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INTRODUCCIÓN

 

 

PERO ¿AÚN QUEDAN NOVATOS EN LA COCINA?

 

 

 

LA PÉRDIDA DE LA INOCENCIA

Publiqué por primera vez Curso de cocina para novatos en el año 2000. Hacía poco más de dieciséis años de mis primeros dieciséis años, momento en el que, solo en casa, me metí a cazoletero. Así reconstruí los hechos en el prólogo. Lo reproduzco ahora, sin alterar una coma. He aquí el retrato del cocinillas adolescente y calculador:

«La primera vez que tuve en mis manos una cacerola tenía dieciséis años. Mis padres estaban de viaje por tierras latinoamericanas y me habían asignado una cantidad de dinero para poder subsistir con comodidad en una cafetería que había cerca de casa. Enseguida me di cuenta de que si me aplicaba con los fogones podía conseguir tal ahorro económico que, con un poco de suerte, en dos meses podría juntar suficiente dinero como para empezar a hacer realidad mi sueño dorado de entonces: tener una moto.

»La cosa no era fácil. Es cierto que siempre me habían gustado las motos, pero era perfectamente consciente de que si para montar en moto tenía que comer mal, el sueño dorado podía esperar. De modo que me puse a preparar el primer arroz blanco de mi vida. Le siguieron otros platos en los que intentaba copiar la manera de cocinar de mi madre y de la empleada que trabajaba en casa, Julia Calero, extremeña de pura cepa, que preparaba unas albóndigas que para qué les voy a contar.»

Leo el párrafo anterior, compruebo a continuación dónde me hallo actualmente y me produce vértigo. Yo no lo podía saber entonces, pero aquel primer arroz blanco era más bien una página en blanco. Quién me iba a decir a mí que aquel pretexto para comprarme una moto sería un texto en 2000 y una actualización en 2016. Tengo la sensación de que las cosas fueron más despacio en el periodo que transcurrió desde el primer arroz blanco hasta el Curso de 2000, que en el periodo que ha ido desde entonces hasta este Curso de 2016.

Para empezar, desde el 20 de enero de 2000 hasta casi seiscientas representaciones después, la gira de El verdugo nos llevaría –era un destino– a meternos entre pecho y espalda un circuito gastronómico fulgurante y gozoso. De aquella experiencia multisensorial y un punto golfa, salieron unos apuntes, un cuaderno de bitácora titulado «Un país para comérselo», que yo iba componiendo en el hotel día a día..., bueno, mejor dicho, noche a noche, encajando fotografías de los platos con sus reflexiones y sus sucedidos.

La cocina ha aliviado muchas noches mi desvelo. El fundamento lo formaban una idea, la de una geografía comestible, y una cabecera..., que tendrían más tarde una plasmación televisiva en el programa que ideé y dirigí, a lo largo de 2010 y 2011, de punta a cabo de España, con la misma denominación que aquel relato vital: «Un país para comérselo».

Las posteriores giras teatrales en las que me he visto involucrado (El precio, Plataforma, Desaparecer o Conversaciones con mamá, etc.) han devenido colateralmente en auténticos másteres de cocina. Me han deparado muchas oportunidades de conocer lugares y personajes. Muchos paisanos que, al igual que «Un país», también eran para comérselos.

En paralelo, creo que no me he perdido un congreso, un certamen, una feria, una cita, un sarao, un invento, un libro, un chiringuito, una barra, una bodega, un programa de televisión o radio, un blog, un puchero. De todo he aprendido y disfrutado. Y me ha proporcionado la ilusión –y la responsabilidad– de sentirme alguien «dentro de este mundo».

Más cosas me han pasado: llevo años regentando en la ficción El Bistrot de San Genaro en «Cuéntame cómo pasó», mientras que en el mundo real cultivo, junto con mi socio Chema Martín, un huerto en el pueblo de Madriguera (provincia de Segovia). Puse en el huerto gallinas y un gallo muy cabrón. Y en algún que otro atardecer llegué a arrancarme en compañía de mis cuates, tinto de verano en ristre, con la romanza «Sembrador» de La rosa del azafrán, para celebrar las cosechas.

