En 1981 el polifacético escritor norteamericano Gore Vidal publicó una novela titulada Creación, en la que mezclaba con picardía la historia antigua real con sus inteligentes invenciones. La novela sigue a un persa imaginario llamado Ciro, criado en la corte del (muy real) rey Darío I, cuya guerra contra Atenas conducirá a la batalla de Maratón en 490 a.C. Debido a su talento para las lenguas, Ciro se salva del campo de batalla y Darío lo envía como embajador persa a la India (un destino parecido al que se confió posteriormente a Megástenes como embajador seléucida en la corte de Chandragupta Maurya). Cuando Ciro regresó a Persia, su antiguo amigo de la escuela Jerjes, hijo de Darío, ha subido al trono y está a punto de embarcarse en su propia invasión de Grecia, que culminará con las batallas de Salamina y Platea. Pero de nuevo a Ciro lo envían en dirección contraria, esta vez como embajador de Jerjes en China. Tras completar esta misión diplomática, Ciro sirve al sucesor de Jerjes, tras un acuerdo de paz entre Persia y Grecia, y lo envían a cumplir una última misión como embajador… en Atenas.
Durante sus largos viajes Ciro queda fascinado no tanto por las tareas rutinarias de sus deberes diplomáticos como por la sorprendente amplitud de ideas políticas y religiosas que se encuentra a lo largo de la gran extensión del mundo clásico. Y aquí Vidal retuerce astutamente y elude la cronología de la historia para que su Ciro ficticio haga lo que ningún individuo del mundo clásico podría haber hecho en la realidad: conocer y pasar algún tiempo con algunos de los pensadores más destacados del siglo V a.C.: Zoroastro en Persia, Confucio en China, Buda en la India y Sócrates en Atenas. A través de su posición privilegiada, Ciro es capaz de presentar un testimonio personal de una época revolucionaria en la historia del pensamiento humano.
Esta época ha sido una ayuda enorme y obvia para la causa de la historia global, en especial desde 1949 cuando el historiador alemán Karl Jaspers publicó su altamente influyente Vom Ursprung und Ziel der Geschichte (Origen y meta de la historia). Jaspers esboza en su libro su concepto de una «era axial» en el mundo clásico desde el Mediterráneo hasta China, que se extiende del 800 al 200 a.C.: un periodo, a través de culturas y civilizaciones que no están necesariamente conectadas entre ellas, en el que hubo un rechazo recurrente a la sabiduría antigua y una búsqueda de nuevas comprensiones y explicaciones a través de la filosofía, la ciencia, la religión y la política. Para Jaspers, se trata de una era que se sitúa como un faro en el paisaje de la historia humana, digna de ser tenida en cuenta por circunstancias similares en Grecia, China, India, Asia central y lo que en la actualidad conocemos como Oriente Medio.1 Dos de las innovaciones religiosas principales de esta época —el zoroastrismo y el budismo— las analizaremos en la segunda y en la tercera parte de este libro. Pero esta parte se centra en la revolución en las ideas políticas y en el gobierno de las sociedades que estalló, no en la Persia de Darío, sino en Atenas, Roma y en el estado de Lu en China a finales del siglo VI a.C. En estos centros cruciales a lo largo del mundo clásico, como parte de esta era axial del pensamiento, se estaba repensando la manera en que el hombre se relacionaba con el hombre, y en algunos casos renacía en el crisol de la revolución.
En Atenas, una multitud de atenienses enfadados se desmandó en una revuelta de tres días contra los gobernantes de la ciudad, centrándose sus quejas en la manera como se gobernaba Atenas y en cómo se trataba a las personas. Todos estaban convencidos de la necesidad de un cambio; nadie podía haber imaginado que estaban a punto de inventar una nueva forma de política, que define en la actualidad nuestro mundo occidental. De hecho el individuo que iba a resultar el agente de cambio crucial en esta historia —un aristócrata rico y sexagenario llamado Clístenes— ni siguiera estaba en Atenas durante la revuelta ciudadana. Pero en los emocionantes días que siguieron, una propuesta vaga que Clístenes había planteado hacía algún tiempo para la extensión del poder y la influencia hacia las comunidades locales y el pueblo fue recuperada y puesta en práctica. Era el primer paso del mundo hacia la democracia.2
En Roma, otra muchedumbre de ciudadanos enfadados —disgustados por el comportamiento vil de su familia real, que había empujado al suicidio a una aristócrata muy admirada— había cerrado las puertas de la ciudad a su rey. Dirigidos por nobles aristocráticos, los ciudadanos romanos lucharon para desarrollar un sistema nuevo de gobierno político republicano, mientras su rey enviaba oleada tras oleada de tropas contra las murallas de la ciudad en un intento por recuperar su reino. El sistema que surgió de esta lucha marcaba un camino intermedio entre las injusticias de la realeza y la noción (considerada impopular y nada práctica) del «poder popular» directo. En su momento guiará a Roma hasta convertirse en la potencia indiscutida del Mediterráneo.
