Capítulo 2

Perversiones de la ciencia

Los imperialistas, apelando al darwinismo en defensa de la subyugación de las razas más débiles, podían señalar a El origen de las especies que, en su subtítulo, se refería a La preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida. Darwin estaba hablando de palomas, pero los imperialistas no vieron ninguna razón por la que sus teorías no pudieran aplicarse a los hombres.

RICHARD HOFSTADTER1

Las ideas sobre las razas, muchas de ellas generadas por biólogos, han sido explotadas para justificar la esclavitud, para esterilizar a personas consideradas ineptas y, en la Alemania de Hitler, para emprender campañas asesinas contra segmentos inocentes e indefensos de la sociedad, como gitanos, homosexuales y niños mentalmente enfermos. Lo más escalofriante de todo fue la fusión de las ideas eugenésicas con las nociones de pureza racial que impulsaron a los nacionalsocialistas a asesinar a unos 6 millones de judíos en los territorios bajo su control.

Puesto que no puede haber una cautela más seria para quien quiera indagar acerca de la naturaleza de la raza, es necesario ante todo comprender los errores que indujeron a personas y gobiernos a seguir estas sendas erróneas.

El racismo es un concepto sorprendentemente moderno: el término apareció por primera vez en el Oxford English Dictionary en 1910. Antes de ello, el prejuicio étnico existía en profusión, y todavía existe. Los antiguos griegos aplicaban el nombre de bárbaro a quienquiera que no hablara griego. Desde hace mucho tiempo China se ha llamado a sí misma el Reino Central, y considera bárbaros a todos los que viven fuera de sus fronteras. Los bosquimanos del desierto de Kalahari, que hablan utilizando chasquidos linguales, dividen el mundo entre jul’hoansi, o «gente real», como ellos mismos, y ¡ohm, una categoría que incluye a otros africanos, a los europeos y animales incomestibles como los depredadores. Los europeos relacionan la nacionalidad con la comestibilidad a la hora de inventarse nombres despectivos los unos con respecto a los otros. Así, los franceses se refieren a los ingleses como les rosbifs («rosbifs»), mientras que los ingleses llaman a los franceses frogs («ranas», por las ancas de rana, una exquisitez francesa) y a los alemanes krauts (de sauerkraut, «chucrut», col fermentada).

La premisa central del racismo, que lo distingue del prejuicio étnico, es la noción de una jerarquía ordenada de razas en la que unas son superiores a otras. Se supone que la raza superior goza del derecho de gobernar a las otras debido a sus cualidades intrínsecas.

Además de la superioridad, el racismo connota asimismo la idea de inmutabilidad, que antes se pensaba que residía en la sangre y ahora en los genes. A los racistas les preocupan los matrimonios mixtos («la pureza de la sangre»), no sea que erosione la base de la superioridad de su raza. Puesto que se considera que la cualidad es biológicamente intrínseca, nunca puede ponerse en tela de juicio el nivel superior del racista, y las razas inferiores nunca pueden redimirse. Se sostiene la idea de superioridad inherente, que generalmente está ausente del mero prejuicio étnico, para justificar el maltrato sin límites de razas que se consideran inferiores, desde la discriminación racial a la aniquilación. «La esencia del racismo es que considera a los individuos superiores o inferiores debido a que se imagina que comparten atributos físicos, mentales y morales con el grupo al que se juzga que pertenecen, y se supone que no pueden cambiar estos rasgos individualmente», escribe el historiador Benjamin Isaac.2

No es sorprendente que la idea de superioridad racial surgiera en el siglo XIX, después que las naciones europeas hubieran establecido colonias en gran parte del mundo y buscaran una justificación teórica de su dominio sobre las demás.

Al menos otras dos líneas de pensamiento van a parar a las modernas ideologías del racismo. Una fue el esfuerzo de los científicos para clasificar las muchas poblaciones humanas que los exploradores europeos pudieron describir. La otra fue la del darwinismo social y la eugenesia.

Clasificar las razas humanas

En el siglo XVIII, Linné, el gran clasificador de los organismos del mundo, reconocía cuatro razas, principalmente sobre la base de la geografía y el color de la piel. Las denominó Homo americanus (americanos nativos), Homo europaeus (europeos), Homo asiaticus (asiáticos orientales) y Homo afer (africanos). Linné no percibió una jerarquía de razas, y listó a las personas junto al resto de la naturaleza.

En un tratado de 1795 titulado De Generis humani varietate nativa,* el antropólogo Johann Blumenbach describió cinco razas sobre la base del tipo de cráneo. Añadió una raza malaya, esencialmente gentes de Malaya e Indonesia, a las cuatro de Linné, e inventó el útil término caucásico para denotar a las gentes de Europa, África del Norte y el subcontinente Indio. El origen del nombre se debió en parte a su creencia de que las gentes de Georgia, en el Cáucaso meridional, eran las más bellas, y en parte a la idea entonces generalizada de que el arca de Noé se había posado en el monte Ararat, en el Cáucaso, lo que convirtió a la región en la patria de las primeras gentes que colonizaron la Tierra.

A Blumenbach se le ha acusado injustamente de las creencias supremacistas de sus sucesores. En realidad, se oponía a la idea de que unas razas eran superiores a las otras, y reconoció que su apreciación de la gracia de los caucásicos era subjetiva.3

Sus opiniones sobre la belleza caucásica pueden adscribirse más razonablemente a prejuicio étnico que a racismo. Además, Blumenbach insistía en que todos los humanos pertenecían a la misma especie, en contra de la opinión que entonces surgía de que las razas humanas eran tan diferentes entre sí que constituían especies diferentes.

