Mi mayor logro ha sido comer cuando sentía apetito, y posar el tenedor cuando ya me encontraba saciada.
Mi mayor orgullo ha sido el servir de ayuda a quien se encontraba enfermo.
Mi mayor satisfacción, el aprender las palabras adecuadas para ello.
Cualquiera puede hacerlo.
Tú puedes hacerlo.
Las palabras rompen barreras y eliminan el miedo.
Lo que nos aterroriza hoy es nuestra conquista de mañana.
E.F.
Si le preguntaran a una enferma de bulimia qué es lo que más odia de su enfermedad, posiblemente respondería que su cuerpo, o su incapacidad para adelgazar. Si se lo preguntaran cuando está recuperada, todo apunta a que diría que las mentiras en las que se vio envuelta, y la sensación de suciedad y oscuridad.
La comida comienza siendo una solución, y se convierte en el principal problema antes de que nadie pueda darse cuenta. Sin embargo, hay que mirar bajo la piel, la grasa y las básculas para llegar al conflicto real: la inseguridad, la falta de autoestima, la necesidad de aprobación y el perfeccionismo, la incapacidad para demostrar auténticas emociones.
Una mezcla muy peligrosa, que puede generar una bulimia, cualquier otro TCA o algunos de los problemas de adicción más comunes. Si quiere verse la enfermedad como síntoma personal, delata una tendencia a un comportamiento que puede acarrear problemas en un futuro si no se corrige. Si se amplía la visión a la familia, nos encontramos con que sirve como detector de problemas internos, que manifiesta el más débil del grupo. Si aún queremos incluir una interpretación social, podríamos hablar de una sociedad en la que no hay cabida para emociones profundas o duraderas, basada en apariencias, y con una presión excesiva sobre la mujer y los adolescentes.
Es una enfermedad a la que nadie quiere mirar, que nadie pretende ver. Por eso continúa siendo invisible, y por eso, como a los vampiros, hay que sacarla del ataúd y mostrarla a la luz del día.
Este testimonio, el más largo del libro, es el resultado de mis recuerdos, y de las experiencias de otras dos chicas de mi edad, Gloria y Silvia. En su momento creí que mi vivencia de la enfermedad no era completa: no conocía aún bien el trastorno, pero intuía que mi caso, por mucho que se pareciera a otro, no reunía todas las características que podían ayudar a otras personas a identificar la bulimia y salir de ella.
Cuando entrevisté a Gloria y a Silvia me sorprendí de lo similar que había sido nuestra bulimia; ahora no me resulta tan llamativo: teníamos la misma edad, procedíamos de familias parecidas y no habíamos recibido tratamiento. Por lo tanto, a la hora de revisarlo, me pregunté hasta qué punto esta historia serviría de espejo a las enfermas actuales. Ha pasado mucho tiempo, toda una generación: sin embargo, bulimias como las nuestras se siguen dando. Esta enfermedad, vergonzosa, oculta, sigue sin presentar la cara.
Lo consulté con Gloria y con Silvia, y decidieron revisar los detalles que habían incluido, y cambiarlos, si era necesario. Yo me comprometí a hacer lo mismo, y a señalar qué diferencias podría haber entre un trastorno que se iniciara en 1990 y otro en 2014.
Gloria trabajó por un tiempo en un estudio en Londres, luego regresó a España y, con el inicio de la crisis, volvió a Inglaterra. No se ha casado, no tiene hijos, y continúa sana, aunque de vez en cuando regrese a su casa envuelta en llanto por las críticas a su trabajo.
Silvia es profesora, se casó, tiene dos niños a los que malcría concienzudamente, y aunque mostró una leve recaída tras el segundo embarazo, que coincidió con la muerte de su padre, también se encuentra sana.
De mí ya sabéis todo lo importante. Y de la unión de las tres, éste ha sido el resultado.
Cada día eliges.
Tu ropa, tu comida, tu bebida. Aunque no lo creas, eliges.
Eliges si deseas sentirte bien o mal.
Lo eliges tú, en tu cabeza, en tu soledad.
Hace falta silencio para escuchar lo que te conviene, no lo que aúllan otros, lo que se ha introducido en tu cerebro.
Eliges mucho más de lo que crees. Disfruta de ese poder.
E.F.
Nací en julio, un mal mes. Durante años envidié a las niñas de invierno, las que organizaban cumpleaños con veinte y veinticinco invitados, con regalos repetidos que luego había que cambiar, y chocolate caliente para el fin de la fiesta. No resulta común recordar los cumpleaños en verano, no es fácil reunir un grupo de amigas que no marchen de vacaciones, no es sencillo planear un menú con golosinas. Hay que olvidarse del chocolate y recurrir a la tarta helada, y lograr que las amiguitas no pasen esos días en el pueblo, que sus padres no decidan dedicar el fin de semana a la playa, que el calor no sea tan sofocante como para que los juegos sean sustituidos por las ganas de tirarse bajo la sombra.
En mi colegio se acostumbraba a llevar caramelos el día del cumpleaños. Los nacidos durante el verano los repartíamos el último día de clase, de modo que el resto de los niños regresaban a casa con las notas y el bolsillo lleno de dulces, encantados por la inesperada abundancia. Un mes más tarde, cuando mi cumpleaños llegaba, los caramelos se habían derretido y las fechas se habían olvidado.
Me acostumbré desde entonces a repartir más de lo que recuperaría, a dar más regalos, a entregar más caramelos de los que yo recibiría, a asistir a cumpleaños multitudinarios y a encontrar un par de amigas y unos cuantos primos en los míos; a que esa situación fuera normal, a que yo tuviera que dar más que lo que recibía por el simple hecho de haber nacido en julio.
A veces me sentía triste, a veces lloraba porque nada me parecía suficiente: deseaba más amigas, más regalos, más fiesta, más globos, más atención. Luego recordaba a los niños africanos con sus tripas hinchadas, a las niñas gitanas que cuidaban de sus hermanitos y que yo veía los jueves en el mercado y no me permitía quejarme más. Muy pronto aprendí a no lloriquear, a no desear nada para mí, porque me pesaba la conciencia de ser una privilegiada. Demasiada gente hubiera envidiado lo que yo poseía: mis propios padres cuando eran niños, los hijos invisibles de los pobres, los hambrientos de todo el mundo. Planeaba la siguiente fiesta, imaginaba los siguientes juegos, y esperaba que algún día llegara el cumpleaños inolvidable.
