UN NOMBRE PARA LA ETERNIDAD

(A modo de introducción)

El origen de este libro se sitúa en una tertulia veraniega en Allariz (Orense). Allí, entre amigos, estuve hablando aquella noche de los nombres que tenemos en nuestra lengua, procedentes de un nombre de persona o de lugar, eso que suele conocerse como «epónimos». Una tertulia amena, llena de curiosidades, en la que fuimos descubriendo nuestra propia lengua y el origen de tantas palabras que usamos sin saber que detrás hay un apellido, un nombre propio, una ciudad... Al terminar, mi amigo José Barrero, periodista deportivo de Radio Nacional, presente en esos juegos verbales, me pidió encarecidamente que no quedara en un buen rato tras una buena cena. Fue entonces cuando nació un libro de etimologías, pero no este que ahora sale a la luz, sino Etimologicón.

Surge esta obra, pues, tras haber rodado un primer libro de etimologías que ha tenido gran aceptación. No es este una continuación, ya que aquí vamos a ver los epónimos que tiene nuestra lengua.

Pero ¿qué es exactamente un epónimo? El procedimiento de adoptar el nombre de una persona para un objeto o situación ha existido siempre, y no parece que vaya a agotarse. Ya desde la Antigüedad se ha empleado este sistema de creación de léxico. En la antigua Grecia la colonia de Corinto tenía fama de llevar una vida licenciosa, a partir de la prostitución sagrada que se ejercía en la colina que domina la ciudad, el Acrocorinto. Y los griegos crearon el verbo corintizar (no conocido ni usado en las lenguas modernas, pero utilizado ya en Aristófanes, frag. 133) para hablar de una vida libidinosa y lujuriosa, al estilo de la que se vivía en Corinto; muchacha corintia designaba a una prostituta; y morbo corintio, las enfermedades venéreas.

Y así hasta nuestros días, donde podemos oír a alguien que mañana no va a trabajar porque tiene un moscoso. Los más jóvenes no sabrán a qué se refiere o, mejor dicho, de dónde proviene tal palabra, pero los que tenemos más edad asistimos a su parto en 1983. En efecto, fue Javier Moscoso del Prado, ministro de Administraciones Públicas del PSOE, quien el 21 de diciembre de 1983 firmó una instrucción que incluía un nuevo derecho para los funcionarios. Así surgió aquel día de permiso de libre disposición que tienen pactado ciertos colectivos de trabajadores y funcionarios.

Más reciente todavía es el nacimiento del tamayazo. Hay que estar muy atentos a la actividad política y social para comprender el verdadero significado de estas palabras. ¿Qué es y a qué se refiere este sustantivo? El nombre proviene de Eduardo Tamayo, aquel diputado socialista para la Comunidad de Madrid que el día que debía ser investido el líder del PSOE, Ricardo Simancas, se ausentó de la asamblea haciendo imposible por un voto su presidencia; era mayo de 2003. Surgió así el tamayazo como una especie de defección o transfuguismo político en un momento clave.

Y es que la lengua tiende a crear rápidamente estos epónimos. En Bilbao, por ejemplo, encargaron a Norman Foster las bocas de acceso al nuevo metro, inaugurado en 1995. Acristaladas e integradas en el urbanismo, tan originales que muy pronto fueron bautizadas como fosteritos. Si fueran tan populares que traspasasen el marco municipal y se extendiese el uso por el país, muy pronto estarían ya en los nuevos diccionarios. Al menos, en revistas de arquitectura en inglés e italiano sí lo he encontrado. En 2014 una campaña publicitaria de cruceros a Cerdeña anunciaba: «Grimaldiza tus vacaciones a Cerdeña», a partir de la compañía Grimaldi, que patrocina los barcos que hacen el servicio con la isla.

