EN BUSCA DE UN LUGAR EN LA HISTORIA

Persona relevante como fue, tanto en el terreno de la política como de la cultura, Marco Tulio Cicerón mereció la atención de sus contemporáneos y de historiadores posteriores. A Plutarco, polígrafo griego del siglo II d.C. originario de Queronea, debemos la única biografía conservada del Arpinate. Incluida dentro de su serie de Vidas paralelas, Plutarco, con el tono moralizante que le caracterizaba, consideró oportuno comparar la vida de Cicerón con la de otro famoso orador, el ateniense Demóstenes, en cuyo espejo se miró en ocasiones nuestro protagonista, hasta el punto de sugerir que Filípicas sería el título adecuado para los discursos que pronunció ante el pueblo y en el Senado en los últimos meses de su vida, al igual que Demóstenes había denominado sus arengas contra el rey Filipo II de Macedonia en el siglo IV. Si, desde la perspectiva ciceroniana, el orador griego había luchado por salvar Atenas de la tiranía del rey macedonio, del mismo modo Cicerón intentaba defender Roma del, en su opinión, gobierno despótico del cesariano Marco Antonio.

La de Plutarco no fue, sin embargo, la única biografía escrita en la Antigüedad sobre Cicerón. El liberto Tirón, su secretario, persona de confianza y consejero en el ámbito literario, escribió asimismo una biografía tras la muerte de su patrono. De ella no se conserva nada, aunque se puede presumir que sería elogiosa y estaría bien documentada, teniendo en cuenta la estrecha relación que existió entre ambos. No es fácil saber en qué medida llegó a difundirse esta biografía y pudo influir en autores posteriores, pero al menos Plutarco la cita como una de sus fuentes de información.

Persona culturalmente inquieta, Tirón, al que se atribuye la invención de un sistema de taquigrafía, permaneció al lado de Cicerón prácticamente durante toda su vida, primero como esclavo y luego como liberto a partir de su liberación en el año 53, momento en el cual adoptó el prenombre y el nombre de su protector y pasó a llamarse oficialmente Marco Tulio Tirón. Entre patrono y esclavo debió de crecer progresivamente una auténtica amistad, a pesar de la radical diferencia de estatus jurídico entre ambos. Tirón era el encargado de poner por escrito las palabras de Cicerón, tanto las que formaban parte de su copiosa correspondencia, como las que componían sus obras literarias. Necesariamente esto hubo de traducirse en la existencia entre ellos de una confianza mutua y de una estrecha intimidad intelectual, hasta hacer de Tirón, en la sombra, un hombre fundamental en la vida de Cicerón. Debía de tratarse por lo demás de una persona especialmente querida en el seno de la familia Tulia, porque, cuando Tirón fue liberado de su condición de esclavo, Quinto Cicerón se congratuló de ello hasta el punto de referirse a él como «amigo»:

«Quinto saluda a su hermano Marco. En cuanto a Tirón, querido Marco... has hecho algo muy de mi agrado al preferir que, indigno de su condición, fuera amigo nuestro antes que esclavo. Créeme, al acabar de leer tu carta, y suya (*se conservan cartas intercambiadas por Quinto Cicerón y Tirón), he saltado de alegría y no sólo te lo agradezco sino que te felicito por ello» (Cartas a familiares XVI 16,1).

Pero el grueso de la muy abundante información que poseemos sobre Cicerón se la debemos a él mismo, en buena medida gracias a su enorme productividad literaria. En total se conocen cerca de una treintena de sus obras, de muy variado contenido, puesto que a lo largo de su vida escribió tratados de retórica, de filosofía, de teoría política, obras de temática religiosa y poemas. Muchas de ellas se han conservado, fundamentalmente gracias a la fama de la que disfrutó su autor, no sólo durante la Antigüedad, sino también en época medieval, lo que hizo que sus textos fueran profusamente copiados y facilitó su preservación. Al comienzo del libro segundo de su Sobre la adivinación, escrito al final del año 44, justo un año antes de su muerte, el propio Cicerón presenta un catálogo de sus principales obras:

«Cuando me preguntaba a mí mismo y meditaba sobre cuál sería la dedicación mediante la que podía yo servir de provecho a un mayor número de personas, con el fin de no dejar de mirar por el Estado en ningún momento, no se me ocurría dedicación alguna mejor que la de facilitar a mis conciudadanos el acceso a las más nobles artes, cosa que considero haber conseguido ya a través de mis muchos libros. Pues en el que se titula Hortensio les hemos animado, tanto como pudimos, al estudio de la filosofía, y en los cuatro Libros académicos les hemos mostrado cuál era, según nuestra opinión, la manera de filosofar menos pretenciosa, más consistente y más elegante. Y, como el fundamento de la filosofía dependía de la delimitación del bien y del mal, procedimos a tratar a fondo este tema, en cinco libros... Otros tantos libros de Discusiones tusculanas que vinieron después pusieron de manifiesto cuáles son los requisitos más necesarios para poder vivir apaciblemente...

