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A las propias cosas

 

 

En el que conocemos a los fenomenólogos.

 

 

La búsqueda de la fenomenología por parte de Sartre le llevó a Berlín, pero habría encontrado el feudo de los fenomenólogos en una ciudad más pequeña y más cerca de su casa: Friburgo-im-Breisgau, en el rincón suroccidental de Alemania, justo al otro lado de la frontera francesa.

Con el Rin separándola de Francia por el oeste y la oscura Selva Negra cobijándola al este, Friburgo era una ciudad universitaria de unos 100.000 habitantes, una población a menudo aumentada por excursionistas o esquiadores que pasaban por allí de camino a sus vacaciones en la montaña, algo que estaba muy de moda en los años veinte y treinta. Ellos animaban las calles de Friburgo con sus botas con tachuelas y sus rodillas bronceadas y tirantes bordados de vivos colores, así como los bastones que llevaban incrustadas chapas de metal mostrando qué rutas habían conquistado ya.[1] Además de ellos y de los estudiantes, los habitantes más tradicionales de Friburgo pasaban su vida rodeados por elegantes edificios universitarios y una esbelta catedral, con su torre de arenisca perforada como de encaje y de un color rosado y resplandeciente al sol crepuscular. Hacia las afueras, los barrios residenciales trepaban por las colinas circundantes, especialmente en el enclave septentrional de Zähringen, donde muchos profesores universitarios tenían casas en las empinadas calles.

Era una ciudad devotamente católica e intelectual, con una actividad estudiosa que giraba en torno a su seminario y su universidad. Esta última contaba con un círculo muy influyente en el departamento filosófico: los fenomenólogos. Inicialmente esta palabra hacía referencia a los seguidores de Edmund Husserl, que se hizo cargo de la cátedra de filosofía de Friburgo en 1916. Con él se llevó a discípulos y estudiantes, y reclutó a alguno más, de modo que Friburgo siguió siendo un centro para su trabajo mucho después de su jubilación formal, en 1928. Un estudiante, Emmanuel Levinas, la apodó la «Ciudad de la Fenomenología». Levinas era un brillante y joven judío lituano cuyo libro Sartre compraría después en París. Su trayectoria fue la típica de muchos conversos a la fenomenología. Había estado estudiando Filosofía justo al otro lado de la frontera, en Estrasburgo, en 1928, cuando vio a alguien en la ciudad leyendo un libro de Husserl. Intrigado, lo leyó también, e inmediatamente pidió el traslado para poder estudiar con Husserl en persona. Esto cambió toda su forma de pensar. Escribió: «Para los jóvenes alemanes a los que conocí en Friburgo, esa nueva filosofía era más que una teoría, era un nuevo ideal de vida, una nueva página de la historia, casi una nueva religión».[2]

Sartre podía haberse convertido en un adepto tardío a esa banda, también. Si hubiera ido a Friburgo, quizá le hubiese dado por hacer excursiones o esquiar, y se habría convertido en un esbelto hombre de montaña, en lugar del «pequeño Buda»[3] en el que dice que se convirtió durante el año que pasó bebiendo cerveza y comiendo bollitos en Berlín. Por el contrario, se quedó en el Instituto Francés de la capital leyendo libros de los fenomenólogos, Husserl por encima de todo, y aprendiendo los difíciles términos alemanes a medida que lo hacía. Pasó el año formulando sus ideas «a expensas de Husserl», como diría más tarde, pero nunca conoció al maestro en persona.[4] Husserl probablemente no supo tampoco ni una palabra de él. Quizá fuera lo mejor, ya que probablemente no se habría sentido demasiado impresionado por el brebaje poco habitual que el joven existencialista francés compondría con sus ideas.

 

 

