
(A vueltas con los latinos)
La historia de Roma se inicia en el año 753 a.C. con su fundación. El primer sistema de gobierno fue la monarquía. Durante dos siglos y medio siete reyes rigieron sus destinos con desigual acierto. Una historia poco conocida y entremezclada con las leyendas propias de los primeros años de cualquier reino, redactadas mucho después, y casi siempre con tintes épicos.
El origen de Roma está vinculado al Palatino, una de las siete colinas sobre las que fue fundada la ciudad. Allí, cuenta la leyenda, había una cueva en la que la loba Luperca amamantó a los gemelos Rómulo y Remo. Cuando estos crecieron, decidieron fundar una nueva ciudad, pero Rómulo mató a Remo por atravesar la línea del pomerium, y construyó su vivienda en el centro del Palatino. Era el 753 a.C. En esta colina construyeron más tarde sus palacios Julio César, Augusto, Tiberio, Nerón y Domiciano. El Palatino es hoy un gran museo al aire libre. Del nombre de esta colina tenemos el palacio, «casa destinada para residencia de los reyes», o bien «casa suntuosa, destinada a habitación de grandes personajes»; palacete, «casa de recreo construida como un palacio, pero más pequeña»; palacial y palaciego, perteneciente o relativo al palacio; paladín, «caballero fuerte y valeroso que, voluntario en la guerra, se distingue por sus hazañas»; palatinado, «dignidad o título de uno de los príncipes palatinos de Alemania». Decimos asimismo frases como hacer alguien palacio, «hacer público lo escondido o secreto».
Enfrente estaba la colina del Capitolino, donde se levantaba el templo de Júpiter, con sus tres cellae consagradas a la tríada capitolina. Hoy tenemos capitolios en muchas partes del mundo, el más célebre, el de Washington, que alberga las dos cámaras del Congreso de Estados Unidos y una de las mejores bibliotecas del mundo.
Los últimos años de la monarquía fueron de gran tensión, y nos han dejado una lucrecia como modelo de mujer casada, y una tarquinada, «violencia sexual cometida contra una mujer». Sí, Sexto Tarquino, hijo de Tarquino el Soberbio (último rey de Roma, reinó del 534 al 509 a.C.), violó a Lucrecia, la esposa de su primo Tarquino Colatino, que era un modelo de abnegación por la casa y el marido, y a raíz de aquella aberración se suicidó. Aquel hecho provocó su derrocamiento y el advenimiento de la República romana en el 509 a.C.
En el polo opuesto tenemos a las mesalinas, ya que Valeria Mesalina (25-48 d.C.) fue tan aficionada al sexo (una ninfómana de pies a cabeza; porque ¡vaya cómo se las gastaban las ninfas!) que, aun siendo esposa del emperador Claudio, acudía a los burdeles y, bajo el nombre de Lycisca, competía con las prostitutas más voraces para ver quién aguantaba más tiempo y con más hombres seguidos. Y llegó a lamentarse de que ellas no se tomasen el concurso a pecho y fueran perdiendo interés a lo largo de la noche.
En los primeros años de la República destaca Gayo Mucio Escévola, que sacrificó el brazo derecho en la guerra contra los etruscos. De ahí tenemos en el vocabulario médico el escevolismo o automutilación. Se cuenta que, vestido de etrusco, entró en la tienda del rey Lars Porsena para darle muerte, pero se equivocó de persona. Rodeado al instante por los soldados de la guardia real, que enarbolaban antorchas, es amenazado con someterlo al fuego si no responde quién es, por dónde llegó y cuántos se hallaban con él. Mucio, demostrando absoluta entereza, introdujo su mano derecha —la misma que había clavado la espada en la persona errada— en un brasero que tenía a su lado, y mientras el fuego consumía su carne, entre el terrible sonido de la combustión, exclamó con total impasibilidad: «Poca cosa es el cuerpo para quien solo aspira a la gloria». Desde entonces se le conoció con el sobrenombre de Escévola, el «izquierdo».