He sido investido hermano cofrade de varias cofradías, desde la del hojaldre de Torrelavega hasta la del salmorejo cordobés, pasando por la de la anchoa de Santoña... Y un sinfín de ellas que no reseño por ahorrar tiempo y espacio. Hasta impartí en 2012 una conferencia sobre «Gastronomía y cofradías» en Córdoba. Y no contento con tales saltos mortales, me hice con el Premio Nacional de Gastronomía en la categoría de programas de televisión por la serie de marras, «Un país para comérselo», y fui nombrado por méritos propios académico de número de la Real Academia de Gastronomía... De lo que ciertamente me siento orgulloso.

De todas formas, si cuando era un chaval ya me di cuenta de que cocinando podía obtener otras cosas –la moto, en esos días–, hoy pienso que sigo cocinando para obtener otras; no ya una moto, claro, sino otras más complicadas de obtener. Digamos sensaciones, conocimiento, excitación, misterio, amor, fraternidad, verbo: la cocina por otros medios. Todo tiene su (mucha) cocina en esta vida. A la inversa, me afano en seguir «girando» con la esperanza, con la ilusión, de que el carro de la farsa me permitirá probar y disfrutar platos nuevos en cada plaza (sobre todo de abastos) por la que pase. La cocina es, a todos los efectos, un teatro. Más o menos doméstico, pero un teatro. Y de los de tramoya, puesta en escena y regiduría más delicadas. Y de los de público más exigente. Tengo como punto de referencia a Ragueneau, el dueño de la Hostería de los Poetas del Cyrano. Era capaz –y él lo sabía– de satisfacer por doble partida a sus clientes: les daba versos y les daba de comer. Igual les preparaba un «pavo solemnísimo» que unas tortas almendradas. Ragueneau pensaba que lo suyo era la prosa y que el «estro creador» lo distraía.

Pero no: en la cocina –y él era el mejor ejemplo– «la poesía y la prosa son una misma cosa». Y sin quererlo he hecho un pareado. O un emparedado, que me privan. Sobre todo los de la piscina en verano, con su hoja de lechuga, su huevo cocido, su anchoa y su mayonesa. Mi emparedado de Proust. O el emparedado de foie de Manuel Alonso en Casa Manolo en Daimus. Mi más reciente enamoramiento culinario.

Yo declaraba en 2000, siguiendo con el prólogo, mis «ganas de adentrarme en una afición que, como todas, se irá afianzando con el tiempo y pasará a ser una pasión. Cocinar no es difícil. Tampoco es que sea sencillo, pero el tiempo y la experiencia hacen de un aprendiz de fogonero una persona suelta y creativa a la hora de elaborar no solo platos, sino ideas y sensaciones que, casi siempre, van dirigidas a un objetivo común: agradar a la concurrencia».

Pues todo se ha consumado, amigos: la cocina ya se ha convertido para mí en una pasión, y en una dedicación, y en una agenda. Soy incluso, desde 2015, esposo de una presidenta de la Academia de la Gastronomía de la Comunidad Valenciana. Ahora, por fin, entiendo el maridaje.

Con todo y con ello, la razón por la que vuelvo a publicar este libro, dieciséis años después de tantos avatares, y tan solo rectificando al gusto –como la sal– en su redacción y presentación, es renovar mis votos de novato de la cocina, consciente de que, paradójicamente, sea yo el último de los novatos.

La historia de la cocina en estos últimos años es una historia de pérdida de la inocencia. La cocina es en la actualidad un tópico global, una contraseña, un sector, un hipervínculo, un mapa, un glosario, una cuestión de Estado, un evento continuo, una cátedra, una sección kilométrica en las librerías, un formato televisivo, merchandising, una rama del turismo, una obra maestra de los dibujos animados (Ratatouille), un comer por los ojos, fusión. Así está la cosa: un niño de pecho esferifica a placer (¿y quién está mejor situado para hacerlo, ahora que lo pienso?). Cualquier programa es producto, producto, producto. En nuestros ratos libres infusionamos. Y cuando nos venimos arriba emulsionamos. La gastrosofía se estudia (antes estaban separadas las disciplinas: primero era comer y luego filosofar; ahora es una única materia). Aprobada la gastrosofía, te matriculas en la enogastronomía: otro grado. Practicamos cooking sin pudor, a todas horas, solos o en compañía. Y catering una vez a la semana. Si hay que congelar se hace al vacío. Todo es susceptible de ser caramelizado. No nos tiembla la mano con el hidrógeno líquido. Antes, nadie quería tener michelines, y ahora todo el mundo ansía tener uno, o hasta dos y tres. El plancton submarino se come. El gazpacho de sandía existe, y un caviar de vino también, y el helado de ahumados y el pan de cristal y sushi de lo que se te ocurra. Las recetas se bajan de internet. No salimos de casa sin nuestro juego de cuchillos. ¿Quién no ha reducido alguna vez en su vida unas patatas a la riojana, por ejemplo?