Hasta Blumenbach, el estudio de las razas humanas era un intento razonablemente científico de comprender y explicar la variación humana. El giro más dudoso que se adoptó en el siglo XIX quedó ejemplificado por el libro de Joseph-Arthur, conde de Gobineau, Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, publicado en 1853-1855. Gobineau era un aristócrata y diplomático francés, no un científico, y amigo y correspondiente de de Tocqueville. Su libro era un intento filosófico para explicar el auge y caída de las naciones, basado esencialmente en la idea de la pureza racial. Suponía que había tres razas, reconocidas por el color de la piel: blanca, amarilla y negra. Una raza pura podía conquistar a sus vecinas, pero cuando se entrecruzaba con ellas, perdía su ventaja y se arriesgaba a su vez a ser conquistada. La razón, suponía Gobineau, era que el entrecruzamiento conduce a la degeneración.

La raza superior, escribía Gobineau, era la de los indoeuropeos, o arios, y su continuación en los imperios griego y romano y en los imperios europeos. Contrariamente a lo que cabría esperar de la explotación que Hitler hizo de sus obras, Gobineau admiraba mucho a los judíos, a los que describió como «un pueblo que tenía éxito en todo lo que emprendía, un pueblo, libre, fuerte e inteligente, y un pueblo que, antes de perder, espada en mano, el nombre de una nación independiente, había dado al mundo tantos hombres sabios como comerciantes».

La ambiciosa teoría de la historia de Gobineau estaba edificada sobre arena. No hay ninguna base factual para sus teorías de pureza racial o degeneración racial debida a entrecruzamiento. Sin duda sus ideas se habrían olvidado si no hubiera sido por el pernicioso tema de una raza aria superior. Hitler adoptó este concepto inútil al tiempo que ignoraba las observaciones de Gobineau, considerablemente más defendibles, acerca de los judíos.

A la afirmación de Gobineau de desigualdad entre las razas se añadió entonces la idea divisiva de que las diversas poblaciones humanas representaban no sólo razas diferentes, sino diferentes especies. Uno de los principales patrocinadores de esta creencia fue el médico de Filadelfia Samuel Morton.

Las opiniones de Morton le condujeron al error no por prejuicio, sino por su fe religiosa. Le inquietaba el hecho de que en el arte egipcio de 3000 años a. de C. aparecieran pintadas personas negras y blancas, pero que el propio mundo hubiera sido creado sólo el año 4004 a. de C., según la cronología ampliamente aceptada que había elaborado el arzobispo Ussher a partir de información derivada del Antiguo Testamento y de otras partes. Este no era tiempo suficiente para que aparecieran razas diferentes, de modo que las razas tuvieron que haber sido creadas por separado, aducía Morton, una inferencia válida si la cronología de Ussher hubiera sido incluso remotamente correcta.

Morton reunió una gran colección de cráneos procedentes de todo el mundo, y midió el volumen ocupado por el cerebro y otros detalles que, en su opinión, establecían la distinción de las cuatro razas principales. Efectivamente, las dispuso en una jerarquía añadiendo descripciones subjetivas del comportamiento de cada raza a las meticulosas mediciones anatómicas de sus cráneos. Los europeos son los «habitantes más hermosos» de la Tierra, escribió. Después venían los mongoles, es decir, asiáticos orientales, calificados de «ingeniosos, imitativos y muy susceptibles de refinamiento». El tercer lugar se asignaba a los americanos, es decir, los americanos nativos, cuyas facultades mentales le parecían a Morton encerradas en una «infancia continua», y el cuarto era para los negros, o africanos, de los que Morton decía que «tienen poca inventiva, pero grandes capacidades de imitación, de modo que adquieren fácilmente las artes mecánicas».

Morton era un académico y no promovió ninguna consecuencia práctica de sus ideas. Pero sus seguidores no dudaron en incorporar su interpretación de que las razas habían sido creadas separadamente, de que los negros eran inferiores a los blancos y de que la esclavitud del Sur de los Estados Unidos, por lo tanto, estaba justificada.

Los datos de Morton presentan un interesante caso de estudio de cómo las ideas preconcebidas de un científico pueden afectar a sus resultados, a pesar del énfasis que se da en la enseñanza científica a la importancia crítica de la objetividad. Stephen Jay Gould, el biólogo de Harvard, un ensayista muy leído, acusó a Morton de haber medido mal los volúmenes craneales de los cráneos de africanos y caucásicos con el fin de respaldar la idea de que el tamaño del cerebro está relacionado con la inteligencia. Gould no volvió a medir los cráneos de Morton, pero recalculó el análisis estadístico publicado de Morton y estimó que las cuatro razas tenían un volumen craneal de aproximadamente el mismo tamaño. Las acusaciones de Gould se publicaron en Science y en su libro de 1981, ampliamente citado, Las falsas medidas del hombre.

Pero en un giro reciente y sorprendente, ahora resulta que el sesgo era de Gould. De hecho, Morton no creía, como Gould afirmaba, que la inteligencia estuviera correlacionada con el tamaño del cerebro. Más bien, medía sus cráneos para estudiar la variación humana como parte de su indagación acerca de si Dios había creado las razas humanas por separado. Un equipo de antropólogos físicos volvió a medir todos los cráneos que pudieron identificar en la colección de Morton y encontraron que sus medidas eran casi invariablemente correctas. Eran las estadísticas de Gould las que tenían errores, informaron, y los errores iban en la dirección de respaldar la creencia incorrecta de Gould de que no había diferencias en la capacidad craneal entre los grupos de Morton. «Irónicamente, el análisis que Gould hizo de Morton es probablemente el ejemplo más claro de un sesgo que influye sobre los resultados», escribía el equipo de Pennsylvania.4

Los autores indicaban que «Morton, en manos de Stephen Jay Gould, ha servido durante treinta años como ejemplo de manual de mala conducta científica». Además, Gould había sugerido que la ciencia en su conjunto es un proceso imperfecto porque prejuicios como los de Morton son comunes. Esto, sugerían los autores, es incorrecto: «El caso de Morton, más que ilustrar la generalidad de los prejuicios, muestra en cambio la capacidad de la ciencia para zafarse de los límites y las anteojeras de los contextos culturales».

