EL JOVEN DAVID
Josué instaló su cuartel general al norte de Jerusalén, en Siquem, y en aquel lugar construyó un santuario para Yavé. En Jerusalén vivían los jebuseos, gobernados por el rey Adonisedec, un nombre que sugiere que se trataba de un rey-sacerdote, quien, pese a oponerle resistencia a Josué, fue derrotado. «Pero los hijos de Judá no pudieron desposeer a los jebuseos, que ocupaban Jerusalén. Por eso los jebuseos viven todavía hoy en Jerusalén, junto a los hijos de Judá.» Alrededor del año 1200 a. C, Merenptah, el hijo de Ramsés el Grande, y tal vez el faraón que se había visto obligado a liberar a los israelitas de Moisés, sufrió las agresiones de los pueblos del mar que desestabilizaron los imperios del Próximo Oriente. El faraón, para restablecer el orden, lanzó una ofensiva contra Canaán y, a su regreso a Egipto, hizo inscribir su triunfo en los muros de su templo en Tebas, declarando que había vencido a los pueblos del mar, reconquistado Ascalón, y aniquilado a un pueblo que aparece así por primera vez en la historia: «Israel está derribado y yermo, no tiene semilla».
Israel no era todavía un reino, sino más bien, tal como explica el libro de los Jueces, una confederación de tribus gobernada por ancianos a los que ahora desafiaba un nuevo enemigo, los filisteos, originarios del Egeo y parte de los pueblos del mar. Los filisteos conquistaron la costa de Canaán y construyeron cinco prósperas ciudades en las que se producían tejidos, cerámica roja y negra, y cuyos habitantes adoraban a sus numerosos dioses. Los israelitas, pastores montañeses que vivían en pequeños pueblos, no podían igualar a estos sofisticados filisteos cuya infantería se protegía con coraza, grebas (armadura que cubría la pierna) y casco al estilo griego, y cuyas armas adecuadas a los combates a corta distancia les permitían plantarles cara a los pesados carros de los egipcios.
Los israelitas eligieron a unos señores de la guerra carismáticos, los Jueces, para enfrentarse a los filisteos y a los cananeos. En un momento dado, un versículo poco reconocido del libro de los Jueces afirma que los israelitas conquistaron e incendiaron Jerusalén; si es cierto que lo hicieron, no consiguieron mantener la plaza.
En la batalla de Ebenezer, alrededor el año 1050 a. C., los filisteos aplastaron a los israelitas, destruyeron su santuario en Silo, se apoderaron del Arca de la Alianza, el símbolo sagrado de Yavé, y avanzaron por la montañosa región que rodea Jerusalén. Enfrentados a la aniquilación y deseando ser «como todas las naciones», los israelitas decidieron nombrar a un rey elegido por Dios,1 y para ello, acudieron a su anciano profeta Samuel. Los profetas no eran adivinos del futuro sino analistas del presente; propheteia en griego significa «interpretación de la voluntad de los dioses». Los israelitas necesitaban un comandante militar: Samuel eligió a un joven guerrero, Saúl, a quien ungió con el sagrado óleo. Gobernando desde la ciudadela de Guibá (Tell-el-Ful), a escasos cinco kilómetros de Jerusalén en la cima de una colina, este «jefe de mi pueblo Israel» justificó el mando recibido derrotando a los moabitas, a los edomitas y a los filisteos. Sin embargo, Saúl no era la persona adecuada para ocupar el trono: «lo atormentaba un mal espíritu, enviado por el Señor».
Samuel, ante un rey psicológicamente inestable, buscó en secreto un sustituto. Presintió que el genio había bendecido a uno de los ocho hijos de Jesé de Belén: David, el más joven, «era de tez clara, de hermosos ojos y buena presencia. Entonces el Señor dijo a Samuel: “Levántate y úngelo, porque es éste”». David también sabía «tocar [el arpa]. Además, es valiente y hábil guerrero». Ascendió hasta convertirse en el personaje más equilibrado y extraordinario del Antiguo Testamento. El creador de la sagrada Jerusalén fue poeta, conquistador, asesino y adúltero, la esencia del rey santo y del aventurero imperfecto.
Samuel acompañó al joven David a la corte, donde el rey Saúl lo nombró escudero. Cuando el rey mostraba signos de demencia, David, haciendo gala del don que Dios le había concedido, tocaba el arpa y así «Saúl se calmaba y se sentía aliviado, y el mal espíritu se retiraba de él». El talento musical de David forma parte importante de su carisma: es incluso posible que algunos de los salmos que se le atribuyen sean suyos.
Los filisteos avanzaron hacia el valle de Terebinto, donde Saúl y su ejército se prepararon a combatirlos. Los filisteos se presentaron con un gigantesco campeón, Goliat de Gat,* protegido por una completa armadura que ponía de relieve los endebles pertrechos de los soldados judíos. Saúl temía una batalla campal, así que sin duda se sentiría aliviado, aunque algo escéptico, cuando David le pidió que le dejara intentar vencer a Goliat. David «eligió en el torrente cinco piedras bien lisas» y, tras cargar su honda con una de ellas, «la arrojó con la honda, hiriendo al filisteo en la frente. La piedra se le clavó en la frente, y él cayó de bruces contra el suelo».** David decapitó al campeón caído y los israelitas persiguieron a los filisteos hasta su ciudad de Ecrón. Cualquiera que sea su verdad, la historia significa que David, de joven, se labró una fama de guerrero.***
Saúl ascendió a David, pero las mujeres cantaban en las calles: «Saúl ha matado a miles y David a decenas de miles». Jonatán, el hijo de Saúl, trabó amistad con David, y la hija del rey, Mical, se enamoró de él. Saúl les permitió casarse, sin embargo, atormentado por los celos intentó en dos ocasiones matar a su yerno con una jabalina. La princesa Mical salvó la vida de David ayudándole a dejarse caer por una ventana, y más tarde los sacerdotes de Nob le concedieron asilo. El rey lo persiguió, y mató a todos los sacerdotes salvo a uno, pero David logró escapar de nuevo y se lanzó a una vida errante al mando de seiscientos bandoleros. En dos ocasiones se acercó con gran sigilo hasta el rey mientras éste dormía, y en ambas ocasiones le perdonó la vida, lo que llevó a Saúl a decir sollozando que «la justicia está de tu parte, no de la mía».
Por último, David huyó y se puso al servicio del rey filisteo de Gat que le concedió el gobierno de su propia ciudad, Siquelag. Los filisteos volvieron a invadir Judea y derrotaron a Saúl en el monte Guilboa. Jonatán, el hijo de Saúl, murió en la batalla y el rey cayó sobre su propia espada.