CAPÍTULO 2

Nuestra tarea es dar significado a la realidad

La esencia del hombre es la creación, una inexhaustible disponibilidad para ocurrencias, trucos, planes, empresas.

 

JUAN DAVID GARCÍA BACCA

1. EN EL PRINCIPIO FUE EL SIGNIFICADO

 

AUNQUE YA LO SABEN, SE LO REPETIRÉ. La inteligencia humana convierte los estímulos —que en su origen eran señales para desencadenar una acción— en significados que pueden manejarse con independencia de la acción y con los que se puede jugar. Si toco una plancha caliente, no pienso, actúo: retiro la mano. En el mundo del significado es como si la expresión ¡fuego! perdiera su carácter dinámico para convertirse en una tranquila entrada del diccionario. No pasen a la ligera por este trueque del estímulo por el significado porque es el cañamazo sobre el que cada cual puede dibujar el tapiz de su existencia. Nuestro sistema nervioso ha heredado muchas características del de nuestros antepasados animales, pero las ha aprovechado de otra manera. Las ha transfigurado poéticamente. Iba a advertirles de que no estaba utilizando un lenguaje figurado, pero he tropezado con esta magnífica palabra, que me resulta muy útil. Figurarse algo significa suponerlo, pensarlo, inventarlo, darle figura. El lenguaje figurado se opone al literal. Al decir que nuestra inteligencia actúa poéticamente, lo hago al pie de la letra y sintiéndome aristotélico hasta la médula. El gran Aristóteles, frente a su maestro Platón —que pensaba que conocer era reflejar las ideas—, descubrió que nuestra inteligencia conocía creando, inventando, produciendo ficciones. Por eso la denominó nous poietikós, intelecto que poetiza.[1] Los medievales lo tradujeron por «entendimiento agente» y perdieron el vigor de la expresión griega, que quiero recuperar.[2] Por ello repito tantas veces la frase inmortal de Hölderlin: «Poéticamente habita el hombre la tierra». Como la palabra poesía ha adquirido un significado literario más especializado, prefiero emplear la expresión inteligencia creadora, pero cuando la lean recuerden que traduce al nous poietikós.

 

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Zoom: el perro de Pávlov y las metáforas

Una de las operaciones esenciales de cualquier sistema nervioso es asociar. Para un perro, la comida es un estímulo que desencadena una respuesta: salivar. Pávlov consiguió una medalla de oro en la olimpíada de la ciencia por haber descubierto que si se asociaba un estímulo (la aparición de la comida) con otro (el sonido de la campana), este podía sustituir al primero y producir la respuesta que aquel provocaba: la salivación. El sonido de la campana es un significante al que el perro da un significado: comida. Que una realidad se exprese por medio de otra es la esencia de la metáfora. Si el perro supiera hablar, diría: «¡Oh, campana, cómo anuncias la llegada del placer!». En su caso se trata, por supuesto, de una metáfora pragmática, vivida, más que pensada, pero podemos decir que la humilde labor de sustitución automática que hace el perro de Pávlov está en el origen de toda la poesía. Por eso merece que lo incluyamos en la galería de animales protagonistas de historias de la psicología, como los que biografió Yves Christen.[3]

P. D.: Es injusto que la brillantez de su descubrimiento de los reflejos condicionados haya ocultado la idea de Pávlov que más afecta a este libro: la afirmación de que el lenguaje era un «segundo sistema de señales». El primero era el sensorial, que queda desbordado, sustituido, transformado, ampliado por la palabra.[4]

 

Manejando signos interpretamos las experiencias, trazamos planes, decidimos y dirigimos la acción. Por eso, uno de los objetivos de la filosofía, como la ciencia universal que buscamos, es estudiar el modo como la inteligencia genera signos y, mediante ellos, mundos personales o sociales, y desde ellos, mediante la acción, vuelve a la realidad. Este es el sorprendente círculo en que nos movemos. Realidad, irrealidad, acción, realidad.[5] Con la desactivación del estímulo, los sistemas de comportamiento humanos desembragan de la realidad. Podemos dar significados diferentes a las cosas, y podemos manejar esas significaciones fuera de contexto. Llamamos significado a un conjunto de informaciones que tienen una cierta cohesión y que puede ser tramitado por un significante. Pertenece al orden de lo irreal, de lo intencional, de lo ideal. Si miran una de las figuras ambiguas que tanto interesan a los expertos en percepción, verán como una misma sensación visual puede percibirse con dos significados diferentes: una elegante señora con traje de noche, o una vieja de gran nariz.

