Capítulo 3

EL REINO Y EL TEMPLO

LA REAL CIUDAD DE DAVID

Al campamento de David llegó un joven que aseguraba haber matado a Saúl: «yo he dado muerte al ungido del Señor». David ordenó ejecutar al mensajero y después lamentó la muerte de Saúl y de Jonatán en una poesía intemporal:

¡Tu esplendor ha sucumbido, Israel, en las alturas de tus montañas! ¡Cómo han caído los héroes! ... Hijas de Israel, llorad por Saúl, el que os vestía de púrpura y de joyas y os prendía alhajas de oro en los vestidos ... ¡Saúl y Jonatán, amigos tan queridos, inseparables en la vida y en la muerte! Eran más veloces que águilas, más fuertes que leones ... ¡Cómo han caído los héroes, cómo han perecido las armas del combate!1

En esa hora sombría, las tribus del sur de Judá ungieron a David como su rey y a Hebrón como su capital, mientras el hijo superviviente de Saúl, Isbaal, sucedía a su padre para gobernar las tribus del norte de Israel. Después de una guerra de siete años, Isbaal fue asesinado y también las tribus del norte ungieron a David como su rey. La monarquía quedó así unificada, aunque la división entre Israel y Judá era un cisma que sólo el carisma de David podría sanar.

Jerusalén, a la que sus habitantes jebuseos daban el nombre de Jebús, se alzaba justo al sur de Guibá, la fortaleza de Saúl. David y su ejército avanzaron sobre la ciudadela de Sión, hasta llegar ante las formidables fortificaciones, descubiertas recientemente, alrededor del manantial de Gihon.* Sión tenía la fama de ser inexpugnable, y cómo David logró conquistar la ciudad sigue siendo un misterio. La Biblia explica que los jebuseos alinearon a ciegos y tullidos contra los muros, una advertencia de lo que podía ocurrirle a cualquier agresor. Sin embargo, de algún modo, el rey logró entrar en la ciudad a través de lo que la Biblia hebrea llama un zinnor. Podría tratarse de un túnel de agua perteneciente a la red que ahora está siendo excavada en la colina de Ophel, o podría ser el nombre de algún hechizo mágico. En cualquier caso, «David conquistó la fortaleza de Sión, es decir, la Ciudad de David».

Es posible que la toma de la ciudad no pasara de ser un golpe de estado. David no ejecutó a los jebuseos, sino que, en lugar de ello, los incorporó a su cosmopolita corte y a su también cosmopolita ejército. Cambió el nombre de Sión por el de Ciudad de David, reparó las murallas y ordenó el traslado a Jerusalén del Arca de la Alianza (recuperada durante la batalla) cuya imponente santidad provocó la muerte de uno de los hombres que la llevaban. Por ese motivo, David le encargó su custodia a un ciudadano de Gat en quien confiaba, hasta que fuera seguro transportarla de nuevo. Entonces, «David y toda la casa de Israel subieron el Arca del Señor en medio de aclamaciones y al sonido de trompetas» mientras «David, que sólo llevaba ceñido un efod de lino, iba danzando con todas sus fuerzas delante del Señor». A cambio, Dios le prometió a David que «tu casa y tu reino durarán eternamente, y tu trono será estable para siempre». Después de siglos de lucha, David anunciaba que Yavé había encontrado un hogar permanente en una ciudad santa.2

Mical, la hija de Saúl, se burló del modo en el que su marido, prácticamente desnudo, había mostrado su sumisión a Dios, lo que ella consideró una muestra de vanidad muy vulgar.3 Si los primeros libros de la Biblia son una mezcla de textos antiguos y de historias pasadas escritas mucho tiempo después, lo cierto es que el retrato de David, un personaje equilibrado y nada heroico, enterrado entre el segundo libro de Samuel y el primer libro de los Reyes, resulta tan gráfico y realista que bien pudiera estar basado en las memorias de algún cortesano.