A otro Mucio Escévola, llamado Quinto, cónsul en el año 95 a.C., se debe una sentencia de carácter jurídico, la caución muciana, relacionada con el derecho hereditario. Fue recogida por las Partidas de Alfonso X el Sabio, aparece en distintos proyectos del Código Civil y se plasma en el artículo 800 del vigente Código. El derecho romano nos ha dejado muchos epónimos, ya que las leyes se conocían por el nombre de quien la proponía; sería, pues, interminable hacer una lista completa, pero por incidir en otro término con repercusión en nuestros días, citaremos la lex Aquilia (promulgada en el siglo III a.C.), ley que establecía una indemnización a los propietarios de los bienes lesionados por culpa de alguien.
Con pocos años aún de vida, la República romana sufrió una primera crisis. Según cuenta la tradición, en uno de los conflictos entre patricios y plebeyos, en el año 494 a.C., los plebeyos se retiraron al Aventino y amenazaron con fundar una nueva ciudad. Entonces los patricios cedieron a sus peticiones. Desde entonces estar en el Aventino significa retirarse, aislarse, abandonar un trabajo reivindicando algo. Por analogía, durante el régimen fascista que lideró Benito Mussolini se llamó secesión aventina a la actitud de los diputados opositores que abandonaron las tareas legislativas durante varios meses, en protesta por el asesinato de Giacomo Matteotti (1885-1924) ocurrido en 1924.
Y puesto que ha salido antes un Gayo a relucir, puede resultar de interés señalar el origen de tocayo: «respecto a una persona, otra que tiene su mismo nombre», siendo su origen la frase ritual del matrimonio romano en que a la pregunta del novio «¿quién eres tú?», ella respondía, ubi tu Caius, ego Caia, «donde tú (seas llamado) Cayo, yo (seré) Caya».
Etimología interesante la que nos ha dejado un patricio romano del siglo V a.C. en una ciudad de Estados Unidos. ¿Sí? ¿Cómo es posible? Lean atentamente. Lucio Quinctio Cincinnato era un austero patricio que trabajaba él mismo sus tierras. En el año 458 a.C., cuando los ecuos atacaron a los romanos, Cincinnato fue nombrado dictador (en la Roma republicana, un dictador era un magistrado dotado de poder absoluto durante seis meses, y era designado en momentos difíciles para agilizar la toma de decisiones). Cuando se le informó de su designación abandonó el arado, se encaminó al foro, reunió un ejército, marchó al campo de batalla, derrotó a los ecuos, volvió a Roma, renunció inmediatamente a la dignidad dictatorial sin intentar usar el poder absoluto más de lo necesario, y regresó a su finca. Fue dictador durante seis días. En Roma se convirtió en paradigma del uso del poder sin su abuso. Pues bien, cuando en Estados Unidos acabó la guerra de Independencia (1783), se fundó la Sociedad de los Cincinnati para miembros que habían servido desinteresadamente a la patria y que, tras la guerra, regresaban de nuevo a sus profesiones, especialmente el cultivo del campo. Así nació Cincinnati, ciudad del estado de Ohio, fundada en 1788 por John Cleves Symmes con el nombre de Losantiville, aunque dos años más tarde fue renombrada por Arthur St. Clair como Cincinnati en honor de la Sociedad de los Cincinnati, de la que era presidente.
No es este el único ejemplo de influjo de los antiguos en el mundo moderno. En efecto, a finales del siglo XIX surgió en Inglaterra el fabianismo, movimiento socialista de carácter reformista, del inglés Fabianism, y este de Fabian [Society] por alusión a Quinto Fabio Máximo Verrucoso, cónsul y dictador romano del siglo III a.C. (275-203 a.C.), apodado más tarde cunctator, el contemporizador, en cuyos métodos dilatorios para alejar al enemigo se basaba dicha sociedad, cuyos miembros son llamados fabianos.
En la segunda guerra samnita, en un enfrentamiento entre romanos y samnitas donde estos salieron vencedores (321 a.C.), capturaron a cuarenta mil soldados romanos y les obligaron a despojarse de sus armas y a pasar vestidos solo con una túnica bajo una lanza horizontal sostenida por otras dos clavadas en el suelo. Esta humillación se produjo en el desfiladero llamado de las Horcas Caudinas, que recibía este nombre por la proximidad de la ciudad samnita de Caudium, situada al este de Capua. Desde entonces hacer pasar a alguien por las horcas caudinas significa hacerle pa- sar por el aro, someterlo contra su voluntad.
