¿SÍMBOLOS DE UNA CULTURA PRIMIGENIA?

Joya guanche.
Representación estelar presente en el universo simbólico del alba de las civilizaciones, el octógono indica concentración de fuerzas dispares y generación de vida. Asociado a Venus y la Diosa Madre, la estrella actuaba como talismán para la fertilidad en las culturas neolíticas del Cáucaso y en la civilización fenicia como anagrama semiótico de Astarté.
En la España antigua constituye un símbolo ancestral que aparece en la cultura de Tartessos y, a través de la Turdetania, enraíza en Al-Ándalus con la decoración geométrica en mampostería, cerámica, cobre y cuero. El octógono entraña, además, la base matemática de la Estrella de Ocho Puntas, un hallazgo de cálculo astronómico de primera magnitud sobre la traslación de Venus respecto a la Tierra: su frecuencia circular y exacta queda representada en los picos y ángulos de los triángulos isósceles que componen sus lados. Es la Estrella de Salomón, símbolo de sabiduría surgido con fuerza en ambos extremos del Mediterráneo.
El octógono simbólico es una figura compuesta por dos cuadrados superpuestos que representan la Tierra y el Cielo, la Vida y la Muerte, la Existencia y el Ser. El valor hermético de su geometría implica la dualidad multiplicada tres veces por sí misma. El octógono, sin embargo, no entraña sólo dos ámbitos relacionados que dan como resultado una tercera realidad. Su perímetro traza una estrella de ocho puntas, conocida como Estrella de Salomón, que en su interior contiene el pentáculo o Estrella de David. Una de sus aplicaciones más conocidas es la de señalar los puntos cardinales y las derrotas de los vientos, algo a lo que probablemente no debieron de ser ajenos los tartesios, pueblo marinero en el vértice de dos mares.
Símbolo mediterráneo
Un recorrido por el alba de la civilización neolítica mediterránea, en dirección Oriente-Occidente como hemos visto que enseña la geomancia, nos muestra el uso de este símbolo en un viaje que va desde las orillas del mar Muerto hasta las playas de Huelva en la primitiva España. En la localidad israelí de Tell Ghassul se encontró un relieve octogonal que contiene una estrella de ocho puntas en cuyo centro una esfera o círculo está rodeado por una serpiente que se muerde la cola —el ouroboros— y representa el eterno retorno. El enclave es una ciudad satélite sumeria datada en torno al 7000 o 6000 ane.
Y éste es el símbolo que se manifiesta en la cultura tartésica, bien porque lo recibiera de la cultura sumeria en su viaje a Occidente, bien porque lo desarrollara por iniciativa propia. En todo caso, la estrella de ocho puntas posee un significado cosmológico real, pues representa el mapa celeste de las órbitas de Venus y su relación estacional con la Tierra, un prodigio de conocimiento astronómico que no desmerece a los sumerios. Sabemos que éstos poseían un detallado conocimiento del firmamento terráqueo y que los astrónomos y matemáticos caldeos de Babilonia heredaron y ampliaron ese legado en el primer milenio. Crearon la parábola del Zodiaco mediante observaciones minuciosas del cielo nocturno; conocían el funcionamiento del sistema solar y las órbitas de los planetas. Pues bien, la estrella de ocho puntas resulta ser un cálculo exacto, no una mera idealización del brillo estelar, ya que los ocho vértices señalan los puntos de coincidencia entre Venus y la Tierra en su órbita alrededor del Sol, vista la circunvolución desde una posición sinodial.[1]
En todas las culturas semíticas descendientes de Sumer, la estrella aparece asociada a una figura femenina primordial, como la Ishtar babilónica, que era la diosa de la vida y el amor (aunque también de la guerra y el sexo como placer). Ya en las indoeuropeas, la mitología griega y romana es Afrodita/Venus, la diosa del amor, que acompaña al Sol en su recorrido y anuncia cada jornada de la existencia humana señalando la aurora y el ocaso (Stella matutina y vespertina).
