Detalles y minucias

 

Pues no pueden existir arte ni ciencia salvo en los detalles minuciosamente organizados.[50]

 

William Blake

 

 

LA IMPORTANCIA DE LO SUPERFLUO

 

Nada es pequeño para una inteligencia grande.

 

Sherlock Holmes en Estudio en escarlata

 

Uno de los aspectos en los que Sherlock Holmes se parece a los científicos modernos y que le permite superar a sus rivales de Scotland Yard, como los policías Gregson y Lestrade, es su capacidad para observar los pequeños detalles, aquello que está a la vista de todos, pero a lo que no se suele prestar atención: «Siempre he sostenido el axioma de que los pequeños detalles son, con mucho, lo más importante». La declaración de Holmes nos recuerda una afirmación del doctor Bell, profesor de medicina de Arthur Conan Doyle, a quien conoceremos mejor más adelante: «Para los maestros del oficio existen miríadas de signos elocuentes e instructivos, pero cuyo descubrimiento requiere un ojo experto... La importancia de lo infinitamente pequeño es incalculable. Emponzoñen un pozo de La Meca con el bacilo del cólera y el agua santa que los peregrinos se llevarán embotellada infectará un continente».

No existe una profesión a la que podamos llamar «detallista», como quien se refiere a un escaparatista, pero sí existen algunos profesionales, además de los detectives, que prestan una atención muy especial a los pequeños detalles. Se trata de los connoisseur o expertos en arte, verdaderos observadores de lo minúsculo, al menos desde que un hombre que se escondía tras una falsa identidad revolucionó la disciplina. Ese hombre nos permitirá establecer inesperadas conexiones con pioneros de la criminología como Bertillon, pero también con el padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, y, por supuesto, con Sherlock Holmes.

La historia comienza en 1880, cuando se publicó en Berlín el libro Die Werke Italienischer Meister (La obra de los maestros italianos). Su autor, Ivan Lermolieff, ya era conocido en los círculos artísticos por sus atrevidas teorías, que había ido revelando, entre 1871 y 1876, en diversos artículos acerca de la Galería Borghese de Roma. Lermolieff proponía un nuevo método para distinguir las obras de los grandes pintores, para detectar si habían sido pintadas por el maestro o por los discípulos y para descubrir los fraudes y falsificaciones. Sus ideas atrajeron la atención de los expertos, pero también fuerte oposición por parte de los críticos de arte, que consideraban el método poco ortodoxo e inadecuado para algo tan sublime como el estudio de las formas artísticas.

Se sabía poco acerca de Lermolieff, más allá de que era ruso y que sus ensayos se traducían al alemán por un tal Giovanni Schwarze. Cuando se publicó el libro que recogía de manera metódica sus teorías y se sucedieron las traducciones al italiano y al inglés, empezó a sospecharse que aquel ruso capaz de detectar las falsificaciones era, a su vez, un falsario. A pesar de algunos testimonios contradictorios, acabó por quedar claro que Lermolieff no existía y que tampoco existía un original en ruso de La obra de los maestros italianos. Ahora había que averiguar por qué el tal Schwarze había fingido que traducía un libro del ruso al alemán. La respuesta fue que Schwarze tampoco existía, sino que era un nuevo seudónimo. ¿Quién se escondía, entonces, tras Lermolieff y Schwarze?

La solución al misterio estaba escondida en las dos identidades falsas, pues el hombre que se ocultaba tras ellas había dejado pistas en los nombres, tal vez porque siempre estuvo seguro de que algún día reivindicaría las teorías como suyas. Su verdadero nombre era Giovanni Morelli, que podríamos traducir por «Juan Moro», mientras que el nombre del supuesto traductor Giovanni Schwarze significa «Juan Negro»; además, en «Ivan Lermolieff» está contenido de nuevo el nombre («Ivan» también significa «Juan») y el apellido en acrónimo, pues «Lermolieff» contiene «Morelli». Pero ¿quién era Giovanni Morelli, el hombre que había sido capaz de engañar durante varias décadas a los estudiosos y críticos de arte, y cuáles eran sus teorías acerca de lo falso y lo verdadero en la pintura?