Si ahora tomamos el coche y descendemos hasta Apulia, nos encontraremos con el lago Pantanus (hoy Lesina), que ha dado nombre al pantano, «hondonada donde se recogen y naturalmente se detienen las aguas, con fondo más o menos cenagoso».
Dentro de la República romana destacan dos Catones y de los dos hemos conservado epónimos. En efecto, Marco Porcio Catón, llamado el Viejo o el Censor (234-149 a.C.), fue un estadista, que comenzó su carrera militar a los dieciséis años luchando contra Aníbal, el general cartaginés que profesó desde los nueve años odio africano a Roma. Fue elegido tribuno, cuestor de Escipión en Sicilia (205), gobernador de Cerdeña (198) y, finalmente, censor (184). Pidió encarnizadamente la destrucción de Cartago. En sus obras dejó testimonio de su espíritu avaro y de sus conocimientos en agricultura y en el derecho. Combatió el lujo y las nuevas costumbres que venían de Grecia creyéndolos un peligro para la clase media agrícola romana y, por tanto, para la República. De él nos quedan catón como «censor severo», catoniano, aquel que tiene las virtudes de Marco Porcio Catón, y catonizar, censurar con rigor y aspereza.
De su hijo, Marco Porcio Liciniano (192-152 a.C.), que combatió a las órdenes de Paulo Emilio y escribió varias obras de derecho, tenemos la regla catoniana, «principio de derecho según el cual, para poder apreciar la validez de un legado, se debía presumir que la muerte del testador había tenido lugar inmediatamente después de hacer testamento. Si en aquel momento el legado era nulo, ningún hecho posterior podía darle validez».
Finalmente, de un poeta y moralista latino del siglo III d.C., a quien se le atribuyen cuatro libros de sentencias morales que, con el título de Liber Catonis philosophiae, fueron muy divulgados en la Edad Media, tenemos la palabra catón, «libro compuesto de frases y períodos cortos y graduados para ejercitar en la lectura a los principiantes». Yo aprendí a leer con un catón, y muchos de los que estén leyendo estas páginas lo recordarán con agrado. Hace años una compañía de humor hizo en teatro una parodia sobre aquel método de aprendizaje, titulada El florido pensil.
Dentro del derecho romano es preciso hablar de la escuela sabiniana (de Masurio Sabino, 15-62 d.C.), una de las dos escuelas más importantes de derecho que hubo en Roma durante los siglos I y II. Los sabinianos fueron más tarde conocidos como casianos por uno de los alumnos de Sabino, Gayo Casio Longino, tercer jefe de la escuela. Se dedicaban al derecho como profesión, frente a los proculeyanos, escuela que fue creada por Marco Antistio Labeón (48 a.C.-18 d.C.), pero debe su nombre a Próculo, uno de sus más destacados jurisconsultos; estos eran más innovadores y consideraban el derecho como un ejercicio libre de los aristócratas.
A veces tenemos un interesante proyecto, pero no sabemos cómo sufragarlo. Si los bancos no nos conceden los créditos esperados (muy probable), podemos buscar entonces a un mecenas, nombre de un político romano y protector de las letras (Gayo Cilnio Mecenas, 69-8 a.C.). Procedía de una familia etrusca, y fue consejero y amigo del emperador Augusto. Se rodeó de hombres de letras como Virgilio, Horacio, Vario, Sexto Propercio o Mesala Corvino, a los que albergaba en su casa de campo. Él mismo escribió poesía, diálogos y obras de historia natural. Desde entonces un mecenas es una «persona que patrocina las letras o las artes», y el mecenazgo, la protección dispensada por una persona a un escritor o artista.
Un escritor que nos ha dejado varias palabras ha sido Marco Tulio Cicerón (106-43 a.C.). De origen plebeyo, su familia poseía una gran fortuna. Como conservador, esperó a que Sila derrotara a los demócratas para entrar en la vida pública como abogado en el año 80. Estudió en Atenas con Zenón, y luego en Esmirna y Rodas, para regresar a Roma a la muerte de Sila (78). Fue elegido cuestor de Sicilia y derrotó en los tribunales a Verres. Su fama creció y fue elegido pretor en el 66 y cónsul en el 63. Recibió del Senado poderes ilimitados para acabar con la conjura de Catilina, contra quien escribió las célebres Catilinarias, cuatro discursos pronunciados a fines del 63 a.C.
