Otra vez se había quedado rezagado. Dio una carrerita y, enseguida, como urgido por un presagio, volvió a mirar atrás. Acababa de ver a Natalia bajo el eucalipto, observando cómo su padre y él se alejaban camino de la huerta. Estaba inmóvil, llevaba un vestido liviano de florecitas silvestres y el viento le movía el cabello y a veces le apuraba el vuelo del vestido y se lo ceñía tanto a la figura que por momentos parecía desnudarla. Dámaso miraba atrás y luego al camino y enseguida otra vez atrás. Era imposible imaginarse a una muchacha tan guapa como ella. En invierno, cuando se sentaban a la lumbre, a él le gustaba mirarla a hurtadillas, siempre tan seria, tan serena, los rasgos puros de su rostro exaltados al principio por la luz vehemente de las llamas y luego encendidos a intervalos, dorados cada vez más débilmente por el latido de las brasas. También le gustaba ver con qué esmero limpiaba cada noche sus zapatos, dale y dale con el cepillo y la bayeta hasta que los dejaba como espejos, y con el mismo primor cuidaba de su ropa, de sus cuadernos y sus libros, de su propia persona.
Aquellas noches junto al fuego eran momentos de una felicidad tan rebosante que a veces se hacía casi insoportable, por el miedo a perderla. Natalia lo ayudaba en los deberes, agarraba su mano con la suya y lo guiaba lentamente por los vericuetos de la caligrafía, y era como si los dedos de los dos fuesen bailando al compás de la frase, le leía o le contaba cuentos, jugaban al parchís o a la oca, le cortaba las uñas, lo peinaba, a veces le reñía por su desidia, lo ayudaba a organizar su colección de cromos de animales salvajes de todo el mundo. Ella era la que mejor sabía guardar silencio en esos momentos en que todos miraban como hipnotizados el trabajo incesante del fuego, mejor incluso que el padre, casi siempre torvo e insondable, pero que al rato se movía desazonado por algún pensamiento, atizaba los leños, formaba en un instante una revolución de chispas y centellas, y luego salía atufado por el humo y gargajeando a escupir al corral.
Pero un día de pronto se volvía alegre y parlanchín. Y ponía adivinanzas, contaba anécdotas, representando los diálogos como en el cine, cambiando la voz según lo fuese pidiendo la historia, hacía juegos de manos, se atrevía con alguna canción, y a veces también la madre se animaba y hacía en la pared sombras chinescas, imitaba el canto de los pájaros, contaba cuentos o sucesos reales de sus tiempos infantiles y adolescentes, allá en Santa Marta: un zorro manso que criaron de chico y les comía en la mano, una urraca a la que enseñaron a decir picardías, un manantial de agua con sabores de anís, un collar que se hizo con avispas vivas a las que les quitó el aguijón y enhebró por el culo con un hilo dorado, todas volando y zumbando alrededor del cuello, la joya más rara y preciosa que uno se puede imaginar. «¿Y dónde está Santa Marta?», le preguntaba Dámaso. «Muy lejos», decía ella, como si con ello hubiera dado la respuesta más exacta posible. Y todos entonces se quedaban callados y como maravillados ante el ensalmo de aquella lejanía.
Pero la mayoría de las noches el padre se sentaba vencido hacia delante con un codo en la rodilla y la mirada fija en el fuego, el ceño aborrascado, y con aquella capacidad suya para vivir apasionadamente la monotonía, para darle a cada instante un suspense, porque en su quietud había como un anhelo de acción, como un impulso reprimido, como si, aunque no pasara nada, todo estuviera a punto de ocurrir. Abismado en sus pensamientos, sólo decía alguna frase ocasional. La madre, por su parte, solía coser, picar patatas o verduras, trastear entre los cacharros, y si no hacía nada se quedaba con la vista en éxtasis, o bisbiseaba una oración, y a veces se notaba que la voz se le iba por un lado y la mente por otro, y entonces se le aflojaba el habla, y las plegarias se le hacían flanes en los labios. En esos instantes sólo se oía el ronroneo del gato junto al fuego. Junto a las brasas cubiertas de cenizas que el menor aire enardecía, igual que los silencios sufrían a veces el sobresalto de un suspiro.
Dámaso entonces miraba afuera, esperando, porque había un momento en que las cosas gravitaban en la luz última del atardecer, convertidas en espectros, hasta que enseguida la noche las borraba. Pero durante unos instantes uno lograba ver el alma de las cosas, tal como en otras ocasiones había conseguido verle la cara al viento. Y aunque el mundo se volvía entonces un lugar aventurado y peligroso, ellos estaban seguros entre ellos, amparados por el fuego, por el reducto del hogar, por la misma evidencia del bien. Él sabía ya que en tantos siglos y miles de años la tierra estaba toda llena de muertos, muertos hombres y muertos animales. El pan que comían, los frutos, el suelo que pisaban, todo estaba impregnado de muerte. Y algún día también ellos, los cuatro, padre y madre abajo, él y Natalia arriba, juntos ya para siempre. ¡Qué pena daba imaginar esas cosas! Se llevaba una mano sucia a la mejilla, y luego su madre se la limpiaba con la punta de un pañuelo mojado en saliva.