Años más tarde esa situación cambió, por supuesto. A los quince años los caramelos carecen de importancia, y las fiestas se dividen entre sobrias y alcohólicas. Pero julio, un mes cruel con sus hijos, no cesó en sus exigencias: era preciso aparecer en la playa, en las verbenas, en las discotecas, con faldas cortas, y tirantes finos, y bikinis mínimos, y caderas estrechas, y clavículas bien marcadas.
Los placeres que hasta entonces habían sido inocentes se tiñeron de culpa: ya no era posible gozar de las piscinas, y bañarse, y salpicar. El corte del traje de baño debía favorecer, para que los músculos se perfilaran suavemente bajo una piel sin grasa. Comer se encontraba bajo sospecha; y cuanto más deliciosa fuera la comida, más se debía recelar. El baile no tenía objetivo si se hacía sin pareja, y la apariencia de felicidad sustituyó al auténtico goce.
Desde que el verano amenazaba con los calores de mayo, el placer que de niña sentía por la luz, los días más largos, las ropas ligeras y de colores, se convertía en preocupación. Pero a todo el mundo le gustaba el verano, todo el mundo adoraba los fines de semana y las fiestas, y yo sonreía, y mentía, y decía que también me gustaban, porque deseaba ser como todo el mundo. ¿Cuántos mentirían como yo?
Pero para eso aún faltaba que la niña nacida en julio saliera de la cuna, y aprendiera a ceder ante todas las normas sociales que le impondrían. Hasta entonces me aguardaban años de alegría y de correr por el puro placer de hacerlo, y de rechazar alimentos basándome en el gusto, y no en las calorías o en lo que debería o no comer.
Fui un bebé grande, gordito y sociable. A los pocos días de nacer, las enfermeras prohibieron a mi madre que me amamantara fuera del horario previsto para ello: a principios de los setenta aún se mantenía la idea de que a los niños les beneficiaba una disciplina en el sueño y la alimentación. Mientras se suponía que debía dormir, yo lloraba de hambre.
A veces, en los primeros momentos del sueño, antes de quedarme definitivamente dormida, recuerdo en la boca y en el esófago un sabor a lana, seco, invasivo, como si yo misma estuviera tejida en lana y fuera un muñeco diminuto. Luego me despierto con la boca seca, y una sensación de algo vivido hace mucho tiempo. Creo que, aún en el nido, chupaba las sábanas y la colcha para engañar el hambre.
Mi madre no quiso discutir con las enfermeras. Decidió por su cuenta que cuando regresáramos a casa yo comería lo que quisiera, y las reglas serían las suyas; pero la costumbre ya se había instaurado, y durante bastante tiempo rechacé el alimento. Vomitaba constantemente, y me negaba a comer. Los médicos diagnosticaron «estómago de calcetín»: mi estómago de uno o dos meses aún no había adoptado la forma definitiva, y no aceptaba la leche. Se asentaría, prometieron. No habría problema para cuando llegaran las comidas sólidas.
Sin embargo, ahí comenzaron realmente los conflictos. Me negaba a abrir la boca, y mi madre empleaba horas en alimentarme. Cada cucharada se acompañaba de amenazas, ruegos, cuentos, libros abiertos y muñecos de peluche agitados. Cuando la papilla había desaparecido del plato, cuando la comida parecía al fin completada, yo, aparentemente sin esfuerzo, la vomitaba.
Quizás el hábito de vomitar, de liberarme de cualquier peso en el estómago, de rechazar esa amenaza que llegaba a lomos de una cuchara no me abandonó nunca, ni en los momentos en los que aceptaba el biberón, y parecía más feliz. Aún es posible, en casa de mis padres, abrir un libro viejo y encontrar rastros de papilla. Me recuerdo, aún muy pequeña, en brazos de mi madre, que intentaba distraerme con las luces de los edificios lejanos, con el silbido del tren, con los árboles que se fundían con la oscuridad y la distancia. Recuerdo una tristeza inmensa, una desolación que aún no era capaz de expresar, y el plato con la comida, un poco dispersa, formando montones informes, sobre la mesa: la obligación, la necesidad. Lo ineludible.
Mi madre perdió tranquilidad y salud en aquellos meses en que su vida giraba únicamente en torno a mi alimentación: la casa continuaba ensuciándose, la ropa se arrugaba, había que marchar a la compra y aprovechar los momentos libres para arreglar la ropa, o pasar el polvo, o pensar en los nuevos gastos del bebé. Y aparte de atender a todos los problemas, a su propia salud, que no era muy buena, y al resto de la familia, empleaba dos horas en cada una de mis tomas: preparaba la papilla, aparte de la comida normal, utilizaba todas sus argucias para que yo la tomara. Aguardaba a que yo no vomitara.
Si lo hacía, se iniciaba otra tarea: me cambiaba de ropa, y a veces debía cambiarse también ella, limpiaba la mesa y parte de la cocina. Y si la papilla se había terminado, preparaba más y comenzaba de nuevo el proceso. Cuando me reñía, yo lloriqueaba un poquito. No debía de ser una bonita visión, un bebé de año y medio con papilla sobre el trajecito, los zapatos, el pelo rizado y el trono, haciendo pucheros e intentando comprobar que pese a rechazar la rica zanahoria triturada en el pasapuré, o la papilla enriquecida con dos galletas, mamá me quería y me cambiaría el jersey sucio y jugaría conmigo después.
Imagino su cansancio, y su malhumor, y su miedo a que me muriera de hambre. Durante aquellos años le impedí un momento para sentarse y descansar, y monopolicé sus horas libres. Sé que me adoraba, y que tuvo también momentos de alegría. Yo me negaba a dormir si ella no estaba conmigo, y prefería quedarme despierta y verla trabajar por la casa si no descansaba conmigo.
