Líbrenos Dios de abandonar la Ley y sus preceptos. No escucharemos las órdenes del rey para salirnos de nuestro culto.
I Macabeos 2, 19
Los Macabeos, así llamados por tener su fuerza militar el ímpetu de un martillo, fueron cinco hermanos — y su anciano padre— que, contra todo pronóstico, desafió y derrotó al opresivo imperio griego de la dinastía seléucida. Se sublevaron contra él a fin de que les fuera concedida la libertad religiosa y política, y acabaron por crear su propio reino judío.
Los reyes griegos de Asia que dominaban a la sazón Oriente Próximo eran descendientes de Seleuco, uno de los generales de Alejandro Magno, quien había conquistado un imperio colosal tras la muerte de su señor. En el momento que nos ocupa, merced a las victorias de Antíoco III el Grande, sus posesiones en Oriente Medio incluían Judea, en donde adoraban los judíos a su Dios único. Aunque la dinastía había practicado siempre la tolerancia religiosa, tras la muerte prematura de aquel, su hijo, no por hermoso menos trastornado, transformó por entero dicha situación.
Antíoco IV trató de anexionar Egipto a su imperio, y aunque conquistó la nación, los romanos desbarataron sus planes... y los hebreos de Judea se rebelaron tras su retaguardia. Montando en cólera, el emperador, que se había arrogado el sobrenombre de Epífanes (con lo que se atribuía la condición de manifestación de un ser divino), se propuso aplastar a los judíos y su religión. En consecuencia, publicó una serie de decretos por los que abolía el judaísmo en todas sus expresiones: la observancia de la Torá, las leyes relativas al consumo de alimentos, la práctica de la circuncisión...; todo esto quedó prohibido so pena de muerte. En 168 a. C. convirtió el Templo de los judíos, el lugar más sagrado de Jerusalén, en un santuario dedicado a Zeus, y mandó que los soldados patrullasen las calles y los campos para asegurarse de que las gentes de Judea estaban venerando a los dioses helénicos. El mismísimo Antíoco se presentó en el Templo para sacrificar puercos sobre el altar.
Muchos de los de la nación acataron las nuevas leyes, y algunos, una minoría, huyeron. Fue el viejo Matatías, sacerdote de la ciudad de Modín, quien inició la resistencia activa arremetiendo contra un judío observante de la nueva ley y matando a un soldado del imperio diabólico de Antíoco. A continuación, se retiró al Jordán con sus cinco hijos a fin de transformar sus fuerzas judías en un formidable ejército partisano. De todos los rincones de Judea acudieron a unirse a ellos con el convencimiento, completamente acertado, de haber hallado en aquellos hombres a los paladines de su fe.
Los sucesos de entre 168 y 164 a. C. dan fe de su bravura y sus dotes de mando. Después de prescindir de la negativa suicida a guerrear en sábado — prurito religioso que había supuesto no pocas derrotas en un principio—, los rebeldes lograron victorias deslumbrantes contra los seléucidas y los «colaboracionistas» judíos alineados contra ellos. Buena parte de sus triunfos se debió al inspirado caudillaje del mayor de los hijos de Matatías, Judas, apodado «el Macabeo» («Martillo») antes de que se aplicara el nombre a toda la familia. Sus seguidores infligieron una serie de derrotas aplastantes a una hueste mejor pertrechada y mucho más numerosa que ellos.
Tres años después, los Macabeos se habían hecho con Jerusalén, y en 164 a. C., año en que murió Antíoco — quien había acabado por adoptar una postura un tanto más acomodaticia—, su sucesor pidió la paz — aunque esta fue solo temporal—. Por encima de todo, los hebreos recuperaron su libertad de culto. En diciembre del citado año purificaron el Templo y lo volvieron a consagrar. La lámpara que en él ardía siguió encendida ocho días aun después de haber quedado sin aceite, y semejante milagro inspiró la gozosa festividad de la Janucá, en la que siguen celebrando los judíos la liberación religiosa de la tiranía.
Tras ganarse el derecho de practicar sus creencias, los Macabeos siguieron luchando por la libertad política que haría posible su salvaguarda. El resultado fue la creación de un estado judío independiente encabezado por los descendientes de Matatías. Judas murió en el campo de batalla mientras guerreaba por expulsar de Judea al imperio sirio, y su sucesor, Jonatán, llamado «el Astuto», afirmó mediante la diplomacia los logros militares de su hermano. En tanto que los enfrentamientos dinásticos y civiles consumían el imperio seléucida, su perspicaz evaluación del equilibrio político y sus juiciosos ofrecimientos de apoyo le reportaron ganancias territoriales nada desdeñables. Sin embargo, los seléucidas trataron de reconquistar Judea, y engañaron, capturaron y mataron a Jonatán. En 142 Simón el Grande, el más joven de los hijos de Matatías, y el único que quedaba con vida, negoció la independencia política de su nación. Tal fue la culminación de aquello por lo que había luchado su familia. Un año después fue investido jefe hereditario y sumo sacerdote del estado por aclamación popular. Este hecho marcó la instauración de la dinastía de los Asmoneos, que tomó su denominación del apellido de Matatías. Los Macabeos gobernaron durante el siglo y medio siguiente sobre un reino judío independiente en calidad de monarcas y dirigentes religiosos, y conquistaron un imperio que no tardaría en extenderse a buena parte del territorio que ocupan en nuestros días Israel, Jordania y el Líbano. Las dotes de su estirpe se fueron apagando de manera gradual, y sus integrantes fueron trocándose en tiranos helénicos... hasta que impuso Roma su voluntad en Oriente Medio.
Los Macabeos representan la nobleza, el coraje y la libertad, así como la audacia necesaria para encarar a un imperio y reclamar el derecho de todas las gentes a la libertad de culto. En un enfrentamiento entre David y Goliat que constituye la primera guerra santa de la que se tiene noticia, una modesta banda de combatientes consiguió derrotar a las poderosas falanges de un déspota arrogante.