Cuando los Olmedo llegaron a su casa nueva, soplaba el levante. El viento hinchaba los toldos de lona hasta despegarlos de su armazón de aluminio y los dejaba caer de golpe sólo un momento antes de volver a inflarlos, produciendo un ruido continuo, sordo y pesado como el aleteo de una bandada de pájaros monstruosamente grandes. Un sonido rítmico, metálico, mucho más agudo y teñido de la denterosa pátina del óxido, se dejaba escuchar aquí y allá durante un instante, cuando el viento cesaba. Los vecinos recogían a toda prisa los toldos de sus casas, todos verdes, iguales. Juan Olmedo identificó enseguida el eco de las barras de hierro que giraban en las argollas y pensó que había tenido mala suerte. El contraste entre el cielo azul, resplandeciente del sol que rebotaba como un balón de luz contra las fachadas de las casas, todas blancas, iguales, y la hostilidad de aquel viento salvaje, tenía algo de siniestro. Un par de veces, durante el viaje desde Jerez, mientras permanecían aislados del exterior, las ventanas del coche cerradas, el aire acondicionado en marcha, le había prometido a Tamara bañarse con ella en el mar antes de la hora de comer, pero la perfecta mañana de playa que les tentaba tras los cristales se había convertido de repente en una huracanada pesadilla. Ahora la niña caminaba un paso detrás de él, mirándolo todo con recelo y sus nuevos ojos fríos, pero sin atreverse a decir nada. Alfonso se había quedado atrás, pero Juan no se dio cuenta hasta que abrió con su llave una puerta marcada con el número 37, para entrar en una casa que era suya aunque nunca la hubiera visto antes. Entonces, mientras un inconfundible olor a obra recién terminada le saltaba a la cara como un gato rebozado en pintura y barniz, un diario deportivo muy atrasado, amarillento ya, y tieso de goterones secos, tembló ligeramente antes de salir volando por la puerta, y se deshizo en el aire. Juan siguió con los ojos el baile de las páginas sueltas, que ascendían bruscamente en espiral o se arrastraban a golpes de viento por el suelo, y distinguió a lo lejos la figura de su hermano, clavado como un poste en la exacta intersección de dos calles pavimentadas con baldosas, todas rojas, iguales. Alfonso tenía los brazos muertos, paralelos al cuerpo, y las piernas separadas, muy quietas, pero balanceaba lentamente la cabeza de derecha a izquierda, con la cara levantada hacia el levante, el ceño fruncido, la boca abierta. Antes de echar a correr hacia él, en un gesto que de puro repetido era ya un reflejo, Juan estudió la bragueta de su pantalón y comprobó con alivio que estaba bien cerrada. Su pobre hermano, que seguía oliendo el aire como el torpe mamífero desorientado que era, ya llamaba bastante la atención en aquel mundo limpio y privado sin sostener su sexo torpe, desorientado, en la palma de la mano. Al llegar a su lado le abrazó, sonriéndole, muy cuidadosamente, y le besó en la mejilla antes de pasar un brazo por sus hombros para echar a andar con él. Alfonso movió la cabeza arriba y abajo tres veces seguidas, con tanta violencia como si pretendiera desgajarla del cuello. Era su manera de mostrar conformidad. Mientras los dos hermanos recorrían juntos aquel estrecho sendero peatonal, como un caminito de casa de muñecas, el viento levantó a su alrededor un tumulto de pétalos de buganvilla, rosáceos, rojos, morados, inertes, ligerísimos, y Alfonso Olmedo por fin sonrió. Tamara, que les esperaba apoyada en la pared, apretando contra el pecho un joyero de colores, dos libros y una Barbie, les recibió con una carcajada. Sus dos tíos habían florecido. Los pétalos salpicaban la calva de Alfonso, el pelo de Juan, y sus pantalones, sus camisas, sus brazos, dándoles un aspecto cómico y ambiguo, a medio camino entre un par de soldados mal camuflados y dos mimos callejeros que hubieran decidido disfrazarse de árboles para llamar la atención de los niños. Juan se sacudió, y sacudió a Alfonso mientras todos reían, antes de empujar a su familia con suavidad hasta el vestíbulo. Al cerrar la puerta, se preguntó si todo aquello, una nueva casa, un nuevo trabajo, un nuevo lugar para vivir, tantos centenares de kilómetros por medio, no habría sido un error. Se respondió que aún era demasiado pronto para saberlo.

