Primero escupió, luego expulsó los restos del humo agazapado en sus pulmones y finalmente lanzó al agua, propulsándola con sus dedos, la colilla mínima del cigarro. El escozor que sintió en la piel lo había devuelto a la realidad y, de regreso al adolorido mundo de los vivos, pensó cuánto le hubiera gustado saber la razón verdadera por la cual estaba allí, frente al mar, dispuesto a emprender un imprevisible viaje al pasado. Entonces empezó a convencerse de que muchas de las preguntas que se iba a hacer desde ese instante no tendrían respuestas, pero lo tranquilizó recordar cómo algo similar había ocurrido con muchas otras preguntas arrastradas a lo largo y ancho de su existencia, hasta llegar a aceptar la maligna evidencia de que debía resignarse a vivir con más interrogantes que certezas, con más pérdidas que ganancias. Tal vez por eso ya no era policía y cada día creía en menos cosas, se dijo, y se llevó otro cigarro a los labios.

La brisa amable, proveniente de la pequeña caleta, resultaba una bendición en medio del calor del verano, pero Mario Conde había escogido el breve tramo del malecón beneficiado con la sombra de unas viejísimas casuarinas por motivos más bien ajenos al sol y el calor. Sentado en el muro, con los pies colgando hacia los arrecifes, había disfrutado la sensación de hallarse libre de la tiranía del tiempo y gozó con la idea de que podía pasar en aquel preciso lugar el resto de su vida, dedicado únicamente a pensar, a recordar y a mirar el mar, tan apacible. Y, si venía alguna buena idea, incluso ponerse a escribir, pues en su paraíso personal el Conde había hecho del mar, de sus efluvios y rumores, la escenografía perfecta para los fantasmas de su espíritu y de su empecinada memoria, entre los que sobrevivía, como un náufrago obstinado, la imagen almibarada de verse viviendo en una casa de madera, frente al mar, dedicado por las mañanas a escribir, por las tardes a pescar y a nadar y por las noches a hacerle el amor a una mujer tierna y conmovedora, con el pelo húmedo por la ducha reciente y el olor del jabón combatiendo con los aromas propios de la piel dorada por el sol. Y aunque hacía bastantes años la realidad había devorado aquel sueño con esa vehemencia cruel tan propia de la realidad, el Conde no lograba comprender por qué seguía aferrado a esa imagen, al principio muy vívida y fotográfica, y de la cual, ahora, apenas era capaz de distinguir luces y destellos difusos, salidos de una mediocre paleta impresionista.

Por eso dejó de preocuparle la razón capaz de marcar su derrotero de esa tarde: sólo sabía que su mente y su cuerpo le exigieron como requisito inaplazable retornar a aquella pequeña caleta de Cojímar encallada en sus recuerdos. En realidad todo había empezado en ese mismo sitio, de cara al mismo mar, bajo las mismas casuarinas, entonces cuarenta años más jóvenes, entre los olores indelebles de siempre, el día de 1960 en que conoció a Ernest Hemingway. La fecha exacta del encuentro se le había extraviado, como tantas cosas buenas de la vida, y no podía asegurar si aún tenía cinco años o si había cumplido los seis, aunque para esa época su abuelo Rufino el Conde ya solía llevarlo con él a los sitios más diversos, desde las vallas de gallos y los bares del puerto hasta las mesas de dominó y los estadios de pelota, aquellos lugares entrañables, casi todos difuminados por leyes y ordenanzas, en los cuales el Conde había aprendido varias de las cosas más importantes que debe saber un hombre. Aquella tarde, que de inmediato se tornaría inolvidable, habían asistido a unas peleas de gallos en el barrio de Guanabacoa, y su abuelo, que como casi siempre había ganado, decidió premiarlo llevándolo a conocer el pueblo de Cojímar, tan cerca y tan lejos de La Habana, para que allí se tomara uno de los que él insistía en llamar los mejores helados de Cuba, fabricados por el chino Casimiro Chon en viejas sorbeteras de madera y siempre con frutas frescas del país.