Tras dar a conocer estas cuestiones, acabé mis tres libros Sobre la naturaleza de los dioses, en los que se contiene una exposición de conjunto sobre ese tema. Para que esta exposición estuviese completa y plenamente acabada nos pusimos a escribir estos libros Sobre la adivinación. Si a ellos añadiésemos un tratado Sobre el destino, se habría realizado una contribución lo suficientemente amplia acerca de toda esa cuestión. Pues bien, hay que añadir a estos libros los seis que escribimos Sobre el Estado, precisamente cuando dirigíamos el timón del Estado... Respecto a mi Consolación, ¿qué voy yo a decir? A mí al menos, personalmente, ésta me sirve, en buena medida, de cura, y pienso que puede ser de mucho provecho también para los demás. Se incluyó además, hace poco, el libro que dedicamos a nuestro Ático, Sobre la vejez; y entre estos libros debe contarse nuestro Catón como el que más, ya que es a través de la filosofía como un varón puede llegar a ser bueno y valeroso.

Y, ya que Aristóteles e, igualmente, Teofrasto... también añadieron a su obra filosófica los preceptos referentes a la manera de hablar, parece que nuestros libros de oratoria han de remitirse, asimismo, a tal conjunto de libros. Así, serán tres Sobre el orador, Bruto el cuarto y El orador el quinto. Esto es lo que había hasta ahora» (Sobre la adivinación II 1-4).

Cicerón fue sin embargo ante todo un político y, como tal, desarrolló una fecunda actividad oratoria en los tres ámbitos en que un orador podía hacer uso de la palabra en Roma: en el Senado, en los tribunales y en las asambleas del pueblo no decisorias (contiones). En esos foros pronunció cientos de discursos sobre aspectos legislativos, judiciales o políticos, de los que, con seguridad, podemos constatar aproximadamente unos ciento sesenta. De ellos se conserva el texto completo o parcial de cincuenta y ocho, una cifra extraordinaria en comparación con cualquier otro antiguo orador de fama. El resto es conocido sólo por la mención de su título o por alguna referencia aislada a su contenido. El propio Cicerón se preocupó de que sus discursos —al menos los más significativos— fueran publicados, en ocasiones con un texto ligera o significativamente diferente en relación a la alocución que había pronunciado, bien con la finalidad puramente estética de mejorar el estilo, bien con el propósito de adaptarse a nuevas circunstancias políticas surgidas entre la emisión del discurso y su publicación. Tras su consulado, Cicerón pidió a su amigo Ático la revisión y publicación de todos los discursos que había pronunciado durante el año 63. Una vez muerto Cicerón, Tirón se encargó de recopilar y divulgar buena parte de sus discursos.

La conservación de un volumen importante de su correspondencia privada permite una aproximación privilegiada a la personalidad de Cicerón, en especial a los últimos veinticinco años de su vida, hasta el punto de que, en determinados momentos, es posible reconstruirla prácticamente día a día. Se conservan más de novecientas cartas, la mayor parte dirigidas por el Arpinate a Ático (quinientas setenta y cinco). Veintisiete proceden de la correspondencia entre los dos hermanos Cicerón, Marco y Quinto, y el mismo número muestra los avatares de la relación que mantuvo con Marco Junio Bruto, uno de los asesinos de César, en los últimos meses de su vida. El resto de misivas, conocidas como Cartas a familiares, están dirigidas o proceden de muy diversos personajes próximos a Cicerón.

Es de nuevo al imprescindible Tirón a quien debemos la recopilación y ordenación de las cartas ciceronianas, que, sin embargo, parecen haber sido publicadas mucho más tarde, ya en época neroniana. Precisamente en una epístola dirigida a Ático el día 9 de julio del año 44, Cicerón alude a esa tarea de catalogación, siempre bajo su supervisión personal:

«No hay ninguna recopilación de mis cartas, pero Tirón tiene alrededor de setenta y cabe tomar algunas de las que tienes tú. Conviene que yo las repase y las corrija. Entonces por fin se podrán publicar» (Cartas a Ático XVI 5,5).

En el inicio de su diálogo Sobre las leyes, nuestro protagonista pone en boca de su amigo Ático una dura descalificación de prácticamente todos los historiadores que se habían ocupado de la historia de Roma hasta entonces («¿hay algo más pobre que todos ellos juntos?»), para añadir que sólo Cicerón tendría la estatura intelectual suficiente para escribir un tratado que pudiera competir con los de los grandes historiadores griegos, una obra que debería referirse exclusivamente a la época contemporánea, con el objetivo preferente de narrar la gloria de Pompeyo, pero sobre todo el memorable año del consulado del propio Cicerón:

«ÁTICO: Ya hace tiempo que se te viene pidiendo o, más bien, insistiendo que escribas sobre historia. Pues piensan que si tú te dedicaras a ella se podría conseguir que tampoco en este género estuviéramos por debajo de Grecia. Y para que conozcas mi opinión, creo que tú tienes contraída esta deuda no sólo con la afición de quienes sienten placer con tus escritos, sino también con la patria; de manera que la que fue salvada por ti, por ti mismo se vea embellecida... Por lo tanto, te pedimos que te pongas manos a la obra y consumas tu tiempo en esta materia que hasta ahora ha sido ignorada o dejada de lado por nuestros conciudadanos» (Sobre las leyes I 5).