Sara Gómez había contemplado toda la escena desde la cristalera de su dormitorio, cerrada a cal y canto contra el viento. Estaba asegurando las contraventanas cuando distinguió a lo lejos la figura de un hombre alto y moreno, seguido muy de cerca por una niña también morena, con el pelo cortado a la altura de la nuca y las piernas desproporcionadamente largas de todos los críos que acaban de dar un estirón. Los estudió con atención porque aquel día, 13 de agosto, domingo, las tiendas estaban cerradas y el levante furioso, una combinación de contratiempos que le obligaba a descansar contra su voluntad. Había estado muy ocupada durante las últimas semanas. Montar una casa nueva, con la infinidad de pequeños detalles que su carácter casi obsesivamente perfeccionista le empujaba a considerar imprescindibles antes o después, estaba resultando una tarea más absorbente de lo que había calculado. Cuando por fin encontraba un rallador de queso que le gustaba, caía en la cuenta de que necesitaba una prensa de ajos, y al dar con ella, comprendía que el espejo del aseo era demasiado pequeño o que no podía dejar que pasara un solo día más sin encargar una mosquitera para cada dormitorio. El tiempo se escurría a toda prisa en los aparcamientos de los centros comerciales, y se estaba llevando el verano, el horizonte de calor y playa que había perseguido hasta aquel lugar, un paisaje muy distinto de la gran ciudad donde había nacido y crecido, donde había vivido los cincuenta y tres años no especialmente brillantes que contaba. Por eso se había propuesto no dejar pasar ninguna buena mañana de sol sin nadar en el mar, ninguna buena tarde de marea baja sin pasear por la arena mojada hasta dejar atrás al último bañista. La proximidad de septiembre la inquietaba. A pesar de que no recordaba haber tomado jamás una decisión tan satisfactoria como la compra de aquella casa, aún no sabía cómo se vive en otoño al borde del océano, en un pueblo donde los taxis no llevan contador y se puede ir andando a casi todas partes.

Esa incertidumbre encajaba como un duplicado idéntico en el ánimo de los recién llegados, pero ella tampoco podía saber eso todavía. Ni siquiera estaba segura de que hubieran venido para quedarse. La casa número 37 estaba todavía en construcción cuando ella decidió quedarse con la número 31, situada casi enfrente y terminada ya, a falta de los remates. Por eso la escogió, y no preguntó por los vecinos. En el lugar de la verja que había imaginado con disgusto antes de visitar la urbanización, encontró que el jardín privado de cada casa estaba delimitado por unos muros encalados, compactos, de más de metro y medio de altura, que garantizaban una privacidad total. Cuando los toldos estaban extendidos, no quedaba el menor resquicio libre para un curioso interesado en saber qué estaba ocurriendo en el porche de enfrente, y si el desembarco de los Olmedo no la hubiera encontrado junto a una ventana, en el piso de arriba, ni siquiera se habría enterado de su llegada. Esta sigilosa disposición le había gustado tanto que no prestó mucha atención a las palabras del vendedor, mientras le explicaba en el tono monótono de las lecciones bien aprendidas que los muros estaban pensados para defender el jardín de los vientos, alternos y constantes, secos, cargados de arena, o húmedos y sorprendentemente fríos, benéficos en algunas épocas del año pero devastadores, aunque él se limitó a decir molestos, casi siempre.