Si siempre se ha dicho que en el interior de cada español había un entrenador o un torero, ahora hay un chef.

Y, en general, aunque no sepamos lo que se está cociendo, seguro que es a baja cocción. El resto es espuma. Solo falta que ya no haya que guardar dos horas y media de digestión antes de bañarse. Eso sería el acabose. Prefiero no pensarlo.

 

CON LO QUE NOS GUSTA COMER

En 2000 le dediqué el libro a mi hijo Juan, entonces Juanito, que tenía apenas dos años y, como yo decía en la línea de dedicatoria, no le gustaba que le molestaran mientras comía. Yo le dedicaba por entonces otras muchas líneas a mi hijo. De pensamiento y de obra. A pie de obra, quiero decir.

En El verdugo había una escena en la que mi personaje, José Luis Rodríguez, llamado a ejercer por primera vez su nuevo oficio, intentaba escribir aterrorizado una carta de dimisión. Esta reacción me permitía un extraño momento de intimidad en el curso de la representación. Nadie veía lo que yo escribía en aquella hoja: le escribía realmente a mi hijo. Dependiendo del día y de la función, encabezaba mis palabras entre la melancolía y la comedia, entre el cansancio y la necesidad.

Hablo de El verdugo y me acuerdo de Rafael, claro. De Rafael Azcona. Rafael era un convite. El convite. No ha habido en Madrid más brillo sobre un mantel, ni más risa, ni más agudeza, ni más historias, ni tan «sabrosos razonamientos» –como diría el narrador del Quijote– que cuando estaba Rafael. Con Rafael aprendías que, en lo mejor, la vida es una sobremesa de la que no te querrías levantar nunca. Rafael era el cómplice perfecto para el tipo de menú que a mí me gusta: largo y ancho, a muerte. De la mano de José Luis García Sánchez, yo había trabajado en los noventa en varias películas con guión suyo. Mis personajes tenían siempre algo del pícaro crónico, del ganapán, del carpanta, bien como frailecillo arrojado al siglo –de pareja del hidalgo don Juan Luis Galiardo–, como pescadero (¡que regalaba rodaballos por amor!) o como tuno, entre otros tipos. Pero gracias a algunas veladas mantenidas con motivo de la versión teatral de El verdugo pude compartir con Rafael mesa y mantel. Cuenta mi amigo Bernardo Sánchez en su libro Rafael Azcona: hablar el guión (que igual podía haber sido comer el guión), que Rafael, siendo un alevín en el Logroño de los cuarenta, veía cómo sus dos mejores amigos se apañaban una ensalada con lechugas, cebollas y tomates del valle del Iregua a la vez que intentaban escribir ni más ni menos que un guión cinematográfico, al grito de guerra de «¡Esto va tomando incremento!». La frescura, el troceado, el orden, el aliño, tan básicos para el sabor de una buena ensalada, también regirían en el futuro para la cocina de sus guiones. Y, desde luego, la compañía, la amistad, la confianza, la libertad: requisitos imprescindibles para cualquier incremento. La única distinción que Rafael llevó siempre a gala, y prendida en la solapa, fue el pin de una guindilla roja.

Rafael, por cierto, bordaba el bacalao en todas sus modalidades. Si cuando escribo, opino, dirijo o interpreto, siempre pienso en cómo lo haría Rafael, no digamos cada vez que hago un pilpil.

Pues ahora, mi hijo Juan, que va con este siglo XXI, y que, como compañero de piso y de cocina, va también conmigo, ha alcanzado su mayoría de edad. También para lo de comer. La verdad es que Juan entró pronto en la cocina. Vamos, muy pronto: de madrugada prácticamente. Juan, de niño, ya preparaba el desayuno algunas mañanas, cuando él se levantaba para estudiar e ir al colegio y yo también a estudiar e ir a rodar o a ensayar: su quesito fresco, su kiwi, el cola-cao, la tostada con aceite...