Si hubiésemos podido hacer como discípulos lo que hizo Levinas, y apuntarnos a las clases de Husserl en Friburgo, a finales de la década de 1910 y en los veinte, al principio nos habríamos sentido decepcionados. Ni su aspecto ni su discurso parecían los de un gurú, ni tampoco del fundador de un gran movimiento filosófico. Era tranquilo, con gafas de metal redondas y aspecto delicado. En su juventud tenía un pelo suave, rizado y rubio que pronto fue escaseando hasta dejar una cabeza calva sobre un rostro con mostacho y una barba pulida.[5] Cuando hablaba, acompañaba sus palabras con meticulosos gestos de las manos: una persona que asistió a una conferencia de Husserl dijo que le recordaba a un «relojero que se hubiera vuelto loco». Otro testigo, el filósofo Hans-Georg Gadamer, notó que «los dedos de la mano derecha rodeaban la palma plana de la izquierda con un movimiento lento, giratorio», mientras Husserl enumeraba cada punto, como si estuviera dando la vuelta a la idea en su palma para mirarla desde distintos ángulos.[6] En un fragmento de película muy breve que ha sobrevivido de él, de anciano, en 1936, caminando por un jardín con su hija, se le ve moviendo la mano arriba y abajo mientras habla.[7] El mismo Husserl era consciente de su tendencia a compulsiones repetitivas: solía decirle a la gente que de niño le regalaron un cortaplumas como regalo y le encantó, pero lo afilaba tan obsesivamente que hizo desaparecer por completo la hoja, y solo le quedó el mango. «Me pregunto si mi filosofía no será un poco como ese cortaplumas», reflexionaba.[8]

 

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Edmund Husserl, 1932 (Keystone France/Gamma-Keystone/Getty Images)

 

De niño no estaba nada claro que sus talentos fueran a residir en la filosofía. Nacido el 8 de abril de 1859 en la ciudad morava de Prostejov (o Prossnitz para un hablante de alemán como él; ahora se encuentra en la República Checa). Husserl venía de una familia judía, pero se convirtió al luteranismo de joven. Su carrera escolar no fue especialmente distinguida. Un antiguo compañero de colegio suyo le contó a un biógrafo que el joven Husserl tenía «la costumbre de quedarse dormido durante las clases, y era necesario que uno de nosotros le diera un empujón para despertarlo. Cuando el profesor le llamaba, se ponía en pie soñoliento, bostezaba y le miraba con los ojos muy abiertos. Una vez bostezó con tanta fuerza que se le desencajó la mandíbula inferior».[9] Pero eso solo ocurría cuando a Husserl no le interesaba el tema. Estaba más alerta en su clase favorita de aquel entonces, la de matemáticas, y fue a estudiarlas en la universidad de Leipzig. Pero un compañero moravo que trabajaba allí, Tomáš Masaryk (posteriormente, presidente de Checoslovaquia) persuadió a Husserl de que le acompañara a la universidad de Viena a asistir a las clases de un carismático profesor de filosofía llamado Franz Clemens Brentano.[10] Pasó dos años en Viena desde 1884, y quedó tan seducido por Brentano que decidió dedicar su vida a la filosofía. A partir de entonces no se volvió a dormir en el trabajo.

Brentano era el tipo de profesor que podía obrar semejantes milagros. Antiguo sacerdote muy versado en la filosofía aristotélica, había abandonado el sacerdocio y perdido un primer trabajo como profesor por cuestionar la nueva doctrina de la Iglesia sobre la infalibilidad papal, que consideraba indefendible. Al quedarse sin empleo, Brentano pasó un año viajando por Europa y aprendiendo otras ideas, incluyendo las del nuevo campo de la psicología experimental, y decidió que la filosofía tradicional necesitaba adquirir nuevo vigor a partir de esas fuentes. Entonces empezó a enseñar de nuevo en la universidad de Viena, mucho más abierta. Allí, animaba a los alumnos a romper con la tradición, a criticar a los grandes filósofos del pasado y a pensar por sí mismos, teniendo cuidado al mismo tiempo de ser muy metódicos. Esa fue la combinación que galvanizó a Husserl. Armado con las innovaciones de Brentano, se embarcó en su propio trabajo filosófico.

Siguió un periodo largo y difícil en el cual Husserl poco a poco fue construyendo su carrera como Privatdozent o tutor universitario no pagado, sobreviviendo con los honorarios percibidos por trabajos por cuenta propia, una ruta habitual en la vida académica alemana. Pronto tuvo una familia que mantener, al casarse con Malvine Steinschneider, otra judía conversa al protestantismo de su ciudad natal, con la que tuvo tres hijos. Mientras tanto encontró tiempo también para publicar obras de filosofía cada vez más innovadoras, sobre todo Investigaciones lógicas en 1900-1901 e Ideas en 1913. Estas obras le dieron a conocer: consiguió un trabajo pagado en Gotinga y entonces, al fin, se hizo cargo de la cátedra de Filosofía en Friburgo, que a partir de entonces sería su hogar.

