A cualquier ciudadano común le resulta familiar el término política, cuando se compara con términos de otros ámbitos del conocimiento humano: son muy pocos los que se refieren con naturalidad a la heliantina, los quarks, la eritocitrosis, la metonimia o el valor añadido. En cambio, la política forma parte de nuestro lenguaje habitual: en las relaciones familiares, en las conversaciones de negocios, en las informaciones de los medios. Se aplica el término para describir la conducta de muchos actores: tienen su «política» los entrenadores de fútbol respecto de sus jugadores, las empresas respecto de sus competidores o de sus clientes, los estudiantes y los profesores —incluso padres e hijos— en sus relaciones mutuas, etc. Y se emplea también, como es natural, cuando tratamos de quienes dicen profesar la actividad política como tarea principal y aparecen de un modo o de otro en el escenario público: los gobernantes de todos los niveles (estatales, regionales, municipales), los funcionarios, los representantes de los grupos de intereses, de los partidos, de los medios de comunicación, de las iglesias, etc.
• Pero la familiaridad con la palabra no implica que quienes la usan la entiendan del mismo modo. Política es un término multívoco, dotado de sentidos diferentes según el ámbito y el momento en que se emplea. Basta la consulta a diccionarios —o incluso a los manuales de ciencia política— para darse cuenta de ello. Un buen ejercicio para comprobarlo consiste en solicitar a un grupo de personas que den su definición espontánea de lo que entienden por política: comprobaremos la diversidad de contenidos que le asignan.
UN INTENTO DE DEFINICIÓN PERSONAL
Es útil que el lector —en este momento y antes de seguir adelante— se someta a sí mismo al ejercicio de formular una definición propia de la política. Basta que redacte unas pocas líneas sobre ello y las conserve. Le será provechoso repetir este ejercicio una vez que haya avanzado en la lectura y en el estudio de la materia para poder comprobar si se mantiene fiel a su primera intuición o la ha revisado como resultado de sus reflexiones ulteriores sobre la cuestión.
• También abundan las referencias a la política en tono despectivo o receloso: suele asociarse a confusión, división, engaño, favoritismo, manipulación, imposición, corrupción. Por lo mismo, estar «al margen o por encima» de la política se considera un valor. «Politizar» una cuestión o tomar una decisión por «razones políticas» comporta generalmente un juicio condenatorio, incluso en boca de políticos o de otros actores públicos. La política, pues, no está libre de sospecha. Al contrario: carga de entrada con una nota negativa.
• Y, sin embargo, la política también es capaz de movilizar en un momento dado a grandes sectores de la ciudadanía, incluyendo a veces a los que —si se les pregunta sobre ella— la critican. Despierta emociones positivas —y negativas— con respecto a personajes, símbolos, banderas, himnos. Ha producido y produce movimientos de solidaridad y de cooperación humana. Y se asocia con frecuencia a conceptos valiosos que la gran mayoría afirma respetar: libertad, justicia, igualdad, paz, seguridad, bienestar, bien común.
Hemos de ocuparnos, pues, de la política a sabiendas de que se trata de un concepto de manejo incómodo: es de uso habitual, pero controvertido, incluso contradictorio y presuntamente responsable de muchos males. Con todo, si queremos seguir adelante, no podemos prescindir de construir nuestra propia idea de la política. Estamos obligados a tomar una opción inicial —de carácter provisional, si se quiere—, que nos sirva de punto de arranque. A partir de aquí podremos ponerla a prueba, explorar paso a paso sus diferentes manifestaciones y analizar sus distintos componentes.
Nuestra opción es considerar la política como una práctica o actividad colectiva que los miembros de una comunidad llevan a cabo. La finalidad de esta actividad es regular conflictos entre grupos. Y su resultado es la adopción de decisiones que obligan —por la fuerza, si es preciso— a los miembros de la comunidad. Desarrollemos algo más esta propuesta siguiendo el esquema propuesto en la figura I.1.1.
FIG. I.1.1. La política como garantía de integración social.