Ahora, en 2016, en casa somos más en la cocina: está Cuchita, mi mujer, que hace que todo en la vida salga a pedir de boca. Y también estamos menos: mi hermano mayor, Javier Echanove Labanda, a quien una moto prima hermana de aquella por la que yo aprendí a cocinar lo apartó definitivamente de mi cocina. A Javier quiero dedicarle esta revisitación de mis primeras cocinas. Se la dedico junto con mi hijo Juan, recordando con emoción aquellos días en los que mi hermano era más padre que yo y enseñaba a mi hijo la maravillosa filosofía de la pesca con mosca, adentrándole en el placer de descubrir los restaurantes «de camioneros» y los hostales sin estrella.

Javier amaba el jazz, las motos, la cocina, en la que me acompañó tantas veces mientras hablábamos, al ritmo de una botella de vino. Qué tontería, la verdad, pero me acuerdo ahora mismo de cómo componía el tío Javier un arroz negro con unos calamares en su tinta, de lata, absolutamente memorables.

 

POLLO ASAO, ASAO, ASAO, ASAO, CON ¡ENSALAAAADA!

Procuro en todo momento que la experiencia adquirida desde 2000 a los dos lados de la cocina, en el comer y el cocinar, no me saque el estómago de sus quicios, que diría Sancho Panza en Barataria. Ni el estómago, ni la cabeza, añado. Porque se come con la cabeza. Y cualquier cocina debe ser, a mi entender, «económica». Sustancialmente. Repesco un párrafo a propósito que escribí en el diario de «Un país para comérselo», al final de un bolo en Bilbao: «Comer bien es algo que si uno repite dos veces al día durante una semana, pongo por caso, puede llegar hasta a cansar. Cuando digo comer bien no me refiero al nivel de calidad sino al acto de sentarse en un restaurante de muchos tenedores, de estudiar una carta elaboradísima, de fijarse hasta en los mínimos detalles. Entonces, a uno le asalta la necesidad de ir a comer a un sitio normalito en el que te den de comer algo que sea lo más natural posible». Los que me conocen lo saben: me sigo pirrando por un simple pincho de tortilla (de simple, nada); una fuente de patatas fritas; unas rabas (soy un obseso de este manjar); unos mejillones de lata; unos pimientos; unos vinagrillos; unos escabeches; unos churritos recién hechos; un tomate negro con su chorro de aceite de oliva virgen y su pizca de sal Maldon; una ensaladilla rusa; un perrito caliente; unas piparras; unas rodajas de salchichón; un huevo frito con puntilla; unos macarrones al horno con chorizo, estilo «de la abuela», o un pollo. Tengo debilidad por el pollo. Seguía mi reflexión bilbaína sobre la necesidad –orgánica y mental– de espaciar las excelencias culinarias: «A mí, esto me pasa a menudo, y cuando sucede, el cuerpo me pide pollo. Es curioso, pero es así. Pollo. Pollo frito. Y punto. A ser posible en un sitio limpio, agradable, acogedor, pero pollo. Casi siempre pollo. En estas me encontraba en Bilbao, cuando di con una sidrería de reciente apertura. Eran las once de la noche, después de trabajar en el Arriaga. Éramos siete compañeros y yo. Nos sentamos en una mesa preciosa. El local estaba iluminado con un gusto exquisito, y escuchamos las recomendaciones de la señorita que nos atendió. De pronto, pronunció las palabras mágicas: «Pollo-Picantón-Frito».

De hecho, ya perdonarán ustedes si descubren en las páginas del presente prólogo algún lamparón de aceite, pero ahora mismo me como cada día en escena medio pollo asado. Ya que trabajo de noche, por lo menos ¡salir cenado!

Sucede que, en el momento de escribir estas líneas, llevo varios meses viviendo en el interior de las neuronas e intestinos de Fiódor Karamázov. Y lo que me queda. Llegado un punto de la función, a mí me pedía el cuerpo descuartizar a mano, con furia y gula, como en los banquetes dionisiacos, un pollo asado, y poner perdidas las casacas de mis hijos, y las alfombras de la casa, y la estepa rusa. ¡Viva Rusia!, como dice el gran David de Jorge. Estoy muy orgulloso de haber acercado el humilde pollo a las alturas (o abismos) de Dostoievski y del alma eslava.

¡Ah!, y al viejo Aristófanes a la llamada «alta cocina». Ahora se lo cuento.

