Capítulo 2

LA INVASIÓN

Hasta el último momento pareció que se podía evitar la guerra con Francia. El 20 de febrero de 1823, Vicente Bertran de Lis, comerciante y banquero valenciano de confusa trayectoria política, escribía a París a James de Rothschild para pedirle que expusiera a las autoridades francesas sus planes para derrocar el gobierno y poner en su lugar otro dispuesto a hacer los cambios políticos que exigía Villèle.

La maniobra, que contaba con la complicidad del rey, empezó el 19 de febrero de 1823, cuando, después de la clausura de las sesiones extraordinarias de las cortes, Fernando VII destituyó al gobierno que presidía San Miguel, de predominio masón, moderado en temas de política interior, pero desafiante y radical frente a Francia y a la amenaza europea. Aquella misma noche se produjo un alboroto gravísimo en Madrid: un grupo llegó a asaltar el palacio real, con gritos de «¡Muera el rey, muera el tirano!» y actos de violencia que aterrorizaron a la reina, y se instaló en la calle una mesa en que se recogían firmas para pedir que la Diputación permanente de las cortes nombrara una regencia que reemplazara al monarca. Asustado, Fernando VII hubo de retractarse.

Mientras tanto, James de Rothschild había realizado la gestión que le habían encargado y le enviaba a Bertran de Lis, con fecha de 2 de marzo, una respuesta alentadora «de arriba»: «Si se hacen modificaciones satisfactorias en las personas y en la forma del gobierno español, como consecuencia de la crisis en que se encuentra, el ejército francés esperará los resultados hasta el primero de abril, y se puede proceder con la seguridad que en este caso no atravesará la frontera antes de esta fecha».

Bertran de Lis le contestaba el 20 de marzo. Había habido problemas; pero aunque el rey se había visto obligado a salir de la capital aquella misma mañana, «los ministros que tienen que reemplazar al ministerio actual marchan también hacia Sevilla» y podrían entrar pronto en funciones. Este ministerio alternativo estaría encabezado por dos radicales cercanos a los comuneros, Álvaro Flórez Estrada y Lorenzo Calvo de Rozas, partidarios de negociar con los franceses y de introducir los cambios políticos que éstos pedían, para evitar jugarse la supervivencia del régimen en una aventura bélica incierta.1

¿Por qué se había producido este retraso? La legislatura ordinaria de las cortes se había inaugurado el día primero de marzo y el rey —que no había podido asistir porque todos estos sucesos habían acentuado los males que padecía— había nombrado, haciendo uso del derecho que le daba la constitución, un gobierno de predominio comunero, el de Flórez Estrada-Calvo de Rozas, que Miñano calificaba de «ministerio anarquista», pero que estaba dispuesto a negociar con los franceses. Pero sus enemigos masones seguían dominando en las cortes y precipitaron la decisión de hacer el traslado del gobierno a Sevilla, antes de que los ministros salientes pudiesen leer las memorias justificativas de su gestión, algo que debía preceder reglamentariamente a la toma de posesión de los nuevos. Esto significaba que, mientras durase el viaje, el viejo gobierno seguiría en funciones y, como la apertura de las sesiones en Sevilla se había fijado para fines de abril, la maniobra implicaba que el nuevo gobierno no se instalaría antes de esta fecha y no podría negociar a tiempo de evitar la invasión.

El rey, aterrorizado por las amenazas que había recibido e implicado en los proyectos negociadores de los comuneros, se resistió primeramente al viaje, pretextando, con toda una serie de certificados médicos, que estaba enfermo. Pero los masones no estaban por contemplaciones y una comisión dominada por ellos decidió que el viaje a Andalucía sería bueno para su salud. Fernando supo que en las cortes se decía «que yo saldría de Madrid de todos modos, pues que si no podía viajar en coche, me llevarían atravesado y atado en un burro» y aceptó partir el 20 de marzo. Así empezó aquel viaje alucinante de ida y vuelta, que a la ida vio cómo los pueblos «ocupaban a bandadas el camino y, recibiendo con desdén a la familia real, aplaudían a las cortes y daban muestras de un hervoroso entusiasmo por la constitución», y que tendría, al cabo de medio año, un regreso tan distinto, con los mismos pueblos aclamando al rey absoluto y persiguiendo a quienes poco tiempo antes habían aplaudido.2

Del lado francés la guerra se había preparado en poco más de dos meses, reuniendo tropas y suministros en la frontera: se hicieron unas provisiones enormes —30 millones de raciones de pan, 50 millones de arroz, 20 millones de sal, 12 millones de aguardiente... con 29.000 caballos y 3.300 mulas para los transportes— que a menudo llegaron tarde y retrasaron el avance del ejército debido a su mismo volumen. Todo se hizo mal y a unos costes muy elevados. Mientras tanto, Martignac, que acompañaba a Angulema como comisario civil, organizaba a toda prisa una llamada Junta provisional de España cuya misión era dar cobertura a la actuación del duque de Angulema, jefe de la fuerza expedicionaria, con el fin de presentar como una guerra civil española lo que no era otra cosa que una invasión francesa.

Los «cien mil hijos de San Luis» empezaron a atravesar la frontera española el 7 de abril de 1823, sin haber declarado previamente la guerra (el gobierno español no lo haría hasta el 23 de abril). El ejército invasor, dividido en cuatro cuerpos y uno de reserva, estaba mandado por generales que habían luchado con Napoleón, algunos de ellos en la guerra de la Independencia (al llegar a Madrid, «los soldados veteranos que habían hecho la guerra de España mostraban de lejos a sus compañeros más jóvenes los monumentos más notables»). Las fuerzas que entraron inicialmente en España estaban integradas por unos 90.000 soldados, pero aumentaron a lo largo de la campaña y al final eran unos 120.000, 75.000 de los cuales se retiraron al acabar la guerra, mientras quedaban unos 45.000 hombres como cuerpo de ocupación que debía dar apoyo al régimen absolutista restaurado. Es difícil saber el número de los combatientes realistas españoles que les acompañaban —las estimaciones van de 12.500 a 35.000—, pero no conviene sobrevalorar la importancia militar de unas fuerzas que hasta entonces habían sido repetidamente derrotadas por el ejército regular español. Chateaubriand reconocía que las guerrillas realistas no valían demasiado y un dicho francés aseguraba que «el ejército de la fe había perdido la esperanza y pedía caridad».

A ese conjunto de fuerzas los constitucionales sólo le pudieron oponer un ejército de 50.000 hombres —menos de la mitad que el de sus enemigos—, unas plazas fuertes con las defensas en estado precario, un gobierno interino, unas cortes que erraban por los caminos y un rey enfermo y aterrorizado.3

Tal vez sea este el momento de decir algo acerca de Fernando VII y de su personalidad: de ese hombre que ha sido objeto de un juicio unánimemente desfavorable, tan odiado por los liberales como por los absolutistas. Tenía en aquellos momentos treinta y ocho años de edad, ya que había nacido el 14 de octubre de 1784 en El Escorial. Que pudiese ser hijo ilegítimo de un fraile del mismo monasterio —según pretende una leyenda poco verosímil— es una suposición que sólo se basa en la fama de corrupción de su madre, María Luisa, de quien el agustino González Salmón decía que tenía en palacio «un burdel o serrallo» de jóvenes escogidos por sus cualidades físicas.

Hay, sin embargo, demasiada truculencia en todo lo que se ha escrito sobre estos personajes. Se ha hablado, por ejemplo, de la «tolerancia» por parte de Carlos IV de las relaciones de Godoy con su esposa: unas relaciones que el propio Fernando se encargaba de divulgar en versitos de propaganda contra Godoy, en los que, refiriéndose a éste y a su madre, se decían cosas tan refinadas como esta: «Con la reina se ha metido / y todavía no ha salido. / Y su omnímodo poder / viene de saber... cantar. / Mira bien y no te embobes, / da bastante AJIPEDOBES. / Si lo dices al revés / verás lo bueno que es». Las cartas de los reyes nos muestran, en cambio, que los dos admiraban el talento de Godoy y lo consideraban insustituible como consejero. Eso, con el añadido de la cortedad y la afabilidad de Carlos IV, basta para explicar su comportamiento, sin olvidar que al parecer el rey no conoció la infidelidad de su esposa hasta mucho más tarde, en los últimos momentos de su vida.4

Al nacer no parecía que Fernando hubiese de reinar, ya que tenía dos hermanos mayores; pero la muerte les alcanzó a los dos antes de que el recién nacido cumpliese un mes de vida. Enfermizo y deforme (parece que sufría disostosis craneofacial, un defecto hereditario caracterizado por deformaciones del cráneo y la cara y, con frecuencia, por déficit intelectual, del oído y del olfato), a los cuatro años padeció un «vicio de la sangre». Por aquel tiempo moría su abuelo, Carlos III, y su padre empezaba a reinar. Con este motivo reunió unas cortes, las de 1789, que anularon el «Auto acordado» sobre la sucesión a la corona española publicado en 1713 por Felipe V, y juraron a Fernando, que todavía no había cumplido cinco años, como príncipe de Asturias y heredero de la corona. A los once años volvía a caer gravemente enfermo, con «una enfermedad lenta, duradera, a quien no vencen la pericia de los mejores médicos, ni la eficacia de los remedios más activos».5

