Toulouse, un día de agosto, quizás aún julio, tal vez en los comienzos de septiembre de 1939.
Una mujer camina por la calle con los labios apretados, la actitud apresurada, ensimismada a la vez, de quien está en apuros o tiene una larga lista de tareas que cumplir. Se llama Carmen, y es muy joven. Lo más probable es que ese día, cuya fecha exacta se desconoce, no haya cumplido aún veintitrés años. Sin embargo, ha vivido mucho.
—Bonjour, monsieur.
—Bonjour, madame!
El panadero, quizás el carnicero, o el frutero apoyado en el quicio de la puerta por la que Carmen acaba de pasar, saluda con acento satisfecho a una clienta a la que no ha visto en los últimos días, quizás porque ha estado veraneando. En 1939 los franceses aún veraneaban, aún vivían en un mundo donde existían los puestos de trabajo, las vacaciones, las playas con casetas y sombrillas clavadas en la arena, las olas mansas del Mediterráneo, las majestuosas mareas del Atlántico.
Carmen pensaría en eso y, quizás, en un archipiélago de azoteas con sábanas tendidas o parras deformadas por el peso de los racimos verdes, el sol rebotando contra la cal de las paredes en el silencio perezoso de la siesta, una mosca mareada de sobrevolar durante horas y horas el redondo misterio del mismo botijo, y niños medio desnudos con sonrisas de higo, o de sandía, el agua azucarada de la fruta dibujando alegres ríos de placer sobre sus barbillas. Eso fue en otro tiempo, veranos recientes que ahora le parecen lejanísimos, un país que existe y no existe, que ha desaparecido pero seguirá teniendo las ventanas cerradas, las persianas bajadas como escudos contra el calor, y en las ciudades, terrazas repletas de noctámbulos cantarines y borrachos, felices de ver amanecer otro día en plena calle. En la costa, también seguirán existiendo pueblos con cuestas vertiginosas, como toboganes de albero polvoriento y sin aceras, que dejan ver al fondo retazos de un mar propio, tan limpio, tan hermoso, tan azul como nunca podrá ser un mar extranjero. Mejor no saber, no recordar. Mientras escucha a lo lejos la voz de una clienta desconocida, que le pregunta al tendero el precio de esto o de aquello, Carmen piensa en España y aprieta aún más el paso, los labios, esa exasperada variante de la determinación que es el único patrimonio de los desesperados.
—Écoute, Marcel! Où vas-tu tellement...? —el ruido del pedaleo, los engranajes moviéndose a toda prisa con un grueso estrépito de chirridos metálicos, le impiden entender el resto de la pregunta.
—Salut! —pero escucha a cambio la respuesta, una expresión neutra que el acento travieso, malicioso, del ciclista, ha convertido en una clave que ella no logra descifrar.
Cuando sus caminos se cruzan, el adolescente que anda por la acera sigue riéndose, aunque hace un par de minutos que la bicicleta de su amigo se ha perdido por una bocacalle. Él seguramente no sabe que la mujer joven que avanza en dirección contraria pronuncia aún, todos los días, casi siempre en voz baja, una expresión casi idéntica, ¡salud!, aunque ya nadie se ríe al escucharla. Si lo supiera, tampoco le importaría, así que Carmen prefiere no pensar tampoco en eso mientras camina deprisa y procura fijarse en lo que sucede a su alrededor, sin llamar la atención de los transeúntes. Eso, al menos, nunca ha resultado demasiado difícil para esta chica bajita, ancha de caderas, más bien culibaja, con una cara simpática, los ojos pequeños, vivos, y la sonrisa fácil, que no es ni siquiera fea, que es incluso agradable para quien tenga tiempo o ganas de mirarla dos veces, pero que sobre todo es, por fuera como por dentro, una mujer corriente, incluso vulgar, una del montón. Así había sido siempre Carmen de Pedro. Así fue hasta que ella, aunque quizás sea más justo y más preciso escribirlo con mayúscula, Ella, la escogió entre todos para confiarle una tarea que estaba muy por encima de su ambición, y aún mucho más allá de sus capacidades.
Desde aquel día, Carmen no duerme bien. Desde aquel día, tiene miedo de todo, y sobre todo de sí misma, de su previsible fracaso en el cumplimiento de una misión mucho más grande que ella. Cuando ingresó en el Partido, una muchacha entonces, casi una niña, jamás se atrevió a imaginar la enormidad de la carga que algún día llegaría a abrumar sus hombros, que anularía su imaginación y estremecería su conciencia, esa responsabilidad que siente ahora como una roca inmensa de aristas afiladas que le desgarra la piel a cada paso y siembra monstruos, peligros como monstruos, en cada instante que pasa despierta, y en los sombríos pliegues de sus sueños sombríos.
Eso es lo que ve mientras camina por Toulouse, Rue des Jacobins quizás, Rue Mirepoix, Rue Léon Gambetta, calles estrechas de casas de piedra y ninguna playa al fondo, esta buena chica que nunca pretendió ser otra cosa, la mecanógrafa del Comité Central de Madrid, que conocía en persona a casi todos los dirigentes del Partido Comunista de España, sí, pero sólo porque había transcrito a máquina sus intervenciones, porque había pasado a limpio sus cartas para que ellos las firmaran después, porque les abría la puerta cuando llegaban, y la cerraba tras ellos después de despedirles con la misma sonrisa entre los labios. Eso es lo que ella sabe hacer, ese había sido siempre su trabajo y nunca había aspirado a otro. Ahora, mientras Toulouse disfruta de otro día amable, templado, de la vida aburrida de una Francia que no quiere saber nada, ni dónde está, ni en qué día vive, ni quiénes son sus vecinos, ni a qué juegan, ni qué pretenden, Carmen de Pedro camina por sus calles con un infierno a cuestas, un tormento portátil, otra maldita bendición española.
—À tout à l’heure, madame!
—Au revoir, Marie, à dimanche!
La campanilla instalada en el quicio de la puerta tintinea como un crótalo jubiloso y exótico, un lujo sonoro, acorde con la imagen de la anciana enjoyada, bien peinada, bien vestida, con aspecto de haber sido rica toda su vida, que atraviesa el umbral con una bandeja de pasteles entre las manos mientras una niña grande, de unos diez años, mantiene la puerta abierta para ella.
—Au revoir, Nicole! —el saludo hace sonreír a la niña con labios manchados de azúcar, el bollo que ha escogido al salir del colegio a medio morder en la mano derecha.
—Au revoir, madame!
Tras el cristal, su madre, con un inmaculado delantal blanco, el nombre de su establecimiento, Pâtisserie du Capitole, bordado en letras azules de florida caligrafía, espera a que su clienta se pierda de vista antes de ordenar a su hija que suba inmediatamente a casa y se ponga a hacer los deberes. La Rue Gambetta se ensancha apenas durante unos metros antes de desembocar en la Place du Capitole, vasta y armoniosa como el mar que no llega a Toulouse. Allí, bajo uno de los soportales, semiescondido en la entrada de una tienda, simulando mirar con interés un escaparate que exhibe una cuidada selección de paraguas, o de quesos, o de libros que no le interesan en absoluto, él la está esperando.
Hace ya varios días que la sigue a distancia sin ser descubierto. Sabe dónde vive, con quién se relaciona, a qué hora suele salir de casa y por qué camino, dónde come, con quién, a qué hora vuelve, y que vuelve sola. Podría haberla abordado el día anterior, o al día siguiente, con el mismo aplomo, la misma asombrosa naturalidad con la que decide que no, que va a ser hoy, mira tú por dónde, mientras estudia un momento su reflejo en el cristal, corrige levemente el ángulo del ala del sombrero sobre su frente, se mete las manos en los bolsillos y da la vuelta de pronto, para cruzar la plaza con los ojos fijos en el suelo y una apariencia de la prisa que no tiene, cortando la trayectoria de la mujer en línea recta hasta que consigue tropezar con ella.
—Excusez-moi —y al tenerla delante, sólo al tenerla delante, levanta la cabeza, la mira a los ojos, abre la boca en una mueca ensayada para expresar un asombro sin límites—. ¡Carmen!
—Jesús... —ella tarda un instante en reconocerle, mira a su izquierda, a su derecha, detrás de él, comprueba que está solo, vuelve a mirarle, le ve sonreír, sonríe por fin.