Pero sé también que debió resentirse de esa relación agotadora, como lo hice yo. Mis primeros recuerdos de mi madre están mezclados con el miedo a disgustarla, con la imposibilidad de levantarme de la mesa hasta que todo hubiera desaparecido, y con el gesto agotado, triste, en su rostro, una necesidad de mantener el orden a toda costa, de que la vida continuara de manera normal y lógica.
Decidieron llevarme al pediatra, sin ningún problema grave aparente: la niña no come, la normal preocupación de los padres. Los médicos se mostraban escépticos. Yo era un bebé rellenito y alegre, una nena despierta y sociable, que aprendió a hablar pronto y con corrección, y que no presentaba, de ninguna manera, señales de malnutrición. Era necesario entrar en detalles, y descubrir la tortura que suponía mantenerme en mi peso. Más preocupada por el estado de mi madre que por el mío, la última doctora que consultaron comprobó mis reflejos y mi analítica y les aconsejó que no me prestaran atención.
—No se enfade, no grite, no se inmute. No le enseñen juguetes ni le cambien de lugar al comer. Continúe dándole de comer si ha terminado ya de vomitar. Respire profundamente y limpie todo sin decir ni una palabra. Es una lucha de voluntades, y tiene que demostrarle quién gana.
Ganó mi madre. Al tercer día yo había renunciado a los vómitos, y aunque con una lentitud desesperante, comía lo que me presentaban. No se repitieron las riñas ni las escenas. Todo aquello había durado tres años.
Durante mucho tiempo pensé que intentaba llamar la atención con mi actitud, que aquella manera de negarme a comer expresaba mi necesidad de cariño, de afecto, en el momento en el que todos se volcaban a mi alrededor con libros de dibujos, y muñequitos, y paseos por la casa. Pensé que cuando me demostraron que esa actitud no despertaba nada más que indiferencia, la deseché. No debe de ser fácil para una niña tan pequeña mostrar una obstinación así. Pese a mi odio por la comida, debía sentir hambre de vez en cuando, debía asustarme cuando veía a los mayores avergonzados o furiosos.
Los beneficios que lograba de esa actitud debieron ser lo suficientemente grandes como para que me compensaran. Me crié como hija única, y mi familia entera, mis vecinos, me mimaban y atendían. ¿Era mi necesidad de atención tan grande como para exigir aún más de la que recibía?
Creí que aquello demostraba un carácter egoísta y manipulador desde la cuna. Pasé años sin perdonarme la dictadura sobre mi familia y asqueada por haber dejado aquella impresión de bebé: niña difícil, niña egoísta, imposible contentarla, pequeña sanguijuela de tiempo y atenciones.
—Qué tontos fuimos —decía a veces mi madre— dejándonos embaucar. Cuando veo en la publicidad de papillas a los niños que se abalanzan sobre las cucharas no puedo creer que sea verdad. ¡No puedo creérmelo! Nada puede ser tan sencillo.
Una psiquiatra a la que conté la historia frunció la frente y me ofreció una visión distinta:
—¿Y si lo que exigías con esa actitud era que te dejaran en paz? Al fin y al cabo, comenzaste a comer cuando los adultos se comportaron normalmente. ¿Y si en realidad no reaccionabas contra la comida, sino contra las tensiones que la rodeaban? Nunca estuviste en peligro, y cuando deseabas comer, comías.
No acepté aquella explicación. Hubiera supuesto repartir la culpa entre los adultos y yo, y me había acostumbrado a aceptarla por entero, a considerarme una niña mala, una pequeña rebelde en manos de gente experta, de quienes sabían qué era lo mejor para mí, lo que necesitaba, cuándo y cómo.
Incluso cuando fui una adulta no admitía que yo sabía a los dos años si tenía hambre o no, si me gustaba o no la zanahoria, si los mayores estaban tensos o no. Preferí no cuestionarme si ellos tenían la razón.
Hasta que llegué a la adolescencia, no hubo nada que presagiara un trastorno alimenticio. Aunque mis preferencias por la comida estaban muy definidas (me gustaban los alimentos dulces y los salados, las carnes, los pescados, pero nunca en grandes cantidades, rechazaba la verdura, el picante, todo lo amargo, parte de las frutas, las salsas y los alimentos nuevos), y comía con parsimonia, estaba sana y mostraba energía y buen humor.
No pensaba demasiado en la comida, ni en cómo conseguirla ni en cómo prepararla. A veces ayudaba en la cocina, adornaba pasteles y pasaba las croquetas por pan rallado; descubrí un par de recetas que probamos en casa, las migas a la zaragozana y las bolitas de patata, pero mi madre se encargaba de todo el proceso, desde la compra a la limpieza y utilización de sobras. No era amiga de chucherías, y me enorgullecía de mi templanza: mis primos comían pasteles sin medida, mientras yo saboreaba el mío. Devoraban los paquetes de patatas fritas, mientras que yo administraba las mías sin esfuerzo. Una vez me encapriché de un alimento, un bote de leche de almendras que mostraban en una farmacia, y mi madre accedió sin problemas, y lo consumimos sin ansias.
Jamás padecí un empacho, ni un corte de digestión, ni una alergia alimenticia. Jamás se me premió o castigó mediante la comida, no se me envió a la cama sin cenar, ni me obligaron a desayunar las sobras del día anterior. Era una niña de constitución normal y cara redonda, que no estaba flaca pero a la que de ninguna manera se podía llamar gorda. A mi alrededor no había razones para engordar: ningún familiar obeso, ninguna posibilidad de comer sola o de malas maneras, una dieta equilibrada, sabrosa y sana, y unos padres comedidos.
Sin embargo, en otros aspectos podían adivinarse rasgos de carácter propios de las pacientes bulímicas: extrovertida, sociable y charlatana, ocultaba una melancolía profunda y una hipersensibilidad que en muchas ocasiones me hacía llorar a escondidas. Me identificaba con los personajes peor parados de las películas, y las víctimas de los libros. Durante años me negué a leer El patito feo, porque las burlas que recibía me hacían llorar. Me recordaban demasiado a las que yo recibía.