No recibió una buena educación. Su primer preceptor, el padre Scio, duró poco en el cargo; le sucedió el obispo de Orihuela, fiel a Godoy, que proyectaba dar al príncipe, que acababa de cumplir doce años, un programa que consistía en una hora de latín, otra de historia y media de baile por las mañanas, y una de gramática por las tardes, excepto los sábados, dedicados a la doctrina cristiana. Los dos maestros que debían llevar a la práctica este programa eran el padre Bencomo y el canónigo Escoiquiz, que sería quien acabaría haciendo la faena y dando una hora diaria de enseñanza al príncipe durante cuatro años seguidos, hasta que las intrigas en las que se mezcló motivaron que se le expulsara de palacio. Poca y no muy adecuada educación para un futuro rey absoluto de las Españas. Pero tal vez lo más grave fuese haber escogido para dársela a un intrigante como Escoiquiz, habituado a la simulación. Si del Fernando adulto se ha podido decir que era mentiroso, falso e hipócrita, hay que tener en cuenta que se le había educado para que lo fuese.6

Cuando cumplió dieciséis años se empezó a pensar en su matrimonio. Se escogió a María Antonia de Nápoles y se concertó un doble matrimonio: el de Fernando con María Antonia y el del príncipe heredero de Nápoles con una infanta española. El casamiento se celebró por poderes en Nápoles, en agosto de 1802, y se ratificó en Barcelona el 4 de octubre del mismo año, al llegar los napolitanos. En aquel momento, la princesa María Antonia tenía dieciocho años, igual que su prometido. Según la duquesa de Abrantès, no era muy alta, pero tenía nobleza y dignidad, un falso aspecto saludable «que se hacía remarcar de forma poco agradable en el excesivo volumen de su pecho», pelo rubio y nariz aguileña. «Su aire era majestuoso y un tanto severo», pero cuando sonreía el rostro «se iluminaba con una dulce luz». No muy bella, pero «por encima de todo, muy princesa». Por lo que se refiere a Fernando, tenemos el retrato que su misma esposa hizo de él: «Llego a Barcelona, desembarco: los reyes. Hago una genuflexión, beso la mano y el rey, que es un hombre todo corazón, aunque poco cultivado, me toma por el brazo y me lleva a la carroza, hablándome en napolitano. Bajo de la carroza y veo al príncipe: estuve a punto de desmayarme. El retrato, que parecía más feo que atractivo, era un Adonis comparado con el original; y es tímido [...]. Al cabo de un rato nos condujeron a nuestra habitación y me puse a llorar, maldiciendo el momento en que había consentido tal cosa y a la persona que me había engañado».

La reina de Nápoles, madre de la novia, que utilizaba la correspondencia para chismorrear con sus amigas, decía en una carta de 17 de octubre de 1802: «La pobre Antonieta se desespera con su suerte. Escribe unas cartas que os hacen fundir en llanto [...]. El marido tiene un aspecto horrible, una voz que da miedo y es un memo». El «horrible aspecto» hacía referencia sobre todo a la gordura de Fernando, que era un glotón y llegaría a pesar más de cien kilos; la «voz que da miedo», al falsete del príncipe. Cottugno, médico del rey de Nápoles, había dicho, al ver al novio en Barcelona, que la gordura y la delicada voz de Fernando hacían dudar de su capacidad para engendrar sucesión. En el diario de un notario napolitano se lee: «Se dice que nuestra María Antonieta no está nada contenta del príncipe de las Asturias, que parece que es un estúpido y se dice que también es impotente».7

La conducta de Fernando en esos años daba motivos para justificar los temores —después parece haber sido sexualmente bastante más activo, recorriendo los prostíbulos de Madrid en compañía del duque de Alagón—. En noviembre de 1802, la suegra escribía: «Mi hija se desespera de vivir en esa corte, raza y país. El marido es un necio total, ni siquiera un marido en el sentido físico, y un pelmazo que no sale de su habitación». Diez días más tarde insiste en que «no es ni animalmente su marido». Pasan los meses y el 3 de marzo de 1803 precisa los detalles: «Un marido necio, indolente, vil y simulador y que no es ni hombre físicamente. Y ya es grande que a los dieciocho años no se sienta nada, y que a fuerza de orden y persuasión se hagan inútiles pruebas sin resultado ni fruto: sin placer ni efecto». Fue necesario esperar a septiembre de 1803, cuando ya había transcurrido cerca de un año de vida en común, para que Fernando, instado por el embajador de Nápoles, consumara el matrimonio.

Los textos que tenemos de la propia María Antonia no son, al principio, nada halagüeños: «El príncipe está siempre encima mío: no hace nada, ni lee, ni escribe, ni piensa nada, nada. Va, viene, se deja caer en una silla, abraza a la dama, salta encima de la camarera, viene, dice unas palabras, pregunta mil cosas y así todo el día [...]. Un marido que no entiende lo que le digo, que me hace ruborizar de vergüenza por las groserías que hace a la gente y que, cuando se habla de cosas cultas, se pone a hablar de comida o de paseos». Poco a poco, no obstante, esta actitud se modificará. En el verano de 1803 escribe: «El príncipe, infeliz, no ha sido educado. Es bueno, pero sin instrucción ni talento natural. Ni siquiera es despierto: mi antípoda. Y yo, para mi desgracia, no le quiero». En noviembre su madre ya escribe: «Antonieta empieza a acostumbrarse a su suerte». Y a comienzos de 1805 será la misma esposa de Fernando la que diga: «Este país me agrada y la gente es de mi gusto». Es evidente que la muerte prematura de esta mujer privó a Fernando de una compañera inteligente que hubiera podido equilibrar su carácter y cambiar su personalidad. María Antonia, que padecía tuberculosis, cayó enferma en 1804 y murió dos años más tarde, en mayo de 1806, cuando tenía poco más de veinte años (los partidarios de Fernando no vacilarían en decir, sin fundamento alguno, que había sido envenenada por orden de Godoy).8

Fernando estuvo más de diez años sin esposa, en los tiempos más dramáticos de su vida, sometido a influencias como la de Escoiquiz —que aunque había sido apartado de la corte se mantenía en contacto constante con el príncipe por escrito—, que le avivaría los resentimientos contra sus padres y contra Godoy, y se convertiría en su maestro de simulación y servilismo, condiciones que exhibió en los turbios incidentes del proceso del Escorial. El motín de Aranjuez, nacido de una conjura aristocrática contra Godoy, le dio por primera vez la corona en marzo de 1808, pero ese primer reinado duró sólo unas semanas y acabó en una nueva etapa de tensiones, bajezas e incertidumbres, desde las abdicaciones de Bayona al cautiverio de Valençay, donde Fernando dio muestras de envilecimiento con escritos de adhesión a José Bonaparte, felicitaciones al emperador por las victorias que obtenía en España e incluso la denuncia a los franceses del hombre que había acudido a liberarle.

Napoleón lo describe en esos momentos con poca simpatía: «Es un hombre que despierta poco interés. Estúpido hasta el punto de que no le he podido sacar una palabra. Sea lo que sea que se le diga, no contesta; tanto si se le riñe como si se le hacen cumplidos, nunca cambia de gesto». A este retrato moral, el general Foy añade el físico: «Aunque grande, su aspecto carecía de elegancia; sus movimientos eran bruscos, su mirada insegura y su juventud carecía de frescor. Hablaba poco y no era fácil ver si era por timidez o por disimulo. No se le conocían vicios ni virtudes». Pasó aburrido los cinco años de cautiverio en la residencia de Valençay, propiedad de Tayllerand, en compañía de su hermano Carlos que rezaba (y se hizo cambiar su dentadura natural por otra postiza) y de su obeso tío Antonio, que se dedicaba a bordar y a cultivar legumbres en el jardín, sin que ninguno de ellos parezca haber tenido interés en entretenerse con los libros que abundaban a su alrededor. Cuando Napoleón le propuso que volviese a España, Fernando le contestó lleno de dudas; pero acabó firmando un tratado secreto, que la regencia no podía aceptar, ya que se había decidido que no se reconocería ningún acuerdo que el rey firmase mientras no estuviese en libertad. Finalmente Napoleón dejó partir a los príncipes el 13 de marzo de 1814 y Fernando, antes de irse, escribió a la regencia: «En cuanto al restablecimiento de las Cortes, como a todo lo que pueda haberse hecho durante mi ausencia que sea útil al reino, merecerá mi aprobación como conforme a mis reales intenciones». No había pasado ni un mes antes de que decidiera todo lo contrario.9

Fernando —que no tuvo ninguna aventura amorosa en los años de cautiverio, a pesar del interés de Napoleón por proporcionarle candidatas— volvería a encontrar compañía al casarse con la princesa portuguesa Isabel, que parece haber sido de mejor temperamento que sus fieras hermanas, María Francisca y María Teresa, la temible «princesa de Beira», que serían las esposas sucesivas y las inspiradoras de las ambiciones del infante Carlos. Pero Isabel —que un pasquín describía, de manera poco piadosa, como «fea, pobre y portuguesa»— vivió poco más de dos años. La tercera boda, concertada en 1819 con la princesa María Josefa Amalia de Sajonia, fue un desastre. Porque si bien era «joven [tenía quince años al llegar a España], [...] de gran belleza y angelical carácter», resultó ser tan devota y aburrida que, al año del casamiento, el rey añoraba a la difunta Isabel, ante «los escrúpulos y grave sosera de la Amalia». Aguantó diez años, con una paciencia ejemplar, a la mujer, sus versos ramplones y los rosarios constantes, y parece haber sentido sinceramente su muerte, aunque le representaba una liberación. Esta experiencia explica la alegría que manifestó al descubrir que su cuarta esposa, María Cristina, era una muchacha alegre y vivaracha.10

