UN PRÓLOGO POLÍTICO A SAN FRANCISCO DE ASÍS

Desde la primera edición de este libro, hasta ahora, han transcurrido casi veinte años. El libro que Ariel reedita ahora es el mismo libro de entonces con la novedad de este prólogo. Se trata de una vida de san Francisco de Asís contada desde la voz de los primeros hermanos franciscanos. Lo explorado en este libro es la personalidad religiosa del Santo de Asís. El libro tiene, pues, un contenido religioso acentuado por el método que utilicé para escribirlo. Traté de imitar las voces y el ambiente que yo imaginaba habían rodeado la vida de san Francisco con anterioridad a las grandes biografías oficiales. Anteriores, pues, a Celano y a la magna obra de san Buenaventura sobre el fundador. El interés de ambientar a san Francisco en su momento inicial y en las voces y comentarios de sus primeros hermanos reside en la intuición franciscana originaria, que dio lugar posteriormente al franciscanismo. Como es sabido, Francisco sugiere en su Testamento que la primera formulación de su regla (la llamada proto-Regula) integra fascinantemente la acción del Señor. Dice: «Después que el Señor me dio hermanos, nadie me mostraba qué debía hacer, sino que el mismo Altísimo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio. Y yo lo hice escribir en pocas palabras y sencillamente y el señor Papa me lo confirmó». Aquí tenemos un texto muy conocido y muy interesante, que sitúa en primer término la formación de un pequeño grupo: los hermanos («cuando el Señor me dio hermanos»). La formación del grupo precede a la formulación de la regla pero también, podría decirse, a la ocurrencia misma de la «revelación fundadora». En un artículo recogido en la Wikipedia titulado «Franciscanismo», Tomás Larrañaga subraya que esa iluminación o revelación directa del Señor es equivalente a la emergencia de una intuición profunda «que se le presentó a Francisco después de búsquedas interiores, más o menos inconscientes, y que él, en la comunión estrecha que vivía con el Señor, interpretó como algo que para él respondía a los designios divinos». Tenemos aquí un bloque inspiracional que es la suma del grupo y de la intuición personal de su líder, que va poco a poco gestándose, regulándose a sí misma.

2014 fue el año del Papa Francisco I. Esto ha significado un replanteamiento de lo que sea el catolicismo, el cristianismo que pretende liberarse de sus excrecencias históricas para acercarse a su fundamento: que es, como en san Francisco, la vida de Jesús de Nazaret, la imitación de Cristo. Es característico que a la gente de mi edad, 75 años, los gestos y las gestiones de Francisco I, sus intentos de regeneración, nos parezcan a la vez poéticos e imposibles, es decir: utópicos. E inclinamos sombríamente las cabezas, pensando: revolucionará la retórica política y religiosa, triunfará al principio estrepitosamente, nos deslumbrará, pero fra casará.