Todavía el Conde creía recordar el sabor pastoso del helado de mamey y su júbilo al ver las maniobras de un hermoso yate de maderamen marrón, del cual salían hacia el cielo dos enormes varas de pesca que le daban un aspecto de insecto flotante. Si el recuerdo era real, el Conde había seguido al yate con la vista mientras se acercaba suavemente a la costa, sorteaba la flotilla de desvencijados botes de pesca anclados en la caleta y fondeaba junto al embarcadero. Fue entonces cuando un hombre rojizo y sin camisa había saltado del yate hacia el muelle de hormigón, para recibir la cuerda que otro hombre, cubierto con una gorra blanca y sucia, le lanzaba desde la embarcación. Tirando del cabo, el hombre rojizo acercó el yate a un poste y lo amarró con un lazo perfecto. Quizás su abuelo Rufino le había comentado algo, pero los ojos y la memoria del Conde ya se habían detenido en el otro personaje, el hombre de la gorra, que usaba además unos espejuelos redondos con cristal verde y lucía una barba tupida y canosa. El niño no había dejado de observarlo mientras saltaba de la brillante embarcación y se detenía para hablar algo con el hombre rojo que lo esperaba en el muelle. El Conde viviría convencido de haber visto cómo los hombres se estrechaban las manos y, sin soltarse, hablaban por un tiempo impreciso en el recuerdo, tal vez durante un minuto o toda una hora, pero siempre con las manos cogidas, hasta que el hombre viejo de la barba abrazó al otro, y sin mirar atrás, avanzó por el muelle hacia la costa. Algo de Santa Claus había en aquel hombre barbudo y un poco sucio, de manos y pies grandes, que caminaba con seguridad pero de un modo que denotaba tristeza. O quizás sólo era un insondable efecto magnético y premonitorio, dirigido hacia el mundo de las nostalgias todavía por vivir, agazapadas en un futuro que el niño ni siquiera podía imaginar.

Cuando el hombre de la barba canosa subió las escaleras de cemento y tomó la acera, su estatura creció y el Conde había visto cómo se colocaba la gorra bajo el brazo. Del bolsillo de su camisa había extraído un pequeño peine de plástico, con el que comenzó a acomodarse el pelo, amoldándolo hacia atrás, una y otra vez, como si fuera necesaria aquella insistencia. Por un momento el hombre había estado tan cerca del Conde y de su abuelo que el niño llegó a recibir una vaharada de su olor: era una mezcla de sudor y mar, de petróleo y pescado, un hedor malsano y abrasador.

—Se está echando a perder —había susurrado su abuelo, y el Conde nunca supo si se refería al hombre o al estado del tiempo, pues en esa encrucijada de su evocación empezaban a confundirse el recuerdo y lo aprendido, la marcha del hombre y un trueno llegado de la distancia, y por eso el Conde solía cortar en ese instante la reconstrucción de su único encuentro con Ernest Hemingway.

—Ése es Jemingüéy, el escritor americano —había añadido su abuelo cuando hubo pasado—. A él también le gustan las peleas de gallos, ¿sabes?...

El Conde creía recordar, o al menos le gustaba imaginar, que había oído aquel comentario mientras observaba cómo el escritor abordaba un reluciente Chrysler negro, aparcado al otro lado de la calle, y desde su ventanilla, sin quitarse los espejuelos de cristales verdes, hacía con la mano un gesto de adiós, precisamente en la dirección del Conde y su abuelo, aunque tal vez lo extendía un poco más allá, hacia la caleta donde quedaban el yate y el hombre rojizo al que había abrazado, o aún más allá, hacia el viejo torreón español hecho para desafiar el paso de los siglos, o quizás incluso mucho más allá, hacia la distante e indetenible corriente del Golfo que, sin saberlo, aquel hombre que hedía a mar, pescado y sudor nunca volvería a navegar... Pero el niño ya había atrapado en el aire el saludo y, antes de que el auto se pusiera en movimiento, se lo devolvió con la mano y con la voz.

—Adiós, Jemingüéy —gritó, y recibió como respuesta la sonrisa del hombre.

Varios años después, cuando descubrió la dolorosa necesidad de escribir y comenzó a escoger a sus ídolos literarios, Mario Conde supo que aquélla había sido la última navegación de Ernest Hemingway por un pedazo de mar que había amado como pocos lugares en el mundo, y comprendió que el escritor no se podía estar despidiendo de él, un minúsculo insecto posado sobre el malecón de Cojímar, sino que en ese momento le estaba diciendo adiós a varias de las cosas más importantes de su vida.

—¿Quieres otro? —preguntó Manolo.

—Anjá —respondió el Conde.

—¿Doble o sencillo?

—¿Qué tú crees?

—Cachimba, dos rones dobles —gritó el teniente Manuel Palacios, con un brazo en alto, dirigido al barman, que empezó a servir la bebida sin quitarse la pipa de la boca.

El Torreón no era un bar limpio, y mucho menos bien iluminado, pero había ron y, a esa hora reverberante del mediodía, silencio y pocos borrachos, y desde su mesa el Conde podía seguir observando el mar y las piedras carcomidas de la atalaya colonial a la cual aquella antigua fonda de pescadores debía su pétreo nombre. Sin prisa el barman se acercó a la mesa, acomodó los vasos servidos, recogió los vacíos metiéndoselos entre sus dedos de uñas sucias y miró a Manolo.

—Cachimba será tu madre —dijo, lentamente—. A mí me da tres cojones que tú seas policía.