Hay dos lecciones que pueden derivarse del embrollo Morton-Gould. Una es que los científicos, a pesar de su adiestramiento para ser observadores objetivos, son tan falibles como cualquier hijo de vecino cuando se hallan implicadas sus emociones y políticas, ya vengan de la derecha o, como en el caso de Gould, de la izquierda.

Una segunda es que, a pesar de los puntos débiles de algunos científicos, la ciencia en tanto que sistema generador de conocimiento tiende a corregirse, aunque a veces lo hace después de una demora considerable. Durante tales períodos de demora, los que usan hallazgos científicos no corregidos para propagar políticas lesivas pueden causar un gran daño. Los intentos de los científicos de clasificar las razas humanas y de comprender el alcance real de la eugenesia se vieron comprometidos antes de que los dos campos pudieran corregirse completamente.

Darwin proporcionó una firme refutación de la idea de que las razas humanas eran especies diferentes. En El origen de las especies, publicado en 1859, presentó su teoría de la evolución pero, prefiriendo quizá dar un paso cada vez, no dijo nada en particular acerca de la especie humana. Trató de los humanos en su segundo volumen, El origen del hombre, que apareció doce años después. Con su buen sentido e intuición infalibles, Darwin decretó que las razas humanas, por distintas que pudieran parecer, no eran en absoluto lo bastante diferentes para ser consideradas especies distintas, como aducían los seguidores de Samuel Morton y otros.

Empezó observando que «Si un naturalista que nunca hubiera visto un negro, un hotentote, un australiano o un mongol tuviera que compararlos… con toda seguridad declararía que eran especies tan buenas como muchas a las que él había tenido por costumbre adjudicar nombres específicos».

En apoyo de esta opinión (Darwin está planteando el mejor caso contrario antes de desmontarlo), advertía que las diferentes razas humanas son parasitadas por diferentes especies de piojos. «El cirujano de un barco ballenero en el Pacífico» (Darwin tenía una amplia red de informadores) «me aseguró que cuando los piojos, de los que algunos isleños de las Sandwich que iban a bordo tenían el cuerpo lleno, pasaban al cuerpo de los marineros ingleses, morían a los tres o cuatro días.» De modo que si los parásitos de las razas humanas son especies distintas, «bien podría proponerse como un argumento de que las mismas razas deberían clasificarse como especies distintas», sugería Darwin.

Por otro lado, siempre que dos razas humanas ocupan la misma área, se entrecruzan, señalaba Darwin. Asimismo, los rasgos distintivos de cada raza son muy variables. Darwin citaba el ejemplo de los extensos labios menores (el «delantal hotentote») de las mujeres bosquimanas. Algunas mujeres poseen el delantal, pero no todas.

El argumento más robusto en contra de tratar a las razas del hombre como especies separadas, según opinión de Darwin, «es que unas pasan gradualmente a las otras, con independencia en muchos casos, hasta donde podemos juzgar, de que se hayan entrecruzado». Esta graduación es tan extensa que las personas que intentaban enumerar el número de razas humanas variaban muchísimo en sus estimaciones, que iban de 1 a 63, señalaba Darwin. Pero todo naturalista que intente describir un grupo de organismos muy variables hará bien en unirlos en una única especie, observaba Darwin, porque «no tiene derecho a dar nombre a objetos que no puede definir».

Quienquiera que lea obras de antropología difícilmente dejará de sentirse impresionado por las semejanzas entre las razas. Darwin señalaba «el placer que todos ellos obtienen con el baile, la música simple, la actuación, pintar, tatuarse y adornarse de otras maneras; por su comprensión mutua del lenguaje de gestos, por la misma expresión de sus rasgos y por los mismos gritos inarticulados proferidos cuando están excitados por las mismas emociones». Cuando el principio de la evolución se acepte, «como seguramente lo será dentro de poco», escribía Darwin esperanzado, la disputa acerca de si los humanos pertenecen a una única especie o a muchas «morirá de una muerte silenciosa e inadvertida».

Darwinismo social y eugenesia

Darwin, por la fuerza de su autoridad, pudo enterrar la idea de muchas especies humanas. A pesar de sus mejores esfuerzos, tuvo menos éxito en sofocar el movimiento político llamado darwinismo social. Se trata de la tesis de que, igual que en la naturaleza los más adaptados sobreviven y los débiles son aplastados, la misma norma debe prevalecer asimismo en las sociedades humanas, no sea que las naciones se debiliten porque los pobres y enfermos tengan demasiados hijos.

El promotor de dicha idea no fue Darwin, sino el filósofo inglés Herbert Spencer. Spencer desarrolló una teoría acerca de la evolución de la sociedad, que sostenía que el progreso ético dependía de que la gente se adaptara a las condiciones del momento. La teoría se desarrolló independientemente de la de Darwin y carecía de ninguna de las extensas investigaciones biológicas en que se basaba la de Darwin. Aun así, fue Spencer quien acuñó la frase «supervivencia de los más aptos», que Darwin adoptó.

Spencer aducía que la ayuda del gobierno que permitía que pobres y enfermos se propagaran impediría la adaptación de la sociedad. Incluso la protección que el gobierno daba a la educación debería eliminarse, para que no se pospusiera la eliminación de los que no conseguían adaptarse. Spencer fue uno de los intelectuales más prominentes de la segunda mitad del siglo XIX, y sus ideas, aunque hoy en día puedan parecer duras, se discutieron ampliamente tanto en Europa como en América.

La teoría de la evolución de Darwin, al menos a los ojos de su autor, se refería solamente al mundo natural. Pero era tan atractiva para los teóricos de la política como la llama de una vela lo es para las polillas. Karl Marx le preguntó a Darwin si podría dedicarle Das Kapital, un honor que el gran naturalista declinó.5 El nombre de Darwin lo añadieron a las ideas políticas de Spencer, que hubiera sido mucho más exacto calificar de espencerismo social. El propio Darwin las aniquiló en una reprensión lapidaria.