Pero lo cierto es que no era rechazada o ridiculizada en el colegio, y si me sentía amenazada respondía inmediatamente, a menudo de manera exagerada. Era rápida para abofetear si me insultaban, y más rápida aún para arrepentirme de ello y pedir perdón. Pero las críticas, por insignificantes que fueran, me resultaban insoportables. Se adherían a mí, y continuaban presentes durante meses. Un comentario sobre una goma del pelo me hacía cambiar inmediatamente de peinado, un sarcasmo de un profesor me hacía arder las mejillas cada vez que volvía a mi mente. Comprendía al patito feo y lo odiaba, lo compadecía, y deseaba olvidarme de él. Al final llegaba la promesa de la belleza y el reconocimiento, pero yo no creía que eso calmara el dolor inmediato de las burlas.
Fueron quizás los cambios de residencia que sufrí en los primeros años de vida los que me dejaron el regusto amargo de no formar jamás parte de ningún grupo, de darme cuenta de lo que había perdido cuando ya no era posible recuperarlo. Temía encariñarme con la gente pensando que esta vez sería la definitiva y sufrir luego la separación. Las mudanzas me conducían a barrios cada vez más exclusivos, con casas más amplias y parques cercanos, pero me introducían también en universos cada vez más distantes, a tratos personales fríos y a amigos temporales.
Sentía accesos místicos, leía vidas de mártires y sentía que no me hubiera importado inmolarme por una religión. Imaginaba qué se sentiría siendo sorda, o paralítica, o, sobre todo, ciega. Soñaba con amores imposibles, y con el sufrimiento de amar y no ser correspondida. Me fijaba en los héroes de las películas que morían, y cuando jugaba a ser Dalila, o Cleopatra, o Julieta, tenía muy presente que yo misma fallecía al final de la historia.
Mi madre había recuperado cierta calma al dedicarme menos tiempo, pero seguía sin encontrar un momento libre, y mi padre se ausentaba de casa largas temporadas, debido a su trabajo. Me sentía sola, pero nunca se me hubiera ocurrido jugar con los mayores: de ellos aprendía, o con ellos conversaba, pero no les buscaba como compañeros. Nunca me quejé de mi soledad, porque sabía cómo encontrar amigos si me lo proponía, pero prefería jugar sola. Los niños de mi edad no jugaban como yo deseaba, o no eran capaces de seguir una trama mental, no se metían en un personaje, no habían aprendido a fingir o no conocían la película de la que les hablaba.
Sabía que no tenía auténticos compañeros, añoraba una amiga del alma, pero no quería mostrarme ansiosa: prefería disfrazarme en casa y jugar a ser Julieta, y saber que me atravesaría con una espada cuando perdiera a mi amado.
La muerte me ofrecía una fascinación continua: no había muerto nadie a mi alrededor, y yo creía que debía ser algo glorioso, y que mi muerte se recordaría para siempre por todos. No la asociaba al dolor, ni a la pérdida, ni a la nada. Tampoco a la resurrección. Sabía que algún día me tocaría a mí morir, y esperaba que fuera de una manera digna, y por una razón inteligible: no entendía las muertes en un accidente de tráfico, a menos que se huyera de un enemigo, o tras una enfermedad, a no ser que sirviera para arrepentirse de los hechos pasados. Vivía la muerte a través de las películas. No me asustaba la muerte en sí, sino una muerte absurda.
Me encontraba entre las mejores alumnas de la clase sin dedicarle demasiada atención ni esfuerzo. Poseía buena memoria y excelente capacidad para relacionar, y pronto me acostumbré a brillar sin haber estudiado. Nunca me fue necesario, y los suspensos me resultaban ajenos y muy poco probables. Suspendían las personas tontas, o lentas, y yo no era ninguna de esas dos cosas. Que el resultado final fuera fruto de un esfuerzo ni siquiera pasaba por mi mente.
Aunque yo pensaba lo contrario, no poseía fuerza de voluntad, ni espíritu de sacrificio: pero en mi entorno pasaba por constante, porque era tozuda y obediente, y deseaba complacer, y por sufrida, porque no era mezquina con los demás, ni me escuchaban quejarme durante las enfermedades. Alababan mi ansia perfeccionista, y mi responsabilidad, sin saber que no tenían raíces profundas, sino que nacían de una desesperada necesidad de aprobación.
Vivía una vida fácil, sólo enturbiada por mi obsesión por las críticas y por no encontrar amigas con las que me llevara bien. La rutina se sucedía, me gustaba el colegio, y me preparaba en secreto para lo que yo creía que sería la vida real, la que esperaba en el instituto, una vida con faldas cortas y novios, y citas, y maquillaje y atenciones.
Cuando planeaba mi vida a veces me olvidaba de los finales trágicos. Otras veces creía que lo mejor que podía hacer para terminar con mis lágrimas porque perdían los indios, porque no me compraban la Barbie, porque el amigo del héroe moría en el primer asalto, porque mi vecina se enfadaba conmigo, porque los leones mataban a las madres de las cebras chiquitinas, porque mi monitor de baloncesto me gritaba y no comprendía que era zurda, porque los cerdos se burlaban del patito feo, era acabar de una vez, cortarme las venas en agua caliente, como los romanos, y dormir durante mucho tiempo en paz.
No recuerdo haber pensado que estaba gorda, que necesitaba adelgazar, hasta bien entrados los catorce años. Había llegado al instituto, y la vida que soñaba distaba mucho de convertirse en realidad. Los chicos eran zafios y poco atractivos, y los que más me atraían rondaban a chicas con ropa bonita y un estudiado desprecio por las clases. Aún no comprendía que los chicos prefieran a otras niñas por tener un cuerpo más esbelto, y pensaba que cambiarían de idea, que se fijarían en mí: que era cuestión de llamar su atención. O que el príncipe azul estaba por aparecer. Al fin y al cabo, había mucho tiempo por delante.