Cuando se siguen de cerca los incidentes de la vida de Fernando, se puede advertir la permanencia en él de unos determinados rasgos de carácter: cobardía, temor de cualquier actuación que pudiese conducir hacia la revolución (tenía siempre presente cómo había acabado, hacía pocos años, su pariente Luis XVI de Francia), recurso a la mentira y a la simulación para sortear los momentos difíciles, y capacidad de soportar todas las humillaciones en silencio, incubando un odio que aflorará en forma de venganza cuando llegue la hora del triunfo. Pero, por encima de todo, hay en él soledad y desconfianza: una desconfianza que los años se encargarían de justificar al ver que le fallaban todos aquellos en cuya lealtad había confiado, incluyendo a su hermano. Uno de sus ministros, el marqués de las Amarillas, ha sabido pintar esa mezcla de timidez y terquedad que se daban en él, el hábito de reír cuando no quería contestar una pregunta que le incomodaba y el conjunto de rasgos que integraban «aquel carácter inexplicable con que le dotó el cielo», incluyendo su inseguridad, que justifica esta conclusión: «No sabía ni ser buen rey, ni déspota vigoroso».11

Todavía hay otro rasgo de esta compleja personalidad que conviene señalar para entender algunos de sus actos. A pesar de la testarudez que demostraba en ocasiones, Fernando solía actuar de acuerdo con los estímulos que recibía de quienes le rodeaban. En sus cartas se nos aparece de acuerdo con el talante de la persona a quien van destinadas. Esto explica el contraste entre la correspondencia que mantenía con un energúmeno como Ugarte, en la que formulaba deseos de venganza con expresiones feroces, y la que sostenía con un personaje moderado, como su secretario Juan Miguel Grijalva, donde mostraba con más franqueza sus preocupaciones: su obsesión por la falta de dinero (que necesitaba para pagar al servicio y para comprar muebles y objetos para el palacio real de Madrid, saqueado por las tropas de Napoleón, donde un visitante francés comprobaba en 1826 que había un mobiliario pobre y pasado de moda), la ternura con que está pendiente de las enfermedades de Amalia, o rasgos como el de pagar en secreto de su bolsillo una edición de las obras de Moratín y preocuparse personalmente de supervisar sus detalles. Hay que recordar, finalmente, que era un hombre enfermizo y débil —son frecuentes las noticias de sus ataques de gota, que le obligaban a ir a Beteta a «tomar las aguas»—, incapaz de practicar la caza como su padre y su abuelo, y dedicado, por ese motivo, a ejercicios bastante más tranquilos como el de abrir con una plegadera las hojas de libros que no leía: y así le encontramos pidiendo a Grijalva, «los tomos octavos del diccionario de Miñano», añadiendo, por si podíamos tener dudas de lo que se proponía hacer con volúmenes repetidos de un diccionario geográfico: «pues sabes lo que me gusta despegar las hojas». Las dos imágenes que nos dan sus cartas, la feroz de las destinadas a Ugarte y la más cálida y humana de las que escribe a Grijalva son válidas por igual, aunque parezcan contradictorias. Las dos se integran dentro de la compleja personalidad de este carácter, poco estimable, pero muy lejos de la simplista figura del «rey felón», pintada en blanco y negro por muchos historiadores.12

Este era el hombre que el 10 de abril, mientras llovía a cántaros, llegaba a Sevilla, donde trece días más tarde se abrían las sesiones de las cortes y se nombraba un nuevo gobierno de predominio masón, del cual era jefe efectivo Calatrava, ya que una nueva conspiración había conseguido que el ministerio formado por los comuneros no llegase a ejercer el poder ni un solo día. Fueron estas unas cortes «frías y melancólicas», aunque en ellas se pronunciasen discursos inflamados, y en las que lo más importante era lo que se fraguaba al margen de las sesiones —en una reunión de los masones se propuso incluso matar al rey—, en unos días caracterizados por los enfrentamientos personales y la fragmentación de los partidos.

Mientras tanto, los franceses se adentraban por España, aunque no se puede decir que hiciesen la guerra, porque apenas hubo guerra. Con la única excepción de Mina, los jefes militares a quienes el gobierno había confiado el mando de los cuerpos más importantes del ejército lo traicionaron y facilitaron a los franceses una penetración rápida y sin combates. Pese a las exageraciones de la propaganda oficial francesa, empeñada en convertir la campaña de España en una gran victoria militar para dar lustre a la dinastía restaurada, la verdad es que los combates fueron de una insignificancia ridícula. Lo reconocían los propios franceses. Martignac, que lo vivió de cerca, confesaría que, desde un punto de vista militar, la guerra «no se puede considerar para Francia más que como un acontecimiento de orden inferior y de interés secundario», y que hablar de grandes victorias era producto «de la exageración del halago». El barón de Damas, protagonista de algunas de las acciones más destacadas de la campaña de Cataluña, diría que en su conjunto la guerra no había costado al ejército francés «más gente de la que perdemos en los hospitales en los años ordinarios», es decir, en los años de paz. Y el mariscal Oudinot, que mandaba el primer cuerpo del ejército de Angulema, concluiría: «Lo que me más me molesta y me incomoda es que esta gente se cree que ha hecho la guerra». Lo que no impediría que el gran fabulador que era Chateaubriand hiciese proclamar a la prensa: «Nuestros éxitos en España hacen ascender a nuestra patria al rango militar de las grandes potencias de Europa».13

El ejército francés no tomó por las armas casi ninguna ciudad amurallada (una de las pocas, Pamplona, les resistió cinco meses), ni libró una sola batalla a gran escala. Hubo algunos combates en Cataluña y, sobre todo, magnificado por la propaganda francesa hasta extremos ridículos, el asalto del Trocadero —un lugar que recibía ese nombre por el hecho de que había servido para dar la vuelta a las embarcaciones cuando se carenaban—, cerca de Cádiz, un episodio menor y que apenas si podía calificarse de afortunado.

Es verdad que los franceses encontraron mucha menos resistencia popular que en tiempos de Napoleón. Ouvrard lo explicaba diciendo que en 1808 los clérigos animaron a la resistencia y que ahora se oponían a ella. Pero contaba también, y mucho, el hecho de que, mientras en 1808 el ejército francés requisaba por la fuerza lo que necesitaba, ahora pagaba los suministros y a buen precio: un decreto de la regencia condenaba «la desigualdad de los precios que los pueblos reclaman en pago de los bagajes que suministran al ejército francés» y ordenaba que se les proporcionasen «a los mismos precios que [...] para las tropas españolas». No le hicieron caso, como era de esperar.

Por otro lado, la rapidez de la campaña es engañosa, ya que si bien los franceses, cuyo primer objetivo era «liberar» a Fernando VII para privar de legitimidad al gobierno español, llegaron de la frontera a Cádiz en menos de tres meses, en el momento de comenzar el sitio de esta ciudad no controlaban la mayor parte de las plazas fuertes españolas, que seguían en manos de los liberales y que no se rindieron hasta después de que las cortes hubiesen capitulado. Ni siquiera se podía considerar asegurada la situación en el centro del país: buena parte de Extremadura estaba bajo control liberal, el Empecinado recorría tierras castellanas con medio millar de hombres a caballo y se permitía incluso volver a ocupar Cáceres a mediados de octubre de 1823 (después, por consiguiente, de la rendición de Cádiz); en la Mancha había tres partidas liberales comandadas por el coronel Abad, «Chaleco», sin olvidar las «partidas de ladrones que roban a los correos y viajantes» en el País Vasco o los agresores que mataban oficiales franceses en Alhama de Aragón. Se daban incluso casos como el de Tarazona, donde, una vez habían pasado los soldados franceses, se había vuelto a poner de nuevo la lápida conmemorativa de la constitución. La noche del 31 de julio hubo en Madrid una gran alarma ante el temor de que las fuerzas liberales reconquistasen la capital.14

La facilidad del avance de los franceses se debe atribuir en buena medida a la traición de unos generales que se rindieron sin lucha. Las fuerzas españolas habían sido divididas en cuatro cuerpos. Mina tenía en Cataluña el más numeroso (20.000 hombres) y bien preparado, y lo dedicaría a enfrentarse a Moncey. El resto de las fuerzas que debían oponerse al avance de los invasores, desde Irún a Madrid, se habían organizado en tres cuerpos. Ballesteros, con unos 12.000 hombres, debía atacar a los franceses por el flanco oriental, desde Aragón, mientras que por el occidental lo harían las fuerzas de Morillo, que tendrían su base en Galicia y en Asturias. El conde de la Bisbal dirigiría el cuerpo de reserva de Castilla la Nueva, integrado por 12.000 hombres y encargado de cerrar a los invasores el camino de Madrid, en el caso de que fallase la primera línea.15