Pero sí, estar juntos, aunque no se hablaran ni se miraran, ése era todo el secreto de la felicidad. En el verano se bañaban juntos en la alberca, pescaban con cestas y cribas en el regato cuando el cauce iba bajo, barbitos, bogas y bermejuelas, dormían en la era los días de la trilla, cogían almendras y hacían culebras de mazapán en Navidad, iban juntos a buscar cardillos, setas, espárragos, criadillas, a apañar aceitunas, a castrar colmenas, a cazar pájaros con red, a pescar ranas de noche con linternas, a buscar nidos, a lagartos, y entre todos hacían licor de moras y de guindas, o embotaban tomates y pimientos y confitaban frutas, y hasta el gato y los perros parecían participar de esos momentos que el trabajo en común hacía maravillosos. Y a él lo mandaba todo el mundo, trae esto, ve a por aquello, estate quieto, despluma esa perdiz, remángate el jersey, dame, toma, y a él le encantaba que lo mandasen, ser útil, agradar a todos, sentirse importante en la familia. Y lo que más le gustaba era hacer trabajos en cadena: uno partía con un martillo las almendras, otro separaba el fruto de la cáscara, otro les quitaba la piel, otro las machacaba en el mortero. Iban pasando las cosas de mano en mano, todos sentados en asientos bajos, cada cual en lo suyo pero siempre juntos y solidarios.
Y lo mismo ocurría en las comidas. Por las mañanas comían migas, o pan frito, o sopa de tomate, a mediodía sólidos platos de legumbres y guisotes de caza, con entrantes de aceitunas perfumadas de tomillo y orégano, de rajitas de morcilla patatera, o unas ancas de rana, o un poquito de picadillo magro que tenía los sabores de la carne recién matada y asada en los rescoldos de la misma fogarata en que se chamuscó el cerdo, unas cucharadas de gazpacho de poleo, un platito de pestorejo, una sardinita portuguesa, bien churruscadita, y de postre quesadillas de cabra, natillas con semillas de amapolas tostadas y carne de membrillo. La cena eran huevos fritos con salchichas que tenían un cierto sabor a salazón, que el padre acompañaba con vino y los demás con bocados de cortezas untadas en el aceite aromado y caliente de la fritura, y por cima cualquier entretenimiento de alacena, algo de lomo, unas sobras del mediodía, una rebañadura de criadillas de tierra o de arroz con habas, esas habas que se comen con su vaina, deliciosamente amargas, que oscurecen el arroz y filtran apenas su fragancia a tierra fresca de huerta, y si querías más, una pera, unas nueces, un bizcocho, un bostezo final.
Sí, nada había que temer estando todos juntos. Pero acaso ese mundo había que defenderlo contra enemigos que estaban al acecho. Quizá por eso su padre escondía una pistola, además de la escopeta de caza, y se pasaba las horas cavilando, y por eso su madre rezaba y casi siempre estaba triste. Algo terrible amenazaba la armonía familiar. De esa sospecha, y de la cólera que le producía imaginar siquiera que alguien pudiese conspirar contra ellos, se alimentaban algunas de sus más sinceras fantasías infantiles. Entre otras cosas, tenía tres manías que equivalían a otros tantos conjuros. Una era decir: «Me acuerdo de todo. Me acuerdo perfectamente de todo», que lo había oído en una película y que tenía que repetir cada vez que salía y entraba en casa. Si no, ocurriría una desgracia. La otra manía era persignarse de repente, aunque estuviera en público. Metía la barbilla en el pecho, se ponía un poco de espaldas y con la mano se hacía un garabato en la cara. ¿Qué imploraba a Dios con ese signo borroso? Protección. Salud para todos. Ser acogido con benevolencia en el orden que gobernaba el mundo. Porque tenía miedo. No sabía por qué, pero se sentía amenazado, acechado por misteriosas fuerzas sobrenaturales. La tercera manía es que a un lado de la casa del campo se levantaba un monte muy greñudo, enmarañado de chaparros y jaras, erizado de riscos, que servía de escondite a una banda de malhechores, gente sin ley, capitaneada por el más grande y sanguinario forajido que conocían los tiempos. Como otros eran Drácula o Atila, éste se llamaba sencillamente el capitán Fosco. Sólo él, Dámaso, sabía que tenían su guarida en aquel monte, y los mantenía a raya con su sola presencia. De vez en cuando, para recordárselo, los amenazaba de lejos con el puño, o con un trozo de madera que llevaba en la cintura, y era un arma mortífera. Caminaba y de repente se volvía hacia el monte, el rostro deformado de ira. «¿Estás tonto o qué?», le decían su madre o Natalia si lo sorprendían en esa maniobra. Pero él sabía muy bien lo que hacía. ¡Que no se le ocurriera a aquel bandido pensar que un día lo encontraría desprevenido! Él vigilaba a todas horas. Y pensaba que si su padre supiera de su valor, de su astucia, de sus desvelos, estaría orgulloso de él. De Dámaso Molineri, porque ése era el nombre que había escogido para el héroe que libraba con el capitán Fosco y con su banda una guerra mortal.