La historia había sido tradicionalmente en Roma una cuestión de autoridad moral (auctoritas) y, como es propio de una sociedad aristocrática como la romana, ésta sólo podía emanar de la elite. Antes de que hubiera una historia escrita de Roma, existió por parte de la aristocracia un control de la transmisión de hechos históricos y, a través de los ejemplos (exempla) que debían ser difundidos, una vigilancia de los adecuados modelos de comportamiento. Durante siglos el colegio de los pontífices, el más importante de los cargos sacerdotales que cuidaban de la religión pública, estuvo encargado de seleccionar la información relevante sobre y para la comunidad, que habría de servir posteriormente como base de la historia escrita. A tal efecto se crearon los denominados Anales Máximos, que recogían año a año la escueta noticia de guerras, victorias, eclipses, construcción de templos, etc., datos guardados celosamente por los pontífices: «el pontífice máximo hacía escribir todos los hechos acaecidos en el año, los hacía copiar en una superficie blanca y exponía delante de su casa esa pizarra, para que el pueblo tuviera la oportunidad de conocerlos, todavía se les conoce como Anales Máximos» (Sobre el orador II 52). La misión de los pontífices era por lo tanto garantizar la memoria colectiva de la ciudad, que quedaba así en manos de los miembros de la aristocracia encargados de velar por las relaciones entre los dioses y la comunidad, lo cual ayudaba a dotar de autoridad a la información recopilada por estos «especialistas», a través de los cuales el Estado romano ejercía una tutela sobre las tradiciones colectivas.

En el contexto de la guerra anibálica, cuando Roma venció definitivamente a Cartago en los últimos años del siglo III a.C. e inició el camino sin retorno para convertirse en la gran potencia imperial del Mediterráneo, un ilustre senador romano, Fabio Píctor, escribió por primera vez una historia nacional de Roma. No lo hizo en latín, sino en griego, la lengua de cultura más universal entonces, para que un amplio público culto en el Mediterráneo oriental pudiera conocer el pasado glorioso de la ciudad que según la tradición había sido fundada por Rómulo. Su ejemplo fue seguido por otros hombres públicos, que redactaron otras historias de Roma de acuerdo con el modelo de Fabio Píctor, primero como él en lengua griega, a partir de Catón el Censor preferentemente en latín. Esos historiadores son conocidos globalmente como «analistas», puesto que utilizaron como base para sus escritos los Anales Máximos pontificios —que fueron hechos públicos probablemente al final del siglo II a.C.—, lo que repercutió, tanto en el tipo de informaciones que manejaron, como en la estructura año a año que dieron a sus obras. La gran historia nacional de Roma escrita por Tito Livio (Ab Urbe condita) durante el Principado de Augusto, que sigue esa misma estructura «analista», puede considerarse la culminación del proceso.

En comparación con lo sucedido en el mundo griego en siglos anteriores, la notable peculiaridad de este desarrollo historiográfico en Roma fue que, como reflejo de la vigilancia de la memoria colectiva ejercida hasta entonces por la aristocracia, los primeros historiadores fueron senadores y destacados personajes públicos, dotados de una auctoritas que les autorizaba moralmente a redactar la historia de la comunidad, y que hubo necesariamente de constituir un argumento tácito en favor de la credibilidad de las tesis formuladas por cada uno de estos hombres públicos en su faceta de historiadores. Era el momento de crear un pasado acorde con los intereses políticos y morales de la aristocracia gobernante, la nobilitas, englobados en el término mos maiorum, literalmente «las costumbres de los antepasados», es decir la tradición, el conjunto de valores éticos que definían la civilización romana, patrimonio ético de una clase social que legitimaba así su dominio, y que era presentado por los historiadores romanos como el origen de la potencia de Roma. En última instancia, el mos maiorum que servía de guía a la historia de Roma constituía un elemento de cohesión de la aristocracia, que se representaba a sí misma con unas cualidades que justificaban moralmente su poder.

En su diálogo Sobre el orador, Cicerón, sin rechazar de plano la hasta entonces tradicional historiografía romana basada en el prestigio de sus autores —y desde luego tampoco ese mos maiorum que pretendía que guiara siempre sus actuaciones—, aboga por un tipo de historia más bien homologable a la escrita durante siglos en Grecia, al estilo de Heródoto, Tucídides, Teopompo, Éforo, Timeo, etc. A la pregunta que pone en boca de uno de los interlocutores del diálogo, Marco Antonio, que fue cónsul en el año 99 y famoso por su brillante oratoria, «¿qué clase de orador y qué tipo de hombre se precisa para escribir historia?», responde rechazando el estilo de los analistas, que «tan sólo dejaron constancia de lo que acaeció, de cuándo, de dónde, y de sus protagonistas», de modo que «no fueron artistas del pasado, sino tan sólo sus fedatarios». El género de historia que proponía Cicerón, con un estilo próximo al de los discursos y un contenido basado en la veracidad —y por lo tanto alejado de la poesía, porque en la historia «todo está en función de la verdad», mientras que en la poesía «casi todo tiende al placer»—, debía ser puesto en práctica por quienes hubieran recibido la completa formación propia de un orador:

«¿Os dais cuenta hasta qué punto escribir historia es competencia del orador?... Pues ¿quién ignora que la primera ley de la historia es no atreverse a mentir en nada? ¿Y a continuación el atreverse a decir toda la verdad? ¿Y que al escribirla no haya sospecha de simpatía o animadversión? Éstos, naturalmente, son sus cimientos, que todos conocen: el armazón y construcción de la misma consta de lo narrado y de su expresión. La lógica de la narración exige un orden cronológico, así como una descripción del escenario; además exige —puesto que en los grandes acontecimientos y que merecen ser recordados el lector espera encontrar primero lo que se quería hacer, a continuación lo que ocurrió y por fin sus consecuencias— acerca de lo primero señalar cuál es la opinión del historiador, y que en la narración de los hechos quede claro no sólo lo que ocurrió o lo que se dijo, sino también de qué modo; que cuando se hable de los resultados, que se expliquen todos los factores debidos al azar, a la prudencia o a la temeridad: y no sólo la actuación de los protagonistas en sí, sino la biografía y carácter de quienes puedan destacar por su fama o renombre. En cuanto a la expresión, hay que tratar de alcanzar un estilo anchuroso y apacible y que fluye con una especie de suavidad, sin sobresaltos y sin esa dureza propia de la oratoria judicial ni los puyazos dialécticos del foro» (Sobre el orador II 62-63).

