Nada más salir a la calle con su maleta vieja de hebillas roñosas y una talega llena de provisiones, Bami vuelve la cara por si su madre se ha asomado al balcón a decirle adiós. No ve sino las persianas bajadas; también ve, al pie de la barandilla, una hilera de macetas con plantas secas. Otros años, por otoño, antes de la primera helada, ella solía ayudar a subirlas al desván, donde permanecían a cubierto del frío hasta la siguiente primavera. Esta vez, a raíz de la desgracia de noviembre, su madre decidió acogerse a la tradición que manda dejar morir las plantas en los balcones y ventanas para señalar a los caminantes que, como hay duelo en la casa, no deben alzar la voz ni tocar música ni tener regocijo cuando pasen por delante de la puerta.
Bami supone que quizá su madre la esté observando a través de las ranuras. Así que, por si acaso, se despide con la mano, si no de su madre, piensa, al menos de la casa donde nació y donde ha vivido hasta este instante.
De paso el gesto le sirve para despedirse de la parra que, sin sus nuevas hojas, se alarga hasta la imposta del primer piso; de la estatuilla del santo Jancio, revestida de cardenillo dentro de una hornacina que hay sobre la entrada; de los viejos nidos de golondrina adosados a los sillares del alero; de la puerta del zaguán, provista de herrajes antiguos, y del escalón de piedra que antecede a la puerta del zaguán.
Bami se enjuga las lágrimas con la manga del abrigo. El abrigo tiene la felpa gastada y en algunos sitios descosida. Años atrás fue la prenda más preciada de su madre, que solía reservarla para las ocasiones especiales. Llevaba el abrigo cosa de un lustro olvidado dentro del armario.
–Anda, hija, póntelo –le ha dicho–. Al menos frío no pasarás. El día que ganes dinero te compras otro y éste se lo regalas a un mendigo.
Al volver la espalda a la casa, a Bami le entra la duda de haber llorado, pues en la manga con la que se ha restregado los ojos no han quedado rastros de humedad. A tal punto le incomoda la incertidumbre que, en cuanto dobla la primera esquina, deposita el equipaje en el suelo y se apresura a llevarse los dedos a los párpados. Tras comprobar que están secos, recobra la tranquilidad y reanuda su camino.
Bami encuentra a la maestra sentada dentro de su automóvil, un modesto Carde T88 de color blanco. Mientras se acerca a ella por la calle empedrada, nota que a cada paso el pecho se le va encogiendo de timidez. La maestra parece atareada dentro del vehículo. A Bami le da un vuelco el corazón cuando descubre que la maestra se está pintando de color granate, con un pincel que moja dentro de un frasco, las uñas de los pies. Ella no se imaginaba que la maestra pudiese hacer tal cosa, ni siquiera que la maestra tuviera pies.
Al percatarse de la presencia de Bami, la maestra baja enérgicamente la ventanilla y dice de sopetón, como si pidiera el santo y seña:
–Raíz cuadrada de ciento veintiuno.
Bami agacha la cabeza. Calza unos zapatos anticuados, con el cuero ajado y las lengüetas arrugadas. Hay en los labios frescos de la muchacha un temblor de susurros. Tras unos momentos de reflexión, levanta la cara para responder con voz apagada, pero segura:
–Once.
–Puedes montarte.
Bami coloca sus bultos sobre el asiento trasero y luego se acomoda en el de delante por invitación de la maestra. Dice ésta nada más poner el motor en marcha:
–Si fallas en aritmética no me echo yo a la conciencia el peso de llevarte al mundo.
El cielo está nublado. No parece, sin embargo, que va a llover. Hacia el oeste, sobre la raya del horizonte, despuntan algunos corros azules. La carretera serpea pendiente abajo. Bami ha parado la mirada en la última casa del pueblo, como con deseo de agarrarse a un lugar y un tiempo que en breves instantes serán patrimonio del pasado.
–La dulce Bami –dice de pronto la maestra, sonriente, cuando la carretera se oscurece bajo los árboles del bosque–, la niña callada. ¿Sabes adónde vas? ¿Sabes lo que te espera?