Giovanni Morelli (1816-1891) era médico de profesión, pero ya desde joven se interesó por la pintura y decidió dedicar sus esfuerzos a la difícil tarea de certificar la autoría de obras de arte y reconocer las falsificaciones. Hasta entonces, el método consistía en observar la técnica empleada y la disposición general de las figuras y el estilo. Morelli se dio cuenta de que aquélla no era la mejor manera de descubrir al autor de un cuadro o a los falsificadores. Cualquier pintor más o menos dotado podía imitar el estilo de otro pintor, sostenía, pero pocos eran capaces de imitar a la perfección los rasgos más insignificantes, como las orejas, los pies o las manos. Había que fijarse en los detalles a los que el pintor apenas daba importancia, en todo aquello que dibujaba o pintaba de manera mecánica, casi inconsciente.

 

Del mismo modo que la mayoría de los hombres que hablan o escriben tienen hábitos verbales y emplean sus palabras o frases favoritas involuntariamente y a veces incluso de un modo muy inadecuado, también todo pintor tiene sus propias peculiaridades, que se le escapan sin que sea consciente... Quien quiera estudiar en profundidad a un pintor, debe descubrir estas fruslerías materiales y prestar atención con esmero.[51]

 

Cada pintor tenía una manera particular de pintar las orejas de sus personajes, las manos o detalles «casi vergonzosos». Como explicaba Morelli con ironía: «Mis adversarios, especialmente los alemanes, se complacen en calificarme como a uno que es incapaz de apreciar el sentido espiritual de una obra de arte, y que por ello da mayor importancia a los detalles externos, como la forma de las manos, de la oreja, e incluso, horribile dictu, a un objeto tan antipático como las uñas».[52]

 

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Estudios de orejas pertenecientes a diferentes pintores,

por Giovanni Morelli.

 

La semejanza entre el método de Holmes y el de Morelli se hace evidente cuando comparamos los estudios de orejas, manos, pies y uñas de Morelli con la insistencia de Holmes en observar hasta el más pequeño detalle y descubrir en él la clave de los diversos misterios que se le plantean. No solo eso, se da la circunstancia de que Holmes se ocupó de manera específica de manos, uñas y orejas para resolver más de un caso, y lo hizo de una manera en todo coincidente con los métodos de Morelli, como en la aventura titulada «La caja de cartón»: «No ignorará usted, Watson, en su condición de médico, que no hay parte alguna del cuerpo humano que presente mayores variantes que una oreja. Cada oreja posee características propias, y se diferencia de todas las demás».

Las palabras de Holmes están relacionadas con un extraño caso en el que su cliente, la señorita Cushing, ha recibido una caja con dos orejas cortadas. Holmes examina atentamente el macabro regalo, «con ojos de experto», y advierte algo que le llama la atención: «Imagínese cuál no sería mi sorpresa cuando, al detener mi mirada en la señorita Cushing, observé que su oreja correspondía en forma exacta a la oreja femenina que acababa de examinar. En ambas existía el mismo acortamiento del pabellón, la misma amplia curva del lóbulo superior, igual circunvolución del cartílago interno». La conclusión del detective es inmediata: «la víctima debía ser una consanguínea, probablemente muy estrecha, de la señorita Cushing». Gracias a su atención a los pequeños detalles, en este caso las orejas, Holmes puede resolver el caso de la señorita Cushing, de manera semejante a como Morelli resolvía misterios como las falsas atribuciones o si un cuadro pertenecía a un pintor o a uno de sus discípulos. Pero ¿esta similitud entre los dos métodos es fruto de la casualidad?

 

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Estudios de manos de Morelli.

 

 

GIOVANNI MORELLI, DETECTIVE

 

Recibí un telegrama solicitando una descripción de la oreja izquierda del doctor Shlessinger.

