos o parientes, de acuerdo con la designación que de ellos se hiciera. Dos condiciones —la designación por Dios que reconoce el nacimiento y la transmisión hereditaria— acabarán imponiéndose como características esenciales de la europeidad.

Aunque se construyera un gran circo para las cuadrigas, gran espectáculo nacional, y se celebraran algunas ceremonias paganas, pues Constantino aún no había recibido las aguas del bautismo, Constantinopla, nueva o segunda Roma, donde aún se empleaba el latín, era una ciudad cristiana, y griega por el hervor de su sangre. Y así durante once siglos hasta aquel día 29 de mayo de 1453 en que los turcos otomanos la tomaron al asalto, profanaron con las herraduras de sus caballos el suelo de Santa Sofía y cambiaron el destino de esta basílica y el nombre mismo de la ciudad hasta convertirla en Istambul, puerta sublime, desde donde el muecín llamaría a los fieles para la guerra santa contra Europa. Las reformas ejecutadas por Constantino explican la larga pervivencia del Imperio bizantino.

La Monarquía cristiana

Importa mucho, para el fin que aquí perseguimos, entender y explicar la trayectoria histórica de Europa, destacar el papel que desempeña Constantino, en cuanto que fue creador de la Monarquía cristiana. Sin renunciar en modo alguno al fundamento mismo de su poder, es decir, el Ejército, trató de introducir dos nuevos fundamentos: la conciencia de que toda autoridad procede de una divinidad suprema, creadora del Universo, y la ordenación jerárquica de una nutrida burocracia que obtenía sus poderes y se responsabilizaba de ellos ante el propio emperador. La aceptación del monoteísmo era, como ya tuvimos la ocasión de indicar, uno de los valores a que había llegado, por tradición neoplatónica, la propia cultura helénica. De esta manera, el Imperio, como estaba sucediendo entonces a muchas personas, acabó encontrando en el cristianismo la respuesta que disipaba muchas dudas y oscuridades en aquel pensamiento filosófico, pero no lo desmentía. De hecho y durante siglos, el método platónico será seguido por los maestros cristianos. La enseñanza acerca del Logos, que se había encarnado —«escándalo» y «locura» para los gentiles todavía en la época de San Pablo—, aparecía finalmente al llegar el siglo IV como la única que permitía descubrir y explicar la incardinación de la trascendencia en la inmanencia. En definitiva, partiendo de aquí, se podía admitir que la soberanía, no siendo divina en sí misma, procede de Dios, dando condición de santo al emperador y a cuanto con él se relaciona, comenzando por la cámara de pórfido en la que nace.

Aquí entra otra cuestión que a menudo preocupa a los historiadores: ¿fue sincero Constantino al escoger el bautismo o se trata sólo de un político oportunista que descubre que el cristianismo tiene solución al principal problema? Probablemente hay algo de verdad en ambas alternativas. Como la mayor parte de sus contemporáneos, buscaba respuesta a una cuestión vital que a todos embargaba, y acabó encontrándola, pero al final de su vida, tras una larga trayectoria. No puede decirse que fuera insincero cuando, al enfrentarse con la muerte, pidió para sí el bautismo y pudo ser enterrado con las blancas vestiduras de un neófito cristiano (22 de mayo del 337). Eran muchos los que, como él, retrasaban el bautismo que limpiaba absolutamente el alma, hasta el momento final, cuando llegaba la hora de hacer la cuenta definitiva. Tenemos datos más que suficientes para poder afirmar que el proceso de conversión fue largo y lento: comenzó seguramente en Puente Milvio, y se fue delatando en multitud de gestos externos. Sus soldados pronto llevaron el signo de la cruz.

Tenemos que prescindir de nuestras ideas para lograr adecuada comprensión de estos sucesos que marcaron el rumbo de la futura Europa. Sin que se hubieran aceptado las secuelas del politeísmo, la religión venía a ser asunto oficial: aquella que abrazaba el emperador, comunicada a todas las autoridades, afectaba a los súbditos. De este modo el helenismo quedaba condenado a desaparecer en un plazo más o menos largo. Se corría el peligro de identificarla con el estatus político. Constantino había hecho esculpir en su arco de triunfo, a la entrada del Foro, esas dos palabras: nutu divinitatis —podemos traducirlas por «gracia de Dios»— que vamos a encontrar en las monarquías hasta el siglo XX. Todo parecía supeditarse al poder imperial. Ni Milcíades (310-314) ni Silvestre I (314-335), contemporáneos del cambio, pudieron hacer nada en tal sentido; bastante tenía la Iglesia romana con reparar las terribles pérdidas de las persecuciones. Esto daba a Constantino, aun no bautizado, la oportunidad de considerarse «obispo del exterior». En los Concilios de Nicea y de Arlés, se anota la ausencia del Papa. Dos acontecimientos decisivos para el futuro.