—Coño, Cachimba, no te empingues —lo calmó Manolo—. Era jugando contigo.

El barman puso la peor de sus caras y se alejó. Ya había mirado con ojos asesinos al Conde cuando éste le preguntó si allí servían el «Papa Hemingway», aquel daiquirí que solía beber el escritor, hecho con dos porciones de ron, jugo de limón, unas gotas de marrasquino, mucho hielo batido y nada de azúcar.

—La última vez que vi un hielo fue cuando era pingüino —había respondido el barman.

—¿Y cómo tú sabías que yo estaba aquí? —le preguntó el Conde a su ex compañero luego de beberse de un golpe la mitad de su porción.

—Para algo soy policía, ¿no?

—No te robes mis frases, tú.

—Ya no te sirven, Conde..., ya no eres policía —sonrió el teniente investigador Manuel Palacios—. Nada, no aparecías por ningún lado y como te conozco tan bien, me imaginé que ibas a estar aquí. No sé cuántas veces me contaste esa historia del día que viste a Hemingway. ¿Y de verdad te dijo adiós o es invento tuyo?

—Averígualo tú, que para eso eres policía.

—¿Estás cabrón?

—No sé. Es que no quiero meterme en esto..., pero a la vez sí quiero meterme.

—Mira, métete hasta donde quieras y cuando quieras te paras. Total, todo esto no tiene mucho sentido. Son casi cuarenta años...

—No sé por qué coño te dije que sí... Después, aunque quiera, no puedo parar.

El Conde se recriminó y, para autoflagelarse, terminó el trago de un golpe. Ocho años fuera de la policía pueden ser muchos años y nunca había imaginado que resultara tan fácil sentirse atraído por volver al redil. En los últimos tiempos, mientras dedicaba algunas horas a escribir, o cuando menos a tratar de escribir, el resto del día lo empleaba en buscar y comprar libros viejos por toda la ciudad para surtir el quiosco de un vendedor amigo, del cual recibía el cincuenta por ciento de las ganancias. Aunque el dinero producido por el negocio casi siempre era poco, el Conde disfrutaba con aquella ocupación de traficante de libros viejos por sus variadas ventajas: desde las historias personales y familiares agazapadas tras la decisión de deshacerse de una biblioteca, quizás formada durante tres o cuatro generaciones, hasta la flexibilidad del tiempo existente entre la compra y la venta, que él podía manejar libremente para leer todo lo interesante que pasaba por sus manos antes de ser llevado al mercado. La falla esencial de la operación comercial, sin embargo, brotaba cuando el Conde sufría, como si fueran heridas en la piel, al encontrar viejos y buenos libros maltratados por la desidia y la ignorancia, a veces irrecuperables, o cuando, en lugar de llevar ciertos ejemplares valiosos al puesto de su amigo, decidía retenerlos en su propio librero, como reacción primaria de la incurable enfermedad de la bibliofilia. Pero aquella mañana, cuando su antiguo colega de sus días policiales le telefoneó y le sirvió en bandeja la historia del cadáver aparecido en Finca Vigía, y le ofreció entregarle extraoficialmente la investigación, un reclamo selvático lo obligó a mirar con dolor la hoja en blanco presa bajo el rodillo de su prehistórica Underwood, y decir que sí, apenas oídos los primeros detalles.

Aquella tormenta veraniega también había azotado con fuerza el barrio del Conde. A diferencia de los huracanes, las trombas estivales de agua, vientos y rayos llegaban sin previo aviso, a cualquier hora de la tarde, y ejecutaban una danza macabra y veloz sobre algún pedazo de la isla. Su fuerza, capaz de arrasar platanales y tupir alcantarillas, raras veces llegaba a males mayores, pero aquel preciso vendaval se había ensañado con la Finca Vigía, la antigua casa habanera de Hemingway, y puso a volar algunas de las tejas del techo, arrancó parte del tendido eléctrico, derribó un tramo de la verja del patio y, como si ése fuera su propósito celestial, provocó la caída de una manga centenaria y enferma de muerte, seguramente nacida allí antes de la construcción de la casa en el año remoto de 1905: y con las raíces del árbol habían salido a la luz los primeros huesos de lo que los peritos identificaron como un hombre, caucásico, de unos sesenta años, con principio de artrosis y una vieja fractura de la rótula mal soldada, muerto entre 1957 y 1960 a causa de dos disparos: uno de los impactos lo había recibido en el pecho, presumiblemente por el costado derecho, y, además de atravesarle varios órganos vitales, le había partido el esternón y la columna vertebral. El otro parecía haberle penetrado por el abdomen, pues le fracturó una costilla de la región dorsal. Dos disparos ejecutados por un arma al parecer potente, sin duda a corta distancia, los cuales provocaron la muerte de aquel hombre que, por el momento, sólo era una bolsa llena de huesos carcomidos.

