Prólogo a la edición española

La historia, al igual que la vida, consiste de hechos de muy diversa clase; abundan, por supuesto, los rutinarios, la repetitiva sucesión de hechos que no aportan ninguna novedad para sus protagonistas, y que, por consiguiente, difícilmente se enquistarán en los recuerdos comunales, pero afortunadamente también se dan episodios de cierta, poca o mucha, transcendencia, que rompen esa monotonía. Son esos episodios los que sobreviven en los anales de la historia, al igual que en los, inevitablemente más efímeros y evanescentes, personales y familiares. Ahora bien, dentro de esa clase de acontecimientos más perdurables, hay algunos especiales, bien porque sus consecuencias influyen poderosamente en el futuro, o por su dramatismo, por lo que acaso podría denominarse su intensidad histórica (la Revolución Francesa es un ejemplo, en mi opinión, de acontecimiento histórico que posee esas características).

Si abandonamos el más general escenario de la historia universal y pensamos en la historia de la ciencia, también encontramos allí algunos de esos hechos, acontecimientos o logros especiales. Entre mis favoritos se encuentran la composición de los Elementos de Euclides (c. 365-275 a.C.), la publicación de textos como De Revolutionibus Orbium Coelestium (1543) de Nicolás Copérnico, Philosophiæ Naturalis Principia Mathematica (1687) de Isaac Newton, y On the Origin of Species (1859) de Charles Darwin, o la formulación de las teorías especial y general de la relatividad (1905, 1915) de Albert Einstein, la mecánica cuántica (Heisenberg 1925, Schrödinger 1926) y la estructura en doble hélice de la molécula de la herencia, el ácido desoxirribonucleico, ADN (James Watson y Francis Crick 1953). Evidentemente, los anteriores ejemplos son, eso, ejemplos, tomados idiosincrásicamente de una larga lista de aportaciones seminales que han ido configurando la estructura y contenidos de nuestro conocimiento de los fenómenos que tienen lugar en la naturaleza y de las leyes que éstos obedecen. Pero incluso dentro de esa clase de «los especiales», existe un subconjunto, constituido por hechos, de propuestas, de conjeturas, cuya historia se prolonga en el tiempo y que aun sin ser dilucidadas van fecundando amplias áreas de la ciencia. De éstas, no conozco ninguna que pueda competir en apartados tan importantes como son claridad de formulación, duración temporal y fama, con la conjetura que planteó en 1637 el jurista y matemático francés Pierre de Fermat (1661-1665): «si n es un entero mayor que 2 (n > 2)», sostiene esta conjetura, «la ecuación xn+yn=zn no tiene solución si x, y, z son enteros positivos».

Esta propuesta, que con el tiempo pasó a ser denominada «Último Teorema de Fermat», reunía prácticamente todas las características para que atrajese la atención de casi cualquier matemático profesional o aficionado a las matemáticas (y éstos abundan). En primer lugar, porque su enunciado se puede comprender fácilmente. En segundo, por su obvio parentesco con un teorema que se estudia en la escuela, en los cursos elementales de matemáticas y cuya demostración apenas implica dificultad: el Teorema de Pitágoras, que afirma que en todo triángulo rectángulo, la suma del cuadrado de los catetos (los lados de menor extensión) es igual al cuadrado de la hipotenusa, lo que significa que la ecuación x2+y2=z2 sí tiene soluciones. En tercer lugar, porque forma parte de una rama de las matemáticas de gran predicamento entre matemáticos de todo tipo, incluyendo de nuevo los aficionados: la teoría de números. Y en último lugar, por la «escenografía» de la propuesta: Fermat la anotó en el margen de una sección del Libro (parte) II de su ejemplar de la Arithmetica de Diofanto, añadiendo que poseía «una prueba en verdad maravillosa para esta afirmación a la que este margen [del libro] viene demasiado estrecho». El libro en cuestión, la Aritmética (el título exacto era Diophanti Alexandrini Arithmeticorum Libri Sex et de Numeris Mutangulis Liber Unus) poseía también una historia intrigante, ya que en realidad no era sino los restos que habían quedado de un tratado del matemático del siglo III, Diofanto de Alejandría, que debió estar compuesto por trece partes (libros), de las que únicamente sobrevivieron seis. Como otros textos de la antigüedad, que habían sufrido innumerables avatares, no los menores pérdidas y olvidos, la Aritmética de Diofanto se recuperó en el siglo XVI; en su caso, la primera edición, una traducción del griego al latín preparada por Wilhelm Holtzmann, aunque en el libro aparece como Guilelmus Xylander, la traducción latina de su nombre, que se publicó en Basilea en 1575 (el ejemplar que manejó Fermat y que contiene su teorema conjeturado, era otra traducción latina, ésta realizada por el lingüista, poeta estudioso de los clásicos y matemático aficionado Claude Gaspar Bachet de Méziriac y publicada en 1621).