Husserl llegó a Friburgo en plena primera guerra mundial, en 1916, y fue un año terrible para su familia. Los tres hijos de Husserl, ya adultos, se unieron a la campaña bélica: la hija, Elli, trabajaba en un hospital de campaña, mientras los dos hijos luchaban en el frente. El mayor, Gerhart, fue gravemente herido, pero sobrevivió. El más joven, Wolfgang, murió en Verdún, el 8 de marzo de 1916, a los veinte años. Husserl, que era dado a los episodios depresivos, cayó en uno de sus peores periodos de desesperación.[11]

Normalmente salía de la depresión trabajando con frenesí, a veces escribiendo grandes tratados en solo unas pocas semanas. Esta vez era mucho peor. Sin embargo, tenía muchas cosas que podían distraerle en Friburgo. Además de escribir y las clases, ahora tenía un entorno de discípulos que formaban una especie de laboratorio para Husserl. Nos imaginamos un batallón de fenomenólogos con batas blancas trasteando en unas mesas de trabajo, pero sobre todo sus experimentos adoptaban la forma de escritos, clases y proyectos de investigación personales. Editaban un anuario en el cual publicaban textos fenomenológicos, y daban clases básicas en la universidad (la «guardería fenomenológica», como la llamaba una de sus ayudantes más importantes, Edith Stein). Stein se quedó asombrada ante la extrema devoción que esperaba Husserl de ella y de otros colegas. Solo exageraba un poco cuando una vez le dijo a una amiga, en broma: «Me tengo que quedar con él hasta que me case; entonces, solo podré aceptar a un hombre que se convierta también en ayudante suyo, y lo mismo ocurrirá con los niños».[12]

Husserl tenía que ser posesivo con sus mejores seguidores porque solo unos pocos (Stein entre ellos) dominaban el arte de leer sus manuscritos. Usaba su propia adaptación de una forma popular de taquigrafía, el sistema Gabelsberger, y llenaba miles de páginas con su curiosa escritura en un minúsculo frenesí. A pesar de la precisión de sus modales, no era ordenado en la escritura. Dejaba viejos proyectos descartados como virutas cuando se ponía con alguno nuevo, que a su vez no terminaba tampoco. Sus ayudantes trabajaban para transcribir sus borradores y extraer de ellos sus argumentos, pero cada vez que le devolvían a él un documento para que lo revisara, lo reescribía como si fuera una obra nueva. Siempre quería llevar su pensamiento a un lugar más sorprendente y difícil, a un lugar todavía no explorado. Su alumno (y después traductor) Dorion Cairns recordaba que Husserl decía que su objetivo era siempre trabajar en cualquier tema que le pareciese «el más angustioso e incierto» en cualquier momento... de esos que le llenaban de ansiedad y dudas.[13]

La filosofía de Husserl se convirtió en una disciplina agotadora pero emocionante en la cual había que renovar constantemente la concentración y el esfuerzo. Para practicarla, escribió, «es necesaria una nueva forma de ver las cosas»..., una forma que nos devuelve una y otra vez a nuestro proyecto, para «ver lo que está ante nuestros ojos, distinguirlo, describirlo». Ese era el estilo de trabajo normal de Husserl. También era una definición perfecta de la fenomenología.[14]

 

 

Así que, ¿qué es exactamente la fenomenología? Esencialmente, es un método más que un conjunto de teorías, y (a riesgo de simplificar exageradamente) su enfoque básico se puede transmitir a través de dos palabras: DESCRIBID FENÓMENOS.

La primera parte está bastante clara: el trabajo de un fenomenólogo consiste en «describir». Esa es la actividad que Husserl recordaba a sus estudiantes que hicieran constantemente. Eso significaba que debían eliminarse las distracciones, hábitos, tópicos de pensamiento, presunciones e ideas preconcebidas para poder volver la atención a lo que él llamaba las «propias cosas». Debemos fijar nuestra mirada en ellas y captarlas exactamente como aparecen, en lugar de como pensamos que deberían ser.

Las cosas que describimos con tanto cuidado se llaman phenomena (fenómenos), el segundo elemento de la definición. La palabra «fenómeno» tiene un sentido especial para los fenomenólogos: denota cualquier cosa, objeto o hecho corriente tal y como se presenta a mi experiencia, en lugar de como es o deja de ser en realidad.