Ante el ascenso de su enemigo Clodio en el primer triunvirato, Cicerón hubo de expatriarse en el 58 y perdió todos sus bienes, pero regresó un año después. Desde el 52 se mantuvo apartado de la política y se dedicó a escribir. Acabó uniéndose a Pompeyo y, tras la derrota de este en la guerra civil, obtuvo el perdón de Julio César. Asesinado este (44 a.C.), apoyó a Octaviano contra Marco Antonio, contra quien pronunció catorce filípicas, discursos que tienen su modelo griego en las cuatro invectivas de Demóstenes contra Filipo II de Macedonia; y que hoy día significan invectiva contra un político. Su nombre ha dado origen a un cicerón, hombre muy elocuente, pero también al cicerone, guía que enseña y explica las curiosidades de una ciudad, monumento, etc.; y a cícero, unidad de medida usada en tipografía para la justificación de líneas y páginas, ideado por el tipógrafo Pierre Simon Fournier en 1737, basándose en una letra de 11 puntos con la que se habían impreso en 1469 las Epistulae ad familiares de Cicerón.
Cicerón tenía un esclavo, Marco Tulio Tirón (104-4 a.C.), que lo fue hasta 53 a.C. en que obtuvo la libertad, y lo convirtió en su secretario y amigo. Fue el inventor de un sistema de taquigrafía, con el que tomaba los discursos de Cicerón. De ahí tenemos las notas tironianas, signos taquigráficos que se usaron en la Antigüedad y en la Edad Media.
Lucio Licinio Lúculo (118-56 a.C.) fue un político y hábil general, aunque de poco tacto. Sirvió a las órdenes de Sila en la guerra civil (90-88 a.C.); alcanzó el cargo de cónsul en el año 74 a.C., y se le encomendó la dirección de la guerra contra Mitrídates VI. La campaña fue triunfante, pero una rebelión de sus tropas, unida a la duración de la campaña, llevó al Senado romano a retirar a Lúculo del mando, culpándole de usar la guerra en beneficio propio. Las imputaciones de rapiña no eran gratuitas, porque Lúculo regresó muy enriquecido, convirtiéndose en una de las mayores fortunas de Roma. Desde el 66 a.C. se dedicó a su vida privada. Se construyó una enorme mansión en el monte Pincio, donde la opulencia y el lujo que le rodeaban eran ejemplo de la exquisitez y la elegancia. Casi a diario celebraba espléndidas cenas en alguno de los doce comedores de su mansión. Este es el origen de la expresión banquetes luculianos.
La anécdota más conocida es la que dio lugar a la expresión «hoy Lúculo cena en casa de Lúculo», frase que se emplea para indicar que un exquisito en la mesa lo es siempre, sin necesidad de tener invitados. Nos ha llegado a través de las Vidas paralelas de Plutarco. «Una vez que cenaba solo, sin tener ningún invitado, le sirvieron una cena mediocre. Él, llamando a su mayordomo, lo amonestó. Este se excusó diciendo que, al no haber ningún invitado, no había creído necesario servir una cena más ostentosa. Lúculo respondió: “¿No sabías que Lúculo cenaba hoy con Lúculo?”» (Plutarco, Lúculo XLI, 3).
Estando Lúculo en Cerasus, ciudad griega del Ponto asentada en la costa sur del Mar Negro, vio un fruto rojo y dulce que los griegos habían bautizado con el nombre de la ciudad, cerasia, cerezas, y se lo llevó a Roma. De allí procede también la cereza póntica, es decir, la guinda (Prunus cerasus). Sin salirnos del Ponto, allí se preparaba la carne en bolas añadiendo huevo, pan rallado y especias, que eran llamadas kárya pontiká, y a través del árabe ha dado nuestras albóndigas.