—¡Carmen, qué sorpresa! —él alarga sus manos hacia ella, toma las suyas, la besa tal vez en la mejilla—. ¿Cómo estás?
No es fácil describir a este hombre, y difícil compararle con sus camaradas, con sus compatriotas, con sus contemporáneos. Fácil de amar y difícil de olvidar, por dentro, pero también por fuera. Alto, corpulento, con hombros anchos, manos grandes, algún indicio, tal vez, de una futura obesidad que ahora no nos interesa porque es incompatible con su condición de refugiado político en Francia, en agosto, quizás julio, tal vez septiembre de 1939, Jesús Monzón Reparaz es, en este instante, sobre todo un hombre acogedor, grande como una casa. Guapo de cara no, porque su cabeza parece asentarse directamente sobre el tronco, prescindiendo del cuello, y el pelo escasea ya sobre su frente. Y sin embargo, a veces, cuando sonríe pero no del todo, sus ojos se iluminan con un destello oblicuo, sesgado en el mismo ángulo que adoptan sus labios, para que toda su inteligencia, que es mucha, y su malevolencia, que no es menos, lo eleven a un plano muy superior a aquel donde se agota la belleza blanda y carnosa, redondeada, a menudo pueril, de la mayoría de los hombres guapos. Entonces, no sólo es un hombre atractivo. Entonces puede llegar a ser irresistible, y lo sabe.
Así fue o, al menos, así pudo ser. Lo único que puede afirmarse con certeza es que Carmen de Pedro y Jesús Monzón, que hasta este momento han sido simples conocidos, de vista y poco más, se encuentran en Francia, probablemente en Toulouse y en apariencia por azar, en un día cualquiera del verano, agosto, quizás julio, incluso septiembre, de 1939. Los detalles se desconocen, porque seguramente él se encargó de que nadie fuera testigo de un encuentro que cambió muchas cosas, y estuvo a punto de cambiarlas todas.
En ese momento, Jesús Monzón todavía no ha cumplido treinta años, pero aparenta diez más. Su aspecto grave, maduro, le favorece mucho más de lo que le perjudica, sobre todo en días peligrosos, complicados, en los que nadie se atreve a fiarse de nadie y muchos de los ministros, de los diputados, de los prohombres de la República Española, se comportan como polluelos atolondrados y muertos de miedo, cuando no como hienas dispuestas a pisar a su madre con tal de encontrar plaza en un barco mexicano. En este momento, el sombrero impecable de don Jesús Monzón, las impecables hechuras de su abrigo inglés, el aplomo que ha respirado desde la cuna en una de las mejores familias de Pamplona, y el que ha adquirido después, durante la guerra, en los despachos de los gobiernos civiles de Alicante y de Cuenca, le convierten en una persona valiosísima, alguien que, por una parte, inspira confianza, y por otra, tiene capacidad para manejar cualquier situación en una coyuntura muy difícil. Pero Jesús Monzón no sólo parece extremadamente valioso. También lo es, aunque los dirigentes de su partido nunca se hayan fiado de él.
Poco tiempo antes de que estalle la guerra, Monzón crea la organización del Partido Comunista de España en Navarra, y se mantiene como su secretario general hasta que el golpe de Estado del 18 de julio de 1936 triunfa sin resistencia en Pamplona, la ciudad desde donde, por cierto, el general Emilio Mola imparte instrucciones a los sublevados. Jesús logra huir, seguramente con la ayuda de algún miembro de su familia, sus hermanos, sus primos, sus padres, sus abuelos, sus bisabuelos, todos carlistas, Dios, Patria y Rey. A pesar de eso, algún requeté le ayuda a cruzar las líneas. Cuando llega a Bilbao, la primera etapa de su regreso a la zona republicana, aquel triunfo le vale menos abrazos que suspicacias.
No es un caso único. En los dos bandos que lucharon en aquella guerra, se desconfía por igual de los hijos pródigos, que a menudo van derechos del interrogatorio a un calabozo. Jesús no es detenido ni molestado en ningún momento, pero tampoco ascendido ni recompensado con cargo alguno dentro de su organización, mientras otros comunistas de familias tan distinguidas como la suya, Ignacio Hidalgo de Cisneros y Constancia de la Mora a la cabeza, hacen fulgurantes carreras en el Partido sin que nadie recele de sus aristocráticos orígenes. El progreso de Monzón, nombrado sucesivamente gobernador civil de Alicante y de Cuenca por don Juan Negrín, se desarrolla en el ámbito gubernamental, lejos de los centros de decisión de su partido. Unos días antes de que el coronel Casado ponga fin a la guerra por el mismo procedimiento, un golpe de Estado, que la provocó, Negrín, demasiado inteligente como para no contar hasta el final con un hombre como él, nombra a Monzón secretario general del Ministerio de Defensa, un cargo importantísimo en aquellas circunstancias, del que no le da tiempo a tomar posesión.
Pero en la dirección nacional del PCE sigue sin pintar demasiado, hasta el punto de que, al poco tiempo de llegar a Francia, a Dolores Ibárruri sólo se le ocurre contar con él para ponerle de ayudante de su secretaria, mientras esta, que ya es Irene Falcón, se ocupa de confeccionar la lista de los dirigentes españoles que serán invitados a residir en la Unión Soviética, una selección en la que nunca se incluye el nombre del primer secretario general de los comunistas navarros. Es fácil imaginar la amargura que tal encargo infiltra en el amor propio de un hombre acostumbrado a mandar, tan capaz, tan consciente de su talento y, en definitiva, tan soberbio como Jesús Monzón. Para ilustrar la humildad de las tareas que desempeña, basta añadir que Georgi Dimitrov, el secretario general de la Internacional Comunista, que le conoce en esta época, le toma por el secretario de Pasionaria, y después de entretenerse en anotar en su diario las virtudes —también los defectos— de dirigentes tan mediocres como Mije, Checa o Delicado, concluye que Monzón no vale nada, por mucho que haya sido gobernador civil durante la República.
Cualquiera tiene un mal día, y aquel, desde luego, Dimitrov no estuvo fino, aunque es posible que alguno de sus camaradas españoles hubiera descubierto ya que Monzón va a ser mucho más peligroso por sus virtudes que por sus defectos. Si alguien piensa así, acierta, y sin embargo, tal vez Dolores Ibárruri nunca comete un error tan grave como menospreciar a Jesús Monzón Reparaz. Puede aducirse, como atenuante a su favor, que cuando opta por una pésima solución, en su cabeza sólo hay sitio para una cosa.
La Historia inmortal hace cosas raras cuando se cruza con el amor de los cuerpos mortales. O quizás no, y es sólo que el amor de la carne no aflora a esa versión oficial de la historia que termina siendo la propia Historia, con una mayúscula severa, rigurosa, perfectamente equilibrada entre los ángulos rectos de todas sus esquinas, que apenas condesciende a contemplar los amores del espíritu, más elevados, sí, pero también mucho más pálidos, y por eso menos decisivos. Las barras de carmín no afloran a las páginas de los libros. Los profesores no las tienen en cuenta mientras combinan factores económicos, ideológicos, sociales, para delimitar marcos interdisciplinares y exactos, que carecen de casillas en las que clasificar un estremecimiento, una premonición, el grito silencioso de dos miradas que se cruzan, la piel erizada y la casualidad inconcebible de un encuentro que parece casual, a pesar de haber sido milimétricamente planeado en una o muchas noches en blanco. En los libros de Historia no caben unos ojos abiertos en la oscuridad, un cielo delimitado por las cuatro esquinas del techo de un dormitorio, ni el deseo cocinándose poco a poco, desbordando los márgenes de una fantasía agradable, una travesura intrascendente, una divertida inconveniencia, hasta llegar a hervir en la espesura metálica del plomo derretido, un líquido pesado que seca la boca, y arrasa la garganta, y comprime el estómago, y expande por fin las llamas de su imperio para encender una hoguera hasta en la última célula de un pobre cuerpo humano, mortal, desprevenido. Los amores del espíritu son más elevados, pero no aguantan ese tirón. Nada, nadie lo aguanta. Ni siquiera ella, porque ya era inmortal, pero todavía estaba viva.
—¡No pasarán!