¿Fracasó san Francisco de Asís? ¿Fracasará el Papa Francisco I? Estas preguntas temerosas son, sin duda, preguntas políticas. Trato de reflexionar en este prólogo acerca de las raíces políticas del franciscanismo. Existe, de hecho, según he leído en una curiosa versión de Wikipedia, que se autodenomina Whiskypedia, un franciscanismo político. Deseo subrayar que he utilizado, con toda deliberación, estas nuevas vías informativas virtuales [Whiskypedia es, según creo, un blog o página web de contenido muy heterogéneo, al alcance de todo el mundo y, en especial, de la juventud]. El lema de esa publicación es «A Palos». Ahí nos dice el autor, Tomás Aguerre, que el franciscanismo político es una concepción de la política basada en las enseñanzas de Francisco de Asís. Y afirma que, a raíz de la actitud franciscana de elogiar la pobreza y de considerar la carencia de bienes materiales como una virtud política en sí misma, se ha ido gestando un movimiento, específicamente político, que Aguerre denomina «el honestismo». Se refiere, a su vez, al periodista Martín Caparrós, según el cual la medida de todas las cosas es la honestidad personal que precede a la totalidad de la discusión política. La militancia política supondría el despojo de todo tipo de bienes materiales para acceder «al paraíso del militante político bienintencionado y puro». Cito este texto porque me parece pintoresco. No parece sensato pensar que el ejercicio político activo no requiera de una formación profesional tan afinada, como la profesión de médico o abogado. En nuestros tiempos, no es concebible una dedicación completa a una actividad sin una cierta clase de remuneración ponderada, ni la complejidad del mundo actual permitiría que ejercieran la política sólo los aficionados bienintencionados. Dicho esto, queda sin embargo a salvo la idea de una cierta especial honradez que se requeriría para ejercer la política, una deontología especifica, que tendría directamente que ver con el dinero por una parte, pero, por otra, con el uso del poder. No es concebible una acción política o religiosa que careciese por completo de poder efectivo. ¿O sí? Tan obvio es lo contrario, a saber: que los profesionales acuden a la política para forrarse, que quizás la idea de este franciscanismo desaforado tenga algún recorrido. La conclusión de Aguerre es que el franciscanismo sería una anti-política que pertenecería a las políticas heroicas y que consagraría al político como un caballero de la fe (un personaje, por cierto, peligroso, porque su gestión política se acercaría a la teocracia: un gobierno de Ayatolás, o de clérigos, desinteresados, sí, pero a la vez incontrolables). Menciono esta posibilidad, únicamente, para indicar que hay una cierta «locura» franciscana que me parece que procede del propio san Francisco, el nuevo loco, como le llamaban. Y que yo veo este último año reflejada en Podemos. Es cierto que a diferencia de los primeros hermanos franciscanos —que eran asamblearios—, Podemos ha abandonado pronto el procedimiento asambleario para organizarse en un partido político con pretensiones de alcanzar el poder. Hay, sin embargo, en la intuición inicial de Podemos, una estructura circular, de grupos relativamente heterogéneos entre sí pero contagiados de una misma voluntad de regeneración política, que recuerda el regeneracionismo franciscano. La aversión a convertirse en una Orden religiosa, como las que se iban fundando a la vez en aquellos tiempos, está presente en la experiencia espiritual de Francisco hasta el final. Es más bien la Iglesia, como gran institución jerarquizada, la que refunda las fraternidades, las fratrías franciscanas, para constituir la Orden Franciscana. Es decir, una estructura institucional que encaje dentro de la gran institución de poder que ya es la Iglesia católica en el siglo XIII.

En la primera edición del libro me preguntaba qué significa «elevar el corazón a Dios», y el significado de la frase «mi relación con Dios», que es de uso común en el mundo cristiano pero que sigue siendo para mí misteriosa e incomprensible, puesto que no parece que haya un referente preciso que corresponda a la palabra Dios, más allá de la numerosas frases, textos e instituciones que lo designan. En esa primera edición, se declaraba con toda precisión que la intención del libro era religiosa, es decir, que el autor trataba de hacerse cargo del pensamiento religioso de san Francisco religiosamente. No me pareció posible entonces entender el pensamiento franciscano sin una explicita referencia a la religiosidad cristiana. Arrastrado por esta preocupación de empatizar con el franciscanismo primitivo, acabé descuidando o trazando sólo muy superficialmente los rasgos sociopolíticos, presentes también con toda evidencia en el franciscanismo originario del Santo de Asís y los primeros hermanos. La inspiración franciscana, su sentido de la fraternidad universal, su fuerte validez ecológica —como decimos hoy en día—, el himno a las criaturas, no ha sobrevivido sin más por su carácter religioso: ha sobrevivido también como una presencia aurática en el imaginario político del marxismo, de la Teología de la Liberación y, vaya por Dios, también en Podemos, para que no les falte de nada.