Volviendo a la frutería podemos degustar manzanas, del latín mala mattiana, variedad por injerto atribuida a C. Mattio Calvena, tratadista de agricultura del siglo I a.C., amigo de César. Las mala mattiana son ya citadas por Plinio en su Historia natural.
Pero en Roma el personaje que más léxico nos ha legado, sin duda, es Gayo Julio César (100-44 a.C.). César fue el sobrenombre de la familia Julia, que como título de dignidad llevaron juntamente con el de Augusto los emperadores romanos, y fue también distintivo especial de la persona designada para suceder en el Imperio. Todos los emperadores romanos adoptaron el título en memoria de Julio César. Algunos emperadores germánicos adoptaron también el título de César.
Aparte de un cráter lunar denominado Julio César, su nombre lo vemos en otros títulos de jefe político o militar en distintas lenguas. Por ejemplo, káiser (de Caesar, jefe militar), «título de los emperadores de Alemania y Austria», o zar (del ruso tsar), «título que se daba al emperador de Rusia y al soberano de Bulgaria». Y de este sus derivados, zarévich, príncipe primogénito del zar reinante; zarina, esposa del zar, o emperatriz de Rusia, zarismo, «forma de gobierno absoluto, propia de los zares».
Asimismo tenemos cesareón, templo que se construía en honor de un césar o de un emperador. Conservamos cesariano, perteneciente o relativo a Julio César; cesarismo, sistema de gobierno en el cual una sola persona asume y ejerce los poderes públicos; y cesarista, partidario del cesarismo. A finales del siglo IV se inicia el cesaropapismo, sistema de gobierno autocrático que concentra la autoridad temporal y espiritual en la persona del emperador, encargado de organizar la vida pública y delegado de la autoridad divina. Este sistema tuvo nuevos brotes en la época moderna, ya que el josefinismo o josefismo fue un sistema de gobierno cesaropapista impuesto por el emperador José II de Austria, que reinó entre 1765 y 1790. Su característica esencial consistió en una reforma radical de las relaciones entre la Iglesia católica romana y el Estado, de forma que fuera este el que dirigiera la política religiosa en sus territorios fuera de los designios papales. En sus orígenes se encuentra el galicanismo, sistema doctrinal iniciado en Francia, de donde el nombre, que postulaba la disminución del poder del Papa en favor del episcopado y de los grados inferiores de la jerarquía eclesiástica y la subordinación de la Iglesia al Estado. En el fondo se esconden también los postulados febronianos, de Juan Nicolás Hontheim, Febronio, canonista alemán del siglo XVIII, que rebajaban el poder pontificio y exaltaban la autoridad de los obispos.
Más interesante es la operación cesárea, consistente en extraer el feto por vía abdominal. La ley romana ordenó su práctica desde los tiempos de Numa Pompilio. Julio César nació de esta forma y, parece que por eso, se denominó así a la operación. También existen los agripas, personas que han venido al mundo con los pies por delante, según cuenta Plinio en su Historia natural (VII, 45,2), de Agripa (< aeger partus, ‘parto doloroso’).
Muchas ciudades fueron mandadas fundar por Julio César, algunas llevan aún su nombre directamente, todas esas Cesareas repartidas por el Mediterráneo; otras pueden despistarnos, como Zaragoza (< Caesaraugusta), porque la fundación se debe a César Augusto, su hijo adoptivo. Pero más sorprendente es la alcaicería, que se define como una «lonja a modo de bazar donde tenían los mercaderes sus tiendas», del árabe qasariya, de Qáisar, nombre que daban los árabes al emperador romano, Caesar. Alguna de estas se especializó en el comercio de las sedas, siendo una de las más famosas la de Granada.
Pero además recordamos al ilustre general por su nomen. Lo tenemos en el calendario juliano, así llamado porque fue reformado por el astrónomo Sosígenes de Alejandría, a instancias suyas. Este calendario sustituyó al lunar, en el que los meses comenzaban cada luna nueva. Para corregir los desfases acumulados, hubo un año de ajuste que se llamó año de confusión, porque duró 445 días. En el 44 a.C. se acordó que el año había de durar 365 días y que, cada cuatro, habría uno de 366, denominado bisiesto. Además se decidió que el séptimo mes del año se llamaría julio en su honor, que hasta entonces se había llamado quinctilis. Este calendario, palabra que procede del día 1 de cada mes, las kalendae, duró hasta 1582, en que el papa Gregorio VII mandó actualizarlo. El nuevo calendario, aún hoy vigente en casi todo Occidente, fue llamado gregoriano. Y puesto que los griegos no tenían la palabra calendas, hacer o dejar una cosa ad kalendas graecas equivale a decir que nunca jamás se va a realizar.