Los madrileños que abarrotan las butacas y los pasillos, los anfiteatros y las escaleras, los corredores y el vestíbulo del Monumental Cinema de la plaza de Antón Martín, no descubren el menor indicio de lo que está pasando, de lo que quizás ha pasado ya, o de lo que está a punto de pasar. Las crónicas periodísticas de aquel acto, en el que aparecen juntos en público, como iguales, por primera vez, mencionan sólo sus nombres, resumen sus palabras, las ilustran con fotos intercambiables con muchas otras fotos de otros escenarios, otros mítines, otros teatros. Pero hoy no es un día como los demás.
—¡No pasarán!
Los calendarios están detenidos en el 23 de marzo de 1937, y el Monumental Cinema, repleto hasta los topes de madrileños eufóricos, aún incrédulos y por eso todavía más felices, ensimismados en una alegría flamante y radical, ajena, desconocida. Hoy por fin tienen algo, mucho que celebrar, porque cuarenta y ocho horas antes les ha pasado lo que, hasta ahora, sólo ha podido celebrar el enemigo. El Ejército de la República, no ya una amalgama informe de batallones de voluntarios sin preparación, sin disciplina, sin oficiales, como los que, a pesar de su improvisada naturaleza, defendieron Madrid en noviembre del 36, sino un verdadero ejército, acaba de cosechar una victoria colosal y verdadera, humillando al de Mussolini en campo abierto. Goliat ha caído con una pedrada en el centro de la frente y David no se lo puede creer, pero sabe contar con los dedos.
—¡No pasarán!
Eso había gritado ella hasta desgañitarse, que no pasarían, y no han pasado, por la sierra no, por la Moncloa tampoco, por la carretera de La Coruña ni en broma, y por Guadalajara menos, por Guadalajara nunca, por Guadalajara jamás, como no pasaron por el Jarama. Madrid está más vivo, más erguido que nunca gracias a Guadalajara, y el primer orador lo afirma con energía, para que muchas de las mujeres del auditorio le aplaudan embobadas, celebrándole a él mucho más que la victoria. Porque Francisco Antón sí es un hombre guapo. Es muy, muy guapo. Veintiocho años, apuesto, pero sobre todo guapo, un rostro poderoso donde la finura casi adolescente de los huesos, las mandíbulas marcadas, la nariz elegante, delicada, y la sensualidad carnosa de los labios, se compensan con el carácter de unos ojos muy negros, de cejas pobladas. De frente, impresiona, de perfil, parece un actor de cine, y en escorzo, una figura salida de un fresco de Miguel Ángel. Todo eso en un chaval de barrio embutido en un uniforme de comisario del Ejército del Centro. Un espectáculo difícil de resistir, desde luego.
—¡No pasarán!
Ella ya es inmortal, pero todavía está viva. Hoy también está aquí, encima del escenario del Monumental, tan eufórica, tan feliz, tan entusiasmada como los demás, pero no más que cualquier otro día, porque ella encarna precisamente eso. Su cara empapelando todos los edificios, sus palabras impresas en todas las octavillas, su voz sonando en todas las radios, la energía de los ademanes que la envuelven en todo momento, son siempre las fuerzas que los suyos temen perder, el aliento que se les escapa de entre los dientes, la fe que está a punto de abandonarles. En este mitin, es ella una vez más, tan ella, tan igual a sí misma, a su leyenda, que nadie llega a apreciar diferencia alguna con otras tardes, otros mítines, y sin embargo, ya es distinta, tiene que serlo.
Muchos años después, quienes lleguen a enterarse de la verdad se esforzarán por recordar aquella tarde, por volver a verla sobre el escenario de aquel teatro, y lograrán rescatar imágenes sueltas, aquella sonrisa que no le cabía en la boca, su manera de abrazar a los compañeros que estaban arriba, a su lado, cogiéndoles por los antebrazos con fuerza para mirarles a los ojos, y poco más, nada, en realidad, porque trataba a Antón igual que a los demás y era ella misma, el mismo moño, la misma blusa holgada, la misma falda informe, y aquel luto perpetuo, imaginario, pura propaganda, más allá de la dolorosa ausencia de esos cuatro hijos que se le habían muerto sin llegar a saber quién era su madre.
Pobre Dolores. A ella no le habría gustado inspirar esta clase de compasión en nadie, pero no es fácil dejar de pensarlo, dejar de decirlo, pobre Dolores, que nunca pudo comprarse un vestido ceñido, de colores, ni unos zapatos de tacón, que nunca pudo soltarse el pelo, ni teñirse las pocas canas que entonces tenía en las sienes. Pobre Dolores, pobre mujer aparte, pobre símbolo universal, pobre ídolo de los desventurados del mundo entero, pobre y siempre ella misma, poderosa, ambiciosa, inflexible, genial, adorada como Dios y como Dios cruel cuando el desamor la encolerizó, cuando la redujo a la humana miseria de las amantes despechadas. Pobre Dolores, pobre en el invierno, en la primavera de 1937, cuando se pinta los labios sólo para él, desafiando la abrumadora perfección del personaje que ella misma ha inventado sin saber cuánto, cómo le va a pesar después. En algunos retratos de estudio hechos en plena guerra, se aprecia una boca más oscura, bien delineada, rellena de color, pero todo lo demás es igual, la misma onda de pelo sobre la frente, el mismo moño apresurado sobre la nuca, los mismos pendientes pequeños, a veces con una perlita colgando, a veces sin ella, pero siempre parecidos a los que se podían encontrar en los puestos callejeros de cualquier pueblo de España, durante las fiestas de agosto.
Y sin embargo, ya duerme con él. En secreto, clandestinamente, sin hacer ruido, aunque nadie les vea nunca entrar ni salir juntos de ningún sitio, aprendiéndose cada noche un código distinto, un efímero protocolo de contraseñas y puertas cerradas, Francisco Antón y Dolores Ibárruri duermen juntos, y ella todavía tiene que dar las gracias a quienes no se lo impiden. Pasionaria no es como las demás mujeres, no puede serlo porque es mucho más que una mujer, es un icono, un símbolo, una imagen religiosa, asexuada y superior como los ángeles. Dolores es madre, sí, pero de todos, la Virgen María del proletariado internacional, concebida sin mancha, y sin mancha capaz de concebir los hijos de un dirigente comunista, un hombre oscuro, serio y honrado, sí, pero mediocre, mucho más torpe que ella, la sombra insignificante a la que nadie suele prestar atención. Nadie tuvo mucho en cuenta a Julián Ruiz hasta que aquella fuerza de la Naturaleza hizo honor a su condición, y se enamoró como lo que era, un tornado, un maremoto, una tormenta eléctrica, tropical, devastadora, de un chico muy guapo, muy joven, muy conveniente para ella, muy inconveniente para su carrera.
Ella tiene cuarenta y dos años, él, catorce menos, pero en la primera primavera de la guerra duermen juntos, y cuando se levantan de la cama, por la mañana, tienen la misma edad. Eso parece, eso piensan los suyos, los que la quieren, los que la necesitan, los que juran por su nombre, cuando la ven en varios sitios en el mismo día, esas jornadas larguísimas, extenuantes, en las que puede con todo y que nunca pueden con ella, una sonrisa inagotable y tanta fortaleza, tanta energía, tanta dulzura a la vez, y del frente a un comité, y después de la foto, otra vez al frente, y comidas, actos, homenajes, reuniones, mítines diarios, su voz en la radio casi todas las noches. De dónde sacará las fuerzas esta mujer, se preguntan, caerá rendida en la cama... Y cae rendida, pero no de sueño. No puede perder el tiempo durmiendo, pero nadie adivina jamás el origen de su legendaria resistencia.