Aquella primavera hubieron de ensancharme un pantalón, porque había engordado durante el invierno. Mi madre me miró, contrariada, y le echamos la culpa al arroz con leche, el postre constante en los pasados meses. Ella, acostumbrada a que yo dejara la ropa atrás, tallas mayores, zapatos mayores, creía que aún podría crecer, y no comentó nada más. Yo tenía el convencimiento de que no crecería más, como así fue: tampoco mi cuerpo varió esencialmente. A los catorce años mi cuerpo adquirió las formas y las medidas que fueron definitivas cuando al fin logré estabilizarme.
Por lo tanto, mientras mi madre creía que mi cuerpo tenía aún derecho a modificarse por sí mismo, que mi niñez continuaba, yo di por sentado que no variaría más sin ayudas exteriores. Que si deseaba algún cambio, era yo quien debía introducirlo. Pero aún no me preocupaba mi peso, que era el ideal, sino mi pecho, que yo consideraba demasiado abundante, y que llamaba la atención más de lo que deseaba.
No podía entender a las chicas que lo deseaban. El pecho abultaba las blusas y los jerséis, rozaba contra las telas, impedía correr y saltar, y las otras medían con los ojos su avance. Los chicos no parecían prestarle la menor atención. En realidad, no parecían interesados en otra cosa que no fuera jugar al fútbol, y despreciar a las mujeres. Mis esfuerzos por ocultar el pecho me produjeron escoliosis, complicada con una lordosis, y logré escabullirme del corsé corrector sólo a fuerza de una hora de ejercicio diario durante un año.
Terminó el curso como había comenzado, con expectativas sin cumplir, y en el bando de las perdedoras, las que no habían logrado novio, ni eran consideradas populares, las que no habían recibido más que indiferencia por parte de los chicos, las que debían aguardar un poco más, dormidas en la crisálida, peinándose y cultivando artimañas.
Y finalicé agosto con dos kilos de más. Los gané porque ya no estaba bien visto correr ni moverse demasiado, ni siquiera nadar. Las quinceañeras adquiríamos nuestros privilegios de jóvenes señoritas mediante la inactividad. Sólo las niñas jugaban: nosotras nos alineábamos en el borde de la piscina, en la pared de la discoteca, sin apenas cambiar el gesto, sin mostrar interés por nada de lo que nos rodeaba. Y engordé también porque me atraqué durante quince días de unas pastas de almendra, novedad en la pastelería. Todo el mundo las compraba, y yo también.
Aquellos dos kilos de más me torturaban. Pensé que si no los perdía sería el hazmereír de la clase en octubre. O, aún peor, que nadie me prestaría atención, como a otras chicas que sin estar gordas no tenían cintura, o no habían perdido la grasa infantil.
De modo que durante treinta días me alimenté únicamente de lechuga, tomate, huevos cocidos y alguna loncha de jamón york. No recuerdo claramente aquel mes: únicamente que no encontré dificultades en casa, que me sentía débil y mareada, que estuve a punto de desmayarme en el pasillo en una ocasión, y que después del sacrificio obtuve la satisfacción de haber perdido seis kilos.
Jamás me había sentido tan eufórica, tan ligera, y tan deseable. Flotaba dentro de mis ropas, y pronto me estrecharon pantalones y faldas, e incluso alguna camisa. Me sentía bonita, ansiosa de cambios, y me corté el pelo, me compré ropa nueva, y me dispuse a disfrutar de mi éxito. Ya nadie se reiría del patito feo. Llegaba la era del cisne.
Nada cambió. Las chicas repararon en mi nuevo cuerpo, y sentí su aprobación, y en algunos casos, su envidia. No me agradó. Nunca había buscado despertar envidia y recelo en mis amigas, porque sabía lo vulnerables que eran aquellas relaciones. Ocultaba mi orgullo por mi aspecto, y creo que olvidé pronto que se había conseguido mediante el hambre y el sacrificio. No recuerdo haber mencionado en ningún momento una dieta. Me gustaba creer que se había debido al estadio final del crecimiento, un proceso natural, algo que se encontraba en mis genes y a lo que yo me sabía abocada desde que había nacido.
Las chicas consideradas guapas, las que mantenían figuras esbeltas y vestían a la moda, me aceptaron como a una igual, aunque nunca formé parte de su grupo. No me interesaban sus conversaciones ni sus aficiones, pero poseían el secreto que en aquel momento me obsesionaba: qué las convertía en deseables, en elegibles. Por qué atraían la atención de los chicos, por qué obtenían novios que despreciaban tan alegremente. Comentaban sus defectos en el grupo, y les ridiculizaban del mismo modo que hacían sus madres con los maridos: con la confianza que da poseer a una persona.
Me sentía avergonzada ante ellas, sin saber muy bien por qué. Sentía que eran superiores a mí en el modo de tratar a las personas, de agradarlas y manejarlas, pero al mismo tiempo sus métodos me repugnaban: no deseaba exhibir mi cuerpo, ni tampoco disimular mi inteligencia, mi decisión o mis conocimientos.
Entonces supe que las técnicas que aparentemente conseguían el entusiasmo entre la gente de mi edad suponían el rechazo de los mayores. Si deseaban que me consideraran linda y exitosa, había de renunciar a todo lo que mis padres me habían enseñado: la independencia, los estudios y una voz propia. Necesitaba fingir que era una criatura mimosa y dulce, sin voluntad propia, y al mismo tiempo manipular al hombre para que mis deseos se cumplieran a través de él. Así me adoctrinaron las chicas de mi entorno, y yo lo di por cierto. Al fin y al cabo, lo importante ya no era ser guapa, sino ser la elegida: y ellas lo habían sido.
Durante los primeros meses del curso trabé amistad con una compañera de clase que había experimentado un cambio espectacular: en muy pocos meses había perdido veintiocho kilos. Se paseaba con su minifalda de ante verde y el nuevo novio de la mano, y no parecía dar importancia a su popularidad recién adquirida. De alguna manera, poseía la conciencia de habérselo merecido.
Hablábamos de dietas y de nuestros cuerpos en algunas ocasiones, durante las clases más aburridas, y ella insistía en que las dos estábamos igualmente delgadas. Con nuestros pesos y estaturas, la proporción debía de ser más o menos la misma, pero a mí no me lo parecía, porque el estar delgada incluía otro puñado de cosas: más amigas, un chico y seguridad. Yo no había conseguido ninguna de ellas.