El 13 de agosto del año 2000, mientras empezaba a aprender la lección del viento, Sara Gómez, ligeramente escorada hacia la izquierda ante la cristalera de su dormitorio, contemplaba cómo se iban abriendo, una por una, las contraventanas de la casa número 37, todas verdes, recién pintadas, iguales, y cómo enloquecían por el levante para estrellarse violentamente contra la fachada, golpeándola una y otra vez hasta que algún miembro de aquella extraña familia volvía sobre sus pasos para fijarlas a la pared con manos nerviosas, alarmadas. Desmintiendo sin darse mucha cuenta todos sus prejuicios previos sobre el tema, Sara estudiaba a los Olmedo, y no sólo porque le inquietara la posibilidad de vivir frente a una casa que se alquilara por semanas, ni porque aquella mañana de playa imposible y tiendas cerradas la mantuviera inactiva contra su voluntad. Les miraba porque no había sido capaz de contarse a sí misma quiénes eran, qué vínculos les unían, por qué vivían juntos. Desde la singular infancia de su vida prestada, Sara Gómez, como tantos otros niños acostumbrados a estar solos, jugaba a inventarse la vida de los desconocidos con quienes se cruzaba, y no había creído empezar una historia muy distinta de tantas otras al adjudicar a aquel hombre alto y moreno unos cuarenta años y la paternidad de la niña que andaba sólo un paso detrás de él, buscando refugio contra el viento. De lejos, sometidos a la dudosa precisión de la distancia, los dos se parecían mucho. La niña, también morena, también alta, espigada y de huesos largos, tendría diez u once años. Sara, que no podía saber que sólo había acertado al calcular la edad de ambos, se preguntó cómo sería la madre, la mujer que se había retrasado buscando algo en el coche o curioseando por la urbanización, y a la que su marido fue a buscar entre un revuelo de hojas de periódico, como grandes paréntesis amarillentos encerrando porciones de aire encarnado, sembrado de pétalos de buganvilla. Hasta ese momento, la escena era tan previsible que resultaba aburrida, pero entonces la niña se quedó sola ante la puerta abierta y ni siquiera insinuó el ademán de entrar. Apoyada en la pared, abrazando al mismo tiempo sus propios brazos, algunos libros y una muñeca de melena rubia, componía una imagen congelada de puro inmóvil, la cabeza quieta, los ojos afilándose en el aire y una expresión de alerta, como si lamentara profundamente estar allí y tuviera motivos para desconfiar de cuanto la rodeaba. La desconocida que la estaba mirando se preguntó qué clase de niño resiste la tentación de entrar trotando en una casa nueva y empezó a sospechar que no llegaría ninguna madre. Apostaba ya por unas vacaciones de padre separado, con o sin nueva pareja, y un larguísimo inventario de rencores filiales, tal vez incluso justificados, cuando volvió a ver al hombre alto y moreno, que caminaba muy despacio, abrazando a otro hombre, una variable que no había considerado. Pero su sorpresa no sobrevivió a los detalles de la escena. El rezagado andaba como una marioneta mal calibrada, sincronizando con dificultad el movimiento de las piernas, y ladeaba la cabeza para mirar al cielo con la boca siempre abierta, abandonado en los brazos de su acompañante, que le guiaba con la seguridad de quien está acostumbrado a cuidar de alguien que no puede defenderse solo. Más gordo que corpulento y casi completamente calvo, Sara acertó de nuevo al calcular que tendría poco más de treinta años, y comprendió que se había equivocado en todo lo demás al contemplar la sonrisa que iluminó la cara de la niña apenas los volvió a ver. El hombre alto y moreno la rodeó con el brazo izquierdo y la apretó contra sí, manteniendo abrazado al joven con el otro brazo, y les besó muchas veces, en la cabeza y en la cara, consecutiva y atropelladamente, antes de empujarles con suavidad dentro de la casa. Cuando cerró la puerta, su nueva vecina se dijo que parecía un hombre triste.

Muy pronto, todas las ventanas de la casa número 37 estuvieron abiertas, todas las contraventanas aseguradas, y Sara Gómez se alejó de la cristalera de su dormitorio con una imprecisa sensación de culpa, como si hubiera cometido un pecado imperdonable al contemplar el desconsuelo de los recién llegados, su pobre alegría. Sentada en el sofá de su salón deshabitado, una sucesión de huecos que reclamaban en vano la presencia de los muebles que su futura propietaria había encargado ya en media docena de tiendas, escuchaba el alarido del levante, libre ahora del obstáculo de los toldos abiertos, más feroz y más monótono, como la implacable banda sonora de una realidad que sucedía al otro lado del jardín y no se detenía nunca. Sin más compañía que aquel zumbido ensordecedor y un paquete de tabaco, empezó a desconfiar de su propia inquietud, el espíritu furtivo, clandestino casi, que había creído distinguir en cada gesto de los recién llegados. Al fin y al cabo, estaba aprendiendo la lección del viento. Ya sabía lo suficiente para sospechar que seguramente en un día de calma, una buena mañana de playa, plácida y calurosa como la de cualquier otro 13 de agosto, sus nuevos vecinos no le habrían parecido tan extraños.