Símbolo tartésico
En la cultura de Tartessos no parece que el signo octogonal aluda a una diosa sino a un concepto abstracto, aunque relacionado también con el ciclo de la «estrella matutina y vespertina». Como hemos dicho, el cuadrado inferior representa a la Tierra —lo inmediato y, real y por tanto, la existencia— mientras que el superior sería el Cielo, mediante una abstracción del Sol —la energía, la luz, el calor, lo que da vida—. Como resultado de ambos se produce la estrella, el astro que señala el día y la noche y rige una nueva realidad, sutil, de tipo espiritual.
La interpretación final del símbolo es que el octógono/estrella representa al ser humano hecho de energía (Sol), tiempo (Tierra) y pensamiento (Venus). Los ángulos de la estrella o rayos añadirían una última característica no menos importante: su dinamismo, pues el eterno movimiento marcado por las fracciones orbitales en torno al Sol significa el constante fluir, la vida en su continuo regenerarse. De esta manera, el octógono constituye un símbolo estático, esencial e inmutable, mientras que la estrella describe lo existencial y dinámico.
Tartessos pudo ser una de las civilizaciones avanzadas del segundo milenio, como la Creta minoica, pues las élites gobernantes y sacerdotales demostraron poseer no sólo el dominio de las artes de la metalurgia y la navegación, sino también un compendio de saberes astronómicos que describían las revoluciones celestes. Uno de sus símbolos culturales, el octógono sagrado con la estrella de ocho puntas, lo heredaron sus descendientes turdetanos. Más tarde, en las acuñaciones de moneda béticas de época cartaginesa (siglo III ane), la imagen de la estrella evolucionó: el centro ya no es un cuadrado sino una esfera, es decir la representación del astro. Este rasgo añadido cierra el ciclo de la alegoría, haciendo de la abstracción figura. Conviene añadir, por otra parte, que la estrella no estuvo sola en el panteón simbólico de la génesis andaluza. Otros símbolos fueron apareciendo en el anverso de las monedas: en primer lugar el toro sagrado, rasgo minoico y tótem mediterráneo que compartían los tartessos antiguos; y junto a él, la media luna creciente, símbolo que, como el octógono, se adelantó mil años a la llegada del Islam. En el caso del toro y la luna, la representación entraña la conjunción de lo masculino (el toro) con lo femenino (la luna), en un mensaje similar: la potencia generadora como emblema de vida.
Una cultura primigenia
El antiguo debate sobre si existió o no la mítica Tartessos está hoy felizmente superado a pesar de que no se haya encontrado aún el registro arqueológico que indique con exactitud dónde se hallaba la célebre urbe de la Antigüedad. Pero el nombre sí aparece, en cambio, en la documentación, tanto en las crónicas helénicas como en el relato bíblico. Ahí es donde la Teogonía de Hesíodo sitúa la batalla que libró Hércules contra el gigante Gerión. El mito pudiera ser trasunto de un posible encuentro con los curetes cretenses, que habrían ido a apoderarse de una manada de los codiciados toros que se criaban en las marismas. Polibio, que toma datos de viajeros, habla de un fabuloso territorio en el sur de Iberia, una zona rica en metales y próspera civilización llamada Tartessos que había florecido entre el Guadiana, el Guadalete y el valle medio y bajo del Guadalquivir.
La Biblia relata que hacia el año 1000 Salomón enviaba periódicamente sus naves a Tarsis —forma hebraica de Tartessos—, de donde volvían «cada tres años cargadas de oro, plata, marfil, monos y pavos reales» (III Reyes X, 22), «porque el rey tenía en el mar una flota de Tarsis, juntamente con la flota de Hiram» (III Reyes XXII, 49). Esta noticia muestra que ya entonces Tartessos era una potencia exportadora. Estrabón, en su Geographia, asegura que los tartesios poseían relatos épico-históricos con seis mil años de antigüedad y un código de leyes redactadas en verso.