Pues dos eran las grandes cuestiones que se plantaban como consecuencia de haberse convertido el cristianismo en religión lícita. Una afectaba a la conducta del ser humano. La otra, a las relaciones entre inmanencia y trascendencia. Los donatistas, muy arraigados en el norte de África, tendían a una especie de fundamentalismo que consideraba el pecado, cuando éste se refería a la fe, como irreversible. El Papa y los obispos en comunión con él afirmaban la doctrina evangélica del «setenta veces siete»; nunca puede negarse el perdón a quien hace verdadera y fructuosa penitencia. Constantino puso los recursos del Estado a disposición de los obispos de Occidente para que éstos pudieran reunirse en Arlés y adoptar allí esa profunda decisión que se imprime en el pensamiento europeo, aunque muchas veces se olvidara en la práctica: la validez de un sacramento no depende de la dignidad del sacerdote que lo imparte ya que éste no es sino el instrumento de Cristo. Y nunca se debe desconfiar, en absoluto, de la capacidad de arrepentimiento y enmienda del ser humano.

De este modo, la Iglesia occidental cobró unidad y, no mucho después, sería capaz de absorber a una mente privilegiada como era Agustín de Hipona. La de Oriente se enfrentaba con otro problema no menos serio, el arrianismo, formulado desde posturas no siempre coincidentes, pero que afectaba decisivamente a la capacidad del hombre para contraer méritos que conducen a la salvación. Al negar a Cristo la plenitud de la naturaleza humana —postura compartida por muy numerosas sectas en todo el Oriente— se hacía una concesión decisiva al helenismo ya que venía a restablecer las barreras infranqueables entre la inmanencia, en que se mueve el ser humano, y la trascendencia, que pertenece a Dios, como defendían los maestros neoplatónicos. Eran muchos los cristianos, incluyendo algunos obispos, que deseaban alcanzar una fórmula que fuese satisfactoria para ambas partes.

Orientado por Osio, obispo de Córdoba, Constantino tomó la decisión de convocar en Nicea a obispos de todo el Imperio —acudieron alrededor de trescientos— y pronunció ante ellos un discurso inaugural en latín (20 de mayo del 325). Quedaba claro que el Imperio, dispuesto como estaba a asumir el cristianismo, necesitaba que éste se ordenase en torno a un símbolo o unidad de fe que no ofreciera vacilaciones. Los obispos lo redactaron, pero condenando desde él al arrianismo: Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, es consustancial (omousios) al Padre y al Espíritu Santo, pues la tres personas de la Trinidad poseen unidad de esencia. Y Constantino pasaría luego la orden a todos los funcionarios del Imperio para que ayudasen a la Iglesia en este cometido. Ello no obstante, la familia del Emperador y, al cabo, el propio Constantino, acabarían inclinándose en favor de doctrinas de un templado arrianismo, porque en él descubrían la posibilidad de entendimiento.

También los godos y los demás germanos, en la medida en que se incorporaban a la romanidad —los que permanecían fuera de ella seguían fieles a Wotan o a Thor, escuchando el cabalgar de sus valquirias—, aceptaban la fórmula arriana. De modo que el símbolo de Nicea llegaría a convertirse en documento de identidad para la cultura latina y el arrianismo para la germanidad. Hasta el día, aún lejano, en que Clodoveo se convirtió y los godos se sometieron a la comunión con el sucesor de Pedro.

Un término de llegada

De este modo, abrazando el cristianismo, que no tardaría en ser reconocido como única religión lícita, la Monarquía se afirmaba como sistema que sustituía a la Polis y al Principado afirmando que el origen de la autoridad se encuentra en Dios y es consecuencia del cuidado que Él tiene con los hombres. Pero el poder (potestas) es un depósito y no una propiedad. Por esta vía, la autoridad no pierde el carácter sagrado que Diocleciano le había atribuido, pero hace de quien lo recibe un medio rigurosamente responsable de sus decisiones ante el propio Dios. Se hacía ya entonces una distinción: la autoridad, que señala cómo deben hacerse las cosas, es buena; el poder, sistema coercitivo que establecen los hombres, es apenas un mal menor necesario dada la inclinación de los hombres al mal y a la desobediencia. Esta nueva concepción que emerge de las fuentes mismas del cristianismo —así lo había expresado Jesús ante Poncio Pilato— suponía una inversión respecto a las situaciones anteriores. No había inconveniente en admitir que la elección de Dios se refería a una dinastía y no a un solo individuo. La institucionalización de la herencia, que sería reforzada después por los germanos, dio sus primeros pasos en tiempos de Constantino.

La potestad regia, heredera del ius vitae necisque, era absoluta, lo cual significaba que no reconocía ninguna otra superior con la que debiera relacionarse. Ahora se responsabilizaba ante el mismo Dios. Si el basileus y cuanto con él se relacionaba adquiría la dimensión de sagrado, esto implicaba también que se hallaba sometido a la ley de Dios. Tal vez esto influyó en que Constantino demorara su bautismo hasta el momento de su muerte. Las distinciones entre persona y oficio, que justificaban hasta entonces la existencia de dos Tesoros, Erario y Fisco, ahora se borraban, y el domicilio del emperador, convertido en Palatium, significaba ambas cosas. Las cámaras íntimas en Constantinopla se revestirían de pórfido, justificándose de este modo la noción de que el nacimiento de los vástagos de la dinastía se producía en un lugar especialmente señalado: serán llamados «porfirogénetas».