Sólo Mina luchó —en el combate de Llers (15-16 de septiembre) «cayó la flor de los provinciales de Cataluña y la legión liberal extranjera, malogrados restos de aquellos italianos a quienes habían perdonado la peste, el hambre y la guerra civil»— y llegó incluso a adentrarse por la Cerdaña francesa, donde contaba con algún apoyo. Los otros se limitaron a preparar su rendición desde el primer momento (el propio Villèle reconocía en una carta «la escasa resistencia del ejército español»). Ballesteros empezó a retroceder sin haber ni siquiera visto a los franceses, evitando cualquier contacto con ellos y pretextando que sus fuerzas eran demasiado débiles para hacer frente al enemigo (pero se negaba a admitir a los milicianos nacionales que acudían a unírsele). Sabiendo que estaba en tratos para rendirse, Riego salió de Cádiz, pasando por Málaga (mientras los campesinos de la Serranía de Ronda se preparaban para saquear la ciudad, «provistos de sacos y de amplias alforjas para depositar en ellos el codiciado botín»), para entrevistarse con él y tratar de disuadirlo. No sirvió de nada. Ballesteros capituló el 4 de agosto y pidió que le dejasen quedarse en el Puerto de Santa María, donde, al producirse el desembarco del rey, «vegetaba melancólicamente, abandonado por todos».16

Si Ballesteros se portó con una cobardía indigna, peor fue todavía la actuación de Morillo. Empezó rehusando el mando, tardó dos meses —en plena invasión extranjera— en presentarse en Valladolid y desde el primer momento se dedicó a dirigir quejas al ministro de la Guerra, aderezadas con promesas de «perecer invocando la libertad de mi patria», mientras empleaba los pocos hombres que tenía —pocos, entre otras razones, porque dejaba en los depósitos a los quintos que se le unían, sin darles la oportunidad de tomar las armas— en «conservar el orden público», es decir, en perseguir liberales. Escribió enseguida a Angulema para ponerse a su servicio y aprovechó la deposición temporal del rey para romper públicamente con el gobierno, con una cínica proclamación en la que decía a sus soldados: «habéis manifestado vuestra decisión a [sic] no obedecer las órdenes de la regencia que las cortes instalaron en Sevilla», cosa que él mismo reconocería posteriormente que era mentira.

Hombre de origen humilde, que había ascendido de sargento a general, era masón y su conducta había dado motivos de duda: en febrero de 1823 tuvo que justificarse de las acusaciones de haber sido excesivamente blando con los guardias reales que se habían amotinado el verano anterior. Cuando las tropas francesas entraron en Galicia a principios de julio, Morillo esperaba en Lugo para ayudarles a aplastar la resistencia de Vigo y de La Coruña. Esta última plaza, asediada por tierra y por mar, resistió veinticuatro días, en el transcurso de los cuales y habiendo circulado el rumor de que los presos absolutistas del castillo de San Antón querían asesinar a los liberales tan pronto como entrasen los franceses en la ciudad, se ordenó embarcarlos y se los ahogó lanzándoles al agua atados de dos en dos, en uno de los actos más reprobables de la violencia liberal de esa guerra.

Morillo, que se había distinguido luchando en 1809 contra los franceses en el puente de Sampayo, combatiría ahora en el mismo lugar para ayudarles a entrar en La Coruña. No es necesario calificar su conducta, porque él mismo lo hizo cuando, en 1829, ponderaba sus servicios al absolutismo en un memorial dirigido al gobierno en el que explicaba que fue el primero de los generales en declararse «por los sagrados derechos de S.M.», que se puso en contacto inmediatamente con Angulema y que, «a pesar de no haberle querido obedecer en esta empresa la mayor parte de sus tropas», se alió con los franceses y «exterminó a los liberales en Galicia». Por una paradoja del destino —o, más bien, por una de las miserias habituales de la política—, sería capitán general de Galicia al morir Fernando VII y entonces le tocaría perseguir a los carlistas.17

No fue mucho más ejemplar la conducta del conde de La Bisbal —o, Abisbal, como a menudo se escribe en la época—, lo que no debe sorprender si se conoce su pasado camaleónico, por el cual Rotalde le calificaba de «tres veces traidor en grado heroico»: había conspirado primero con los insurgentes que preparaban el levantamiento de 1820, les había traicionado luego y se había vuelto a sumar a ellos, a última hora, cuando vio que ganaban. Ahora pasaba por ser masón, pero proponía reformar la constitución «a la francesa», como querían los comuneros. Durante la primera quincena de mayo, mientras los franceses avanzaban hacia Madrid, La Bisbal se dedicaba a publicar las cartas-manifiesto que intercambiaba con el conde de Montijo, en las que ambos criticaban duramente al gobierno y defendían un arreglo con los franceses. Intentó arrastrar en su defección a los generales que estaban a sus órdenes y, al no conseguirlo, huyó acompañado por una mujer vestida de hombre y se refugió con ella entre los franceses. El hombre a quien había abandonado el mando, Zayas, no pudo hacer otra cosa que negociar la rendición pacífica de Madrid, impidiendo por la fuerza que los guerrilleros que mandaba Bessières entrasen antes que las tropas francesas, con el fin de evitar a la capital una experiencia de saqueos, violencia y asesinatos.18

Fue en esos momentos, con los franceses adentrándose por la Península, cuando las cortes, instaladas en Sevilla, aprobaron finalmente la ley de abolición del régimen señorial, rechazada en dos legislaturas anteriores por el rey, y promulgada automáticamente, al votarse por tercera vez, según disponía el artículo 149 de la constitución. Una medida trascendental, pero que exigía un largo proceso de presentación de los títulos a los juzgados de primera instancia, de apelación a las audiencias, etc., que era imposible organizar en aquellos momentos, lo que explica que no tuviese efecto alguno sobre la opinión de unos beneficiarios potenciales que ni siquiera llegaron a enterarse de su publicación.

La rápida progresión de los franceses obligó a pensar en un nuevo traslado, de Sevilla a Cádiz, el único punto, en opinión de una junta de generales reunida el 4 de junio, en que podía organizarse una resistencia seria. Cuando, el 10 de junio, los ministros le plantearon al rey la necesidad de este nuevo viaje, Fernando empezó argumentando que no quería hacer nada sin que se consultase al consejo de Estado. Como era de esperar en una situación semejante, los miembros del consejo no llegaron a formular una propuesta clara. Los ministros volvieron a hablar con el soberano, urgiéndole a que aceptase la partida, y ahora Fernando dijo que encerrarse en Cádiz en verano era una locura, que él no quería morir de peste, aunque no había ningún indicio de epidemia en la ciudad, y que se negaba a hacer el viaje, añadiendo que «llevarme a la fuerza al peligro era un asesinato y que para esto más valía que me pegasen un tiro». La verdad era que Fernando, que temía que le asesinaran por el camino, sabía que se estaba preparando en Sevilla una conspiración para liberarle y quería esperar sus resultados.19

El 11 de junio, a las diez de la mañana, antes de iniciarse la sesión de las cortes, Calatrava explicó a un grupo de diputados la negativa del rey (no se atrevía a hacerlo en público por miedo a despertar las iras de los exaltados). La situación era desesperada y el gobierno no se atrevía a dar pasos más enérgicos. Fue entonces cuando se decidió iniciar el procedimiento que podía conducir, si era necesario, a la deposición temporal del soberano, de acuerdo con lo que preveía la constitución. Al abrirse la sesión de aquel día, Alcalá Galiano, a quien se había confiado la dirección de la maniobra, preguntó al ministro de la Guerra en funciones cuál era la situación militar. El ministro la pintó con los colores más siniestros: se habían enviado a Despeñaperros unos batallones de soldados sin preparación ni experiencia, con la intención de que «pareciese que había tropas», pero los franceses habían atravesado con facilidad esa puerta de Andalucía y avanzaban con rapidez hacia Sevilla. Alcalá Galiano preguntó entonces a los ministros qué habían pensado para evitar que los franceses les sorprendiesen a todos y capturasen al rey. Calatrava explicó cuál había sido la propuesta de los generales y que, habiéndosela expuesto al rey, no tenían todavía su respuesta. El paso siguiente fue pedir que las cortes nombraran una comisión que informase al soberano de la urgencia de abandonar Sevilla. En aquellos momentos Fernando conspiraba con el general Downie y el coronel Cabanas, que estaban preparando un levantamiento «realista», mientras los dirigentes liberales tenían que encargase de frenar a los exaltados del ejército y la milicia que querían hacer «una asonadita» y llevarse al rey por las buenas o por las malas, sin perder tiempo en legalismos.20

La comisión se entrevistó aquella tarde con el monarca, que seguía empeñado en su negativa y declaraba que personalmente estaba deseoso de hacer cualquier sacrificio, pero que, como rey, su conciencia no le permitía dejar Sevilla. Ante el argumento de que un rey constitucional no tenía otra conciencia que la de sus consejeros legales, replicó secamente «he dicho todo lo que tenía que decir», se levantó y se fue. Al volver a las cortes con esta respuesta, estalló la indignación general y Alcalá Galiano, siguiendo el programa previsto, dijo: «no queriendo, pues, S. M. ponerse a salvo y pareciendo más bien, a primera vista, que S. M. quiere ser presa de los enemigos de la patria, S. M. no puede estar en el pleno uso de su razón: está en un estado de delirio». De acuerdo con el artículo 187 de la constitución, se suspendió temporalmente al rey en sus funciones por «impedimento moral» y se nombró una regencia provisional, que duraría el tiempo estricto del viaje a Cádiz. Antes de votar, diecinueve diputados se retiraron; los ochenta y tres que quedaban aprobaron, con un solo voto en contra, la deposición temporal y nombraron una regencia integrada por los generales Valdés, Ciscar y Vigodet.21