David decidió establecer su capital en esta fortaleza porque no pertenecía ni a las tribus del norte ni tampoco a Judá, su propio territorio del sur. Llevó los escudos dorados de sus enemigos conquistados a Jerusalén, y en esa ciudad erigió un palacio, para cuya construcción importó madera de cedro que le suministraron sus aliados fenicios en Tiro. Al parecer, David conquistó un reino que se extendía desde Líbano hasta las fronteras de Egipto, y por el este, hasta lo que hoy son Jordania y Siria, y llegó incluso a instalar una guarnición en Damasco. Nuestra única fuente sobre David es la Biblia: entre 1200 y 850 a. C., los imperios de Egipto e Iraq se habían eclipsado y dejaron muy pocos documentos escritos, además de un vacío de poder. David sin duda existió: una inscripción del siglo IX a. C. descubierta en 1993 en Tel Dan en el norte de Israel demuestra que se conocía a los reyes de Judá con el nombre de casa de David y, por lo tanto, que David fue el fundador de dicho reino.

Con todo, la Jerusalén de David era minúscula. En aquella época, la ciudad de Babilonia, en el actual Iraq, abarcaba unas 1.012 hectáreas, y la cercana ciudad de Jasor se extendía sobre 81 hectáreas. Es probable que Jerusalén no sobrepasara las seis hectáreas, justo lo suficiente para albergar a 1.200 personas alrededor de la ciudadela. Sin embargo, las fortificaciones descubiertas recientemente sobre el manantial de Gihon indican que la Sión de David, si bien era mucho más importante de lo que antes se había creído, distaba mucho de tener la extensión de una capital imperial.* El reino de David, conquistado con la ayuda de sus mercenarios cretenses, filisteos e hititas, también resulta verosímil, aun cuando la Biblia exagerara su importancia y no fuera más que una federación tribal que se mantenía unida gracias a la personalidad del rey. Los macabeos, mucho más tarde, demostrarían cómo, durante un vacío de poder imperial, unos dinámicos guerreros podían conquistar en poco tiempo un imperio judío.

Una tarde en que David estaba descansando en la azotea de su hermoso palacio, «vio a una mujer que se estaba bañando. La mujer era muy hermosa. David mandó averiguar quién era esa mujer, y le dijeron: “¡Pero si es Betsabé!”», casada con uno de sus capitanes mercenarios no israelitas, Urías el hitita. David le ordenó a la mujer que acudiera a su presencia y «la mujer vino, y David se acostó con ella» y la dejó embarazada. El rey ordenó entonces a su comandante Joab que hiciera regresar al marido de la guerra que se estaba librando en lo que hoy es Jordania. Cuando Urías llegó, David le ordenó «baja a tu casa y lávate los pies», aunque en realidad su intención era que Urías se acostara con Betsabé y justificar así el embarazo. Urías, sin embargo, se negó a ello, y David le mandó que le llevara a Joab una carta en la que ordenaba: «Poned a Urías en primera línea, donde el combate sea más encarnizado, y después dejadlo solo, para que sea herido y muera». Urías murió en el campo de batalla.

Betsabé se convirtió en la esposa favorita de David, pero el profeta Natán le explicó al rey la historia de un hombre rico que, pese a tenerlo todo, le robó a un pobre el único cordero que poseía. David, escandalizado, exclamó: «¡El hombre que ha hecho eso merece la muerte!». Natán respondió: «¡Ese hombre eres tú!», y el rey cayó en la cuenta de que había cometido un terrible crimen. Él y Betsabé perdieron a su primogénito, nacido de este pecado, pero su segundo hijo, Salomón, sobrevivió.4

La corte de David distaba mucho de ser la corte de un rey santo. David gobernaba más bien sobre una guarida de osos cuyos detalles parecen bastante reales. Igual que ha ocurrido en muchos de los imperios construidos en torno a un hombre fuerte, cuando David empezó a mostrar signos de debilidad, aparecieron las grietas y sus hijos se disputaron la sucesión. El primogénito, Amnón esperaba poder suceder a su padre, pero el favorito de David era el hermanastro de Amnón, el malcriado y ambicioso Absalón de lustrosa cabellera y físico sin tacha: «No había en todo Israel un hombre más apuesto que Absalón, ni tan elogiado como él».