Bami, superada la vergüenza del principio, siente que se ha acostumbrado a la cercanía de la maestra, a su intenso perfume, a sus pies descalzos sobre los pedales del vehículo.
–A Antíbula voy, señorita.
–¿No te da miedo ir sola a la gran ciudad?
–Sí, señorita.
–¿Mucho miedo?
–Bastante.
La maestra vuelve la cabeza para escudriñar en las facciones de Bami el efecto de sus palabras.
–Entonces, ¿por qué no te quedas en casa?
Bami se mira, cohibida, las manos antes de responder.
–Mi madre ha dicho que me tengo que marchar.
–Vas desarreglada como una pobretona.
–Diez minutos me ha dado mi madre para llenar la maleta y salir.
–¿Insinúas que te ha echado de casa?
–No, señorita.
–Muy corto hablas, Bami. ¿También a mí, que tanto te he enseñado, me niegas tu conversación?
–Es que... –La muchacha vacila visiblemente azarada–. Mi madre se está muriendo.
–¡Bami, por Dios, qué cosas tienes!
–No quiere que la vea sufrir. Por eso me manda lejos.
–¿De dónde sacas que tu madre se está muriendo? Bien sana me ha parecido a mí cuando la he visto.
–Pues... antes de verla usted estaba mi madre atando los perros. Por un agujerito de la persiana la he visto vaciarse de sangre por la boca.
–¿Sangre?
–Mucha sangre y luego se agarraba la garganta. Hace como que está bien, señorita, pero no la crea usted. Se va a morir. –A veces Bami, cuando habla, pone los ojos en blanco, como si leyera en el interior de sus párpados–. Me ha metido prisa para que vaya a Antíbula a buscar a mi hermano. Ni siquiera sabemos dónde vive.
–Entiendo. No llores.
–No lloro, señorita –responde Bami con apenas un hilo de voz, y es verdad que no llora. Se conoce que la maestra se lo ha figurado.
A la salida del bosque, la carretera desciende a través de un roquedal alternado con helechales. Cubiertos de musgo y liquen, se suceden los peñascos. A Bami algunos de ellos le parecen muelas picadas de un ser descomunal. En su imaginación la montaña toma la forma de una inmensa cabeza enterrada boca arriba, de la que sólo es posible distinguir las piezas de la dentadura que afloran a la superficie. Piensa que los restos de niebla detenidos en las cárcavas, en los desfiladeros sombríos, en las oquedades adonde apenas llega la luz del día, son el aliento de esa boca superlativa llena de tierra, aliento que el frescor de la mañana convierte en vaho blanquecino.
El asfalto se halla en pésimo estado. Aquí y allá las orugas de los carros de combate han abierto largas heridas en el pavimento. Las lluvias y los hielos las han agrandado hasta darles el tamaño de baches profundos que la maestra se esfuerza en sortear conduciendo despacio y pasando, si hace falta, con su automóvil muy cerca del pretil que protege del precipicio. En algunas partes, los torrentes de los últimos tiempos han dejado la carretera sembrada de guijarros.
–¿Llevas dinero suficiente?
–El que le ha pagado el carnicero a mi madre y un poco más.
–Y eso, ¿cuánto hace?
–Noventa y cuatro melios, señorita.
–Quita lo que te cueste el viaje, más algo que comas...
–Comida llevo para dos días, señorita.
–Quien dice comida dice un imprevisto. Nunca se sabe. Calculo que si evitas dispendios podrás aguantar un mes en Antíbula con esa cantidad, a menos, claro está, que hayas de costear un alojamiento, en cuyo caso... ¿Piensas alquilar una habitación?
–No lo sé.
–Más te vale que encuentres a tu hermano.
–Sí, señorita.
–Si fueras una gran señora vivirías en un hotel de lujo a expensas de tus amantes.
–Ya lo sé, señorita.
La maestra hace gesto de risueña perplejidad.