Mientras se votaba en las cortes, el rey pedía con urgencia a los conspiradores que reuniesen gente y la llevasen al palacio. El plan se frustró cuando Downie y el grupito de media docena que llegó a juntarse en el Alcázar fueron arrestados, sin oponer resistencia, por un cirujano militar que les descubrió conspirando. Los que se habían comprometido a seguirles, gente de Triana, «que se componía la mayor parte de contrabandistas, guiferos y chalanes», no hicieron nada cuando vieron que el barrio era ocupado por patrullas de caballería. Fernando se obstinó todavía en retrasar la marcha, obligando a las tropas y a las autoridades a esperarle formados más de cuatro horas, hasta que, ante las presiones de Ciscar —que parece haberle advertido del peligro que corría si se empeñaba en poner más dificultades— cambió de decisión y la comitiva arrancó poco antes de las siete de la tarde del día 12: el rey y la familia real hicieron el viaje por tierra, escoltados por el regimiento de Almansa y por la mayor parte de la guarnición.22

En Sevilla sólo quedaba una corta dotación, insuficiente para conservar el orden cuando se iniciase la conspiración realista en una ciudad de más de ochenta mil habitantes, con abundancia de jornaleros pobres o desocupados, entre los que no era difícil reclutar gente para hacer un alboroto «por el rey y la religión», con el saqueo como premio. Se había decidido que los diputados partirían juntos en uno de los barcos de vapor que cubrían el trayecto de Sevilla a Cádiz, y embarcaron la noche del 12, mientras esperaban que las calderas estuviesen a punto para ponerse en marcha. Como a bordo del barco sólo cabían ellos y una corta dotación de milicianos que les protegían, sus familias y equipajes tuvieron que cargarse en las embarcaciones que pudieron encontrar en los muelles. La mañana del 13 de junio, cuando el vapor empezaba su viaje, se inició el levantamiento realista. Grupos de los barrios populares de Triana, Humeros, San Roque y la Macarena se lanzaron a un movimiento en el que se mezclaban la oposición al liberalismo, la lucha de los pobres de los barrios de fuera de las murallas contra la burguesía sevillana y el señuelo de las ganancias que esperaban obtener asaltando personas y equipajes.

Las escenas de este 13 de junio, día de San Antonio, fueron terribles. En el puerto, «una turba numerosa de ladrones y rateros, [...] introduciéndose en los buques de pasaje y carga, saquearon equipajes, abriendo cofres, maletas, fardos y bultos; destrozaron líos y cajones; atropellaron con brutal saña a las familias que esperaban el momento de la partida a Cádiz, arrojando al Guadalquivir papeles y efectos en que su codicia no encontraba aliciente; dándose repetidos casos de desgarrar las orejas a las mujeres para arrebatarles los zarcillos de algún valor, de cortar dedos por no salir con facilidad algunas sortijas y de ahogarse en el río varios despojadores por precipitarse en sus ondas con talegos de oro y plata, cuyo excesivo peso les impedía llegar a nado a la próxima orilla». Ese día se perdieron en las aguas del Guadalquivir la colección de monedas de Félix Mejía, el herbario y los trabajos científicos del botánico Lagasca y los libros y los papeles de Bartolomé José Gallardo, de inestimable valor.

Los saqueadores asaltaron también la Sociedad Patriótica, el elegante Café del Turco, algunas tiendas de lujo e incluso el teatro, donde robaron vestidos y decorados al no encontrar otra cosa que llevarse. A los robos siguieron actos de violencia y asesinatos. El marqués de Monsalud, héroe de la guerra contra Napoleón y presidente del tribunal supremo de Guerra y Marina, nos explica que su palacio fue asaltado, su mujer y su hija atropelladas, y que él mismo se encontró «atado y en el acto de ser fusilado, debiendo milagrosamente mi existencia a un sargento que había servido en mi regimiento y que se hallaba entre los sublevados». Más adelante los insurgentes forzaron las puertas del viejo edificio de la Inquisición, donde se guardaban armas y municiones. Era alrededor de las cuatro de la tarde. «Pocos minutos después una detonación espantosa, un resplandor rojizo, una nube inmensa de negro humo y humanos despojos calcinados, esparcidos en los contornos de la Alameda de Hércules, anunciaron el pavoroso siniestro que evitó providencialmente infinidad de atrocidades». La explosión de cuatro barriles de pólvora, con sus dramáticas consecuencias, frenó la exaltación. Los últimos soldados leales al gobierno, impotentes para hacer frente a esta situación, se fueron el día 15. Sevilla permaneció dos días sin autoridad: el día 17 volvieron las tropas de López Baños, que restablecieron la constitución por tres días, y el 21 de junio entraban los franceses.23

Mientras tanto, la familia real viajaba hacia Cádiz. La reina evocó más tarde sus sentimientos en un soneto en que hablaba de «aquel triste viage [...] que entre insultos, peligros y opresión, / hicimos caminando noche y día [en carroza, claro] / y esto para buscar peor prisión, / y para huir de quien nos defendía». El camino se hacía en medio de escenas de tensión, oyendo a los milicianos que gritaban: «¡Mueran ya todos los Borbones; mueran estos tiranos! ¡Ya no eres nada ni volverás a mandar!». Para comprender el estado de ánimo que estas palabras debían suscitar en unos viajeros conducidos por la fuerza, conviene recordar que desde hacía unos meses vivían en una situación en que los alborotos, las amenazas y los insultos habían conseguido aterrorizarles. Las cartas que, al cabo de un año de estos acontecimientos, escribió la reina Amalia a su padre nos hablan de su sufrimiento ante los insultos que recibían y nos hacen evidente su temor de que, en cualquier momento, pudieran perder la vida. Para acabar de arreglarlo, un brigadier con fama de liberal, Vicente Minio, previendo que se acercaban tiempos difíciles para quienes se habían comprometido con la revolución, y deseoso de hacer méritos con el rey, le «reveló» que había una conspiración para asesinarle, algo de lo que costaba poco convencer a Fernando, y se ofreció a protegerle. La reina Amalia confirmó más tarde estos temores: «El peligro más grande lo pasamos en el viaje de Sevilla a Cádiz, durante el cual tenían la intención de matarnos, según decían todos». En el «Itinerario» que dictó al año siguiente, Fernando nos explica que el día 13, mientras iban de Utrera a Lebrija, los vehículos que llevaban a la familia real quedaron detenidos más de media hora en medio de los olivos, «porque decían que habían perdido el camino las tropas [...], pero fue porque estaban dudando qué se había de hacer con nosotros; y esparcían las voces, al intento, de que los franceses iban a cortarnos el camino».

No era verdad. Tenemos la descripción, mucho más objetiva, que el general Copons hizo de ese mismo trayecto. El viaje era lento y tuvieron que pararse en una «venta» a medio camino porque la infantería no seguía. Se había puesto el sol. Al llegar la infantería volvieron a salir a la Marisma. «A poco tiempo empezó a oscurecer, oscuridad aumentada cada vez más por la sombra del arbolado. Las sinuosidades del terreno en algunos parajes pantanosos impedía el que los cocheros pudieran gobernar los tiros, y los coches se iban separando unos de otros. El recurso de los faroles y hachas que encendieron faltó a mucha distancia de Lebrija. La escolta que seguía era la de caballería, porque la infantería caminaba dispersa, atendiendo cada soldado poder salir de los pantanos que encontraba, y así sólo se oían voces muy propias de una tropa que caminaba sin formación. La Sra. Princesa de Beira fue afectada de una convulsión [...]. Seguimos el viaje a Lebrija, a donde se llegó entre cuatro y cinco del día 14».

No nos debe sorprender que ese incidente haya servido para aumentar el odio que el rey sentía contra Riego, a quien parecía considerar implicado en esos imaginarios planes para matarle, sin llegar a saber que había sido Riego, precisamente, quien había calmado a los milicianos que amenazaban su vida.