ABSALÓN: ASCENSO Y CAÍDA DE UN PRÍNCIPE

Después que Amnón atrajera a su casa con engaños a Tamar, la hermana de Absalón, y la violara, Absalón hizo asesinar a Amnón en las afueras de Jerusalén. David lloró la muerte de su hijo y Absalón huyó de la capital y no regresó hasta pasados tres años, cuando el rey y su favorito se reconciliaron: Absalón se postró ante el trono con el rostro en tierra y David le besó. Sin embargo, el príncipe Absalón incapaz de controlar su incontenible ambición, solía salir a exhibirse por Jerusalén en su carro y con sus caballos, precedido por una escolta de cincuenta hombres, un modo de actuar que debilitó el gobierno de su padre. Absalón «se conquistaba el afecto de los israelitas», y acabó estableciendo su propia corte rebelde en Hebrón.

La gente acudió en tropel hacia el sol naciente, Absalón. David, sin embargo, logró recuperar parte de su viejo espíritu, se apropió del Arca de la Alianza, el símbolo del favor de Dios y, a continuación, abandonó Jerusalén. Mientras Absalón se instalaba en la capital, el anciano rey reunió su ejército: «Tratadme con cuidado al joven Absalón», ordenó David a su general Joab. Las tropas de David aniquilaron a los rebeldes en el bosque de Efraím y Absalón huyó a lomos de una mula. Su hermoso cabello sería su perdición: «iba montado en un mulo, y éste se metió bajo el tupido ramaje de una gran encina, de manera que la cabeza de Absalón quedó enganchada en la encina. Así él quedó colgado entre el cielo y la tierra, mientras el mulo seguía de largo por debajo de él», y allí colgando lo descubrió Joab, lo mató y enterró su cadáver en un pozo en lugar de hacerlo bajo el pilar que el príncipe rebelde se había construido en su propio honor.* «¿Está bien el joven Absalón?», preguntó, preocupado, el rey. Al enterarse de la muerte del príncipe, se lamentó: «¡Hijo mío, Absalón, hijo mío! ¡Hijo mío, Absalón! ¡Ah, si hubiera muerto yo en lugar de ti, Absalón, hijo mío!».5 La hambruna y las plagas se extendieron entonces por todo el reino y el rey David, desde la cima del monte Moria, vio el ángel de la muerte amenazar Jerusalén. En aquel momento, experimentó una teofanía, una revelación divina que le ordenaba construir un altar en aquel lugar. Pudiera ser que ya existiera un santuario en Jerusalén, y la Biblia describe a los monarcas de la ciudad como reyes-sacerdote. Uno de sus primeros habitantes, Arauná el jebuseo, tenía propiedades en Moria, lo que parece indicar que la ciudad se había extendido desde el Ophel hasta la cercana montaña. «Y David compró la era y los bueyes por cincuenta siclos de plata. Allí David erigió un altar y ofreció holocaustos y sacrificios de comunión.» David proyectó un templo en aquel lugar y le encargó madera de cedro a Abibaal, el rey fenicio de Tiro. Iba a ser el apogeo de su carrera, cuando reuniera a Dios y a su pueblo, la unión de Israel y Judá, y la unción de la propia Jerusalén como su sagrada capital. Sin embargo, no iba a poder ser. Dios le dijo a David: «Tú no edificarás la Casa para mi Nombre, porque eres hombre de guerra y has derramado sangre».