 

Watson en «La desaparición

de Lady Frances Carfax»

 

Aunque a primera vista puede parecer puramente fortuita la relación entre los métodos de Morelli y de Sherlock Holmes, se sabe que entre las familias de ambos existía más de una conexión. Michael Shepherd nos revela que un tío del escritor («Uncle Henry»), fue director de la Galería de Arte de Dublín y gran admirador de Morelli, quien a su vez se refirió a él como «el espléndido Mr. Doyle». Más allá de la influencia directa entre ambos autores, la semejanza de sus métodos ha dado lugar a una abundante bibliografía, en la que destacan los trabajos de Carlo Ginzburg y de Enrico Castelnuovo, quien estableció una minuciosa comparación entre el método del connoisseur y el del detective en su entrada «Atribución», escrita para la Encyclopaedia Universalis.

Castelnuovo explica que si no fuera por los esfuerzos de expertos como Wilhelm Bode, Bernard Berenson y el propio Morelli, los museos estarían llenos de obras de arte de autor desconocido o con un nombre nacido de la pura fantasía. Castelnuovo va más lejos y asegura que el método de Morelli responde al espíritu de la época, a la tendencia dominante entonces, que era la búsqueda de la precisión, el examen de lo minúsculo, la catalogación del universo entero. Según Castelnuovo, la necesidad de poder saber quién es el autor de una obra siempre ha existido, pero no cobró verdadera importancia hasta que en el siglo XVIII los caballeros ingleses se aficionaron a recorrer Europa para admirar el arte antiguo, en lo que llamaban el «Grand Tour». Fue entonces cuando la figura del conocedor adquirió una gran importancia, como revela la aparición del ensayo de Jonathan Richardson The Connoisseur (1719) y la compra de objetos artísticos a precios cada vez más desorbitados.

Ante la ausencia de criterios fiables, no hace falta decir que también proliferaron las falsificaciones. En el siglo XIX, nos dice Castelnuovo, comienza la búsqueda de un método más riguroso y científico, al servicio de los museos y galerías de arte que se abren en toda Europa, porque muchas de las obras albergadas son de autor desconocido, o se atribuyen a una escuela o un estilo de manera indiferenciada, o incluso se les asignan nombres de conveniencia (Notnamen), como Pseudo Boccaccino o «Maestro de San Severino», algunos de los cuales todavía perviven hoy en día. Todo esto cambió cuando Morelli, o mejor sería decir Ivan Lermolieff, comenzó a aplicar sus métodos y descubrió varias atribuciones erróneas, como la Venus dormida del museo de Dresde, que se atribuía a Sassoferrato a partir de un original de Tiziano y que él asignó a Giorgione.

El ojo atento, detectivesco, de Morelli se concentra en los detalles insignificantes y descubre en cada pintor un rasgo característico, una manía si se quiere, el equivalente pictórico a la escritura automática. Los discípulos y falsificadores imitan con especial cuidado los rasgos más destacados de un maestro, como la expresión de la boca en los rostros pintados por Leonardo, pero descuidan lo que nunca ha tenido un significado especial en la historia del arte, como las orejas. Aquí es donde Castelnuovo establece una gran semejanza entre Morelli y Holmes: «Este método, claramente afectado por las tendencias de la época, tiene un carácter científico innegable, pero, por otra parte, parece seguir un método paralelo a la puesta en escena en la investigación policial por Sir Arthur Conan Doyle».[53] Del mismo modo que Sherlock Holmes busca las huellas de los criminales en los lugares en los que no miran los expertos de Scotland Yard, Morelli encuentra al artista en los lugares que nadie observa con atención, ni siquiera los críticos de arte: «Para el especialista en las atribuciones artísticas y para el detective se aplica la misma norma: el detalle visible, el elemento que llama la atención es el menos seguro, lo que hay que encontrar son pistas ocultas, que conducirán inevitablemente al autor».[54] Ante las críticas por lo poco espiritual de su método, Morelli responde con ingenio que más bien sucede todo lo contrario; eso que los críticos consideran puramente material, como una oreja, una uña o un dedo pintados en un cuadro, no lo es, pues en realidad es la expresión del alma del artista: «Esta forma exterior de la figura humana no es accidental, como muchos creen, sino que depende de causas espirituales». En efecto, esos pequeños detalles tienen, dice Morelli, una causa interna en la mente o la sensibilidad del artista: es en ellos donde no finge, donde, al casi no esforzarse en copiar o representar con meticulosidad algo como un tapiz, una puerta ornamentada o un paisaje, se muestra verdaderamente a sí mismo.