Estas meditadas reflexiones sobre el género historiográfico, así como el hecho de adscribir la tarea de historiar a la figura del orador, de la que el Arpinate se consideraba un modelo en su época, indican que escribir sobre la historia de Roma fue sin duda una tentación para el polifacético Cicerón. Sin embargo, no llegó nunca a hacerlo sistemáticamente —en el texto del diálogo Sobre las leyes citado anteriormente, como respuesta al requerimiento de Ático para que escribiera libros de historia, el Arpinate rechaza la tarea para la que se le requería aduciendo falta de tiempo—, si se exceptúa el libro segundo de su obra Sobre el Estado (De re publica), que puede servir como ejemplo de aplicación práctica del tipo de narración histórica que preconizaba a través de los preceptos formulados en su Sobre el orador. En su sintético relato, presenta la historia de la Roma arcaica, desde su supuesta fundación por Rómulo hasta el decenvirato del año 450 a.C., pasando por la descripción de los reinados de los siete reyes romanos y la abolición de la monarquía tras la expulsión de Tarquinio, como modelo del proceso de organización de un Estado en la Antigüedad. Es esto lo que interesa fundamentalmente al Arpinate, más que detalles concretos de una época oscura de la que reconoce la falta de información, puesto que «de aquel período apenas se conoce algo más que los nombres de los reyes».

En realidad, más que en el campo de la historiografía propiamente dicha, Cicerón se interesó metodológicamente por estudios más próximos a la tradición anticuarista, en la línea de otros contemporáneos suyos, en particular Marco Terencio Varrón, la gran referencia del anticuarismo en época tardorrepublicana, en especial tras la publicación de su obra Antigüedades. Se sentía atraído por los grandes personajes romanos del pasado, por el modo en el que forjaron una civilización que llegaría a convertirse en un Imperio, y por las instituciones civiles y religiosas que lo hicieron posible. En ese sentido, el excurso historiográfico sobre la Roma arcaica incluido en su Sobre el Estado no es en realidad un estudio original, fruto de la investigación personal de su autor, sino más bien una síntesis de las obras de algunos de los anteriores historiadores, en especial de Catón el Censor, el primero que escribió una historia de Roma en latín, a quien el Arpinate menciona elogiosamente al comienzo de su excurso. Se trata ante todo de una alabanza de Roma, que, partiendo de unos orígenes modestos, se había convertido en un Estado perfecto en su organización gracias al esfuerzo de personas sabias y valerosas (en cierto modo, el proceso por el que Roma llegó a ser por sí misma una potencia mundial es parangonable al del advenedizo que, como el propio Cicerón, alcanza los máximos honores en su comunidad). Cicerón retoma una de las principales ideas catonianas, la de que el bienestar de la comunidad era el fruto de la acción colectiva, para concluir que la principal virtud del modelo político romano —mezcla de monarquía, aristocracia y democracia—, residía en el hecho de ser el fruto de una evolución y de las aportaciones de muchas personas y no de un solo individuo:

«Ahora se confirma más aquello que decía Catón: que la constitución de nuestra república no es obra ni de una sola época ni de un solo hombre, pues queda claro cuán grande ha sido la aportación de bienes y otras ventajas que se han producido con cada monarca» (Sobre el Estado II 37).

Cicerón fue en cualquier caso un gran defensor de la importancia de la historia, en tanto que instrumento imprescindible para el buen orador, puesto que de ella debía extraer los ejemplos que utilizara en sus discursos, y como «luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida» que guiara la conducta del buen ciudadano. La historia que propugnaba el Arpinate era una historia educativa y moralizadora. Al hablar de la formación del orador señala como imprescindible un buen conocimiento de la filosofía, el derecho y la historia. De esta última destaca su importancia como elemento conformador de la identidad propia:

«Desconocer qué es lo que ha ocurrido antes de nuestro nacimiento es ser siempre un niño. ¿Qué es, en efecto, la vida de un hombre, si no se une a la vida de sus antepasados mediante el recuerdo de los hechos antiguos? El recuerdo del pasado y el recurso a los ejemplos históricos proporcionan, con gran deleite, autoridad y crédito a un discurso» (El orador 120).

Como amante de la historia que era, Cicerón fue consciente de que el recuerdo que queda de un ser humano no es nunca indiferente: «¿Qué dirá la historia de mi dentro de seiscientos años? Yo la considero a ella mucho más que los rumores de los actuales» (Carta a Ático II 5,1). Por esa razón cuando, en su tercera Catilinaria, se presentó ante el pueblo como triunfador y pacificador frente a la conjuración de Catilina, no pidió a sus conciudadanos condecoraciones como recompensa, sino que el recuerdo de ese día le convirtiera en inmortal:

«A cambio de tan importantes servicios yo no voy a pediros, Quirites (*ciudadanos, término usado con frecuencia por Cicerón al dirigirse al pueblo), ninguna recompensa para mi valor, ninguna distinción honorífica, ningún trofeo de gloria, si no es el recuerdo imperecedero de este día… De vuestro recuerdo, Quirites, se sustentarán mis hechos, pasando de boca en boca se engrandecerán, los libros que se escriban les darán larga vida y vigor» (Catilinarias III 26).