Hay términos puramente ocasionales, que no pueden cuajar en la lengua. Miguel de Unamuno, siempre tan acre y mordaz, decía: «Aunque todos digan “sí” por unanimidad, yo diré “no” por unaminidad», con un juego de palabras solo comprensible desde su carácter. Palabras coyunturales, que aparecen en la prensa generadas por un periodista, pero algo nos dice que no tendrán demasiada fortuna. Así titulaban los periodistas deportivos en el verano de 2015 el traspaso del futbolista Arda Turan al Barça: «El ardaturanismo no muere sin Arda».

A veces la nueva palabra nace por paronimia; así, en los comienzos del correo electrónico se comenzó a llamar un emilio al email.

En el verano de 1992 apareció en la sima de los huesos de Atapuerca (Burgos) un cráneo completo, datado en 300.000 años a.C. Lo bautizaron con el nombre de Miguelón, por Miguel Induráin, que ese año acababa de ganar su segundo tour de Francia (espero que no fuera porque le encontraran algún parecido físico). Esta es la forma en que muchas veces se pone un nombre a algo, o a alguien, por un parecido, porque una persona nos cae bien, por su popularidad. Un caso muy parecido es el del óscar como premio de la Academia de Hollywood. Realizada la estatuilla por George Stanley en 1928, fue Margaret Herrick, bibliotecaria de la Academia y más tarde directora ejecutiva, quien la bautizó al decir: «¡Cómo se parece a mi tío Óscar!». La frase cayó en gracia, y desde entonces esa estatuilla de poco más de 34 cm y 4 kilos de peso se ha llamado así.

De todo lo que acabamos de decir descubrimos que los epónimos son dentro del léxico de una lengua las palabras quizás mejor documentadas, con certificado de nacimiento, a veces de día, mes y año, porque son personas concretas quienes las han bautizado, o en cuyo honor se han puesto esos nombres. Ello nos viene a confirmar, por un lado, el gran poder que tiene la lengua y la comunidad hablante para crear nuevo vocabulario; por otro, la forma que tenemos de asimilarlo a nuestro acervo idiomático.

Claro, en este tipo de palabras se introducen fácilmente las etimologías populares, y el «he oído que podría venir de». En este sentido internet, donde cada uno puede volcar las ideas que le parecen, ha hecho en estos últimos años un flaco favor a la ciencia, y es preciso deslindar la auténtica etimología de los falsos amigos y de las ocurrencias ingeniosas. Un ejemplo de ello es «mermelada», de la que está escrito que procede de Maire malade. Y se crea la historia. Se cuenta que encontrándose enferma María Estuardo, reina de Escocia (1542-1567), su séquito francés habría dicho: Marie est malade («María está enferma»), mientras su médico le daba naranjas con miel para aliviarla. La frase habría evolucionado a mermalade. No existen pruebas documentales que apoyen esta hipótesis, pero parece que «mermelada» proviene del gallego-portugués marmelada, que es ‘confitura de membrillo’ (marmelo es membrillo en gallego y portugués), y esta a su vez del latín melimelum (un tipo de manzana) que tiene su origen en el griego. Ya en 1238, Ibn Razin al-Tuyibi en su libro de gastronomía Relieves de las mesas, acerca de las delicias de la comida y los diferentes platos se refiere a la mermelada como a unas obleas que se desmigaban en miel para elaborar dulces. En 1480, la palabra aparece por primera vez en inglés, y se divulga en el siglo XVII.

Caso parecido es el de la palabra «taxi», que algunos consideran que proviene de la familia Tax. Fue Franz von Taxis —se dice— el creador del concepto «taxi», cuando abrió la primera línea de coches de posta entre Holanda y Francia, a instancias de Maximiliano I, para el transporte de correo entre sus residencias de Osnabrück y Bruselas, en 1490. En 1504 Franz von Taxis monopolizaba ya las rutas en España. Fue tal el éxito de estos vehículos y del servicio que prestaban, que la familia Von Taxis fue elevada al rango de condes en el siglo XVII, recibiendo también el título de Cartero Maestro. Pero parece que «taxi» es una palabra truncada de «taxímetro», del griego taxis, ‘tarifa, tasa’, y metro, ‘medida’.