–¡Caramba con la niña cándida! A ver si me vas a salir una segunda Marivián. ¿Has oído hablar de la inolvidable Marivián? Fue la actriz más grande que ha pisado los escenarios de Antíbula. Elegante como una emperatriz, bella, delicada y seductora hasta sorber el juicio a los hombres más serenos. Marivián se alimentaba de amantes como una araña se alimenta de bichos. ¡Qué mujer! Yo era muy pequeña cuando murió, pero ¡cuántas veces la habré admirado en el cine! En Antíbula vete sin falta a ver las películas de Marivián. ¿Y sabes qué? Ella no procedía de una familia de la nobleza. No, no, no. Su padre fue un simple carpintero, uno de esos que le da al martillo y sujeta los clavos con los dientes. Adivina lo que construía.
Bami se siente apremiada a decir algo.
–¿Mesas?
–¡Cajas de muertos, niña! La gran Marivián era hija de un fabricante de ataúdes. Es para morirse de risa, ¿no crees? Conque imagina las sorpresas que te podría deparar a ti también la vida.
Atraviesan en silencio un túnel excavado hará más de cien años en la roca viva. La oscuridad se alarga por espacio de un kilómetro. Los faros del automóvil iluminan un trecho reducido de caverna tenebrosa. De lo alto caen gotas gruesas que, al romperse contra el parabrisas, emiten un sordo estallido de agua reventada.
–Reza para que no nos venga un camión de frente. ¿Te aprieta el miedo?
–No, señorita.
–Pues a mí, cada vez que entro en este sitio, se me pone la carne de gallina. Sí, querida Bami. ¿O te pensabas tú que los maestros no somos humanos? ¡Ay, si yo te contara! Un día te revelaré mis secretos. Te lo prometo. Un día que regreses de visita al pueblo, jodida como suele la vida jodernos siempre a las mujeres. ¿Te asombras? ¿Creías que la señorita no sabe soltar palabrotas?
Más adelante la carretera vuelve a adentrarse en un bosque y luego atraviesa una zona de pastizales donde pacen algunos rebaños de ovejas. La bajada, interrumpida de vez en cuando por rellanos cortos, flanqueados de nogales y camuesos, ya no es tan pronunciada. Se ven algunas casas desperdigadas por las laderas verdes. Desde que Bami y la maestra salieron del pueblo no se han cruzado con ningún vehículo.
La maestra, que lleva rato arrugando la nariz, sacude de pronto la cabeza en señal de disgusto. No para de aspirar aire en tomas rápidas y ruidosas, como los perros cuando husmean.
–Bami, cielo, barrunto que llevas tiempo sin asearte. No es por ofender, pero hueles.
–Sí, señorita.
–Mira que la mujer mugrienta tiene en todas partes muy mala sociedad.
–Sí, señorita.
–¿Te gusta causar asco?
–No, señorita.
En el borde de la carretera, una señal con costras de roña indica que faltan treinta y cinco kilómetros para llegar a Aftino. De ahí a poco el Carde T88 enfila una recta que conduce directamente a un puente de piedra. Por debajo discurren las aguas del Intri. El río, nacido por aquellos montes, aún fluye con la ligereza saltarina de un arroyo. Unos metros antes del puente, la maestra se aparta de la carretera y, dando tumbos por un camino de tierra con anchos relejes de tractor, lleva el automóvil hasta la orilla de un remanso.
La maestra, nada más apearse, ha encendido un cigarrillo.
–Alégrate de tu suerte –dice al tiempo que exhala la primera bocanada–. Mejor bañera no vas a encontrar.
Bami la mira boquiabierta.
–¿Qué pasa, niña? No me digas que te da vergüenza desnudarte en mi presencia.
–No me da vergüenza, señorita.
–Entonces, ¿por qué pones esa cara de pasmada?
–Es que... yo nunca la vi fumar a usted.
La maestra fija la mirada en el cigarrillo humeante que sostiene entre los dedos. Lo observa con atención por un lado y por otro, como si tratara de encontrarle algún misterio.
–Pues ya ves. En cuanto pierdo de vista el asqueroso pueblo con sus asquerosos habitantes, mando las apariencias a freír monas. Digo ordinarieces, ando descalza, fumo, me procuro placeres y hago lo que me sale de los ovarios. No sé si lo entiendes, pero es igual. Algún día entenderás. Claro que de esto, chitón o te acuerdas. Venga, no pierdas tiempo y métete en el río, que todavía nos queda un rato de viaje.