Volviendo a la intuición religiosa: cualquier lector culto de nuestros días está en condiciones de proporcionar datos suficientes de la historia de la relación del hombre con Dios. Sería pedante intentar ahora un mínimo resumen de todo. Lo que puedo hacer ahora, sin embargo, es lo más obvio: tratar de ver si la expresión «la relación con Dios» tiene por de pronto, para mí, en primera persona del singular, un significado personal y propio. Pero también puedo poner este asunto en el contexto marxista de «la historia y la conciencia de clase». Por ejemplo, Gramsci define el marxismo como «la filosofía de la praxis, como el humanismo absoluto de la historia». Como es bien sabido, el marxismo en la versión de Gramsci no es sino la historia que toma conciencia de sí misma, es la autoconciencia de la historia y «como la historia es la autocreación del hombre, su única realidad es la del hombre». ¿Dónde demonios queda a estas alturas la relación con Dios, la experiencia religiosa franciscana? ¿Estoy queriendo decir en serio que el franciscanismo originario es un marxismo que se ignora a sí mismo, y que los círculos de Podemos son círculos político-religiosos de origen, o de estirpe, franciscano? Es evidente que estoy queriéndolo decir y no atreviéndome del todo a decirlo: más que nada porque el mundo intencional de muchos de los dirigentes conocidos de Podemos es agnóstico, mientras que el mundo franciscano originario es expresamente religioso y cristiano. Cabe añadir a esto la objeción de que me estoy comportando en este prólogo como un idealista iluso. Es innegable, sin embargo, que el propio Pablo Iglesias ha reconocido en el Papa Francisco I una vigencia sociopolítica análoga a la de los nuevos movimientos revolucionarios. La Teología de la Liberación se vuelve en este contexto más relevante que nunca. El caso es que Francisco de Asís, considerado como un alter Christus, despertó entre la gente, en los de abajo, una inmensa esperanza de rehabilitación espiritual, de transfiguración de la historia individual y colectiva. Fue, en consecuencia, un movimiento instantáneamente popular en su época, que desbordó a los propios primeros franciscanos —cuya sinceridad religiosa era incuestionable y cuyo talento estratégico y organizativo, sin embargo, era más que discutible—. Surge aquí, al hilo de estas notas, una vez más, la figura del revolucionario romántico. Surge, sin duda, la idea de metafilosofía de Henri Lefebvre, que sería una conciencia crítica de la cotidianeidad alienada, propia de las sociedades actuales. Cito un texto de Robert Van Der Gucht que es, a su vez, una cita de Lefebvre: «apoyarse en una acto poético inaugurador sobre los residuos (los elementos residuales: la juventud en paro, el subdesarrollo, la pobreza, el tercer mundo, la marginación, etc.), reunirlos en la praxis, dirigirlos contra los sistemas heredados para obtener de ellos nuevas formas, en esto consiste el gran desafío». Estamos ante una revolución romántica inspirada en Marx, inspirada en el cristianismo, inspirada en Francisco de Asís. Y hay que citar en este contexto a Ernst Bloch: «el verdadero nacimiento no se encuentra en el principio, sino en el fin». O por expresarlo como José Antonio Marina en nuestros días: «el talento no está al principio, sino al final; el talento es un resultado». El franciscanismo es un resultado que adviene todavía. ¿No es también esto Podemos, cuyo resultado programático adviene tumultuosamente día a día, a gran velocidad, a riesgo de romperse la crisma política? No hay nada más franciscano que esta cabezonería de vivir según la forma de vida del Evangelio y de romperse la crisma, si hace falta.

¿Qué es lo que en Podemos sería equivalente a vivir según la forma de vida del Evangelio? Para empezar, es equivalente el aceptar el riesgo de romperse la crisma. La idea del asalto al poder, que no se consensua, sería equivalente al asalto franciscano a la divinidad mediante la oración y la pobreza. La austeridad y la simplicidad. La voluntariedad intensa, que precede y rige todos los detalles de la praxis posterior.

¿Cómo no recordar en este fascinante (y heteróclito) contexto de san Francisco de Asís y de Podemos, al Blas de Otero de Pido la paz y la palabra?: «Pero tú, Sancho pueblo/ pronuncias anchas sílabas/ permanentes palabras que no lleva el viento». Blas de Otero no se refiere a un pueblo ontológicamente entendido como una entelequia, sino al Sancho pueblo español del que todos venimos y que todos nosotros, más o menos, conocemos, que a ratos amamos y a ratos detestamos. Y dice que pronuncia anchas sílabas: esas anchas sílabas son sin duda el éxito popular que tuvieron los primeros franciscanos y que ha durado hasta el día de hoy y son una parte, con todas las reservas que se quiera, del fulminante éxito de Podemos en nuestros días. Son las anchas sílabas de la protesta, de la indignación.