Sí, la vacunación ha salvado a millones cuya constitución más débil, de otro modo, los hubiera dejado sucumbir a la viruela, escribió Darwin. Y sí, los miembros débiles de las sociedades civilizadas propagan su estirpe, lo que, a juzgar por la cría de animales, «debe ser muy perjudicial para la raza humana». Pero la ayuda que nos sentimos obligados a dar a los desvalidos es parte de nuestros instintos sociales, decía Darwin. «Tampoco podríamos detener nuestra simpatía, incluso si lo reclamara la razón pura, sin el deterioro en la parte más noble de nuestra naturaleza», escribió. «Si intencionadamente abandonáramos a los débiles y desvalidos, sólo podría ser por un beneficio contingente, con un mal abrumadoramente presente.»6

Si se hubiera hecho caso al consejo de Darwin, un giro desastroso en la historia del siglo XX podría haber sido algo menos inevitable. Pero para muchos intelectuales, los beneficios teóricos a menudo pesan más que los males abrumadoramente presentes. Ideas frívolas de mejora racial impulsaron el movimiento eugenésico, que a lo largo de muchas décadas creó el clima mental para las exterminaciones en masa que los nacionalsocialistas efectuaron en Alemania. Pero esta catástrofe se inició en un lugar totalmente distinto. Empezó con el primo de Darwin, Francis Galton.

Galton era un caballero victoriano y un erudito que hizo contribuciones distinguidas a muchos campos de la ciencia. Inventó varias técnicas estadísticas básicas, como el concepto de correlación, regresión y desviación típica. Anticipó la genética del comportamiento humano al usar gemelos para distinguir la influencia de la naturaleza y la crianza. Inventó el método de clasificación que todavía se usa en la identificación de huellas digitales. Dibujó el primer mapa del tiempo. Planteándose maliciosamente cómo comprobar si las oraciones eran atendidas, advirtió que la población inglesa, durante siglos, había rezado cada semana en la iglesia en pro de la larga vida de su soberano, de modo que si acaso la oración tenía algún poder, a buen seguro debería resultar en la mayor longevidad de los monarcas ingleses. Su informe de que los soberanos eran, de toda la gente rica, los de vida más breve, y por lo tanto que la oración no tenía ningún efecto positivo, fue rechazado por un editor por «ser demasiado terriblemente concluyente y ofensivo para no alborotar el avispero», y quedó inédito durante muchos años.7

Uno de los principales intereses de Galton era el de saber si las capacidades humanas son hereditarias. Compiló diversas listas de gente eminente y buscó los que estaban emparentados entre sí. En el seno de estas familias, encontró que los parientes próximos del fundador tenían más probabilidades de ser eminentes que los parientes lejanos, estableciendo así que la distinción intelectual tenía una base hereditaria.

Galton se vio obligado por los críticos contemporáneos a prestar más atención al hecho de que los hijos de hombres eminentes habían tenido más oportunidades de educación y de otro tipo que los demás. Concedió que la crianza estaba implicada hasta cierto punto, e incluso inventó la frase «naturaleza frente a crianza» (Nature versus nurture) al hacerlo. Pero siguió conservando su interés en la herencia de capacidades notables. La teoría de la evolución de Darwin ya era entonces ampliamente aceptada en Inglaterra, y Galton, con su avidez para medir rasgos humanos, se interesó por el efecto de la selección natural en la población inglesa.

Esta línea de pensamiento le llevó ahora por una senda peligrosa, a la propuesta de que las poblaciones humanas podían mejorarse mediante reproducción controlada, al igual que se hacía con los animales domésticos. Su hallazgo de que la eminencia iba por familias le llevó a proponer que debería promoverse con incentivos monetarios el matrimonio entre tales familias, con el propósito de mejorar la raza. A este fin, Galton acuñó otra palabra, eugenesia.

En una novela inédita, Kantsaywhere, Galton escribió que aquellos que no superaran los tests eugenésicos debían ser confinados en campamentos en los que tenían que trabajar duro y permanecer célibes. Pero parece que esto fue sobre todo un experimento teórico o una fantasía en la mente de Galton. En su obra publicada, ponía el acento en la educación pública sobre la eugenesia y en los incentivos positivos para el matrimonio entre los aptos desde el punto de vista eugenésico.

No hay ninguna razón particular para dudar de la afirmación de uno de los biógrafos de Galton, Nicholas Gillham, de que Galton «se hubiera horrorizado si hubiera sabido que en poco más de veinte años después de su muerte, en el nombre de la eugenesia se practicaba la esterilización forzosa y el asesinato».8

Las ideas de Galton parecían razonables para la época, dado lo que se sabía entonces. La selección natural parecía haber aflojado su control sobre las poblaciones modernas. Las tasas de natalidad al final del siglo XIX se reducían, de manera particularmente clara entre las clases altas y medias. Parecía bastante lógico que la calidad de la población mejoraría si se pudiera animar a las clases altas a tener más hijos. Las ideas de Galton fueron recibidas de manera favorable. Le llovieron honores. Se le concedió la Medalla Darwin de la Sociedad Real, la principal institución científica de Inglaterra. En 1908, tres años antes de su muerte, fue nombrado caballero, una señal de aprobación por parte de la clase dominante. Nadie comprendió entonces que Galton había sembrado, sin proponérselo, los dientes del dragón.

El atractivo de la eugenesia de Galton era su creencia de que la sociedad sería mejor si se pudiera animar a los intelectualmente eminentes a que tuvieran más hijos. ¿Qué intelectual podría estar en desacuerdo con esto? Más de una cosa buena, a buen seguro, sería mejor. En realidad, no es en absoluto seguro que este fuera un resultado deseable. Los intelectuales, como clase, son notoriamente propensos a proyectos que suenan muy bien y que conducen a la catástrofe, como el darwinismo social, el marxismo o, de hecho, la eugenesia.

Por analogía con la reproducción animal, es indudable que se podría hacer reproducir a las personas, si ello fuera éticamente aceptable, para poder mejorar rasgos específicos deseados. Pero es imposible saber qué características beneficiarían a la sociedad en su conjunto. El programa eugenésico, por razonable que pueda parecer, era básicamente incoherente.