• El punto de partida de nuestro concepto de política es la existencia de conflictos sociales y de los intentos para sofocarlos o para regularlos. La especie humana se presenta como una de las físicamente más desvalidas —¿la más desvalida?— entre los animales. En todas las etapas de su vida necesita de la comunidad para subsistir y desarrollarse. Con todo, estas mismas comunidades en las que se sitúa encierran discordias y antagonismos. Los titulares informativos nos hablan todos los días de desacuerdos y tensiones. Tienen alcance colectivo porque implican a grupos humanos numerosos, identificados por posiciones comunes. Las discrepancias pueden afectar, según los casos, al control de recursos materiales, al disfrute de beneficios y de derechos o a la defensa de ideas y valores. En más de una ocasión, la tensión o el antagonismo puede afectar simultáneamente a bienes materiales, a derechos legales o a creencias religiosas o filosóficas.
• ¿Qué explica esta presencia constante de desacuerdos sociales? ¿Por qué razón la armonía social aparece como una situación excepcional o utópica, cuando la vida en sociedad es una necesidad humana ineludible? El origen de los conflictos se sitúa en la existencia de diferencias sociales que se convierten a menudo en desigualdades. La distribución de recursos y oportunidades coloca a individuos y grupos en situaciones asimétricas. No todos los miembros de la comunidad tienen un acceso razonablemente equilibrado a la riqueza material, a la instrucción, a la capacidad de difusión de sus ideas, etc. No todos comparten de manera sensiblemente equitativa las obligaciones y las cargas: familiares, productivas, asistenciales, fiscales, etc. Tales desequilibrios entre individuos y grupos generan una diversidad de reacciones. Quienes creen disfrutar de situaciones más ventajosas se esfuerzan generalmente por asegurarlas y luchan por no perderlas. Por su parte, quienes se sienten más perjudicados aspiran por hacer realidad sus expectativas de mejora. O simplemente pugnan por sobrevivir en su misma condición de inferioridad, sin ser totalmente marginados o aniquilados. Junto a unos y otros, también los hay que se empeñan en mantener o modificar las condiciones existentes, movidos por principios y valores y no por lo que personalmente se juegan en el asunto. Esta combinación de resistencias, expectativas, reivindicaciones y proyectos genera sentimientos de incertidumbre, de incomodidad o de peligro. De aquí la tensión que está presente en nuestras sociedades: afecta a muchas áreas de relación social y se expresa en versiones de diferente intensidad.
• En este marco de incertidumbre, la política aparece como una respuesta colectiva al desacuerdo. Se confía a la política la regulación de la tensión social porque no parecen suficientemente eficaces otras posibilidades de tratarla, como podrían ser la fidelidad familiar, la cooperación amistosa o la transacción mercantil. Estos mecanismos de regulación social —ya sea para mantener el statu quo, ya sea para lograr un cierto cambio en la redistribución de posiciones y recursos— se basan, respectivamente, en los vínculos de sangre, la ayuda mutua o el intercambio económico. Cuando estos mecanismos no funcionan de manera satisfactoria para alguno de los actores empieza el ámbito de la política. ¿Qué distingue, pues, a la política respecto de otras vías de regulación del conflicto social? Lo que caracteriza a la política es el intento de resolver las diferencias mediante una decisión que obligará a todos los miembros de la comunidad. Es este carácter vinculante o forzoso de la decisión adoptada lo que distingue a la política de otros acuerdos que se adoptan en función de una relación de familia, de una amistad o de un intercambio económico.
• Esta decisión vinculante se ajusta a un conjunto de reglas o pautas. La combinación entre reglas y decisiones obligatorias aproxima la práctica política a determinadas formas de juego o de competición. Cuando en una partida de naipes, un encuentro deportivo o un concurso literario se producen momentos de desacuerdo, los participantes aceptan la aplicación obligatoria de un reglamento que han admitido de antemano. Sólo de este modo puede llegarse a un resultado previsiblemente acatado por todos, aunque sólo unos se hagan con la victoria. Es cierto que pueden darse —y de hecho se dan— disputas sobre la misma elaboración del reglamento, sobre su interpretación y sobre los propios resultados de la competición. Pero nadie negará que sin decisiones de obligado cumplimiento nacidas de unas reglas y sin algún tipo de árbitro que pueda resolver las disputas, no hay siquiera posibilidad de iniciar la partida o de llevarla a buen término.