—¿Sabes por qué dijiste que sí? —le preguntó Manolo y lo miró complacido y fijamente. Entonces su ojo derecho bizqueó hacia el tabique nasal—. Porque un hijo de puta siempre será un hijo de puta, por más que se confiese y hasta vaya a la iglesia. Y un jodido tipo que fue policía es policía para siempre. Por eso, Conde.

—¿Y por qué en vez de hablar toda esa mierda no me dices algo interesante? Con lo que sé, no puedo ni empezar a...

—Es que no hay más nada ni creo que lo haya. Hace cuarenta años, Conde.

—Dime la verdad, Manolo... ¿A quién le interesa este caso?

—¿La verdad-verdad? Por ahora a ti, al muerto, a Hemingway y creo que a más nadie... Mira, para mí todo está superclaro. Hemingway tenía malas pulgas. Un día alguien lo jodió demasiado y él le sopló dos tiros. Después lo enterró. Después nadie se preocupó por el muerto. Después Hemingway se metió un tiro en la cabeza y ahí se acabó la historia... Te llamé porque sabía que te iba a interesar y quiero dar un tiempo antes de cerrar el caso. Cuando lo cierre y se conozca la noticia, entonces sí que la historia de ese muerto enterrado en la casa de Hemingway le va a interesar a mucha gente y se va a publicar en medio mundo...

—Y por supuesto, les va a encantar decir que Hemingway lo mató. ¿Y si no fue él quien lo mató?

—Eso es lo que tú vas a averiguar. Si puedes... Mira, Conde, yo estoy hasta aquí de trabajo —e indicó a la altura de las cejas—. Esto se está poniendo cabrón: cada día hay más robos, malversaciones, asaltos, prostitución, drogas, pornografía...

—Lástima que ya no soy policía. Tú sabes que me encanta la pornografía.

—No jodas, Conde: pornografía con niños.

—Esto es el principio, Manolo. Agárrate para lo que nos viene arriba...

—Por eso mismo, Conde, ¿tú crees que con toda esa mierda en el ambiente yo tengo tiempo de meterme en la vida de Hemingway, que se voló la cabeza hace mil años, para saber si mató o no a un tipo que no se sabe ni quién coño es?

El Conde sonrió y miró hacia el mar. La caleta, en otros tiempos repleta de botes de pescadores, era ahora un piélago desierto y refulgente.

—¿Sabes una cosa, Manolo?... —hizo una pausa y probó su trago—. A mí me encantaría descubrir que fue Hemingway el que mató a ese tipo. Desde hace años el cabrón me cae como una patada en los cojones. Pero a la vez me jode pensar que le echen arriba un muerto que no es suyo. Por eso voy a averiguar un poco, y cuando digo un poco es un poco... ¿Ya registraron bien toda la parte donde apareció el muerto?

—No, pero mañana van para allá Crespo y el Greco. Ese trabajo no lo podía hacer cualquier abrehuecos.

—Y tú ¿qué vas a hacer?

—Seguir en lo mío y dentro de una semana, cuando me digas lo que sabes, cierro el caso y me olvido de esta historia. Y que le caiga la mierda arriba a quien le caiga.

El Conde volvió a mirar hacia el mar. Sabía que el teniente Palacios tenía razón, pero una extraña incomodidad se le había instalado en la conciencia. ¿Será por culpa del mar o porque fui policía demasiado tiempo?, pensó. ¿O será porque ahora trato de ser escritor?, también pensó, para no relegar su mayor ambición.

—Ven acá, quiero que veas una cosa —le pidió a su amigo y se puso de pie.

Sin esperar a Manolo cruzó la calle y avanzó entre los troncos de las casuarinas hacia el pequeño parque con una glorieta sin techo, dentro de la cual estaba el pedestal de mampostería con el busto de bronce. La luz del sol, oblicua y decadente, entregaba sus últimos beneficios todavía tórridos al rostro verde y casi sonriente del hombre allí inmortalizado.

—Cuando empecé a escribir, yo también lo hacía como él. Este tipo fue muy importante para mí —dijo el Conde, con los ojos clavados en la escultura.