Pero ¿quiénes eran realmente los tartesios? ¿Invasores? ¿O una cultura indígena madurada desde la Prehistoria y enriquecida en el Neolítico y el Calcolítico? No es descabellado pensar que esta cultura aborigen formara el núcleo de la comunidad de pueblos íberos extendidos por el Levante peninsular. Refuerza esta tesis el hecho de que se trata de una realidad antropológica que nada tiene que ver con la megalítica ni con los campos de urnas o el vaso campaniforme, comunes a la Europa continental. Existen estudios que marcan su origen en la Edad del Bronce, pero como se ha demostrado que es independiente de la cultura española de El Argar, nada impide pensar que pudiera haber surgido antes, durante el Calcolítico, puesto que fue el comercio del cobre y la orfebrería de oro y plata, metales que extrajeron en grandes cantidades, lo que habría de propiciar su suntuosa y avanzada civilización.
Puede aventurarse, en definitiva, que Tartessos representa una civilización genuina peninsular que pudo arrancar durante el amanecer neolítico y llegó a superar el estadio de la agricultura, la ganadería y el primitivismo social gracias a su riqueza minera, el arte de la metalurgia, la trashumancia de ganado, la navegación y el comercio mediterráneo e incluso atlántico con las islas Casitérides (Gran Bretaña e islas menores del Canal), en donde obtuvo estaño a cambio de plata.[2] Esta dedicación mercantil produjo una sociedad avanzada, abierta al mundo, distinta a la de los celtas indoeuropeos y más próxima a la mentalidad de Biblos, Tiro o Sidón, por lo que el contacto con los fenicios floreció sin aparentes conflictos. Una sociedad que, gracias al comercio, desarrolló habilidades como la técnica naval, la carpintería, la escritura contable y la capacidad políglota que facilitó los contactos culturales de cuyos aportes se favoreció.
La época de Argantonio
Tras el despegue vendría la expansión territorial y el llamado imperio. Después de la derrota naval contra los tirios en torno a 800 ane, que perdió Tartessos, el reino fue dominado por los fenicios durante casi trescientos años, hasta que la destrucción de Tiro por Nabucodonosor lo hizo desaparecer. Es el tiempo de Argantonio, el rey tartesio cuyo nombre es el primero documentado que aparece en la Historia de España. Su figura resalta como un prudente gobernante que trató de mantener el esplendor tartésico, empresa que resultó inviable. Se cree que el llamado Ajuar de Argantonio que forma el Tesoro del Carambolo, nombre de un cerro próximo a la población sevillana de Camas donde se encontró una vasija que contenía diversas piezas de oro macizo que pesan un total de tres kilos, pueden ser las joyas ceremoniales de un rey, caudillo o sumo sacerdote, pues además de la riqueza del labrado, entre sus piezas se halla una banda en forma de diadema.
Pero lo que nos interesa son los pectorales de forma trapezoidal. Hay quien los ha interpretado como frontales para la testuz de dos bueyes, pero esto no concuerda con el ajuar ceremonial de una persona. La curiosa forma puede atribuirse a una representación semiótica de la Piel de Toro, bien como símbolo totémico o como ideograma del territorio sobre el que pudo llegar a gobernar la ciudad-estado, en cuyo caso abarcaría toda la Península. Posteriores descubrimientos arqueológicos aportaron mayor verosimilitud a esta hipótesis, ya que en 2002 se excavó en el cerro un recinto sagrado que coincide con la época de Argantonio y emergió un santuario que tiene la misma forma que los pectorales, un rectángulo estirado por sus ángulos que podría representar el símbolo de la piel de toro extendida.
Siguiendo esta línea inductiva, la antigua metáfora de la Península como una piel de toro bien pudo ser de creación tartésica, un símbolo identitario que recogieron los navegantes cretenses llegados tras la guerra de Troya. Sea como fuere, Tartessos es, en conclusión, el símbolo de una civilización que irradió una cultura genuina desde el mediodía occidental de la Península Ibérica.