Hemos aludido al cumplimiento obligado de las decisiones políticas. Este cumplimiento obligado presupone que la capacidad de obligar incluye el uso de la fuerza. Esta posibilidad de usar la fuerza física —o de la amenaza de recurrir a ella— es característica de la política frente a otras formas de control social. Veremos más adelante que no todas las acciones políticas integran alguna dosis de violencia. Pero no la excluyen: la tienen presente como recurso último al que acudir.
• Nos hemos referido a la «regulación» o «gestión» del conflicto: hemos evitado aludir a «la solución» del conflicto. ¿Por qué razón? El término solución evoca la idea de una salida satisfactoria para todos los implicados en la competición. Y parece claro que —incluso en las condiciones más favorables— es muy difícil conseguir esta satisfacción universal. De la acción política puede derivarse una alteración profunda de la situación anterior, lo cual no dejará muy convencidos a quienes antes disfrutaban de las mejores condiciones. En otras ocasiones, la política reequilibrará las posiciones con modificaciones que contarán con la aceptación —resignada o entusiasta, según los casos— de los diferentes afectados. Pero esta acción política puede desembocar también en una ratificación del statu quo anterior, dejando inalteradas —y, a veces, agudizadas— las sensaciones de agravio o de amenaza. En cierto modo el conflicto no desaparece, sino que —al igual que la energía— se transforma.
• Por tanto, la política no consigue siempre «solucionar» los conflictos, aunque así lo prometan y lo proclamen algunos de sus protagonistas. Cuando se gestiona o maneja una determinada disputa, lo que se procura es preservar —de grado o a la fuerza— una relativa cohesión social. Incluso la política autoritaria de los regímenes dictatoriales tiene como objetivo mantener un agregado social aunque sea sobre la base del dominio despótico de unos pocos sobre todos los demás. En cierto modo, la política —como acción colectiva— busca reducir el riesgo de desintegración. Esta desintegración social se produce cuando —ante la existencia de conflictos sociales— cada grupo decide «tomarse la justicia por su mano» acudiendo por sistema a la venganza privada.
• La política puede contemplarse, pues, como un seguro colectivo que las comunidades asumen contra la amenaza —más o menos probable— de un derrumbe del edificio social. O, si se prefiere una visión más positiva, la política se convierte en la garantía de que persistirá la cohesión de este edificio porque las tensiones provocadas por desequilibrios y desigualdades internas serán reguladas de un modo suficientemente aceptable para el mayor número de los miembros del colectivo. Así pues, la acción política —la que hacen a un tiempo los ciudadanos de a pie y los protagonistas de la escena pública— no puede ser vista como disgregadora de una previa armonía social. Al contrario: en sociedades divididas por creencias, intereses y recursos —como son todas las que conoce la historia de la humanidad—, la política es ante todo constructora de sociedad. Dicho de otra manera: la política constituye la argamasa que cohesiona a los grupos, más allá de sus relaciones y diferencias familiares, afectivas, económicas, simbólicas, vecinales, etc.
Es muy probable que este agregado social —esta sociedad concreta— que la política contribuye a conservar no se ajuste al modelo ideal que algunos —o muchos— desearían. Lo que hay que preguntarse, entonces, es qué caminos ofrece la política —en otras palabras, si existen otras maneras de gestionar los conflictos— para modificar los equilibrios (o desequilibrios) sociales y alcanzar nuevos equilibrios que se acerquen más al modelo ideal de cada uno.