De todos los homenajes, utilizaciones y rememoraciones del nombre y la figura de Hemingway existentes en Cuba, sólo aquel busto le parecía sentido y verdadero, como una de las simples oraciones afirmativas que Hemingway aprendió a escribir en sus viejos días de reportero novato del Kansas City Star. En verdad, al Conde siempre le sonaba excesivo y hasta poco literario que sobreviviera un torneo de pesca de agujas, inventado por el mismo escritor y perpetuado después de su muerte, todavía patentizado con su nombre. Le resultaba falso y de mal gusto —en realidad de mal sabor— aquel daiquirí «Papa Doble» que una vez, atentando contra su pobre bolsillo, había bebido en la barra del Floridita, para encontrarse con una poción desleída a la cual Hemingway le había negado —por prescripción facultativa, para colmo de males— la gracia salvadora de la cucharadita de azúcar capaz de marcar la diferencia entre un buen cóctel y un ron mal aguado. Más que turbia, le parecía insultante la invención de una glamurosa Marina Hemingway para que los ricos y hermosos burgueses del mundo y ningún zarrapastroso cubano de la isla (por la simple condición de ser cubano y todavía vivir en la isla) disfrutaran de yates, playas, bebidas, comidas, putas complacientes y mucho sol, pero de ese sol que da un bello color en la piel, y no del otro, que te quema hasta los sesos en un campo de caña. Incluso el museo de Finca Vigía, donde Conde había dejado de ir tantos años atrás, le sabía a escenografía calculada en vida para cuando llegara la muerte... Al final, sólo la carcomida y desolada plazoleta de Cojímar, con aquel busto de bronce empotrado en un bloque de concreto roído por el salitre, decía algo simple y verdadero: era el primer homenaje póstumo que se le rindió al escritor en todo el mundo, era el que siempre olvidaban sus biógrafos, pero era el único sincero, pues lo habían levantado con sus propios dineros los pobres pescadores de Cojímar, luego de recoger por toda La Habana los trozos de bronce necesarios para el trabajo del escultor, quien tampoco cobró por su obra. Aquellos pescadores, a los que en los malos tiempos Hemingway les regaló las capturas hechas por él en aguas propicias, a los que consiguió trabajo durante la filmación de El viejo y el mar, exigiendo además que se les pagara a precio justo, unos hombres con quienes bebió cervezas y rones comprados por él, y a los cuales, en silencio, les escuchó hablar de peces enormes, plateados y viriles, capturados en las aguas cálidas del gran río azul, solamente ellos sentían lo que nadie en el mundo podía sentir: para los pescadores de Cojímar había muerto un camarada, algo que Hemingway no fue ni para los escritores, ni para los periodistas, ni para los toreros o los cazadores blancos del África, ni siquiera para los milicianos españoles o para aquellos maquis franceses, al frente de los cuales entró en París para ejecutar la etílica y feliz liberación del hotel Ritz del dominio nazi... Frente a aquel pedazo de bronce se derrumbaba toda la falsedad espectacular de la vida de Hemingway, vencida por una de las verdades más limpias de su mito, y el Conde admiraba el tributo no por el escritor, que nunca lo sabría, sino por los hombres capaces de engendrarlo, con un sentimiento de verdad que no suele existir en el mundo.

—¿Y sabes lo peor? —agregó el ex policía—: creo que el cabrón todavía me toca aquí —y señaló un punto impreciso de su pecho.

Si Miss Mary hubiera estado en casa, aquella noche de miércoles habrían tenido invitados, como todas las noches de miércoles, y él no habría podido beber tanto vino. Seguramente no serían muchos los asistentes a la cena, porque en los últimos tiempos él prefería la tranquilidad y la conversación con un par de amigos a los tumultos etílicos de otras épocas, sobre todo desde que su hígado había lanzado el grito de alarma por los muchos alcoholes tragados a lo largo de los años, y tanto la bebida como la comida pasaron a encabezar una horrible lista de prohibiciones en indetenible y lacerante crecimiento. Pero las cenas de los miércoles en Finca Vigía se mantenían como un ritual y, de todas las personas conocidas, él prefería compartirlas con su viejo amigo de la guerra de España, el médico Ferrer Machuca, y con la inquietante Valerie, aquella irlandesa suave y rojiza, tan joven, a la cual, para no enamorarse de la tersura increíble de su piel, convirtió en asistente personal, convencido de que las cosas del trabajo y las del amor nunca deben mezclarse.

La imprevista salida de su mujer hacia Estados Unidos para agilizar la compra de unos terrenos en Ketchum, lo había dejado solo, y al menos por unos días quiso disfrutar de aquella ácida y desconocida sensación de soledad que antes solía resultar tan productiva pero que ahora se asemejaba demasiado a la vejez. Para combatir ese sentimiento, cada mañana se había levantado con el sol y, como en los mejores tiempos, había estado trabajando dura y limpiamente, de pie ante su máquina de escribir, a un ritmo superior a las trescientas palabras por jornada, a pesar de que cada vez le parecía más inatrapable la verdad perseguida en aquella historia resbaladiza a la cual ya había titulado El jardín del Edén. Aunque era incapaz de confesárselo a nadie, la verdad era que sólo había vuelto sobre aquella narración, concebida diez años antes como un cuento y que ahora había empezado a crecer desorbitadamente, porque se había visto obligado a detener la actualización de Muerte en la tarde y no se le había ocurrido otra manera de invertir su tiempo de trabajo. Mientras desollaba la vieja crónica dedicada al arte y la filosofía de las corridas de toros, necesitada de una revisión a fondo para la nueva edición planificada, había percibido que su mente funcionaba con demasiada lentitud y más de una vez, para estar seguro de sus juicios, debió esforzarse en recordar e, incluso, consultar algún texto sobre la tauromaquia capaz de aclararle ciertas esencias de aquel mundo que tan bien él había conocido en su prolongado amor por España.