Sólo existe una dicha más grande en la vida que enamorarse, y es enamorarse bien. Por eso ocurre tan pocas veces. Lo que le sucedió primero a Dolores Ibárruri, a Carmen de Pedro después, es peor, pero mucho más frecuente. Porque ellas no se enamoraron ni bien ni mal, sino peligrosamente, de dos hombres muy distintos pero igual de peligrosos, cada uno a su manera, por sus propios y diferentes motivos. La Historia inmortal hace cosas raras cuando se cruza con el amor de los cuerpos mortales, vulnerables, frágiles, ineptos, incapaces de ver más allá del objeto amado, sometidos sin remedio al poder sin forma ni estructura que gobierna los deseos invencibles. La Historia inmortal es, a menudo, una historia de amor, y esta, la de dos mujeres que no pudieron amar al mismo hombre durante muchos años seguidos, que no tuvieron tiempo de hartarse de sus ronquidos, que no llegaron a repetir miles de veces las mismas preguntas inútiles, ¿pero qué trabajo te cuesta dejar la toalla en el toallero en vez de tirarla en el suelo del baño, vamos a ver?, que no renegaron, que no amenazaron, que no se rindieron en medio de una bronca aburrida ya, de puro idéntica a tantas y tantas broncas anteriores, y que tampoco les vieron envejecer. No tuvieron tiempo de experimentar esa extraña ternura del cuerpo conocido que se va arruinando al ritmo de la ruina del propio cuerpo, ese cuerpo que siempre parece el mismo al abrazarlo en la cama, por las noches, pero que no lo es, porque ha cambiado, y su perfil es distinto al de antes, es distinta la textura de la piel, la progresiva blandura de la carne, el volumen que ocupa entre las sábanas, y sin embargo sigue siendo el mismo, porque conserva la memoria de la cintura fina, las caderas redondas, las piernas esbeltas, el vientre liso, los pechos firmes que el propio cuerpo también ha ido perdiendo sin darse cuenta.
Ninguna de las dos llega tan lejos, pero eso no impide que las dos sean salvajemente felices mientras tanto. Esa es la condición del amor, y la clandestinidad distinta y semejante que envuelve sus dos historias sería más dulce que amarga, al menos al principio. A Dolores, tan religiosa de jovencita, el secreto la uniría más aún al hombre prohibido que ha despertado en ella una pasión dormida desde los ayunos y las vigilias, los sacrificios y las mortificaciones que la consagraron al Sagrado Corazón de Jesús, mientras se cargaba de razones para abandonar su divinidad por una causa universalmente humana. Tantos años después, vuelve a vivir esa pasión de una manera semejante, pero sin dolor, eso sí, sin culpa, porque es demasiado inteligente, su vida demasiado excepcional, para dejarse arrastrar por los prejuicios que siguen atenazando a quienes la rodean. Y sin embargo, en los brazos de Antón vuelve a probar el vértigo de la tentación, la dulzura del pecado, la placentera agonía del abandono, la renuncia anonadada de una entrega más allá de la cual no hay retorno posible.
Ellos, sus camaradas, tan rígidos, tan serios, tan responsables los hombres que comparten con ella, casi todos a sus órdenes, la dirección del Partido, no llegan a comprender nunca cómo una figura tan grande ha caído por su propia voluntad en una trampa tan pequeña. Las mujeres, quizás porque lo entienden mejor, son aún más intransigentes, pero todos lo toleran igual, a regañadientes, con una sola e inconforme disciplina. Nadie osa oponerse a Dolores, y si alguno se atreviera, todos correrían el riesgo de airear aquel asunto grave de verdad, una bomba mortífera que conviene manejar con guantes, de puntillas, entre algodones. El remedio es peor que la enfermedad, y por si acaso, mejor callarse.
Así, el amor de Dolores se convierte en un secreto de los que no se mencionan, no se discuten, no se susurran siquiera entre quienes saben de antemano que sus interlocutores lo conocen. Ninguno tiene que explicarle eso a los demás. Nadie tiene que advertirles que bajen la voz para hablar del amor de Pasionaria porque todos saben que eso está prohibido, y tampoco es que lo haya prohibido alguien, es que no hace falta. Cada uno de ellos, de ellas, se lo prohíbe a sí mismo, porque una mujer tan mayor, una mujer casada, y con hijos, una dirigente tan importante, con un chico tan joven... Está feo, es un trapo sucio que apenas se puede lavar en casa, con las puertas atrancadas, las persianas bajadas, en el fregadero de la propia conciencia. La fórmula a la que recurren para lograrlo es ruin, pero eficaz para maquillar su moral ofendida, el saldo de unos prejuicios puritanos que saben impropios de la causa que representan, y que por eso enmascaran con argumentos tramposos, deshilachados ya, grasientos de puro sobados.
—Es que eso no era amor —intentan argumentar muchos años después algunos disidentes, los únicos que se han atrevido a hablar del tema—, eso era sólo cama, vicio, una pasión pasajera... Él no estaba a su altura, no eran iguales, y el verdadero amor sólo puede darse entre iguales, porque es un proyecto común, es compañerismo, generosidad, una unión completa que afecta a todo, al cuerpo, a la mente, a los sentimientos, a la vida entera, no un caprichito. El amor es algo más que joder y joder...
Todo muy bonito, muy elevado, muy progresista y mentira podrida. Porque quienes, entre ellos, han tenido la suerte de llegar a saber qué significa en realidad eso de joder y joder, siempre han podido tener caprichitos, aunque sean uno más en el Partido. Ella, que es la única, no puede. Antón nunca es el compañero de Dolores. Es su amante, su querido, su debilidad. Su compañero, no. Por eso, y a pesar de su poder, cuando todo se acaba, no puede salvarle, retenerlo a su lado, llevarlo con ella a Moscú. Él va a parar a un campo francés, como los demás, y ella parte sola, rodeada de gente y sola.
Desde la primavera de 1939, Dolores está a salvo en Moscú, viviendo en una casa caliente y confortable, escribiendo los discursos que pronunciará al día siguiente, sonriendo bajo los aplausos de las multitudes, coleccionando ramos de flores y besos de pequeños pioneros, recibiendo a diario a delegaciones que le expresan su admiración, su respeto, su solidaridad con el pueblo español, y acostándose sola en una cama mullida, tan espaciosa que le parece enorme, como un desierto árido y helado. Porque entonces, antes de dormir, en el único momento en el que puede quedarse a solas con su soledad, aún piensa más en él. Paco está en Le Vernet, que ni siquiera es un campo espantoso corriente, sino un campo espantoso de castigo, destinado a los republicanos españoles rebeldes, peligrosos o marcados por su trayectoria revolucionaria, que era lo que se podía esperar de un dirigente del PCE. Las autoridades francesas no conocen el carácter de la relación que vincula a Francisco Antón con Pasionaria, y tal vez, esa ignorancia le salva la vida. A cambio, como todos los prisioneros de aquel recinto, recibe la mitad de comida y de agua que los reclusos de los otros campos excepto cuando le toca «picadero», veinticuatro horas de pie, en ayunas, atado a un poste por las muñecas y por los tobillos.
Dolores piensa en él todos los días, todas las noches, a todas horas, y siempre lleva alguna foto suya encima. Aunque, quizás, sus fotos son muy distintas de las que llevan en el monedero otras personas en la misma situación, y en todas hay un estrado, una mesa, unos micrófonos, un retrato de Marx, otro de Lenin, y demasiada gente alrededor. Quizás, ni siquiera tiene una foto a solas con él, una foto clandestina, relajada, en la sobremesa de una comida o ante un mirador, esas fotos panorámicas de mala calidad que suelen hacerse los amantes ante la balaustrada de un puente o la silueta de una montaña, el brazo de él sobre el hombro de ella, dos sonrisas idénticas y nada más, fotos de esas que tiene todo el mundo. Alguna tendría o quizás no, quizás ni siquiera eso, y sólo puede mirar sus recuerdos, repasar una y otra vez las imágenes congeladas, inmóviles, cada vez más pálidas, de aquel amor que floreció bajo las bombas para reflejarse en el espejo de su propia inquietud.
No es sólo la angustia permanente, primordial, que le inspira el estado del prisionero, el hambre, la sed, el sufrimiento, las penalidades que humillan a diario aquel cuerpo amado, escogido entre todos, la incertidumbre de su destino, el de un hombre a quien el más caprichoso gesto del azar puede costarle la vida en cualquier momento. En Le Vernet, cualquier enfermedad representa el primer paso hacia la muerte, y en algún momento, entre finales de 1939 y principios de 1940, Paco cae enfermo. En la otra punta de Europa, Dolores se entera, se alarma, y las noticias que recibe se van agravando en proporción con el estado del prisionero. Eso sería lo peor, lo más duro, lo más doloroso, pero ella tiene más de un enemigo, y entre ellos, está el tiempo. En Moscú, a salvo, sola entre tanta gente, es consciente también de su cuerpo, que envejece a un ritmo acelerado, distinto a las caricias que el paso de los días y las noches dibujan sobre la piel de su amante, por muy encarcelado, muy enfermo que esté. Dolores no tiene tiempo. Es una mujer guapa de cara, de cuarenta y cuatro, después de cuarenta y cinco años, que ha parido varias veces antes de empezar a ser mucho más que una mujer, un icono, un ídolo, la diosa de los ateos. Pero sigue teniendo cuarenta y cuatro, cuarenta y cinco años, cuatro embarazos a cuestas, y eso, no hay ascenso a los altares que lo arregle. Eso no tiene remedio.