Los viajeros llegaron sin más novedad a Cádiz el día 15 de junio. «A la entrada de esta plaza —dice Copons— el rey no fue victoreado como exigía su dignidad, y aun fue tratado con poco acatamiento por algunos vivas, dirigidos a otras personas, que resonaron por toda la carrera», y que se entiende muy bien que se dirigían a Riego. Cesó entonces la regencia y Fernando recuperó el poder. El monarca lo recibió con sorna: «¿Con que es decir que ya han cesado mi ineptitud y mi locura? Sea enhorabuena».24

Una vez llegada a Cádiz, la familia real se instaló en casa de un rico comerciante, para pasar después al edificio de la Aduana. Hacía calor, los balcones estaban abiertos y desde la muralla próxima la gente los miraba y comentaba: «Mira, mira [...] que pandorgas (cometas) le está echando desde la azotea Narisotas [es decir, Fernando] a su querido Angulema. Mira a don Carlos con su familia resando el rosario y a don Francisco con la suya asomándose ar barcón». Es verdad que el rey pasaba bastante tiempo haciendo volar cometas desde el terrado y desde una torrecilla que se hizo construir expresamente —«Todas las tardes subía [...] a remontar los cometas y a hacer de popular con los carpinteros que hacían la torre, con quienes entraba largos ratos en conversación y aun les ayudaba alguna vez a mudar las tablas»—, pero no lo hacía por infantilismo, sino para proporcionar a las tropas francesas que asediaban la ciudad una referencia del lugar donde residía, para que evitasen dirigir en esa dirección los disparos de la artillería que hacían «estremecer de miedo» a la reina Amalia.25

En Cádiz, donde había nacido la constitución, reanudaban las cortes sus sesiones, menguadas por algunas deserciones y desanimadas por un hecho sospechoso: el embajador inglés, William A’Court, representante del único gobierno con el apoyo del cual creían contar los liberales, no les siguió a Cádiz, sino que se quedó en Sevilla, porque «no quería que pareciese que sancionaba con su presencia ni las medidas que se han adoptado ni las que se preparan»; después se fue a Gibraltar, a «esperar órdenes de su gobierno» (excusa bien falsa, porque todo el tiempo se había mantenido en contacto con Canning).

A’Court es un personaje siniestro, a quien el destino parece haber llevado a los lugares en que se preparaban una contrarrevolución o un desastre. Era representante británico en Nápoles cuando los austriacos la invadieron; lo fue en España de 1822 a 1824, cuando entraron los franceses. Pasó entonces a Portugal como embajador y marchó del país poco antes de que empezara el reinado absoluto de Miguel, con quien parece que simpatizaba. Para acabar de completar su curriculum, era lord lugarteniente de Irlanda cuando se produjo la gran hambruna. En esos momentos el gobierno español creía tener «indicios muy repetidos y dignos de crédito» de que el embajador había participado en «las intrigas que han agitado Sevilla». Se había entrevistado con Fernando el día antes de salir hacia Cádiz y le había tranquilizado, diciéndole que no reconocería la regencia. Sabemos, además, que el cónsul inglés en Sevilla, Wash, actuó como intermediario para hacer llegar al rey el dinero que Ouvrard le enviaba para corromper políticos y militares. Hasta tal punto confiaban los absolutistas en A’Court que se dijo que le habían ofrecido «que fuese gobernador de Sevilla en nombre del rey absoluto». Después, al restaurarse el absolutismo, no tuvo ningún problema para seguir representando al gobierno inglés en Madrid.26

El 16 de junio se reunieron en Cádiz 110 diputados (llegarían finalmente a 118) que manifestaron su voluntad de resistir. La situación de la ciudad no era mala, en lo que se refiere a los víveres, debido a la ineficacia del bloqueo naval francés («los barcos pequeños se les escapaban a su vigilancia», dice Copons), que hacía fácil el abastecimiento desde Gibraltar, como lo demuestra el hecho de que el seguro que pagaban las embarcaciones que hacían este comercio no superara el 3 por 100. El 16 de julio las tropas constitucionales hicieron una salida victoriosa que parecía justificar cierta esperanza, pero al cabo de un mes llegó Angulema con refuerzos, formalizó el sitio y consiguió un éxito espectacular, aunque de escasa importancia militar, con el asalto del Trocadero, la madrugada del 30 al 31 de agosto.

De noche y con la marea en su punto más bajo, los soldados franceses atravesaron un trozo de mar con el agua al pecho y con las cartucheras al cuello, lo que no impidió que se les mojara la munición y hubiesen de atacar a la bayoneta. Tomaron la posición —con su fortificación en mal estado y poco defendida— y consiguieron dominar la península de Matagorda, es decir que se encontraban exactamente igual que las tropas napoleónicas durante el sitio de 1810. Pero ni fue un combate importante —el general Copons, que conocía el lugar y los hechos, aseguraba que «cualquier general [...] no le hubiera dado la menor importancia a su toma»— ni se puede decir que modificara la situación que, pocos días antes, había hecho exclamar a Angulema: «no sólo no estamos en Cádiz, sino que no veo claro si llegaremos nunca a entrar allí».

Sir Robert Wilson, que se encontraba en Cádiz en estos días, nos asegura que el ánimo de la población era bueno —«mientras se producían los bombardeos se podía ver a hombres, mujeres y niños animándose unos a otros a resistir a los invasores»—, pero que la plaza estaba mal preparada desde un punto de vista militar. No había ni los hombres necesarios, ni suficientes cañones en estado de servicio, ni los recursos y provisiones que se necesitaban: «el día que la ciudad se rindió, en la caja militar no había más que quince duros para pagar a las tropas».27

Las cortes acabaron su período ordinario el 6 de agosto y volvieron a reunirse en una convocatoria extraordinaria el 6 de septiembre. Desde entonces y hasta el día 27 celebraron seis sesiones secretas en que discutieron los problemas de la defensa, en medio del pesimismo de los jefes militares, acentuado por la pérdida del castillo de Sancti Petri, por la desbandada de dos batallones del ejército de reserva y por el bombardeo de la ciudad desde el mar, iniciado el 23 de septiembre, con la intención, posiblemente, de preparar un desembarco que no se llegó a efectuar, a causa del mal tiempo. El gobierno mismo parecía sentirse ya derrotado, como lo muestra el hecho de que el día 26 comunicara a las cortes que, si no se encontraba otra solución, habría que acceder a la exigencia de Angulema de dejar salir de Cádiz al rey y a su familia.28

Los ministros intentaban mientras tanto convencer al rey para que prometiese alguna forma de gobierno representativo (también Angulema le proponía en esos días, de parte de Luis XVIII, que concediese una amnistía y convocase «las antiguas cortes»), no tanto porque creyesen que sus promesas fueran de fiar, como para que les facilitaran la rendición sin que se opusieran los exaltados. Llegaron incluso a proponer que se celebrase una entrevista entre Fernando y Angulema en el mar, a bordo de un barco inglés.29

El mismo Fernando nos ha explicado una de las conversaciones sostenidas con el ministro Luyando. El rey se resistía a ofrecer instituciones representativas y el ministro le dijo: «que yo podría ofrecer desde luego un gobierno, y después, cuando yo fuese a Madrid, podía hacer las mudanzas que gustase [...]; pero que veía muy preciso el ofrecer algo para poder salir de aquí». Al cabo de unos días la escena se repetía con Golfín, que le decía: «Señor, siquiera para acallar a tantos locos como tenemos, convendría que V. M. prometiera otro gobierno como el que hemos tenido hasta aquí».

Días vividos en un clima de desconcierto, cuando el ministro de la Guerra se suicidó, degollándose, y cuando otro, el mismo Luyando a quien me acabo de referir, sostenía con el rey esta conversación delirante: «“¿No sabe V. M. el proyecto infernal de la Santa alianza?”. Respondí que no. Y él dijo: “Pues nada menos que acabar con la religión católica en toda Europa, y el más temible es el emperador de Rusia, el cual quiere tener el dominio universal de todo el continente, para lo que piensan unirse la Francia y la Inglaterra con España para contrarrestarle”. Dije: “Puede ser”, y me sonreí. A lo que volvió a repetirme: “Pues crea V. M. que sí, pues yo también lo he visto bien demostrado en las Profecías de Daniel, y si V. M. quiere, yo se lo enseñaré”. No respondí, y luego dijo: “Pues si no es el actual emperador, será uno de sus sucesores”. A lo cual repuse: “¡Ah! Pues entonces no tengas cuidado, que ni tu ni yo existiremos cuando se cumpla este plazo”».30

El rey se obstinaba en no prometer la conservación de formas de gobierno representativo —esto era para él una cuestión de principios—, pero no tenía inconveniente en dar todo tipo de seguridades de que no se perseguiría a la gente por su conducta política. Angulema escribía en esos días a Villèle: «Lo que los atormenta sobre todo [a los liberales que negociaban su rendición] es el artículo de las garantías, porque dicen que no hay nada más falso que el rey, y que, a pesar de sus promesas, sería capaz de hacerlos colgar a todos».31

Fernando no tardaría en justificar estos temores; pero ahora, en Cádiz, no se privaba de garantizar todo lo que le pedían y de ofrecer más por su cuenta. El 28 de septiembre los generales Álava y Valmediana habían acudido al Puerto de Santa María en un último intento de negociar, pero Angulema no les quiso recibir y dijo que sólo trataría con el rey en persona. El 29 Calatrava explicaba a las cortes el fracaso de esta gestión y proponía que se disolvieran y devolvieran al rey su plena autoridad. Lo más que le podían pedir, en contrapartida, era que firmara un perdón general. Cuando, el 30 de septiembre, Manzanares y Yandiola le dieron el texto de este manifiesto de perdón, no fue necesario forzarle para que lo firmase, sino que se prestó a ello con gusto. «Me lo leyeron; lo aprobé, excepto una cláusula que sonaba mal, como se lo había dicho a Luyando, y además, para que no creyesen que me lo habían hecho poner por estar en estado de coacción. Les hizo fuerza, y lo borraron delante de mí; yo le firmé y luego me preguntaron cuándo quería salir».32

Al día siguiente, miércoles primero de octubre, alrededor del mediodía, el rey y su familia embarcaban hacia el Puerto de Santa María, donde se había instalado el mando general francés. «Día dichoso para mí —escribió Fernando más tarde—, para la real familia y para toda la nación; pues que recobramos desde este momento nuestra deseadísima y justa libertad, después de tres años, seis meses y veinte días de la más ignominiosa esclavitud, en que lograron ponerme un puñado de conspiradores por especulación, y de obscuros y ambiciosos militares que, no sabiendo escribir bien sus nombres, se erigieron ellos mismos en regeneradores de la España, imponiéndola a la fuerza las leyes que más les acomodaban para conseguir sus fines siniestros y hacer sus fortunas, destruyendo la nación». Juicio injusto y apasionado, que no sirve mucho para entender lo que ha ocurrido en los tres años de constitucionalismo, pero que anuncia lo que podía esperarse en los diez siguientes de oscurantismo y represión.