Bami se acerca a la orilla con rápidas zancadas que demuestran su buena disposición a obedecer. Vuelta de espaldas, comienza a desprenderse de sus prendas. Las va juntando encima de una piedra que sobresale de unos juncos resecos.
Entre calada y calada, un codo apoyado en la cubierta del automóvil, la maestra mira a Bami con ceño complacido.
–Me recuerdas a mí cuando era joven.
Se recorta, tersa, blanca, la desnudez de la muchacha sobre la roca de granito que se alza en la orilla opuesta del remanso. El agua fluye con suavidad hacia una cascada que hay justo delante del puente. En las partes poco profundas la transparencia de la corriente permite distinguir con nitidez el fondo arenoso. Bami introduce cuidadosamente en el agua cristalina la punta de un pie. La saca enseguida, al sentir en los dedos una dentellada de frío.
–Menos melindres, muñeca. Cuanto antes te metas, antes acabará el suplicio.
Bami nota que el mismo viento que remece las ramas de los árboles cercanos roza su cuerpo, lo envuelve en una fresca insinuación de lamedura, y eso, además de causarle un cosquilleo deleitoso, desencadena dentro de su pecho una ráfaga de júbilo que le hace perder el temor al agua fría. Entra decidida en el remanso; ve de pronto un pez de panza plateada, y luego otro y enseguida varios más, unos largos, otros cortos y todos igual de espantadizos, y al fin no ve ninguno porque se han escapado como centellas hacia la parte oscura del cauce, por el lado de la roca. Le pica la curiosidad por saber qué peces son; pero, desnuda como está, no se atreve a preguntárselo a la maestra.
El agua gélida le cubre ahora hasta la mitad de los muslos. Sus pies han desaparecido por completo en el fondo blando. Mientras se recoge la melena, anudándola hábilmente a la altura de la coronilla, no puede apartar de su pensamiento la certeza de que, a su espalda, la maestra no le quita los ojos de encima.
Tras breve indecisión se acuclilla. Al sumergir el torso, un dolor agradable la pone al borde de gritar. Precipitadamente se lleva las manos a los pechos, convencida de que el frío los ha reventado. Su boca no cesa de expeler pequeñas nubes blancas que apenas tardan un segundo en disiparse. Con el agua hasta la barbilla, se siente de pronto acariciada por el Intri, el río más largo y caudaloso de la nación, piensa, aunque en aquel paraje de montaña, recién iniciado su trayecto, no rebase los cuatro metros de anchura. Sin saber por qué, le entra la risa. Se frota la cara con fuerza, como quien se entrega afanosamente a unas abluciones; pero a la maestra no le pasa inadvertido que Bami está intentando ocultar su alegría.
–¿Te diviertes? Por mí puedes alargar el goce tanto tiempo como te apetezca. Eso sí, yo me largo dentro de cinco minutos, ni uno más, ni uno menos. Caminando sin parar y contando con que no te pierdas, imagino que mañana por la noche habrás llegado al puerto de Aftino. ¿Qué me dices?
–Salgo ahora mismo, señorita.
La maestra, consumido el cigarrillo, arroja la colilla a la corriente. Luego saca del automóvil una vieja manta que le sirve para cubrir el suelo del maletero. Descalza, acude al encuentro de Bami, que está tiritando de frío junto a su ropa. Tras mandarle que la aparte y se ponga ella de pie encima de la piedra, la maestra frota con la áspera manta los hombros, la espalda, los abultados pechos de la muchacha sin reparar en miramientos.
–Abre las piernas.
Cruzada de brazos, Bami se deja secar dócilmente.
–Abre más.
La muchacha separa sin vergüenza ni temor los muslos de modo que a la maestra no le resulte difícil alcanzar con un cabo de la manta la parte más recóndita de su entrepierna.
–A tu edad y semejante madeja –dice la maestra en tono de reproche–. ¡Hija, ni que estuvieras criando lana para hacerte un manguito! Vamos, sujeta.
Y mientras Bami, todavía temblando, sostiene la manta con sus dedos amoratados, la maestra se dirige al automóvil en busca de unas tijeras de manicura. Con ellas rebaja aquella estopa densa que oscurece el bajo vientre de la muchacha.