Mientras tanto, para el pequeño estado de Lu en lo que es en la actualidad China oriental, fue una época en que el estado se enfrentaba consigo mismo. El duque de Lu era un gobernante inepto y las familias principales ejercían un poder absoluto y corrupto. Un hombre que ya se encontraba a finales de la cincuentena ocupó su primer puesto oficial en la burocracia estatal. Su objetivo era una nueva forma de gobierno y de orden, movido por la humanidad y la justicia, encarnado en la figura de un gobernante sabio y justo. Era un luchador solitario —no existía una multitud de ciudadanos ávidos dispuestos a apoyarlo, solo unos pocos seguidores incondicionales— y no viviría para ver su sueño realizado. Pero sus ideas y enseñanzas no iban a morir. Se le recordará por toda China como «el sabio ilustre y perfecto» y su influencia dio origen a un sistema de gobierno y a una visión del mundo que seguimos reconociendo en la actualidad: una que lleva su nombre, que era Confucio.
No se puede sobrestimar el impacto que estos tres nacimientos paralelos de nuevas formas de concebir las relaciones del hombre con el hombre, en tres sociedades muy diferentes, han tenido en nuestra historia humana. En China, Confucio sigue siendo una figura destacada que durante siglos definió gran parte de la actitud del país hacia la educación, la filosofía, la ley, la justicia y el gobierno.3 No necesitamos mirar mucho más allá del Capitolio en Washington, sede del Congreso de Estados Unidos, o de la Italia moderna donde el título de «pretor» no quedó obsoleto hasta 1999, para ver la influencia perdurable de la geografía y la política de la Roma republicana.4 Y cuando en 1993 se celebró con grandes aspavientos en el mundo democratizado el 2.500 aniversario de la democracia, la deuda con la antigua Atenas y la durabilidad de la demokratia («el gobierno del pueblo») estaba muy clara, pero siguen persistiendo los debates sobre si se pueden comparar las democracias predominantemente representativas de nuestra época con la participación directa (y exclusiva) de los atenienses en su asamblea (ekklesia).
Las civilizaciones que estudiamos no eran totalmente conscientes de la existencia de las demás. Los primeros relatos que nos han llegado de la fundación de la República romana hacen referencia al derrocamiento de la tiranía en Atenas, y Roma incluso despachó enviados a Grecia para examinar su nueva constitución y aprender algunas lecciones. No obstante, Confucio no sabía nada de estas luchas, fijándose únicamente en la historia de su propia sociedad para buscar ejemplos e inspiración para progresar.
Lo que impulsó los cambios en estos tres mundos en este momento fue una aguda sensación de injusticia contra un sistema de gobierno que era preponderantemente autocrático, y una búsqueda de una sociedad mejor, e incluso ideal, sobre un escenario de conflicto y agitación civil. En Grecia y Roma estas revoluciones políticas estaban dirigidas por la comunidad y empezaron sin ningún tipo de hoja de ruta. En China, en contraste, Confucio quería cambiar la forma de gobierno del estado, con un plan preciso en mente. De hecho, es seguramente la primera persona en la historia china que deja totalmente claros cuáles son sus principios e ideas, a pesar del hecho de que Confucio se presenta siempre como un «transmisor» de ideas antiguas, más que un innovador con ideas nuevas.5
Pero fueran cuales fuesen las motivaciones principales que estaban presentes en Roma, Atenas y el estado de Lu, lo que surgió —gracias a las tradiciones particulares de cada sociedad y la naturaleza específica de sus problemas contemporáneos— fueron tres sistemas de gobierno fundamentalmente diferentes, basados en contratos sociales diferentes y en concepciones diferentes de las relaciones entre los hombres, que iban desde el poder en manos de un gobernante venerable (China), pasando por una «solución intermedia» en Roma que equilibraba los poderes de diferentes partes de las sociedad, hasta el poder masivo y directo del pueblo en Atenas.
Desde nuestra atalaya aventajada de la actualidad, la supervivencia de estos tres sistemas de gobierno parece natural. Pero al desvelar sus historias veremos que cada uno fue, en su infancia, extraordinariamente frágil, su persistencia no estaba de ningún modo asegurada y la extinción era un riesgo a la vuelta de cada esquina. Ninguno de ellos —ni siquiera las ideas preformuladas de Confucio— nació en su forma definitiva: la perfección necesitó décadas, si no siglos. También resulta crucial que las historias de su desarrollo nos han llegado con frecuencia solo a través de fuentes antiguas tardías, a veces en conflicto e influidas por los puntos de vista de esos tiempos posteriores. No podemos olvidar que para estudiar la historia también debemos analizar la historiografía y observar cómo las sociedades prefieren explicar las historias sobre sí mismas, unas historias que, en última instancia, seguimos reformulando en la actualidad.
El final del siglo VI a.C. es sin lugar a dudas un momento fascinante en la historia no solo de una sociedad antigua, sino de un mundo clásico mucho más amplio. Se trata de un punto de inflexión en el desarrollo de la civilización humana y en la concepción de cómo podemos, y debemos, relacionarnos entre nosotros y actuar como una comunidad. Aún más importante es que los debates que tuvieron lugar en aquel momento aún nos siguen guiando, levantando ecos con una vitalidad sorprendente en el mundo moderno actual. «El pasado», según las famosas palabras de Faulkner, «nunca está muerto. Ni siquiera es pasado».6 Cuál es la mejor manera de gobernar la sociedad humana, de establecer relaciones entre las personas, es una cuestión que nunca dejaremos de plantearnos.