Como ejemplo tomemos una taza de café. (A Husserl le gustaba el café: mucho antes de que Aron hablase de la fenomenología de los cócteles de albaricoque, Husserl le decía a los alumnos de sus seminarios: «Traedme un café para que pueda hacer fenomenología con él».)[15]

¿Qué es, pues, una taza de café? Se podría definir en función de su química y de la botánica de la planta de café, y añadir un resumen de cómo se cultivan y se exportan los granos, cómo se muelen, cómo se introduce agua caliente a presión a través del polvo resultante y luego se vierte en un recipiente con una forma determinada para poder servirlo a un miembro de la especie humana, que lo ingiere. Se podía analizar el efecto de la cafeína en el cuerpo, o discutir sobre el comercio internacional del café. Se podría llenar una enciclopedia entera con todos esos hechos y, sin embargo, yo no estaría mucho más cerca de decir lo que es esta taza de café en particular que tengo delante. Por otra parte, si voy por el otro lado y conjuro una serie de asociaciones puramente personales y sentimentales, como hizo Marcel Proust al mojar la magdalena en el té y luego escribir siete tomos sobre ese hecho, eso no me permitiría tampoco comprender esta taza de café como un fenómeno dado inmediato.

Por el contrario, esta taza de café es un rico aroma, a la vez terrenal y perfumado; es el movimiento perezoso de un arabesco de vapor que se eleva de su superficie. Al llevármelo a los labios, es un líquido que se mueve de forma plácida, y un peso en mi mano, dentro de su taza de grueso borde. Es una calidez que se aproxima, luego un intenso y oscuro sabor en la lengua, empezando con una pequeña y austera conmoción y luego relajándose en una calidez cómoda, que se extiende desde la taza a mi cuerpo, trayéndome la promesa de una actitud alerta, reconfortante y duradera. La promesa, las sensaciones anticipadas, el olor, el color y el sabor, todo forma parte del café como fenómeno. Todo ello emerge para ser experimentado.

Si yo tratara todos esos elementos como algo puramente subjetivo que hay que eliminar para ser «objetiva» con mi café, encontraría que ahí no queda nada de mi taza de café como fenómeno... es decir, como aparece en mi experiencia de bebedora de café. Esa taza de café experimentada es de la única que puedo hablar con certeza, mientras todo lo demás, lo que tiene que ver con el cultivo del grano y con la química, es de oídas. A lo mejor es muy interesante, pero es irrelevante para un fenomenólogo.

Husserl, por tanto, dice que para describir fenomenológicamente una taza de café, debería dejar a un lado tanto las suposiciones abstractas como cualquier asociación emocional intrusiva. Entonces podría concentrarme en el fenómeno oscuro, rico y fragante que tengo ante mí ahora mismo. Ese «dejar a un lado» o «poner entre paréntesis» los añadidos especulativos es lo que Husserl llama epoché, una suspensión general del juicio sobre el mundo. Husserl a veces se refiere a ello como una «reducción» fenomenológica: el proceso de ir filtrando las teorizaciones añadidas sobre lo que el café es «realmente», de modo que solo nos quedamos con el sabor intenso e inmediato: el fenómeno.

El resultado es una gran liberación. La fenomenología me libera para hablar de mi café experimentado como tema serio de investigación. De la misma manera, me libera para hablar de muchas cosas que aparecen solo cuando se discute de ellas fenomenológicamente. Un ejemplo obvio, cercano al caso del café, es la cata de vinos experta, una práctica fenomenológica como no hay otra, y en la cual la capacidad tanto de discernir como de describir cualidades experienciales es igual de importante.

Hay muchos temas parecidos. Si quiero hablarles de una música que me parece estremecedora, la fenomenología me permite describirla como una música conmovedora, en lugar de una serie de vibraciones de unas cuerdas y unas relaciones matemáticas entre notas a las cuales he adherido una emoción personal. La música melancólica es melancolía, un aria dulce es verdaderamente dulce; esas descripciones son fundamentales para lo que es la música. En realidad, hablamos de la música fenomenológicamente todo el tiempo. Incluso cuando describimos que una secuencia de notas «suben» o «bajan», eso tiene menos que ver con lo que están haciendo las ondas de sonido (que se están volviendo más o menos frecuentes, o son más largas o más cortas) que con la influencia que tiene la música en mi mente. Oigo las notas subiendo por una escalera invisible. Casi me levanto de la silla físicamente al escuchar La ascensión de la alondra de Ralph Vaughan Williams; toda mi alma emprende el vuelo. No soy yo: se trata de la música.[16]

