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El terrorismo: un ensayo de definición e interpretación

A pesar de la disminución generalizada del elenco de manifestaciones de violencia en los conflictos políticos, el terrorismo ha alcanzado en los últimos decenios una particular virulencia. No cabe duda de que, dentro de la tipología de la violencia estrictamente política, la cuestión terrorista ocupa el lugar más relevante para los estudiosos del problema, y como ya hemos dicho, genera una publicística de enormes proporciones, que crece sin cesar, aunque su relevancia y calidad resulten bastante desiguales. Como fenómeno candente y sujeto a fuertes polémicas, la definición y la valoración del terrorismo distan mucho de estar fijadas de un modo satisfactorio. Algunos autores coinciden en que el terrorismo es el uso o la amenaza de uso de la violencia, un método o estrategia de combate para alcanzar determinados fines, y otros han destacado su carácter simbólico, destinado a modificar la conducta política del enemigo. Sin duda, dado el amplio alcance del término, existen dificultades para comprender el fenómeno terrorista en su integridad, ya que el miedo no es su única característica, y es preciso valorar tanto las implicaciones emocionales del concepto como su inevitable dimensión ideológica.1

En efecto, pocos términos de las ciencias sociales son tan polémicos como el de «terrorismo», lastrado desde su origen por la polémica entre agresión y autodefensa: unas definiciones lo consideran una forma de guerra, y como tal debe ser dirimido en el plano estrictamente político y militar, y otras lo tildan de comportamiento criminal que se debe tratar desde un sesgo exclusivamente jurídico-penal.2 De modo que para orientarnos en un concepto tan contaminado por valoraciones de orden ético y político, trataremos de sistematizar las diversas atribuciones del término «terrorismo» desentrañando sus principales características psicológicas, ideológicas, organizativas, estratégicas y políticas.

Es preciso destacar desde el primer momento que, en consonancia con su carácter multifacético, el terrorismo no es una escuela filosófica, ni una ideología, ni una doctrina política, sino una estrategia de empleo de la violencia política que han utilizado y utilizan prácticamente todos los movimientos radicales del espectro político, sean de derechas o de izquierdas.3 El terrorismo tomó apariencia predominantemente populista y anarquista a fines del siglo XIX, y fascista en los años veinte y treinta del siglo pasado, se tornó tercermundista en los años cuarenta y cincuenta, neomarxista en los años sesenta y setenta o integrista en los años ochenta y noventa. No existe un terrorismo per se salvo en términos abstractos, sino que hay, como veremos a lo largo de este ensayo, diferentes tipos de terrorismo, que persiguen muy diversos objetivos de orden político.4 Pero si el terrorismo no es patrimonio de una ideología política determinada, tampoco es una simple técnica, ya que quienes lo practican tienen en común ciertas creencias básicas sobre la eficacia y la justificación del empleo de semejantes métodos basados en la violencia y la intimidación sistemáticas.5 Cabría diferenciar en principio aquellas organizaciones o instituciones que emplean el terrorismo como una táctica entre otras en un marco estratégico más amplio (la revolución social, la independencia, la guerra de guerrillas, la resistencia a la ocupación extranjera, la guerra revolucionaria, la contrarrevolución, la «estrategia de la tensión», la Guerra Santa, etc.) y las que trasforman al terrorismo en el elemento estratégico central de su actuación política, como fue el caso de los regímenes totalitarios y de ciertos grupos armados de muy distintas convicciones políticas.

1. EN EL ORIGEN DEL TÉRMINO: EL TERROR DE ESTADO

El terror aparece vinculado a la política desde su misma configuración como saber social específico y diferenciado. Maquiavelo lo consideraba como la principal estratagema política de los dirigentes que tratan de establecer un nuevo régimen de gobierno. La violencia terrorista surge en la ciencia política como un factor eminentemente pragmático, ya que su éxito se mide por criterios de eficacia política que lleva aneja la marca de la virtù, y no por cualidades de orden ideológico o moral.6 Por su parte, Montesquieu introdujo el término «terror» en el lenguaje político asignándole un significado preciso, como sinónimo del miedo, que era la característica determinante del principio rector de los regímenes despóticos que no empleaban la violencia de forma limitada y ejemplar contra el «enemigo interior», sino que la extendían a toda la población. La diferencia entre intimidación y terrorismo es que aquélla simplemente busca incrementar el miedo a un castigo severo por la no aceptación de una demanda, y el terrorismo no amenaza: la muerte y la destrucción son su programa de acción.7 Esta idea del terror como principal recurso del despotismo se expandió entre los filósofos ilustrados, y marcó la pauta de su empleo político en la época contemporánea.

El fenómeno del terrorismo político está asociado al origen de la moderna democracia. En la Revolución francesa se usó por vez primera el terror en nombre de la democracia, pero la relación entre ambos sigue siendo polémica: los conservadores, desde Burke a Taine, pensaban que el terror resultaba intrínseco a las revoluciones, y que la violencia era, como destacaron Pierre Chaunu o Simon Schama, el elemento fundador del mundo contemporáneo. Por el contrario, los historiadores socialistas y radicales como François Mignet, Alphonse Aulard o Georges Lefebvre contemplaron la Revolución como un paso importante en la creación de la democracia liberal, y valoraron el terror como una táctica de circunstancias usada por los políticos de la Convención para defender a Francia y la democracia contra las amenazas de la contrarrevolución y la guerra.8 Los revisionistas como Furet asumen esta premisa concreta del pensamiento contrarrevolucionario clásico, y piensan que el terror es una parte integral y especialmente insidiosa de la ideología de la moderna democracia de masas con vocación totalitaria.9

En 1776, el Dictionnaire de l’Académie Française definía asépticamente el terror como la «emoción causada en el alma por la imagen de un mal o de un peligro próximo; espanto, gran temor».10 El término «terror» apareció por primera vez en el léxico político práctico para definir, y en principio no de forma negativa, el régimen excepcional mantenido por el Comité de Salud Pública de abril de 1793 a julio de 1794. En contraste, el concepto de «terrorismo» surgió en la etapa thermidoriana de la Revolución francesa como un término despectivo referido al sistema de gobierno desplegado por la Convención. La palabra «terrorismo» figuró desde 1798 en el Dictionnaire de l’Académie Française, donde quedó fijado como «système, régime de terreur», en un sentido peyorativo del que carecía antes de Thermidor. El concepto ingresó en el lenguaje político inglés en 1795 como «Government by intimidation» o «A policy intended to strike with terror those against whom it is adopted» (Oxford English Dictionary). Por ese entonces, el terror era entendido en exclusiva como un régimen, o como una práctica propia del poder estatal, cuya esencia era recurrir de forma sistemática a la violencia contra personas y cosas, provocando de ese modo un ambiente de temor generalizado. No fue sino en las décadas postreras de la siguiente centuria cuando el término extendió su campo semántico para definir la estrategia violenta desplegada por los revolucionarios populistas rusos de la Naródnaia Vólia a caballo de la década de 1870-1880; la «propaganda por el hecho» cultivada por los anarquistas franceses, ingleses, norteamericanos o españoles en los años noventa, y las campañas de violencia política sistemática lanzadas desde las tres últimas décadas del siglo XIX por grupos nacionalistas radicales irlandeses, macedonios, serbios o armenios en lucha contra sus estados opresores. Combates que, quizás para confirmar la escasa viabilidad revolucionaria o la incapacidad decisoria de esta táctica de lucha, han seguido librándose con diversa intensidad hasta fechas muy recientes en muchas de estas zonas geográficas. Porque el terrorismo —repitámoslo una vez más— no es una doctrina o un régimen políticos, sino una estrategia compleja de lucha violenta de la cual se han servido y se sirven actores de distinta naturaleza y de ideología política muy diversa.

De modo que, en el origen mismo del término «terrorismo» aparece el terror de Estado, que ha sido descrito de forma convencional como el «uso arbitrario por los órganos de la autoridad política, de la coerción severa contra individuos o grupos, de la amenaza creíble de su uso, o de la exterminación arbitraria de los mismos».11 Dicha forma de violencia describe la capacidad de un gobierno para impulsar y dirigir, de forma sistemática y sin cuartel, una guerra interna no declarada contra un enemigo interior, utilizando todos los recursos extralegales a su alcance, como la delimitación imprecisa de los hechos delictivos y las medidas clandestinas de sanción estatal (homicidios, torturas, privación de la libertad o de la propiedad, etc.) sin las debidas garantías jurídicas.12 La definición distingue claramente la violencia organizada, sometida a rigurosas reglas de aplicación, que el Estado monopoliza legítimamente, y la que puede ejercer de forma delictiva, bien porque se trata de un régimen ilegítimo por su ausencia de representatividad, bien porque emplea métodos de extremada violencia que al buscar la destrucción física y moral del adversario no se ajustan a las normas vigentes que autolimitan su capacidad represiva.13 En este segundo supuesto, el Estado hace un uso ilegal y abusivo de los instrumentos de coerción y represión de que dispone (policía, ejército, servicios secretos, ordenamiento jurídico, régimen penitenciario...), y los aplica a un segmento más o menos relevante de la población. El terrorismo de Estado sería entonces un tipo de violencia que va más allá de las normas formales e informales de la coerción gubernamental y que ignora la distinción convencional entre inocentes y culpables, o entre combatientes y no combatientes. El objetivo no es una persona individual, sino la población en su conjunto.14 Desde esa perspectiva, el terror estatal es indiscriminado: no selecciona las víctimas en función de la hostilidad, sino que realiza un enorme acto de violencia que provoca tal conmoción en el adversario potencial (y, en ocasiones, imaginario) que le disuade de emprender o continuar la lucha.15

Se han señalado cuatro condiciones generales asociadas a la emergencia del terror organizado de Estado: unas concepciones distorsionadas del Estado y de la sociedad y de la relación entre ambos, que deriva en una concentración abusiva del poder político; la falta de arraigo social de las instituciones de gobierno, vinculada al caos y a la desorganización de las diversas agencias estatales; la presencia de profundos conflictos económicos y/o étnicos en la sociedad o entre la sociedad y el Estado, y la dependencia del Estado respecto de un poder extranjero.16 Como en otros aspectos de su estructura y organización, el grado de uso ilegal e ilegítimo de la violencia nos dice mucho acerca de la naturaleza del sistema político: la coacción oficial, indiscriminada y sistemática es propia de regímenes totalitarios, que pueden ser calificados como «estados terroristas» fundamentados en un régimen de excepción permanente. El llamado genéricamente «terror de Estado», que, como se ha dicho, sirvió por primera vez para calificar la política defensiva del Comité de Salud Pública de 1793, alcanzó categoría polémica durante las conmociones revolucionarias y contrarrevolucionarias de la primera posguerra mundial, y obtuvo carta de naturaleza en los regímenes dictatoriales fascistas y comunistas, vinculando para siempre totalitarismo con terrorismo. Recordando las experiencias totalitarias del siglo XX, no tiene sentido, como señala Henri Lefebvre, hablar de una sociedad terrorista, sino de una sociedad sometida al terror dictado por el sistema político:

No llamamos «terrorista» a una sociedad donde se aclama a la violencia, donde corre la sangre. El terror político rojo o blanco no puede durar largo tiempo. Un grupo definido lo ejerce para mantener su dictadura. El terror político se localiza, no puede atribuirse a «toda» la sociedad. Semejante sociedad está aterrorizada, no es terrorista. En la «sociedad terrorista» reina un terror difuso. La violencia se halla en estado latente. Las presiones se ejercen de todas partes sobre los miembros de esta sociedad. Les cuesta mucho separarse del terror, apartar de sí el peso del mismo. Cada uno se convierte en terrorista y su propio terrorista […] No hay necesidad de dictador, cada cual se denuncia a sí mismo y se castiga. El terror no se localiza, se halla en su conjunto y en el detalle. El «sistema» (si puede hablarse de sistema) coge a cada miembro y lo somete al conjunto, o sea a una estrategia, a una finalidad disimulada, a unos fines que sólo conocen los poderes de decisión y que nada ni nadie puede poner en duda ni en tela de juicio.17

Aunque aludía al gobierno del general Garrastazu Médici —un régimen dictatorial notablemente represivo, aunque distante de las premisas básicas del totalitarismo—, un exdiputado brasileño de la oposición elaboró una definición muy afortunada del Estado terrorista como aquel que «asienta su poder sobre la permanente inseguridad de todas las clases sociales. Su instrumento es el miedo y hace que éste envuelva incluso a la burocracia, la élite de la administración y el aparato represivo. Su código penal es tan sutil, que nadie puede declararse inocente ante los tribunales. Un rígido control, la sospecha, la propaganda, la manipulación y el aislamiento son sus armas defensivas; la tortura, la confiscación, el encarcelamiento ilegal, la ejecución y el asesinato son sus armas ofensivas».18

El terrorismo de Estado es arbitrario en tanto no se conforma al debido proceso de la ley, e ilegal en cuanto se despliega frente a las prohibiciones legales establecidas contra este tipo de medidas, aunque en otros casos se conforman a los códigos legales del país, o viceversa, mediante la implementación de legislaciones temporales de emergencia, con lo que la frontera entre terrorismo de Estado y uso legítimo de las sanciones coactivas se hace cada vez más confusa.19 Como señala Gurr, no parece razonable restringir el concepto de terrorismo de Estado a los actos violentos perpetrados bajo la autoridad del gobierno o por otros agentes más o menos vinculados a él. El hecho decisivo, que ha destacado Michaud, es que el Estado tiende a utilizar en algún momento todos los recursos positivos que le brinda su poder y a liberarse de las limitaciones correlativas, produciendo de ese modo una curiosa síntesis entre la aplicación de la ley y el desencadenamiento de la violencia.20 Precisamente para burlar los mecanismos precautorios y fiscalizadores del Estado, la violencia ilegal ejercida desde ciertas instancias gubernamentales aparece vinculada a tramas paraestatales o parainstitucionales, como organizaciones terroristas, partidos extremistas, grupos paramilitares, hampa, mafias de diverso tipo, servicios secretos y policiales extranjeros y corporaciones privadas interesadas en instrumentalizar sus servicios. El problema del «vigilantismo» político en sus diversas facetas debiera ser estudiado también desde este punto de vista.