LA POLÍTICA: ENTRE LA VIDA Y LA LIBERTAD
¿Cuál es el objetivo último de la política: asegurar la libertad o garantizar la vida? La teoría política se ha planteado a menudo este dilema. Si se entiende que le corresponde asegurar la libertad, no podrá hablarse de la existencia de política en sociedades sometidas al despotismo de un tirano antiguo o de un dictador contemporáneo: el despotismo no sería compatible con la política si se admite que su dominio se funda en la eliminación de las libertades. En cambio, si se acepta que toda comunidad pretende darse las condiciones mínimas para evitar su desintegración —y, con ello, salvaguardar su existencia—, la política se da tanto en sistemas autoritarios como en regímenes democráticos. Ésta es la opción que se adopta en esta obra.
¿De dónde arrancan los conflictos que la política se ve obligada a gestionar? Ya hemos dicho que la diferencia —convertida en desigualdad— está en el origen de la política. Por esta razón puede ser considerada como la gestión de las desigualdades sociales. ¿De dónde proceden estas desigualdades?
• Se originan en el hecho de que no todos los miembros de una comunidad gozan de las mismas oportunidades para acceder a los recursos básicos que facilitan el desarrollo máximo de sus capacidades personales. Esta diferencia de situación se expresa de múltiples modos:
— en el disfrute de habilidades y talentos considerados a veces —y no sin discusión— como «naturales»: inteligencia, capacidades físicas y psíquicas, sensibilidad artística, destreza manual, etc.;
— en los roles desempeñados en las funciones reproductiva y familiar según el género, la edad, el parentesco...;
— en la posición ocupada en la división social del trabajo productivo en la que los sujetos pueden desempeñar oficios o profesiones catalogados como «manuales» o como «intelectuales» y en las que asumen papeles de dirección o posiciones subalternas;
— en la capacidad de intervenir en las decisiones que se toman en los procesos culturales, económicos o de la comunicación;
— en el acceso a los recursos o a las rentas generados por la actividad económica (clases sociales) o al estatus o privilegios derivados del reconocimiento social (aristocracias de sangre, estamentos, castas, establishment...);
— en la adscripción a identidades simbólicas de carácter étnico, nacional o religioso, con todas las connotaciones culturales que comportan;
— en la ubicación en el territorio (centro-periferia, ámbito rural-ámbito urbano), que da lugar a un acceso diferenciado a recursos de todo tipo.
• Tales diferencias de situación marcan unas fracturas —cleavages o escisiones, dirán algunos autores— entre grupos, cada uno de los cuales comparte unas determinadas condiciones: sociales, de género, culturales, económicas, etc. De las relaciones asimétricas entre estos grupos nacen constantemente tensiones que pueden requerir un tratamiento político. Existen diferencias de situación o de convicción entre asalariados y empresarios, entre generaciones de diferente edad, entre diferentes grupos religiosos, entre distintas comunidades nacionales, entre los dos géneros, entre agricultores y ganaderos, entre países pobres y países ricos, entre grandes empresas y pequeñas empresas, etc.
• No importa sólo que las diferencias tengan un fundamento objetivo o cuantificable, que pueda medirse en términos monetarios: por ejemplo, la desigualdad entre patrimonios o rentas. También importa la percepción social de la diferencia. Es decir, que la sociedad atribuya valor o prestigio a determinadas situaciones, mientras que otras sean vistas como negativas o de menor valor: por ejemplo, el prestigio que la pertenencia a una u otra casta conlleva en una sociedad como la india. El valor o el desvalor —el prestigio o el desprestigio— que la sociedad imputa a cada situación originan discrepancias y enfrentamientos porque quienes ocupan posiciones no valoradas no suelen conformarse con ellas, y quienes disfrutan de posiciones de prestigio no quieren perderlas. Desde esta perspectiva, el origen de la política puede atribuirse también a una desigual distribución de valores en una determinada sociedad y a los intentos de corregirla (Easton).
• Entre las diferencias señaladas, ¿hay alguna que pueda considerarse como central, de la que dependen todas las demás? Algunas teorías sociales han optado a veces por seleccionar como primordial una de dichas diferencias: la división en clases sociales, la diferencia de géneros o la distinción élite-masa sería —según diferentes interpretaciones— la divisoria o fractura clave, a partir de la cual se generarían todas las demás. Con todo, hay que admitir que la explicación que puede ser válida en un contexto histórico puede dejar de serlo cuando dicho contexto se modifica: es posible que diferencias o fracturas de gran importancia en un momento dado se vean sustituidas por otras, siguiendo la evolución de las condiciones sociales y culturales.