–Así está mejor, ¿no crees?
–Sí, se-ño-ri-ta.
A Bami el castañeteo de dientes apenas le deja articular palabra.
–¿Seguro?
–Por su-pues-to que sí, se-ño-ri-ta.
Bami se echa el abrigo por encima de los hombros porque así se lo ha pedido la maestra, y por la misma razón desciende de la piedra. La maestra, entretanto, se desabrocha la blusa; da un giro al sujetador a fin de tener el cierre a mano para soltarlo; tras lo cual se saca la prenda por un costado y, tendiéndosela a la muchacha, le ordena que se la ponga. Es un sujetador de blonda con bordados en azulón, tirante fino y un lazo de adorno entre las dos cazoletas. Bami está vivamente impresionada. Nunca ha llevado sujetador y este que le ha regalado la maestra no guarda semejanza alguna con la sencilla lencería de algodón que usa su madre.
Al final es la maestra quien, advirtiendo el estupor de la muchacha, le ajusta la prenda al pecho y se la cierra.
–Me da dolor de ojos ver que andas con las tetas sueltas. Si no lo remedias, el día menos pensado te las pisarás al caminar.
–Es usted muy buena, señorita.
La maestra, luego de asegurarse de que nadie la observa ni desde el puente ni desde algún lugar de la espesura, se ha bajado rápidamente los pantalones y se ha quitado las bragas, hechas del mismo tejido y provistas de idénticos bordados que el sujetador.
–Toma. Hoy tiro la casa por la ventana.
–Que Dios se lo pague.
–Sí, hija, porque tú con noventa y cuatro melios no creo yo que... En fin, cuida bien estas prendas. No dejes que te vea nadie con ellas puestas para que no te confundan con lo que no eres. Y sobre todo y por encima de todo, Bami, no menstrues en las bragas.
–Como usted diga, señorita.
Al poco rato, están las dos de nuevo dentro del automóvil dispuestas a reemprender la marcha, y de manos a boca la maestra se vuelve a Bami y le dice:
–¿Sabes una cosa, cielo? Mientras te vestías me ha estado quemando una brasa dentro de la cabeza. Suerte has tenido de que yo no sea varón. Te habría derribado con mis brazos poderosos, me habría arrojado sobre ti y te habría penetrado hasta saciarme con tu sufrimiento. Abre bien los ojos cuando estés en el mundo, Bami. Deberías precaverte de los deseos que despiertas. Esto dicho, quiero que me saques de una duda. ¿Tú te habrías dejado penetrar por mí?
Bami responde amilanada, pero sin vacilar:
–Sí, señorita.
La maestra se la queda mirando un instante a los ojos, como tratando de escrutar en el fondo de ellos. De pronto arrea a Bami un bofetón que produce dentro del automóvil un fuerte chasquido de carne maltratada.
–Esto para que aprendas.
Bami intuye que la maestra acaba de transmitirle una enseñanza importante para la vida; pero no sabe cuál, quizá porque no ha prestado suficiente atención. Eso la angustia a tal punto que no se atreve a apartar la mirada de los labios pintados, severos, de la maestra, en la esperanza de que en cualquier momento se separen el uno del otro y dejen salir por la abertura unas palabras que apaguen su ansiedad.
A Bami las mejillas le arden de vergüenza más que de dolor. En pensamiento implora a Dios que le conceda el alivio del llanto, e incluso frunce los párpados en un esfuerzo por achinar los ojos, como si tal cosa bastara para extraer del lagrimal una gota.
–¿Te gusta que te peguen?
–No, señorita.
–Acerca la cara.
Bami la acerca. Sus fosas nasales absorben el hálito tibio y tranquilo que exhala la maestra.
–Saca la lengua.
Bami obedece.
–Métela en mi boca.
Al pronto, Bami vacila ruborizada; pero después, impelida por el miedo a decepcionar a la maestra, se lanza a cumplir con vehemencia lo que ésta le ha mandado. Percibe en primer lugar, con su lengua blanda, medrosa, un sabor vagamente terroso de pintalabios y enseguida la dureza rectilínea, por arriba y por abajo, de las dos filas de dientes que limitan el conducto de entrada. Una tímida presión le basta a Bami para vencer aquella resistencia.