En la distancia que marca el tiempo, y esa Historia que no quiso tener su amor en cuenta, hay algo profundamente enternecedor en la amargura moscovita de Dolores. A ella, que fue capaz de arrebatar el sagrado prestigio de la maternidad a la cultura católica para ponerlo al servicio del antifascismo, no le gustaría saberlo, pero su soledad, su inseguridad, su zozobra de mujer madura, adúltera, enganchada sin remedio a la despiadada juventud de un cuerpo hermoso, resultan mucho más conmovedoras que cualquier creación de esa prefabricada ternura femenina que supo dosificar y transmitir con tanta inteligencia, que logró convertirla en un ingrediente esencial de la lucha revolucionaria en cualquier lugar del mundo. Al otro lado del tiempo y de la Historia, es conmovedora su fragilidad, y conmovedora su furia, esa ira sorda que ni siquiera se atreve a expresar en voz alta, porque es Dios, pero no es hombre, es Dios, pero es mujer, y por eso, ser Dios no le sirve de nada. Dios y Virgen a la vez, Dios y Madre, Dios y Hermana, Dios y Esposa Ejemplar, Dios y Espejo de Compañeras, Dios y Trabajadora Abnegada, Dios y Revolucionaria Indoblegable, Dios y Suma Sacerdotisa de la Clase Trabajadora Internacional... La clase trabajadora internacional habría celebrado con codazos y sonrisitas de cómplice indulgencia que cualquier hombre de cuarenta y cuatro años se hubiera llevado al exilio a una monada de veintisiete. Muchos lo han hecho y no ha pasado nada. La guerra, dicen, la confusión de la derrota, era todo muy difícil... Eso es verdad, todo fue muy difícil, pero la misma situación que ellos aprovechan para dejarse olvidada en España a una mujer con la que ya no quieren vivir, no impide que muchos matrimonios felices se reúnan pronto, al otro lado de los Pirineos, o del Atlántico.
Dolores tiene que esperar. Ella, que se arriesga como un hombre, que decide como un hombre, que manda como un hombre, tiene que irse al exilio como lo que es, una mujer, es decir, con su marido. Quizás, ni siquiera llega a verle. No coincidirían siquiera en el avión, como no coinciden después, como hace años que no coinciden. Eso no importa. Lo importante es que en la lista de los dirigentes comunistas españoles acogidos por la Unión Soviética figuran los dos, ella muy arriba, él muy abajo, pero juntos, para seguir no viéndose, no hablándose, no viviendo en la misma casa, no durmiendo en la misma cama, y sin embargo unidos como marido y mujer según el mandato del Dios del enemigo, ese dios que sigue arraigado en la cabeza y en la conciencia hasta de quienes más abominan de él.
En la primavera de 1939, antes de irse a Moscú, Dolores Ibárruri, máxima autoridad del PCE fuera de la Unión Soviética, donde ya estaba José Díaz, a quien sucedería como secretaria general en 1942, deja el destino del partido, y de las decenas de miles de comunistas españoles que malviven en Francia, en manos de otra mujer que, en aquel momento, en plena resaca de la derrota, todavía no está enamorada de nadie. Es una pésima decisión, pero en ese momento, en su cabeza sólo hay sitio para una cosa.
—Que cuide de Antón —encomienda a Luis Delage, en cuyas manos deja el encargo de transmitirle el poder—. Que se preocupe por él, que intente mandarle paquetes, noticias, que procure que sepa que no está solo, que pensamos constantemente en él, aunque tengamos que marcharnos...
El puesto que ocupa Francisco Antón en el Buró Político le consiente hablar en primera persona del plural, en nombre del Partido y no en el suyo, pero es fácil imaginar el pánico que semejante encargo despierta en Carmen de Pedro, aquella chica asustada, desconcertada, abrumada por una tarea descomunal, demasiado grande, y pesada, y peligrosa para el tamaño de sus hombros. Ella sabe muy bien que por los internos de Le Vernet no se puede hacer nada excepto rezar, los comunistas, ni eso. Pero, además, sería la primera en comprender que Dolores, rodeada por un número considerable de subordinados, si no brillantes, al menos capaces, que habrían acatado cualquier orden suya sin discutirla, acaba de hacer una extraña elección. Hay que tener en cuenta que Pasionaria también recibe órdenes, y las del Komintern, que quiere que, por lo que pueda pasar, todos los dirigentes comunistas españoles estén fuera de Francia antes de que se firme el pacto nazi-soviético, son terminantes. Pero entre los que no han sido invitados a hacer ningún viaje, hay personas mucho más indicadas para asumir esa responsabilidad, como enseguida va a hacerse evidente.
Dolores las desprecia a favor de una mujer insignificante, un cruce de mosquita muerta con perro fiel, una jovencita que apenas tiene formación política, horizontes, ambición, ideas propias. Y se equivoca. Piensa que la capacidad de intervención del PCE en un país extranjero, que pronto formará parte del Tercer Reich, no merece ser tenida en cuenta, y se equivoca. Piensa que el Buró Político del PCE puede estar en Moscú, el Comité Central en Buenos Aires, su delegación más importante en La Habana, y la inmensa mayoría de sus militantes repartidos entre Francia y España, sin que la cohesión del Partido se resienta, y se equivoca. Piensa que es más importante precaverse de un asalto al poder que arriesgarse a promover a un nuevo líder, y se equivoca. Piensa que delegar en Carmen es lo mismo que tener la situación controlada a miles de kilómetros de distancia, y se equivoca, y esa equivocación está a punto de acabar con su carrera política.
—¿Y cómo es que estás aquí? —porque el hombre alto, corpulento, acogedor como una casa, que acaba de forzar un encuentro casual con Carmen de Pedro en un día de agosto, quizás aún julio, tal vez en las primeras semanas de septiembre de 1939, ya ha calculado todas las consecuencias de esa equivocación—. Te hacía en Moscú, o en América.
—Bueno, los demás se han marchado, lo sabes, ¿no? —él asiente con la cabeza porque lo sabe, claro que lo sabe—. Pero a mí me han dejado aquí, a cargo de todo.
—¡Vaya! Pues no te envidio, la verdad, menuda responsabilidad.
—Sí, ya ves...
Y en ese instante, mientras Jesús considera que ha llegado el momento de sonreír como él sabe hacerlo, Carmen tal vez siente que le falta el suelo debajo de los pies.
La Historia inmortal hace cosas raras cuando se cruza con el amor de los cuerpos mortales, y la gran rareza de aquella época se cruza al mismo tiempo en el amor de la gran Pasionaria y en el de la mínima Carmen de Pedro. En agosto de 1939, cuando Stalin decide que le conviene traicionar a su propia causa, y a los millones de personas que la sostienen en el mundo entero, plantando un beso monstruoso en los labios de Adolf Hitler, Dolores lleva poco tiempo viviendo en Moscú. Lo más probable es que Carmen se haya encontrado ya con un hombre especial, singular, el gran seductor que se conformará con ser su sombra poderosa hasta que le llegue el momento de avanzar un paso hacia la luz. Mientras en Francia una mujer española siente que aquel hombre empieza a ser más valioso para ella que el Partido, que su cargo, que sí misma, en la Unión Soviética otra se esfuerza por explicar lo inexplicable, por elaborar teorías alambicadas y tramposas, más alambicadas cuanto más tramposas, distinguiendo la táctica de la estrategia, disfrazando la traición de pragmatismo, acatando la mentira, aplicándola a los adjetivos, insistiendo en que la guerra imperialista no afecta a la causa de los trabajadores del mundo. Carmen difunde esas consignas entre los presos de los campos franceses, intenta convencerlos, aplacarlos, sujetarlos con poco éxito, pero aquel cataclismo moral no le impide seguir dedicando sus ratos libres a tareas mucho más placenteras.