 

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Vivimos entre significados, y, en este momento, entre significados que recibimos de la cultura a la que pertenecemos. Mediante el lenguaje transmitimos pistas para que el oyente produzca los significados correspondientes. ¿Qué ocurre cuando enseñamos a hablar a un niño? Le enseñamos a relacionar significantes con significados que ha proferido, o al revés. El niño siente malestar en la oscuridad. Le decimos que «miedo» es el significante de ese significado y gracias a él puede manejar el miedo, identificarlo, hablar de él. En cambio, otras veces mediante la palabra le hacemos formar el significado. Le decimos «es tu tía» y le hacemos construir en su memoria la idea de «hermana de mi padre o de mi madre». José María Pemán nos proporciona un ejemplo de esta creación de significados en un delicioso cuento. Está a punto de morir un venerable fraile que ha vivido toda su vida en un convento apartado de la sociedad, donde le depositaron de bebé. Ante la proximidad de su muerte, el padre abad le pregunta si tiene algún deseo que satisfacer. El anciano moribundo dice que tiene dos: ha oído muchas veces la palabra mujer y la palabra tranvía y no quisiera morir sin conocer realmente cómo son. El padre abad pensó que subir un tranvía hasta el monasterio era complicado, pero que, al menos, podía hacer subir a una mujer, concretamente a doña Patrocinio, una obesa benefactora. Doña Patrocinio se ofrece caritativamente a ver al moribundo. Después de la visita, el abad entra a preguntarle: «Hermano, ¿qué le ha parecido?». Y el buen monje responde: «Por lo menos ya puedo morir sabiendo lo que es un tranvía».

 

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Zoom sobre el talento infantil

Los niños aprenden el significado de las palabras con una rapidez incomprensible. Son adivinos, porque hace falta serlo para entender lo que un adulto dice. En efecto, a los adultos nos parece que una definición ostensiva es un método pedagógico claro. Si señalo un vaso que hay sobre la mesa y digo «vaso», ya he pegado la etiqueta léxica al objeto y el niño ya sólo tiene que agarrar el conjunto y, como el perro de Pávlov, cada vez que oiga «vaso», comportarse como si lo estuviera viendo. Vamos a ponernos en el caso del niño para comprender su genialidad. Visito una tribu desconocida, sin intérprete, y uno de sus miembros se encarga de enseñarme su lenguaje. Es decir, estoy poco más o menos en el mismo estado de indefensión en que se encuentra el niño. Mientras el indígena y yo paseamos por los alrededores del poblado, espantamos a un conejo que se escabulle veloz entre los matorrales. El buen salvaje señala al conejo y grita algo confuso que yo entiendo como «gnuká». ¿Qué ha querido decir? ¿De qué ha hecho la definición ostensiva? Tengo que adivinar que ese ruido, que por de pronto interpreto que tiene un significado, y que no es un eructo, un taco o una expresión automática de sorpresa, significa cualquiera de estas cosas: conejo, lo hemos espantado, corre, ¡qué divertido!, es el espíritu de mi tío, está asustado, animal, buena cena, ¡cázalo!, ser vivo, color gris, piel pequeña para hacerse un abrigo, regalo de los dioses, pequeño dios de las llanuras secas, o, simplemente, ¡mira!. Supongo que significa ‘conejo’, de manera que cuando, al volver al poblado, veo que están preparando un conejo para guisarlo, digo muy ufano: «gnuká». Mi profesor se ríe a carcajadas y niega con la cabeza. ¿Qué quiere decir con ese gesto? Se me ocurren varias posibilidades: he pronunciado mal la palabra, y eso le divierte, he pronunciado bien la palabra y eso le sorprende, «gnuká» no significa ‘conejo’ o tal vez significa ‘conejo vivo’ pero no conejo muerto. Más tarde me entero de que tiene un significado obsceno. Pues bien, esta endiablada operación de adivinar, hacer hipótesis, comprobarlas, corregirlas, es la que el niño realiza con soltura a partir de su primer año de vida. Hay muchas razones para que los adultos sintamos complejo de inferioridad.[6]

2. EL SEXO Y EL SIGNIFICADO

 