Ahora nota un tacto como de entraña blanda que le resulta de todo en todo agradable; y nota al mismo tiempo una humedad templada, acogedora, con sabor a tabaco; y nota cómo la lengua de la maestra empuja la suya hasta apretarla contra el cielo de la boca; y nota de repente, cuando ya no la puede mover, un dolor grandísimo que la obliga a echar la cabeza hacia atrás a toda prisa.
Aplica la boca al dorso de la mano y al retirarlo descubre en él una hilera de puntos sanguinolentos.
–¡Serás idiota! –vocifera la maestra fuera de sí–. ¿Cuándo mierda vas a aprender a desobedecer?
Bami rompe a sollozar con la cara hundida en la cuenca de sus manos. La maestra se las aparta de un tirón. Acto seguido profiere cerca de su oreja un grito terebrante:
–¡Mírame!
Y tan pronto como Bami vuelve los ojos hacia ella, le sacude una sonora bofetada en la misma mejilla que hace un rato.
–¿No entiendes que no debes hacer siempre lo que te mandan? ¿No lo entiendes? ¡Mírame!
Por la cuenta que le trae, Bami se abstiene de revirar la cabeza. Los sollozos se le han terminado como por ensalmo. No siente frío ni calor. No siente nada. Con el rabillo del ojo advierte que la mano de la maestra se aproxima a ella lentamente. Viene precedida de una sutil vaharada de perfume. La maestra le acaricia en silencio la nuca antes de darle un beso rápido en el sitio donde le ha golpeado en dos ocasiones.
–¡Uf, niña! –dice la maestra, suspirante, ya calmada–. Cuesta abrirte más que a un coco.
De nuevo en la carretera, rumbo a Aftino, Bami alza la mano a la manera de los colegiales bien educados que piden la palabra en el aula. Conserva la postura por espacio de varios minutos, esperando en balde que la maestra se digne prestarle atención. Al fin, como se le cansa el brazo, lo baja. Un rato después lo vuelve a levantar.
Atrás han ido quedando mientras tanto las primeras aldeas del camino: Aedro de Arriba, Aedro de Abajo, Babimtas, Daer..., cada una con su iglesia más parecida a un fortín que a un lugar reservado al recogimiento y la oración; iglesias antiguas, de gruesos muros de piedra renegrida, salpicados de aspilleras, vestigio de las luchas sostenidas en el pasado contra la nación vecina.
La ruta ha entrado en una zona de labrantíos y campos de frutales. Sube y baja de colina en colina, con algún que otro tramo llano por medio. Desde algunos altos despejados se avista el mar, apenas una franja de color indefinible en la distancia.
Poco antes de llegar a los arrabales de Aftino, Bami reúne valor para romper el silencio.
–Señorita –dice con ojos entornados y ánimo de halagar–, no tengo que ser como soy.
La maestra se hace la sorda. Incluso vuelve ostensiblemente la mirada hacia el lado contrario.
–En Antíbula cambiaré.
A Bami el mutismo de la maestra se le figura una invitación a seguir hablando. Supone que de no ser así ya le habría interrumpido. Resuelta a sincerarse, quiere evitar a toda costa un monólogo como aquellos a que solía forzarla su padre en la cocina de casa. Forma pensamiento de decir cosas breves, desgranándolas igual que si fueran las cuentas de un rosario, y, entre una y otra, callar. Cree que de ese modo dispondrá de tiempo para sopesar cada frase antes de pronunciarla. De paso escudriñará en las facciones de la maestra el efecto de sus palabras. Al menor gesto de disgusto, dice para sí, parará de hablar.