La cuestión esencial —y reconocemos que es un argumento muy polémico— radica en saber si el terrorismo ocurre con la aprobación implícita o explícita de esas autoridades (Gurr señala que los regímenes débiles, que han utilizado alguna vez la violencia para mantener el control político, tienden a usarla más que los regímenes fuertes y democráticos), y si la entidad de la amenaza subversiva (medida en el nivel real o potencial de apoyos internos y externos, en el uso extensivo de tácticas de guerra revolucionaria, etc.) resulta proporcional al rigor de los métodos empleados. En este caso, Gurr opina que es preciso diferenciar el terrorismo «institucionalizado» de Estado y el terrorismo «situacionalmente específico» aplicado por las autoridades, que puede cesar cuando el conflicto desaparece, o persistir al creerse funcionalmente necesario su mantenimiento.21 Si la coacción se aplica de forma sistemática y más o menos indiscriminada contra el conjunto de la población nacional o contra un «enemigo interior» (caso de la Francia de 1793, Guatemala en 1981-1984, ex-Yugoslavia o Ruanda en los años 1990), o bien el Estado utiliza a grupos terroristas con fines de política exterior, la violencia se hace definitoria del modo de ejercer el gobierno. Estamos entonces ante un Estado terrorista. Si la violencia se utiliza de modo más localizado y esporádico, sorteando y transgrediendo ocasionalmente las garantías fundamentales de un Estado de derecho que se encuentra en vigor para la mayoría de la población, nos encontramos ante una disfunción —grave, pero no definitoria de la naturaleza del gobierno— que puede ser calificada como «terrorismo de Estado», o de forma más benévola y actual como «guerra sucia», apelativo que lleva implícito una equiparación ética, política y estratégica de la violencia emanada del gobierno con la desplegada por los grupos subversivos. En los sistemas no autoritarios, este tipo de violencia resulta de un abuso de los instrumentos estatales de control social, que gracias a los adelantos técnicos han alcanzado mayor complejidad y eficacia, pero que se han transformado en entes autónomos cada vez más difíciles de controlar por los poderes garantes del Estado de derecho. A veces, los excesos contraterroristas cometidos por alguno de los resortes coercitivos del Estado no son síntoma de su creciente poder y autonomía, sino la consecuencia de la frustración sobre su propia ineptitud para combatir el terrorismo. La ineficiencia de la policía y el ejército, combinada con la debilidad o la complacencia del gobierno central, alientan al contraterrorismo y el terrorismo.22

También es cierto que, en circunstancias de grave crisis interna, los estados democráticos implementan medidas de salvaguardia que limitan el habeas corpus, restringen los derechos de los detenidos, establecen medidas procesales y penales de excepción, y ponen en cuestión las libertades de expresión, reunión, residencia y circulación, la intimidad personal, la inmunidad domiciliaria, etc., aunque siempre dentro de los límites que marca el ordenamiento constitucional vigente.23 El desarrollo político de las sociedades occidentales no debe asociarse sólo a una larga y difícil conquista de la democracia participativa sobre la violencia. La aparición y consolidación de la democracia han coincidido con un crecimiento acelerado de la potencia y del refinamiento de los medios de violencia puestos a disposición de la autoridad política.24 El tránsito de la democracia garantista al terror ocasional de Estado y luego al Estado terrorista es la historia del nacimiento, origen y desarrollo de no pocos regímenes totalitarios o autoritarios fuertemente represivos, como fueron las «democracias populares» hostiles a cualquier manifestación de disidencia, o los modelos asiáticos y latinoamericanos de «Estado de la seguridad nacional», en los que las instituciones de defensa del orden público se emanciparon del control ejercido por el poder civil, y donde aparecieron «escuadrones de la muerte» que coadyuvaban a una acción punitiva extensa de los ejércitos, según el modelo de la doctrina contrasubversiva enunciada desde Washington. Y es que el terror de Estado ofrece una inquietante gradación de actuaciones represivas que van desde la intimidación puntual a la «conversión» de la sociedad a valores coactivos, los asesinatos selectivos, el reinado del terror de los grupos vigilantes o el genocidio más o menos indiscriminado. También es preciso señalar que muchos estados no totalitarios, incluyendo las democracias liberales, han usado y usan del terrorismo como instrumento táctico de sus ejércitos regulares en el contexto de conflagraciones bélicas a gran escala o en el marco de conflictos más puntuales y localizados, mediante operaciones que no se realizan para privar de recursos militares y humanos a las tropas enemigas, sino para impactar en términos emocionales (por ejemplo, «conmoción y pavor» —Shock and Awe— que ha aplicado el Pentágono en Afganistán e Irak desde 2001) sobre las fuerzas armadas o su correspondiente población civil, como fue el caso de los bombardeos alemanes o británicos y las bombas atómicas lanzadas por Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial.25 A veces resulta muy difícil buscar los límites entre terrorismo y guerra, aunque E.V. Walter dijo que el terror militar busca aniquilar al enemigo, mientras que el terror civil es un instrumento del poder dirigido al control, no a la destrucción de la población.26

La frontera entre terrorismo «desde arriba» o «desde abajo» queda a veces muy mal definida, ya que el terrorista puede devenir gobernante, como fueron los casos de De Valera, Stalin, Begin o Arafat. Thornton advierte que los terrorismos gubernamental e insurgente se pueden definir conjuntamente.27 Con todo, estudiosos del terrorismo como Walter Laqueur, que, a pesar de todo lo describe de forma genérica como el «uso sistemático del asesinato, de la violencia y de la destrucción, o de la amenaza de esos actos, con el fin de lograr una meta política»,28 rechazan de plano la comparación entre el terror de Estado y el terrorismo subversivo.29 Ello podría tener su justificación en el orden analítico, pero si concebimos el terrorismo como una estrategia que emplea el terror con un objetivo político relacionado con la conservación o la conquista del poder, podríamos establecer algunos paralelismos interesantes, más aún ante el hecho de que, en ocasiones, el terrorismo subversivo ha justificado y retroalimentado su actuación sobre la excusa de un «terror de Estado» precedente. Y viceversa: los especialistas oficiales en la coerción a veces despliegan el terror bajo determinadas circunstancias, usualmente con efectos más devastadores que el terror desplegado previamente por grupos no especializados de tipo contestatario.30 Mientras el terrorismo subversivo instrumentaliza la violencia sobre personas o cosas para provocar estados de temor colectivo como medio de luchar contra el poder establecido, el terrorismo institucionalizado, asumido por las estructuras oficiales o estatales, obra de un modo más inmediato: su violencia se proyecta directamente contra el enemigo tratando de destruirlo, y por lo tanto se rige por una estrategia de la muerte o el aniquilamiento de la que emana una atmósfera de terror.31 En lo que atañe al número de víctimas, el terrorismo de Estado ha sido mucho más mortífero y destructivo que el empleado por grupos no estatales o antiestatales.32 De modo que, contemplado en perspectiva histórica, el terrorismo no ha sido el arma del débil, sino el instrumento empleado rutinariamente por el fuerte (el Estado), y usualmente el último recurso del débil.33 Además, tras Auschwitz, Hiroshima o el Gulag, el terror de Estado se ha convertido en un recurso de acción política y/o militar aún más controvertido, por lo que su estudio resulta difícilmente soslayable. De modo que en una historia general del terrorismo como la que se pretende abordar en este libro no se puede obviar este fenómeno, aunque no se trate con similar detenimiento, salvo en algunos ejemplos suficientemente representativos (casos del totalitarismo fascista o comunista) y cuando se inserta en una dinámica de desestabilización interna que provoca el terrorismo insurgente o actúa como respuesta desaforada al mismo.

2. EL TERRORISMO COMO FORMA ESPECÍFICA DE VIOLENCIA POLÍTICA

En las últimas décadas del siglo XIX, el terrorismo político se fue desligando del concepto de terror estatal, y pasó a calificar a aquellos instrumentos de violencia a los que recurrían determinados grupos de oposición para derrocar a un gobierno acusado de regirse por medio de la represión sistemática. Los movimientos insurgentes (sean anarquistas, igualitarios, tradicionalistas, pluralistas, preservacionistas, reformistas o secesionistas) han empleado diversas estrategias de acción colectiva con carácter violento: conspiración, guerra popular prolongada, «foquismo», guerrilla urbana y, naturalmente, el terrorismo.34

En esa línea de enriquecimiento de la panoplia violenta que utilizaban los grupos revolucionarios y contrarrevolucionarios, a partir de los años treinta del siglo XX el estudio sistemático del terrorismo dejó de ser cosa de penalistas y criminólogos para interesar de forma creciente a sociólogos, politólogos y psicólogos sociales. Por ese entonces, Hardman definió el terrorismo como «método (o la teoría subyacente a ese método) a través del cual un grupo organizado o un partido trata de alcanzar unos determinados objetivos, principalmente mediante el uso sistemático de la violencia contra los agentes de la autoridad». A diferencia de la intimidación, en la que un sujeto amenaza con una agresión o con un castigo severo en orden a que la víctima cumpla sus deseos, el terrorista impone su castigo directamente y sin previo aviso contra aquellos que considera culpables o que interfieren en su programa revolucionario. En su opinión, los terroristas no amenazan; la muerte y la destrucción forman parte de su programa de acción.35

Con todo, es preciso describir la idiosincrasia del terrorismo en comparación con otros modos canónicos de violencia política, ya que, como señala Anthony Quinton, «todo terrorismo es necesariamente violento, pero la violencia no es necesariamente terrorismo»,36 puesto que no toda la violencia va dirigida a matar, mutilar o herir de forma indiscriminada o sistemática, o infundir un determinado estado de ánimo entre la población. Por ejemplo, un tumulto sólo provoca violencia de forma contingente y reactiva, del mismo modo que un levantamiento revolucionario. La intención de matar o herir es una parte vital del terrorismo de un modo que no es esencial en otras formas de violencia subversiva, como la insurrección. La guerra tiene como objetivo poner fuera de combate las fuerzas del adversario mediante el adecuado empleo táctico y estratégico de la fuerza militar, mientras que el terrorismo convencional, inserto en un conflicto asimétrico, no aspira a una derrota total del enemigo, sino a ponerlo en condiciones de negociar. Además, las víctimas potenciales o reales de una acción terrorista aparecen en buena medida indefensas, mientras que los gobiernos bajo la amenaza de una revolución no lo están. Pero un elenco muy variado de estrategias de intimidación se aplican ampliamente en la lucha política, y corresponde a lo que aproximadamente la gente entiende por terror: el despliegue desaforado y abusivo de amenazas y de violencia contra los enemigos, sus aliados o terceros en discordia.37

El uso del terror desde un punto de vista estratégico ha sido un método bastante común, y una de las armas más antiguas y extendidas en gran variedad de conflictos humanos de carácter violento, donde el terrorismo acostumbra a combinarse con otras formas de lucha. Pero si deseamos utilizar el término «terrorismo» en un análisis politológico riguroso, deberíamos reservarlo exclusivamente a la descripción de un tipo de fenómeno violento específico y bien caracterizado, distinto de las otras formas de violencia política como la guerrilla, la guerra convencional, la insurrección o los motines. Mientras que la guerrilla y la guerra convencional son dos tipos de lucha armada diferentes en su estrategia y similares en su táctica, el terrorismo es una forma particular de lucha tanto en materia de estrategia como de táctica.38 Como la guerrilla, el terrorismo es una modalidad de lucha prolongada, pero la primera es una estrategia basada sobre todo en el enfrentamiento físico, y secundariamente psicológico, mientras que el terrorismo se mantiene en el registro de la influencia psicológica y está desprovisto de los elementos materiales de que dispone la guerrilla. Es cierto que la guerra convencional y la guerrilla a menudo ignoran las leyes que regulan este tipo de conflictos, pero el terrorismo las viola sistemáticamente cuando rehúsa establecer la distinción entre combatientes y no combatientes, y en el caso del terrorismo internacional, no teniendo en cuenta los límites físicos y jurídicos de las zonas en lucha. Contrariamente a los combates guerrilleros o a los enfrentamientos armados en un escenario bélico tradicional, la lucha terrorista no tiene estatuto legal según la ley internacional. El terrorismo se puede interpretar, por tanto, como una forma ilegal de guerra, aun cuando en los conflictos bélicos contemporáneos los códigos morales también han sido transgredidos sistemáticamente al atacar de forma indiscriminada a la población civil. Ya advirtió Walter que, «en sus manifestaciones modernas, el terror es la forma totalitaria de la guerra y de la política. Destruye las convenciones de la guerra y el código político. Rompe los límites morales más allá de los cuales no hay otra limitación ulterior. Porque en el interior de categorías como civil o ciudadano no hay grupo más pequeño del que se pueda exigir inmunidad».39

Si como estrategia bélica el terrorismo mantiene notables diferencias con otros modos de combate militar o paramilitar, como estrategia insurgente aparece imbricada con otros modos de acción subversiva. Thornton y May reiteran la advertencia de que el terror puede ser un arma utilizada tanto por el Estado como por los grupos disidentes,40 y que puede ser empleado en varias formas de lucha, como la guerra civil, los ataques revolucionarios, las guerras de secesión, las guerras anticoloniales, o como un fin en sí mismo.41 Considerado desde esta perspectiva, el terror ya no es concebido como un fin en sí mismo, o como una doctrina o un régimen políticos, sino que, como el golpe de Estado, la insurrección o la guerrilla, es una técnica, método o estrategia compleja y prolongada de lucha, de la cual se han servido y se sirven estados, partidos de derecha o de izquierda, comunidades étnicas y religiosas, organizaciones y movimientos nacionales o internacionales y grupúsculos de muy diversa ideología, que aspiran a influir, conquistar o defender el poder del Estado mediante el uso de la violencia extrema contra objetivos civiles o no combatientes.42

La forma que adopta una insurrección (terrorismo, guerrilla, protesta de masas, golpe de Estado…) está determinada por las condiciones objetivas antes que por las condiciones estratégicas de los insurgentes. El factor más importante es la capacidad de actuación y movilización. Habitualmente los insurgentes usan todos los modos de lucha que estén a su alcance y que hagan avanzar su causa. El terrorismo suele ser el nivel inferior de esa lucha violenta, y se utiliza habitualmente en las insurrecciones por su reducido coste, cuando los insurgentes son poco numerosos, el terreno no es favorable a la guerrilla y los gobiernos son eficaces en la lucha contra la subversión.43 El terrorismo es la menos exigente de todas las formas de insurrección, y se ha acostumbrado a usar de forma simultánea otras tácticas desestabilizadoras. En un proceso ideal de asalto al Estado, terrorismo, revolución y guerra van unidos, y son manifestaciones secuenciales del mismo fenómeno: la violencia subversiva desplegada por medio de la intimidación y la sumisión.