Volvamos ahora a aquellos pequeños detalles morellianos y holmesianos, para conocer a alguien que literalmente hizo su carrera gracias a una oreja.

 

 

LA OREJA DEL MUERTO

 

No se fíe nunca de las impresiones generales, muchacho, concéntrese en los detalles.

 

Sherlock Holmes a Watson

en «Un caso de identidad»

 

En 1893, una mujer llamada Rollin denunció la desaparición de su marido. Por casualidad, varios conocidos del señor Rollin que visitaban la morgue (un entretenimiento de la época) reconocieron a su amigo al ver uno de los cadáveres. La esposa fue citada para reconocer el cuerpo y atestiguó que, en efecto, se trataba de su marido. Sin embargo, Bertillon consultó la ficha que tenía del señor Rollin, no en tanto que delincuente, sino como borracho reincidente, y exclamó: «¡No es el mismo hombre! Miren sus orejas». Cuando todos observaron con atención las orejas, descubrieron que, efectivamente, eran muy diferentes. Días después, el método de Bertillon se confirmó de manera brillante cuando el marido apareció: había estado varios días en prisión, tras emborracharse y pelear con un policía.[55]

Al comparar la ficha antropométrica de Rollin y la foto de su supuesto cadáver, se comprende que incluso su esposa y sus amigos se confundieran. Pero también se puede observar, como hizo Bertillon, que las orejas son muy diferentes.

 

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Fotografías de la ficha antropométrica de Rollin y del cadáver

del desconocido que fue confundido con él.

 

Bertillon ya había demostrado la importancia de las orejas en la identificación de sospechosos cuando un año antes había examinado a un tal Ravachol, que había puesto varias bombas en casas de jueces y fiscales y que se llamaba a sí mismo «el vengador de la clase obrera», cometiendo sus atentados en nombre del anarquismo. Bertillon consultó sus archivos y, tras apenas unos minutos, durante los cuales tomó diversas medidas a Ravachol, y en especial después de un examen cuidadoso de sus orejas, afirmó que el detenido era un delincuente común llamado François-Claudius Koenigstein, que ya había sido arrestado tres años antes cerca de Lyon. Sobre él recaían cargos por varios crímenes, desde desenterrar un cadáver para robar sus pertenencias hasta matar a un anciano y a su criado con un hacha.

La fama de Bertillon pronto traspasó las fronteras de Francia e incluso llegó a reflejarse en varias de las aventuras de Sherlock Holmes. En «El tratado naval», Watson recuerda que en un viaje en tren la conversación de su amigo «giró en torno al sistema Bertillon de medidas y expresó una entusiasta admiración por el sabio francés». Sin embargo, en la novela El sabueso de los Baskerville, Bertillon es mencionado por un cliente y eso produce un cierto malestar en Holmes:

 

—He acudido a usted, señor Holmes, porque no se me oculta que soy una persona poco práctica y porque me enfrento de repente con un problema tan grave como singular. Y reconociendo, como yo lo reconozco, que es usted el segundo experto europeo mejor cualificado...

—Ah. ¿Puedo preguntarle a quién corresponde el honor de ser el primero? —le interrumpió Holmes con alguna aspereza.

—Para una persona amante de la exactitud y de la ciencia, el trabajo de monsieur Bertillon tendrá siempre un poderoso atractivo.

—¿No sería mejor consultarle a él en tal caso?

—He hablado de personas amantes de la exactitud y de la ciencia. Pero en cuanto a sentido práctico todo el mundo reconoce que carece usted de rival. Espero, señor mío, no haber...

—Tan solo un poco —dijo Holmes.

 

¿Quién era el hombre que había descubierto la verdadera identidad del borracho Rollin y del anarquista Ravachol y en qué consistía su método, capaz de despertar los celos del mismísimo Sherlock Holmes?

 

 

A LA IDENTIDAD POR LAS OREJAS

 

Se trata tan solo de un detalle trivial, pero no hay nada tan importante como los detalles triviales.