Pero no debemos confundir a personajes homónimos y atribuirle a César todas las frases, ya que o césar o nada (aut Caesar aut nihil) la usaba la corte que adulaba a César Borgia, a quien Maquiavelo llamó «el hombre más grande de su tiempo» tomándole como héroe de El príncipe. O la ensalada César, que lleva lechuga, trocitos de pan tostado aliñados y queso parmesano. Su nombre se debe al inventor de este plato, el cocinero italiano César Cardini, que la presentó en Tijuana en 1926.
Compañero de Julio César en el triunvirato fue Marco Licinio Craso (115-53 a.C.), que se enfrentó con un ejército romano a los partos en la batalla de Carras (53 a.C.). Allí utilizaron los partos una táctica militar que se ha llamado tiro parto o armenio, ya que estos pueblos fueron los primeros en emplearla. Consiste en una retirada fingida de los arqueros a caballo disparando tras sus hombros. En un preciso momento, y mientras los caballos galopan, el jinete da la vuelta para lanzar flechas al ejército enemigo. Esta maniobra requería gran destreza, ya que el arquero debía emplear el arco utilizando ambas manos, y entonces solo se podía controlar el caballo con las piernas. Y hablando de armenios, debemos citar el armiño, animal propio de este país.
El sobrino e hijo adoptivo de Julio César, Augusto, le sucedió en el poder. Gayo Julio César Octaviano (63 a.C.14 d.C.), tal era su nombre, fue el primer emperador de Roma, más conocido como Octaviano Augusto. A sus 19 años acudió a Roma a la muerte de César. Formó el segundo triunvirato con Marco Antonio y Lépido, pero ello no disminuyó su rivalidad con el primero, rivalidad que acabó con la derrota de Antonio en Actium y la anexión de Egipto (31 a.C.). Su gobierno fue de gran bonanza y se alcanzó la paz en distintos territorios, por lo que se habló de paz augusta y paz octaviana. En el año 27 a.C. el senado le confirió el título religioso de Augustus. Imprimió su sello a la época en que vivió, por lo que se denominó ese período como siglo de Augusto.
En su honor se cambió en el año 8 a.C. el sexto mes del año, sextilis, en augustus, nuestro agosto. Pero dar su nombre al mes le pareció poco a Octaviano, quien consideraba que aún no había alcanzado la misma gloria que Julio César, porque iulius tenía 31 días y augustus solo 30. Esta alternancia se debía a que el mes lunar tiene una duración de 29 días y medio, por lo que el año lunar había establecido que un mes tuviera 30 y otro 29. Más tarde, cuando en el año solar se añadió un día a cada mes, pasaron a 31 y 30 respectivamente. Augusto dio 31 días a su mes, y mandó alterar la duración de los meses siguientes. Por ello aún hoy, dos mil años después, julio y agosto tienen 31 días cada uno.
Hay que decir, no obstante, que hubo otro emperador, Domiciano, que cambió el nombre no de un mes, sino de dos, por el suyo. Nos lo cuenta Suetonio: «Después de sus dos triunfos, asumiendo el título de Germánico, cambió los nombres de los meses de septiembre y octubre por los de germánico y domiciano sacados de sus títulos, porque en el primero había recibido el imperio y en el segundo había nacido» (Vida de los doce Césares, VIII, 13). Pero su gobierno cayó en desgracia, fue asesinado en el 96 d.C. y sufrió la damnatio memoriae, que borró el recuerdo de su persona.
Por ser también agosto el tiempo en que se hace la recolección de granos, hacer alguien su agosto significa hacer su negocio, lucrarse, aprovechando la ocasión oportuna para ello. Y por ser mes de tanto calor, surgió agostar, que es «secar o abrasar las plantas». Pero también tenemos agosta, que en Andalucía es la «cava de las viñas», agostadero, «lugar donde agosta el ganado», y agostizo, «propio del mes de agosto».