Sin embargo, parece necesario diferenciar los actos de terror sistemático que se ejecutan ocasionalmente en el transcurso de los conflictos políticos de tipo insurreccional (como una de las estrategias posibles en las guerras civiles, la guerrilla, etc.) y los movimientos que utilizan el terror como instrumento estratégico principal, haciendo girar toda su acción política en torno a la difusión indiscriminada del miedo. En una estrategia de desgaste de esta naturaleza, el terrorismo se considera un medio suficiente para obtener la victoria antes que como el ingrediente inicial de otra estrategia subversiva. Luigi Bonanate diferencia el terrorismo táctico (que forma parte de un programa más amplio de lucha) y el estratégico que entrevé un tipo de guerra mantenida de forma sistemática y continuada con esta única arma. Por último, distingue el terrorismo finalístico o interno (cuando esta forma de lucha se considera necesaria y suficiente para alcanzar el objetivo, y se justifica en sí mismo, como es el caso del terror «rojo» según Trotski o algunas formas de «vigilantismo») y el instrumental (en la mayoría de las ocasiones, internacional), cuando se advierte que el objetivo final no puede ser alcanzado por medio del terrorismo, el cual es condición necesaria, pero no suficiente para alcanzar el éxito:

Según Merlos, el terrorismo es «violencia premeditada y sistemática con una motivación política perpetrada contra objetivos no combatientes por grupos no estatales o agentes estatales clandestinos, con el propósito de influir en una audiencia y modificar su conducta».44 Coady lo define como «el uso organizado de violencia para atacar a no combatientes (inocentes en sentido “especial”) o su propiedad con un propósito político».45 El terrorismo es una forma de actuación política sostenida que implica el empleo del terror organizado por una parte del Estado, movimiento o facción, o por un pequeño grupo de individuos. Sus características clave son su naturaleza indiscriminada, que implica la extensión de la violencia a otros que podrían verse afectados; su impredecibilidad; su arbitrariedad y el hecho de que el terrorismo puede también diferenciarse de otras formas de violencia, agitación, intimidación y coerción en virtud del extremismo y la rudeza de sus métodos destructivos. Lo que fundamentalmente distingue al terrorismo de otras formas de violencia organizada es su amoralidad y anomia, ya que el terrorismo está preparado para sacrificar toda consideración ética y humanitaria en aras de un fin político.46

Otra característica del moderno terrorismo estratégico es su carácter clandestino, justificado por el deseo de evitar una lucha abierta y mantener el anonimato de sus miembros y el secreto de sus actividades. Lo emplean sobre todo grupos débiles que no pueden plantear un enfrentamiento directo y abierto con el Estado, y deben recurrir por ello a la lucha clandestina: «Un grupo pequeño —observa Bonanate— es terrorista cuando actúa de forma clandestina, con el propósito de obtener la victoria no mediante la eliminación física del adversario, sino mediante acciones simbólicas (por tanto económicas) dirigidas a hacer que el enemigo se rinda por el pánico, más que usar mayores fuerzas, como indicaría la tradición estratégica de cualquier conflicto».47 El terrorismo, pues, viene definido por una sustancial desigualdad entre los adversarios, que el más débil intenta compensar recurriendo a la clandestinidad y amplificando su poder real mediante el uso del terror.48 Los terroristas son conscientes de que nunca podrán vencer al Estado en una confrontación directa, pero estiman que si son más resistentes que el gobierno, éste acabará por ceder. Esta estrategia es especialmente adaptable para conflictos donde lo que está en juego no es de una importancia vital para el gobierno (caso de la mayor parte de los procesos de descolonización), ya que se considera que si el conflicto sólo afecta a los servicios o recursos públicos y no a la existencia misma del Estado, su tratamiento del problema se basará en el análisis racional de costes y beneficios (pérdidas políticas, económicas y estratégicas si cede a los rebeldes en relación a las que asume si la lucha continúa). De modo que si el grupo terrorista incrementa de forma adecuada los primeros, podría forzar una negociación acorde con sus intereses y/o aspiraciones. No es de extrañar que los éxitos del terrorismo se hayan limitado a las luchas anticoloniales, porque las implicaciones de la misma son mucho más importantes para los insurgentes que para el gobierno metropolitano. Cuando la lucha de la organización terrorista tiene como objetivo el cambio de la naturaleza político-social del régimen, como es el caso de los terrorismos de extrema izquierda o derecha, el gobierno lucha por su supervivencia y está dispuesto a adoptar todas las medidas necesarias para aplastar la insurrección.

El terrorismo puede surgir como medio de obligar a la opinión pública nacional o internacional a tomar conciencia de la gravedad de un problema. Esta fase de «propaganda por el hecho» o «propaganda armada» puede abrir la vía a una lucha legal que habrá contribuido a desencadenar, o bien a una lucha armada con efectivos mucho más importantes. En lugar de afirmarse inicialmente, el terrorismo puede aparecer en un cierto estadio del conflicto como un medio auxiliar o como una estrategia que señala la apertura de un nuevo modo de combate. En Irlanda o Argelia, el terrorismo se llevó a cabo junto con la lucha guerrillera. En otras ocasiones se usó a falta de otra alternativa, porque el Estado no dejaba otra opción, como el caso de la VMRO, los grupos socialistas-revolucionarios antibolcheviques o ETA.

En consecuencia a su escasa capacidad resolutiva de un conflicto a través de la violencia, el terrorismo ha sido una estrategia que ha arrojado éxitos muy escasos aunque ciertamente relevantes: el EOKA en Chipre, los grupos clandestinos sionistas contra el ocupante británico o el Hezbollah libanés en 1983. Se ha dicho que el terror es una «forma de política revolucionaria basada en el empleo de la coacción y la violencia con fines políticos y en el silencio de las leyes».49 El terror es siempre el resultado de una dinámica revolucionaria, pero, como hemos dicho, el terrorismo empleado como arma estratégica dirigida a un cambio radical de la estructura política, social y económica existente ha sido escasamente efectivo, con la excepción de los movimientos anticolonialistas de mediados del siglo XX: Irgun, EOKA, FLN argelino, etc.50 Es en ese contexto cuando su éxito parece más factible o posibilita logros parciales bajo la forma de concesiones políticas. El terrorismo por la independencia ha tenido etapas de triunfos y de fracasos (casos de la OLP o el IRA), y es muy significativo el fracaso constante del terrorismo revolucionario de la «nueva izquierda».

El terrorismo utilizado como un fin en sí mismo ha arrojado con mayor frecuencia resultados contraproducentes, como el derrumbamiento de regímenes democráticos débiles y el asentamiento de dictaduras militares como la uruguaya o la argentina de los años setenta y ochenta. Aunque sus efectos suelen ser espectaculares a corto plazo, resulta dudoso considerar el terrorismo como un método realmente decisivo en un conflicto si no se complementa con otras acciones de tipo político y social, y sobre todo si no es capaz de evolucionar hacia formas de enfrentamiento más complejas y masivas. El terrorismo ha sido históricamente más exitoso cuando no era la como forma exclusiva de lucha, y cuando operaba en situaciones políticas no totalmente bloqueadas. Cuando se plantea como única arma de combate, de modo estratégico-finalista, tiene muy remotas probabilidades de éxito. Como método exclusivo o principal de lucha resulta difícil que progrese, aunque puede proporcionar un cierto impulso inicial para grupos débiles, permitiéndoles obtener la publicidad necesaria para efectuar el «salto» hacia una fase subversiva más ambiciosa, como una lucha de guerrillas o una insurrección generalizada.51 La guerrilla puede ser una evolución del terrorismo o, al contrario, el terrorismo puede ser utilizado como modo complementario de lucha por un grupo predominantemente guerrillero, como las FARC, Sendero Luminoso, los separatistas chechenos o Hezbollah. Cuando el terrorismo se mueve desde formas más genéricas a modalidades más específicas de conflicto armado, tendrá menores posibilidades de éxito. Desde esa perspectiva, el terrorismo tiende a ser visto como un método de violencia donde la conexión entre medios y fines es indirecta antes que directa.52 Como dijo Raymond Aron, una acción de violencia se define como terrorista cuando sus efectos psicológicos están en desproporción con su resultado puramente físico, de modo que cuanto mayor sea el desequilibrio entre los medios disponibles y los fines que se persiguen, es más creíble que esa acción sea tildada como terrorista.

Como vemos, desde sus propios orígenes el terrorismo ha sido objeto de las más discordantes definiciones. Mientras algunos autores han tratado de tipificarlo como un proceso, forma o estrategia de violencia política comparable a la insurrección, la rebelión, la anarquía o la revolución, otros autores han estudiado su ideología, han prestado atención a sus implicaciones morales o lo han clasificado en función de su naturaleza, sus fines, sus actores o sus apoyos sociales. Al pasar revista a un centenar de definiciones, Alex P. Schmid encuentra seis variantes fundamentales: 1) el efecto que causa un miedo extremo, en grado de tentativa o de ejecución; 2) un ataque contra el Estado desde dentro del mismo; 3) el propósito estratégico con el que se usa la violencia política; 4) el supuesto aleatorio o la naturaleza indiscriminada de la violencia terrorista; 5) la naturaleza de los objetivos de la violencia terrorista y 6) el secretismo en el uso de la violencia política.53 En consecuencia, las definiciones canónicas del terrorismo han puesto el énfasis en los fines (su vinculación con un designio político, casi siempre contestatario), los medios (las definiciones legalistas sobre su licitud, que no abordan sus consecuencias psicológicas o políticas) y los efectos (las definiciones psicológicas vinculadas con el miedo). No cabe duda de que, por su rabiosa actualidad, el terrorismo encierra un componente político muy polémico, pero entre la demonología y la apología, su estudio parece que ha comenzado a enfilar la senda del rigor analítico. En nuestra opinión, caben cuatro grandes aproximaciones al estudio del terrorismo, según incidamos en factores de orden psicológico, estructural, ideológicoorganizativo o estratégico.

3. LA FUNDAMENTACIÓN PSICOLÓGICA DEL TERRORISMO

Para algunos autores, el terrorismo se distingue de otras formas de violencia política por las perturbaciones psicológicas que provoca en un grupo de individuos o en la sociedad en su conjunto. En los años setenta del siglo pasado, el psiquiatra vienés Friedrich Hacker diferenció el terror (definido como «el empleo por los poderosos de la intimidación como instrumento de dominio») del terrorismo, caracterizado como «la imitación y aplicación de los métodos del terror por los (al menos, en principio) débiles, los despreciados, los desesperados, que ven en el terrorismo el único medio de conseguir que se les tome en serio y se les escuche». Hacker destacó una faceta esencial del acto terrorista: que su efecto psicológico resulta tanto o más importante que las reales consecuencias físicas del acto violento. El miedo es la base conceptual del terrorismo, que se define como un método para inducir el miedo a través de acciones violentas repetidas.54 Dirigiendo la atención a la inducción del miedo a través de la amenaza de actos violentos repetidos, podemos establecer una distinción entre los actos individuales de terrorismo (violencia terrorista) o las campañas terroristas sostenidas y organizadas.55 El terrorismo, entendido como sucesión premeditada de actos violentos e intimidatorios ejercidos sobre población no combatiente y diseñados para influir psicológicamente sobre un número de personas muy superior al que suman sus víctimas directas y para alcanzar así algún objetivo, casi siempre de tipo político,56 provoca, en efecto, determinadas reacciones psicológicas sobre una población sometida a su amenaza, sea ésta supuesta o real. El terror es una forma extrema de ansiedad, a menudo acompañada de agresión, negación, reducción del afecto, y seguida de imágenes temibles y de repetidos recuerdos traumáticos.57 Además de un medio de control social, el terror es también un mecanismo de comunicación que coarta y condiciona el comportamiento del receptor, que numéricamente es mucho más amplio que las víctimas directas de la agresión:

El terror y el terrorismo señalan y pregonan que, en cualquier tiempo y lugar, todos podemos estar amenazados, sin que importe el rango, los méritos o la inocencia de cada cual: es algo que puede afectar a cualquiera. La arbitrariedad con la que se elige a las víctimas esta calculada, la imprevisibilidad de los actos es previsible, el aparente capricho suele estar perfectamente controlado, y lo que a primera vista puede parecer falta de objetivo es la verdadera finalidad de los actos terroristas que tienden a esparcir el miedo y la inseguridad y a mantener una constante incertidumbre. El terror y el terrorismo no son lo mismo, pero tienen entre sí cierta afinidad: ambos dependen de la propaganda, ambos emplean la violencia de un modo brutal, simplista y directo y, sobre todo, ambos hacen alarde de su indiferencia por la vida humana. El terror es un sistema de dominio por el miedo, aplicado por los poderosos; el terrorismo es la intimidación, esporádica u organizada, que esgrimen los débiles, los ambiciosos o los descontentos contra los poderosos.58

Desde un punto de vista psicosociológico, el terror ha podido ser definido sin demasiadas dificultades como un instrumento de dominio basado en el empleo de la intimidación o de una amenaza mortal que produce estremecimiento en las víctimas reales o potenciales.59 El terror es un estado psíquico más intenso que el miedo, en el que la persona se encuentra amenazada de un peligro extremo. Pero también es una acción humana más o menos deliberada, encaminada a producir un estado de ánimo entre la población, con lo que el término adquiere un neto sentido político.60 El terror no es reducible a la violencia, por más que aquél precise de una dosis variada de ésta para producirse. Se distingue por su carácter deliberado y por la distinción estratégica entre la víctima y el fin u objetivo que realmente se busca. El terror se diferencia de otras formas de violencia por su naturaleza deliberada y racional: procede de un cálculo, y trata de producir determinados efectos para obtener un fin determinado.61 El terrorismo supone el uso intencionado de la violencia —o la amenaza de su uso— contra un «objetivo instrumental», en orden a comunicar a un «objetivo primario» una amenaza de futura violencia. Su designio es emplear el miedo intenso o la ansiedad para coartar la conducta del objetivo primario o modificar sus actitudes en conexión con un determinado objetivo político.62 Según Schmid:

El terrorismo es un método de lucha en el que la violencia utiliza a sus víctimas no como fin, sino como medio de sus objetivos políticos. Efectivamente, estas víctimas instrumentales presentan rasgos de un grupo o clase social que son determinantes a la hora de ser seleccionadas para la acción del grupo armado. Así, a través del previo uso de la violencia, o de la creíble amenaza de su utilización, otros miembros del grupo o clase en cuestión son sometidos a un estado de temor permanente. Este grupo o clase, al que se pretende minar su sentido de seguridad, es el objetivo del terror.