Sherlock Holmes en

«El hombre del labio retorcido»

 

Aunque su padre era el célebre antropólogo y doctor Louis Adolphe Bertillon y su hermano un reconocido experto en estadística, a Alphonse Bertillon le llevó mucho tiempo y esfuerzo encontrar un buen trabajo. Tras ocupar diversos empleos sin importancia, consiguió un puesto de oficinista en la Prefectura de Policía de París, donde se pasaba los días copiando fichas de criminales. Fue durante esas largas jornadas cuando se planteó un problema que traía de cabeza a la policía. La ley establecía que los criminales que cometían su primer delito fueran castigados con penas leves, para así favorecer su reinserción social, mientras que los reincidentes eran condenados a penas muy severas e incluso enviados a la Isla del Diablo, un lugar del que nadie podía escapar (uno de los pocos que lo logró fue el protagonista de la novela Papillon, de Henri Charrière). El problema era que no resultaba fácil saber si un detenido era novato o reincidente, porque, como es obvio, los delincuentes solían mentir acerca de su identidad, y, además, porque no había medidas de identificación que resultaran fiables. En tiempos más crueles, la costumbre había sido tatuar a los criminales, o señalarlos de por vida con algún tipo de marca que no pudiera desaparecer, como aquella flor de lis grabada a fuego en el hombro que revela la identidad de Milady en Los tres mosqueteros. Incluso se llegaba a cortar las orejas, un dedo o a practicar algún tipo de herida que fuera fácil de reconocer e imposible de disimular. Descartados esos métodos, que ahora se consideraban propios de una era de salvajes, ¿cómo identificar a los criminales sin margen de error? El jefe de policía de París ofreció un premio a cualquier oficial que inventase un método fiable para reconocer a un reincidente.

Bertillon recordó algo que había dicho uno de los amigos de su padre, el pionero de la estadística Adolphe Quetelet, quien afirmó que cada cuerpo humano era único y que la probabilidad de que dos personas elegidas al azar compartieran una medida corporal cualquiera era de una entre cuatro. Estableció entonces una simple regla matemática: si la probabilidad de que dos individuos compartieran una medida era de una entre cuatro, la de que compartieran dos medidas se reducía a 1 entre 16, es decir: 4 × 4, y la de que compartieran tres medidas pasaba a ser de 1 entre 64 posibilidades. Llevando el cálculo hasta las 14 medidas, la probabilidad se hacía tan ínfima que era casi imposible equivocarse, pues la posibilidad de que dos personas compartiesen catorce rasgos era de 1 entre 268 millones. En consecuencia, Bertillon eligió 14 rasgos medibles en un cuerpo humano y propuso que se hiciera a cada detenido una ficha en la que se anotasen sus medidas. Era la llamada «ficha antropométrica». Una vez provisto de su método, vino lo más difícil para el joven investigador, pues los informes que redactó estaban escritos de manera tan confusa que resultaban casi incomprensibles, por lo que apenas recibieron atención de sus superiores. Tampoco mejoraba el asunto cuando Bertillon exponía sus ideas de viva voz, ya que se expresaba de una manera tan barroca y alambicada que los oyentes acababan durmiéndose. El prefecto de policía Louis Andrieux llegó a calificar la obsesión de su subordinado por aquel extraño método como un caso de «alienación mental».[56]

El método antropométrico de Bertillon habría caído en el olvido, si no hubiese sido porque se produjo un relevo en la jefatura de la policía y el nuevo prefecto, Camescasse, decidió dar una oportunidad a Bertillon, concediéndole dos ayudantes y tres meses de plazo para que demostrara que su invento servía para algo. El gran momento llegó cuando en 1883 Bertillon pudo aplicar sus mediciones a un individuo llamado Dupont, que había sido detenido y sobre el que recaían ciertas sospechas, aunque él aseguraba que nunca había tenido relación con la policía. Gracias a mediciones anteriores, Bertillon pudo concluir que el tal Dupont era un preso fugado de apellido Martin. El éxito en esta primera identificación hizo que el método se aplicara de manera sistemática a todos los detenidos, creándose miles de fichas antropométricas, que permitieron identificar a más de trescientos reincidentes en el primer año. Bertillon fue nombrado jefe de un nuevo departamento policial, el Servicio de Identificación Judicial, y la antropometría empezó a ser conocida popularmente como bertillonage, con éxitos como los ya mencionados de Rollin y Ravachol.