Jesús es un mago, un ser prodigioso, de esos que saben convertir la vida de una mujer en una montaña rusa de vértigos excitantes y risueños. Ella, una muchachita de barrio, sus orígenes intercambiables con los de Francisco Antón, su condición muy diferente. Esa ha sido la principal equivocación de Dolores, no comprender a tiempo que el poder no le interesa, que nunca le ha interesado. Le importa todavía menos mientras él le venda los ojos para enseñarle a apreciar los vinos que beben, mientras le enseña a comer foie en restaurantes de lujo, mientras alquila villas apartadas con jardín, en las que el sol entra hasta el centro de un dormitorio presidido por una cama feliz, perpetuamente deshecha. El precio de tanto placer es el poder, y ella se lo otorga con el mismo fervor con el que él parece dispuesto a complacerla en todo, la misma devoción con la que, antes de ser capaz de darse cuenta, será ella, y sólo ella, quien viva para complacerle en todo a él. La Historia con mayúscula desprecia los amores de la carne mortal, la carne débil que la distorsiona, la desencaja, la desordena con una saña que no está al alcance de los amores del espíritu. Sin embargo, la partida estuvo en tablas hasta que Alemania invadió Francia, y el mundo tembló.
El 22 de junio de 1940, el mariscal Pétain firma en la ciudad de Vichy un armisticio con las autoridades alemanas de ocupación. Ese día, en la otra punta del continente, una mujer enamorada, poderosa y enamorada, ambiciosa y enamorada, inteligente y enamorada, disciplinada y enamorada, legendaria pero, sobre todas las cosas, enamorada y por lo tanto débil, obsesionada, incauta, vulnerable, tiembla más que el mundo. Lleva mucho tiempo esperando este momento y no tiene un segundo que perder, aunque quizás dedica algunos instantes a volver a pintarse los labios con cuidado, estudiando su rostro en un espejo. El día que se firma el armisticio de Vichy, Dolores Ibárruri vuelve a sentirse fuerte, vuelve a ser joven, más consciente de su piel que de su edad, y su voz no tiembla cuando llama al Kremlin para pedir una audiencia privada. La Historia inmortal hace cosas raras cuando se cruza con el amor de los cuerpos mortales. Pasionaria nunca ha sido tan mortal como cuando cruza el despacho de Stalin y le mira a los ojos.
—Camarada, tienes que hacerme un favor.
Enrique Líster escribe en sus memorias que, aquel día, Stalin comenta con sus íntimos, en un tono despectivo, adecuado para ridiculizar esa pequeña pasión pequeñoburguesa de los débiles de espíritu, que si Julieta no puede vivir sin su Romeo, habrá que traerle a su Romeo. No hay motivos para dudar de su relato, aunque la alusión shakespeariana resulta desconcertante. A juzgar por la sintaxis deliberadamente monótona, repetitiva y facilona, de los informes que le eleva la NKVD, Stalin no es buen lector. Más verosímil resulta la formulación de un simple cálculo aritmético. El líder soviético no puede negarle este favor a Dolores porque el hombrecillo preso en Le Vernet le trae sin cuidado, pero le conviene tener contenta a esta mujer. Hay que ver, qué raros son estos españoles, murmuraría, si acaso, una vez más, antes de descolgar el teléfono para hablar con el camarada Molotov. En este momento, al camarada Molotov le sobra desparpajo para telefonear a su amigo Ribbentrop. Y Ribbentrop pensaría, incluso, que Molotov le está haciendo un favor, porque cuanto antes aprendan los franceses quién manda en realidad en la Francia Libre, mejor para todos. En efecto, en Vichy no rechistan. Basta que un subordinado de Ribbentrop dé instrucciones, para que un subordinado de Pétain las transmita directamente a Le Vernet. A los cinco minutos, Francisco Antón está en libertad. Las nuevas autoridades francesas le entregan el pasaporte soviético que le permitirá cruzar en tren la Europa en guerra hasta Moscú.
Cuando Dolores, con la boca muy bien pintada, lo viera llegar, flaco, pálido, herido, consumido por el hambre y por la fiebre, se emocionaría tanto que, tal vez, ni siquiera se pararía a pensar en que el hombre que acaba de bajarse del tren es algo más que el hombre de quien está enamorada. Antón era, también, el único miembro de la cúpula comunista española que se había quedado en Europa Occidental. Lo era, pero ya no lo es, porque al fin está en Moscú, con ella. Mientras lo abraza, mientras le besa con los ojos llenos de lágrimas, mientras le pide que se anime porque ya ha terminado el sufrimiento de los dos, Dolores estará tan conmovida, tan contenta de poder abrazarle, tan triste de encontrarle débil y enfermo, que no dedicará ni un solo instante a preguntarse por las consecuencias que aquel viaje pueda tener en Francia. Y en Francia, en este mismo momento, una antigua mosquita muerta, que ya no es una mosquita y está cualquier cosa menos muerta, va tachando nombres de su agenda con la boca muy bien pintada.
—Jesús y yo queremos celebrar una reunión —¿Jesús?, ¿y qué Jesús?, se irían preguntando, uno por uno, los delegados a quienes va convocando—, en Marsella —¿en Marsella?, ¿y por qué en Marsella, si donde estamos todos es en Toulouse?—, porque creemos que ha llegado el momento de empezar a actuar —¿ahora?, ¿precisamente ahora que los nazis han invadido Francia, vamos a empezar a actuar?—. ¡Ah! Y por cierto... Tengo una buena noticia. Paco Antón ya está en Moscú.
Pobre Carmen. Al encontrarse con Jesús, ella está mal, tiene veintidós años y está mal, no puede recurrir a nadie y está mal, carece de cualquier capacidad, teórica o práctica, para hacer el trabajo que le han encomendado y está mal, se encuentra sola, abandonada, impotente, y está mal. Pobre Carmen, tan bajita, cuando aquel hombre tan grande se acerca a ella tocándose el sombrero, con su aspecto de señor, con su aplomo congénito, con su manera de saber estar, de llamar a un camarero, de ordenar los mejores platos, de escoger los mejores vinos, de dejar la propina justa para que le despidan entre reverencias. Pobre Carmen, mientras él empieza a parecerle un regalo del cielo, la respuesta a cada una de sus súplicas, la solución de todos sus problemas. Pobre Carmen, que no se le resiste ni cinco minutos, porque es muy poca mujer para Jesús Monzón y no mucho más lista, pero sí lo suficiente como para suponer que en su vida se va a ver en otra.
Él, a cambio, más que listo, es listísimo. Tanto que, durante un año entero, se limita a mimar a su responsable política, a halagarla, a complacerla, a hacer con ella cosas que a ella jamás se le ha ocurrido imaginar que puedan hacerse con un cuerpo humano, y a susurrarle al oído, eso sí, lo que más le conviene decir, hacer, aprobar o rechazar. Siempre al oído, porque lo que no conviene de ninguna manera es que nadie sepa que duermen juntos, que nadie piense cosas raras, por ejemplo que él la está enamorando para mangonearla, para manipularla, para trepar a su costa. Pobre Carmen, que no es muy lista y nunca acaba de entender bien esta clandestinidad dentro de la clandestinidad, cuando los dos son libres y no le hacen daño a nadie, porque ella está soltera y él, otro de los que, oficialmente al menos, han perdido una mujer por el camino, la guerra, ya sabes, la confusión de la derrota, era todo muy difícil..., como si lo estuviera. Pero todo sigue siendo muy difícil, y esa clandestinidad amorosa dentro de la clandestinidad política se convierte en un ingrediente más de la permanente excitación con la que aquella chica que ya no se acuerda de haber sido alguna vez tan sosa, paladea cada minuto de la época más intensa de su vida.