DIFERENCIAS INTERNAS Y EXTERNAS: POLÍTICA DOMÉSTICA Y POLÍTICA GLOBAL
Completando las dos tablas que siguen, se comprobarán las diferencias existentes, tanto internas —dentro de una misma comunidad— como externas —entre comunidades—. La comparación entre un país avanzado —como España— y un país en vías de desarrollo—como Sierra Leona— nos revela todo tipo de desigualdades (cfr. tabla I.1.1). Por su parte, las diferencias de renta en el interior de un mismo país expresan desigualdades en el acceso a recursos de todo tipo: educación, salud, cultura, calidad de la vivienda, etc. Para obtener los datos, se sugiere recurrir a:
www.datos.bancomundial.org
www.hdrundp.org/es/data
¿Qué sugieren los datos obtenidos cuando se relacionan con la situación política de cada país?
TABLA I.1.1. Desigualdades sociales entre países
TABLA I.1.2. Desigualdades sociales en el interior de un país
Hemos señalado como punto de arranque provisional que la política es un modo de regular conflictos que hace uso, cuando conviene, de la obligación y de la coacción. Pero bastaría un repaso a las hemerotecas para comprobar que algunas situaciones conflictivas que hoy se someten a la política no lo han sido en el pasado. Y viceversa.
Hasta hace algo más de un siglo, por ejemplo, las condiciones de trabajo de los asalariados fueron consideradas como un asunto «privado» que no debía tratarse desde la política. La alteración del paisaje o la explotación de recursos naturales —cuando se industrializa o cuando se urbaniza— ha sido durante años un tema ajeno a la regulación política. El estatuto subordinado de la mujer en muchas esferas de la vida social fue admitido como el efecto inevitable de una condición biológica que la política no podía alterar.
En cambio, la infidelidad matrimonial o la homosexualidad fueron —y son todavía en algunos países— sancionadas con penas de prisión, porque se estimaba que alteraban el orden social y merecían, por tanto, la intervención represiva de la autoridad política. Algunas convicciones religiosas o antirreligiosas han sido consideradas durante siglos como crimen de Estado y todavía no han dejado de serlo en determinadas sociedades contemporáneas. En ciertas comunidades, el uso público de las lenguas ha quedado a la decisión individual de los ciudadanos; en otras, este uso ha sido regulado por normas políticas que distinguen el tratamiento de una o de varias lenguas oficiales con respecto a las demás.
Estos ejemplos muestran que las fronteras del espacio de la política evolucionan al tratar la regulación de conflictos producidos por diferencias humanas: de género, de raza, de condición laboral, de creencia, de cultura, de valores, etc. El ámbito de la política tiene, pues, contornos variables. Cambios en las tecnologías de la comunicación o de la reproducción humana plantean, por ejemplo, nuevas diferencias y nuevas tensiones sobre lo que debe y lo que no debe ser regulado políticamente: ¿hay que proteger la privacidad personal en las redes sociales?, ¿qué hacer con el pornotráfico en internet?, ¿cómo tratar la situación de las «madres de alquiler»?, ¿conviene regular políticamente estas situaciones o hay que dejarlas al acuerdo privado de las partes implicadas?
Las partes en conflicto defenderán la «politización» o la «despolitización» de sus discrepancias según consideren que esta intervención política —que lleva a decisiones vinculantes— va a favorecer o a perjudicar sus propias pretensiones. Quienes se creen perjudicados denunciarán la politización como innecesaria. La reclamarán, en cambio, cuando les convenga. Las luchas sociales del capitalismo industrial del siglo XIX son una buena muestra de las contradicciones aparentes de algunos actores. Por ejemplo, mientras los empresarios resistían la intervención estatal en la fijación de salarios o de horarios laborales como una perturbación del orden económico, exigían simultáneamente la «politización» de la sindicación o de la huelga, convirtiéndolas en delitos perseguibles por el estado.