Aquella mañana del miércoles 2 de octubre de 1958 llegó a escribir trescientas setenta palabras, y por el mediodía había nadado, sin llevar la cuenta de las piscinas recorridas para no avergonzarse de las cifras ridículas ahora conseguidas, tan lejos de la milla diaria que solía transitar hasta tres o cuatro años atrás. Luego de almorzar, le había ordenado al chofer que lo llevara a Cojímar, para conversar con su viejo amigo Ruperto, el capitán del Pilar, y advertirle de su intención de salir hacia el Golfo el próximo fin de semana, en busca de buenos peces y un necesario descanso a su agotado cerebro. Sobreponiéndose a sus impulsos ancestrales, regresó a la casa al atardecer, sin pasar antes por la barra del Floridita, frente a la cual nunca era capaz de pararse para beberse un solo trago.

Cenó con mucha hambre dos ruedas de emperador a la plancha, cubiertas de rodajas de cebolla blanca, dulzona y muy perfumada, y un gran plato de verduras aliñadas sólo con jugo de limas y aceite verde español, y a las nueve le pidió a Raúl que recogiera la mesa, cerrara las ventanas y, al terminar, se fuera a su casa. Pero que antes le subiera una botella del Chianti recibido la semana anterior. En la comida había preferido un Valdepeñas leve y oloroso a frutas, y su paladar ya desvelado le reclamaba ahora el regusto seco y viril de aquel vino italiano.

Cuando abandonaba la mesa observó un movimiento en la puerta de entrada y vio cómo se asomaba la cabeza oscura de Calixto. Siempre le asombraba que siendo mayor que él y después de pasar quince años en una cárcel, Calixto aún no tuviera una sola cana.

—¿Puedo pasar, Ernesto? —preguntó el hombre, y él le hizo un gesto con la mano. Calixto se acercó unos pasos y lo miró—. ¿Cómo estás hoy?

—Bien. Creo que bien —y mostró con la mano la botella vacía dejada sobre la mesa.

—Me alegro.

Calixto era el empleado ubicuo de la finca, pues cumplía las misiones más diversas: lo mismo trabajaba con el jardinero que cubría las vacaciones del chofer, colaboraba con el carpintero o se dedicaba a pintar las paredes de la casa. Pero en esos días, por insistencia de Miss Mary —así llamaba a la señora Hemingway, como todos, por iniciativa de su esposo—, era el encargado de la vigilancia nocturna de la finca con el propósito de que el patrón no se quedara solo en la vasta propiedad. Si aquella orden no era la confirmación de que lo consideraban un viejo, ¿qué coño era? Él y Calixto se conocían hacía treinta años, desde los tiempos en que el hombre se dedicaba a meter alcohol de contrabando en Cayo Hueso y Joe Rusell a comprárselo. Muchas veces bebieron juntos en el Sloppy Joe’s y en su casa del cayo, y a él le gustaba oír las historias de aquel cubano recio y de ojos tremendamente negros, que en tiempos de la ley seca había atravesado más de doscientas veces el canal de la Florida para introducir ron cubano en el sur de Estados Unidos y hacer felices a muchas personas. Luego habían dejado de verse, y cuando él empezó a visitar La Habana y a deambular por sus calles, supo que Calixto estaba preso por haber matado a un hombre durante una pelea de borrachos en un bar de los muelles. Cuando salió de la cárcel, en 1947, se habían encontrado casualmente en la calle Obispo y, al saber de los apuros en que andaba Calixto, él le ofreció trabajo, sin imaginar qué ocupación podía darle. Desde entonces Calixto merodeaba por su propiedad, empeñado en hacer algo útil para retribuir su salario y el favor que le debía a su amigo escritor.

—Voy a tomar café. ¿Quieres que te sirva? —preguntó Calixto alejándose ya hacia la cocina.

—No, hoy no. Sigo con el vino.

—No te pases, Ernesto —dijo el hombre desde la otra habitación.

—No me voy a pasar. Y vete al carajo con tus consejos de borracho arrepentido...

Calixto regresó a la sala con un cigarro encendido en los labios. Sonrió mientras le hablaba a su patrón.

—En los buenos tiempos de Cayo Hueso siempre te noqueaba. Con el ron y con el vodka. ¿O ya se te olvidó?

—Ya nadie se acuerda de eso. Yo menos que nadie.