QUE LAS SENSACIONES PUEDAN RECIBIR SIGNIFICADOS DIFERENTES, produce una relajación del determinismo, una fluidez en los comportamientos. Pondré como ejemplo la relación sexual. En los animales se desarrolla con un juego muy preciso de estímulos y respuestas. El celo de las hembras dispara en el macho mecanismos amartillados, como estudió el gran zoólogo Tinbergen, que con gran detenimiento estudió la vida amorosa de los teleósteos, unos pececillos insignificantes que encumbró a la fama. En el ser humano, esa relación no está tan estrictamente determinada. Se rompe el enlace entre el acto sexual y la procreación, puesto que se puede realizar el coito sin que la mujer esté en período fértil. Muchos estímulos distintos pueden convertirse en significantes sexuales, lo que hace posible el erotismo, los sex-shops, las orientaciones sexuales (homosexualidad, por ejemplo), y fenómenos como el fetichismo, el sadismo o el masoquismo. Hay una ruptura de la relación instintiva entre el estímulo y la respuesta, porque entre ellos interfiere una donación de significado que expande las relaciones posibles. La intervención de lo irreal, de los significados, en la vida sexual humana explica experiencias como las expuestas por Pat Califia, una defensora del lesbianismo sadomasoquista: «Me gusta el sadomaso porque no es propio de una señorita. Es la clase de sexo que viola realmente todo lo que me han enseñado acerca de ser una niña buena y mantener mi ropa limpia […] El sadomaso es una blasfemia erótica deliberada, premeditada, una forma de extremismo sexual; seleccionamos las actividades más atroces, más desagradables, más inaceptables y las transformamos en placer. Usamos todos los símbolos prohibidos y todas las emociones rechazadas. La dinámica básica del sadomasoquismo es la dicotomía del poder: las esposas, collares de perro, látigos, el arrastrarse de rodillas, el dejarse atar, el pellizcarse los pechos, la cera caliente, los enemas y hacer servicios sexuales son metáforas del desequilibrio del poder».[7] El lector puede captar la enorme cantidad de intermediarios que intervienen entre el estímulo sexual y la acción. Con razón Platón dijo que los placeres humanos eran hiperbólicos. Baudrillard entendió la inestabilidad que produce este aumento de posibilidades: «Hoy no hay nada menos seguro que el deseo, tras la proliferación de sus figuras».[8]

El uso del pensamiento simbólico nos es tan connatural que no nos percatamos de su dificultad y rareza. Para percatarnos de ello, vamos a realizar un zoom especial.

 

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Zoom sobre Marie Heurtin

En 1885, Marie Heurtin, una niña de once años sordociega a la que sus padres creían demente por los ataques de furia que sufría, fue depositada en el monasterio de Larnay. Allí la pusieron bajo el cuidado de sor Marguerite, que tenía experiencia en enseñar el lenguaje a niños sordomudos. El primer paso de su método era el aprendizaje del signo. Pero la comunicación con Marie era imposible y, por lo tanto, imposible cualquier intento de enseñarla.

Sor Marguerite se dio cuenta de que Marie guardaba en su mano un objeto al que parecía apreciar mucho. Cuando se lo quitaba, la niña sufría un ataque de furia. Tras muchos intentos, sor Marguerite consiguió que Marie comprendiera que si hacía un gesto con la mano, ella le devolvería el objeto. Cuando Marie captó la función del signo —que un gesto que ella podía hacer voluntariamente representaba un objeto—, su inteligencia se despertó. Aprendió con rapidez los signos necesarios para comunicarse y, lo que es más sorprendente, aprendió a regular su conducta por medio del signo. Todo su funcionamiento mental cambió.[9]

 

Creo que este fue el instante transformador que describió Nietzsche: «En un apartado rincón del universo, desperdigado de innumerables y centelleantes sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales astutos inventaron el conocer. Fue el minuto más soberbio y más falaz de la Historia Universal».[10] A lo que Nietzsche llama conocer lo llamo yo donación de significado, comprensión de los signos.