En estos últimos momentos, el desbarajuste mental de algunos gobernantes constitucionales llegaba a tal punto, que Salvador Manzanares, ministro de la Gobernación, preguntaba, una vez que el rey había ya embarcado, dónde había buenas aguas minerales por aquellos contornos, ya que quería tomarlas y reposar algunos días. Lejos de ello, se vio obligado, como todos los liberales más o menos significados que se encontraban en Cádiz, a huir para ponerse fuera del alcance de la venganza real. Y no volvió a pisar estas tierras hasta 1831, cuando, habiendo fracasado su intento de pronunciamiento, fue traicionado y murió, asesinado, en la Serranía de Ronda.33

En la barca que había zarpado hacia el Puerto de Santa María, donde llegó a la una y media de la tarde, iban con Fernando su esposa Amalia, los infantes Carlos y Francisco de Paula, hermanos del rey, las esposas de éstos, María Francisca y Luisa Carlota, los hijos respectivos y la hermana de María Francisca, María Teresa, conocida como la princesa de Beira, con su hijo. La reina y las dos portuguesas —la esposa de Carlos y la de Beira— tuvieron la idea de disfrazarse. Como dice el pintor oficial de la escena del desembarco: «salieron disfrazadas con trages escoceses, y estando aún a medio tiro de cañón de la plaza, se dejaron caer la túnica escocesa y aparecieron con vestidos de color de grana, guarnecidos con grandes flores de lis, llevando las dos señoras infantas unos anillos, cuyo lema esmaltado era ES MI LEY PATRIA RELIGIÓN Y REY, y unas pulseras con la cifra de VIVA EL REY ABSOLUTO». Las portuguesas, que se habían puesto de acuerdo con la reina, no le habían dicho nada a la infanta Luisa Carlota, que hizo el ridículo en el momento del desembarco, en contraste con sus emperifolladas cuñadas. Según una vieja tradición historiográfica, este incidente habría hecho nacer un odio mortal entre Carlota y las infantas portuguesas y habría sido uno de los motivos desencadenantes de la división de la familia real y, por consiguiente, de la guerra carlista. Que lo de los vestidos ocurrió y que las infantas se odiaban es bien cierto; pero los campesinos que tomaron las armas contra la amenaza del «nuevo régimen» tenían motivos bastante más serios para hacerlo que esa pelea de mujeres. Una anécdota como esta no nos sirve para entender los orígenes del carlismo, pero nos ilustra acerca de una historiografía que ha sido capaz de repetir esta tontería durante cerca de dos siglos.34

Los primeros días después de la rendición todo parecía normal en Cádiz, si bien había una tristeza general: «una especie de duelo público». Valdés mantenía el mando de la plaza, los oficiales franceses confraternizaban con los milicianos y la lápida de la constitución permaneció en su sitio hasta la noche del 6 de octubre. Los diputados empezaron a partir hacia Gibraltar, donde se reunieron en aquellos primeros momentos unos 400 refugiados españoles, entre políticos y militares. Algunos que, como Valdés y Ciscar, se habían quedado en la ciudad, creyéndose fuera de peligro, descubrieron de pronto que habían sido condenados a muerte por el rey y tuvieron que huir a toda prisa. Una suscripción pública permitió fletar un bergantín en el que pudieron viajar los primeros cuarenta o cincuenta exiliados hacia Inglaterra, amontonados como los esclavos de un barco negrero. Los pobres milicianos que habían venido de Madrid acompañando al rey, entre los cuales figuraba Mesonero Romanos, tuvieron que hacer un penoso viaje de retorno, a pie por los inseguros caminos de España, «víctimas de mil atropellos en todos los pueblos de tránsito, y recibidos brutalmente a las puertas de Madrid —donde estuvo a punto de morir Manuel Rivadeneyra, el futuro editor de la Biblioteca de Autores Españoles— por los voluntarios realistas y la plebe de los barrios bajos».35

Una vez rendido el gobierno constitucional en Cádiz, los jefes de las plazas que todavía resistían tuvieron que negociar las capitulaciones, facilitadas por las condiciones favorables que ofrecían los franceses —y que no serían respetadas después por el rey—, de manera que la guerra acabó con una serie de pactos, como en Alicante, rendida el 11 de noviembre, o en Cartagena, donde Torrijos capituló el 30. Barcelona, Tarragona y Hostalric resistieron hasta el final (Milans contestaba el 9 de octubre, al anunciársele «estar el rey de España en Chiclana en la plenitud de sus derechos», que «el rey de España en la plenitud de sus derechos mejor estaría en Sevilla o Madrid que en Chiclana»). Pero Mina, dándose cuenta de que la situación era desesperada, consiguió el 2 de noviembre un acuerdo honorable de rendición de las guarniciones de Barcelona, Tarragona y Hostalric, que garantizaba que no se molestaría a los soldados, oficiales ni milicianos y que se concederían pasaportes y se facilitaría el viaje a todos aquellos que quisieran salir de España «por motivos políticos».

En Barcelona y Tarragona hubo exaltados, incluyendo algunos emigrados italianos, que quisieron resistir. Un anónimo miliciano nacional nos ha dejado el testimonio de su decepción: «Y con estos despóticos parlamentos nos vendieron y nuestros mismos jefes de milicias nos tomaron las armas, y el día 4 de noviembre, a las siete de la mañana, entraron en la Ciudadela y Munguich [sic], y a las diez entró toda la fuerza por el Portal del Ángel, que eran en número de 10.000 hombres, mucha caballería y cañones. Lo que pasaba en la afligida Barcelona era como si fuese un sueño». No hubo en Barcelona escenas de alegría ante la entrada de los franceses. Lo reconoce Mina en sus memorias —«tuve [...] el consuelo de observar desde mi alojamiento que la entrada de los franceses no había producido ninguna alteración ni regocijo»— y lo confirma el testimonio de un viejo militar que vivía en la ciudad; tampoco los hubo en Tarragona o en Reus, donde «el pueblo estaba muy triste».36

Hasta aquí hemos visto cómo se ha producido la derrota. La evidencia de que no tiene una explicación meramente militar nos obliga a analizarla desde un punto de vista político. Conviene, para empezar, que maticemos el tópico que sostiene que los franceses fueron recibidos en la Península con un entusiasmo unánime, puesto que sabemos que el liberalismo había echado raíces, especialmente en los medios urbanos. En Barcelona, por ejemplo, los clérigos reconocían que el constitucionalismo tenía un considerable apoyo popular y estaban obsesionados por la visión de las mujeres arrastrando los cañones para subirlos a la muralla. No se trata, sin embargo, como a menudo se dice, de una división entre el campo absolutista y las ciudades liberales. Hay muchas zonas agrarias liberales y hay ciudades absolutistas.

Para otros observadores la división de los partidos tenía un origen netamente social. El jefe del gobierno francés, Villèle, creía que quienes habían dado apoyo al restablecimiento del absolutismo eran las clases bajas y el clero. Y Angulema aseguraba que el rey sólo tenía a su favor al clero y al «pueblo bajo», y que «todo lo que es señor, propietario o burgués, está en su contra o desconfía de él, con muy pocas excepciones». Escribiendo en la prensa francesa, Mignet sostenía que la revolución española había sido dirigida por «la clase superior», mientras que la restauración absolutista tal vez volviera «al gobierno de la multitud». Un manifiesto absolutista publicado en Perpiñán en 1823, en los momentos de la invasión, analiza también el componente social de la revolución, pero con una visión más tradicional: los liberales habían destruido «las gerarquías en España [...], confundiéndose el grande con el artesano, el título con el menestral y el caballero con el más ínfimo plebeyo».

Contra la visión simplista de Canning, que en 1826 decía: «Por increíble que pueda parecer en nuestro país, estoy convencido que la gran mayoría de la nación española tiene una decidida adhesión al poder arbitrario y una predilección por el gobierno absoluto», el gobernador del consejo de Castilla diría al embajador francés, en septiembre de 1824, que estaba convencido de que en España había tres o cuatro millones de liberales, entre los cuales figuraban la mayor parte de la nobleza y todos los oficiales del ejército. No eran tantos, pero había los suficientes como para que resultase ridícula la pretensión de que el país entero estaba a favor del absolutismo.