Paralelamente, las acciones terroristas adquieren un carácter excepcional, inusual, frente a la opinión pública; tanto por su carácter brutal, por llevarse a cabo en tiempo de paz y por hacerse fuera del campo de batalla y de toda regla convencional. Violación normativa cuya excepcionalidad provoca en otros sectores de la población distintos de los grupos aterrorizados un especial interés frente a estas acciones. Sectores que pueden transformarse así en el principal objetivo de manipulación política.

Por tanto, la pretensión de este método de combate indirecto consiste tanto en inmovilizar al enemigo, provocándole con el terror a la sumisión o desorientación, como en movilizar objetivos secundarios de demanda (gobierno) u objetivos de atención (opinión pública) para cambiar actitudes o conductas que favorezcan a corto o a largo plazo los intereses del grupo armado.63

El terror político es «el uso de la intimidación coercitiva por movimientos revolucionarios, regímenes o individuos por motivos políticos».64 Primoratz insiste en que la clave es el uso deliberado de la violencia, o amenaza de su uso, contra gente inocente, con el objetivo de intimidar a otra gente y dirigirlos a un curso de acción que de otro modo no tomarían.65 Para Thornton, el término «terror» tiene dos significados: el principal es el estado psíquico de miedo o ansiedad en un individuo o grupo, y el derivado es la herramienta que induce a ese estado subjetivo. Por tanto, terror es «un acto simbólico dirigido a influir en el comportamiento político por medios extranormales, que implican el uso o la amenaza de la violencia».66 El terrorismo se puede concebir como un proceso comunicativo triangular, donde las víctimas (objetivos) de la violencia son un instrumento que los terroristas (emisores) usan para comunicar un mensaje político a una audiencia separada y más amplia (receptores).67 En primer lugar se lleva a cabo una acción contra un objetivo específico; luego, la acción es interpretada y retransmitida por los medios de comunicación; a continuación, el mensaje es recibido e interpretado por las audiencias a las que se dirige el grupo terrorista, y por último se espera que esta audiencia responda de tal modo que se promuevan los intereses del grupo armado.68 El uso deliberado de la violencia o la amenaza de la misma evoca un estado de miedo extremo (o terror) en una víctima o audiencia particular, y el terror evocado es el vehículo por el que se mantiene o debilita la lealtad o la conformidad al orden establecido.69

El terror político surge casi siempre del asesinato político para inducir el estado psíquico de terror. Los terroristas combinan el terror psicológico, por ejemplo a través del chantaje y la difamación, con la violencia física y las amenazas de violencia. La expresión violenta paroxística del terrorismo es el atentado: agresión limitada en el tiempo y en el espacio que se dirige contra un objetivo (ya sea una personalidad representativa del sistema o una masa anónima) cuidadosamente seleccionado en orden a una estrategia desestabilizadora. La acción terrorista suele englobar dos objetivos distintos: los que componen los blancos de la violencia coactiva y los que observan los efectos de esa violencia y temen que el perpetrador pueda intentar una escalada. Es lo que Mitchell llama forma indirecta de comportamiento conflictivo.70 Hay dos modos en que los terroristas designan sus objetivos: el primero es un blanco indiscriminado. Con ello se crea el efecto de miedo, ya que la gente no presente en la escena del atentado tiende a situarse con facilidad en la posición de las víctimas, y sentir que el próximo ataque les puede afectar. La otra opción es la selección de las víctimas por su carácter simbólico o su valor representativo. En estos casos, la violencia puede acercarse a la liquidación física del adversario. Cuando los terroristas buscan situar a un grupo amplio en estado de shock, estamos hablando de objetivos del terror. Cuando actúan contra un grupo de objetivos para dirigir reclamaciones y demandas a un tercero, hablamos de objetivo de demandas. Cuando los terroristas usan la violencia para comunicar un mensaje político, nos estamos refiriendo a objetivos de propaganda.71 No es usual que el objetivo final de la acción terrorista sea una categoría general de individuos, sino que la amenaza se tiende a dirigir contra una organización específica o contra personas definidas por su pertenencia a una comunidad étnica, una clase, una profesión, un grupo lingüístico o tribal, una formación política, etc., etc.72 Por su parte, Roucek distingue el terror general o de masas (contra minorías nacionales, religiosas, políticas o clases y subclases sociales) y el terror individual, dirigido contra los líderes destacados o los representantes simbólicos de los grupos hostiles.73 En la práctica, el terror debe tener siempre algún elemento de indiscriminación, ya que si se hace predecible y pierde su carácter extenso, no puede ser designado como terror. Tampoco puede ser totalmente indiscriminado, salvo casos excepcionales, como la violencia ciega empleada por algunos terroristas nihilistas o fundamentalistas, que consideran que el terrorismo en estado puro debería ser aleatorio y arbitrario.

Otros autores han recalcado este componente psicológico del terrorismo. Feliks Gross lo definió como aquella «persona, cosa o práctica que causa intenso miedo y sufrimiento, cuyo objetivo es intimidar, subyugar, especialmente como política o arma política. En política, su principal función es intimidar y desorganizar el gobierno mediante el miedo; es el recurso a través del cual pueden obtenerse cambios políticos».74 Peter Calvert describió el terrorismo como simple «creencia en el valor del terror»; Ted R. Gurr lo consideró un simple estado de la mente, y Grant Wardlaw como «el uso, o la amenaza de uso, de la violencia por parte de un individuo o grupo, lo mismo si actúa a favor como en contra de la autoridad establecida, cuando esa acción pretenda crear una angustia extremada y/o efectos inductores de miedo sobre un grupo que es el blanco de la acción más amplio que el de las víctimas inmediatas, con el propósito de obligar a este grupo a que acceda a las demandas políticas de los perpetradores».75 Eugene V. Walter, estudioso del terror de Estado, va un poco más allá, al definir el terrorismo como un proceso complejo que comprende «el acto o la amenaza de violencia, la reacción emocional y los efectos sociales».76

El terrorismo, por tanto, supone el empleo de la violencia contra unas víctimas que podrían ser, pero de hecho no son, parte de un conflicto político dado. No está animado, como la guerra, a poner fuera de combate o aniquilar las fuerzas enemigas, sino sólo a afectarlas política y psicológicamente.77 Las acciones terroristas buscan efectos mentales antes que físicos. El objetivo de la organización clandestina no es la maximización de las pérdidas materiales del adversario, como dice aspirar la guerrilla, sino alentar el terror que se extiende sobre algunos grupos-objetivo de la población, excitando la incertidumbre y el temor con el fin de provocar determinados comportamientos.78 Como advierte Barber, «el terrorismo puede incitar a un país a asustarse hasta el punto de hacerle caer en una especie de parálisis. Desarma a los poderosos suscitando una ansiedad que les priva de sus medios. Transforma a los ciudadanos en espectadores nerviosos. Nada induce más al miedo que la inacción».79

Según Donatella Della Porta, el terrorismo contemporáneo presenta tres especificidades: el objetivo de la acción es escogido en base a su valor simbólico; la acción se propone efectos psicológicos más que materiales, y se articulan mensajes diferentes para objetivos diferentes.80 No cabe duda de que el terror es, en gran parte, un hecho expresivo, donde el observador puede constatar que el acto violento implica un significado más amplio que sus partes integrantes. Precisamente la relativa eficacia del terrorismo deriva de esa naturaleza alegórica: mostrando la debilidad de la estructura social, los insurgentes demuestran, no sólo su propia fuerza y la debilidad de los gobernantes, sino también la impotencia de la sociedad para apoyar o proteger a sus miembros amenazados en circunstancias tan críticas. El valor simbólico de la víctima deriva como corolario de la estrategia utilizada por los terroristas para obtener sus objetivos de transformación política. Según Crenshaw, el terrorismo elabora un modelo coherente de selección simbólica o alegórica de las víctimas o de los objetos de actos de terrorismo.81 Por otro lado, el terrorismo es violencia que, en buena parte de los casos, se perpetra en un contexto oficial de «paz», y por eso choca al testigo.82

El impacto psicológico se ha multiplicado por la fascinación que el terrorismo ejerce sobre los medios de difusión. De hecho, uno de los objetivos fundamentales de un grupo terrorista es conseguir un nivel de publicidad que no lograría por otros medios de lucha más convencionales. Como señala Andrew Silke, «la verdadera diferencia entre el terrorismo y otros tipos de lucha es que los terroristas no ocultan sus crímenes, sino que por el contrario, tratan de publicitarlos lo más posible».83 Cuanto más pequeños y débiles son los grupos terroristas, más publicidad necesitan para sostener o ampliar su apoyo social. La experiencia demuestra que terrorismo y propaganda caminan de la mano, hasta poderse hablar de la existencia de un «terror de consumo» o una «violencia-espectáculo», patrocinada de forma más o menos involuntaria por los medios de comunicación. Para el escritor italiano Alberto Moravia, «el terrorismo moderno es publicidad de muerte con fines de poder». En su opinión, la única justificación de la acción terrorista era ser conocida y celebrada.84 La polémica sobre la relación simbiótica que se establece entre terrorismo y mass-media está aún sin resolver. Incluso algunos psicosociólogos han diagnosticado una aberración mental peculiar para intentar explicar cómo los terroristas buscan la mayor cobertura mediática posible y cómo el cuarto poder es manipulado hasta hacerse apologista no intencionado de estas organizaciones que le facilitan noticias de tan fuerte impacto público. Esta variante del «síndrome de Estocolmo» se denominó «síndrome de Beirut», en referencia al secuestro por Hezbollah del vuelo 847 de la TWA Roma-El Cairo el 14 de junio de 1985, en cuyo transcurso las principales cadenas de televisión norteamericanas (ABC, NBC, CBS) desplegaron una desmesurada cobertura informativa con 25 conexiones diarias y con dos tercios de los noticieros dedicados a la crisis, y llegaron al extremo de pagar elevadas sumas a los secuestradores por filmar a los 34 rehenes norteamericanos de un incidente que acabó con la liberación por Israel de 756 presos chiítas por presión de la opinión pública de su gran aliado en Oriente Medio.85 En este caso paradigmático, el impacto de los medios de comunicación sobre el público determinó la política de la administración americana.86 En la teoría comunicativa, la hipótesis del contagio establece que la tasa de atentados terroristas se incrementa cuando los ataques reciben una gran cobertura de los medios de comunicación.87 La constatación del empleo de los media como instrumento complementario de la lucha armada llevó al ministro del Interior británico Douglas Hurd a prohibir en octubre de 1988 la retransmisión televisada de las declaraciones y entrevistas de los representantes del Sinn Féin, Republican Sinn Féin y Ulster Defence Association salvo en período electoral. La medida fue levantada en septiembre de 1994.88

Como los rituales religiosos o los montajes teatrales, los atentados terroristas son dramatizaciones diseñadas para ejercer un impacto sobre un público extenso. La vieja máxima de Sun Tzu a propósito del empleo del miedo en los conflictos armados («Matar a uno, aterrorizar a diez mil») se podría reformular en esta era de la información global como «matar a uno, ser visto por diez mil». Los viejos modos de lucha insurgente, como la guerrilla, no resultaban eficaces porque la prensa no les otorga la atención adecuada. Los combatientes norteafricanos y árabes lo entendieron muy pronto, y pusieron de inmediato en práctica un cambio de estrategia con la asignación de objetivos de marcado carácter mediático. Así se entiende perfectamente el razonamiento de la guerrilla guatemalteca: «Aunque sólo sea con una pequeña bomba, si la ponemos en un edificio de una ciudad, podemos estar seguros de salir en los titulares de los periódicos. Pero si los guerrilleros rurales liquidan a unos treinta soldados, sólo consiguen una pequeña nota de prensa en la última página. La ciudad es extraordinariamente importante tanto para la lucha política como para la propaganda».89 Un caso paradigmático de este razonamiento lo encontramos en el grupo terrorista peruano Sendero Luminoso, que a fines de los años ochenta decidió trasladar su actuación a las ciudades para obtener una visibilidad política y social que no tenía en la «guerra del fin del mundo» que se libraba en el altiplano andino, o, por otro lado, el desmesurado tratamiento informativo de todos los comunicados del FLQ en la crisis de octubre de 1970.