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AL HUMOR DE LA LUMBRE

Tan importante como mantenerse al amor de la lumbre –algo que yo intento, por encima de todo– es mantenerse al humor de la lumbre. Una cosa es no hablar con la boca llena y otra muy distinta no reírse a mandíbula batiente. La cocina es un juego. De ingenio y de seducción. Dirigiendo el año pasado La asamblea de las mujeres para el Festival de Mérida, me encontré con el verso más largo de la comedia ática. Un verso que es, en realidad, una única palabra compuesta por diez líneas seguidas, sin respiración. Una serpiente. Aristófanes lo invertía en describir la cena que iba a ofrecer a la ciudad su flamante y femenino parlamento. Era una lista suculenta y bailada, con la que acababa la comedia, camino del banquete y de la fiesta. Le pedí a mi querido y admirado Javier Ruibal, un gaditano del Puerto de Santa María que sostiene públicamente que hay atunes en el paraíso, que reelaborara las viandas originales, que las convirtiera en un sugerente striptease culinario, platillo a platillo, prenda a prenda. Nos amparaba una total sintonía con Aristófanes, que no perdía oportunidad de jugar al doble sentido sexual con todo, y una total ironía con estos nuevos gastrotiempos, caracterizados por los emplatamientos pictóricos y las enumeraciones gongorinas. «¡Nuevo régimen, nueva cocina!», proclama un personaje de la función.

Lo que Javier nos entregó es ya para mí, más que una canción, un himno, como el «Menudo Menú» que cantaran Los Xey pero pasado por la sátira mediterránea. Cada vez que puedo lo canto con él. No me resisto a mostrarles la carta del menú-degustación con el que las mujeres de Atenas abren su legislatura. Vino incluido. Salpimiéntenlo con el swing de Ruibal; sírvanlo con la elegancia sensual de una vedette e interprétenlo con doble, triple o cuádruple sentido, pues se come y se ama con todos ellos:

 

 

Es una pepitoria

que cambiará la historia,

con dados de pularda

envueltos en albarda.

 

Porciones de calandria,

becada y martineta,

conejo, gallineja,

con ganso y con perdiz.

 

Cocidos en su jugo,

habiendo macerado

en vino de retsina

de aroma delicado.

 

Envidia de romanos,

de tirios y troyanos,

hervidos a la especia

de cerezo mahaleb.

 

En timbal va presentado,

sobre fondo de carpacho

de finas laminillas

de tollo y de cabracho.

 

Cocochas de merluza,

ventresca de esturión,

de urta y de róbalo

y adobo de tiburón.

 

Y para mayor deleite

va con espuma de aceite

agripicante de Kalamata

desbordado en catarata.

 

Circundado de una greca

de miel de tomillo attiki

engastada en una corona

de mirtilos infusionados de silfio.

 

Todo ello, por lo visto,

con un vino gran reserva

del trescientos veintinueve

antes de Cristo.

 

Purpúreo a la vista,

con destellos de amatista,

suave de matiz,

frambuesa en la nariz.

 

Untuoso en boca,

con un cuerpo que provoca,

persistente en paladar

¡y sabrooooooso hastaaaaa… lloraaaaaar!

 

Estoy seguro de que hubiera hecho las delicias de Aristófanes. Ya me lo imagino salivando.

 

NO PERDER LA OLLA

Si algo he aprendido a lo largo de estos años de cocinillas es, una vez perdido el miedo al fuego, perderle el miedo al fracaso, que quizá consista en lo mismo que perdérselo al éxito. Confieso que he intentado trasplantar esta habilidad a otros escenarios de mi vida. No siempre con éxito, claro. Tampoco siempre con el humor suficiente. Repaso ahora un párrafo que sobre este asunto escribí en el prólogo de 2000. Me temo que en él me las daba de demasiado atrevido: «Nunca he tenido miedo de malograr una receta. Para ser sincero, alguna que otra vez he tenido que tirar un plato a la basura ocultando el trágico error a los comensales. Me estoy acordando ahora de mi primer pato a la naranja, que más que pato parecía un hombre rana vestido de neopreno, tal era la dureza de su piel (la del pato). Aquella receta, tan esperada como el maná por mis amigotes invitados a cenar, se convirtió, por arte de magia y gracias a lo que podríamos llamar fondo de nevera, en unos filetes a la plancha acompañados de una rica (eso sí) salsa de naranja. Nadie se enteró de nada. Yo sí. Aquel día averigüé la diferencia entre un pato y una pata. Cultura gastronómica al fin y al cabo. Algo entretenido, formativo y maravilloso, en definitiva». Pero ahora sí suscribo el atrevimiento, con más conocimiento de causa, pues me he jugado cada vez más en lo que he hecho, fuera y dentro de la cocina, y sé que con miedo no se puede ni vivir ni guisar: te bloqueas, te quemas, te cortas, confundes a tus compañeros, se te cae todo, te equivocas con las medidas, con los ingredientes, con los invitados. Con el reparto. Porque una receta es un reparto. Hay que acertar en el orden de aparición, en la distribución. Y los platos son como las personas. Humanas y actores. Aún me acuerdo de las alubias ferroviarias que nos comimos en Suances, el día del último bolo de El verdugo en Torrelavega. Yo apunté en el diario: «Fue una comida sencilla e importante, delicada e inolvidable, entrañable. En definitiva… como mi amigo Vicente Díez.