Augusto dio asimismo su nombre a muchas ciudades que mandó fundar o reconstruir. De todas ellas nos interesa aquí mencionar las que han conservado su nombre, aunque sea evolucionado, como son Aosta (< Augusta Praetoria), Augsburgo (< Augusta Vindelicorum), o Autun (< Augusta Aeduorum).
Augusto tuvo un médico personal, Antonio Musa, un esclavo a quien manumitió tras curarle este una dolorosa artrosis en el año 23 a.C. Linneo le dedicó la familia de las musáceas, plantas angiospermas monocotiledóneas perennes, algunas gigantescas; ejemplos son el banano y el abacá. El hermano de Musa, Euforbo, fue a su vez médico del rey Juba II de Numidia, y en su honor se nombró la familia de euforbiáceas, como el ricino. El euforbio es una planta africana de esta familia, con un tallo carnoso de más de un metro de altura, anguloso, y de la que —por presión— se extrae un zumo muy acre, que al secarse da una sustancia resinosa, el látex, usada en medicina como purgante. Plinio dice que Juba II escribió sobre esta planta y le dio el nombre de su médico.
El segundo emperador romano fue Tiberio Julio César, que gobernó entre el 14 y el 37 d.C. Nació el 42 a.C. en Roma con el nombre de Tiberio Claudio Nerón. Era hijo de Tiberio Claudio Nerón y de Livia Drusila. Augusto lo nombró heredero por influencia de Livia. Tiberio murió asesinado el año 37 d.C. en Miseno, cerca de Nápoles, y de él tenemos armar o montar un tiberio, como sinónimo de follón, confusión, alboroto. En su honor mandó erigir Herodes Antipas una ciudad al borde del lago de Galilea, a la que llamó Tiberíades, nombre que adoptó finalmente el lago.
El último emperador de la dinastía julioclaudia fue Nerón (37-68 d.C), que reinó entre los años 54 y 68. Se llamó Nerón Claudio César Germánico. Tras el asesinato de su tío Claudio, la guardia pretoriana, dirigida por el prefecto Sexto Afranio Burro, lo proclamó emperador; tenía solo diecisiete años. Asesorado por Burro y Séneca, los cinco primeros años de su mandato estuvieron presididos por la moderación y la clemencia, pero a partir del 59 perdió los papeles: mandó asesinar a su madre, ejecutó a su esposa Octavia, ordenó a Séneca que se suicidara, filósofo estoico nacido en Corduba el 4 d.C., que ha dado lugar a un séneca, un sabio. «Mi senequita» llamaba santa Teresa a san Juan de la Cruz. Parece que Nerón fue el responsable del incendio de Roma en julio del 64. El Senado lo declaró enemigo público. Se suicidó el 9 de junio del año 68. Nos ha quedado el término nerón para señalar a un hombre muy cruel, y el adjetivo neroniano como despiadado y sanguinario.
Pero quizás la palabra más interesante sea mero, a la que casi todos los etimologistas con Joan Corominas a la cabeza consideran que procede del catalán nero, y este del latín Nero, Nerón. Sí, sí, mero, ese pez sabroso («de los pescados, el mero, y de la carne, el carnero»), por la gran voracidad y crueldad que se atribuye a este pez de boca y tamaño enormes.
A Nerón lo sucedió Vespasiano, que en el año 70 de nuestra era gravó con un impuesto a curtidores y bataneros para permitirles depositar grandes recipientes a las entradas de los urinarios públicos y vaciarlos después. Esta orina era una materia prima de gran importancia en el curtido de las pieles, así que lo que se gravaba era el mercado mismo de los curtidores. De ahí conservamos aún vespasiana como urinario público. Cuenta Suetonio que su hijo Tito le recriminó su mezquindad por cobrar la orina. Cuando Vespasiano recogió la primera remesa de impuestos, dio a su hijo una bolsa llena con los sestercios recaudados, que este aceptó gustoso. Entonces el emperador le recordó su recriminación y le espetó: pecunia non olet, «el dinero no huele» (Vida de los doce Césares, VIII, 23, 3). Desde entonces no importan los orígenes del dinero o del poder.