La fenomenología es útil para hablar de experiencias religiosas o místicas: podemos describirlas tal y como las sentimos interiormente sin tener que probar que representan adecuadamente el mundo. Por motivos similares, la fenomenología ayuda a los médicos. Hace posible considerar síntomas médicos tal y como los experimenta el paciente, en lugar de considerarlos exclusivamente como procesos físicos. Un paciente puede describir un dolor difuso o agudo, o una sensación de pesadez o de aletargamiento, o la vaga inquietud de un estómago alterado. Los amputados a menudo sufren de sensaciones «fantasma» en la zona del miembro perdido; la fenomenología permite que se analicen esas sensaciones. El neurólogo Oliver Sacks comentó todas esas experiencias en su libro de 1984 Con una sola pierna, sobre su recuperación de una grave herida en la pierna. Mucho después de que se hubiese curado el dolor físico, notaba la pierna separada de él, como si fuera de cera: podía moverla, pero no le parecía que fuera suya desde el interior. Después de mucha fisioterapia volvió a la normalidad, pero de no haber sido capaz de convencer a sus médicos de que la sensación era importante fenomenológicamente, y que correspondía a su estado, en lugar de ser una simple extrañeza personal, quizá no hubiese recibido esa terapia y no habría recuperado nunca el control pleno de su pierna.[17]

En todos esos casos, el «poner entre paréntesis» husserliano o epoché permite a los fenomenólogos ignorar temporalmente la pregunta: ¿pero esto es real?, para inquirir cómo experimenta una persona su propio mundo. La fenomenología da un modo formal de acceso a la experiencia humana. Permite a los filósofos hablar de la vida más o menos como lo hacen los no filósofos, y al mismo tiempo ellos siguen pudiendo decirse que están siendo metódicos y rigurosos.

El asunto del rigor es crucial; nos devuelve a la primera mitad de la orden «describid fenómenos». Un fenomenólogo no puede escuchar una pieza musical y decir: «¡Qué bonita!». Debe preguntarse: ¿es quejosa? ¿Es digna? ¿Es colosal y sublime? El tema es remontarse a las «propias cosas», despojando los fenómenos de su bagaje conceptual, para desechar materiales débiles o extrínsecos y llegar al corazón de la experiencia. Nunca acabaríamos de describir adecuadamente una taza de café. Sin embargo, es una tarea liberadora: nos devuelve el mundo en el que vivimos. Funciona con mayor efectividad en aquellas cosas en las que normalmente no pensamos como material para la filosofía: una bebida, una canción melancólica, un paseo en coche, un atardecer, un estado de ánimo incómodo, una caja con fotos, un momento de aburrimiento. Restaura ese mundo personal con toda su riqueza, arreglado en torno a nuestra perspectiva, y sin embargo normalmente no percibido, como el aire.

Hay otro efecto colateral: en teoría, debería liberarnos de ideologías, políticas o de cualquier otro tipo. Al obligarnos a ser leales con la experiencia y esquivar a autoridades que intenten influir en cómo interpretamos la experiencia, la fenomenología tiene la capacidad de neutralizar todos los «ismos» a su alrededor, desde el cientificismo al fundamentalismo religioso, el marxismo o el fascismo. Todos ellos deben quedar a un lado en la epoché, porque no tienen nada que hacer a la hora de introducirse en las propias cosas. De ese modo, la fenomenología adquiere un filo sorprendentemente revolucionario, si se hace correctamente.

No es de extrañar que la fenomenología pueda resultar tan emocionante. Podría ser también desconcertante, y a menudo era un poco ambas cosas. Una mezcla de emoción y extrañeza se hacía evidente en la respuesta de un joven alemán que descubrió la fenomenología en sus primeros años: Karl Jaspers. En 1913 trabajaba como investigador en el Hospital Clínico de Psiquiatría de Heidelberg, habiendo elegido la psicología en lugar de la filosofía porque le gustaba su enfoque concreto y aplicado. La filosofía le parecía que había extraviado su camino, mientras que la psicología producía resultados concretos con sus métodos experimentales. Pero comprobó que la psicología era demasiado profesional: carecía de las grandes ambiciones de la filosofía. Jaspers no estaba satisfecho con ninguna de las dos. Entonces oyó hablar de la fenomenología, que ofrecía lo mejor de ambas: un método aplicado, combinado con el objetivo filosófico elevado de comprender el conjunto de la vida y la experiencia. Escribió una carta entusiasta a Husserl, pero en ella admitía que no estaba demasiado seguro de lo que era la fenomenología. Husserl le escribió a su vez: «Está usando usted el método a la perfección. Siga avanzando. No tiene que saber lo que es, se trata de un asunto realmente difícil».[18] En una carta a sus padres, Jaspers especulaba con la posibilidad de que Husserl tampoco supiera en realidad lo que era la fenomenología.