Aquella clasificación de los reincidentes, a los que el propio Bertillon calificaba como «los salvajes de nuestra civilización», formaba parte de lo que Pierre Piazza y otros autores han llamado la fabricación moderna de la identidad, que llevó a una identificación y clasificación cada vez más estricta de los ciudadanos, ya fuera mediante fotografías, cédulas de identidad o medidas que lograsen distinguir a uno de otro. El método enseguida fue exportado a Estados Unidos y también se adoptó en Rusia, la India y muchos otros países. En 1897 se convirtió en el método estándar de identificación del FBI. Tras convertir los datos en números de código, podían enviarse por telégrafo, de tal manera que se hizo posible detener a delincuentes antes de que llegasen al nuevo país por tierra o por mar. Para disminuir la posibilidad de errores, cada medida debía ser tomada tres veces y apuntarse el promedio resultante. La ficha antropométrica se completaba con todo tipo de información específica, como la presencia de tatuajes, lunares o cicatrices o cualquier rasgo significativo. A ello se añadía la necesidad de fotografiar al detenido tanto de frente como de perfil y bajo una luz idéntica fuesen cuales fuesen las circunstancias o el lugar en el que se efectuase la detención. De hecho, se suele considerar a Bertillon el creador de esa práctica, que hace que cualquier persona fotografiada en una comisaría parezca inevitablemente un delincuente. Todas estas medidas, tanto la ficha antropométrica como las fotografías y los datos específicos, daban como resultado lo que Bertillon llamaba un «retrato hablado». Sin embargo, para facilitar la engorrosa toma de medidas, se decidió que no se tomaran catorce, sino tan solo once. Aquello disminuía la certeza de la prueba, aunque la probabilidad de encontrar a dos personas que compartieran esas once medidas seguía siendo ínfima, de una entre más de cuatro millones. Esta decisión quizá fue la causa de la fatalidad que cayó sobre Bertillon tiempo después.

En cuanto a las once medidas definitivas del bertillonage, eran las siguientes:

 

la longitud total de los brazos extendidos;

la altura, tanto de pie como sentado;

la longitud y la anchura de la cabeza;

la amplitud de las mejillas;

el tamaño de la oreja derecha;

el pie izquierdo;

el meñique izquierdo;

el dedo corazón izquierdo;

cada brazo, desde el codo hasta la yema del dedo corazón extendido.

 

En cualquier caso, Bertillon daba una importancia especial a la oreja, en concreto a la oreja derecha: «No existen dos orejas idénticas y... si la oreja se corresponde, es prueba necesaria y suficiente de que la identidad también se corresponde, excepto en el caso de mellizos».

 

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Nueve de las medidas de Bertillon, que muestran

lo laborioso del proceso.

 

Toda la operación de tomar las medidas pretendía ser un avance civilizatorio, abandonando sistemas como la tortura, el abuso o el maltrato y convirtiendo todo en un proceso «científico» y desapasionado. En palabras de Yves Guyot: «En lugar de tener una policía nerviosa, brutal, teatral, dramática, amante del escándalo, se trata de tener una policía tranquila, que hace su trabajo en silencio, que funciona a través de operaciones suaves, sin ruido, pero con la precisión de una máquina bien concebida, bien montada y compuesta de materiales de primera calidad».[57] Se trataba, en definitiva, de obtener «marcas indelebles de los detenidos sin necesidad de usar la tortura». Como dijo la periodista Ida Tarbell, tras visitar a Bertillon: «El prisionero que pasa a través de las manos de Bertillon... queda marcado para siempre». De nada servirán tampoco sus intentos para distorsionar las medidas: «Puede esconder sus tatuajes, comprimir su pecho, revolver su pelo, arrancarse los dientes, rasgar su cuerpo, disimular su altura, pero no le servirá de nada. Las medidas tomadas no pueden fallar. No puede pasar por los archivos de Bertillon sin ser reconocido». Esté donde esté, añade la periodista, en cualquier lugar del mundo donde haya una imprenta o un medio de transmisión, cualquier hombre podrá convertirse en detective y establecer su identidad oculta. El delincuente marcado por Bertillon, concluye, «nunca jamás estará a salvo».