–Cambiaré, señorita. A Dios y a usted encomiendo mi promesa. Allá, en Antíbula, ¿quién me conoce? Nadie sabe de mí. Sólo mi hermano. Mi hermano hace años que no me ve. Me recordará de niña. Cómo soy ahora, no se lo puede imaginar. Quizá se haya olvidado de mí. Eso dice mi madre. Que no nos escribe porque ya nos borró de su recuerdo. Quizá lo avergüenza contar dónde nació. Que tiene parientes en un pueblo de Pratabernel. Ni siquiera estoy segura de poder encontrarlo. Quizá viva con una mujer, como mi otro hermano, y yo le estorbe. Señorita, allí seré distinta. Allí naceré otra vez, pues nadie me conoce. Hablaré con la gente. Me esforzaré por agradar. Siento miedo, pero ya se me pasará. Se lo prometo. Me acordaré mucho de usted. Usted es buena. ¡Los pies de usted son tan bonitos! La visitaré si vuelvo. La visitaré si no me pasa nada malo. Y si usted permite que la visite. Señorita..., yo... le agradecería que me hablase.
La maestra da a Bami unas palmadas afectuosas en la rodilla para mostrarle que, pese a todo, no está enfadada y que comprende o aprueba lo que ha dicho.
A eso de la una de la tarde, Bami se apea del Carde en una explanada de aparcamiento contigua a una de las dársenas del puerto. Se conoce que en Aftino ha debido de llover por la mañana. Los automóviles tienen la carrocería mojada y hay charcos de agua reciente repartidos por el asfalto. El cielo presenta, sin embargo, algunos resquicios azules, augurio de una probable mejora del tiempo. A veces se asoma el sol por uno u otro; pero no aguanta sino un rato, lo que tarda en venir a cubrirlo la nube siguiente.
Nunca antes había estado Bami en el puerto de Aftino. Con atenta curiosidad tiende la mirada a todos lados mientras la maestra, dentro del automóvil, se peina, retoca sus labios ante el espejo retrovisor y termina de calzarse.
Llama la atención de Bami un revuelo de gaviotas chillonas que se disputan en el aire un despojo. Sopla una brisa fresca, olorosa, que deja en la boca de la muchacha un regusto salado. Al fondo, detrás de una alambrada a la que han sido fijados diversos carteles publicitarios, se alza la popa de un buque mercante de cuyas entrañas tres o cuatro grúas altísimas no paran de sacar contenedores.
La maestra declara a Bami su intención de acompañarla hasta un edificio acristalado que hay frente a la verja de entrada al recinto portuario. Allí, en la planta baja, según les ha explicado el vigilante del aparcamiento, se halla instalado el puesto de venta de pasajes. Al llegar encuentran largas colas de gente delante de las ventanillas abiertas al público. Un letrero de grandes dimensiones, colgado en la pared, anuncia que el próximo barco zarpará dentro de dos horas.
Bami se ha colocado en la fila que a su parecer se mueve más deprisa. No tarda en percatarse del error; pero ya es tarde para buscarle remedio. De vez en cuando avanza un paso. Cuenta entonces de nuevo las personas que tiene delante. El resto de la espera lo pasa embebida en el examen de fisonomías y vestimentas. La variedad de tipos la colma de plácido asombro, que alcanza un grado próximo a la exaltación al percatarse de que nadie a su alrededor la mira mal ni la señala con dedo acusatorio; que su presencia, en suma, no disuena en medio del gentío.
A veces vuelve los ojos hacia la maestra, que se ha quedado al cuidado de la maleta y la talega de las provisiones. Sentada con las piernas cruzadas en un banco de madera, a la luz del ventanal, la maestra escribe unas líneas a bolígrafo en una esquina de periódico. Con el trozo de papel hace después un canutillo y lo enrolla hasta darle forma de cáscara de caracol. A Bami le vienen al recuerdo las manos de su padre cuando liaba cigarrillos. En esto, ve a la maestra quitarse la gargantilla y extenderla encima del regazo. Pende de la cadena un pequeño medallón de plata que tiene forma de concha. Entre las valvas, articuladas por una charnela, ha encerrado la maestra el caracolillo de papel.
Cuando por fin le llega el turno a Bami, la maestra se pone de pronto a su lado y se adelanta a pagar de su dinero un billete de segunda clase con derecho a camarote individual.
–Señorita.
–Tú déjame a mí.
Bami está tan agradecida que, al salir a la calle, no puede aguantarse las ganas de besarle las manos a la maestra.