Sin embargo, todas esas incertidumbres no podían invalidar su emoción. Como toda filosofía, la fenomenología hacía grandes exigencias a aquellos que la practicaban. Requería «una forma de pensar diferente»,[19] escribió Jaspers, «una forma de pensar que, al saber, me recuerda, me despierta, me lleva a mí mismo, me transforma». Podía hacer todo eso y además dar resultados.

 

 

Además de asegurar que podían transformar nuestra manera de pensar en la realidad, los fenomenólogos prometían cambiar la manera de pensar en nosotros mismos. Creían que no deberíamos intentar averiguar lo que es la mente humana, como si fuera algún tipo de sustancia. Por el contrario, deberíamos considerar lo que hace y cómo capta sus experiencias.

Husserl había recogido esta idea de su antiguo profesor Franz Brentano, de los días de Viena. En un breve párrafo de su libro Psychology from an Empirical Standpoint (Psicología desde un punto de vista empírico) Brentano proponía que debíamos aproximarnos a la mente en términos de sus «intenciones», una palabra engañosa, que parece que quiere decir propósitos deliberados. Por el contrario, lo que quiere decir es alcanzar o esforzarse en general, de la raíz latina intendo, que significa estirarse hacia algo. Para Brentano, ese esforzarse por alcanzar los objetos es lo que hace nuestra mente todo el tiempo. Nuestros pensamientos son invariablemente de algo o sobre algo, escribía: en el amor, algo es amado; en el odio, se odia algo; en el juicio, se afirma o se niega algo.[20] Incluso cuando me imagino un objeto que no está presente, mi estructura mental sigue siendo la de la «about-ness» o «of-ness» (contenido, temática o alusividad). Si sueño que un conejo blanco pasa corriendo a mi lado y mira su reloj de bolsillo, estoy soñando con mi fantástico conejo soñado. Si levanto la vista hacia el techo intentando comprender la estructura de la conciencia, estoy pensando en la estructura de la conciencia. Excepto en el sueño más profundo, mi mente está siempre comprometida en esta «aboutness»; tiene una «intencionalidad». Habiendo tomado el germen de todo esto de Brentano, Husserl lo convirtió en el centro de toda su filosofía.

Inténtelo: si intenta quedarse sentado dos minutos y no pensar en nada, probablemente empezará a comprender por qué la intencionalidad es tan fundamental para la existencia humana. La mente corre por ahí como una ardilla que va buscando comida en un parque, recogiendo cosas aquí y allá por turno en una pantalla telefónica relampagueante, una señal distante en la pared, un tintineo de copas, una nube que parece una ballena, el recuerdo de algo que nos dijo un amigo ayer, un dolorcillo en la rodilla, un plazo que debemos cumplir, una vaga esperanza de buen tiempo más tarde, el tictac de un reloj. Algunas técnicas de meditación orientales apuntan a tranquilizar a esa criatura escurridiza, pero la extrema dificultad que ello supone nos demuestra lo antinatural que es estar mentalmente inerte. Si la dejas a su aire, la mente corre en todas direcciones mientras está despierta... e incluso sigue haciéndolo en la fase de los sueños, cuando está dormida.

Entendida de esa manera, la mente apenas es nada en absoluto: es solo su «aboutness». Eso hace que la mente humana (y posiblemente algunas mentes animales) sean distintas de cualquier otra entidad que se da naturalmente. No hay nada más que trate tan completamente de cosas como la mente: incluso un libro solo nos revela de qué trata si alguien lo coge y lo hojea; de otro modo, es simplemente un dispositivo de almacenamiento. Pero una mente que no está experimentando nada, ni imaginando nada, ni especulando acerca de nada, difícilmente se puede decir que sea una mente en absoluto.

Husserl vio en la idea de intencionalidad una forma de eludir dos grandes rompecabezas sin resolver de la historia filosófica: la cuestión de qué objetos «son» realmente, y la cuestión de lo que la mente «realmente» es. Al hacer la epoché y poner entre paréntesis toda consideración de realidad de ambos temas, uno queda libre de concentrarse en la relación que queda en medio. Se pueden aplicar las energías descriptivas que tenemos al interminable baile de la intencionalidad que tiene lugar en nuestras vidas: el torbellino de nuestras mentes cuando atrapan los fenómenos al vuelo, uno tras otro, y los arrojan al suelo sin parar, mientras suena la música de la vida.