 

 

SHERLOCK HOLMES, ANTROPOMETRISTA

 

Su pensamiento se centró de nuevo en Beecher y le miró fijamente como si estuviera haciendo un detenido examen de sus rasgos.

 

Watson en «El paciente residente»

 

Un año antes de que el bertillonage se hiciese oficial en Francia, en 1887, Arthur Conan Doyle presentó al mundo a su detective, que compartía con Alphonse Bertillon y con el connoisseur Morelli la obsesión por los pequeños detalles y los rasgos habitualmente menospreciados, como la forma de las orejas. Son muchas las ocasiones en las que las orejas juegan un papel determinante en las investigaciones de Sherlock Holmes, a veces porque se trata de orejas con signos muy perceptibles, como sucede en «La liga de los pelirrojos»:

 

—¿Se ha fijado usted en si tiene las orejas perforadas, como para llevar pendientes?

—Sí, señor. Me dijo que se las había agujereado una gitana cuando era muchacho.

 

Algo parecido sucede en «La corbeta Gloria Scott», donde la forma de las orejas revela a Holmes la antigua profesión del padre de su amigo Victor Trevor:

 

—En su juventud, usted practicó muchísimo el boxeo.

—¡Ha acertado otra vez! ¿Y cómo lo ha sabido? ¿Acaso tengo la nariz algo desviada?

—No. Se trata de sus orejas. Presentan el aplastamiento y la hinchazón peculiares que delatan al boxeador.

 

En «La desaparición de Lady Frances Carfax», Watson recibe una petición de Holmes relacionada con la oreja izquierda de un sospechoso, el doctor Shlessinger: «El sentido del humor de Holmes es extraño y a veces ofensivo, así que no hice caso de su inoportuna broma». Tiempo después, Holmes reprocha a su amigo su inacción: «Quizá recuerde mi pregunta aparentemente trivial acerca de la oreja izquierda del clerical caballero. No respondió a ella». Watson se excusa torpemente y Holmes le explica por qué ese dato era importante: «El reverendo Shlessinger, misionero de Sudamérica, no es otro que Peter El Santo, uno de los malhechores menos escrupulosos que ha producido Australia... la naturaleza de sus tácticas me sugirió su identidad, y esta peculiaridad física, fue mordido en la oreja en una pelea, en una taberna de Adelaida, en el 89, confirmó mis sospechas».

Ahora bien, los ejemplos citados son de orejas a las que les ha pasado algo (han sido golpeadas, agujereadas o mordidas) pero no tienen que ver con la forma que hace distinta a una oreja de cualquier otra. Al tratar el método de Giovanni Morelli, vimos que en «La caja de cartón» Holmes examina las orejas teniendo en cuenta su forma y deduciendo que una de ellas pertenece a una persona emparentada con la mujer que recibió el macabro paquete. Aplica, en consecuencia, uno de los aspectos más importantes dentro de las medidas que constituyen la ficha antropométrica: como ya sabemos, Bertillon estaba convencido de la absoluta importancia de las orejas.

Por su parte, el propio Holmes presume de haber escrito una monografía íntegramente dedicada a las orejas: Sobre las variedades de orejas humanas. A pesar de los celos que parece mostrar hacia su colega francés en El sabueso de los Baskerville, Holmes aprueba sus métodos, aunque nunca los llega a emplear de manera estricta, es decir, aplicando las once medidas.

 

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El «Retrato hablado» (o «Retrato que habla») de Bertillon.

Se puede observar la especial atención prestada a la oreja.

 

 

EL FINAL DEL BERTILLONAGE

 

Con un gesto dramático, encendió una cerilla e iluminó con su llama una mancha de sangre en la pared encalada. Era la huella inconfundible de un dedo pulgar.