–No seas pegajosa, niña. Los besos de sumisión mejor los guardas para el anillo pastoral. Antes de despedirte, quiero que te retires conmigo a donde nadie nos oiga. Necesito que me hagas un recado en Antíbula. Después, buen viaje.
La muchedumbre se arremolina ante la verja de acceso al muelle de embarque. Abrazos, voces, pañuelos y ademanes de despedida. En lo alto de un poste, un letrero advierte que sólo se admite el paso a las personas provistas de pasaje. Flanquean la entrada dos torres de ladrillo rematadas en garita. Rodea a éstas un balcón desde donde atalayan sendos guardias de aduanas, cejijuntos, bigotudos, con el arma en posición.
Más allá, amarrado con gruesas cadenas por la banda de babor, aguarda el barco de pasajeros que cubre la línea Aftino-Antíbula. Filas de viajeros cargados con valijas y paquetes suben a él por las distintas rampas. Sobre la amura destacan las enormes letras del nombre, estarcidas en blanco: CRUZ DE ANTÍBULA. A Bami, a primera vista, el barco se le figura un castillo de acero. No concibe que semejante mole pueda flotar.
En la trasera de un almacén, a cubierto de la brisa y del bullicio de la muchedumbre, le dice la maestra:
–He sufragado tu viaje a cambio de un servicio que has de hacerme sin falta en Antíbula.
–Sí, señorita, con mucho gusto.
–Será cosa de poco momento con tal que encuentres el lugar. Hubo tiempo atrás un bello, un terrible, un imperdonable desatino en mi vida. No precisas de mayores explicaciones. Sería, además, largo, muy largo de contar. De una pasión traicionada procede mi amargura. Sí, Bami. Yo soy una mujer triste, una mujer vacía, que para consolarse no tiene otra salvación que unos vicios ocasionales. Seguro que no entiendes. ¡Eres tan dulce y buena! Algún día entenderás. Tampoco pretendo asustarte. Baste con que sepas que he sufrido, que aún sufro y que malvivo con los dientes apretados por causa de un rencor que no se me despega. Día y noche me pudre la sangre. ¿Me ayudarás?
–Lo estoy deseando, señorita.
–Por boca de fiar averigüé, va para tres semanas, que la causa de mi rabia vive domiciliada en cierto edificio de Antíbula. Será su escondite, digo yo. Grábate bien las señas. La calle es la de Natenés; el número, el 17; el piso, un sotabanco, al parecer de mala muerte, ante cuya puerta se acaba la escalera. No me preguntes por dónde queda la calle. Pasa de quince años que no visito la capital. Me consta, eso sí, que el edificio da al río, no lejos de su desembocadura. En qué orilla, lo ignoro. Confío en que con estos datos acertarás a orientarte. Si quieres te los apunto.
–Los llevo en la memoria, señorita. Natenés, 17, arriba del todo.
–Muy bien, Bami. Te llegarás a esa vivienda lo antes posible. Si nadie te abre, vuelves más tarde. Vuelves otro día. Vuelves y vuelves hasta que te reciba la persona que habita en el sotabanco. Le entregarás esta gargantilla en mano.
A este punto, la saca de un bolsillo de su chaqueta y se la coloca a Bami en torno al cuello para evitar, según dice, que la pierda durante el viaje.
–No necesitarás –prosigue– explicarle quién te manda. La gargantilla hablará por ti. No abrigo intención de ocultarte que contiene un mensaje. Un mensaje lleno de dolor, de odio, de inmundicia humana. No lo saques de la concha, Bami. Te lo suplico. No quiero que te salpique su suciedad. Además, se te podría caer al mar, te lo podría arrebatar el viento, podría llegar a manos de algún extraño.
–No se preocupe, señorita. No lo sacaré.
–¿Me lo prometes?
–Se lo prometo por Dios, señorita.
–Agradezco tu comprensión. Te ruego, por último, querida Bami, que me escribas una vez hayas entregado la gargantilla. Cuéntame qué cara puso, qué hizo, si lloró, si se mesaba los cabellos. Yo corresponderé a tu carta con otra en la que recibirás cumplida respuesta a todo lo que me quieras preguntar. A todo, Bami. A todo, te lo juro.