Se estableció entonces una duplicidad que será también característica de los reinos medievales: la Casa indica la persona y entorno del monarca; la Corte o Curia, aquello que se refiere a sus funciones públicas. En esta segunda se instalaba un director supremo, quaestor sacri palatii, que más adelante será llamado canciller. El Ejército, sometido directamente al Emperador, comandado por los dos magistri militum, era una fuente de poder. El dux, de donde procede duque, era en principio el comandante de una fuerte unidad de soldados a quien se había dado también poder para el gobierno de un territorio. Una verdadera nobleza, heredera hasta en el nombre de la antigua clase senatorial, se reconocía a sí misma por la excelencia del calificativo: clarissimi, es decir ilustrísimos, eran todos sus miembros.

¿Qué había sido de la antigua Roma? El Senado, al perder sus funciones aunque conservara su existencia, había pasado a desempeñar otro papel, relacionado con el gobierno de la capital, a la que se había agregado un espacio llamado «suburbicario» que le permitía funcionar como una amplia región autónoma. Coincidía en sus dimensiones con el que, más adelante, se conocerá bajo el nombre de ducado romano. Al frente de su gobierno y, en definitiva, del Senado, se hallaba el praefectus urbis, único funcionario que seguía usando traje civil y no uniforme militar. Ahora, frente a él, sobre todo a partir del sucesor de Silvestre I, el papa Marcos, se dibujaba ya el poder de la Iglesia, contando con dos dimensiones esenciales: disponía de recursos crecientes gracias a los legados y copiosas donaciones que recibía, y permanecía, gracias a la sucesión de Pedro, en el vértice de toda la jerarquía. La comunión con Roma se consideraba ya signo inexcusable de la rectitud de la fe.

El poder de los obispos de Roma, que se ejercía directamente sobre las sedes suburbicarias, iba creciendo por esta causa y por el alejamiento del emperador. Los magistrados que allí permanecían, en la medida en que se iban haciendo exclusivamente cristianos, tendían a someterse aunque sin dejar de procurar un ejercicio de influencias sobre la propia Iglesia. Para las grandes familias de Roma, siempre terratenientes, era muy importante que, en cada vacante, fuese elegido un obispo afín a su sangre o a sus intereses. Se trataba, en todo caso, de una importante y fecunda novedad. El Vicario de Cristo, que a veces asumía el viejo título de Pontifex Maximus, situado a distancia del Emperador, iba afirmando poco a poco su influencia sobre la ciudad y su entorno.

Volvamos al Imperio, convencidos de que es indispensable tenerlo en cuenta para comprender la evolución política de Europa, antes y después de Carlomagno. Se imponía el nuevo título griego de basileus, que tenía su equivalente latino en la palabra rex que las naciones latinas acabarán imponiendo. Reducido el Senado —tanto el antiguo de Roma como el nuevo de Constantinopla— a funciones municipales o territoriales de alcance limitado, Constantino introdujo la norma de acudir, para la toma de consejos, a una reunión de los altos magistrados y funcionarios de su Corte. Se la llamaba consistorio porque estaba prohibido sentarse ante el emperador, al que era debida completa sumisión. Entraban también en él consejeros que, sin ocupar concretas magistraturas, eran instrumentos del soberano, que los trataba de «amigos» o de «compañeros»: se trata de los comites, una palabra que desemboca luego en el vocablo «condes».

Se estableció ya entonces esa dualidad que los reinos medievales heredarán: había un poder político que absorbía las altas funciones administrativas, compartiendo todo esto con el basileus (todos sus miembros usaban uniforme militar); pero el poder social, guía en los valores y en la educación, se depositaba en esta nobleza que, en sus propios dominios, ejercía también funciones de gobierno. Cada villa era, en este sentido, autosuficiente, al modo como lo fueran en tiempo pasado los municipios.

Las predicciones de los autores cristianos del siglo III comenzaban a cumplirse: el Imperio estaba entrando en declive inevitable al dividirse en naciones que accedían a nuevas facultades políticas y económicas. La gran reforma administrativa del año 337, cuando ya el poder del basileus se había dividido, establecía tres prefecturas, con trece diócesis y ciento veinticuatro provincias. Todo el Occidente constituía la prefectura de las Galias con cuatro diócesis, Británica, Gálica, Hispánica y Viennense, que comprendía a Germania. Italia, con África e Iliria formaba una especie de zona intermedia, con predominio del latín, hacia las diócesis del Este, que retornaba al griego y revitalizaba las lenguas vernáculas orientales. Todo esto formaba el comienzo de una nueva y segunda Romania que, al ser despojada de Iliria y África por razones distintas, llegaría a ser la Europa de las cinco naciones.