Y en términos prácticos, planteaba una desviación fatal. La idea de eugenesia que tenía Galton era inducir a los ricos y a la clase media a cambiar sus hábitos matrimoniales y producir más hijos. Pero la eugenesia positiva, que es como se conoce a esta propuesta, es políticamente imposible. Era mucho más fácil poner en práctica la eugenesia negativa, la segregación o esterilización de aquellos que eran considerados inadecuados.

En 1900 se redescubrieron las leyes de la genética de Mendel, que habían permanecido ignoradas durante su vida. Los genetistas, mediante la combinación de sus leyes con los métodos estadísticos desarrollados por Galton y otros, empezaron a desarrollar la potente subdisciplina conocida como genética de poblaciones. Genetistas insignes, a ambos lados del Atlántico, utilizaron la autoridad recién conseguida para promover ideas eugenésicas. Al hacerlo, desencadenaron una idea cuyo poder profundamente maligno demostraron ser incapaces de controlar.

El principal organizador del nuevo movimiento eugenésico fue Charles Davenport. Se doctoró en biología por la Universidad de Harvard y enseñó zoología en Harvard, en la Universidad de Chicago y en el Laboratorio de Biología del Instituto de Artes y Ciencias de Brooklyn, en Cold Spring Harbor, Long Island. La concepción que Davenport tenía de la eugenesia estaba motivada por el desdén para las razas que no fueran la suya: «¿Podemos construir un muro lo bastante alto alrededor de este país para mantener afuera estas razas más viles, o bien será un dique endeble... que hará que nuestros descendientes abandonen el país a los negros, morenos y amarillos, y vayan a buscar asilo en Nueva Zelanda?», escribió.9

Entre 1890 y 1920 llegó a los Estados Unidos una enorme oleada de inmigrantes, lo que creó un clima de preocupación que era favorable a las ideas eugenésicas. Davenport, aunque no tenía ninguna distinción especial como científico, encontró facilidades para acopiar dinero para su programa eugenésico. Consiguió fondos de filantropías importantes, como la Fundación Rockefeller y la Institución Carnegie, acabada de fundar. Al repasar una lista de familias acomodadas de Long Island, dio con el nombre de Mary Harriman, hija del magnate de los ferrocarriles E. H. Harriman. Resultó que Mary estaba tan interesada en la eugenesia que su sobrenombre en el instituto había sido Eugenia.* Mary proporcionó financiación a Davenport para que estableciera su Oficina de Registros Eugenésicos, que pretendía registrar el entorno genético de la población americana y distinguir entre los linajes buenos y los defectuosos.10

Las instituciones Carnegie y Rockefeller no dan dinero a cualquiera, sino más bien a campos de investigación que sus asesores consideran prometedores. Dichos asesores compartían la opinión generalmente favorable de la eugenesia que entonces predominaba entre los científicos y muchos intelectuales. La Asociación de Investigación de la Eugenesia incluía miembros de las universidades de Harvard, Columbia, Yale y Johns Hopkins.11

«En los Estados Unidos, el sacerdocio eugenésico incluía gran parte de los primeros líderes responsables de la extensión del mendelismo», escribe el historiador de la ciencia Daniel Kevles. «Además de Davenport, estaban Raymond Pearl y Herbert S. Jennings, ambos de la Universidad Johns Hopkins; Clarence Little, presidente de la Universidad de Michigan y más tarde fundador del Laboratorio Jackson en Maine; y los profesores de Harvard Edward M. East y William E. Castle... La gran mayoría de las facultades y universidades estadounidenses (entre ellas Harvard, Columbia, Cornell, Brown, Wisconsin, Northwestern y Berkeley) ofrecían cursos de eugenesia con mucha asistencia, o cursos de genética que incorporaban material eugenésico.»12

Otro historiador del movimiento eugenésico, Edwin Black, llega a la misma conclusión: «Los pensadores de la elite de la medicina, la ciencia y la educación superior de los Estados Unidos estaban atareados expandiendo el cuerpo de conocimientos eugenésicos y evangelizando sus doctrinas», escribió.13

Con tantos científicos eminentes dirigiendo, otros siguieron. El expresidente Theodore Roosevelt escribía a Davenport en 1913: «No tenemos por qué permitir la perpetuación de ciudadanos del tipo equivocado».14 El programa eugenésico alcanzó un pináculo de aceptación cuando recibió la aprobación de la Corte Suprema de los Estados Unidos. El tribunal estaba considerando un recurso por parte de Carrie Buck, una mujer a la que el estado de Virginia quería esterilizar, aduciendo que ella, su madre y su hija eran mentalmente discapacitadas.

En el caso de 1927, conocido como Buck contra Bell, la Corte Suprema falló a favor del estado, con sólo un voto en contra. El juez Oliver Wendell Holmes, que escribía por la mayoría, hizo suyo sin reservas el credo de los eugenistas de que los hijos de los mentalmente discapacitados eran una amenaza para la sociedad.

«Es mejor para el mundo», escribió, «que en lugar de esperar a ejecutar a los hijos degenerados por sus crímenes, o dejarlos morir de hambre por su imbecilidad, la sociedad pueda impedir a los que son manifiestamente ineptos que continúen su estirpe. El principio que respalda la vacunación obligatoria es lo bastante amplio para cubrir la sección de las trompas de Falopio. Tres generaciones de imbéciles son suficientes.»

La eugenesia, que había empezado como una proposición política impráctica para fomentar los casamientos entre los bien nacidos, se había convertido ahora en un movimiento político aceptado con consecuencias fatídicas para los pobres y los indefensos.

Las primeras de estas consecuencias fueron los programas de esterilización. A instancias de Davenport y sus discípulos, las legislaturas del estado aprobaron programas para esterilizar a los reclusos de sus prisiones y asilos mentales. Un criterio común para la esterilización era la debilidad mental o imbecilidad, una categoría diagnóstica mal definida que a menudo se identificaba mediante preguntas basadas en el conocimiento que dejaban en gran desventaja a los que tenían pocos estudios.