Tres ideas sencillas —descripción, fenómeno, intencionalidad— proporcionaron la inspiración suficiente para mantener ocupados a salas enteras llenas de husserlianos en Friburgo durante décadas. Con toda la existencia humana esperando nuestra atención, ¿cómo podíamos quedarnos sin nada que hacer?

 

 

La fenomenología husserliana nunca tuvo la influencia de masas del existencialismo sartreano, al menos no directamente, pero fue un terreno abonado que alimentó a Sartre y otros existencialistas para que pudieran escribir con espíritu aventurero de todas las cosas, desde camareros de café a árboles o pechos. Leyendo los libros de Husserl en Berlín en 1933, Sartre desarrolló su interpretación atrevida de ellos, poniendo especial énfasis en la intencionalidad y en cómo saca la mente fuera, hacia el mundo y sus cosas. Para Sartre, esto otorga a la mente una libertad inmensa. Si no somos nada excepto aquello en lo que pensamos, entonces ninguna «naturaleza interior» puede retenernos. Somos proteicos. Dio a esta idea un maquillaje sartreano en un breve artículo que empezó a escribir en Berlín pero que no se publicó hasta 1939. «Una idea fundamental de la fenomenología de Husserl: la intencionalidad».

Los filósofos del pasado, escribía, se habían quedado atascados en el modelo «digestivo» de conciencia: pensaban que percibir algo era dibujarlo en nuestra propia sustancia, como una araña que cubre a un insecto con su propia saliva para disolverlo. Por el contrario, según la intencionalidad de Husserl, ser consciente de algo es estallar...

 

luchar consigo mismo desde una intimidad húmeda, gástrica, y volar desde allí, más allá de uno mismo, hacia lo que no es uno mismo. Para volar hacia allí, hacia el árbol y luego fuera del árbol, porque este me elude y me repele y no puedo perderme más a mí mismo en este de lo que este puede disolverse en mí: fuera de él, fuera de mí mismo... Y en ese mismo proceso, la conciencia queda purificada y se vuelve tan clara como una fuerte ráfaga de viento. Ya no hay nada más excepto el propio impulso de volar, un deslizamiento fuera de uno mismo. Si, cosa imposible, se pudiera «entrar» en una conciencia, te arrebataría un torbellino y te arrojaría hacia fuera, hacia donde está el árbol y está el polvo, porque la conciencia no tiene «interior». Es simplemente el exterior de sí misma, y ese es su vuelo absoluto, esa negativa a ser sustancia, lo que la constituye como conciencia. Imaginad ahora una serie de estallidos relacionados entre sí que nos liberasen de nosotros mismos, que ni siquiera dejasen a un «nosotros mismos» el tiempo suficiente para formarse detrás de ellos, sino que más bien nos arrojasen hacia fuera, más allá de ellos, hacia el seco polvo del mundo, hacia la áspera tierra, entre las cosas. Imaginad que nos hemos visto arrojados de esa manera, abandonados por nuestra verdadera naturaleza en un mundo indiferente, hostil, resistente. Si lo hacéis, habréis captado el profundo significado del descubrimiento que Husserl expresa en su famosa frase: «Toda conciencia es conciencia de algo».

 

Para Sartre, si intentamos encerrarnos dentro de nuestra propia mente, «en una bonita y acogedora habitación con los postigos cerrados», dejamos de existir. No hay hogar acogedor: la verdadera definición de lo que somos es estar fuera, en un camino polvoriento.[21]

El don de Sartre para las metáforas sorprendentes hace que ese artículo suyo sobre la «intencionalidad» sea la introducción más legible a la fenomenología que se haya escrito nunca, y una de las más breves. Ciertamente, se lee mucho mejor que cualquier cosa que escribiera Husserl. Sin embargo, por aquel entonces Sartre ya era consciente de que Husserl posteriormente se había apartado de esa interpretación volcada hacia el exterior de la intencionalidad.[22] Había llegado a verlo de una manera distinta, como una operación que volvía a colocar de nuevo todo en el interior de la mente, después de todo.