Los movimientos políticos emergentes me han fascinado siempre. Fascinan al escritor porque todo escritor vive —al menos en sus momentos de trabajo continuos e intensos— en una combinación de estados de máxima alerta y de emergencia. Esto ocurre también en los estados de conversión, ya sea religiosa o incluso amorosa: la existencia se vuelve en el sujeto aguzada y como cernida, limpia de pronto: una sensación de evidencia y claridad nos libera momentáneamente de la sensación del peso de la contingencia en que se vive en el día a día. Este tipo de situaciones casa bien con la emergencia del movimiento franciscano: el propio Francisco de Asís y los primeros hermanos se sintieron arrastrados por un impulso afirmativo: como si se cumpliesen, para ellos, con muchos siglos de anticipación, los versos de la décima elegía de Rainer Maria Rilke: « ¡Qué yo, a la salida del saber sombrío, alce mis cantos de júbilo y de gloria a los ángeles afirmativos! ¡Qué en los martillos bien templados del corazón no golpeen ya en las cuerdas blandas, dudosas o desgarradas! Es la emoción del comienzo: comienza siempre de nuevo la nunca del todo bien alcanzada alabanza». En una situación como la presente en España, hay claramente esta tentación —las tentaciones tienen también la estructura de los proyectos—: tenemos el saber sombrío, hemos hecho las cuentas, nos sentimos deficitarios, desangelados, inmovilizados por el paro y un desencanto que viene a ser como un aura de infalibilidad: con una suerte de evidencia que juzgamos infalible, sentimos que continuaremos parados muchos años aún, que no cotizaremos a la seguridad social, quizás nunca, que viviremos de empleos basura, que nos faltará alegría: la alegría, según Spinoza, es una intensificación afirmativa de la sustancia propia del ser propio. La desustancialización de las circunstancias políticas, la sensación de haber sido estafados, se convierte en una explosión identificante, pero negativa: una implosión que acaba en resentimiento. Peter Sloterdijk lamenta en su libro, Ira y tiempo, que los bancos de ira popular acaben siempre, de alguna manera, malográndose. «Todo ello, —dice Sloter dijk—, plantea la cuestión de cómo interpreta nuestra época la fórmula ira quaerens intellectum (la ira que busca el entendimiento), e incluso, si en realidad hoy se puede encontrar un camino para revitalizar la relación entre indignación y capacidad de aprendizaje que, desde hace 200 años, viene sustentando la política». Todos los movimientos renovadores dentro del cristianismo han pasado por una fase de iracundia, ante defectos reales o supuestos de la sociedad o de la propia Iglesia. También puede rastrearse esta ira en el inicio del movimiento franciscano: la renuncia a la posesión de bienes, la desnudez absoluta, Francisco de Asís presentándose en cueros ante el Obispo, la voluntad de no preparar ninguna suerte de instalación confortable: recuérdese cómo los primeros hermanos se preciaban de vivir de la mendicidad y de dormir al raso o, como mucho, en los pajares de la Umbría. Todo era ponerse en marcha, ponerse en acción, olvidarse de sí. Parecían insensatos. Suelo contar la anécdota de una hermana franciscana, la hermana Jacinta, a quien está dedicado este libro, con quien hablaba yo de esta actitud franciscana de abandonarse a la voluntad de Dios. Comentábamos ambos que eso significa no cuidarse expresamente de ningún bienestar temporal. No sé cómo en medio de esta conversación hablamos del cocido madrileño, y quizás yo mismo insistí en que había que echar los garbanzos a remojo la noche anterior. Con un arrebato de ingenuidad franciscana la hermana exclamó: « ¡Yo nunca pongo a remojo los garbanzos!». Me eché a reír, y comenté entonces que, al cocer los garbanzos, le quedarían a la mañana siguiente como balines. La ira, o la indignación, es un sentimiento positivo que requiere de un control inteligente. El entusiasmo político requiere pasión fría. Y el entusiasmo religioso también. En esta vida de san Francisco, encontrará el lector una muestra de las grandes dificultades que tiene el puro entusiasmo para realizar sus fines. En la historia del franciscanismo hay, desde un principio, una dialéctica de inspiración/institucionalización, que me recuerda, estos últimos meses, las luchas de Podemos por pasar del régimen asambleario al régimen organizativo y jerárquico: los primeros Franciscanos querían permanecer en la luz de la inspiración generatriz, de aquí que dieran muy poca importancia a la formulación de reglas y proyectos a medio-largo plazo: la fraternidad, los círculos fraternos, la fratría, daría de sí para todo: hubo una compleja lucha en el interior de esa fratría, que duró toda la vida de san Francisco por constituirse en Orden religiosa. Convertirse en Orden significaba integrarse en el sistema orgánico de la Iglesia católica: la inspiración individual y colectiva tenía que rebajar su intensidad para convertirse en inspiración ordenada, en Orden religiosa. Las Asambleas populares del 15-M acabaron pareciéndoles a los propios políticos de Podemos insuficientes para lograr un poder efectivo para volverse realidad política. Sentarse durante meses en la Puerta del Sol y debatirlo todo, con todas las opciones e intervenciones validas por igual, acababa conduciendo a una quiebra, a una inacción. El fin (la idea de fin) se disolvía por la imperfecta calidad de la mediación política. Pero la mediación es la transformación de la fraternidad y de la ocurrencia en organización y en Orden. Presupone un aprendizaje, y un ajustamiento de las causas eficientes a la causa final a conseguir.