Porque, en definitiva, aunque un patriota asuma todos los peligros por el bien de su comunidad, es la esperanza de pasar a la posteridad y de encontrar un lugar en la historia lo que le guía en sus acciones, porque sólo eso le permitirá trascender la fugaz existencia y alcanzar a través de la gloria la inmortalidad:

«Ninguno de nosotros, Quirites, se involucra en los peligros de la política con mérito y valor sin ser guiado por la esperanza y por la recompensa de la posteridad» (En defensa de Rabirio 29).

«Y, sin embargo, de entre todas las recompensas a la virtud… la más magnífica es la gloria. Ésta es la única capaz de proporcionar, con el recuerdo de la posteridad, consuelo ante la brevedad de la vida, la única que logra conseguir que los ausentes estemos presentes y que, aunque muertos, sigamos con vida; la única en fin, por cuyos peldaños hasta parece que los hombres alcanzan el cielo» (En defensa de Milón 97).

Poco dado a la modestia, para Cicerón se trataba en realidad de hacer justicia, puesto que se consideraba, no sólo uno de los personajes más destacados de su tiempo, sino un auténtico ejemplo de patriota romano para las generaciones futuras. Se veía a sí mismo como un personaje legendario que habría de engrosar la épica romana con su actuación heroica frente a Catilina o con su sacrificio al exiliarse ante el acoso de Clodio, en ambos casos con un único propósito: la salvación de Roma. Por esa razón se esforzó a partir de su consulado en el año 63 para que la imagen que de él quedara para la posteridad fuera lo más favorable posible.

Para no dejar al azar de las opiniones vertidas por cualquier historiador la transmisión de estos y otros acontecimientos, el propio Cicerón decidió ocuparse de que su narración se ajustara a la versión que consideraba adecuada a los hechos y ajustada a sus intereses. Para ello, él mismo escribió algunas obras sobre su consulado, pero también trató, sin éxito, de animar a algunos amigos historiadores a abordar, bajo su tutela, un período de la historia de Roma en el que el Arpinate debía brillar con luz propia y que, en cualquier caso, consideraba de mayor interés que investigar sobre el pasado remoto. Las posteriores —pero cercanas en el tiempo, puesto que fueron escritas poco después de la muerte de Cicerón— monografías de Cayo Salustio sobre episodios concretos, como la guerra contra Yugurta y la misma conjuración de Catilina, confirmarían que existía un espacio para relatos que no trataran toda la historia de Roma, como venía siendo lo habitual desde Fabio Píctor.

El interés ciceroniano por perpetuar del modo más conveniente su memoria no era extraordinario. Por el contrario, el género autobiográfico se había ido afirmando desde el comienzo del siglo I, en paralelo al creciente individualismo y competitividad que caracterizaría la política de la época, y que contribuiría a la disolución del régimen republicano y su sustitución por un sistema de gobierno unipersonal. El propio Cicerón menciona a Marco Emilio Escauro, cónsul en el año 115, como el primero que escribió sistemáticamente su autobiografía. Su ejemplo fue seguido por otros ilustres hombres públicos, como Publio Rutilio Rufo, cónsul del año 105 y más tarde exiliado en Esmirna, donde precisamente le visitaría Cicerón durante su gira juvenil por el Mediterráneo oriental, y Quinto Lutacio Catulo, cónsul en 102 y vencedor de los cimbrios junto con Mario. Pero fue Lucio Cornelio Sila, el dictador, quien dio el espaldarazo definitivo al género y, al igual que en otros terrenos más decisivos, como la utilización del ejército en defensa de opciones políticas personales, señaló el camino a seguir para influir en el futuro. Sila, en los últimos meses de vida, tras retirarse de la vida pública, escribió veintidós libros de una autobiografía que era, al mismo tiempo, una visión sin duda partidista de los últimos cuarenta años de la historia de Roma. De ella no se conserva nada, aunque debió de ser utilizada por historiadores contemporáneos y posteriores.

Los dos grandes generales del período que habrían finalmente de disputarse el poder, Cneo Pompeyo y Cayo Julio César, también recurrieron a la biografía propagandística, pero de distinta manera. Pompeyo llevó consigo a Oriente a su amigo e historiador Teófanes de Mitilene para que redactara por encargo suyo un relato pormenorizado de sus campañas militares contra Mitrídates, a imitación del gran Alejandro, al que había acompañado durante sus guerras de conquista el historiador Calístenes. La obra de Teófanes no se ha conservado, pero su más que probable carácter laudatorio debió de satisfacer a Pompeyo, que le recompensó concediéndole la ciudadanía romana. Según Suetonio, un tal Voltacilio Piluto, por lo demás desconocido, escribió asimismo una obra histórica de carácter biográfico tanto sobre Pompeyo como sobre su padre Pompeyo Estrabón. Pero fue sin duda César quien utilizó con más éxito el género autobiográfico combinado con la monografía histórica. Sus memorias (Comentarios) desempeñaron el papel de ensalzar sus virtudes como general (imperator) en la guerra de las Galias y en la contienda civil, pero sobre todo trataban de justificar su enfrentamiento contra Pompeyo y de imponer su punto de vista a la posteridad.