Volviendo al principio: estábamos en que es posible que en este negociado de los fogones hayamos perdido la inocencia. Vale. Pero no es lo peor que podemos perder. Opino que es mucho peor perder la olla. ¿Se nos ha ido la olla en alguna medida? Porque es vital no perderla. No hay, además, olla mala en la cocina. Hasta la «podrida» es exquisita. Mi consejo, diría yo que el principal, casi el único que puedo dar, sería el siguiente: en la cocina, como en casi todo en esta vida, pero sobre todo en la cocina, hagamos lo que hagamos, inventemos lo que inventemos, innovemos lo que innovemos, vendamos lo que vendamos… que no se nos vaya la olla.

 

Y DE POR VIDA

Es lo que venía a decir cuando en 2000 cerraba el prólogo afirmando lo siguiente: «Después de veinte años acaparando la mejor habitación de mi casa (la cocina), sigo equivocándome, y me sigo riendo... y mis amigos siguen viniendo a cenar a mi casa. Esta obra está dirigida a todas esas personas, mujeres y hombres, que todavía no han descubierto que saber cocinar es saber gozar de la amistad. Si les gusta esta manera de empezar, yo les prometo que nos mantendremos en contacto». Y este libro que tienen ahora en las manos es la prueba de mi renovación de ese contacto prometido. Me gusta, en fin, pensar que la cosa ha ido «tomando incremento»; que en el camino no he extraviado ni la olla, ni la risa, ni la amistad, ni el gozo, ni las meteduras de pata (o de pato), ni la soltura, ni el gusto, ni la concurrencia… ni al novato.

Para evitar malentendidos: este es el mismo libro que entonces y otro distinto. Como yo. Una especie de novato veterano. Tiemblo cada vez que me llaman gourmet. No he notado que me haya convertido en un gourmet. Si lo doy de nuevo a la imprenta es para –como toca– renovar y reponer menaje, instrumental, recetas, trucos, especias, ideas. Pero, no lo duden ni por un segundo, me sigo viendo de niño en Soria, patria de mis ancestros maternos, desayunando los torreznos que me preparaba los domingos mi tío Manolo, y las cortezas que ponían en El Plata, y las patatas fritas de mi abuela Julia, que fue quien me enseñó a preparar los escabeches. Y los cangrejos de río, cuando todavía existían y los mayores nos los daban de comer a los pequeños a cubos, para entretenernos. ¡Viva la Rusia falsa de Soria!, la de la película Doctor Zhivago, cuyos decorados –aquellos carámbanos como volados de azúcar– pude recorrer de niño con mis hermanos, Javier y Chema. No es otro el paisaje que vislumbro como un fulgor lejano cada vez que, abrazado a mis hijos Dimitri, Iván y Alekséi, doy vida a la postrera escena de Los hermanos Karamázov: ese sueño del teatro primordial, de donde todo sale, la luz que hace que la vida hierva: ese Karamázov del teatro Valle Inclán se transmutaba en mi mente en un «Karamázov en Soria». En esa Soria en la que, siendo un niño, quedé invadido definitivamente del «uso de sazón».

Y concluyo: fui cerdo durante un tiempo, y Sancho Panza.

Dos filósofos. Aunque el segundo se hubiera comido al primero.

Aprendí de aquel cerdo que su anatomía comestible era también una cartografía del espíritu, toda ella aprovechable. Y de Sancho –un pan agradecido, un alma de cántaro–, a hacer de tripas corazón. Que conste, por último, lo que ya dejé negro sobre blanco en mi diario de «Un país para comérselo», cuando la gira de El verdugo nos llevaba por tierras de Málaga:

«Aquí sigo, vive el cielo, dispuesto a comerme el país que me vio nacer y a levantar el telón todas las noches».

 

JUAN ECHANOVE

Enero de 2016

 

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