A veces hay casos de curiosa equivocación, como es el del aragonito, una de las formas naturales del carbonato cálcico, que se da en Molina de Aragón (Guadalajara); el mineralogista Abraham Gottlob Werner le puso el nombre en 1788, pensando que Molina estaba en Aragón; o la andalucita, silicato de alúmina natural, del que Jean-Claude Delamètherie (1743-1817) creyó que procedía de Andalucía, siendo los ejemplares de El Cardoso (Guadalajara), población que él suponía en Andalucía.

De todo ello podemos resumir:

— estas palabras nacen para cubrir una necesidad;

— suelen tener una fecha conocida de origen, o al menos de uso;

— no suelen tener sinonimia, ya que son muy concretas;

— a veces se someten a las mismas normas de morfología que una palabra patrimonial.

Actualmente hay miles de palabras con estas características, aunque muchas pertenecen al lenguaje técnico: médico, químico, científico, etc., y por ello no son de uso cotidiano ni popular. Está claro que muchas de ellas no se recogen en los diccionarios habituales. Por ejemplo, mi amigo Ángel Rumbero, químico orgánico en la Universidad Autónoma de Madrid, por deseo de su director ha dejado su apellido en la rumberina, nuevo alcaloide oxindólico que halló hace unos años en la planta Hamelia patens. Pero nosotros vamos a prescindir de todos esos términos técnicos y a considerar solo los más cercanos a nosotros, aquellos que podemos reconocer, esos que quizás utilicemos con frecuencia sin saber de dónde provienen. Y sobre todo aquellos cuyo nombre no es tan transparente, aquellos de los que no se adivina a la primera su origen.

No hablaremos por supuesto de los gentilicios (madrileño, ruso, alemán), que en nuestra lengua son miles; ni de los patronímicos.

Eponimón no es, pues, un diccionario de epónimos ni una obra técnica de filología ni un frío listado de palabras procedentes de un nombre o ciudad; es un libro sobre etimologías de palabras muy concretas, que nacen en un momento y una zona geográfica determinados. Son palabras con cierta carga histórica. Es una reflexión sobre nuestra lengua, la que hablamos cada día, y sobre su poder de creación de léxico. Es un libro que nos cuenta curiosidades, momentos de gloria para algunos términos, y otros teñidos de connotaciones negativas.

Así pues, podemos encontrarnos epónimos que indican arquetipos de persona (un sansón); grandes inventos (jacuzzi), aunque sean terribles (guillotina); actitudes ante la vida (sadismo); lugares de donde proceden productos naturales (pavía) o donde se manufacturaron (lona); personajes reales (aristarco), mitológicos (venus) o de ficción (quijotesco); que entraron por vía culta (ateneo) o por la chimenea del humor (juanete); sustantivos (buganvilla), adjetivos (platónico), verbos (pasteurizar) o sintagmas complejos (síndrome de Asperger); epónimos directos (silueta) o de doble evolución (barniz); presentes en acrónimos (talgo), palabras truncadas (saxo), y aglutinadas (vivalavirgen).

Todos ellos han llegado hasta nosotros. Casi dos mil palabras, ordenadas temáticamente, para que cuando pasemos por una academia, nos crucemos en la calle con un grupo de guiris, pidamos longaniza en la charcutería o cerezas en la frutería, veamos un bikini en la playa, sepamos que estas palabras han surgido a raíz de una persona o un lugar concretos. Y, ¡cosas de la vida!, si usted va a Barcelona y pide en una cafetería un bikini, le servirán un sándwich de jamón y queso; ello tiene su origen en una sala de baile así llamada, en donde se servía con frecuencia este bocadillo en los ochenta del siglo pasado.

Que ustedes lo disfruten al leerlo tanto como yo al escribirlo.