Una franja anaranjada y asombrosamente intensa suplantaba al azul sobre la línea que dividía el mar del cielo. El sol estaba a punto de ponerse, y sin embargo, antes incluso de llegar a la playa, Juan Olmedo distinguió a contraluz las siluetas de algunos de los improvisados campamentos portátiles que tanto le habían sorprendido por la mañana. Los coches de los domingueros, matrículas sevillanas en su mayoría, les habían escoltado desde la puerta de la urbanización, agolpándose a ambos lados del camino que desembocaba en la primera duna como dos hileras de aplausos dirigidos a la astucia de quien había escogido una casa situada tan cerca del mar. Juan se felicitó a sí mismo y recordó en voz alta, para tranquilizar a Tamara, que aquel día, 14 de agosto, lunes espléndido y apacible como la fotografía de una postal, era víspera de fiesta, la clave del puente más deseado del verano, pero la niña parecía tan feliz con la tregua del viento que ni siquiera le prestó atención. Ninguna multitud habría sido capaz de desanimarla. Hasta Alfonso, al que llevaban de la mano entre los dos, parecía contento.

La playa estaba tan repleta como era previsible. Lo que Juan no había podido prever, en cambio, eran los peculiares hábitos de los nómadas de fin de semana, familias enteras, con ancianos decrépitos y bebés de pocos meses incluidos, que acotaban una parcela de arena a primera hora de la mañana, cuando ni siquiera había empezado a hacer calor, e invertían horas enteras en componer un trabajoso simulacro de su propia casa a base de tiendas de campaña, lonas de colores y muebles portátiles, hasta convertir la playa en un lugar extraño, como un poblado improvisado con pocos medios para hacer frente a una emergencia. Cuando buscaban un espacio libre cerca de la orilla para extender sus tres humildes esterillas, Juan contempló a una señora mayor que se estaba desayunando un café con leche y unos churros servidos en una vajilla de duralex, con su correspondiente servilleta de tela estampada, y sonrió. El asombroso espectáculo de las costumbres de la gente matizó su disgusto, arrebatándole del borde de los labios una nueva versión de lo que parecía ya la jaculatoria de su mala suerte. Enseguida comprobó, además, que en la orilla del mar, las muchedumbres ejercen el mismo efecto benéfico que en las grandes ciudades. Los bañistas con los que se cruzaban estaban tan atareados buscando un hueco por donde entrar o salir del agua, persiguiendo su pelotita blanca entre las docenas de pelotas idénticas que botaban en la arena mojada, vigilando los cubos y las palas de sus hijos o untándose unos a otros crema bronceadora por todo el cuerpo, que no tenían tiempo ni interés en mirar a Alfonso, más llamativo y desvalido que nunca con el bermudas de rayas oscuras que su sobrina había escogido entre los bañadores que mejor le sentaban. Juan, que no podía recordarse a sí mismo sin estar preocupado por su hermano pequeño, era absolutamente impermeable ya a la curiosidad ajena, pero la niña había heredado la acerada intransigencia de su madre, y no toleraba ni siquiera la compasión de los desconocidos. Aquella mañana, sin embargo, los tres se bañaron y jugaron con las olas sin que Tamara se sintiera obligada a interpelar a gritos —¿qué estás mirando tú, imbécil?— a ningún indeseable espectador, y después de comer sardinas asadas casi a la hora de la merienda en el único chiringuito cercano, se bañaron otra vez para volver a casa rendidos de agua y de sol. Todo había marchado tan bien que un par de horas más tarde, cuando Alfonso se quedó dormido en un sofá, Juan se atrevió a salir otra vez para dar un paseo. Le apetecía estar un rato solo y por eso volvió a la playa.