Además, admiraba su constancia. Imaginaba el trabajo y el sacrificio de despojarse de casi treinta kilos. Ella afirmaba que no había seguido ningún régimen: su metabolismo se había ajustado súbitamente, y aun comiendo lo mismo, había adelgazado. Comía su bocadillo en el descanso, como las demás, y yo la envidié, pensando que la naturaleza era, una vez más, caprichosa en sus dones y en sus castigos.
Desde que había adelgazado yo mantenía una semidieta: cenaba muy poco. Mi familia parecía satisfecha, y yo no insistía demasiado en la comida, aunque la alegría de pesar los kilos de menos se había ido disipando: no me gustaban mis piernas, un poco regordetas, ni mi espalda, que aún se resentía de la escoliosis. Pero pensé que si era capaz de perder otros dos kilos, los problemas desaparecerían: mis muslos perderían volumen, y ya no escondería instintivamente el pecho hundiendo la espalda.
Desde hacía algunos años asistía a cursos de teatro: mi amor por las tramas terribles y los personajes apasionados no había disminuido, y me hubiera gustado convertirme en actriz: eso me hubiera demostrado que era hermosa, porque no conocía a ninguna actriz que no lo fuera, y me permitiría vestir trajes caros, y vivir existencias suficientes como para calmar el aburrimiento de la mía.
Aquel otoño me permitieron inscribirme en una academia que impartía cursos más serios. Me había prometido que si en unos años deseaba continuar, estudiaría arte dramático, y buscaría mi salida sobre un escenario. Acudí a las primeras clases con mucha ilusión, y bastante miedo, bien oculto bajo mi fachada habitual de serenidad y amabilidad.
Tras los cursos anteriores ya no era una novata, y los profesores decidieron inscribirme en un nivel superior al mío: la mayor parte de mis compañeros me llevaban varios años, y los de mi edad parecían esforzarse en aparentar un lustro más de edad. Enseguida pude ver que ninguna de las chicas poseía talento, y que quizás dos de los chicos podrían ganarse la vida como actores; no lo comenté con nadie. Pensé que mis padres considerarían que perdía el tiempo, y que mis amigas me creerían orgullosa y despectiva.
Sin embargo, clase tras clase me alejaba más de mis compañeros. Yo procedía de un entorno en el que el trabajo era la prioridad más importante. Después venía la familia, y más tarde, la tranquilidad de una conciencia en paz. Los aspirantes a actores hacían gala de su independencia, vivían, a mis ojos, una existencia desgajada de todo lazo familiar, se quejaban y rechazaban las normas de los profesores, y se saltaban las clases para fumar y charlar.
Con mis ojos de quince años no era capaz de reconocer la rebelión adolescente que aún coleaba en ellos, ni la defensa de su individualidad frente a unas normas rígidas, ni la necesidad que ellos mismos sentían de crear vínculos. A mi juicio eran perezosos y no deseaban enmendarse, y para colmo, no se habían interesado por mí. Me toleraban en su grupo, y condescendían a hablar de su vida en mi presencia, pero ahí acababa todo.
El tema de conversación eran las dietas y los productos de belleza entre las mujeres, el gimnasio y nuevamente la dieta entre los hombres. Una de las chicas juraba haber perdido tres kilos en dos días comiendo únicamente fruta y carne. Aquella dieta permaneció en mi memoria por mucho tiempo, pese a que la chica no estaba especialmente delgada. Otras comparaban barras de labios y cremas hidratantes.
Yo prestaba especial atención a los tratamientos para la piel, porque mis padres no me permitían maquillarme. A escondidas me pintaba la raya del ojo, pero no me atrevía a llegar más allá, salvo en las obras que representábamos, en las que cargaba la mano todo lo posible. En la academia usábamos unos cofres de maquillaje desplegables en tres niveles, en forma de mariposa, y si me hubieran preguntado qué era lo que más deseaba en el mundo, hubiera respondido que uno de aquellos estuches.
Llegó el mes de diciembre y no había nada que contar. El diario que escribía todos los días listaba actividades sin importancia, una entrada de los movimientos de los chicos que me gustaban. No escribía sobre mis sentimientos, ni sobre mis impresiones. Ni siquiera por qué, fuera de la atracción natural, me preocupaba tanto tener o no novio. Registraba lo que hacía, y en aquella vida ordenada, sobre aquella adolescente sensata y aburrida no había aparentemente nada que reseñar.
Poco antes de Navidades mi tía preferida me invitó a pasar unos días con ella en un hotel de lujo. Había ganado una estancia, y me escogió como acompañante. Nos levantábamos con pereza, elegíamos el desayuno en el gran bufet, y después bajábamos a la piscina, o paseábamos en silencio, cada cual en nuestra esfera.
Nunca me hubiera imaginado que existían tantos alimentos en el mundo: el bufet reservaba una mesa a los yogures y los quesos, otra a los cereales, otra a los embutidos y el salmón ahumado. Me acercaba a las frutas y admiraba el corte dentado de los kiwis, la perfección simétrica de las rodajas de piña. Me acostumbré a levantarme muy temprano, y durante los últimos días desayunaba sola en el inmenso salón. No comía grandes cantidades, pero deseaba probarlo todo. Aún conservaba algunas manías con la comida, no me gustaban los plátanos, ni el queso, ni las verduras, pero decidí hacer un esfuerzo y acostumbrarme a los nuevos sabores.
El resto del día lo dedicaba al ayuno. No deseaba engordar, pero el desayuno me tentaba, y no podía resistirme. Luego me unía a mi tía en la sauna, o en la piscina.
Dos días antes de mi regreso a casa, me quedé en la habitación mientras mi tía salía a divertirse. Me probé su maquillaje, y un par de sus faldas. Entonces, semidesnuda frente al espejo, me vi por primera vez: había adelgazado, las faldas se deslizaban flojas en mis caderas, y en el espejo una muchachita delgada y guapa me observaba con incredulidad. Tardé unos segundos en reconocerme, y me invadió una alegría salvaje, una carcajada interna que no llegué a liberar. Estúpidos chicos... ¿Dónde miraban? Yo era preciosa, tan frágil y tensa, y todo me parecía posible. Cuando regresara al instituto iban a descubrirlo.