3. EL SIGNIFICADO PERCEPTIVO

 

EL SIGNIFICADO QUE DAMOS A LA SENSACIÓN depende de la red de memorias que active. La memoria —que, según dicen los neurólogos, es una propiedad de todas nuestras neuronas— es esencial para la acción de la inteligencia creadora, del nous poietikós. Con razón los griegos hicieron que las Musas, diosas de la creatividad, fueran hijas de Mnemosyne, la memoria. Podemos decir que el estímulo (la luz que llega al ojo) es un significante a la búsqueda de un significado. Lo mismo ocurre con el significado de una palabra. Es la compleja red de asociaciones en la memoria que permite explicar todos los usos (literales o metafóricos) que doy a esa palabra. Hay, por supuesto, un significado académico, recogido en el diccionario, pero lo que nos interesa es el «significado vivido», que es el que entra en funcionamiento en cada uno de nosotros, el que nos permite comprender, inventar, relacionar, emocionarnos. Borges nos ha contado su «significado vivido» de tigre.[11]

 

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Zoom sobre el tigre de Borges

«En mi vida siempre hubo tigres. Tan entretejida está la lectura con los otros hábitos de mis días que verdaderamente no sé si mi primer tigre fue el tigre de un grabado o aquel, ya muerto, cuyo terco ir y venir por la jaula yo seguía como hechizado del otro lado de los barrotes de hierro. A mi padre le gustaban las enciclopedias; yo las juzgaba, estoy seguro, por las imágenes de tigres que me ofrecían. Recuerdo ahora la de Montaner y Simón (un blanco tigre siberiano y un tigre de Bengala) y otro, cuidadosamente dibujado a pluma y saltando, en el que había algo de río. A esos tigres visuales se agregaron los tigres hechos de palabras; la famosa hoguera de Blake (Tyger, tyger, burning bright) y la definición de Chesterton: Es un emblema de terrible elegancia. Cuando leí de niño los Jungle Books, no dejó de apenarme que Shere Khan fuera el villano de la fábula, no el amigo del héroe. Ese tigre platónico puede buscarse en el libro de Anita Berry Art for Children. A estos tigres de la vista y del verbo he agregado otro que me fue revelado por nuestro amigo Currini, en el curioso jardín zoológico cuyo nombre es Mundo Animal y que se abstiene de prisiones.

»Este último tigre es de carne y hueso. Con evidente y aterradora felicidad llegué a ese tigre, cuya lengua lamió mi cara, cuya garra indiferente o cariñosa se demoró en mi cabeza, y que a diferencia de sus precursores, olía y pesaba. No diré que ese tigre que me asombró es más real que los otros, ya que una encina no es más real que las formas de un sueño, pero quiero agradecer aquí a nuestro amigo, ese tigre de carne y hueso que percibieron mis sentidos esa mañana y cuya imagen vuelve como los tigres de los libros.»

 

Es de este «tigre vivido» del que emerge el tigre de los poemas de Borges.

 

El otro tigre

Pienso en un tigre. La penumbra exalta

la vasta Biblioteca laboriosa

y parece alejar los anaqueles;

fuerte, inocente, ensangrentado y nuevo,

él irá por su selva y su mañana

y marcará su rastro en la limosa

margen de un río cuyo nombre ignora

(en su mundo no hay nombres ni pasado

ni porvenir, sólo un instante cierto).

Y salvará las bárbaras distancias

y husmeará en el trenzado laberinto

de los olores el olor del alba

y el olor deleitable del venado.

Entre las rayas del bambú descifro

sus rayas y presiento la osatura

bajo la piel espléndida que vibra.

En vano se interponen los convexos

mares y los desiertos del planeta;

desde esta casa de un remoto puerto

de América del Sur, te sigo y sueño,

oh tigre de las márgenes del Ganges.

 

Cunde la tarde en mi alma y reflexiono

que el tigre vocativo de mi verso

es un tigre de símbolos y sombras,

una serie de tropos literarios

y de memorias de enciclopedia

y no el tigre fatal, la aciaga joya

que, bajo el sol o la diversa luna,

va cumpliendo en Sumatra o en Bengala

su rutina de amor, de ocio y de muerte.

Al tigre de los símbolos he opuesto

el verdadero, el de caliente sangre,

el que diezma la tribu de los búfalos

y hoy, 3 de agosto del 59,

alarga en la pradera una pausada

sombra, pero ya el hecho de nombrarlo

y de conjeturar su circunstancia

lo hace ficción del arte y no criatura

viviente de las que andan por la tierra.

