No es prudente criar a un cachorro de león, pero quien lo haga tendrá que aceptar sus normas.
Veredicto del dramaturgo Esquilo respecto de Alcibíades
(según lo recoge Aristófanes en Las ranas)
Alcibíades fue la juventud dorada de la edad de oro de la Grecia clásica, y ocupó el centro de la escena en la lucha a vida o muerte en que se embarcó Atenas en la segunda mitad del siglo V a. C. Político deslumbrante y brillante caudillo militar, poseía dones excepcionales: bien nacido, encantador, hermoso, carismático, ingenioso, elocuente...; pero sus virtudes iban acompañadas de defectos no menos notables: vanidad, falta de escrúpulo y egoísmo. Impedido por sus enemigos políticos y por sus propias deficiencias, al final fue incapaz de sacar provecho a su talento para librar a su ciudad de la destrucción.
Cuando nació, en 450 a. C. o poco antes, la ciudad de Atenas se hallaba en lo más alto de su poder y riqueza. Poco menos de treinta años antes, los atenienses habían encabezado una alianza de estados griegos para rechazar a los invasores persas procedentes del este; pero lo que había comenzado como una liga voluntaria de iguales se había ido transformando en una talasocracia ateniense. Durante su adolescencia habían ido creciendo las tensiones, hasta que, al fin, en 431, Esparta, estado conservador cada vez más alarmado por las ambiciones de expansión imperial de Atenas, perdió la paciencia y dio origen con su ataque a la guerra del Peloponeso. En ella quedaría sumido todo el mundo griego los siguientes veintisiete años, que concluyeron con la derrota total de Atenas.
El padre de Alcibíades había muerto en la batalla en 447, y él, siendo aún un niño, quedó al cuidado de la familia de Pericles, el más grande estadista de Atenas y cabecilla heroico del momento. Alcibíades fue discípulo de Sócrates, y sus soberbias dotes para la oratoria pudieron deberse, en parte, a los excelentes fundamentos de retórica que recibió del filósofo y del político.
En 421, después de diez años de lucha poco decisiva, Atenas y Esparta concertaron la precaria paz de Nicias. Resentido ante el hecho de que lo hubiesen considerado demasiado joven para participar en las negociaciones, se propuso socavarlas, primero entablando conversaciones privadas con los embajadores espartanos y luego tratando de ponerlos en ridículo ante la asamblea ateniense. Al ser elegido general en 420, organizó una nueva alianza contra Esparta; pero sus violentas ambiciones se vieron frustradas dos años más tarde por la humillante derrota que sufrieron los nuevos coligados ante los laconios en Mantinea.
El momento determinante de su trayectoria vital se produjo en 415, cuando volvió a defender la causa bélica al abogar por un plan por demás ambicioso consistente en el envío de una fuerza expedicionaria colosal destinada a atacar la ciudad siciliana de Siracusa. Logró imponer su opinión, y obtuvo el cometido de acaudillar la expedición junto con otros dos generales. Sin embargo, cuando estaba a punto de hacerse a la mar, sus enemigos se las compusieron para envolverlo, tal vez de forma injusta, en el escándalo de la misteriosa mutilación de las hermas, mojones sagrados colocados por toda Atenas. Semejante atropello se tuvo por un mal presagio de la misión, cuyas naves, no obstante, dieron vela sin que se hubieran despejado las acusaciones.
En lugar de comparecer durante el juicio, huyó y fue condenado a muerte en ausencia. Entonces hizo patente la magnitud de su venganza al desertar en favor de Esparta y convencer a los laconios para que enviasen un contingente destinado a reforzar Siracusa, lo que contribuyó a la derrota catastrófica que sufrirían los atenienses dos años después. A continuación, alentó a los espartanos a construir un puesto fortificado en Decelia, desde donde se divisaba la ciudad de Atenas. Esta acción aisló a los atenienses de sus hogares, sus cultivos y sus minas de plata, y los obligó a vivir todo el año intramuros.
Después de hostigar a Atenas desde dentro de las fronteras, se trasladó a Jonia, situada más al este, en Asia Menor, y fomentó revueltas entre los aliados sometidos a la ciudad que lo había condenado. Sin embargo, las intrigas que había forjado con Esparta se vieron interrumpidas de forma abrupta ante las sospechas de que se hallaba en tratos amorosos con la esposa del rey de los espartanos. Al verse de nuevo con la soga al cuello, volvió a desertar, esta vez en favor de Persia. En confabulación con esta, ayudó a avivar el malestar político en Atenas, en donde se instauró en 411 un nuevo régimen oligárquico que, sin embargo, no duraría mucho.
Confiando en las promesas de ayuda — poco realistas— formuladas por los persas, la flota ateniense le restituyó el puesto de general. Entre 411 y 408 se redimió al propiciar una espectacular recuperación de Atenas por intermedio de una serie de victorias militares. Por encima de todo, infligió una derrota aplastante a las naves lacedemonias en Cícico en 410 y ayudó a Atenas a recobrar el dominio de la ruta de abastecimiento que cruzaba el mar Negro.
Tras invitarlo a regresar a la ciudad y exculparlo de toda acusación, le otorgaron el mando supremo de la guerra por tierra y por mar. Aun así, después de la derrota naval sufrida en Notio en 406 — por causa de la desobediencia de uno de sus subordinados, siendo así que él mismo no se hallaba presente—, perdió su posición. En 405, tras una derrota naval catastrófica sufrida en Egospótamos —a despecho de las advertencias que había hecho Alcibíades a los comandantes atenienses— regresó a Persia, en donde fue asesinado, tal vez por instigación de Esparta, en 404.
Alcibíades era un cúmulo de contradicciones, un meteoro embustero capaz de brillar un instante y actuar con oscura imprudencia al siguiente. Cuando más lo necesitaba, Atenas no pudo confiar en él para sacar provecho de sus dotes colosales, y tal circunstancia propició, al cabo, su propia destrucción y la de su ciudad.