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Una visita inesperada

Otra vez el timbre: dinnng, donnng. Alguna vecina que viene a comadrear con doña Malva, o a pedir un ramito de verde, así que abrió con la cartera en la mano y la respuesta en los labios, listo para salir, y vio enmarcada en la puerta a una muchacha, casi una niña, con una bata blanca, que trae colgada del brazo y apoyada en un gentil quiebro de cintura una cesta de mimbre cubierta por un paño blanco con cenefas azules. Parece sacada de un relato folclórico.

Pelo negro muy largo y muy planchado, flequillo infantil, inocencia y asombro en la fresca umbría de su mirada, voz cantarina y desenvuelta cuando dice que viene de parte de doña Malva a traer un pedido, andares esbeltos y graciosos cuando va a la cocina, manos pequeñas y bonitas, pero no delicadas, no frágiles, no educadas para la ociosidad, las uñas pintadas de rosa, cierta avidez en el tacto al sacar de la cesta panecillos y bollos y dejarlos muy ordenados sobre un plato. ¿No hay en ella un aire de simpleza, un pronto de vulgaridad? Y, sin embargo, también eso parece formar parte de su secreto encanto.

–¿Y entonces tú eres el huésped de doña Malva? –y mira a Tomás como si hubiera hecho una pregunta importantísima y esperase milagros de la respuesta.

Y debe de ser importante, sí, porque a Tomás le cuesta responder. Le sale un «sí» débil e impreciso, y de repente se siente angustiado y lleno de alarma.

–¿Y es verdad que tú eres catedrático?

Tomás, modesto y orgulloso, abre los brazos como ofreciendo disculpas.

–¿Y qué enseñas?

Y él piensa: «Dile cualquier cosa, muéstrale la puerta, déjala que se vaya. ¿Qué puede importarle a ella lo que tú enseñes o dejes de enseñar?».

Pero no. Mientras bajan juntos le cuenta que enseña Lengua y Literatura y que está haciendo una tesis para dar clases luego en la universidad. ¿Una tesis? Sí, un estudio sobre el teatro, porque él es un enamorado del teatro, y se adelanta a abrirle la puerta del ascensor y hace un gesto teatral para cederle el paso. ¿No le gustaba también a ella el teatro, ese artificio maravilloso donde todas las artes, la poesía, la pintura, la música, la danza, el color, la voz, el gesto, se juntan y armonizan para mostrar la vida en toda su mágica complejidad? Y ella, ingenua y pesarosa: «No he ido nunca al teatro, no sé ni cómo es».

Salen a la calle y se detienen frente a frente en la acera. «Eso es», piensa Tomás, «despídete, vete cuanto antes, huye, corre, vuela, dile: Encantado y adiós, que llego tarde a clase.» Luz fragante, cielo alto y azul, hojitas nuevas traspasadas de sol.

–Si quieres, puedes acompañarme un poco y contarme cosas del teatro, y cómo es la tesis esa que estás haciendo.

Así que, sin saber cómo, Tomás abandona su itinerario habitual y ahora camina al lado de aquella muchacha que se llama Marta, que tiene dieciséis años, que trabaja en la panadería de sus padres, que tiene dos hermanas mayores, y que resulta tan graciosa, tan atractiva, aunque es difícil definir qué tipo de belleza y de encanto es el suyo, porque su ingenuidad trasluce a veces una cierta malicia, y tan pronto parece una adolescente incauta como se vislumbra en ella a la mujer colmada de experiencia que algún día será o que acaso, sin saberlo ella misma, ya es, y lo mismo se pone solemne de tan seria que ríe por cualquier cosa, y unas veces es sofisticada y otras adorablemente vulgar, un nudo de contradicciones cuya rara conjunción resulta fascinante, magnética.

–¿Y no vas al instituto o al colegio?

–No, lo dejé, no me gusta estudiar –y lo mira de pronto arrepentida, reprimiendo con una mano en la boca una cómica exclamación de escándalo, porque no recordaba que estaba hablando con un profesor, y finge un gesto de severidad académica.

Lleva unos zapatos rojos y planos, tiene los pies pequeños y el caminar muy leve, como una bailarina de ballet. Tomás piensa que hay algo ascensional en ella, una fuerza, un soplo, que la aúpa en cada paso apenas pisa el suelo y la lleva como en volandas. «No era su caminar mortal», se le viene un verso a la memoria. Y sin embargo sus andares delatan una gracia natural que no llegará nunca a convertirse en elegancia. Morirá con el ímpetu generoso y espontáneo de la juventud, y lo demás será sólo afectación y parodia. Pero quizá esos presentimientos forzados, retóricos, son sólo un modo de defenderse del prodigio, porque a su lado Tomás se siente pesado y terrenal. Y eso que es alto, delgado y, sin ser especialmente guapo, sí resulta atractivo. Pero así y todo es desmañado en sus andares y maneras. Claro que, para una mente observadora, entrenada en las sutilezas del amor –arte femenino donde los haya–, la torpeza en el manejo del propio cuerpo debería proclamar las muchas horas de soledad y estudio que se necesitan para lograr que esa ineptitud sea el mejor y más fiable mensajero de la aristocracia del espíritu. Una contradicción acaso tan cautivadora como las de aquella muchacha que de vez en cuando entra en un portal o en un bar a dejar un pedido.

–¿Tienes prisa? ¿No? ¿Me esperas entonces un momento? Enseguida vengo –y según va se vuelve sobre el hombro para dejar en prenda de su ausencia una mirada pícara y una sonrisa angelical.