Durante ese año, en Moscú, en Buenos Aires, en La Habana, todo son elogios para Carmen de Pedro, para el espléndido trabajo que está haciendo en circunstancias muy penosas, para las medidas, tan audaces como oportunas, que están coordinando poco a poco a los camaradas encerrados en los campos, a los que integran batallones de trabajo, y a los comunistas españoles con los franceses. Carmen recibe instrucciones aliñadas con besos, la cabeza sobre la almohada, la piel saciada, y la voz de Jesús, tierna, acariciadora, le explica exactamente lo que debe hacer, cómo debe hacerlo, qué palabras debe usar para lograrlo, y eso parece un juego más, un mimo más, una nueva muestra de la graciosa magnificencia de aquel hombre que sólo vive para hacerla feliz. Ella nunca ha sido tan feliz y, por eso, cuando se levanta de la cama, se comporta como si fuera otra, como si él hubiera impreso en ella una parte de su fuerza, de su carácter, de su inteligencia, una ambición que, sin embargo, permanece intacta bajo la máscara del amante impecable.
Jesús Monzón es tan listo que, mientras Francisco Antón está encerrado en Le Vernet, nunca abre la boca en público para tratar de asuntos del Partido. Él, que sabe tanto de tantas cosas, música, cine, arte, literatura, gastronomía, teoría política y del mundo en general, disfruta dirigiendo las conversaciones, pero en el instante en que se deslizan por alguna pendiente peligrosa, cierra la boca, deja hablar a Carmen y hasta la escucha con interés, con admiración, como si necesitara preguntarse, como se preguntan los demás, de dónde saca esta mujer unas ideas tan buenas. Nunca corre el menor riesgo, no mientras sus propias redes puedan volverse en su contra, no mientras alguien pueda sospechar algo, mientras exista una sola posibilidad, por muy remota que parezca, de que cualquier comentario traspase la alambrada de Le Vernet para que el compañero de Dolores sospeche lo que está pasando en el partido que ella cree tener controlado desde Moscú. Todavía no tiene prisa, y así deja pasar el tiempo hasta que Alemania invade Francia. Este acontecimiento, que aplasta a los exiliados españoles, logrando que su destino rebase el nivel de lo malo para precipitarse en el de lo peor, mejora radicalmente las condiciones de vida de dos de ellos, que han sabido inspirar en dos mujeres un amor sin condiciones. Uno es Francisco Antón. El otro, Jesús Monzón.
La buena noticia que Carmen de Pedro transmite a todos y cada uno de los convocados a la reunión de Marsella, resulta serlo en muchos más sentidos de los previsibles. Porque, por una parte, acaba hasta cierto punto con el gran secreto de Dolores Ibárruri. Moscú no es Francia, ni mucho menos España, y en aquella ciudad donde a ella no la conoce tanta gente, a Paco casi nadie, y a Julián Ruiz mucho menos, ya no hace falta esconderse. En Marsella ocurre algo parecido. En una villa con jardín, confortable y discreta, de las que a él le gustan, ante una veintena de delegados llegados de diversos lugares de la Francia ocupada y algunos simples militantes, escogidos solamente por la confianza que les inspiran, Jesús Monzón y Carmen de Pedro se comportan en público como una pareja por primera vez, y él recupera el don de la palabra, que parecía haber perdido en marzo de 1939.
Todavía es Carmen quien saluda a los camaradas que van llegando, y les ofrece asiento, ceniceros, algo para beber. Tal vez pronuncia además unas pocas frases de bienvenida, destinadas a presentar al hombre que está a su lado, pero es él quien habla.
—Camaradas, Carmen y yo —y aún la pone a ella por delante, aunque ya sólo sea en la sintaxis de la cortesía— pensamos que, en momentos tan duros como los que estamos viviendo, es imprescindible recuperar cierto nivel de organización, para que los nuestros no se sientan desamparados, para que no se desmoralicen ni caigan en la tentación de creer que todo da igual, que ya lo han perdido todo por segunda vez y para siempre...
Tiene razón. Tiene tanta razón que no sólo nadie se la disputa. Nadie se detiene tampoco a relacionar la buena nueva de la liberación de Antón con la convocatoria de aquella reunión en la que Jesús Monzón se estrena como máximo dirigente del Partido Comunista de España en Francia. A partir de entonces, no para de hacer cosas. Y es verdad que nadie le ha pedido que las haga. Pero también es verdad que las hace todas bien.
Inteligentísimo, ambiciosísimo, comunista, valiente, atractivo, soberbio, seductor, egocéntrico, brillante, temerario, capaz, aventurero, reservado, conspirador, imaginativo, convincente, seguro de sí mismo, generoso, mujeriego, simpático, maquiavélico, elegante, comprensivo, astuto, cortés, exigente, cínico, selecto, culto, políglota, intrigante, sofisticado, vividor, político, amable, cosmopolita, complicado, sensual, peligroso, dominante, perverso, poderoso, gourmet, buen conversador, mejor escritor, inmejorable organizador, demasiado exquisito para despacharlo con la etiqueta de un simple burgués, cultivador experto de todos los placeres refinados y de alguno que no lo es tanto, con una formación teórica solidísima, unas dotes de mando extraordinarias, una facilidad innata para enamorar a las mujeres, un carisma como hay pocos y los escrúpulos justos, ni uno más.
Así es el hombre que en la primavera de 1939 se encuentra en Francia solo, despreciado por sus superiores, que no han querido contar con él, y aislado de sus iguales, que no comparten su desgracia, pero con las manos libres. Así es cuando mira a su alrededor, analiza la situación, evalúa las consecuencias de su análisis, y suma dos y dos. Así es hasta que sale a la luz, para demostrar que todos los calificativos que puedan llegar a encontrarse en sus descripciones se resumen en dos. Quienes le conocen a partir de entonces, sucumben sin condiciones al hechizo de un hombre fácil de amar, difícil de olvidar.
—Tú ponte guapa, cielo, y no te preocupes por nada, que para eso ya estoy yo aquí...
Entre el verano de 1940 y el invierno de 1943, aquella pobre, insignificante mecanógrafa del Comité Central de Madrid, aprende que es mucho más feliz siendo la niña mimada de un hombre todopoderoso, que ejerciendo ese poder que tan feliz le hace a él. Y a eso se dedica, a ser feliz.
Jesús decide saltarse a la torera el pacto nazi-soviético, ordena que se sabotee a cualquier precio el alistamiento de republicanos españoles en la Organización Todt, formada por compañías de trabajo controladas directamente por el ejército alemán, y Carmen es feliz.
Jesús extiende la estructura del Partido a todos los campos, todas las cárceles, todos los batallones de trabajo situados a ambos lados de la línea que divide la Francia Libre de la Francia ocupada, y Carmen es feliz.
Jesús se reúne con los dirigentes del Partido Comunista Francés en una insólita posición de superioridad, porque siendo español, tiene más militantes, más cuadros, más enlaces, más organización, y más eficaz que la suya, y Carmen es feliz.
Jesús decide que ha llegado el momento de pasar a la lucha armada, escoge su propio estado mayor entre los hombres con formación militar que más confianza le inspiran, estimula el reclutamiento de guerrilleros, establece el número, la estructura y la jerarquía de sus propias brigadas, traza sus planes de actuación, los integra en la incipiente resistencia francesa, consigue que la lideren en muchas zonas del sur del país, y Carmen es feliz.
Jesús convierte al PCE en la indiscutible fuerza hegemónica del exilio republicano español en Francia, empieza a sentir que con eso no tiene bastante, y Carmen es feliz.
Jesús piensa en Moscú, en Buenos Aires, en La Habana, en el curso de la guerra y, con las manos más libres que nunca, analiza la situación, la proyecta en el futuro inmediato, suma dos y dos, siempre le dan cuatro, y Carmen sigue siendo feliz.
Jesús sigue alquilando villas apartadas con jardín y servicio, tratándola como a una diosa, llevándola a cenar a los mejores restaurantes, escogiendo los mejores vinos, haciéndole la vida tan placentera como ella jamás se había atrevido a esperar que fuera su vida, y ya ha decidido volver a España, pero Carmen no lo sabe, y nunca ha sido tan feliz.
Carmen cree que los dos forman un equipo en el que él manda y ella se ocupa de ponerse guapa sin preocuparse de nada, pero los hombres explosivos terminan por explotar, porque esa es su condición, su naturaleza.