—Nada más me ganabas con la ginebra. Pero ésa es bebida de maricones.

—Sí, eso decías cuando te meabas encima de tanto beber...

—Bueno, me voy. Me llevo un vaso con café —anunció—. ¿Hago yo el recorrido?

—No, mejor lo hago yo.

—¿Te veo luego?

—Sí, nos vemos luego.

Si Miss Mary hubiera estado en casa, después de la comida y la conversación, él habría leído unas pocas páginas de algún libro —quizás la edición recién llegada de El hígado y sus enfermedades, del tal H.P. Himsworth, que tan brutalmente explicaba sus dolencias hepáticas y sus desalentadoras consecuencias—, mientras bebía la copa permitida, por lo general del vino sobrante de la comida. Miss Mary jugaría a canasta con Ferrer y con Valerie, y él, desde su mutismo, disfrutaría del perfil de aquella muchacha a la cual, habilidosamente, Miss Mary se había llevado con ella arguyendo que necesitaba su ayuda para ciertos trámites legales y bancarios que debía realizar en Nueva York. Al fin y al cabo, un león viejo sigue siendo un león. Después de beber el vino y de leer un poco, él no habría estado mucho rato levantado: pronto daría las buenas noches, y dejaría en la sala a Ferrer, Valerie y Miss Mary, pues todos sabían que ahora se había convertido en hábito acostarse alrededor de las once, hiciera o no el recorrido por la finca... Tanta rutina, hechos repetidos, costumbres asumidas, actos previsibles, le parecían el índice más definitivo de su estado de vejez prematura, por eso le resultaba agradable autoengañarse con una sensación de responsabilidad ante la literatura que no sentía desde los años remotos de París, cuando no sabía quién editaría sus libros ni quién los leería y luchaba contra cada palabra como si en ello le fuera la vida.

—Aquí tiene el vino, Papa.

—Gracias, hijo.

Sobre el pequeño bar colocado junto al butacón, Raúl acomodó la botella descorchada y la copa limpia, de vidrio labrado. Aun cuando lo servía desde el año 1941, apenas instalado en la casa con su tercera esposa, Raúl jamás se hubiera atrevido a comentarle nada a propósito del vino y él sabía que tampoco se iría de lengua con Miss Mary. La fidelidad de Raúl era tan absoluta como la de Calixto, pero con un ingrediente perruno que la hacía más sosegada y retraída. De todos sus empleados era el más antiguo, al que más quería y el único que al decirle «Papa» lo hacía como si en realidad él fuera su padre, pues en muchos sentidos lo había sido.

—Papa, ¿está seguro de que se quiere quedar solo otra vez?

—Sí, Raúl, no te preocupes. ¿Comieron los gatos?

—Sí, Dolores les llevó su pescado y yo le di la comida a los perros. Black Dog fue el que no quiso comer, está como nervioso. Hace un rato estuvo ladrando por allá atrás. Yo bajé hasta la piscina y no vi a nadie.

—Yo le doy algo. Conmigo siempre come.

—Es verdad, Papa.

Raúl Villarroy tomó la botella y sirvió hasta la mitad la copa de vino. Él le había enseñado a dejarla abierta unos minutos antes de servir, para que la bebida respirara y se asentara.

—¿Quién hace el recorrido?

—Yo lo hago. Ya se lo dije a Calixto.

—¿De verdad quiere que me vaya y quedarse solo?

—Sí, Raúl, no hay problemas. Si me hace falta te llamo.

—No deje de llamarme. Pero de todas maneras más tarde yo doy una vuelta.

—Estás igual que Miss Mary... Vete tranquilo, yo no soy ningún viejo inútil.

—Yo lo sé, Papa. Bueno, duerma bien. Mañana estoy aquí a las seis para el desayuno.

—¿Y Dolores? ¿Por qué no lo prepara ella, como siempre?

—Si no está Miss Mary, debo estar yo.

—Está bien, Raúl, como quieras. Buenas noches.

—Buenas noches, Papa. ¿Está bueno el vino?

—Es excelente.

—Me alegro. Ya me voy. Buenas noches, Papa.

—Buenas noches, hijo.

En verdad tenía un sabor excelente aquel Chianti. Era un regalo de Adriana Ivancich, la condesita veneciana de quien se había enamorado unos pocos años atrás y a la cual convirtió en la Renata de Al otro lado del río y entre los árboles. Beber aquel Chianti oscuro le recordaba el sabor recio de los labios de la muchacha, y eso lo reconfortaba y borraba el sentimiento de culpa por estar bebiendo más de lo aconsejable.