Allí, junto a la lumbre, él recordaba todos aquellos peligros que los amenazaban y que por eso mismo hacían aún más valioso y acogedor el lugar que habitaban. Se hacía tarde y había que recogerse. Su padre era el encargado de partir y repartir el pan, y suyo era también el privilegio de matar el fuego y de apagar las luces cuando se iban a dormir. Se extinguían los últimos rumores y se hacía un silencio sin horizonte, sin orillas. No, no había que tener miedo a nada. Nunca a nada mientras permanecieran juntos. Ni siquiera a aquellos atardeceres tan cortos del invierno en que se sentía tan próxima, tan material, la angustia del tiempo que se escapa. La vida, en efecto, era breve. Y sin embargo también en el invierno era muy honda la angustia de que el verano estaba tan lejos que no acabaría nunca de llegar.
Miraba sobre el hombro sin dejar de trotar. Allí seguía bajo el eucalipto, quieta, alta, y hasta de lejos se notaba que estaba como enfurruñada por algo. Tenía trece o catorce años y a él lo consideraba no sólo un niño sino un intruso en su mundo de persona mayor. Porque sin que nadie se diera cuenta, casi de golpe, Natalia se había convertido en mujer. Todavía jugaba a las muñecas y a la comba, pero no hacía mucho que Dámaso la había sorprendido casi desnuda en la penumbra de su cuarto, con sólo unas bragas blancas, y aunque la visión resultó muy breve, fue un trance de tanta intensidad que tuvo tiempo de eternizarse en la contemplación fascinada de sus senos nacientes y ya altivos, y de aquel triángulo de sombra donde parecía ir a parar y a resolverse la suave ondulación que se iniciaba en la cintura. Aquella imagen lo perseguía muy a menudo, pero como no lograba recordarla con la precisión que le exigía su anhelo, tenía que imaginársela una y otra vez, y de tanto recomponerla ya no se acordaba del original y le resultaba todo enmarañado y medio inverosímil.
Una vez, años atrás –él era todavía muy niño–, consiguió para ella un regalo precioso, y ella le preguntó de dónde lo había sacado, de dónde, y lo agarró del brazo hasta hacerle daño, mientras lo fulminaba con los ojos, ¿a quién se lo has robado?, ¡vamos, di!, y a él se le hundió el mundo y durante un rato no supo qué decir.
¿A quién se lo has robado? Y a él nunca se le olvidaría aquel episodio, porque era la experiencia más singular y más heroica que había tenido hasta el momento. Recordaba bien que aquella casa era más grande y honda que la suya. Había ido con su madre, los dos de la mano, y había mucha gente reunida en una sala, todos sentados muy tiesos en sillas puestas contra la pared. Se oían llantos, suspiros, quejas, palabras de pesar. Sin premeditación, por aburrimiento y por hacer algo, salió al pasillo, que era muy ancho y de altas bóvedas tenebrosas donde reverberaban las palabras y parecía habitar un mundo de lamentos, y vio los zócalos que se perdían hacia lo oscuro. Entonces sucumbió a la tentación de seguirlos. Se puso a gatas, y amparado en la convicción de ser invisible, recorrió el pasillo hasta llegar a una pequeña habitación lateral extrañamente iluminada. Porque tras la puerta toda de cristales había candelabros y cirios cuyas llamas trémulas ponían en las paredes un continuo palpitar de luces y de sombras. Se levantó, abrió la puerta y avanzó atraído por una evidencia, como si ya hubiera visto muchas veces lo que habría de ver por vez primera cuando llegase y se asomase a aquel espacio ardiente custodiado por los candelabros y por el leve silbido de las llamas.