Creía que la puesta del sol habría funcionado como el pistoletazo inapelable que decretaba la hora del regreso, pero había acertado sólo a medias. Nadie se bañaba ya, pero aún se veían sombrillas y toldos habitados por cuerpos semidesnudos, niños jugando al fútbol, grupos de adultos que charlaban en sus sillas de plástico, y otros que recogían con gestos lentos, derrotados, los muebles, las lonas y las tiendas de campaña que con tanto brío habían desplegado por la mañana. Juan Olmedo los esquivó a distancia hasta llegar a la orilla, sin llegar a saber muy bien si era cierto que todos le miraban o si la incómoda conciencia de ser observado que aceleraba sus pasos no era más que un inevitable complemento de la sensación de estar haciendo el ridículo. Él ya había vivido en la costa durante algunos años, pero en una ciudad como Cádiz todo era distinto. Allí no habría desentonado con sus inmaculados pantalones blancos y la camiseta azul marino de manga larga que parecía expresamente escogida para combinar con los ligeros mocasines que cubrían sus pies, pero en esta playa, situada a casi dos kilómetros del final del paseo marítimo del pueblo, los andarines llevaban pantalones cortos y zapatillas de deporte. Juan se advirtió que tendría que imitarlos si no quería hacerse famoso como «el madrileño recién llegado que va hecho un brazo de mar», y echó a andar tras ellos hacia una zona erizada de cañas de pescar.

Se sentía como si el levante se hubiera disuelto sólo en la superficie de las cosas, pero siguiera vivo y azotándole por dentro sin piedad. Estaba preocupado y más que eso, confuso, indeciso, enfermo de responsabilidad. Nunca había tenido que tomar tantas decisiones en tan poco tiempo, nunca había dispuesto de un margen tan exiguo para meditar sobre el acierto o el error de cada decisión. Cuando comprendió que Madrid había dejado de ser un buen lugar para vivir, escogió lo que entonces le había parecido la opción más segura, aprovechar la garantía de desorden implícita en el principio de las vacaciones, deslizarse discretamente en ese caos controlado y general que alcanza también a las relaciones sociales, para impedir que nadie llegue a extrañar la ausencia de nadie, como si la propia mecánica del verano asignara de forma automática un billete de vuelta a cada viaje de ida. El plan era muy sencillo y se había desenvuelto sin complicaciones. En los tiempos de Cádiz, se había hecho muy amigo de Miguel Barroso, que ahora ocupaba el cargo de jefe de servicio de Traumatología del hospital de Jerez, y estaba seguro de que apoyaría su petición. Ésa había sido la principal razón que le había llevado a establecerse en éste y no en otro lugar de la península, aunque ya sabía que aquí iba a encontrar muchas cosas que le gustaban, el clima, la luz y el carácter de la gente, factores que influyeron en la elección del destino de su primer traslado. Sus padres habían nacido en un pueblo de la Siberia extremeña, pero él apenas había ido hasta allí un par de veces, siempre antes de que naciera Alfonso, y no tenía más relación con aquella tierra que algunas viejas canciones, palabras sueltas que se fugaban de su memoria sin hacer ruido. Juan Olmedo era de Madrid, y sabía que iba a echar de menos Madrid, pero su propia nostalgia, que ya había destrozado su vida una vez, no le preocupaba tanto como la posibilidad de que Tamara no se adaptara a vivir tan lejos de casa, o la hipótesis, más terrorífica aún, de que el inevitable aislamiento de los primeros meses y el contacto con los monitores y alumnos de un centro nuevo empeorara el humor de su hermano. Ahora, cuando nada tenía remedio, Juan tenía la impresión de haberse precipitado en todas sus elecciones. Quizás no habría sido necesario abandonar la ciudad. Quizás hubiera bastado con cambiar de coordenadas, otra casa, otro barrio, otro hospital, otro colegio. Quizás ni siquiera existían verdaderos motivos para tener miedo.