Los eugenistas pervirtieron los tests de inteligencia al transformarlos en una herramienta para degradar a la gente. Los tests los había desarrollado primero Alfred Binet para reconocer a niños que necesitaban una ayuda educativa especial. El movimiento eugenésico los utilizó para designar a las personas como débiles mentales y, por lo tanto, adecuadas para ser esterilizadas. Muchos de los primeros tests indagaban los conocimientos, no la inteligencia natural. Preguntas tales como «El motor Knight se usa en los automóviles: Packard/Stearns/Lozier/Pierce Arrow», o «Becky Sharp aparece en las películas: Vanity Fair/Romola/A Christmas Carol/Henry IV» estaban muy cargadas contra aquellas personas que no habían recibido un determinado tipo de educación. Tal como escribe Kevles, «Los tests estaban sesgados en favor de las habilidades académicas, y el resultado dependía del entorno educativo y cultural de la persona que realizaba el test».15 Pero eran tests como estos los utilizados para destruir la esperanza de las personas de tener hijos, o para negarles el ingreso en el servicio militar.

Hasta 1928, menos de 9.000 personas habían sido esterilizadas en los Estados Unidos, aun cuando los eugenistas estimaban que hasta 400.000 ciudadanos eran «débiles mentales».16 Después de la decisión de Buck contra Bell, las compuertas se abrieron. En 1930, 24 estados tenían leyes de esterilización en sus manuales, y en 1940, 35.878 americanos habían sido esterilizados o castrados.17

Los eugenistas empezaron a influir también sobre las leyes de inmigración de la nación. La Ley de Inmigración de 1924 fijaba la cuota de cada país en la proporción de sus nacionales presentes en el censo de 1890, un punto de referencia que posteriormente se cambió al censo de 1920. La intención y efecto de la ley era aumentar la inmigración procedente de los países nórdicos y restringir la de personas procedentes de Europa meridional y oriental, incluidos los judíos que escapaban de la persecución en Polonia y Rusia. Además, la ley impedía toda inmigración procedente de la mayoría de los países de Asia Oriental. Tal como explicó el congresista Robert Allen, de Virginia Occidental, durante el debate en la Cámara, «La razón primaria para la restricción del torrente extranjero... es la necesidad de depurar y mantener pura la sangre de América».18

Los eugenistas tenían inspectores instalados en las principales capitales de Europa para examinar a inmigrantes en potencia. Casi la décima parte fueron juzgados física o mentalmente defectuosos. El cuerpo de inspectores se desarticuló a los pocos años debido a su coste, pero sus preferencias persistieron en la mente de los cónsules estadounidenses. Cuando los judíos, en número creciente, intentaron huir de Alemania después de 1936, los cónsules americanos rehusaron concederles visados a ellos y a otros refugiados desesperados.19

Muchos defensores de la Ley de Inmigración de 1924 estuvieron influidos por un libro titulado The Passing of the Great Race. Su autor, Madison Grant, era un abogado y conservacionista neoyorquino que contribuyó a la fundación de la Liga para salvar las secuoyas, el Zoo del Bronx, el Parque Nacional Glacier y el Parque Nacional Denali. A pesar de su carencia de credenciales académicas, Grant era poderoso en los círculos antropológicos y con frecuencia entró en conflicto con Franz Boas, el fundador de la antropología social americana y un gran defensor de la idea de que las diferencias importantes entre las sociedades son culturales, no biológicas, en su origen. Grant intentó que echaran a Boas de su puesto de catedrático del departamento de antropología de la Universidad de Columbia, y ambos emprendieron una campaña, que Grant perdió, por el control de la Asociación Antropológica Americana.

Las creencias de Grant eran absolutamente racistas y eugenésicas. Consideraba que los europeos, sobre la base del cráneo y de otros rasgos físicos, estaban compuestos por tres razas, que denominó nórdica, alpina y mediterránea. Los nórdicos, con su pelo pardo o rubio y sus ojos azules o pálidos, eran el tipo superior, en parte debido a que el severo clima septentrional en el que evolucionaron «tuvo que haber sido tal que impuso una rígida eliminación de los defectuosos a través de la agencia de los duros inviernos y de la necesidad de industria y previsión para conseguir los alimentos, los vestidos y el refugio de todo el año durante el corto verano».

De ahí se seguía que «tales demandas de energía, si continuaban mucho tiempo, iban a producir una raza fuerte, viril e independiente que inevitablemente vencería en batalla a las naciones cuyos elementos más débiles no hubieran sido purgados».20

La decadencia de Inglaterra se debía a la «proporción decreciente de su sangre nórdica y a la transferencia de poder político desde las vigorosas aristocracia y clases medias nórdicas a los elementos radicales y obreros, ambos reclutados en gran parte del tipo mediterráneo», escribía Grant. La «raza dominante» estaba amenazada por la misma dilución en los Estados Unidos: «A lo que parece, América está condenada a recibir en estos últimos días las clases y tipos menos deseables de cada nación europea que ahora exporta hombres».