Con semejante pedigrí, no es extraño que legiones de matemáticos profesionales y aficionados se lanzasen a intentar hallar la demostración que Fermat manifestó haber encontrado. Sin embargo, la tarea iba a mostrarse como complicada, muy complicada, y de una duración inusitada: 358 años, si aceptamos que Fermat dio con la idea en, como señalé, 1637. Su historia es la que narra el divulgador de la ciencia y físico Simon Singh en este libro, El enigma de Fermat. Se trata de una historia no sólo larga sino con inmensas repercusiones en el conjunto de la matemática, una circunstancia que revaloriza extraordinariamente lo que significa el Último Teorema de Fermat. Con mano maestra y probablemente insuperable claridad, combinando las explicaciones de conceptos y teorías con la presentación de los personajes implicados, y no perdiendo el sentido de drama que caracteriza esta historia de más de tres siglos, Singh recorre sus diferentes fases, introduciéndonos al mismo tiempo en amplios apartados de la matemática, en especial aunque no únicamente, en la teoría de números, el nicho original del teorema de Fermat. Como no podía ser de otra forma, son numerosos los personajes que aparecen en esta historia, entre ellos matemáticos del calibre de Pitágoras, Euclides, Euler, Sophie Germain, Cauchy, Lamé, Galois, Kummer, Hilbert, Russell, Gödel, Von Neumann, Turing, Taniyama, Shimura, Kolyvagi, Flach y el más importante de todos, la persona que, gracias a una dedicación y concentración cuyo análogo difícilmente se puede encontrar en toda la historia de la ciencia, consiguió deshacer el nudo gordiano de la demostración, Andrew Wiles (Cambridge, Reino Unidos, 1953). (Ya sólo por los perfiles de las personalidades y aportaciones de semejantes lumbreras este libro estaría justificado.)

De las múltiples lecciones que se pueden extraer de la historia de la búsqueda de una demostración del Último Teorema de Fermat, para mí la más importante es cómo esa prueba se consiguió adentrándose por caminos en principio pertenecientes a dominios muy alejados de la teoría de números. Como se explica, y muy brillantemente por cierto, en El enigma de Fermat, finalmente la demostración del Teorema de Fermat se redujo a probar otra conjetura, la de Taniyama-Shimura, relativa a unos tipos de ecuaciones llamadas elípticas y modulares. Visto en perspectiva, lo que este hecho revela es la profunda unidad que existe en el cuerpo de las matemáticas, tan aparentemente, sólo aparentemente, diferente en su maravillosa plural diversidad.

En 1995, tras superar una última e imprevista dificultad, Andrew Wiles publicó su demostración del Último Teorema de Fermat. El método y técnicas que empleó, deudoras en apartados importantes del trabajo de otros matemáticos, sirvieron no sólo para la tan deseada y perseguida prueba, sino también para iluminar con nuevas luces otras ramas de las matemáticas. Han pasado ya 20 años desde que por fin terminó una de las pesadillas que con más persistencia atormentaron a los matemáticos. Es, por consiguiente, oportuno además de justo que la editorial Ariel publique ahora una nueva edición de este magnífico libro que es El enigma de Fermat de Simon Singh.

JOSÉ MANUEL SÁNCHEZ RON

Real Academia Española

Febrero de 2015