Las cañas de pescar no estaban tan lejos de su punto de partida, ni tan próximas entre sí como le habían parecido al principio. Las fue dejando atrás, una a una, mientras descubría que las rocas que se veía obligado a sortear desde hacía un rato no formaban un accidente natural, ni se habían ido amontonando casualmente en la orilla de una playa donde la arena era tan fina que convertía su simple presencia en un misterio. Los bloques de piedra, fundidos por la insensible tenacidad de las olas y el tiempo en una amalgama grisácea, viscosa, sin aristas, penetraban en el mar dibujando una línea más o menos perpendicular hasta cruzarse en ángulo recto con otro muro de rocas, paralelo a la playa, que cambiaba el curso de las olas, dibujando en el agua una raya imposible. Juan recordó que alguien había mencionado una almadraba para aludir a la zona en la que se encontraba su urbanización, y comprendió enseguida por qué los pescadores cargaban con todos sus aparejos hasta un rincón tan alejado del centro. Algunos niños armados con redes y cubos de plástico saltaban entre las rocas, acechando en vano, a la tenue luz de un sol agónico, a los cangrejos y los camarones atrapados en las charcas más cercanas a la orilla, sin querer oír los gritos de la mujer que les reclamaba con insistencia, asegurándoles, con poca fe en sus propias amenazas, que ése sería su último baño del verano si no salían del agua inmediatamente, ahora, pero ya. Juan se detuvo un instante para comprobar que los niños no insinuaban siquiera el más tímido movimiento de regreso y siguió andando, reconfortado por los ingredientes familiares, festivos, de aquella escena.

El emplazamiento del pueblo donde acababa de instalarse era el único aspecto de su nueva vida en el que estaba casi seguro de haber acertado. Desde el primer momento, renunció a vivir en Jerez, y no sólo porque estuviera lejos de la costa. No tenía sentido abandonar una gran ciudad para mudarse a una versión reducida del mismo modelo, como un ensayo, un embrión de lo mismo, y por eso desdeñó también El Puerto de Santa María, que seguía siendo demasiado grande, demasiado urbano, demasiado formal para lo que él pretendía. Había intentado convencer a Tamara de que su traslado era una involuntaria consecuencia de su condición de funcionario, una decisión que habían tomado otras personas a quienes él ni siquiera conocía, un riesgo al que estaban expuestos todos los médicos de la Seguridad Social, pero tenía la impresión de que ella no había acabado de creérselo, aunque sólo tuviera diez años. La felicidad de esa niña era tan importante para él que le había empujado a buscar la fórmula que parecía más capaz de asegurarla, una vida radicalmente distinta a la que había conocido hasta entonces, una casa en la playa, en una urbanización con piscinas, jardines, pistas de tenis y muchos otros niños alrededor, un colegio al que ir en bicicleta mientras hiciera buen tiempo, y un pueblo bonito, muy tranquilo en invierno, muy animado en verano, de unos treinta mil habitantes desde septiembre hasta junio, más de cien mil en julio y en agosto, lo suficientemente pequeño como para que no cayera en la tentación de compararlo con Madrid a cada paso, pero lo suficientemente grande como para que no se sintiera ahogada por el tamaño de las calles.

Podría haber encontrado una casa más barata, pero ni siquiera se lo planteó. Podría haber estudiado la oferta de otros pueblos de la bahía, pero no tenía mucho tiempo, ni muchas ganas, sobre todo después de comprobar que la recomendación de su nuevo jefe le había encaminado a un lugar que coincidía casi exactamente con lo que había previsto prometer a Tamara cuando empezó a pensar en marcharse. Había puesto a la venta su ático de la calle Martín de los Heros a mediados de abril, unos meses después de haber liquidado la última cuota de una hipoteca que había tardado doce años en pagar, y a finales de junio encontró ya un comprador que no necesitaba el piso hasta septiembre. Confiaba en que la diferencia de precios entre el metro de suelo edificado en un barrio céntrico de la capital y el de cualquier urbanización situada en las afueras de un pueblo de provincias, por muy lujosa que aspirara a ser, le permitiera pagar con comodidad una casa grande y bonita. No se equivocó, y en comprar invirtió incluso menos tiempo que en vender. Aprovechó su primer día libre entre dos guardias del mes de julio para volar a Jerez a primera hora de la mañana, reunirse con Miguel en el hospital, visitar después el centro en el que tenía previsto matricular a Alfonso en septiembre, y escoger la casa número 37 sobre el plano de la urbanización a media tarde. Había visto solamente el chalet piloto, pero ya tenía bastante. El representante de la inmobiliaria se quedó atónito cuando le vio extender un talón y despedirse a toda prisa, sin echarle un vistazo a la casa siquiera, pretextando que no podía esperar más tiempo sin arriesgarse a perder el último avión a Madrid. Sin embargo, en el par de minutos que tardó en abrir el talonario, tomar nota de la cantidad que dejaba como señal y rellenar los espacios en blanco, le advirtió que quería en los baños azulejos de colores lisos, que prefería que todos los muebles de la cocina estuvieran adosados a una sola pared, y que le agradecería mucho que, antes de que empezaran los pintores, les advirtiera a los electricistas que no quería focos en el techo, sólo un cable con una bombilla en cada punto de luz, porque pensaba poner lámparas en todas las habitaciones. Por supuesto, daba por descontado que sería verdad que la casa estaría terminada a primeros de agosto. El vendedor, que nunca había visto a nadie capaz de pensar tan deprisa, asintió mansamente a todo con la cabeza. Un rato después, cuando se paró en el bar, como todas las tardes, para tomarse una copa antes de ir a casa a cenar, lo contó en voz alta, y todos sus conocidos le confirmaron que nunca habían oído nada igual.