Emma Lazarus vio a los Estados Unidos como un rayo de esperanza para los refugiados de las guerras y odios salvajes de Europa. Grant tenía una visión menos efusiva que ofrecer: «Nosotros, los americanos, hemos de darnos cuenta de que los ideales altruistas que han controlado nuestro desarrollo social durante el pasado siglo y el sentimentalismo sensiblero que ha hecho de América “un asilo para los oprimidos”, están barriendo a la nación hacia un abismo racial. Si se permite que el Crisol de Razas hierva sin control y continuamos siguiendo nuestra divisa nacional y deliberadamente nos cegamos a toda “distinción de raza, credo o color”, el tipo de americano nativo de origen colonial se extinguirá al igual que los atenienses de la época de Pericles y que los vikingos de los días de Rollo».21

El libro de Grant fue poco leído en la década de 1930, cuando los americanos empezaron a volverse en contra de las ideas eugenésicas. Pero su participación en la Ley de Inmigración de 1924 no fue el menor de sus efectos malignos. Grant recibió un día la carta de un ardiente admirador que había incorporado muchas ideas de The Passing of the Great Race en una obra propia. «El libro es mi Biblia», el admirador aseguró a Grant. El admirador de Grant, el autor de Mein Kampf, era Adolf Hitler.22

La deriva hacia la eugenesia no fue inexorable. En Inglaterra, las ideas eugenésicas no dejaron nunca el ámbito de la teoría. La versión galtoniana de la eugenesia atrajo al principio un amplio seguimiento entre la intelligentsia, entre ellos el dramaturgo George Bernard Shaw y socialistas radicales como Beatrice y Sidney Webb. Winston Churchill, entonces ministro del Interior, les dijo a los eugenistas durante la discusión de la Ley de Deficiencia Mental de 1913 que los 120.000 ciudadanos de Gran Bretaña considerados débiles mentales «deberían, a ser posible, ser segregados en condiciones adecuadas de manera que su maldición muriera con ellos y no se transmitiera a las generaciones futuras».

Pero el Parlamento no estuvo a favor de la esterilización. En 1931 y 1932 la Sociedad de Eugenesia consiguió que se aprobaran decretos para permitir la esterilización voluntaria, pero no sirvieron de nada. No había ningún interés por medidas tan extremas y, en cualquier caso, la esterilización quirúrgica de alguien, incluso con el consentimiento de la persona o el del tutor designado por el juzgado, habría sido considerada un acto criminal según la ley inglesa.

La Sociedad de Eugenesia en la Gran Bretaña tuvo mucho menos éxito en influir en la opinión pública que la camarilla eugenésica de Davenport tuvo en los Estados Unidos. Una razón fue que la mayoría de los científicos ingleses, después de una infatuación inicial con las ideas de Galton, se volvieron contra la eugenesia, en particular del tipo que Davenport promovía.

Davenport creía que rasgos mal definidos como «ineptitud» o «debilidad mental» eran causados por genes únicos y tenían las pautas de herencia simple que Mendel había descrito en sus plantas de guisantes experimentales. Pero los rasgos de comportamiento complejos están regidos generalmente por muchos genes que actúan en concierto. Aunque un rasgo mendeliano podría, en principio, ser eliminado casi totalmente mediante la esterilización de sus portadores, si fuera ético hacerlo, es mucho más difícil influir sobre los rasgos complejos de esta manera.

Un artículo de 1913 de un miembro del laboratorio de Galton, David Heron, atacaba cierto trabajo americano por «presentación negligente de los datos, métodos de análisis inexactos, expresión irresponsable de las conclusiones y rápido cambio de opinión». Muchas contribuciones recientes al tema, según la opinión del autor, amenazaban con situar a la eugenesia «completamente fuera de los límites de la verdadera ciencia».23

Los críticos ingleses estaban en lo cierto acerca de la calidad de la ciencia de Davenport, aunque continuó dominando durante muchos años más en los Estados Unidos. Cuando la Institución Carnegie quiso finalmente obtener una revisión objetiva de la obra de Davenport en la Oficina de Registros Eugenésicos en 1929, sus revisores encontraron también que los datos de la oficina no servían para nada. Un segundo comité examinador concluyó en 1935 que la eugenesia no era una ciencia y que la Oficina de Registros Eugenésicos «debiera dedicar todas sus energías a la investigación pura, divorciada de toda forma de propaganda y de recomendación o de promoción de programas de reforma social o de mejora racial tales como la esterilización, el control de la natalidad, la inculcación de la conciencia racial o nacional, la restricción de la inmigración, etc.».

En 1933, la eugenesia había alcanzado un punto de inflexión fatídico. Tanto en Inglaterra como en los Estados Unidos, los científicos habían aceptado primero la idea, y después se habían vuelto en su contra, seguidos por sus públicos respectivos. La eugenesia podría haber languidecido hasta ser una simple nota de pie de página en la historia si algunos científicos en Alemania hubieran seguido a sus colegas en el rechazo de las ideas eugenésicas. El ascenso de Hitler al poder impidió esta posibilidad.

Los eugenistas alemanes estuvieron en estrecho contacto con sus colegas americanos, tanto antes como después de la primera guerra mundial. Vieron que los eugenistas americanos preferían las razas nórdicas y aspiraban a mantener el acervo génico impoluto. Observaron con gran interés cuando muchos cuerpos legislativos estatales de los Estados Unidos establecieron programas para esterilizar a los discapacitados mentales, y cuando el Congreso cambió las leyes de inmigración para favorecer a los inmigrantes del norte de Europa frente a los de otras regiones del mundo.

La ideología y las leyes eugenésicas de los Estados Unidos «se convirtieron en programas inspiradores para la marea creciente de biólogos raciales y de incitadores al odio racial», escribió el autor Edwin Black.24 Hitler llegó al poder el 30 de enero de 1933, y el programa eugenésico de Alemania se puso en marcha rápidamente. En la Ley para la prevención de progenie defectuosa, decretada el 14 de julio de 1933, Alemania identificó nueve categorías de personas a las que esterilizar: los débiles mentales y los que tenían esquizofrenia, eran maníacos depresivos, estaban afectados por la enfermedad de Huntington, epilepsia, sordera, deformidades hereditarias, ceguera hereditaria y alcoholismo. A excepción de esta última, eran las mismas enfermedades que Davenport y los eugenistas americanos habían indicado.

En Alemania se establecieron alrededor de 205 Juzgados de Salud Hereditaria, cada uno de los cuales tenía tres miembros: un abogado que actuaba de presidente, un eugenista y un médico. A los doctores que no informaban de pacientes sospechosos se les multaba. Las esterilizaciones empezaron el 1 de enero de 1934, y afectaban a los niños de más de diez años y a la gente en general, no sólo a los que estaban en instituciones. Durante el primer año se esterilizaron 56.000 personas. En 1937, el último año en que se publicaron los registros, el total había alcanzado las 200.000 personas.