En ese contexto resultan perfectamente comprensibles los esfuerzos de Cicerón por ocupar en la gran historia el lugar que creía que le correspondía. Y no hubo en toda su existencia ningún momento más glorioso que su consulado, a cuya publicidad se dedicó por todos los medios posibles a su alcance. Recurrió en primer lugar al relato autobiográfico, un género especialmente apropiado a su idiosincrasia, puesto que de la lectura de sus obras, cartas y discursos se deduce fácilmente que pocas cosas satisfacían más a Cicerón que hablar de sí mismo. En una epístola enviada a Ático el día 15 de marzo del año 60 informa a su amigo de su frenética actividad literaria a ese respecto y deja claro cuál es su objetivo:

«Te mando el comentario de mi consulado, redactado en griego... De concluir la versión latina, te la mandaré. Cuenta con una tercera en verso, para que por mi parte no quede sin cultivar ningún género en mi propio elogio... pues si hay algo entre los hombres más merecedor de alabanza, acepto ser censurado por no alabar más otras cosas; aunque esto que escribo no es encomiástico sino histórico» (Cartas a Ático I 19,10).

Como se aprecia en la carta, el Arpinate —que en esta misma época estaba publicando conjuntamente sus discursos consulares— no se conformaba con una difusión limitada de sus obras autobiográficas en Roma e Italia, sino que aspiraba a que sus hazañas fueran también conocidas en Grecia, y por esa razón escribió un relato en griego. Satisfecho del resultado, envió su trabajo a Posidonio, al que, aparentemente, pidió que redactara él mismo algo en relación con su consulado, petición que el famoso filósofo e historiador heleno declinó amable pero firmemente, como ya antes habían hecho Tilio y Arquias, amigos ambos de Cicerón (Cartas a Ático I 16,15):

«Y eso que Posidonio me había contestado ya desde Rodas, después de leer esa “memoria” mía, la cual le mandé con objeto de que escribiera con más elegancia sobre el mismo tema, que no sólo no se había animado a escribir, sino incluso le había causado gran temor hacerlo. ¿Qué quieres que te diga? He perturbado a la gente griega. Y así, quienes me instaban en masa a que les diera algo para embellecerlo han dejado ya de causarme molestias. Tú, si el libro te gusta, procurarás que esté en Atenas y en las demás ciudades de Grecia, pues parece que puede añadir alguna luz a mis actos» (Cartas a Ático II 1,2).

Con todo, es probable que Ático cumpliera con el encargo de su amigo y que distribuyera por toda Grecia ejemplares de su comentario en griego, de modo que Plutarco debió de utilizarlo al redactar su biografía ciceroniana, en la que la versión que el autor griego proporciona de los acontecimientos del año 63 parece modelada de acuerdo con las tesis del entonces cónsul, incluso en expresiones que recuerdan a las que el Arpinate usó al respecto en sus cartas y discursos. Sea como fuere, de todos estos escritos sólo han llegado directamente hasta nosotros breves fragmentos de la composición poética que Cicerón escribió en el año 60 sobre su consulado, que se conoce convencionalmente con el título Sobre su consulado (De consulatu suo). Siguiendo el modelo de la poesía épica latina iniciada por Enio en sus Anales, la obra fue redactada en hexámetros y dividida en tres libros. Siendo evidentemente la autoglorificación su objetivo, el Arpinate eligió el género poético porque éste, vehículo habitual para la heroización de personas y hazañas, le otorgaba una libertad de expresión que no le concedía la historia, que obligaba a buscar la verdad más objetiva. Pensado con una estructura cronológica que permitiera seguir el hilo de los acontecimientos, el poema comenzaba con el acceso al consulado de Cicerón, resaltando el hecho glorioso de que se trataba de un advenedizo que alcanzaba la máxima magistratura en el primer año que por edad le correspondía legalmente. La parte central estaba dedicada a narrar los detalles de la conjuración de Catilina, y el poema culminaba con el gran triunfo logrado por Cicerón, el salvador de Roma.

El Arpinate pretendía convertir su consulado en una gesta heroica y, en ese sentido, el poema se aproximaba al género de la epopeya épica. El autor llegó a incluir, probablemente a continuación de su victoria sobre Catilina, un discurso de Urania, la musa de la Astronomía, lo que implícitamente señalaba la intervención divina en la represión de los catilinarios y convertía tácitamente a Cicerón en un enviado de los dioses, dando un espaldarazo moral a su actuación. En su tratado Sobre la adivinación, el Arpinate introdujo el mencionado discurso de la musa, lo que nos permite comprobar el estilo de un poema que pretendía, al mismo tiempo, servir como crónica de unos determinados acontecimientos históricos:

«(*Habla Urania) Todos alertaban de que se cernía

una ingente perdición sobre los ciudadanos,

y la devastación, a partir de linajuda estirpe

(*se refiere al patricio Catilina, miembro de la familia de los Sergios)

...salvo que una sagrada imagen de Júpiter,

elevada con donaire hasta excelsa cumbre,

dirigiese antes su mirada hacia el claro orto...

Esta imagen, largamente aplazada y tan esperada,

se erigió por fin, bajo tu consulado, sobre su elevada sede,

y en ese preciso instante del tiempo prefijado y señalado

fue cuando Júpiter hizo relucir su cetro sobre la excelsa columna

y, mediante las advertencias de los alóbroges a los padres y al pueblo,

se puso al descubierto la perdición de la patria,

a llama y hierro dispuesta» (Sobre la adivinación I 20-21).