Ahora que David «estaba viejo, muy avanzado en años», las intrigas de sus hijos y cortesanos por la sucesión se intensificaron. Otro de sus hijos, Adonías, deseaba apoderarse del trono, y con este fin, envió a una joven virgen a distraer a su padre, pero los conspiradores habían subestimado a Betsabé.6

EL TEMPLO DE SALOMÓN

Betsabé reivindicó el trono para su hijo Salomón. David consultó a Sadoc, el sacerdote, y a Natán, el profeta, y éstos escoltaron a Salomón, a lomos de la mula del rey, hasta el manantial sagrado de Gihon donde fue ungido rey. Se hicieron sonar las trompetas y el pueblo lo celebró. Adonías, al oír las celebraciones, buscó santuario en el altar y Salomón le garantizó la vida.7

Tras una extraordinaria carrera en la que había unido a los israelitas y conferido a Jerusalén el papel de ciudad de Dios, David falleció, no sin antes ordenarle a Salomón que construyera el Templo en el monte Moria. Los autores de la Biblia, escribiendo cuatro siglos más tarde para instruir a su propia época, fueron quienes convirtieron al imperfecto David en la esencia del rey sagrado. Fue enterrado en la Ciudad de David.* Salomón, su hijo, era muy diferente: terminaría su sagrada misión, pero empezó su reinado, alrededor de 970 a. C., con un sanguinario ajuste de cuentas.

Betsabé, la reina madre, le pidió a Salomón que le permitiera a su hermanastro Adonías, mayor que él, casarse con Abisag, la última concubina del rey David. «¡Pide más bien para él la realeza!», respondió sarcástico Salomón, y ordenó la muerte de Adonías y una purga de la vieja guardia de su padre. Esta anécdota es la última narrada por el historiador de la corte de David, pero también es realmente la primera y única fugaz visión de Salomón como hombre, puesto que después se transforma en el espléndido estereotipo de un emperador fabuloso de sabiduría inescrutable. Todo lo que poseía Salomón era mejor y más grande que lo que poseía cualquier rey ordinario: su sabiduría generó tres mil proverbios y 1.005 canciones, su harén contenía 700 esposas y 300 concubinas, y su ejército estaba compuesto por 12.000 soldados de caballería y 1.400 carros. Estas costosas joyas de la tecnología militar fueron emplazadas en sus ciudades fortificadas de Megido, Guézer y Jasor, y su flota estaba fondeada en Esión Guéber, en el golfo de Áqaba.8

Salomón comerció en especias y oro, carros de combate y caballos con Egipto y Cilicia. Organizó expediciones comerciales conjuntas a Sudán y Somalia en asociación con su aliado fenicio, el rey Hiram de Tiro. Recibió a la reina de Saba (probablemente el actual Yemen), que llegó a Jerusalén «con un séquito imponente, con camellos cargados de perfumes, de muchísimo oro y de piedras preciosas». El oro procedía de Ofir, (probablemente India) y el bronce, de sus propias minas. Su fortuna embelleció Jerusalén: «El rey hizo que la plata fuera en Jerusalén tan común como las piedras, y que la madera de cedro fuera tan abundante como los sicómoros de la Sefelá». Se casó con la hija de un faraón, el indicador más significativo de su prestigio internacional. Los faraones casi nunca casaban a sus hijas con príncipes extranjeros, en especial, con advenedizos de Judea, cabecillas de tribus de pastores de las montañas recién ascendidos. Sin embargo, el antes orgulloso Egipto había caído en tal vergonzoso caos que el faraón Siamón lanzó un ataque contra Guézer, cercana a Jerusalén y, tal vez sintiéndose desprotegido tan lejos de Egipto, le ofreció el botín a Salomón, en el que incluyó a su hija, un honor impensable en cualquier otro momento. Con todo, la obra maestra de Salomón sería el Templo de Jerusalén proyectado por su padre.

La «casa del Señor» debía alzarse junto al palacio real de Salomón, en una acrópolis sacroimperial, descrita en la Biblia, que contaba con salones y palacios de extraordinaria grandiosidad cubiertos de oro y madera de cedro, entre ellos el salón Bosque del Líbano y el Pórtico de los Pilares donde el rey administraba justicia.