Fue una de las pocas veces en la que he disfrutado de esa sensación. Paseé ante el espejo, me observé de frente y perfil y sonreí e hice muecas hasta que me cansé. Guardo ese momento como uno de los más felices de mi vida.
Esa noche, en el jardín, bajo el balcón de mi habitación, observé cómo un hombre mayor y gordo pagaba a un jovencito para que le hiciera una felación. Escuché sus gruñidos de satisfacción, y el desprecio mal disimulado al despedirse. Permanecí inmóvil en la oscuridad, asqueada y decepcionada ante aquella brusca prueba de que el amor físico ocultaba muchas más dobleces de las que yo imaginaba. Los nervios me clavaban las uñas en el estómago, me atrincheré en el cuarto de baño y vomité. Cuando mi tía regresó mi respiración era normal, mi sonrisa templada, y el inodoro blanco volvía a brillar con olor a pino.
Regresé a casa deprimida, decepcionada por no haber conocido a nadie durante aquellos días, y con dos kilos menos de peso. Continuaba considerando que mis muslos no poseían el tono muscular debido, pero durante la estancia en el hotel me había cansado de pasar hambre, y no me parecía que el sacrificio se compensara con el resultado. Comenzaba a desconfiar de que un cuerpo bonito fuera todo lo que se necesitara para conseguir amigos. Sabía que si no acudía a los lugares en los que se fraguaban las conquistas y se conocía a gente no conseguiría nada, y esos lugares eran las discotecas.
Mis padres, que no compartían mi entusiasmo por mis salidas de fin de semana, y las limitaban todo lo posible, pensaban que yo exageraba. Raras veces estaba sola. Conservaba a mis amigas del colegio, pero me parecían infantiles, demasiado serias, y cada vez encontraba menos temas de conversación con ellas. Tampoco había logrado intimar con las chicas de mi nueva clase. Y mis compañeros de la academia estaban, o fingían estar, a años luz en sofisticación y exigencia.
No sabía qué hacer. Me aburría tanto, me sentía tan sola y desgraciada que había llegado a aceptarlo como un estado natural. Sabía que las adolescentes sufrían por nimiedades, y que nadie les prestaba atención, de modo que no comentaba nada, porque no soportaba que se me tuviera por histérica, pero la frustración me resultaba insoportable. Y, al mismo tiempo, sentía la certeza de que existían otras posibilidades de vida, de entretenimiento, era consciente de que se me escapaba algo, de que desperdiciaba mis días sin saber cómo cambiar esa rutina.
Sin darme cuenta de la rapidez con la que se impuso esa costumbre, comencé a vomitar: primero todos los jueves por la noche, después de la clase en la academia. Después, también los domingos, tras la comida familiar. Cuatro meses más tarde pesaba seis kilos más, y nadie parecía advertir que yo vomitaba después de cada comida.
Una enfermedad no es más que eso:
no le permitas que sea más que eso.
Eres mucho más que tu dolor o tu angustia.
Aprende de ella. Conviértela en tu aliada y acaba con ella.
Tu cuerpo te está hablando. No lo amordaces.
Entonces, dejará de estar enfermo.
E.F.
Durante siete años, el plazo de los hechizos y los maleficios en los cuentos de hadas, estuve enferma. No existía una causa aparente, y por mucho tiempo nadie lo supo: era una enfermedad invisible, y nadie la sospechaba en una chica de quince, diecisiete, veinte años, vital, con notas brillantes, una familia afectuosa y sensata y un aspecto físico normal.
Viví con un vampiro que prefería mis ideas a mi sangre. De pequeña me habían contado historias siniestras sobre parásitos intestinales, tenias o solitarias que engullían con voracidad cualquier alimento que los niños comiesen; y pese a todo, pese a las cantidades enormes de comida, los niños caminaban flacos y pálidos, desmedrados. Uno de los famosos artistas del hambre del siglo XIX había vivido con una de cinco metros en su interior. La leyenda decía que la diva María Callas, gordita y miope, se había tragado una tenia en una copa de champán, y que a los pocos meses había reaparecido, esbelta, airosa y elegante, aunque con la voz irremediablemente deteriorada.
En aquella época, a principios de los años noventa, si hubiera encontrado a mi alcance el modo de conseguir una tenia, hubiera imitado a la Callas. No me importaba mi familia, ni mi salud, y en los momentos más desesperados, ni siquiera mi vida. Hubiera sacrificado todo, sin dudarlo un momento, por pesar nuevamente seis kilos menos. Por nueve, hubiera accedido a un pacto con el diablo. Mi alma a cambio de un método eficaz que me permitiera comer lo que deseara y no engordar, o, mejor aún, adelgazar.
Y lo que deseaba comer era la casita de chocolate de Hansel y Gretel: paredes de mazapán, tan dulce que insensibilizaba la lengua, ventanas de turrón y cristales de azúcar, puertas de caramelo (prefería el toffee, no aquellas pastillas de colores con sabor sintético) y un tejado de chocolate. Decoraría con todo cuidado el interior: almendras y nueces salteadas en los azulejos de láminas de chocolate con menta, una sauna con chocolate caliente, una nevera de helados de nueces de macadamia, y una habitación especial para las delicatessen saladas: paté, pan francés, patatas fritas y galletas de cóctel, panecillos preñados con chorizo y pizzas. Una casa que se regenerara cada mañana, en la que pudiera vivir protegida y feliz, lejos del mundo y sus problemas, comiendo eternamente y eternamente delgada.
Estuve enferma, muy enferma, y no lo supe hasta dos años después, cuando la enfermedad se había instalado firmemente en mi vida y regía cada uno de mis movimientos.
Gran parte de esa época se ha borrado de mi mente, creo que como una maniobra de defensa, de amnesia protectora. Meses enteros. El sufrimiento psíquico era enorme, pero me cuesta encontrar palabras con las que describirlo, términos al que compararlo. Era dolor por sí mismo, sin causa aparente, día y noche, que se rebelaba en actos que no podía evitar durante el día y pesadillas durante la noche, una tortura continua que no cesaba, comiera o no, vomitara o no, y que sólo cedía en los momentos de abandono, en los que mi voluntad se negaba a obedecerme y yo sentía que quien actuaba no era realmente yo. Que por tanto, no era a mí a quien se debía culpar.