Según Juergensmeyer, los actos terroristas pueden ser considerados espectáculos, porque constituyen una declaración pública, y actos performativos, desde el momento en que tratan de cambiar el orden de las cosas.90 Se podría decir que «los atentados terroristas son, a menudo, coreografiados para atraer la atención de los medios de comunicación electrónicos y de la prensa internacional».91 Esta naturaleza «teatral» de acto terrorista y la importancia que han cobrado los media en lo que es esencialmente un acto de comunicación ha generado un corrosivo debate respecto a la prioridad o no de la preservación del régimen democrático, y sobre la defensa de la libertad de expresión, la independencia de los medios de comunicación y el peligro de una instrumentalización mutua con los grupos violentos.92 Sea como fuere, está claro que la peculiaridad del terrorismo en relación con otros modos de violencia política es que no actúa como un instrumento de comunicación convencional, sino que su intencionalidad pertenece más bien al orden de la ruptura y el tabú.93

En los aspectos analizados hasta ahora, comprobamos que la faceta esencial del terrorismo no es su potencial destructivo inmediato, sino las implicaciones simbólicas de la agresión a través de una de sus secuelas más devastadoras: el impacto psicológico que se deja traslucir en el miedo y la inseguridad de la gente ante un cuestionamiento extremo del monopolio estatal de la coerción. Sin embargo, las definiciones psicológicas que describen el fenómeno terrorista como capacidad para aterrorizar nos plantean el problema de la medición de los estados mentales de individuos o grupos potencial o realmente afectados por esta amenaza. Los actores no estatales rara vez tienen la capacidad de crear un estado masivo de miedo entre una población o un segmento de la misma. Normalmente la violencia que llamamos terrorista es de demasiada pequeña escala como para inducir a un serio estado de miedo en la totalidad de una población. Esto lleva a preguntarse si está justificado hablar de terrorismo sin terror, es decir, cuando se intenta provocar un grave estado de ansiedad pero no se logra ese objetivo. ¿Cuán irresistible debe ser el miedo para crear el terror, o cuánta gente debe experimentar el miedo masivo antes de que podamos decir que la violencia crea un efecto de miedo? Indudablemente, existen grandes dificultades para medir este tipo de reacciones. El terrorismo puede ser considerado como el uso de la violencia para instigar un estado de miedo que los que la emplean deben tratar de explotar. Eso es lo que distingue al terrorismo de otras actividades violentas donde el objetivo ya se ha obtenido cuando la víctima de la violencia ha sido asesinada. El asesinato, el genocidio o el terrorismo son modalidades en el uso de la violencia política, pero sólo el terrorismo trata de explotar el efecto psicológico de la violencia sobre la población.

Así pues, el mensaje de temor que pretenden lanzar las organizaciones terroristas se diferencia grandemente según los grupos de población. Además, es preciso reconocer que la intimidación en sus diversos grados es un objetivo normalmente perseguido en el curso de los conflictos políticos.

4. EL TERRORISMO COMO REFLEJO DE DISFUNCIONES ESENCIALES EN EL DESARROLLO SOCIOPOLÍTICO

Determinar las causas profundas del terrorismo es otro de los asuntos fundamentales que caracteriza el debate sobre la naturaleza de este particular fenómeno violento. Otro grupo de especialistas ha tratado de explicar por qué un grupo de oposición política puede encontrar ventajoso recurrir al terrorismo, y han interpretado la acción terrorista como un tipo de respuesta adaptada a un contexto sociopolítico especialmente injusto, rígido o represivo. Es decir, el terrorismo se presenta como una alternativa de protesta peculiar frente a disfunciones y desequilibrios de tipo estructural en los diversos subsistemas sociales: económico (desigualdades agudizadas en las etapas intermedias del crecimiento material), social (divisiones sociales producto de procesos acelerados de modernización), político (ineficacia de los aparatos redistributivos y coactivos del Estado) o cultural (pervivencia de tradiciones de confrontación violenta durante los cambios rápidos en el sistema de valores).94 En opinión de Wilkinson, el terrorismo se puede producir por razones muy variadas: conflictos étnicos, religiosos, privación socioeconómica, tensiones debidas a la rápida modernización, desigualdades políticas, falta de canales para la comunicación pacífica de las protestas, agravios o demandas, existencia de una tradición de violencia, disponibilidad de un liderazgo revolucionario dotado de una ideología potencialmente atractiva, debilidad e ineptitud del gobierno, policía y órganos judiciales por falta de reacción o sobrerreacción, erosión en la confianza del régimen, sus valores e instituciones que afectan a todos los niveles de la población, incluido el gobierno o a profundas divisiones entre las élites gobernantes o los grupos dirigentes.95 Para Mommsen y Hirschfeld, el terrorismo es una consecuencia de las distorsiones fundamentales que afectan al desarrollo socioeconómico o constitucional de una sociedad, como, por ejemplo, la insatisfacción que brota en grupos que dirigen su hostilidad contra sistemas políticos tradicionales que no consiguen adaptarse a un proceso de cambio en sentido modernizador. Hipótesis que resulta harto discutible, dada la especial incidencia del terrorismo en sociedades que ya han culminado con creces dicho proceso,96 y su presencia casi residual en los países menos desarrollados del planeta. Según esta interpretación, entre las causas indirectas del terrorismo estarían la modernización, la urbanización, el facilitamiento social, la existencia de ideologías revolucionarias o la incapacidad y permisividad de los gobiernos. Entre las causas precipitantes están los agravios concretos que experimenta un grupo o una parte relevante de la población (por ejemplo, los que vertebran políticamente los movimientos de liberación nacional), la falta de oportunidades para la participación política (discriminación), la desafección de una élite que no puede acceder a otros medios desestabilizadores más contundentes como el golpe de Estado, la pasividad de las masas ante el desarrollo de un movimiento de protesta o el excesivo uso de la fuerza gubernamental para quebrantar todo atisbo de disidencia.

En esta visión justificativa, el terrorismo actuaría como un indicador del bloqueo institucional existente, ya que desenmascara las debilidades de una democracia puramente formal.97 Si la participación de los ciudadanos en las decisiones colectivas, a través de las instituciones y los órganos electivos de gobierno, ha favorecido la difusión de formas de acción normalizadas basadas en la participación de masas, las características racionalizadoras de la sociedad tecnocrática han puesto en crisis el conjunto de reglas en las que se fundaba el orden social burgués. Por otro lado, la persistencia de las relaciones de poder en la sociedad posmoderna se expresa a través de una coacción que penetra en cada aspecto de la vida privada, produciendo conformismo y apatía. La integración del sistema se obtiene entonces a través de la difusión de una tendencia generalizada al consenso. En las sociedades más avanzadas, ello obstaculiza la participación y la movilización en torno a intereses compartidos, dificulta la emergencia de la protesta y multiplica la insatisfacción colectiva. A veces, muchos ciudadanos llegan a considerar el voto como un mecanismo inadecuado para la expresión de sus sentimientos intensos. En ese tipo de «participación deficiente», el sufragio es un medio relativamente inocuo de participación, ya que priva de legitimidad a otras formas de acción política más directas, intensas y expresivas (por ejemplo, el sufragio universal versus la manifestación), que eventualmente pueden fomentar la decepción y la despolitización. Pero esta intervención controlada en los asuntos públicos puede también precipitar el hallazgo o la invención de formas rupturistas de expresión y de ejercicio de la influencia, como la movilización callejera o la violencia colectiva. En esa línea, el terrorismo podía ser interpretado como «una forma de acción política en contextos históricos no adaptados a la acción de masas para transformar el sistema».98 Según Targ, el terrorismo es un tipo de acción política que sucede cuando las condiciones socioestructurales no propician el cambio sistémico a través de la participación en movimientos de masas. Las sociedades pre y postindustriales experimentan un alto nivel de terrorismo porque la conciencia de clase, junto con las organizaciones partidistas, son débiles, y porque hay un bajo grado de movilización. Por otro lado, en la sociedad industrial la fuerte conciencia de clase, las organizaciones de partido y la extensa movilización de masas hacen innecesario el terrorismo como medio político para acelerar el cambio social y político.

En un régimen político bloqueado no hay alternancia en el poder, con lo que el sistema de partidos pierde su legitimidad ante el público en general. Además, el Estado se identifica con el gobierno, y el sentido de la responsabilidad social de la élite se desvanece.99 Según Luigi Bonanate, «una situación aparece bloqueada cuando no se ve cuál innovación puede provocar la crisis […] o cuando no se imagina qué estrategia pueda permitir determinar una nueva situación. El terrorista sabe que se mueve sobre una vía muerta: y por eso recurre a la técnica de lucha que le promete hacer explotar este bloqueo que le obstruye la vía».100 Nicola Tranfaglia definió un sistema político italiano dominado completamente por los partidos (con manifestaciones centrípetas como el «compromiso histórico» y fenómenos centrífugos como la disgregación y atomización de las organizaciones extraparlamentarias) que provocaba en los grupos clandestinos la «desesperación por inmovilismo».101 Según Pasquino, los componentes de un sistema político bloqueado son la falta de recambio en las autoridades (cristalización de la clase gobernante) y en las coaliciones partidistas (ausencia de alternancia) y el déficit de actuación en reformas estructurales (crisis y fracaso del reformismo) cuando un intenso avance social no trae aparejado ningún cambio político y sociológico significativo. A la situación se unen la existencia de movimientos resueltos a romper esta situación de inercia, y la percepción por su parte de que el sistema está efectivamente bloqueado y que la lucha armada es una necesidad ineluctable. De suerte que «un sistema político debe entenderse como bloqueado cuando la clase política de gobierno no pasa a través de ningún proceso de recambio y de circulación, cuando no se introducen las políticas de reforma, cuando ningún nuevo grupo social y político adquiere espacio y representación a nivel parlamentario y gubernativo, y contemporáneamente se producen en el sistema fenómenos de cambio socioeconómico y político sin lograr hundir el techo de la representación política, del acceso al poder y las barreras de la redistribución socioeconómica».102 Pero el bloqueo del sistema no es la causa directa del terrorismo, sino que debe haber disposición subversiva y capacidad de organización para emprender la acción armada.

La presentación del terrorismo como respuesta adecuada frente a la realidad de un sistema político enquistado, mediante la cual los grupos revolucionarios no pretenden tomar el poder, sino desbloquear una situación de inmovilismo, está vinculada con el «consecuencialismo ético» (es decir, la doctrina de que las posibles consecuencias liberadoras determinan el valor moral de los actos) que está históricamente ligado al origen del terrorismo subversivo contemporáneo. Esta valoración atenuante fue, sin duda, la que predominó para el caso de los atentados perpetrados por los revolucionarios populistas rusos del Naródnaia Vólia a caballo de la década de 1870-1880. El mismo tono exculpatorio se empleó para calificar la «propaganda por el hecho» cultivada por los anarquistas franceses, italianos o españoles en la década de 1890, o las campañas de violencia política lanzadas desde las tres últimas décadas del siglo pasado por grupos nacionalistas radicales. Pero el «consecuencialismo ético» resulta, en términos generales, una falacia: no está claro que el terrorismo favorezca ninguna mejora de tipo económico, social o político, sino que más bien tiene efectos contraproducentes. En el cuadro de las guerras de liberación nacional de los años 1950-1960 los actos terroristas fueron considerados a menudo de manera positiva porque aceleraron la emancipación de los pueblos oprimidos. Pero en general se acostumbra a calificar de terrorista una acción cuando se la juzga ilegítima, por ilegal o desmesurada. Porque el terrorismo, lejos de ser un instrumento liberador, puede ser un eficaz desestructurante social, ya que, a diferencia de otras formas de violencia política, transgrede deliberadamente cualquier norma preestablecida. Es esta confusión entre la interpretación moral de una actuación política y la acción en sí misma lo que entorpece nuestra visión del fenómeno terrorista.

Otros especialistas han destacado que la dinámica terrorista puede haber sido inducida por causas ajenas a una crisis doméstica. Ello nos conduce al problema de la mundialización del fenómeno, del que hablaremos en detalle en el último capítulo, y que engloba dos facetas a menudo complementarias: su internacionalización y su transnacionalización. El terrorismo internacional ha formado parte de una estrategia desestabilizadora en la dinámica de la política de bloques, en la que las grandes potencias trataron de defender sus intereses mediante la aplicación de estrategias subversivas de baja intensidad que entrañaban un riesgo menor que la disuasión nuclear. En este tipo de terrorismo desestabilizador se ha integrado tanto el apoyo que las agencias especializadas de ciertos países otorgan a estos grupos armados como los acuerdos de colaboración entre distintas organizaciones terroristas para llevar a cabo campañas violentas de alcance planetario.

En todo caso, la oposición a un tipo determinado de Estado marca a menudo el carácter del movimiento terrorista: donde el Estado aparece como un ente racional y frío, y funciona bajo los principios de una política realista, el movimiento terrorista adopta un carácter fuertemente emocional, inyecta una fuerte corriente moral a su causa y acentúa la «estrategia del débil» que incide sobre todo en los aspectos psicológicos.103 Pero, por lo general, los grupos terroristas más duraderos acostumbran a imitar en pequeña escala los atributos impersonales del poder estatal en su mimetismo coactivo. De este modo se dotan de una dirección política y militar, de finanzas, propaganda, etc., y adoptan una maquiavélica politique du pire muy alejada de los grandes principios éticos que dicen defender.

5. EL TERRORISMO COMO VIOLENCIA DESMESURADA Y ABERRANTE

La vinculación del fenómeno terrorista con la violencia en estado puro ha llevado a incluir bajo su rúbrica a una confusa y heterogénea gama de fenómenos donde se emplea una cierta cantidad de violencia como instrumento de competición entre adversarios. Si niveles moderados de violencia se aceptaban como un medio normal de negociación en las relaciones de fuerza de un sistema político, el terrorismo se consideraba una forma de acción residual y patológica, que rompe con un principio fundamental del jus in bello, que es la discriminación.