El féretro estaba calzado por unas tablas y el cadáver quedaba justo a la altura de sus ojos. Era el de un hombre grande y mayor, aunque no viejo, y Dámaso se detuvo ante él y contempló con fijeza pero sin asombro la intensa palidez de su rostro, la piel que parecía de pergamino, las manos cruzadas y enlazadas sobre el pecho, los párpados cerrados, el cabello peinado a conciencia y con la raya a un lado muy bien hecha, las mejillas cuidadosamente rasuradas, la expresión serena o quizá sólo impenetrable –el rostro que se había convertido en una cosa sin perder del todo su apariencia de vida–, y siguió mirando, esperando, porque tenía la horrible sospecha de que algo iba a suceder allí, de que aquella absoluta inmovilidad contenía una tensión que podía quebrarse de un momento a otro. El titilar de las llamas ponía en la cara del muerto una agitación de claroscuros que a veces parecía sugerir visajes y rápidos atisbos rencorosos. Parecía que todavía el alma no había abandonado del todo aquel cuerpo, que aún conservaba un hilito de vida, como el eco ilusorio que queda en las cuerdas de un instrumento musical después de extinguirse un acorde.
Vestía un traje marrón de invierno con chaleco, camisa almidonada blanca y corbata oscura, y zapatos negros lustrados a fondo. Olía a cera, a madera, a barniz, a cieno, a betún, pero todos esos olores sofocantes formaban un único olor, inconfundible, inconcreto, que no se parecía a ningún otro y que él sabía que nunca iba a olvidar. «Así que esto es la muerte», pensó, «esto es la muerte por los siglos de los siglos», y la evidencia del misterio no dejaba apenas lugar para el asombro.
Podía haber continuado allí mucho tiempo, porque por más y más que lo mirase, aquel acontecer era inagotable y no se acababa nunca de mirar, pero las voces y los llantos que llegaban rebotando en las bóvedas y el miedo a que sucediera algo, lo urgieron a volver. Y ya se disponía a irse cuando de pronto se detuvo con los ojos fijos en uno de los bolsillitos del chaleco. Algo había allí, algo abultaba y se veía apenas sin llegar a sobresalir. Algo dorado a lo que los cirios al enardecerse le arrancaban un mínimo reflejo. Dámaso sintió entonces un arrebato de codicia y se abandonó a la idea de apoderarse de aquel objeto, pero no para él sino para regalárselo a Natalia y ganarse así su indulgencia y su amistad. Y quizá hasta su admiración, porque aquel acto antes que un robo era una hazaña. Una hazaña real, y si se atrevía a ella entonces ya era digno de ser de verdad Dámaso Molineri, el héroe invencible de sus fantasías.
Entonces se llenó de valor. Se alzó de puntillas, extendió con lenta cautela una mano y durante unos instantes que le parecieron interminables urgó en el bolsillín forrado de raso intentando atrapar un objeto que se le resbalaba entre los dedos y se iba al fondo como si estuviera vivo y quisiera huir de él. Entretanto, oía las quejas y las congojas y los rezos amplificados y distorsionados por las bóvedas, y el chisporroteo de los cirios y el afán de su propia respiración. Maniobraba muy cerca de las manos del muerto y tenía miedo de tocarlas y sobre todo de que ellas lo tocaran a él. Tuvo que erguirse aún más para usar la otra mano y empujar al objeto por fuera y obligarlo a salir de lo que parecía más una madriguera que un bolsillo. En todo ese tiempo infinito, no miró la cara del muerto. Pensaba únicamente en Natalia, y tampoco se detuvo a examinar el botín sino que lo apretó fuerte en la mano y salió corriendo bajo el rumor de las bóvedas sin detenerse a cerrar la puerta, queriendo pensar sólo en Natalia pero pensando sin querer en el muerto, imaginando la furia con que lo habría mirado mientras él lo despojaba de su única pertenencia, y aturdido aún por el olor soporífero de la muerte.
Casi la misma furia con que Natalia tiró al suelo el regalo y se apresuró a limpiarse las manos en la falda. «Se lo robaste a un muerto», dijo, atónita, y dio un paso atrás con la cara llena de terror y de asco. «¡Fuera de aquí!, ¡y llévate eso lejos de esta casa! Y ten cuidado porque tarde o temprano el esqueleto vendrá a reclamarte lo que es suyo. ¡Y no quiero volver a verte nunca más!»
Pero el muerto no vino y Dámaso no se desprendió tampoco del objeto. Era un pequeño reloj de oro con una tapa de resorte, en cuyo interior había pegado un retrato de mujer, y al dorso unas iniciales entre un boscaje de arabescos.
Lo llevaba siempre en el bolsillo, y cada poco tiempo consultaba la hora. Y siempre que lo hacía se acordaba de Natalia, y le parecía ver la misma ira de entonces cuando la miraba ahora, bajo el eucalipto, ahora que empezaba ya a ser mujer y él a abandonar la edad dichosa de la infancia.