Y mientras espera (veintiséis años, catedrático de instituto, chaqueta de pana color miel, camisa blanca, pantalones vaqueros, tesis en marcha, «La poética del silencio en el teatro contemporáneo», y un horizonte más que prometedor de publicaciones, conferencias, congresos, tribunales, debates, honores académicos, además de su vocación secretamente atesorada de escritor), piensa: «Qué ridículo, qué absurdo es todo esto. ¿Se puede saber qué haces aquí a estas horas, esperando a una adolescente, ignorante y frívola, y un poco ramplona, como tantas y tantas alumnas, cuando tenías que estar ya en clase, comentando, exponiendo, interpretando a Chéjov, cumpliendo con tu deber?», y mira el reloj y otra vez se llena de un sombrío presagio de alarma. «Vete, huye, ahora que estás todavía a tiempo. Sigue tu senda, acuérdate de Hipólito, de Fausto, de Eneas, no permitas que nadie te aparte o te distraiga de tu misión en este mundo.» Pero luego, «¡Qué tontería!», piensa. «Te dejas seducir por los mitos y te asustan las fábulas. ¿Por qué vas a huir, a ver, de qué incertidumbres y peligros? ¿Cuál es tu drama, de dónde tus lamentos? Porque si quieres llegar algún día a ser escritor, tendrás que ir llenando al paso las alforjas con las experiencias propias del camino. Ensanchar tu corazón con libros y vivencias. Pero ¿por qué tienes que andar con tanto miedo por la vida?»

Y sigue esperando. Ahora le cuenta el argumento de El tío Vania para iniciarla en el teatro (al fin y al cabo está dando una clase, quién sabe si mejor y más provechosa que la que acaba de perder). Le describe la escenografía, la anima a imaginarse el jardín de una casa de campo, la indolencia de damas ataviadas con delicadas prendas estivales, suspiros y pamelas en torno a una mesa de té, la luz velada como por una gasa que le confiere al escenario una atmósfera de ensueño, y un fondo de ladridos y grillos, la guitarra, el columpio, el fastidio insufrible de un día plomizo de verano cuando no hay ilusiones ni ganas de tenerlas, y en primer plano la queja de un hombre viejo y feo, llamado Vania, un hombre de ideales, enloquecido de pronto ante el espectáculo de su vida malgastada y ya estéril. Fuera de eso apenas pasa nada, porque lo importante es justamente eso, contar qué es lo que pasa cuando no pasa nada, el relato invisible de nuestros días sin argumento, sin trama, sin apenas conflicto.

Con una sincera, casi trágica seriedad, como sólo un adolescente podría hacerlo, Marta se queda ceñuda, absorta, hasta que luego se detiene de golpe y se vuelve a Tomás con un acorde desmayado en la voz:

–¿Tú no eres feliz?

Y Tomás, que sí lo es, dice que no sabe, traiciona a su corazón cumpliendo órdenes del corazón, duda, cabecea, cita a Séneca y a Montaigne, se explaya en ese enigma donde desembocan finalmente todos los enigmas, y todo para concluir que él, como cada cual, a veces es feliz y a veces no.

–¿Y tú?

A ella le ocurre lo mismo, y se miran maravillados de la casualidad. ¿Cosas que le gustan? Leer revistas, tejer prendas multicolores, ir a bailar, al cine, cantar y escuchar canciones, salir con los amigos, y entonces se lo pasa muy bien, pero alguna vez le entra la murria y prefiere quedarse en casa, sola, sin ganas de nada, y el tiempo entonces se le hace infinito, y en esos momentos quisiera, pero aquí se calla, y él asiente, se miran, sonríen, y los dos se conjuntan en un largo silencio de solidaridad.

Eso ocurrió un martes. Cuando se despidieron, Tomás se sintió de nuevo angustiado. Se acordó de Calisto, de Romeo, de Werther, de Petrarca, de tantos y tantos que habían sucumbido al juego esencial de la vida, a la fatalidad disfrazada de promesa contra la que nada puede hacerse salvo huir lejos y para siempre, a la llamada dulce pero imperiosa de la naturaleza, al éxtasis ante el que los héroes y los sabios se vuelven mansos e ignorantes, a todo eso que él conocía muy bien por los libros y cuyo vislumbre existencial acababa de sentir como un relámpago, como un escalofrío tan hondo que le espantó que hubiera tanto abismo dentro de él, pero ya está, ya pasó, no fue nada, sólo un instante de fantasía, un accidente, una ilusión, un canto de sirena, un espejismo que se esfumaría enseguida al contacto con la realidad. De hecho, ya apenas se acordaba de ella. Por ejemplo, ¿cómo eran sus ojos? Ni idea. Los comparó con gotas de escarcha encendidas de sol, con violetas silvestres después de un aguacero, con charcos de lluvia iluminados por la luna, con piedras preciosas, unas claras, otras oscuras, otras entreveradas, porque no recordaba el color exacto y tenía que acudir a los despojos poéticos que andaban náufragos por su memoria de lector.

En un arranque de valor, o de responsabilidad pedagógica, le había preguntado al final, cuando ya se marchaba, si le gustaría ir al teatro el próximo domingo, y habían concertado una cita a la que él, desde luego, no pensaba acudir. Le mandaría con doña Malva una excusa cualquiera. Se supo tan seguro entonces de su decisión, le pareció tan inocente el suceso que acababa de ocurrir, que de pronto se sintió alegre, ágil, casi travieso, y ganas le dieron de dar un par de brincos y de echar a correr para recuperar el tiempo tan tontamente perdido. «En fin», se dijo, «cosas que pasan cuando no pasa nada.»