El terrorismo aparece como la antítesis de lo que se puede considerar una «violencia legítima», ya que ésta no se justifica por sí misma, como hacen las organizaciones armadas de esta naturaleza, sino por su atenencia a ciertos límites éticos y jurídicos. Movidos por la lógica operativa que imprimen a sus acciones, los terroristas infringen los códigos ético-jurídicos que la mayoría de los regímenes políticos y las instituciones internacionales consideran relevantes para discriminar entre formas de violencia legítima e ilegítima.104 El terrorismo se definiría como un tipo de violencia desesperada dirigida contra no combatientes, civiles e inocentes, marcada por la violación de las más elementales normas establecidas, con un extremado deseo de infligir violencia y con la predisposición de aceptar sin crítica la propia violencia.105 Rapoport define el terror como «violencia por encima de lo normal, que va más allá de las reglas formales e informales de la coerción gubernamental, particularmente en el rechazo explícito a distinguir entre combatientes y no combatientes, inocentes y culpables. El objetivo no es la víctima, sino el público en su conjunto.106 Como dice, con no poco cinismo, el político israelí Benjamín Netanyahu, «el terrorismo es el asesinato deliberado y sistemático que paraliza y amenaza al inocente para sembrar terror con fines políticos».107

Esta claro que el terror va más allá de las normas de agitación política violenta que se aceptan en una sociedad, aunque ese nivel de extranormalidad varía en función de la sociedad y del momento histórico. Consiste en una radical negación de la legitimidad del contrario, y destaca sobre todas las cosas su carácter indiscriminado, arbitrario e irracional, ya que no puede preverse con exactitud la respuesta de las víctimas aterrorizadas, y su intención es destruir, o al menos alterar, el normal desenvolvimiento social, político y económico de un país, interfiriendo en la distribución del poder y de los recursos materiales o simbólicos en el seno de la comunidad. De hecho, el terrorismo aplicado de forma constante y prolongada tiene el poder de alterar profundamente el tejido social: aísla las comunidades y alimenta la ignorancia y la sospecha, inhibiendo la apertura, limitando la comunicación, destruyendo la confianza e invadiendo la privacidad.108

Una larga serie de definiciones normativas identifican el terrorismo con acción ilegal que viola las normas básicas de lo que es aceptable en términos de humanitarismo en la conducta de un conflicto.109 Mientras que tres importantes instituciones anglosajonas (el Center for Political Violence and Terrorism de la Universidad de St. Andrews, la RAND Corporation de Washington y el Institute for the Study of Conflict de Londres), que estudian el terrorismo sobre la base de la doctrina de la contrainsurgencia, definen de antemano el terrorismo como amenaza a la civilización, las agencias oficiales norteamericanas, con la notable excepción de la Secretaría de Estado, destacan su carácter ilegal:

Violencia premeditada y políticamente motivada contra objetivos no combatientes cometida por grupos infranacionales o actores clandestinos, habitualmente pensados para influir a un público (Departamento de Estado).

Uso ilegítimo de la fuerza o la violencia contra personas o propiedades para intimidar o coaccionar a un gobierno, a la población civil o cualquier segmento de ésta, para la consecución de objetivos políticos o sociales (FBI, 1983).

Uso ilegítimo –o amenaza de uso– de la fuerza y la violencia contra individuos o propiedades para coaccionar o intimidar a los gobiernos y las sociedades, a menudo para obtener objetivos políticos, religiosos o ideológicos (Secretaría de Defensa, 1983).110

Según la Terrorist Act promulgada en el Reino Unido en mayo de 2000, terrorismo es «la ejecución o la amenaza de acción que tiene como objetivo influir en el gobierno o intimidar al público o a parte del mismo […] con la finalidad de promover una causa política, religiosa o ideológica».111 El Grupo de TREVI lo define como «el uso, o la amenaza de uso, por un grupo coherente de personas, de la violencia para obtener objetivos políticos».112 Para Wilkinson, «lo que distingue fundamentalmente el terrorismo de otras formas de violencia organizada no es simplemente su severidad, sino sus rasgos de amoralidad y anomia. Los terroristas profesan indiferencia a los códigos morales existentes o bien se reclaman exentos de sus obligaciones. El terror político, si se realiza de forma consciente y deliberada, está preparado implícitamente para sacrificar todas las consideraciones morales y humanitarias por la obtención de algún fin político».113 Laqueur también destaca el carácter anónimo y de violación de las normas establecidas de la acción terrorista.114 Para O’Sullivan «el terrorismo político aparece cuando un grupo, tenga el poder gubernamental o esté fuera del gobierno, resuelve alcanzar un conjunto de objetivos ideológicos por métodos que no sólo violan o ignoran las estipulaciones del derecho nacional e internacional, sino que además espera tener éxito principalmente mediante la amenaza o el uso de la violencia».115 Lodge define genéricamente el fenómeno terrorista como «recurso a la violencia con fines políticos por actores no gubernamentales en contradicción con códigos de conducta aceptados», y de un modo similar, O’Brien amplía deliberadamente la noción de terrorismo a toda violencia injustificada contra un Estado democrático.116 Por fin, de una manera más vaga Alonso Fernández entiende por terrorismo «toda actividad criminal organizada que produce actos de violencia física con miras a intimidar a un sector de la población, con la finalidad de obtener ventajas políticas, económicas, religiosas y/o nacionalistas».117

Según Gibbs, terrorismo es violencia ilegal o amenaza de violencia dirigida contra objetivos humanos o no humanos, siempre que se trate de alterar o mantener una norma en una particular unidad territorial o población; sean actividades secretas, furtivas y/o clandestinas; no se dirija a una defensa permanente de algún área social o política determinada; no sea guerra convencional, y sus participantes busquen obtener sus objetivos mediante la inculcación del miedo de violencia sobre personas y la publicidad de su causa.118

Esta identificación del terrorismo con una forma de doctrina, organización y acción violenta característica de grupos extremistas de naturaleza antidemocrática y sectaria, cuyo objetivo es la supresión, mediante prácticas políticas bárbaras e inhumanas, de la libertad individual y de la capacidad de las instituciones para producir consenso social a través del incremento de la participación en las decisiones colectivas,119 ha permitido la difusión de algunas explicaciones de carácter francamente demonológico, que definen el fenómeno como violencia irracional, desmesurada, extrema, desviada y delictiva. Esta interpretación sintoniza a la perfección con los postulados sobre la violencia política defendidos por la escuela funcionalista, para la que el terrorismo es sinónimo de subversión, de crimen y de la anomia suprema en que incurre una minoría fanatizada para forzar el apoyo de una población básicamente integrada en los valores del sistema, y mayoritariamente opuesta a este tipo de cambio violento. Incluso desde un sesgo ideológico muy distinto, Marx ya señaló que el terrorismo no era otra cosa que violencia política irreflexiva, extrema, indiscriminada, arbitraria y a la larga inútil, ya que las condiciones revolucionarias no podían ser importadas dentro de un sistema social.120

En realidad, esta tendencia de interpretación del terrorismo subversivo ha parecido más preocupada por descalificarlo como un comportamiento disfuncional y delictuoso que por abordar un estudio serio de sus diversas implicaciones de orden socioestructural o político. A nuestro juicio, este tipo de interpretaciones resultan poco eficaces para abordar un estudio integral que nos lleve a una comprensión cabal del problema terrorista, ya que no dan cuenta de la dinámica interna y específica de la violencia, que se interpreta simplemente como un mero síntoma de disfunción del sistema. Ciertamente, en la mayoría de los casos, y como veremos en el siguiente apartado, el terrorismo no supone un acto aislado, irreflexivo y aberrante, sino que, a pesar de la sorpresa e imprevisibilidad de sus acciones, éstas suelen apuntar a objetivos designados en función de su relevancia social, política, económica o simbólica.

Con todo, esta hipótesis globalmente condenatoria, que interpreta el terror como una aberración psicológica propia de individuos inadaptados o directamente sumidos en patologías de tipo caracterial, ha favorecido avances significativos en el estudio de la pretendida «personalidad terrorista».121 Desde las hipótesis pioneras de orden morfocaracterial elaboradas por Cesare Lombroso hasta los estudios de la personalidad autoritaria de los militantes nazis abordados por Theodor Adorno (según los cuales los individuos con actitudes de extrema derecha suelen mostrarse sumisos ante personas de superior estatus social y autoritarias con las de estatus inferior, conformistas con las convenciones sociales, con una visión simplista y maniquea de la vida social y con una cierta predisposición a la violencia),122 el análisis psicosociológico ha dado importancia a estados emocionales como el descontento y la frustración, o a actitudes mentales como la tenacidad y el apasionamiento con que las personas implicadas en acciones terroristas defienden creencias y opiniones, sobre todo políticas y religiosas. En el universo mental del fanático una o varias creencias adquieren una importancia muy superior a las demás, hasta transformarse en el motor de buena parte de sus actos. La mayoría de los terroristas actúan e interpretan el mundo como los verdaderos creyentes (true believer): la impresión de superioridad moral que infieren de sus férreas convicciones políticas o religiosas suele ir acompañada de una absoluta incapacidad para respetar o tomar en consideración otras opiniones y creencias que se distingan o entren en conflicto con las propias. La mentalidad fanática es proclive a incurrir en graves distorsiones de percepción y pensamiento, ya que se es selectivo a la hora de buscar, captar y recordar información acerca de la realidad social circundante, dando prioridad absoluta a la información que es congruente con las propias actitudes, valores y creencias. Los fanáticos también manifiestan una fuerte tendencia al autoengaño respecto a los propios defectos y fracasos, y a incurrir en el pensamiento desiderativo, es decir, a confundir la realidad con el deseo y a sobrestimar las posibilidades de que las cosas sucedan tal como uno quisiera.123 Esta actitud está vinculada con la teoría del «cierre cognitivo» de Kruglanski: el hermetismo mental que caracteriza a determinadas personas, especialmente a los fanáticos, puede ser una reacción contra cualquier estadio psicológico de ambigüedad o incertidumbre. Esta aversión puede traducirse en una predisposición favorable hacia las ideas y los sistemas de creencias claros y sencillos, y en la tendencia a fijar las propias convicciones y opiniones para mantenerlas intactas, cerrando las puertas de la mente al tráfico de ideas e informaciones que habitualmente se deriva de la interacción social. Esta impermeabilidad al flujo de informaciones y de opiniones no congruentes con las creencias fanatizadas garantiza la persistencia de las creencias sectarias a través del tiempo.124 El rechazo a todo contraste externo de pareceres se complementa con un marcado conformismo en el seno de la propia organización. Otra característica del comportamiento de los actores terroristas es la despersonalización: un proceso psicológico que hace que bajo ciertas condiciones los individuos se perciban a sí mismos como miembros semejantes o intercambiables de un determinado colectivo, antes que como personas con características e intereses particulares.125 Hans Magnus Enzensberger los identifica como «perdedores radicales»: hombres en busca desesperada de un chivo expiatorio, megalómanos con sed de venganza, donde se alían la obsesión de virilidad y la pulsión de muerte.126

Como veremos en el siguiente apartado, desde la perspectiva teórica de la acción colectiva se minimiza el impacto de los estados emocionales, y se insiste en que quienes se implican en movimientos de protesta armada no suelen ser personas anormales que alivian de modo violento sus tensiones íntimas o a las que place el empleo de la fuerza, sino individuos motivados básicamente por los mismos factores que promueven la participación política de rango institucional y más convencional. Es decir, se asume que la participación en formas de violencia colectiva, sean cuales fueren sus características, obedece a criterios de racionalidad, y al hecho de que los actores implicados sopesan posibles cursos de acción, optando por el que parece más conveniente o efectivo.

Noël O’Sullivan asegura que el terrorismo no es obra de unos pocos fanáticos extremistas, sino que es una creación de la política ideológica fruto de la moderna tradición democrática que surge de la Revolución francesa, cuyo estilo utópico y libertario destruyó las viejas convenciones sagradas que rodeaban la violencia en la vida occidental (en esencia, el tiranicidio justificado por razones teológicas) y creó un mundo en el cual la violencia extrema resultaba moralmente defendible. De ahí partiría, según su opinión, la ambigüedad del análisis histórico de las organizaciones y de los regímenes terroristas.127 Por el contrario, para Walter Laqueur, el terrorismo es un fenómeno intemporal; significa, pura y simplemente, primacía de la acción. No es necesariamente revolucionario ni está sometido a una escuela filosófica o ideológica determinadas; es, todo lo más, violencia «ideologizada», y ha sido usado con múltiples fines por diversos sistemas políticos y grupos de las más variadas tendencias doctrinales.128 Paul Wilkinson, quien definió el terrorismo como el «uso sistemático del asesinato, el daño y la destrucción, o la amenaza de ellos, para crear un clima de terror, a fin de dar publicidad a una causa y de intimidar a un sector más amplio para que satisfaga los objetivos de los terroristas»,129 considera que uno de los problemas fundamentales de la explicación del fenómeno reside en la naturaleza plural del terror: éste no tiene por qué estar motivado políticamente, de forma que este autor diferencia el terror político de otras fuentes de terror puramente psíquico (con fines místicos, religiosos o mágicos), criminal (con la intención de adquirir ventajas materiales) o bélico (encaminado a paralizar al enemigo y reducir su capacidad combativa con el propósito de destruirle).130 Tanto Wilkinson como Alexander han adjudicado en exclusiva a la lucha armada subversiva la práctica sistemática del terror indiscriminado, articulada a través de una estrategia arbitraria y gratuita.131

Para que el terror se transforme en terrorismo no sólo es necesario que sea usado sistemáticamente, sino también que sus usuarios crean en su utilidad o necesidad por encima de cualquier otra consideración. En otras palabras, debe haber algún tipo de filosofía terrorista (entendida como justificación del acto violento), por primitiva que ésta sea.132 De modo que es preciso diferenciar el terrorismo entendido como simple técnica y el terrorismo interpretado como creencia en el valor intrínseco del terror, tal como se entendieron el jacobinismo, el nihilismo, el nazismo o el bolchevismo. Los discursos de legitimación del terrorismo, caracterizados por su utopismo y optimismo, tratan de denunciar injusticias y amenazas que se pretenden reparar o prevenir, atribuir tales injusticias y amenazas a un enemigo, dotar de una definición positiva el movimiento o la organización terrorista, ofrecer una justificación moral de la violencia terrorista y crear una expectativa optimista respeto a la utilidad y las consecuencias que se deriven de la campaña terrorista.133 De modo que la ideología orienta las estrategias terroristas al menos en tres sentidos complementarios: precisando los objetivos inmediatos y finales en vista a los cuales deben planificarse los atentados; ayudando a seleccionar sus potenciales blancos o víctimas mediante la identificación de adversarios o enemigos, y especificando mediante qué métodos pueden realizarse los atentados, por ejemplo el martirio yihadista.134 La principal función que una ideología rinde al grupo que la sostiene es la legitimación de sus propias actividades. La ideología debe convencer a los militantes de que existe un enemigo poderoso y despreciable que se opone radicalmente a los fines perseguidos por los terroristas; que la realización de esos fines no puede lograrse mediante simples reformas del orden sociopolítico establecido, sino por su transformación radical, y que la violencia es un medio de influencia social y política preferible a cualquier otra, dada la naturaleza odiosa del enemigo y la magnitud del cambio social que se pretende realizar.135 Pero ya hemos dicho que el terrorismo no implica tanto un extremismo de los fines como de los medios utilizados.136

6. EL TERRORISMO COMO PROPUESTA ESTRATÉGICA PARA LA SUBVERSIÓN

Según muchas definiciones simplistas, la característica definitoria del terrorismo sería el acto de violencia en sí mismo, y no la motivación, la justificación o las razones de este tipo de actos.137 Esta vía de análisis resulta insatisfactoria, no porque, como dice de forma muy poco convincente Hoffman, no diferencie la violencia de los estados y de las entidades no estatales como son las organizaciones terroristas,138 sino porque no explica los distintos usos estratégicos que puede tener esa violencia.