Puede decirse, por tanto, que las fronteras de la política se van alterando a lo largo de la historia de los pueblos. Y que esta alteración dependerá tanto de cambios técnicos y culturales como de la capacidad de los actores para someter —o para sustraer— sus disputas a esta gestión de carácter vinculante.
Esta modificación del ámbito político no ha seguido siempre la misma pauta. Pero, en un plano ideal, serían cuatro las etapas que pueden llevar a la politización de una diferencia social:
a) identificación de una distribución desigual de valores y recursos que es percibida como inconveniente o generadora de riesgo;
b) toma de conciencia por parte de los colectivos implicados y expresión de sus demandas, exigencias y propuestas para corregir la situación y controlar el riesgo que acarrea;
c) movilización de apoyos a las respectivas demandas y propuestas, acumulando todo tipo de recursos (conocimiento experto, difusión de información, dinero, organización, armas...) y buscando el mayor número de aliados entre otros grupos y actores;
d) traslado del conflicto al escenario público, reclamando la adopción de decisiones vinculantes para toda la comunidad. Estas decisiones, que pretenden modificar el desequilibrio anterior, deben contar con el respaldo de la coacción que administran las instituciones políticas.
En cada una de estas etapas ideales —que a menudo se solapan— se reproducen las tensiones y los antagonismos, puesto que algunos actores colectivos pueden oponerse a la politización del conflicto. O, cuando es ya inevitable, pueden promover diferentes alternativas de regulación.
En algunos ejemplos recientes podemos reconstruir aproximadamente las etapas, los actores y los resultados obtenidos en procesos de politización a gran escala o de tipo «macro»: es el caso del movimiento feminista o del movimiento ecologista. El movimiento feminista aparece como promotor de un reequilibrio en la relación entre hombres y mujeres, mediante la adopción de políticas obligatorias de igualación y de discriminación positiva. El movimiento ecologista surge como promotor de un reequilibrio entre quienes priman la explotación económica ilimitada de los recursos naturales y quienes denuncian y padecen los perjuicios sociales y ambientales derivados de estos excesos. De esta politización se derivan las decisiones medioambientales de obligado cumplimiento que algunos estados van poniendo en marcha gradualmente.
Pero también pueden identificarse casos de politización o despolitización a escala menor o «micro». Por ejemplo, la politización de conflictos locales, cuando un grupo de vecinos toma conciencia sobre un déficit en los equipamientos de su pueblo o de su barrio en comparación con otros. O cuando los agricultores especializados en algún tipo de cultivo reivindican un tratamiento que les ponga en condiciones semejantes a las de sus competidores y los proteja frente al riesgo que estos competidores representan. O cuando los usuarios de autopistas de peaje trasladan a la escena pública su conciencia de desigualdad respecto de los usuarios de vías de libre circulación.
Por el contrario, la despenalización del adulterio, la privatización de la seguridad social y de determinados servicios públicos o una eventual aceptación del libre tráfico y consumo de drogas significan una reducción del ámbito de intervención de lo político.
Así pues, a lo largo de la historia y en la actualidad inmediata podemos identificar situaciones que son objeto de politización o de despolitización, según los casos. Cuando estas situaciones entran en el ámbito de la política, serán gestionadas mediante decisiones vinculantes que pretenden revisar la situación inicial, con el apoyo —si es necesario— de una coacción aceptada socialmente. En cambio, cuando las disputas dejan el ámbito de la política, tendrán que resolverse mediante acuerdo voluntario entre las partes. O, si este acuerdo no se consigue, mediante la imposición de hecho de la parte más fuerte sobre las demás. La ausencia de política —en condiciones de desigualdad— permitirá jugar con ventaja a los grupos que ocupan las posiciones más favorables.
NUEVOS CONFLICTOS, NUEVOS DEBATES, NUEVOS EQUILIBRIOS
Señalamos a continuación algunas cuestiones que provocan hoy el debate social en muchas comunidades y que se han trasladado al ámbito político.
• ¿Deben ponerse condiciones legales a la procreación asistida? ¿Deben prohibirse las «madres de alquiler»?