 

 

Husserl había considerado hacía mucho tiempo la posibilidad de que todo este baile intencional se pudiera comprender fácilmente como algo que ocurría en el «interior» del reino interno de una persona. Como la epoché suspendía las preguntas sobre si las cosas eran reales o no, nada se interponía en el camino de esa interpretación. Real, no real; interior, exterior... ¿qué diferencia hay? Reflexionando sobre esto, Husserl empezó a convertir su fenomenología en una rama del «idealismo», la tradición filosófica que negaba la realidad externa y lo definía todo como una especie de alucinación privada.

Lo que llevó a Husserl a hacer esto en las décadas de 1910 y 1920 fue su anhelo de certeza. Quizá no se pudiera estar seguro de muchas cosas en este mundo, pero uno sí que podía estar seguro de lo que pasaba en el interior de su propia cabeza. En una serie de conferencias en París, en febrero de 1929, a la que asistieron muchos jóvenes filósofos franceses (aunque Sartre y Beauvoir se la perdieron), Husserl expuso esa interpretación idealista y señaló que aquello le llevaba muy cerca de la filosofía de René Descartes, que había dicho: «Pienso, luego existo», un punto de partida introspectivo como pocos. Cualquiera que desee ser filósofo, decía Husserl, debe al menos intentar una vez hacer lo que hizo Descartes: «retirarse hacia sí mismo»,[23] y empezar todo desde el principio, con unos determinados cimientos. Concluía sus conferencias citando a san Agustín:

 

No desees salir; vuélvete hacia el interior.

La verdad reside en el hombre interior.[24]

 

Husserl más tarde experimentaría otro cambio, volviéndose de nuevo hacia el exterior compartido con otras personas, en una rica mezcla de experiencias corporales y sociales. En sus últimos años, hablaría menos de la interiorización de Descartes y san Agustín, y más del «mundo» en el que ocurren las experiencias. Por el momento, sin embargo, miraba hacia el interior casi exclusivamente. Quizá las crisis de los años de la guerra hubieran intensificado su deseo de una zona privada e intacta, aunque las primeras agitaciones precedían en el tiempo a la muerte de su hijo en 1916, y las últimas continuarían durante largo tiempo después de ella. Hasta el día de hoy se sigue debatiendo si los cambios de dirección de Husserl fueron significativos, y lo lejos que llegaría su giro idealista.

Husserl, ciertamente, se volvió lo bastante idealista durante su largo reinado en Friburgo para que se distanciaran de él unos pocos discípulos clave. Entre los primeros que se quejaron estuvo Edith Stein, poco después de terminar su tesis doctoral sobre la fenomenología de la empatía, un tema que la llevó a buscar conexiones y vínculos entre personas en un entorno exterior compartido, no retirado y solitario. Ya en 1917, Husserl y ella habían tenido una larga discusión sobre el tema, ella sentada en el «querido sofá de cuero viejo» donde normalmente se sentaban sus favoritos en su despacho.[25] Discutieron durante dos horas sin llegar a ningún acuerdo, y poco después Stein dimitió como ayudante suya y abandonó Friburgo.

Ella tenía otros motivos para irse: quería más tiempo para su propio trabajo, que las exigencias de Husserl dificultaban mucho. Desgraciadamente, tuvo que luchar mucho para conseguir otro puesto. Primero le impidieron obtener un puesto formal en la universidad de Gotinga porque era una mujer. Luego, cuando surgió otra oportunidad en Hamburgo,[26] ella ni siquiera lo solicitó porque estaba segura de que su origen judío sería un problema: el departamento ya tenía dos filósofos judíos y ese parecía ser el límite. Volvió a su ciudad natal, Breslavia (ahora Wrocław, en Polonia) y trabajó allí en su tesis. También se convirtió al catolicismo después de leer la autobiografía de santa Teresa de Ávila, y en 1922 se hizo monja carmelita... una transformación radical. La orden le otorgó una dispensa especial para continuar sus estudios y para hacerse traer libros de filosofía.[27]

Mientras tanto, en Friburgo, su partida dejó un hueco en el grupo de Husserl. En 1918 (todavía mucho antes de que Sartre hubiera oído hablar de ellos o pensara siquiera en ir a Alemania) aquel hueco lo llenó otro joven fenomenólogo muy impresionante. Se llamaba Martin Heidegger, y resultaría mucho más problemático para el maestro que la directa y rebelde Edith Stein.

Si Sartre hubiera ido a Friburgo en 1933 y hubiera conocido tanto a Husserl como a Heidegger, su pensamiento quizá habría seguido un rumbo muy distinto.