 

Watson en «El constructor de Norwood»

 

El principio del fin del sistema Bertillon se produjo por una circunstancia extraordinaria. Un detenido llamado Will Kemp fue ingresado en la prisión de Leavenworth, en Kansas. El prisionero negó haber estado alguna vez allí, pero resultó que el alcaide de la prisión era Robert W. McClaughry, quien había introducido en 1887, junto a su colega Gallus Muller, el sistema antropométrico en Estados Unidos cuando era guardia de la prisión del estado de Illinois. Al tomarse a Kemp las medidas siguiendo el método antropométrico de Bertillon, resultó que coincidían con una de las fichas, la de un condenado a cadena perpetua por asesinato. Se daba la circunstancia de que ese prisionero se llamaba precisamente William Kemp, así que parecía probado que se trataba de la misma persona. El único problema era que William Kemp ya estaba encerrado, y precisamente en aquella prisión de Leavenworth. Los dos Kemp fueron puestos frente a frente, quedando demostrado que el preso no había escapado. Ante las asombrosas semejanzas bertillonianas lo único que quedaba era tomarles las huellas dactilares, algo que Bertillon despreciaba y que tan solo recomendaba pero no exigía. Las huellas dactilares sí mostraron una clara diferencia, con lo que el bertillonage fue derrotado ante el método rival de manera elocuente.

En cualquier caso, es justo reconocer que, como dice la autora de novelas policiacas Dorothy L. Sayers, la fatalidad que cayó sobre Bertillon era tan improbable que no habría sido aceptada como argumento de ficción por su inverosimilitud:

 

Esto plantea la oposición básica entre lo Probable y lo Posible. Es posible que dos negros puedan coexistir y que no solo se parezcan tanto que no sea posible distinguirlos a simple vista, sino que además posean las mismas medidas de Bertillon; y que además ambos tengan el mismo nombre y apellido; y que además ambos estén encerrados en la misma prisión al mismo tiempo: es posible porque realmente así ocurrió. Pero si queremos basar una trama en una serie de coincidencias como ésta, no podremos evitar la apariencia de improbabilidad.[58]

 

El caso de William y Will Kemp acabó con la reputación del método de Bertillon, que con el tiempo fue abandonado ante la mayor certeza que ofrecían las huellas dactilares. Fue un percance en cierto modo previsible, puesto que las once medidas de Bertillon garantizaban que había una posibilidad entre cuatro millones de encontrar a dos personas con las mismas medidas, pero el éxito del método en todo el mundo había hecho que se aplicase a probablemente más de diez o veinte millones de personas, así que las leyes estadísticas parecían hacer posible al menos cuatro o cinco coincidencias: algo que habría resultado mucho más improbable si se hubiesen aplicado las 14 medidas que Bertillon propuso al principio, puesto que en tal caso la probabilidad de encontrar dos personas que compartieran todas las características era de una entre más de 260 millones de posibilidades. De hecho, en los últimos años estamos asistiendo a una pequeña venganza y reivindicación de Bertillon gracias a los sistemas informáticos, que han permitido desarrollar su antropometría, ahora llamada biométrica, capaz de registrar los rasgos de una persona de manera menos invasiva que mediante la toma de huellas dactilares (y desde luego mucho menos que el bertillonage): «los escáneres biométricos han llevado las ideas de Bertillon a un nivel mucho más preciso», a través de un método que consiste, en sus pasos esenciales, en capturar una imagen, por ejemplo de un rostro, extraer los aspectos clave y crear una plantilla o perfil que identifica de manera única a esa persona y permite la comparación e identificación de cualquier individuo en los registros. Del mismo modo que hizo Bertillon en su momento, los modernos investigadores han seleccionado ciertos rasgos que tienen poca probabilidad de modificarse a lo largo de la vida del individuo y que son muy difíciles de alterar de modo artificial, como la línea superior de los ojos y la forma de los carrillos.[59] Los investigadores del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT) han creado una serie de cerca de 125 imágenes en escala de grises a las que llaman eigenfaces y que permiten caracterizar cualquier posible rostro, haciendo muy rápida la comparación entre el sospechoso o usuario y los perfiles archivados en la base de datos.

Bertillon, Morelli y Holmes compartían el interés por los pequeños detalles, por los rasgos considerados menos importantes. La razón de ese interés es, por supuesto, que no se trata de detalles sin importancia, sino que todos ellos esconden un significado: no son detalles, sino signos.