 

Un tercer tigre buscaremos. Este

será como los otros una forma

de mi sueño, un sistema de palabras

humanas y no el tigre vertebrado

que, más allá de las mitologías,

pisa la tierra. Bien lo sé, pero algo

me impone esta aventura indefinida,

insensata y antigua, y persevero

en buscar por el tiempo de la tarde

el otro tigre, el que no está en el verso.[12]

 

De este poema me gustaría que recordaran dos cosas que hacen muy borgiano este libro. Una, que el hecho de nombrar al tigre, «lo hace ficción del arte y no criatura». Dos, que Borges reconoce la existencia del tigre simbólico y la del tigre real. Pero no le basta. Vislumbra la existencia de otro tercer tigre, el que «no está en el verso», ni en la realidad. Sólo puede referirse al que está confuso y polimorfo en su memoria.

Volvamos a nuestro discurso. La tarea de nuestra inteligencia es dar un sentido a la información que recibimos de la realidad, expresarla y, de esa manera, apropiárnosla. Los filósofos medievales, que afinaron mucho en la descripción de nuestras operaciones mentales aunque se equivocaran en su interpretación, distinguían entre la especie impresa —lo recibido a través de los sentidos— y la especie expresa, el verbum mentis, el conocimiento, la construcción poética. El primer acto de conocimiento es identificar, dar un significado a la sensación, y convertirlo así en un significado que se puede nombrar. Es la expresión más sencilla que, como toda expresión —no olviden el verso de Borges—, penetra de irrealidad lo que nombra. Es sólo el humilde comienzo de innumerables y riquísimas arquitecturas de símbolos.

 

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Zoom: ¿qué cambia en mí cuando sé el nombre de una cosa?

Salimos al jardín. Paseamos entre los bancales floridos y me atraen los intensos colores de unas flores menudas. Nacen en corimbos, de unas plantas pequeñas, de hojas largas y minuciosamente recortadas, verde oscuro. Las flores son rojas, azules, rosas, con fuertes tonalidades y una corola blanca central. Las miro cuidadosamente para captar toda la información perceptiva que me ofrecen. Brillan alegremente bajo el sol de la mañana. Me digo a mí mismo: «Son verbenas», y me parece que, al identificarlas y ponerles un nombre, mi relación con la flor experimenta un cambio. ¿Ocurre realmente algo nuevo? ¿De dónde procede la impresión de que mediante el lenguaje poseo de otra manera lo percibido?

Lo que aparece no es una nueva información, sino una nueva manera de manejar la información. Mi conocimiento de la flor no ha aumentado: sigue frente a mí, ofrecida mansamente a mi mirada. Al proferir la palabra modifico la información perceptiva de manera que puedo manejarla con enorme soltura. Mientras que la presencia de la verbena va a acabarse en cuanto prosiga mi paseo, y su recuerdo tal vez se haga borroso, la frase «Vi unas verbenas en el jardín» puede permanecer para siempre y permitirme reactivar la experiencia siempre que quiera.

Esa es una de las definiciones de la poesía: el recuerdo empalabrado de una emoción.[13]

 

Estamos haciendo el despiece anatómico de la inteligencia. De los animales heredamos las funciones básicas: identificar patrones, asociarlos y mantener en la memoria lo asociado. El siguiente paso, ya específicamente humano, es convertir esos patrones en significados que podemos manejar fuera de la situación mediante el juego de los significantes y significados. Al hacerlo, los convertimos en útiles irreales. Al nombrar las cosas, expresamos lo que hasta ese momento habíamos elaborado en fértiles telares ocultos, y lo tenemos a nuestra disposición. Debemos fijarnos en esa expresión aparentemente inocua: «Podemos manejar los significantes y sus significados». Hemos arrebatado al estímulo la dirección de nuestra conducta, y hemos aprendido a dirigirla mediante órdenes proferidas por otra persona o por nosotros mismos.