El propósito de la ley de 1933, según un funcionario del Ministerio del Interior del Reich, era impedir «el envenenamiento de todo el torrente sanguíneo de la raza». La esterilización salvaguardaría la pureza de la sangre a perpetuidad. «Vamos más allá del amor de buen vecino; lo extendemos a las generaciones futuras», dijo el funcionario. «Aquí reside el elevado valor ético y la justificación de la ley.»25

El programa de esterilización implicaba a médicos y hospitales y creó un sistema legal y médico para el tratamiento coercitivo de aquellos a los que el nacionalsocialismo consideraba inadecuados. Al contar con este mecanismo, era mucho más fácil extender el programa eugenésico en dos direcciones principales. Una era la transición desde la esterilización al asesinato, propiciado en parte por la creciente escasez de camas hospitalarias cuando empezó la segunda guerra mundial. En 1939, unos 70.000 pacientes mentalmente discapacitados en asilos fueron designados para sufrir eutanasia. Las primeras víctimas fueron muertas a tiros. Las posteriores fueron obligadas a entrar en salas que parecían duchas, donde fueron gaseadas.26

La otra desviación en el programa eugenésico alemán fue la adición de los judíos a la lista de los considerados inadecuados. Una sucesión de leyes punitivas expulsaron a los judíos de su trabajo y su hogar, los aislaron del resto de la población, y después confinaron a los que todavía no habían huido en campos de concentración, donde fueron asesinados.

El primer decreto antijudío, del 7 de abril de 1933, estipulaba el despido de los funcionarios civiles «no arios». El término «no arios» ofendió a naciones extranjeras, como Japón. Las leyes posteriores se referían explícitamente a los judíos, pero sumergieron al Ministerio del Interior del Reich en el problema de decidir quién era judío. El Partido Nacionalsocialista propuso que los medio judíos fueran considerados judíos, pero el Ministerio del Interior rechazó la idea por impráctica. Dividió a los medio judíos en dos categorías, y los consideraba judíos completos sólo si pertenecían a la religión judía o estaban casados con un cónyuge judío. Utilizando esta definición, la Ley de Núremberg del 13 de septiembre de 1935, conocida como Ley para la protección de la sangre y el honor alemanes, prohibía el matrimonio entre judíos y ciudadanos de «sangre alemana o emparentada».27

Estas medidas fueron seguidas por otras que en pocos años se intensificaron hasta convertirse en un programa de asesinato en masa de judíos en Alemania y en los países europeos ocupados por las tropas de Hitler. De los 9 millones de judíos que vivían en Europa antes del Holocausto, fueron asesinados casi 6 millones, entre ellos un millón de niños. La máquina de matar absorbió otros 4 a 5 millones de víctimas en forma de homosexuales, gitanos y prisioneros de guerra rusos. El objetivo de Hitler era despoblar los países de Europa oriental para dejar sitio para colonos alemanes.

Muchos de los elementos en el programa eugenésico de los nacionalsocialistas podían encontrarse en el programa eugenésico americano, al menos en concepto, aunque no en grado. Supremacía nórdica, pureza de la sangre, condena de los matrimonios mixtos, esterilización de los inadecuados, todas estas fueron ideas que los eugenistas americanos defendían.

La destrucción de los judíos, sin embargo, fue idea de Hitler. También lo fue la sustitución de la esterilización por el asesinato en masa.

El hecho de que puedan encontrarse antecedentes de las ideas que condujeron al Holocausto en los movimientos eugenésicos americano e inglés de las décadas de 1920 y 1930 no significa que otros compartan la responsabilidad por los crímenes del régimen nacionalsocialista. Significa que las ideas sobre la raza son peligrosas cuando se conectan a programas políticos. Esto sitúa la responsabilidad en los científicos para que comprueben de forma rigurosa las ideas científicas que se presentan al público.

En Alemania, los científicos desempeñaron un papel importante al preparar el terreno para la destrucción de los judíos, pero no fueron los únicos culpables. Declaraciones antisemitas echan a perder los escritos de filósofos alemanes destacados, incluso de Kant. Wagner despotricaba de los judíos en sus ensayos. «Al final de la primera guerra mundial», escribe Yvonne Sherratt en su análisis de las influencias intelectuales en Hitler, «las ideas antisemitas llenaban cualquier aspecto del pensamiento alemán desde la Ilustración al Romanticismo, desde el nacionalismo a la ciencia. Hombres de lógica o apasionados, idealistas o darwinistas sociales, los muy refinados y los muy toscos, todos suministraron a Hitler las ideas para reforzar su sueño y ponerlo en ejecución.»28 El antisemitismo no fue una idea que los científicos alemanes encontraran en la ciencia; antes bien, la encontraron en su cultura y permitieron que infectara su ciencia.

Scientia significa «saber, conocimiento», y los verdaderos científicos son los que distinguen meticulosamente entre lo que saben científicamente y lo que no saben o pueden sólo sospechar. Los que estaban implicados en el programa eugenésico de Davenport, incluidos sus patrocinadores en la Institución Carnegie y en la Fundación Rockefeller y sus revisores, no lograron decir de inmediato que las ideas de Davenport eran defectuosas desde el punto de vista científico. El silencio o la inadvertencia de los científicos permitió que se desarrollara un clima de opinión pública en el que el Congreso pudo aprobar leyes de inmigración restrictivas, los cuerpos legislativos de los estados pudieron decretar la esterilización de los considerados enfermos mentales, y la Corte Suprema de los Estados Unidos pudo mantener asaltos injustificados contra los ciudadanos más débiles del país.

Después de la segunda guerra mundial, los científicos resolvieron por la mejor de las razones, que no se permitiría nunca más que la investigación genética diera pábulo a las fantasías raciales de déspotas asesinos. Ahora que se ha obtenido nueva información sobre las razas humanas, no deberían olvidarse las lecciones del pasado que, de hecho, son mucho más relevantes en la actualidad.