En el siglo II destaca el gobierno del emperador de origen hispano Adriano (117-138). Bajo su mandato los cristianos construyeron algunos recintos para el culto, que los historiadores han llamado adrianeos. Dentro del arte romano hay que destacar el estilo toscano, que se distingue por ser más sólido y sencillo que el dórico.
Pasando ya al siglo III, nos encontramos con Marco Aurelio Antonino Basiano (188-217), emperador romano conocido como Caracalla. Su padre, Septimio Severo, lo nombró augusto junto con su hermano Geta, al que asesinó. Fue muy sanguinario. Mandó construir las termas que llevan su nombre y aseguró la frontera del norte. Promulgó en 212 la Constitutio Antoniniana, por la que extendía la ciudadanía a todos los súbditos del Imperio. Fue asesinado por el jefe de la guardia pretoriana. Su nombre ha quedado en la caracalla, prenda de vestir de origen galo, a manera de sobretodo, adoptada por los romanos. Su uso fue introducido por él mismo, que por ello tomó el sobrenombre de Caracalla. Hizo esta prenda obligatoria entre los soldados y ordenó que nadie se presentara sin ella en sus recepciones. En Roma se hizo más larga esta prenda (caracalla antoniniana, o sea, la impuesta por el emperador) sin dejar de usarse la corta, propia del estilo galo. Aún en el edicto de Diocleciano (301 d.C.) se habla de caracalla maior (hasta los talones) y minor. Se conoce asimismo con este nombre un peinado que estuvo de moda en el siglo XVIII. Y también ha permanecido su memoria en el antoniniano, moneda de plata que se introdujo en el año 215, durante el gobierno de Caracalla, con el valor de dos denarios. Más tarde, durante la decadencia del Imperio romano, acabó por reemplazar al denario.
Muy pocos años después (218) fue elegido emperador Heliogábalo (204-222), cuyo nombre era Vario Avito Bassiano. Primo del recién asesinado Caracalla, las tropas romanas de Emesa lo nombraron emperador con 14 años. Tomó el nombre de Marco Aurelio Antonino Augusto, recibiendo tras su muerte el sobrenombre de Heliogábalo. La extravagancia y la corrupción fueron las principales características de su gobierno. Durante su mandato prescindió de las tradiciones religiosas de Roma. Reemplazó al dios Júpiter, cabeza del panteón romano, por un nuevo dios, Deus Sol Invictus. La propia guardia pretoriana le dio muerte cuando contaba solo 18 años. De él nos ha quedado heliogábalo, como «persona dominada por la gula, glotón».
En la construcción hay que citar el meniano, galería saliente en la casa romana construida generalmente sobre las tabernae, de C. Maenius, censor romano en 318 a.C., que realizó este tipo de construcción en el foro.
En radio y en televisión son cada vez más frecuentes las tertulias, que en un principio eran «cierta parte del teatro donde se reunían hombres cultos para conversar», los tertulianos, por la costumbre de citar a Tertuliano en sermones y cenáculos en el siglo XVII. Hoy día esta palabra va dando paso a contertulio. En siglos anteriores debían ser eruditos y leídos, pero ¿no sienten ustedes a veces cierta vergüenza al escucharlos?
Terminamos este capítulo dedicado a los latinos, pero no podemos hacerlo sin hablar de la statera o romana, llamada así porque era el instrumento de pesaje típico y propio de la cultura romana, formado por una palanca de brazos muy desiguales, con el fiel sobre el punto de apoyo. El cuerpo que se ha de pesar se coloca en el extremo del brazo menor, y se equilibra con un peso constante que se hace correr sobre el brazo mayor, donde se halla trazada la escala de los pesos.
Completo estos dos capítulos sobre los clásicos tras haber estado en cada línea con la espada de Damocles sobre mi cabeza, porque sé que mis colegas me van a leer con lupa y he de andarme con pies de plomo. Pero superado este escollo, nos dirigimos hacia el siguiente capítulo, en el que les contaré cómo transcurrió mi vida estudiantil.