A principios de 1943, Jesús Monzón tiene una idea nueva, tan buena, tan brillante, tan visionaria como suelen ser sus ideas. Él no sabe que sus camaradas del Buró Político han pensado en algo parecido antes que él, pero tampoco tiene cerca a ningún Stalin cuya opinión le impida ponerlo en práctica. La Unión Nacional Española —heredera en su nombre de la organización que, en la inmediata posguerra, intenta levantar en el interior Heriberto Quiñones—, concebida como una plataforma de programa democrático, moderado, en la que están representadas todas las organizaciones que se oponen a la dictadura de Francisco Franco, pero controlada en apariencia por el PCE, y más exactamente por él, que para eso es quien se la ha inventado, será el interlocutor ideal cuando llegue el momento de que los aliados, después de derrotar a las potencias del Eje, se planteen el problema de España.
A principios de 1943, Jesús Monzón está seguro de que Hitler va a perder la guerra, pero incluso si el conflicto se alarga, si se complica por factores imprevisibles, la Unión Nacional es una idea excelente, como demostrarán todas las fuerzas democráticas españolas más de veinte años después, poniendo en pie plataformas semejantes.
Él lo tiene todo pensado. Ha hablado, por un lado, con don Juan Negrín y con el general Riquelme, y por otro, con representantes del PSOE, de la CNT, de la UGT y de Izquierda Republicana en Francia. Es cierto que sus contactos con los restantes socios del Frente Popular, que ganó las elecciones en febrero de 1936, no pertenecen a las cúpulas de sus respectivos partidos, pero también lo es que habría resultado imposible que fuera de otra manera. Ninguno de los máximos dirigentes socialistas o republicanos viven en Francia en los años cuarenta, y cinco años después de la derrota, la CNT está prácticamente desarticulada. Pero de todas formas, para que nadie se asuste, para que las potencias democráticas que ya han traicionado a la República una vez, no vuelvan a lavarse las manos, escudándose en la propaganda contra las hordas marxistas que ha llevado a Franco hasta el palacio de El Pardo, también ha concertado citas con monárquicos, con carlistas, con falangistas rebeldes y con cedistas descontentos, para verlos en Madrid.
—¡Ay, así que volvemos a Madrid! —exclama la pobre Carmen cuando se entera—. ¡Qué bien!
—No, cariño... —él procura desilusionarla con suavidad—. Yo me voy a Madrid. Pero he pensado que lo mejor es que tú te vayas a Suiza, con Manolito Azcárate.
Luego le explica que ha establecido contacto con un norteamericano llamado Noel Field, un funcionario de la delegación de Estados Unidos en la Sociedad de Naciones, con sede en Ginebra, que desde 1941 trabaja en paralelo para el Unitarian Service, una organización benéfica de ayuda a los refugiados, a través de la cual se canalizan fondos de su gobierno para sostener la actividad de los antifascistas europeos. Field, que a su vez ha sido reclutado ya por Allen Dulles —quien durante la Segunda Guerra Mundial, antes de convertirse en el primer director civil de la CIA, ocupa el puesto de jefe de la delegación de los Servicios Secretos norteamericanos en Suiza—, está en contacto permanente con la precaria dirección clandestina de los comunistas alemanes. Tal vez por ese conducto ha sabido Monzón de la existencia del filántropo misterioso que al final resulta ser en efecto lo primero, pero no tanto lo segundo.
Pablo Azcárate, a quien su cargo de embajador de la República Española en Londres convirtió durante la guerra civil en una especie de ministro de Asuntos Exteriores permanente del gobierno Negrín ante el Comité de No Intervención, se hizo amigo de Field, que a la sazón frecuentaba, o residía en el Reino Unido, en el curso de aquella extenuante batalla. El norteamericano siempre se ha comportado como un antifascista sincero y un leal amigo de la República, y como tal lo recuerda Manolo Azcárate, hijo de Pablo, camarada y amigo de Jesús Monzón. Por eso, Carmen intenta decir que no, que no, que de ninguna manera, que por qué, que ella se va a Madrid con él y que Azcárate se vaya solo a Ginebra, ya que ese Field era amigo de su padre, pero Jesús no cede.
—Tú eres la que manda aquí, Carmen —pobre Carmen—. La delegada del Buró Político eres tú, no yo. Así que te vas a Suiza, le sacas a ese tipo todo el dinero que puedas, y luego te vuelves aquí, porque lo que no podemos hacer de ninguna manera es dejar al Partido desamparado en Francia.
Pobre Carmen, que no es muy lista, pero tampoco tan tonta como para no darse cuenta de que aquel mago capaz de hacer salir cualquier cosa de su chistera, en el mejor de los casos, se ha cansado de ella, en el peor, ya le ha sacado todo el provecho que puede sacarle, y en cualquiera de los dos, se la va a quitar de encima. Jesús, que es demasiado astuto como para levantar ninguna liebre antes de tiempo, procura deshacer esa impresión por todos los medios, y logra que Carmen se vaya a Ginebra de mejor humor, a trabajar para él, para el Partido Comunista de España, que ya es sólo él.
Ella lo hace, y lo hace bien, como una discípula digna de su maestro. Tras varias entrevistas, le saca a Noel Field más de medio millón de pesetas de 1943, una fortuna que va a parar a Madrid, a un chalé confortable, discreto y, por supuesto, con jardín, del barrio de Ciudad Lineal, la casa desde la que Jesús Monzón subyuga, domina, seduce, convence, organiza y manda tanto, o más, que al otro lado de la frontera, la casa desde la que concierta entrevistas con un número limitado, pero selecto, de desertores del franquismo, la casa en la que recluta a muchos descontentos sin apellidos políticos, la casa en la que hace del PCE del interior el germen de una organización tan admirable como el PCE del exilio francés, la casa en la que cuenta con la ayuda de una asistente de físico nada insignificante que, después de un mes, como mucho un mes y medio, deja de aparentar que es su pareja, para empezar a serlo de verdad.
Esa es la casa del espejismo, de la alucinación de Jesús Monzón. Aquí, tan cerca de la Puerta del Sol, tan lejos de Moscú, de Buenos Aires, de La Habana, y con Toulouse a la distancia de un chasquido de sus dedos, mientras todo va mejor de lo que se habría atrevido a esperar y algunos dirigentes históricos de la derecha española le tratan de usted, Monzón se emborracha de poder, se cree inmortal, invencible, omnipotente, y empieza a equivocarse.
O quizás no, quizás no se equivoca. Quizás conserva intacta su capacidad de análisis, porque sus cálculos fallan, sí, pero por pocas décimas. En el verano de 1944, sus hombres, porque son suyos, porque él los ha formado, los ha organizado, los ha dirigido, porque le obedecen a él, al único dirigente que se había estado jugando la vida igual que ellos, y no a los que han estado de vacaciones en Moscú, en Buenos Aires o en La Habana, liberan el sur de Francia. Entonces, el hombre de Ciudad lineal comprende que Jesús Monzón Reparaz, él mismo, aquel dirigente de tercera, el navarro oscuro y despreciable con quien nadie quiso contar en 1939, a quien nadie ofreció un puesto en ningún avión ni encomendó misión alguna, tiene, además del poder en Francia y en España, un ejército propio, veinticinco mil, treinta mil hombres bien armados, perfectamente adiestrados, disciplinados y victoriosos, que han derrotado a los nazis y sólo esperan una orden suya para cruzar la frontera.
—Ríete de mí ahora, Dolores —murmuraría Jesús Monzón en su confortable casa de Madrid, tan lejos de la Plaza Roja, tan cerca de la Puerta del Sol—. Ríete ahora, anda, y ya veremos quién se ríe el último...
La última en reírse es ella, pero por un pelo. Por un pelo, Franco sigue viviendo en el Pardo durante treinta y un años más. Por un pelo, la cara de Jesús Monzón no se repite en millones de sellos de correos y de billetes de banco. Por un pelo, el paseo de la Castellana, en Madrid, no se llama ahora avenida de Jesús Monzón. Por un pelo, aquel hombre a quien ya nadie recuerda, no se convierte en el héroe, en el salvador, en el padre de la Patria.
Porque cuando comienza el otoño de 1944, Jesús Monzón Reparaz ordena, desde su madrileña casa de Ciudad Lineal, que el ejército de la Unión Nacional Española, su propio ejército, cruce los Pirineos.
Radio España Independiente, la emisora de radio clandestina del PCE, conocida popularmente como «la Pirenaica», anuncia en sus noticiarios que la operación «Reconquista de España» se ha puesto en marcha.
Y el 19 de octubre de 1944, jueves, el ejército de la Unión Nacional Española pasa en efecto la frontera para invadir el valle de Arán.