Pero volvamos al zoom. El zoom convierte algo en significante a la espera de que le demos un significado. No es un mero aumento o acercamiento del objeto. De ser un fenómeno receptivo, se convierte en un fenómeno expresivo, expansivo, explicativo, y el resto de la galaxia «ex». Si tuviéramos el oído mental lo suficientemente fino, oiríamos aquí el «ruido de fondo del Big Bang de la especie humana». Reconozco que es una analogía excesivamente rebuscada y, si me apuran, pedante, y si he de ser sincero, inaguantable. Pero me resulta útil. En los años sesenta, dos jóvenes físicos de los laboratorios Bell —Arno Penzias y Robert Wilson— estaban instalando una antena en Holmdel (Nueva Jersey) para recibir mensajes transcontinentales. Por más que se esforzaban no podían quitar una interferencia, un ruido continuo. Al fin descubrieron el misterio: ese ruido era el eco del Big Bang, de la enorme explosión que dio origen al Universo. Lo denominaron con una frase poética: el ruido de fondo del Universo. Pues bien, en cada una de las actividades humanas podemos oír, como un inevitable ruido de fondo, el momento en que nos convertimos en creadores y dominadores de significados.

A eso se refieren los antropólogos cuando nos dicen que la inteligencia humana apareció con el pensamiento simbólico, con la capacidad de manejar signos.[14] Nuestros antecesores prehistóricos sabrían seguir las huellas de una presa, igual que los perros siguen un rastro, «arrastrados» por él. Pero en algún momento cumbre, prodigioso, el hombre se detuvo ante la huella, paró el impulso, convirtió el estímulo en objeto contemplado, y representó en su interior la presa significada por la huella. En la huella que veía, preveía el bisonte. De ese pequeño cambio van a surgir todas nuestras creaciones. En una cueva —tal vez en Puente Viesgo—, un lejano antepasado pone en el muro su mano, embadurnada de una sustancia roja, y, al retirarla, ¡oh, momento extático!, su mano se ha quedado allí, pero no se ha quedado allí, se ha duplicado, puesto que él sigue manteniendo la suya unida a su brazo. La experiencia debió de ser embriagadora. Movido por la melopea del signo, nuestro antepasado se dedicó a imprimir sus manos inútil, superflua, proliferantemente, es decir, humanamente, en la roca. Pueden verlo todavía.

La borrachera continúa. La euforia expresiva nos lleva a multiplicar los mundos. Todo puede convertirse en significante y cada significante remitir a diferentes significados. Si aprendemos a manejar los significantes, podemos, como por arte de magia, convocar los significados. Todo puede convertirse en huella que nos dirige hacia algo desconocido. San Buenaventura edificó su metafísica sobre la idea de que todas las criaturas eran «vestigios» del Creador, y que el hombre debía seguir ese rastro. Con la aparición de la inteligencia humana, la realidad se vuelve simbólica. La etimología de la palabra símbolo nos da una clave para entender este modo sorprendente de entender las cosas. El símbolo era una contraseña, una moneda partida que servía para que el poseedor de una mitad reconociera al desconocido poseedor de la mitad restante. La inteligencia, al convertir la realidad en símbolo, abre la vía a la creación de mundos. La filosofía debe explicar la genealogía de estos mundos, lo que hace cuando crea significados, cuando se convierte en fuente inagotable de novedades.

 

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Zoom sobre una palabra misteriosa: lo Abierto

Cuando decimos algo, entregamos al oyente una serie de significantes para que él les dé un significado acorde con el que quiero transmitirles. En el lenguaje cotidiano es una operación sencilla: «Buenos días, ¿qué tal estás?», «Hoy va a llover», son significantes que de puro sabidos nos parece que no exigen ninguna tarea de interpretación. Por eso, para internarnos en las complejidades de los significados, voy a hacer zoom sobre un significado peculiar dado por Rilke a un significante común: la palabra abierto (das Offene). Convierte esa vulgar palabra en concepto central de su mundo poético. El significado común es ‘lo que no está cerrado, lo que permite el paso’, pero en el «mundo de Rilke» tiene una significación especial. En la «Octava Elegía» escribe:

 

Con plenos ojos ve la criatura

lo Abierto. Nuestros ojos están vueltos

del revés, rodeando la salida,

abierta, colocados como trampas.

Sabemos lo de fuera solamente

por el rostro del animal. Ya al niño

le torcemos, obligando a que mire

ya le damos la vuelta y le obligamos a que mire

hacia sí, y no a lo Abierto,

tan profundo es el animal.

 

Los animales ven lo Abierto; en cambio, los hombres, no. También lo ven los ángeles, que en el mundo de Rilke se emparejan sorprendentemente con el animal. En cambio, los humanos vivimos siempre, dice en otro poema, en un mundo ya interpretado. No percibimos el puro existir sino significados. En una carta explica: «El animal está en el mundo, nosotros estamos frente al mundo», replegados sobre nosotros mismos:

 

No tenemos jamás, ni un solo día,

el espacio puro ante nosotros,

al que las flores se abren infinitamente.