El poema sobre su consulado debió de tener una repercusión más bien escasa en los círculos intelectuales y políticos de la sociedad romana. Sin embargo, Cicerón no renunció a su afán por lograr que su nombre ocupara un lugar relevante en la memoria de la posteridad. Cuando en el año 57 regresó de su doloroso exilio, se vio de nuevo triunfador y pensó equivocadamente que se abría para él un período de renovada influencia en la vida política romana. En ese contexto redactó otro poema autobiográfico, conocido como De temporibus meis, que se podría traducir como «Sobre mis circunstancias», un título adecuado a su aversión por utilizar el término «exilio» en relación con su destierro, al que siempre se refiere con subterfugios. Proyectado en el año 56 y finalizado dos años más tarde, del poema no se conserva absolutamente nada. Probablemente con una estructura semejante al anterior, en la primera parte Cicerón relataba sumariamente los acontecimientos acaecidos en los años que siguieron a su consulado y que culminaron en su destierro, forzado por su rival Clodio. En la línea de lo que fueron sus argumentos en cartas y discursos, el Arpinate sin duda atacaba implacable a Clodio y presentaba su sacrificada marcha de Roma como un gran peligro para la misma supervivencia de la República, pero también descalificaba a los dos cónsules del año 58, Pisón y Gabinio, a los que consideraba responsables de su injusto exilio:

«Tengo intención de incluir en el segundo libro sobre mi época (*De temporibus meis) un episodio maravilloso a Apolo diciendo en la asamblea de los dioses cómo será la vuelta de los dos generales (*Pisón y Gabinio), de los que uno habrá perdido sus ejércitos y el otro lo habrá vendido» (Cartas a su hermano Quinto III 1,24).

El poema finalizaba con el regreso a Roma de Cicerón, expuesto como un glorioso triunfo político. También en esta obra insertó un discurso divino, en este caso del dios supremo del panteón romano, Júpiter, con el mismo propósito de convalidar las tesis ciceronianas y dotar de una dimensión sobrenatural a los hechos, del mismo modo que, con su intención de incluir en el poema a Apolo, pretendía dar a entender que Pisón y Gabinio habrían de ser castigados a causa de su perfidia por los dioses, situados implícitamente en el bando ciceroniano.

Ambos poemas se complementaban entre sí al presentar entre los años 64 y 57 un relato histórico continuado en el que el gran actor era Cicerón, en torno al cual parecía girar la historia de Roma. Como en el caso anterior, tampoco esta composición poética tuvo éxito, y ni siquiera es seguro que llegara a ser publicada, quedando quizá restringida su lectura a los círculos más próximos al Arpinate. Terminada en la época en la que se estaba produciendo la aproximación política e intelectual entre Cicerón y César, al autor le interesaba especialmente la opinión de éste, a quien acompañaba entonces Quinto Cicerón como legado en la Galia. En una de las cartas enviadas a su hermano, Marco muestra su inquietud por el juicio de César y cree adivinar que su crítica es más negativa de lo que Quinto parece haber admitido en sus misivas, sin duda para no herir el orgullo de su hermano, especialmente susceptible en el terreno literario como bien debía de saber Quinto, a pesar de la supuesta seguridad con la que se expresa Marco:

«Pero ¡ay! Me parece que tu me ocultas algo. ¿Cómo reaccionó César, querido hermano, ante mis versos? Él me escribió ya que había leído el primer libro, que el principio le pareció tal que dice que no ha leído nada mejor ni siquiera en griego y el resto en cierto modo más descuidado (utiliza esta palabra). Dime la verdad: ¿no le gusta el contenido o la forma? No hay razón para que tengas miedo: mi autoestima no será ni un pelo menor. Sobre esto con sinceridad y, como sueles escribir, como buen hermano» (Cartas a su hermano Quinto II 15,5).

Incluso encontramos ecos de las chanzas que el desmedido afán de gloria y protagonismo de su autor provocó entre sus adversarios. En una diatriba contra Cicerón que ha sido atribuida con muchas dudas a Salustio, el orador se burla de un verso del Arpinate que, por otra parte, resume perfectamente su pensamiento:

«¡Oh Roma afortunada, nacida en mi consulado!» («O fortunatam natam me consule Romam!») (Pseudo Salustio, Invectiva contra Cicerón 5).

La reputación de Cicerón como poeta fue en cualquier caso extraordinariamente menguada, tanto entre sus contemporáneos como en general en la Antigüedad. Como muestra, baste este cruel pasaje de Tácito:

«Pues hicieron (*se refiere a César y a Bruto) también poemas que se guardan en las bibliotecas, no mejor que Cicerón, pero sí con más fortuna, porque menos gente sabe que los hicieron» (Tácito, Diálogo sobre los oradores 21).

Sin embargo, nuestro protagonista no parece haber aceptado de buen grado las críticas dirigidas contra sus composiciones poéticas, y ésa fue la imagen que de él quedó para la posteridad. Séneca afirma al respecto: «Cicerón, si te mofabas de sus poemas, te convertía en su enemigo» (Diálogos V 37,5). Y la aseveración del filósofo no debía de estar lejos de la realidad. Lucio Calpurnio Pisón, uno de los cónsules del año 58, se convirtió desde ese momento en un personaje despreciable para Cicerón por no haberle prestado ayuda contra Clodio para evitar su exilio. Pero no era éste el único reproche contra él. Cicerón no le perdonaba que se hubiera burlado de su escaso talento como bardo, al afirmar con un sarcasmo más propio del mismo Cicerón que la auténtica causa de su exilio no había sido el odio de sus adversarios políticos, sino el pésimo poema que había escrito sobre su consulado.