• ¿Tiene derecho un fumador a un trasplante gratuito de corazón?
• ¿Puede un empresario despedir libremente a sus trabajadores?
• ¿Debe estar abierta la universidad a todos los que desean acceder a ella?
• ¿Hay que subvencionar con fondos públicos la actividad de los agricultores?
• ¿Debe fijarse por ley la paridad de género —entre hombres y mujeres— en las candidaturas electorales de los partidos?
• ¿Hay que impedir la producción y el comercio de alimentos genéticamente modificados?
• ¿Debe impedirse la fusión de grandes empresas transnacionales de comunicación?
• ¿Debe prohibirse la descarga gratuita de los contenidos disponibles en internet?
Sobre cada una de estas cuestiones, un análisis politológico debe plantearse algunas preguntas básicas:
• ¿Qué factores hacen que estas cuestiones sean controvertidas?
• ¿Qué grupos o actores sociales son los protagonistas de cada debate?
• ¿Qué argumentos y recursos utilizan?
• ¿En qué sentido pretenden influir sobre la situación preexistente?
¿Qué hay de inevitable en esta presencia de la política? ¿Hay que aceptarla como un fenómeno ligado a la misma condición humana? O, por el contrario, ¿es imaginable una sociedad sin política?
Los antropólogos y los prehistoriadores nos hablan de sociedades «sin política», cuando describen la existencia de comunidades de tamaño reducido, vinculadas por lazos de parentesco, en las que los bienes necesarios para subsistir son compartidos. En estos grupos, la generosidad mutua sustituye a la apropiación individual de los recursos básicos. Se trata, pues, de comunidades igualitarias. En ellas, la cooperación en la caza o en la recolección —de cuyos resultados todos participan— es la mejor protección que un individuo puede obtener frente a las amenazas de un entorno natural ante el que se siente muy vulnerable.
Dado lo elemental y lo simple de su organización y de sus necesidades, pueden «permitirse el lujo» de prescindir de estructuras políticas permanentes. Decisiones y sanciones son tomadas por la propia comunidad, porque no hay más desigualdades consolidadas que las que se derivan de la posición de género o de parentesco. El rol de liderazgo que aparece en algunos grupos —el «consejo de ancianos», el «jefe de la tribu»— no equivale a una posición de superioridad o de dominio sobre los demás: su función se asemeja más al de un portavoz de lo que la comunidad necesita y siente en cada momento, responsable de dar ejemplo de la dedicación, del espíritu de servicio al colectivo y de la ayuda mutua que son las pautas de conducta en tales grupos. ¿Es justo que califiquemos a tales comunidades como «sociedades primitivas»?
Como veremos más adelante, la historia nos enseña que, a lo largo de los siglos, las comunidades humanas se han hecho cada vez más complejas. La aparición de nuevos conocimientos y de nuevas técnicas —por ejemplo, el «descubrimiento» de la agricultura o la «revolución industrial»— y la progresiva especialización del trabajo que trajeron consigo incrementaron en su momento la diferenciación interna de las comunidades. Con esta diferenciación aumentó el riesgo de conflictos y la necesidad de asegurarse contra ellos mediante el recurso a la política.
¿Es previsible el retorno a una «sociedad sin política»? Tal vez pueda darse en el futuro una comunidad donde se hayan eliminado determinadas diferencias, consideradas como la raíz de las tensiones. Si tales diferencias desaparecieran, los conflictos se irían atenuando, el riesgo social disminuiría y la política se iría haciendo cada vez menos necesaria, hasta su completa «evaporación». Así lo han sostenido algunos autores, de los que se han derivado propuestas —políticas, ciertamente— orientadas a este fin. Otros, en cambio, entienden que no es previsible una comunidad sin diferencias, sean las que hemos conocido hasta el momento presente, sean nuevas diferencias todavía por aparecer. Para éstos, por tanto, persistirán las tensiones que hacen necesario el recurso a la política, aunque con formas y expresiones diversas de las que hemos conocido hasta hoy.