En la construcción del Templo no trabajaron sólo los israelitas. Los fenicios, que vivían en ciudades-estado independientes a lo largo de la costa libanesa, eran los artesanos y comerciantes marítimos más sofisticados del Mediterráneo, famosos por su púrpura tiria, de la que derivaba su nombre (phoinix, púrpura) y por ser los creadores del alfabeto. El rey Hiram de Tiro no sólo suministró la madera de cedro y de ciprés sino también los artesanos que tallaron los adornos de plata y oro. Todo era «oro puro».

El Templo era más que un santuario, era la morada de Dios, un complejo formado por tres secciones que se alzaba unos 10 por 35 metros en el interior de un recinto amurallado. Una puerta de entrada flanqueada por dos pilares de bronce, Iaquín y Boaz, de nueve metros de altura, decorados con granadas y lirios, daba acceso a un enorme patio bordeado de pilares, abierto al cielo, y rodeado en tres de sus lados por salas de dos pisos que tal vez albergaran los archivos, o quizá el tesoro real. El pórtico se abría a un salón sagrado junto a cuyas paredes se alineaban diez lámparas de oro. Frente a un altar de incienso destinado a los sacrificios se situaban una mesa de oro destinada al pan consagrado, un estanque, recipientes para la purificación sobre unos soportes equipados de ruedas, y una piscina probática de bronce para los sacerdotes, conocida como el Mar. Unos escalones conducían al Santo de los santos,* una pequeña sala custodiada por dos querubines alados de cinco metros de altura construidos en madera de olivo y recubiertos de pan de oro.

Aun así, la propia magnificencia de Salomón tenía preferencia. Se tardaron siete años en construir el Templo y trece en construir su palacio, más grande todavía. En la casa del Señor tenía que reinar el silencio, «así no se oyó en la Casa ruido ni de martillos, ni de picos, ni de ninguna otra herramienta durante su construcción»: los artesanos fenicios prepararon las piedras, tallaron los cedros y los cipreses y fabricaron las decoraciones de plata, oro y bronce en Tiro antes de enviarlas a Jerusalén. El rey Salomón fortificó el monte Moria ampliando las antiguas murallas y a partir de aquel momento el nombre «Sión» describió tanto la ciudadela original como el nuevo monte del Templo.

Cuando todo estuvo terminado, Salomón reunió a la población para que viera cómo los sacerdotes transportaban el Arca de la Alianza, un baúl de madera de acacia, desde su tienda en la ciudadela de Sión, la Ciudad de David, hasta el Templo en el monte Moria. Salomón ofreció un sacrificio en el altar, tras lo cual los sacerdotes trasladaron el Arca al Santo de los santos y la colocaron bajo las alas de los dos gigantescos querubines dorados. En el Santo de los santos no había nada excepto los querubines y el Arca, y nada en el interior del Arca, de apenas 125 centímetros de largo por 75 de ancho y 75 de alto, salvo las tablas de la ley de Moisés. Tal era su santidad que no estaba previsto que el pueblo pudiera rendirle culto: en ese vacío residía la austera divinidad de Yavé, carente de imagen, una idea exclusiva de los israelitas.

Los sacerdotes salieron, y en ese momento, la «nube» de la Divina Presencia, «la gloria del Señor llenó la Casa del Señor». Salomón consagró el Templo ante su pueblo y le anunció a Dios, «sí, yo te he construido la Casa de tu señorío, un lugar donde habitarás para siempre», a lo que Dios respondió a Salomón, «entonces yo mantendré tu trono real, como se lo aseguré a tu padre David, cuando dije: “Nunca te faltará un descendiente que gobierne Israel”». Este acto se convertiría en la primera de las celebraciones que evolucionarían hasta convertirse en las grandes peregrinaciones del calendario judío: «tres veces al año, Salomón ofrecía holocaustos y sacrificios de comunión sobre el altar que había erigido al Señor, y quemaba incienso sobre el altar que estaba delante del Señor». En aquel momento, el concepto de santidad en el mundo judeocristiano-islámico encontraría su hogar eterno. Los judíos y los otros Pueblos del Libro creen que la Divina Presencia nunca ha abandonado el monte del Templo. Jerusalén se convertiría en el lugar supremo en el que la humanidad y la divinidad se comunican en la tierra.