En cualquier caso, el mismo Cicerón era consciente de que, para que la imagen que quería transmitir de sí mismo tuviera credibilidad, necesitaba del respaldo que sólo podría proporcionarle un historiador, cuyo autorizado relato pudiera ser visto como el fruto de una indagación objetiva. Por esa razón se dirigió a Lucio Luceyo. Como hombre público, Luceyo había alcanzado el cargo de pretor, pero había fracasado en su intento de ser elegido cónsul. En los años cincuenta había comenzado la redacción de una historia contemporánea de Roma, con la guerra contra los aliados itálicos (91-88 a.C.) como punto de inicio. Desde años atrás mantenía una relación de amistad con Cicerón, al que había apoyado durante la campaña para su consulado, una relación que duraría hasta el final de su vida, puesto que en el año 45 envió al Arpinate una cariñosa carta de condolencia con motivo del fallecimiento de su hija Tulia. Fue ese vínculo de amistad el que llevó a Cicerón a pedir a Luceyo, en una misiva escrita en junio del año 56, que acometiera la redacción de una monografía en la que él habría de ser el principal protagonista.

La carta es un buen ejemplo de la mentalidad ciceroniana. Cicerón comienza la epístola adulando a Luceyo para justificar la ansiedad por ver reflejadas sus hazañas en su obra:

«Ardo en un deseo increíble, que no considero censurable, por que nuestro nombre sea engrandecido y elogiado en tus escritos... Pues el género de tus escritos... me ha cautivado, me ha inflamado, de modo que desearía confiar lo antes posible nuestros hechos a tus obras. Que la posteridad me recuerde me lleva no sólo a no sé qué esperanza de inmortalidad, sino también al deseo de disfrutar, aún vivo, con la autoridad de tu testimonio, con la prueba de tu benevolencia o con el encanto de tu talento» (Cartas a familiares V 12,1).

A continuación intenta convencer al historiador de la conveniencia de abandonar la estructura estrictamente cronológica del relato que estaba escribiendo, para dedicar atención por separado al período comprendido entre su consulado y su regreso del exilio, que consideraba de mayor interés histórico que otros a los que se estaba por entonces dedicando el historiador. Aunque se disculpa retóricamente por su petición y por la pretensión expresa de que Luceyo le elogie, concluye en relación con su consulado: «Después de todo ¿no te parece digno de alabanza?» Y termina aludiendo al criterio de autoridad que supondría que una persona de la credibilidad y de la reputación de Luceyo escribiera sobre él, en última instancia la razón principal de su solicitud:

«Si no consigo de ti lo que pido… me veré forzado quizás a hacer lo que algunos a menudo desaprueban: yo mismo escribiré sobre mí, por lo demás según el ejemplo de muchos hombres ilustres. Pero, como no se te escapa, ello comporta algunos inconvenientes: si se escribe sobre uno mismo, es obligado, tanto ser más modesto cuando se trata de elogiar, como silenciar si hay que criticar. Se añade además que se inspira menos confianza, se tiene menos credibilidad… Desearíamos evitar esto y, si te encargas de nuestra causa, lo evitaremos, así que te rogamos que lo hagas… estamos ansiosos por que nuestros contemporáneos nos conozcan a través de tus libros y por que nosotros mismos aún vivos gocemos de nuestra pequeña gloria» (Cartas a familiares V 12,8-9).

Aunque parece que, en un primer momento, Luceyo decidió acceder a los deseos de su amigo, no existe constancia de que escribiera una monografía sobre Cicerón. Tal vez ni siquiera inició una tarea que debió de parecerle harto complicada, puesto que era evidente que el resultado final no debía ser fruto de una investigación histórica objetiva, sino que había de acomodarse a la versión que de los acontecimientos defendía su principal protagonista e impulsor de la obra, como ilustra el ofrecimiento con el que finaliza la carta: «si aceptas mi causa, elaboraré memorias de todos los hechos, si lo aplazas para más adelante, te lo contaré personalmente».

Cicerón acabó por verse a sí mismo como el personaje central de un período decisivo de la historia de Roma, no sólo en el campo de la política, también en el de la cultura. Se consideraba a sí mismo el mejor orador, también el mejor filósofo romano, pero sobre todo el mejor patriota, un personaje cuya vida era comparable en sus hazañas a Rómulo, en tanto que salvador de Roma, en sus desgracias al ateniense Temístocles o al romano Mario, ambos, como él, injustamente enviados al destierro por sus conciudadanos. Con todo, a pesar de sus múltiples intentos, no logró mientras vivió que ningún historiador hiciera de él el actor principal de un relato histórico. Sin embargo, tras su muerte consiguió finalmente su propósito, que no era otro que hallar un lugar preferente en la historia de Roma y aun de la humanidad. De hecho, se suele designar con frecuencia la primera mitad del siglo I a.C. como «período ciceroniano», una denominación influida por la omnipresencia de la obra ciceroniana como fuente de información para la reconstrucción histórica de la época, y claramente exagerada en relación con el peso real que Cicerón tuvo en la política y en la sociedad romanas, pero que, sin duda, le hubiera complacido extraordinariamente y que tal vez hubiera considerado simplemente como un acto de justicia.