La victoria de los franceses se vio facilitada por la traición de los Morillo, La Bisbal y Ballesteros. Pero la responsabilidad de los ministros encerrados en Cádiz no fue menor. Un mes después de su rendición, Chateaubriand escribía: «¿Hay algo más sorprendente que el desenlace de la guerra actual? Las cortes encerradas en Cádiz podían defenderse, huir por mar o entregarse a todos los excesos [...], pero, de pronto, abren las puertas sin tratados, sin reserva de ningún tipo, y nos ponen en las manos al rey y a la familia real». En 1834, examinando la situación retrospectivamente, se reconocía que el gobierno de Cádiz tenía recursos suficientes para resistir: su situación militar era más favorable, en conjunto, de lo que lo había sido en muchos momentos de la guerra de 1808-1814; y Angulema no era Napoleón.37

¿Cuál es el secreto de esta falsa guerra sin combates? ¿Cuál es la explicación de la defección de los jefes y de la tan poco heroica rendición de Cádiz? Hablando en las cortes de 1834 Palarea dijo: «Estos 100.000 franceses que entraron en España eran la vanguardia de la Santa Alianza; precediéronles los agentes de cambio, los espías, el oro que la misma Santa Alianza había esparcido por la nación para extraviar y dividir los ánimos». Que hubo corrupción es innegable. En junio de 1823 Villèle aseguraba al duque de Angulema que recibiría 100.000 francos mensuales para gastos secretos. Los archivos de los Rothschild han revelado que las órdenes de pago a favor de diversos miembros de las cortes y de otros jefes constitucionales ascendieron a cerca de dos millones de francos. Un agente de los banqueros, Belin, se encargaba de hacer pasar el dinero al interior de Cádiz, donde contaba con diversos contactos. Y el general Foix reconoció públicamente, en mayo de 1825, que buena parte de los doce millones de francos que figuraban en las cuentas como entregados al rey y a la regencia de España se habían utilizado en realidad «como medios de corrupción». El caso es que si bien la guerra de España les costó pocas vidas a los franceses, la pagaron, en contrapartida, con mucho dinero. En lugar de los cien millones de francos que Chateaubriand pedía como precio de la victoria, los gastos parecen haber sido de más de doscientos millones, es decir, más del doble de lo que se había calculado.

Caso aparte es el del dinero entregado personalmente a Fernando VII por Ouvrard, que admitió que en junio de 1823 le había hecho llegar dos millones de francos en oro «para estimular la devoción y fidelidad y preparar alguna combinación a favor de su libertad en el mismo seno de las cortes». Vaulabelle añade que él supo, por un testimonio presencial de los hechos, que estos dos millones formaban parte de una suma de más de cuatro que fueron «repartidos entre los diferentes personajes militares y políticos que decidieron la rendición de Cádiz». Villèle lo criticaba duramente: «Enviar dinero al rey significa proporcionarle los medios de volver a empezar, con su camarilla y con todos los intrigantes que se aprovechan de él, los desgraciados y absurdos manejos por los que ha comprometido su seguridad, antes y después del 7 de julio [esto es, de la revuelta de la guardia real que él mismo había instigado] y ha acabado llegando a la situación en que se encuentra ahora». El ministro francés tenía claro que el único propósito de Ouvrard era «devorar las finanzas de esta desdichada España».38

Pero la corrupción no lo explica todo. No basta siquiera para explicar la defección de los militares y de los gobernantes (no todos corrompidos, como lo demuestra la miseria de buena parte de los exiliados). Para entender por qué se hundió el régimen constitucional español sería necesario analizar las realizaciones y los fracasos de los gobernantes del trienio de 1820 a 1823 y, sobre todo, sus divisiones internas.39

Parece claro que una de las causas principales del rápido hundimiento del constitucionalismo fue la profunda división de las filas liberales, el enfrentamiento entre moderados y exaltados, que se tradujo en una guerra interna entre masones y comuneros. Todos los que vivieron la caída del liberalismo hablan de la gravedad de estas disensiones, que en los últimos momentos del régimen constitucional llegaron a extremos de confusión: una parte de los exaltados se unía a los realistas más sensatos con el fin de buscar la paz con concesiones políticas que pudiesen complacer a los franceses, mientras otros miembros del mismo grupo, por vergüenza o por patriotismo, se asociaban a los masones en su voluntad de resistencia. Hubo comuneros que se enfrentaron al ministerio masón por pura hostilidad de facción, y algunos llegaron a ponerse del lado de Ballesteros, colaborando en su traición. Esto nos ayuda a entender algunas de las defecciones.40

Una consecuencia obligada de esta división fue la de dificultar una actuación política revolucionaria. No se podía hacer una política agraria que satisficiera a los campesinos, que inicialmente habían recibido la revolución sin ninguna hostilidad, porque los gobernantes liberales no se atrevían a enajenarse el apoyo de la aristocracia terrateniente, que desde los primeros días de las cortes de 1820 se dedicó a presentar protestas contra los campesinos de sus estados que se resistían a pagar los derechos mientras los perceptores no presentasen títulos de compra que pudiesen acreditar que no eran de origen jurisdiccional. Se perdió, igualmente, la gran oportunidad que hubiera podido representar una desamortización más ambiciosa.

Pero lo más grave es que no sólo no se favoreció a los campesinos, que al fin y al cabo componían la mayor parte de la población, sino que una política tributaria pensada para promover el desarrollo de una agricultura comercializada —y para beneficiar, consecuentemente, a los grandes propietarios con excedentes para vender— cayó con dureza encima del campesinado, exigiéndole nuevos tributos en dinero: «vino la constitución y nos hizo mucho daño: robos de pagos», dice un campesino de Masquefa en sus memorias.

Eso tuvo dos consecuencias. La primera, que los campesinos se enfrentasen al nuevo régimen y se aproximaran a un clero tan descontento como ellos, que dio coherencia y legitimación a su protesta y dificultó que se viera que dentro de la propia revolución liberal había sectores más progresivos, partidarios de una política agraria distinta. La segunda, que la recaudación de los impuestos fallase y el régimen tuviese que luchar con grandes dificultades financieras.

Si alguien cree que doy demasiada importancia a factores secundarios, me limitaré a citar las opiniones del embajador francés Talaru, que, al escribir a su jefe de gobierno, Villèle, a fines de octubre de 1823, cuando la guerra estaba a punto de acabar, le explicaba que en España: «el impuesto en especies no cuenta; es el impuesto en dinero el que pesa. Uno de los grandes errores que ha cometido el gobierno de las cortes ha sido el de haber querido establecerlo, y esta ha sido una de las causas principales del odio de la masa de la nación contra este gobierno». Y añadía además que la insuficiencia de la recaudación tributaria había sido una de las razones fundamentales de su derrota: «el desorden de la hacienda y la falta absoluta de dinero le han impedido organizar algún medio de defensa contra Francia».41

No obstante, es necesario evitar la tentación de confundir causas aisladas, aunque sean tan importantes como los fracasos de la política agraria y de la hacienda, con la totalidad del problema. Estos fallos deben examinarse en relación con la falta de una política capaz de movilizar a las masas campesinas. Como diría en sus memorias el general napolitano Pepe, no era verdad que la gente del pueblo ignorase qué era la constitución: «Bien lo sabían cuando gritaban: ¡Basta de impuestos arbitrarios! ¡Basta de detenciones injustificadas!».42 Lo que sucedió en España es que se impuso la interpretación de la constitución de los propietarios, que no satisfacía ninguna de las aspiraciones de unos campesinos que querían la abolición inmediata del feudalismo y de los derechos señoriales, la reparación de las usurpaciones sobre la propiedad comunal y el fin del diezmo.

He expuesto una serie de posibles interpretaciones de las causas de la derrota del régimen liberal que van desde las de alcance más general hasta otras muy puntuales y concretas. En realidad, todos esos diversos elementos —falta de una política revolucionaria que hubiese podido atraer a los campesinos, división de los liberales, desmoralización y desconcierto de los dirigentes políticos, corrupción— forman parte de un mismo complejo. He intentado mostrar el vínculo que hay entre la división de los liberales y la debilidad de una política reformista, a la que se renuncia en nombre de la concordia. No es difícil comprender que, puestos ante el dilema de pactar con los franceses —convencidos, además, de que éstos se proponían imponer al país un régimen moderado al estilo del de Luis XVIII— o de movilizar al pueblo español en una nueva guerra revolucionaria como la de 1808, que esta vez no se podía hacer sin interesarlo con unas propuestas políticas convincentes, muchos militares y políticos escogiesen la opción del pacto.

Un alemán que vivió estos acontecimientos sobre el terreno lo dijo: «La revolución de España se había hecho sin la participación de la masa del pueblo. La primera preocupación de los hombres de estado que se pusieron al frente del movimiento constitucional fue evitar y dificultar todo lo que hubiera podido excitar vivamente las pasiones de la multitud. Pero estas pasiones, y la energía general que hubiesen producido, habrían sido las únicas capaces de defender España de las bayonetas extranjeras. Pero el gobierno no se atrevió a hacer actuar una palanca tan terrible, porque sabía a qué precio se paga muy a menudo esta ayuda, y desde este mismo momento estuvo perdido».43

La defección, el desconcierto, e incluso la corrupción, encuentran una explicación plausible dentro de este cuadro más general. Lo cual no significa que con ello se exculpe a los hombres que traicionaron la causa de la revolución liberal y que fueron responsables del sufrimiento y de la sangre con que se pagó esa derrota.