He hablado antes del Sancho pueblo de Blas de Otero y sus anchas sílabas, que no lleva el viento. Lo mismo podría hablarse aquí ahora del pueblo de Dios, en el sentido religioso, y de la infalibilidad que, como colectivo, les confiere la palabra unitiva, contagiosa, constituyente. Cuando se les pregunta a los portavoces de Podemos qué harán después de lograr la victoria en las elecciones generales, responden, con frecuencia, que harán lo que las bases populares digan. Es la misma idea del Sancho pueblo, del pueblo de Dios, convertida en ideario de la acción política. Todo esto puede ser tan peligroso como no poner los garbanzos a remojo la noche anterior: un cocimiento incomible.

Estoy tratando de hacer ver en este prólogo que una decisión o serie de decisiones religiosas tienen, de inmediato, un contenido político. Y también al revés. Las decisiones políticas tienen un contenido religioso. En unas recientes declaraciones, con motivo de la publicación de su nueva novela, Sumisión, Michel Houellebecq responde al periodista Sylvain Bourmeau diciendo que él no cree que los franceses que se van a Siria estén interesados, sólo, en hacer el viaje, en la aventura, y no en convertirse: «No estoy de acuerdo. Creo que existe una necesidad de Dios y que el regreso de la religión no es un eslogan, sino una realidad que está claramente en ascenso». Es evidente que muchos investigadores llevan años desacreditando, justo, esta hipótesis, y sin embargo Houellebecq insiste y añade: «El caso de África es interesante, porque tienes a los dos grandes poderes en ascenso: el cristianismo evangélico y el Islam. En muchos sentidos, sigo siendo un comtiano y no creo que una sociedad pueda sobrevivir sin religión». Tampoco Francisco de Asís lo creía. ¿Qué creen los círculos de Podemos? Supongo que son, en su mayoría, círculos laicos de izquierdas, aunque engrosados, según parece, por un buen número de votantes del centro de izquierda y de la derecha, que desean invertir el estado catatónico de la política española presente. En este prólogo sólo me he propuesto sugerir alguna analogía pertinente para explicar la fascinación que este nuevo movimiento político, Podemos, está ejerciendo sobre la masa de los votantes. De alguna manera se tiene la impresión de que, inconscientemente, se comportan, todos ellos, como creyentes ¿o cómo crédulos?, según diríamos en esta era de la sospecha y la desconfianza. Pero en cualquier caso, hay un poder del movimiento, una seguridad, que recuerda una vieja idea de Santo Tomás de Aquino acerca del significado de la expresión «podemos»: podemos significa aquello a lo que tenemos derecho. Poder es tener derecho a lo que podemos, en principio, acceder. Por ejemplo, tenemos derecho (podemos aspirar a) a un mayor grado de participación democrática en las decisiones de nuestros gobernantes. Tenemos derecho a una reestructuración de la igualdad de oportunidades. Tenemos derecho a replantearnos, a renegociar una parte, al menos, de nuestra deuda. Supongo que una de las razones del entusiasmo que Podemos inspira en sus votantes procede de esta criptica o semiconsciente semántica de la palabra podemos: sentirse con derecho, con legitimidad, para hacer oír la propia voz, para ser respondidos en sus justas reclamaciones. Sé que uno de los eslóganes de los teólogos de la liberación consistió en decir que, durante siglos, la Iglesia se había puesto de parte de los ricos, y que ya era hora de que la Iglesia se pusiera, franciscanamente, de parte de los pobres, de los marginados, que en España, ahora, llegan ya a los seis millones de excluidos sociales.

Creo que es oportuno que el lector que decida leer esta vida de san Francisco de Asís comience por leer este prólogo, que no es exhaustivo, pero que tiene claramente una intención política: descubrir la vigencia del Santo de Asís a través del prisma, de los derechos políticos, que podemos y tenemos derecho a exhibir con orgullo todos nosotros.