Una última tendencia interpretativa ha intentado desmitificar el fenómeno terrorista, rechazando que sea el fruto de circunstancias aberrantes del contexto sociopolítico o de los propios actores de la protesta.139 Este tipo de análisis trata de restituir el terrorismo a su justo papel de instrumento al servicio de una estrategia de subversión o de control dentro del conjunto de las manifestaciones violentas del conflicto político. Para Martha Crenshaw, la autora pionera en este tipo de interpretaciones, el terrorismo es el «uso premeditado o amenaza de uso de violencia simbólica de bajo nivel por organizaciones conspirativas. La violencia terrorista comunica un mensaje político; sus fines van más allá de afectar los recursos materiales del enemigo.140 Es, pues, «una forma de comportamiento político resultante de la elección deliberada de un actor fundamentalmente racional: la organización terrorista».141 Su comportamiento consiste en el «uso sistemático de violencia política heterodoxa por pequeños grupos conspirativos con el propósito de manipular las actitudes políticas más que derrotar físicamente a un enemigo. El propósito de la violencia terrorista es psicológico y simbólico, no material».142 El terrorismo revolucionario formaría parte de una estrategia para tomar el poder político, se manifiesta en actos de violencia social y políticamente inaceptables, tiene un contenido de selección simbólica o representativa de las víctimas u objetos de los actos de terrorismo, y el movimiento revolucionario emprende deliberadamente estas acciones para crear un efecto psicológico sobre grupos específicos y cambiar su comportamiento y actitudes políticas.143 Los terroristas no emplean la violencia de forma indiscriminada y ciega, sino que planean sus acciones cuidadosamente, valorando las opciones y siguiendo el curso de la acción que mejor promovería su objetivo al menor coste posible.144 La elección estratégica nos proporciona criterios para medir la escala de racionalidad de las organizaciones terroristas. Es una forma razonable de conseguir intereses extremos en el ámbito político.145

El terrorismo puede aparecer en el curso de la evolución violenta de los conflictos suscitados entre actores políticos racionales, que se ven influidos en su elección de las formas de lucha por la situación estructural en la que se encuentran.146 En ese contexto, habría que preguntarse qué tipo de sociedad fomenta el desarrollo de la violencia (condiciones macro-sociológicas del entorno, o condiciones externas que favorecen la violencia política), qué grupos parecen más inclinados a emplear repertorios violentos (condiciones meso-sociológicas de la dinámica organizativa de los grupos que adoptan las formas más extremas de violencia política) y qué individuos están más dispuestos a usar este modo de lucha (condiciones micro-sociológicas de percepciones y motivaciones individuales).147 En consecuencia, el estudio de las organizaciones clandestinas dedicadas a estos menesteres debería permitir la verificación de hipótesis relativas a una teoría del conflicto que explique las razones estructurales del fenómeno terrorista, una teoría de la movilización que analice el modo en que las organizaciones terroristas logran captar del entorno los recursos que necesitan, una teoría de la militancia que explique las motivaciones individuales de la participación en un grupo clandestino, y una teoría del cambio, que individualice los efectos intencionales o imprevistos que produce el terrorismo en el sistema político.148

El terrorismo no surge, en la mayor parte de los casos, del ámbito de la historia de las ideas, sino de elementos como la conciencia de un desarrollo económico y/o político estancado y desigual, pero también de un modelo de organización clandestina cuya estructura y cultura parecen las más adecuadas para iniciar y mantener una prolongada campaña de resistencia, o de los recursos instrumentales (armas) o de contexto (mayor vulnerabilidad del Estado) más adecuados para sostener una labor de lucha armada de este tipo. La tentación de convertir la desconfianza en conflicto armado es más fuerte cuando las fuerzas de seguridad del Estado son débiles.

Alex P. Schmid dice que «la mayor deficiencia general de mucha literatura sobre el terrorismo es que la organización o movimiento terrorista es estudiada aisladamente antes que en su contexto sociopolítico».149 Tenemos, en efecto, tendencia a forjar una visión monolítica del terrorista, atribuyendo a grupos particulares una coherencia que no siempre tienen. Uno de los casos actuales más llamativos de esta idealización magnificadora sería la red Al Qa’ida. Para tener una conciencia cabal de su papel histórico sería preciso estudiar en primer lugar el nivel de organización, su infraestructura y dinámica interna. A continuación, investigar el entorno sociopolítico en el que opera la organización terrorista, ya que ningún grupo de este tipo existe en total aislamiento de la vida política, económica, social y cultural, no importa cuán enajenado esté de la realidad por exigencias de la clandestinidad. Como muchas sociedades secretas, clandestinas o sectarias, los grupos terroristas emergen, evolucionan y desaparecen en relación, reacción, competencia o cooperación con otros grupos que apuestan o rechazan fines similares. Por último, es necesario constatar las reacciones social y oficial hacia la organización terrorista, en particular las de los agentes del Estado. Conocer la relación entre los terroristas y las fuerzas del orden es un elemento básico para entender la dinámica interna del grupo armado, ya que la respuesta represiva del Estado puede servir como razón para adoptar tácticas de escalada (secuestro, bombas) o de reorganización.150

Una organización es una asociación de individuos y grupos de individuos expresamente creada para alcanzar una serie de objetivos y metas explícitamente definidas, con una cierta división de tareas y funciones que implica diversos niveles de autoridad y responsabilidad y un conjunto de normas formalizadas y explícitas que permiten coordinar y supervisar las actividades de cada uno de los miembros de la organización, tomar decisiones y comunicarse entre sí.151 Las organizaciones terroristas se distinguen de otras entidades políticas más convencionales por sus niveles de formalización, es decir, que las tareas que deben realizar sus miembros y las formas en que interactúan suelen estar sujetas a reglas explícitas que todos deben conocer. Unas deben ser observadas por todos los miembros (normas), y otras regulan el comportamiento de los que ocupan una cierta posición dentro de la organización (roles). La cohesión interna está basada en intensas formas de activismo político.

En general, una organización insurgente recurre sólo a métodos terroristas cuando ve ocluidos otros métodos más eficaces de acción revolucionaria, como la insurrección o la guerrilla, ya que carece de los recursos humanos y materiales necesarios para desafiar al Estado en ese terreno.152 En la actualidad, ante la evidencia del desmesurado reforzamiento coactivo del Estado, los grupos disidentes cada vez toman más en cuenta la opción de recurrir al terrorismo en lugar de al conflicto armado tradicional y convencional, porque éstos resultan mucho más costosos y arriesgados.153 El terrorismo resulta un medio inmediato, barato y efectivo de centrar la atención política en la oposición y sus causas. Así se entiende la caracterización que el actor Peter Ustinov ha hecho del terrorismo como «arma» o «guerra» del pobre: los movimientos que recurren al terrorismo suelen ser minorías que pretenden en general llevar adelante una lucha en nombre de un grupo de referencia, sea la clase obrera, la etnia o la comunidad de creyentes que estiman explotada u oprimida por el orden social en vigor y no puede exportar sus quejas por sí misma. Es la única arma que tienen los dominados para atacar al Estado sin asumir el riesgo de un choque directo que les sería fatal. En ese sentido, el terrorismo sería la contraparte de la congelación de la guerra convencional.154 Para Wieviorka, terrorismo es «un método de acción, utilizado por un actor político que, por debilidad o por cálculo, se mantiene dentro de un espacio político determinado, o busca penetrar en él, a través del terror».155 Sin embargo, para autores como Moss, Clutterbuck o Laqueur, el terrorismo no es el arma de los miserables y de los oprimidos, sino el trabajo de élites inútiles o relegadas, como los estudiantes y los intelectuales de clase media marginados del sistema político.

El terror es una estrategia apropiada si los insurgentes disponen de un bajo nivel de apoyo político real, pero tienen un alto grado de apoyo potencial. Della Porta define el terrorismo en función del actor político que lo utiliza, como «la actividad de organizaciones clandestinas de dimensiones reducidas que, mediante el uso continuado y casi exclusivo de formas de acción violenta, tratan de alcanzar objetivos de tipo predominantemente político».156 Es decir, el requisito para que una acción pueda ser definida como terrorista es que sea realizada por grupos de pequeño tamaño, e incluso clandestinos. Al contrario que las grandes unidades guerrilleras, la infraestructura de los grupos terroristas debe ser forzosamente limitada. Aunque se reclamen portavoces o traten de implicar a un sector significativo de la sociedad, el terrorismo lo suelen utilizar organizaciones muy reducidas y homogéneas, que desarrollan su actividad de forma clandestina, y que se inspiran en una estrategia que vincula este tipo de lucha con modalidades violentas en gran escala, como la guerra revolucionaria y la insurrección de masas.

En todo caso, las dimensiones y las estructuras de los grupos terroristas tienden a acoplarse en función de una ecuación determinada por tres factores: los medios que requieren para perpetrar los atentados precisos y asegurarse su perpetuación, las necesidades derivadas de la seguridad y de la vida en clandestinidad, y la cohesión sectaria que precisan para evitarse problemas internos. La concurrencia de estos tres factores hace que las tramas terroristas tiendan a desprenderse de lo superfluo para llegar a auténticas economías en recursos humanos y materiales.157 Existen dos hipótesis básicas que pretenden explicar el origen estratégico del terrorismo: la «optimista», que explica la radicalización de las formas de acción como el producto colateral de la efervescencia del estatus naciente de la acción, y la «pesimista», que interpreta el terrorismo como manifestación de la fuga de los sectores fundamentalistas frente a la institucionalización, el debilitamiento o el reflujo de esa capacidad de acción colectiva.158

La consideración del terrorismo como una etapa en una estrategia subversiva basada en la violencia política resulta muy enriquecedora a la hora de considerar este fenómeno desde un punto de vista más riguroso y desapasionado.159 Con toda evidencia, ello nos permite integrar a buena parte del terrorismo en el dominio teórico de la violencia insurgente, ya que, aunque sea aplicado por organizaciones sectarias de militancia muy reducida, responde a una lógica revolucionaria en la que la organización armada se reclama portavoz y ejecutora de los requerimientos políticos de capas más amplias de población descontenta.

Toda organización terrorista, sea cual fuere su objetivo político (revolución, autodeterminación, preservación o restauración del statu quo, reforma, etc.), está inmersa en una lucha por el poder político con un gobierno al que busca influir o reemplazar a través del cuestionamiento de su monopolio de la fuerza.160 Como hemos visto al comienzo de este capítulo, el terrorismo constituye la fase previa de una estrategia global de violencia político-militar, cuyo objetivo inicial es transformar una situación de desequilibro social en una situación revolucionaria, demostrando a la población que el control legal de la fuerza que ostentan las autoridades ha sido roto. A través del terror, una organización armada persigue, en primera instancia, obtener el reconocimiento o la atención de diferentes audiencias, o desacreditar el proceso de gobierno debilitándolo administrativamente mediante la provocación de un sentimiento de inseguridad y la desmoralización de sus agentes. Desde el punto de vista de los terroristas, los atentados contribuyen a debilitar la legitimidad del Estado y a precipitar el cambio de lealtades entre grupos de la sociedad. Usando la violencia, tratan de demostrar su poder, estableciendo alianzas entre partes de la población, y logrando una cierta legitimidad. El terrorismo es político porque los medios empleados son tales que afectan al Estado como institución, desafiando el monopolio estatal de la violencia y afectando a sus relaciones con otros grupos de la sociedad en el terreno de la legitimidad.161

La difusión de una psicosis colectiva de indefensión incitaría al gobierno a desarrollar contramedidas represivas crecientemente indiscriminadas, que afectarían al conjunto de la sociedad y que podrían acarrear la desestabilización del sistema en su conjunto, haciendo derivar la crisis política en conflicto armado abierto.162 La dimensión teleológica del terrorismo consiste, por lo tanto, no en vencer por las armas al adversario, sino en socavar su resistencia, minando su moral de lucha al crear un estado de inseguridad por medio de la intimidación.163

El endurecimiento de la política gubernamental, eliminando alternativas reformadoras y forzando actitudes de intransigencia, puede conducir a una polarización de la sociedad y a la alienación de las masas represaliadas por las fuerzas armadas o policiales. Se provocaría así la conocida espiral de acción/represión/reacción que sacaría a la población descontenta de su pretendido letargo. Por eso Leites señala que el valor político de la acción terrorista «se deriva no de su popularidad, sino de la impopularidad de la subsiguiente represión»,164 ya que la violencia tendría el valor «pedagógico» de mostrar a la gente la violencia estructural inherente al sistema, sentando las bases de una movilización de protesta capaz de debilitar al Estado, y de fortalecer las fuerzas subversivas hasta llegar a la rebelión popular que conduzca a la conquista del poder. Por eso, la esencia del problema para el poder constituido es siempre mantener e incrementar su autoridad, y hacer todo lo posible porque disminuya el nivel de legitimación de los terroristas. De modo que, antes que nada, el gobierno debe preocuparse por la efectividad y la legitimidad de sus decisiones.165 Las medidas políticas, legislativas y policiales adoptadas por el gobierno en el marco de una política de seguridad consistente, y acompañada por una efectiva cooperación internacional, pueden reducir extraordinariamente la estructura de oportunidades favorable al uso de repertorios violentos como forma de afectar la distribución del poder.166

Otros objetivos secundarios del terrorismo serían: vindicar a sus combatientes caídos por la coacción ejercitada desde la autoridad, mantener la moral de los terroristas y sus apoyos, ganar publicidad para el movimiento y sus ideales, obtener concesiones específicas de las autoridades, reforzar la obediencia, el secretismo y la lealtad de sus seguidores, etc. Pero aunque el terrorismo forme parte de una estrategia política y militar comprensible para sus seguidores, precisa ser captado por sus presuntas víctimas como algo imprevisible y desordenado. Se trata de desorientar al conjunto de la población, demostrando que la estructura de gobierno no puede apoyarla ni protegerla frente a esta amenaza potencial.