PROPIEDAD PRIVADA Y PODER POLÍTICO
Durante el siglo XIX, en plena expansión del capitalismo industrial y financiero, se vio en la desigualdad de la propiedad del capital —la tierra, los bienes industriales o los capitales financieros— la raíz principal de los conflictos sociales y de la estructura política que intentaba controlarlos. El poder político aparecía como un instrumento al servicio de los intereses de los propietarios. A partir de este análisis, las diferentes propuestas socialistas y anarquistas pronosticaban que la desaparición de la propiedad privada dejaría sin razón de ser a las estructuras políticas, porque el acuerdo libre y voluntario entre individuos y grupos bastaría para resolver las diferencias. Una sociedad sin poder político —la «anarquía»— o la extinción gradual del estado se convirtieron en los objetivos últimos del movimiento obrero internacional, que elaboró estrategias diferentes para conseguirlos. A siglo y medio de distancia de aquellas propuestas, ¿qué juicio merecen? ¿En qué medida conservan su validez? ¿Hasta qué punto pueden darse por desmentidas por la historia posterior?
ALGUNAS DEFINICIONES DE LA POLÍTICA
En la abundancia de definiciones de la política es posible distinguir algunos elementos centrales que las caracterizan.
• La política como control sobre personas y recursos. Sería político todo fenómeno vinculado a formas de poder o de dominio sobre los demás (Maquiavelo, Lasswell, Dahl), imponiéndoles conductas que no serían espontáneamente adoptadas.
• La política como actividad desarrollada a través de un sistema de instituciones públicas. Sería política toda actividad inserta en instituciones estables —básicamente, el estado—, autorizadas para ejercer una coacción sobre la comunidad (Weber).
• La política como actividad dirigida por valores de orden y equilibrio social. Sería política toda actividad encaminada al fomento del bien común o del interés general, mediante la redistribución de valores (Aristóteles, Tomás de Aquino, Locke, Parsons, Arendt, Easton).
• La política como atribución de bienes públicos. Correspondería a la política la provisión de bienes que no son divisibles y que, por tanto, no pueden ser confiados a una distribución por el mercado económico. Por ejemplo, la seguridad nacional, la capa de ozono, la vista de un paisaje, etc. (Hobbes, Hume, Smith, Buchanan, Olson). La cuestión es determinar quién o desde dónde se establece la lista de bienes públicos: ¿lo son la cultura, la salud, la fauna salvaje, el software básico, etc.?
• La política como actividad vinculada a la defensa de la comunidad contra una amenaza exterior. La preparación para la guerra y la organización militar —con sus exigencias de jerarquía, disciplina, recursos fiscales y coacción— estarían en el origen de la actividad política (Spencer, Gumplowicz). Este punto de vista ha influido también en una concepción de la política interna como una lucha permanente «nosotros-ellos», basada en la distinción «amigo-enemigo» (Schmitt).
Está claro que estas definiciones tienen puntos comunes, se influyen y complementan. Pero se distinguen por el énfasis que colocan en alguna de las manifestaciones de la política: el poder, la institucionalización, los sistemas de valores, la violencia organizada.
¿Es posible tratar de la economía sin referirse a la política? Para algunos, la economía como actividad productiva es un mundo aparte y separado de la política. Desde la perspectiva del liberalismo radical, la creación de riqueza y su distribución debe mantenerse lo más lejos posible de las interferencias de la política porque basta el intercambio entre intereses individuales para que se dé el resultado más favorable al conjunto de la comunidad. Sin embargo, hay más argumentos para sostener que la estructura económica de una comunidad depende de sus instituciones sociopolíticas. Porque son estas instituciones —la protección de la propiedad privada, la seguridad en el comercio, el cumplimiento de los contratos— las que dan lugar a la aparición histórica de la economía capitalista y las que garantizan su continuidad. Pero también porque la dinámica inherente a una economía de mercado que tiende a convertirlo todo —la naturaleza, el trabajo humano, la seguridad— en objeto comerciable acaba poniendo en peligro la misma cohesión social cuando no está sometida a alguna regulación política. Tanto la actividad económica como el intento de explicarla tienen que contar, por tanto, con la política.