Aunque no estuviera dispuesto a admitir ese verbo ni siquiera mientras hablaba consigo mismo, caminando a solas por una playa desierta, Juan Olmedo había salido huyendo de Madrid. Incluso eso lo había hecho por Tamara, pensando principalmente en ella, y sin embargo, aquella noche, la segunda de todo lo que quedaba por pasar, presintió que él mismo aprendería a disfrutar antes que la niña de las ventajas de aquel lugar, y dejó de pesarle la idea de tener que coger el coche cada día para recorrer treinta kilómetros de ida y otros tantos de vuelta, siempre pendiente de los horarios del autobús de Alfonso. Esa repentina conformidad con el inconveniente más rutinario de su futuro inmediato atenuó la inquietud que le inspiraban conflictos mucho más graves, como si el placer de caminar solo por las tardes, al borde del mar, fuera en sí mismo una promesa de armonía capaz de disolver todas sus dudas, y cuando giró sobre sus talones para regresar a casa estaba de mucho mejor humor.

En el camino de vuelta sólo se cruzó con un par de solitarios que paseaban a sus respectivos perros y, al llegar casi a la altura del sendero por el que debería abandonar la playa, con una mujer que le llamó la atención por las mismas razones a las que su propia aprensión había atribuido antes el interés de los tardíos bañistas que se habían esfumado ya, sin dejar rastro. La luz era tan escasa que apenas la distinguió al principio como un bulto de color crema, atravesado en su mitad superior por una serie de delgadas líneas oscuras, horizontales. Mientras ambos caminaban en sentido opuesto, como si tuvieran previsto encontrarse, distinguió ya con más precisión un atuendo de esos que la gente del interior considera como específicamente marineros, pantalones anchos de punto y un jersey a juego estampado con rayas azul marino, signos indelebles del origen de aquella desconocida a la que Juan Olmedo identificó sin dudar como otra aspirante al título de «madrileña recién llegada que va hecha un brazo de mar». Por eso se fijó en ella. Representaba la edad incierta de esas mujeres que llegan a los cuarenta años bien conservadas para instalarse después, a veces durante mucho tiempo, en una ambigua apariencia de madurez juvenil que sólo se rinde a los primeros síntomas de la vejez, y tenía una cara agradable, incluso atractiva, aunque la belleza de sus ojos no bastara para definirla exactamente como una mujer guapa. Juan no tuvo tiempo de distinguir nada más, pero aquellos pocos detalles le bastaron para estar seguro de que no la conocía de nada. Sin embargo, ella, que había corregido la trayectoria de sus pasos para aproximarse a él, le saludó cuando estuvo a su altura. Él respondió al saludo sin esfuerzo, por un mecanismo de pura cortesía, como si aquel impulso de desearse mutuamente buenas noches formara parte de una ceremonia de reconocimiento entre iguales, madrileños recién llegados con un criterio confuso de la elegancia costera. Si su sobrina, mucho más observadora, hubiera presenciado la escena, le habría aclarado que aquella mujer, sin dejar de ser una desconocida, era además la vecina de enfrente.