Siempre hay mundo

y nunca ese no-lugar sin negación: lo puro,

no vigilado, que uno respira y sabe infinitamente y

no codicia.

 

Nosotros no vivimos en lo Abierto, sino en la clausura de un mundo interpretado. Esta es, sin embargo nuestra misión: dar significado a las cosas:

 

Quizá estamos aquí para decir: casa,

puente, cisterna, puerta, vaso, árbol frutal, ventana,

a lo sumo: columna, torre… pero para decir,

compréndelo,

para decir así, como ni las mismas cosas nunca

en su intimidad pensaron ser.

 

Nuestra tarea irrenunciable es dar significado y a través de ellos, vivir en la realidad… interpretada.[15]

 

4. LA REALIDAD Y LA IRREALIDAD

 

Go, go, go, said the bird: human kind

Cannot bear very much reality.

 

«¡RÁPIDO, RÁPIDO!, DIJO EL PÁJARO. Los seres humanos no pueden soportar demasiada realidad.» Este verso de Eliot describe muy bien la aventura humana. Incansablemente producen significados, objetos, innovaciones, apremiados por una urgencia incomprensible, por un barroquismo ontológico. Expresar es lo mismo que exprimir. Consiste en sacar algo de algo mediante presión, exprimirse, es decir, someter a una fuerza productiva lo que sabemos y lo que sentimos en un momento dado. La inteligencia humana es expresiva. Sólo conoce las cosas «concibiéndolas» de nuevo. Eso es lo que quiere decir la palabra concepto. Cuando sucumbimos a la tentación de pensar que nos limitamos a registrar lo que hay a nuestro alrededor, estamos reduciendo nuestra relación con la realidad al grado cero, es decir, a la expresión inerte, al lugar común, a los estereotipos expresivos que Ionesco satirizó en La cantante calva. Pero en ese nivel cero de la expresión hemos construido todo tipo de fantásticas arquitecturas expresivas.

 

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Zoom sobre los campanarios de Proust

Escribo frente a un mar encrespado. Cabalgando llegan las olas, al galope, en escuadrones desbocados. Ahora comprendo por qué los antiguos griegos creyeron que los caballos eran hijos de Poseidón, el dios de las aguas vivas. Divinizaron una metáfora perceptiva, que es el colmo de la altivez poética. Sigo con la mirada ese ir y venir que estalla bramando. Me mantengo en actitud contemplativa. Disfruto con el espectáculo. Las formas van y vienen como una música, que para el oyente es la perfección del placer pasivo. El arrullo es la música que conduce al sueño.

Pero, bruscamente, siento un deseo irreprimible de expresar lo que veo. De hacerlo mío, profiriéndolo. Es como si el oyente deseara de repente componer, cantar o bailar. Mi actitud ha cambiado. Proust contó una experiencia semejante en Du côté de chez Swann. Durante un paseo en coche de caballos le llena de exaltación la aparición y desaparición, siguiendo las vueltas y revueltas del camino, de los campanarios de unas iglesias. Entonces siente tanto deseo de escribir que pide prestado un lápiz y un papel. «Me sentí feliz, y como si fuera una gallina y acabara de poner un huevo, me puse a cantar a grito pelado.» La poesía es un modo de expresar lo contemplado. Neruda ya cantó la batalla de la espuma y la piedra que estoy viendo:

 

Con siete lenguas verdes

de siete perros verdes

de siete tigres verdes,

de siete mares verdes,

la recorre, la besa,

la humedece repitiendo su nombre.

Oh mar, así te llamas.

