Cicerón está henchido de humanidad, de algo que podría calificarse casi de cristianismo, un salirse de la intelectualidad exánime de la vida romana para alcanzar percepciones morales, afectos naturales, domesticidad, filantropía y cumplimiento consciente del deber...
Anthony Trollope, introducción a su Life of Cicero (1880)
Cicerón fue un maestro supremo de la palabra hablada a quien sus conmovedores llamamientos a la defensa de la república romana acabaron por costar la vida. En su propio tiempo no tuvo rival como orador, ni nadie que se atreviese a poner en tela de juicio su devoción y lealtad de hombre de estado a la república. También fue una persona de intelecto y refinamiento excepcionales que ha ejercido una perdurable influencia en la civilización oriental.
Pese a su condición de homo novus («hombre nuevo», lo que quería decir que ninguno de sus antepasados había ocupado puesto alguno en la Administración del estado), Marco Tulio Cicerón acabó por erigirse en uno de los principales políticos de Roma. Joven brillante, discípulo de los mejores cerebros de su tiempo, se instruyó en el ámbito del derecho a modo de vía a la política. Ascendió con rapidez y adquirió no poco renombre por su lucidez y sus deslumbrantes dotes para la oratoria.
Jamás dio muestras de falsa modestia, aunque lo cierto es que el común de los romanos compartía la opinión elevada que tenía de sí mismo. Forastero en el sistema político dominado por los patricios, salió victorioso en las elecciones a los puestos más insignes del estado, siempre a la edad mínima requerida para ocupar cada uno de ellos. En el año 63 a. C., tras alcanzar el consulado, cumbre de la ascensión política, se afirmó enseguida en cuanto héroe nacional. Tras descubrir la conspiración de Catilina, conjura patricia destinada a echar abajo la república, logró persuadir al Senado a decretar la pena de muerte para los confabuladores, y de paso derrotó a Julio César en el debate. Cuando anunció al gentío la ejecución con una única palabra, vixerunt («han muerto»; literalmente: «vivieron»), fue aclamado con tumultuoso arrebato pater patriae («padre de la patria»).
Un puñado de frases le bastaban para hacer pasar a jurados y multitudes de la risa al llanto, la rabia o la compasión. Mediante el uso de términos sencillos podía exponer la médula de un asunto complejo, aunque de ser necesario, no le costaba aturdir a su auditorio con su retórica y ganar una causa tras otra mediante el método de «lanzar tierra a los ojos del jurado», tal como expresó él mismo. Su célebre declaración de civis romanus sum («soy ciudadano romano») se emplea aún para resumir la defensa de los derechos del individuo frente al poder despótico del estado. Su inconfundible estilo oratorio transformó el lenguaje escrito. Su habilidad para engranar una frase tras otra sin enturbiar el hilo conductor de su argumento se trocó en modelo del latín formal.
Un siglo después de su muerte, Plutarco lo encomió en cuanto último amigo fiel de la república. En un período de agitación social, evocó tiempos más felices de decoro político. Idealista aunque consecuente, estaba convencido de que las muestras de virtud en la vida pública lograrían restituir la salud de la república. Se negó a dejarse implicar en intrigas políticas que bien podrían haber socavado el sistema al rechazar la proposición de unirse a él en el llamado Primer Triunvirato de 60 a. C. que le hizo César, y si bien no participó en el asesinato de este en el año 44, aprovechó el final de su dictadura para volver a abrazar la política con todas sus energías. En los meses que siguieron, tomando como ejemplo al célebre orador ateniense Demóstenes, pronunció las Filípicas, una serie de catorce discursos llenos de ingenio y agudeza contra la tiranía de César y contra su fiel secuaz Marco Antonio. Constituyeron un grito magnífico, aunque desesperado a la postre, en pro de la libertad política.
Cuando el dictador alentó a abstenerse de participar en política, nuestro acérrimo republicano buscó distracción en la filosofía. De joven había sido discípulo de los pensadores griegos más renombrados del momento, y no había en toda Roma nadie que pudiera compararse a él en lo hondo y lo dilatado de sus conocimientos. Su tratado sobre el valor de la filosofía, Hortensius, fue punto menos que una lectura obligatoria en el período final de la Antigüedad. San Agustín aseguraba que había tenido una importancia decisiva en su conversión, y, de hecho, el primer catolicismo consideraba a Cicerón un «pagano virtuoso».
Fue él quien introdujo en Roma las ideas griegas que conformarían la base del pensamiento occidental en los dos milenios siguientes. Aunque en ocasiones se ha criticado su obra por ser poco original, lo cierto es que en sus tratados nunca pretende hacer ver lo contrario. «Son simples transcripciones —escribió a un amigo—: yo me limito a poner las palabras, pues las tengo en abundancia.» Se trata de una declaración por demás humilde para alguien que contribuyó de un modo tan extraordinario a la filosofía de Occidente al verter escritos griegos, inventar términos latinos para dar cuenta de conceptos intraducibles hasta entonces y dar explicación a las corrientes de pensamiento más relevantes. Su colosal discurso equivalía a toda una enciclopedia de filosofía griega.
Al final, le perdió su incapacidad para refrenar su lengua: cuando Octaviano, hijo adoptivo de César y futuro Augusto, supo del comentario que sobre él había hecho («A ese joven habría que colmarlo de alabanzas y distinciones... y a continuación quitarlo de en medio»), quedó echada su suerte. Aquel formó poco después el Segundo Triunvirato junto con Marco Antonio y Lépido, y lo declaró enemigo del estado. Los militares lo persiguieron mientras huía de Italia sin demasiado entusiasmo, y acabaron con su vida de un modo brutal. Le cortaron la cabeza y la mano con la que había escrito sus diatribas para exponerlas en el foro de Roma. «Ya que lo que vas a hacer no tiene nada de correcto, soldado — se dice que pidió a su asesino—, intenta al menos matarme con corrección.»