El terrorismo puede ser la táctica inicial de un proceso de violencia colectiva, y si triunfa en su misión desestabilizadora y deslegitimadora del poder establecido, puede dejar vía libre a medios violentos más extensos, como la guerra civil. Cuestión aparte es que tales usos subversivos persigan objetivos políticos diversos (como la revolución), una simple rectificación gubernamental mediante la agresión a determinados funcionarios, o el sojuzgamiento de ciertos grupos, individuos o formas de comportamiento.167 Los terroristas no hacen necesariamente la revolución, pero los revolucionarios pueden emplear en ocasiones el terrorismo en una estrategia más amplia, como catalizador político que polariza la sociedad y pone en marcha el engranaje represivo del Estado.168

Desde el punto de vista estratégico, el terrorismo se fundamenta en lo que se ha venido en denominar como el «principio de las tres T»: targets, technology and toleration (objetivos, tecnología y tolerancia). A diferencia del terrorismo «de resistencia» desplegado sobre todo por los anarquistas y los grupos nacionalistas-populistas durante la segunda mitad del siglo XIX como modo de propaganda y de protesta contra regímenes autocráticos o liberal-parlamentarios, el terrorismo desestabilizador, aparecido en los años sesenta del siglo XX al calor del espíritu crítico alumbrado por la «nueva izquierda», actuó contra regímenes democráticos con libertades reales y un amplio nivel de tolerancia. Hay varios rasgos de la democracia que hacen atractivo el terrorismo: en primer lugar, los regímenes democráticos anteponen la libertad al orden, de modo que el derecho del Estado para usar la fuerza con el objeto mantener la ley está limitado en el propio ordenamiento legal. En segundo lugar, los principios de legalidad, con tribunales independientes e igualdad ante la ley, aseguran la protección de los derechos de los terroristas ante la acción del Estado; en tercera instancia, la democracia está basada en la voluntariedad y la libertad, y los ciudadanos pueden expresar sus opiniones por cualquier vía, incluido el derecho de los disidentes y enemigos de la democracia para expresar sus opiniones.169 Pero a pesar de este espíritu garantista, el actual Estado democrático también cuenta, como veremos más adelante, con unos mecanismos coercitivos mucho más poderosos, complejos y sofisticados que sus homólogos del período de entreguerras.

Según esta interpretación radical de los orígenes del terrorismo actual, los grupos sociales emergentes suelen utilizar repertorios de acción colectiva más innovadores y violentos para hacer frente a las trabas que la sociedad tecnocrática pone a las manifestaciones de oposición radical.170 Las formaciones terroristas tratarían de imitar a su manera la eficacia del Estado, organizando un entramado fuertemente centralizado, con canales precisos de elaboración estratégica de la lucha y secciones especializadas para su ejecución (comandos de acción, información y apoyo). Todo ello, por supuesto, fuera del alcance represivo de los gobiernos afectados.

Según otras interpretaciones del fenómeno terrorista, la aparición de grupos clandestinos no es previa al desarrollo de la protesta, sino que parece coincidir temporalmente con la conclusión del ciclo más combativo de la lucha, y con el inicio de la fase de gestión de las conquistas obtenidas. Incluso se aventura que el paso a la lucha clandestina se produce como degradación de un movimiento al que se ha impedido el acceso al «mercado» de decisiones colectivas a causa de sus disonancias con el desarrollo social y político. La formación de las organizaciones terroristas tiende a ocurrir con mayor probabilidad cuando una movilización colectiva amplia y relativamente prolongada —un ciclo de protesta social, por ejemplo— entra en una fase de decadencia, debido a que buena parte de sus demandas han sido asumidas institucionalmente, o, en sentido contrario, a que se han dejado sentir los efectos de la coacción del Estado o de otros grupos de conflicto. Por otra, el riesgo de que se utilice la violencia terrorista es más elevado también cuando un determinado actor colectivo fracasa en sus intentos por ocupar mediante procedimientos convencionales un espacio político de cierta relevancia y se encuentra debilitado al no haber conseguido recabar la suficiente aceptación popular o los recursos materiales necesarios.171 Para Melucci, el terrorismo es resultado de un proceso de descomposición del movimiento al que se le ha impedido expresarse en su propio terreno, y al que se le ha empujado progresivamente a medirse en condiciones de inferioridad con las contradicciones de una sociedad bloqueada, es decir, aquella que carece de recambio para la clase política de gobierno, y donde los movimientos sociales fracasan en sus intentos de participación y realización del cambio.172

El terrorismo puede interpretarse entonces como expresión paroxística de un movimiento en declive ante su crisis de representatividad. Pero la crisis de la militancia y la pérdida de la esperanza en grandes cambios radicales no bastan para explicar adecuadamente el nacimiento y la pervivencia de las acciones terroristas.173 La naturaleza conspirativa y clandestina, y el reducido tamaño al que obliga la omnipresente coerción estatal, no impiden que, en ocasiones, estos grupos armados busquen el respaldo popular a través de partidos y asociaciones políticas, sindicatos o entidades culturales y recreativas que les ofrecen un espacio singular de actuación, además de cobertura política, social y económica y una reserva de militantes potenciales. Los grupos terroristas tratan de vertebrar el apoyo social necesario a través de la configuración de una organización política de carácter legal o semilegal. El equilibrio que se establece entre ambas ramas del movimiento subversivo (dominio de la organización legal sobre la terrorista en el caso de los Hermanos Musulmanes, de la terrorista sobre la legal en el caso de ETA/HB o simbiosis de ambas en el caso de Hezbollah) nos dice mucho de su naturaleza o de la evolución de su trayectoria potencial en la arena pública. Sin embargo, la situación de aislamiento y la rígida división del trabajo establecida entre el brazo armado militante y el brazo legal o político dentro de estos movimientos provocan una dinámica interna muy peculiar: un actor político puede pasar a efectuar acciones terroristas cuando se margina del movimiento social del cual se proclama portavoz, y cree que con la violencia puede reconstruir la adhesión perdida. A medida que se sectariza, el grupo clandestino se encuentra ante la disyuntiva de aceptar su fracaso o desplegar una violencia política sistemática y creciente. Al optar por una acción dominada por la lógica de la violencia, el movimiento armado se distancia de sus bases sociales e invierte su orden de prioridades: marcado por los estigmas de la clandestinidad y la sectarización, el grupo terrorista pierde poco a poco sus referencias en los movimientos sociales, y se transforma en un «sistema de guerra» que ya no emplea la violencia como arma transformadora, sino como coartada para la autoconservación del grupo. En este proceso de «inversión simple», la organización y la gestión de la violencia tienden a convertirse en fines en sí mismos, y el sector más militante va cobrando autonomía frente a la estrategia política que dio vida y sentido al movimiento.174

En esas circunstancias, cuando un movimiento armado no tiene elementos positivos que defender, se puede decantar hacia el antimovimiento o hacia la dependencia política. En un antimovimiento se pervierten las tres dimensiones fundamentales de un movimiento social: el principio de identidad ya no se basa en una fuerza social real, sino que se fundamenta en identidades meta o infrasociales (justicia, moral, comunidad, pueblo); el principio de oposición se convierte en un imaginario de guerra que incluso se dirige al interior de la organización, y el principio de totalidad que define el campo histórico por cuyo control se enfrentan el movimiento social y el Estado deja de ser una referencia, y se construyen utopías comunitarias o mitos en los que prima el llamamiento al todo o nada, al cambio total de la realidad existente.175 Los grupos terroristas son, en muchas ocasiones, una forma extrema y descompuesta de antimovimiento social, donde domina el subjetivismo exacerbado, se deteriora el proceso de objetivación del enemigo al que hay que destruir y se rompe con la utopía o las imágenes del nuevo orden, ya que los fines de la acción se confunden con los medios, y los proyectos que se imponen se concentran en la destrucción de todo aquello que se opone a la subjetividad del actor. Se piensa derribar el orden presente en una lucha ilimitada antes que en construir una nueva sociedad.176 De modo que cada aspecto del proceso de decisiones se ve alterado: su visión del enemigo y de sí mismos, teñidas de maniqueísmo, sus perspectivas de influencia en la sociedad, su capacidad de identificar y de responder correctamente a cambios en su entorno y su destreza para evaluar de forma realista los costes y beneficios de cursos de acción alternativos.177 Muchas experiencias terroristas tienen como origen un movimiento o un partido en crisis, como fueron los casos del terrorismo anarquista en relación con el declive de la AIT a fines del XIX, de las derechas nacionalistas amenazadas por el bolchevismo en el período de entreguerras o de las repetidas escisiones del movimiento comunista internacional en los años 1960 y 1970. Un movimiento comunitario como una secta religiosa o un grupo nacionalista radical que se separa de la comunidad a la que apela parece más proclive a usar este tipo de estrategias violentas. En definitiva, «el terrorismo aparece cuando y donde las masas pierden su papel como protagonistas de la historia».178

Es frecuente que estas organizaciones en peligro de sectarización pervivan a pesar de haber fracasado en sus objetivos iniciales o haber cubierto una parte sustancial de los mismos. El mantenimiento a ultranza de la lucha armada con apoyo social decreciente conduce a conflictos internos y a escisiones que van relegando al grupo terrorista hacia la marginalidad y la desaparición. Es preciso reconocer que, en estos casos, el terrorismo es un fenómeno propio de movimientos sociales en declive o en crisis ideológica y de identidad.179 El incremento de la violencia terrorista es, en la mayor parte de los casos, muestra palpable del fracaso de su esfuerzo revolucionario. En otras circunstancias, el terror representa la respuesta desesperada e impotente de unos grupúsculos afectados por la desaparición de formas de lucha tradicionales ante la desintegración de los lazos colectivos comunitarios (religiosos, étnicos, de clase o de nación), en una sociedad moderna con recursos represivos o de conciliación cada vez más eficaces, sin que se produzcan adecuados procesos compensatorios de reintegración social.180 Tampoco hay que olvidar que el terror político acostumbra a surgir en realidades nacionales marcadas por la restricción o el bloqueo social, político o institucional, pero donde la capacidad de control social del Estado resulta imperfecta, y la existencia, siquiera teórica, de libertades públicas permite una cierta, aunque limitada, disidencia violenta. El terrorismo es estratégico si la violencia o la amenaza coactiva es parte de un plan para alcanzar un objetivo político, y es reactivo si deriva de una respuesta emocional a agravios inducidos políticamente, como la venganza.181

Todo ello nos induce a poner en duda la racionalidad plena de los actos terroristas, que se justifica en el hecho de que muchas organizaciones abocadas a este tipo de lucha armada han sido capaces de introducir variaciones en sus estrategias con el fin de adaptarlas a la evolución objetiva de la coyuntura sociopolítica y a las respuestas de sus adversarios. Sería por tanto una conducta motivada políticamente y con objetivos políticos, lo que es un indicio de su racionalidad. Pero ya hemos visto que también hay motivaciones irracionales, como la realización personal (nihilismo), el odio (racismo, xenofobia), la imposición de una opinión pretendidamente mayoritaria, la venganza, la búsqueda de poder no político o el simple antojo,182 sin contar con los oscuros móviles de autopreservación organizativa que guían la acción de los grupos armados que se ven sumidos en un proceso de inversión aguda. La teoría de la elección racional no explica con eficacia algunos crímenes especialmente violentos, y mucho menos el terrorismo suicida. El supuesto de una actividad terrorista invariablemente racional es teórica y empíricamente problemático, como lo demuestra la concepción paranoica y fantasiosa del mundo de grupos como la secta japonesa Aum Shirinkyo. Pero este paradigma explicativo permite la dilucidación de la mayor parte de las manifestaciones de este fenómeno, caracterizadas por el empleo estratégico de la violencia sistemática con el propósito de intimidar al gobierno y a una parte significativa de la población.

Ya sea en su versión de represión estatal extrema, general e ilegítima o en su calidad de estrategia al servicio de una causa política proactiva o reactiva, el terrorismo seguirá manteniendo una versatilidad en organización, planificación y recursos que le asegurarán por largo tiempo su presencia en la palestra del conflicto político y en el laboratorio de análisis de las ciencias sociales.