LA DECADENCIA DE SALOMÓN

Todas las Jerusalenes ideales, nuevas y antiguas, celestiales y temporales, se fundamentaron en la descripción que hace la Biblia de la ciudad de Salomón. Sin embargo, ninguna otra fuente confirma el relato bíblico, ni tampoco se ha encontrado resto alguno de su templo.

El hecho es menos sorprendente de lo que parece. Por motivos políticos y religiosos, resulta imposible emprender excavaciones en la Explanada de las Mezquitas, pero incluso en el caso de que se permitiera llevar a cabo este tipo de excavaciones, lo más probable es que tampoco encontráramos vestigios del Templo de Salomón, porque fue destruido por completo al menos dos veces, fue arrasado hasta los cimientos al menos en una ocasión y sufrió innumerables remodelaciones. Aun así, y aunque los escritores bíblicos exageraran su esplendor, las dimensiones del Templo y su diseño son verosímiles. El Templo de Salomón era un santuario clásico de su tiempo. Los templos fenicios, sobre los que el de Salomón se inspiró en parte, eran prósperas corporaciones administradas por cientos de funcionarios en las que trabajaban prostitutas de templo, cuyas tarifas contribuían a los ingresos corporativos, e incluso barberos al servicio de aquellos que habían consagrado su cabello a los dioses. La distribución de los templos sirios descubiertos por toda la región, y toda su sagrada parafernalia, como por ejemplo los baños en los que se llevaban a cabo las abluciones purificadoras, se asemejaban mucho al santuario de Salomón que describe la Biblia.

También resulta del todo creíble su abundancia en oro y marfil. Los arqueólogos han encontrado el marfil de los reyes de Israel que, un siglo más tarde, gobernaban desde suntuosos palacios en la cercana Samaria. La Biblia afirma que Salomón consagró al templo quinientos escudos militares de oro en una época en la que otras fuentes corroboran la abundancia de oro; lo importaban desde Ofir y los egipcios también explotaban minas de ese metal en Nubia. Justo después de la muerte de Salomón, cuando el faraón Sheshonq amenazó Jerusalén, los israelitas le pagaron con el oro del tesoro del Templo. Durante mucho tiempo se creyó que las minas del rey Salomón eran un mito, pero se han encontrado minas de cobre en Jordania que estaban en funcionamiento durante su reinado. El tamaño de su ejército también era factible, dado que sabemos que un rey de Israel, apenas un siglo más tarde, desplegaría en el campo de batalla dos mil carros de combate.*9

Por mucho que se haya exagerado la magnificencia de Salomón, lo cierto es que su decadencia parece demasiado cierta: el rey Sabio se convirtió en un odioso tirano que financió sus extravagancias monumentales con impuestos muy elevados, y que «castigó con látigos». Ante el disgusto de los autores bíblicos monoteístas que escribieron dos siglos más tarde, Salomón adoraba no sólo a Yavé sino también a otros dioses locales, y, por añadidura, «amó a muchas mujeres ... moabitas, amonitas, edomitas, sidonias e hititas».

Salomón tuvo que enfrentarse a numerosas rebeliones, desde Edom en el sur hasta Damasco en el norte, al mismo tiempo que su general Jeroboam fraguaba una revuelta entre las tribus del norte. Salomón ordenó asesinar a Jeroboam, pero el general huyó a Egipto donde Sheshonq, el faraón libio de un imperio renaciente le dio apoyo. El reino de Israel empezaba a tambalearse.