 

Pero no sólo la poesía expresa bellamente la realidad. También lo hace la ciencia. La mecánica de fluidos, por ejemplo, intenta expresar en una ecuación la vibrante movilidad de un torbellino. No me extraña que los físicos hablen de sus ecuaciones como de una maravillosa poesía, con criterios estéticos. A Einstein le costaba trabajo admitir que las ecuaciones de Heisenberg eran verdaderas porque le parecían muy feas. Deliciosa interferencia de los géneros. La ciencia, como la poesía, es un proyecto de expresión. La única diferencia es que el lenguaje científico tiene unos procedimientos de corroboración que la poesía no se exige. Por lo demás, a la realidad le trae sin cuidado que exista el científico o el poeta, está siempre más allá. Sólo podemos conocerla a la manera humana, inventando sistemas de conceptos para hacerla navegable, comprensible o adorable. «Poéticamente habita el hombre la tierra», dijo Hölderlin. Haciendo poesía o haciendo ciencia, añado yo. Este es el humanismo básico que engloba todas nuestras creaciones, y que deberíamos explicar a nuestros universitarios, para que la hiperespecialización no los embrutezca. Lo dicho quiere decir que, a partir de la realidad, la inteligencia emprende vuelos distintos. La misma energía creadora puede irse hacia la ciencia o hacia la poesía. A veces el lenguaje de la física integra las dos cosas. Me parece poético oír hablar del «horizonte de sucesos de un agujero negro» o de la «espuma de espines» que mencionan los defensores de la «gravedad cuántica de bucles». La física se expresa en dos lenguajes. El suyo propio es la matemática, pero también tiene que utilizar a veces el lenguaje natural, y entonces lo hace creando expresivas transgresiones semánticas, lo mismo que hace la poesía. Acabo de leer un breve artículo que tiene este delicioso título: «¿Por qué las galaxias chocan y las estrellas no?». Parece la pregunta de un niño que sueña con astronomías. Leo otro artículo que me deslumbra por su imaginería. El título es llamativo aunque contradictorio: «La muerte de las estrellas comunes». ¿Puede haber alguna que lo sea? El comienzo es digno de un gran poeta cósmico, como Neruda: «Contra el fondo negro del universo, encendidas desde dentro por estrellas esquilmadas, las nebulosas no nos muestran nuestro pasado, sino nuestro futuro». Rilke pedía al destino que nos diera a cada uno «nuestra muerte propia», que no fuera un accidente sino la culminación de una vida. Pues bien, cada estrella muere a su manera, tiene esa muerte propia que suplicaba el poeta. Las de masa muy grande estallan. Las de masa pequeña se consumen. Las primeras brillan más en su ocaso, pero «sus escombros son turbios y caóticos». Las segundas, se desvanecen en «la simetría y complejidad de las nebulosas, que son etéreas y pacíficas». Todo esto lo tomo de un artículo escrito por Bruce Balick, jefe del Departamento de Astronomía de la Universidad de Washington, y por Adam Frank, de la Universidad de Rochester. Me fascina esta poética del conocimiento. La epopeya celestial continúa: «El viento desnuda a la estrella y descubre su núcleo, aún caliente. Hay un tránsito del naranja al amarillo y después al blanco y por fin al azul. Las estrellas mueren con una simetría esférica». No me cabe duda: la astronomía tendría que escribirse en verso, como se escribieron las cosmogonías. A todos los que sientan un estremecimiento estético ante la ciencia, les recomiendo el extraño libro de Juan David García Bacca, Necesidad y azar, que habla de ciencia apoyándose en la música y en el contenido de un poema de Mallarmé: Un coup de dés jamais n’abolira le hasard. Que yo sepa, nadie ha conseguido contar y cantar como García Bacca la energía creadora que se diversifica en poesía, arte, matemática, física o filosofía.

Hoy he encontrado más alardes de poética científica en un artículo sobre física cuántica que habla de los experimentos de Alan Bishop (Los Alamos National Laboratory). La luz, en un espacio vacío, camina a la velocidad de la luz, es decir, como Dios manda. Pero se vuelve extremadamente perezosa cuando atraviesa ese exótico estado de la materia que se llama condensado de Bose-Einstein. Si lo he entendido bien, modulando un láser se puede «sosegar la luz» —otra bellísima expresión— e incluso detenerla. En ese momento, durante una milésima de segundo, mantiene la información, antes de extinguirse. «Luz detenida.» Esto ya no es una expresión poética, es la definición misma de poesía. Etcétera, etcétera, etcétera.[16]

 

 

Expresamos la realidad de múltiples maneras. Las expresiones poéticas de los astrónomos se diferencian de las expresiones poéticas de los poetas en que estos quieren convertir la realidad en fuente de emociones y aquellos, en fuente de verdades. La filosofía permite anular la oposición entre ciencias y humanidades porque considera a ambas fenómenos expresivos de la inteligencia, que encuentran en ella su última justificación.

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