Si quiere seguir viviendo, ni bebidas ni aventuras, le habían advertido Ferrer y los otros médicos. La presión sanguínea andaba mal, la diabetes incipiente se podía agravar, el hígado y los riñones no se habían recuperado de los accidentes aéreos que había sufrido en África, y la vista y el oído iban a perder más facultades si no se cuidaba. Aquel saco de enfermedades y prohibiciones era lo que iba quedando de él. ¿Y las corridas de toros? Sí, pero sin ningún exceso. Es que debía volver al ruedo, necesitaba regresar a las corridas y a su ambiente para terminar la reescritura de Muerte en la tarde, que se hacía tan difícil. Bebió la copa hasta el fondo y se sirvió otra porción. El susurro del vino rojo contra el cristal le evocó algo que no pudo recordar, aunque tenía relación con alguna de sus aventuras. ¿Qué carajos será?, se preguntó y se descubrió ante una terrible evidencia, conocida, pero en la cual trataba de no pensar: si no podía correr aventuras ni recordar, ¿de qué vas a escribir, muchacho?

Sus biógrafos y los críticos siempre insistían en destacar de su vida el gusto por el peligro, la guerra, las situaciones extremas, la aventura, en fin. Unos lo consideraban un hombre de acción devenido escritor, otros un payaso en busca de escenarios exóticos o peligrosos capaces de añadirle resonancia a lo que el artista escribía. Pero todos habían contribuido a mitificar, desde el elogio o desde la crítica, una biografía que, coincidían en esto, él mismo se había fabricado con sus acciones por medio mundo. La verdad, como siempre, solía ser más complicada y terrible: sin mi biografía no hubiera sido escritor, se dijo, y observó el vino a trasluz, sin beberlo. Él sabía que su imaginación siempre había sido escasa y mentirosa, y sólo contar las cosas vistas y aprendidas en la vida le había permitido escribir aquellos libros capaces de rezumar la veracidad que él le exigía a su literatura. Sin la bohemia de París y las corridas de toros no habría escrito Fiesta. Sin las heridas de Fossalta, el hospital de Milán y su amor desesperado por Agnes von Kuroswsky, jamás habría imaginado Adiós a las armas. Sin el safari de 1934 y el sabor amargo del miedo sentido ante la proximidad letal de un búfalo herido, no hubiera podido escribir Las verdes colinas de África, ni dos de sus mejores relatos, «La breve vida feliz de Francis Macomber» y «Las nieves del Kilimanjaro». Sin Cayo Hueso, el Pilar, el Sloopy Joe’s, el contrabando de alcohol y algunas historias contadas por Calixto, no hubiera nacido Tener y no tener. Sin la guerra de España y los bombardeos y la violencia fratricida y su pasión por la desalmada Martha Gelhorn no hubiera escrito jamás La quinta columna y Por quién doblan las campanas. Sin la segunda guerra mundial y sin Adriana Ivancich no existiría Al otro lado del río y entre los árboles. Sin todos los días invertidos en el Golfo y sin las agujas que pescó y sin las historias de otras agujas tremendas y plateadas que oyó contar a los pescadores de Cojímar nunca hubiera nacido El viejo y el mar. Sin la «fábrica de truhanes» que le acompañaron a buscar submarinos nazis, sin Finca Vigía y sin el Floridita y sus tragos y sus personajes, y sin los submarinos alemanes que alguien en Cuba reabastecía de petróleo, no hubiera escrito Islas en el Golfo. ¿Y París era una fiesta? ¿Y Muerte en la tarde? ¿Y los cuentos de Nick Adams? ¿Y esta maldita historia de El jardín del Edén que se niega a fluir como debe y se alarga y se pierde?... Él sí lo sabía: debía hacerse de una vida para hacerse de una literatura, tenía que luchar, matar, pescar, vivir para poder escribir.

—No, coño, no me inventé una vida —dijo en voz alta y no le gustó su propia voz, en medio de tanto silencio. Y vació hasta el final la copa de vino.

Con la botella de Chianti bajo el brazo y la copa en la mano caminó hasta la ventana de la sala y miró hacia el jardín y hacia la noche. Esforzó los ojos, casi hasta sentir dolor, tratando de ver en la oscuridad, como los felinos africanos. Algo debía existir, más allá de lo previsible, más allá de lo evidente, capaz de poner algún encanto a los años finales de su vida: todo no podía ser el horror de las prohibiciones y los medicamentos, de los olvidos y los cansancios, de los dolores y la rutina. De lo contrario la vida lo habría vencido, destrozándolo sin piedad, precisamente a él, que había proclamado que el hombre puede ser destruido, pero jamás derrotado. Pura mierda: retórica y mentira, pensó, y se sirvió otra copa del vino. Necesitaba beber. Aquélla amenazaba ser una mala noche.

Pero fue dos años después cuando al fin comprendió que si Miss Mary hubiera estado en casa, quizás aquella noche de miércoles no hubiera sido la noche que dio inicio al final de su vida.