Una vez que se iniciaron los atracones, la recuperación de peso no resultó espectacular, y fue relativamente lenta, si tenemos en cuenta las cantidades de comida que comencé a ingerir. Primero recuperé los hábitos que había abandonado durante el medio año de dieta: no evitaba salsas ni aceite, y cortaba una gruesa rebanada de pan. Luego fueron dos. Tomaba un vaso de leche con la comida, desayunaba galletas con mantequilla. Intentaba elegir el trozo de carne más grande, o la porción más abundante, y repetía a menudo. Durante un par de meses eso me bastó. Las comidas de los domingos, más pausadas y calóricas, me dejaban con una terrible sensación de culpa. Rondaba entre la cocina y el salón veinte minutos, media hora. Ayudaba a lavar los platos, y picoteaba entre lo que había sobrado en las bandejas. Luego no lo soportaba más, y terminaba en el cuarto de baño.
En un principio mi estómago no admitía más comida por ese día. Yo intentaba engañarme con la idea de que había abusado de la ensaladilla, o la salsa, y que me había sentado mal: nunca me creí, porque jamás me había indispuesto por una comida. Poco a poco, admití una cena casi tan copiosa como la comida principal. Por lo general, vomitaba de nuevo.
Los días de la semana no resultaban tan críticos; las chicas de mi grupo solíamos gastar un poco de dinero durante el descanso de las clases en chicles, en un bollo, en un paquete de patatas. Yo me resistía, porque no contaba con mucho dinero, y siempre me había preciado de ser sensata con los gastos. De mi asignación semanal guardaba la mitad, habían abierto una cuenta de ahorros a mi nombre, y fantaseaba con comprarme un piso siendo aún muy joven. Ese dinero se destinaba para fines serios, y no debía emplearse en caprichos como ropa, o discos, o mucho menos chucherías.
Pronto ese razonamiento no me sirvió. Compraba en el descanso algún tipo de alimento que no resultara caro, pero sí muy abundante y saciante. Era raro que antes o después de mi visita a la academia no comprara algún dulce, y aún más raro que regresara a casa sin golosinas en los bolsillos para la noche.
Semana tras semana observaba cómo mi cuerpo perdía su esbeltez, cómo los tobillos y las clavículas dejaban de destacarse con tanta nitidez y cómo mi piel volvía a rebelarse. El embrujamiento del cisne había durado muy poco tiempo, y bajo la tristeza por haber perdido esa ilusión de belleza se escondía un sentimiento de rabia que no era capaz de detectar. No me miraba al espejo, y si lo hacía, enderezaba los hombros y metía tripa, para convencerme de que no estaba engordando.
Se terminaron mis interminables baños de espuma los viernes por la tarde: no soportaba la visión de mi cuerpo desnudo bajo el agua, el roce de los muslos, el frío al abandonar la bañera. Dejé de ir de compras, y evité los escaparates, las ventanas, las bandejas, cualquier superficie que pudiera reflejar mi rostro o mi cuerpo. Odiaba cambiarme de ropa al salir de casa o al llegar a ella, e incluso vestirme el pijama me suponía un esfuerzo. Descuidé mis ejercicios, pero el traumatólogo dio mi espalda por recuperada, de modo que lo tomé como una excusa para evitar moverme.
Mi objetivo sentimental era entonces uno de los chicos más populares del instituto, al que nunca llegué a conocer. Él había elegido, como cabía esperar, una novia esbelta y muy guapa, y no mostró nunca el menor interés por mí. El capricho por un muchacho del que no sabía nada salvo que su apariencia física era la correcta se convirtió en obsesión y borró el resto de mis preocupaciones.
Ya no dedicaba ni un pensamiento a mis antiguas amigas del colegio, que continuaban fieles a sus principios de seriedad y estudios y cada vez encajaban menos en el panorama al que yo me aproximaba. Ellas se enfrentaban a sus sentimientos de rechazo estudiando cada vez más y trabando alianzas profundas en el interior del grupo: yo deseaba ampliarlo, que entraran aires y tendencias nuevas, y de vez en cuando manteníamos discusiones.
Con la perspectiva de quedarme aislada o de discutir con mi grupo cada sábado, las salidas perdieron su atractivo. Mi única satisfacción era ver al chico deseado, y sentarme en el parque con mis amigas mientras comía chucherías. Nunca hablábamos de nada importante. Intentábamos tomar resoluciones para la semana, y sobre todo, nos quejábamos de los profesores y las asignaturas. Yo miraba a mi alrededor y veía que en el parque únicamente las niñas de once y doce años seguían un comportamiento similar, y me sentía humillada y cada vez más limitada. Nunca mantuvimos ninguna conversación típica de adolescentes, nunca frivolizamos. Sólo con una de ellas yo me sentía cercana a lo que creía que era la normalidad.
Sin duda mis problemas se hubieran resuelto si hubiera sido capaz de identificarme con las teorías de mis padres sobre lo que realmente era importante y lo que no, y con el comportamiento de mis antiguas amigas: como ellas, hubiera rechazado los valores de la superficialidad y la apariencia, y no hubiera centrado mi preocupación en el adelgazamiento. Pero no pude: yo escuchaba los comentarios sobre ellas, y enrojecía sólo de pensar que pudieran considerarme rancia y sosa, inflexible y fea. Mis padres intentaban potenciar la seguridad en mí misma, pero no existían bases para ella, y lo único que sabía comprender era que me equivocaba, me equivocaba de todas las maneras y era rechazada más o menos evidentemente por todos los grupos.
Nada podía consolarme, y todo parecía fuera de control. Mi ropa, siempre tan cuidada, se arrugaba durante días sobre la silla. No me preocupaba por mantener el orden en mi cuarto, o en mis cajones. Ducharme o lavarme la cabeza requerían un notable esfuerzo, y habían perdido toda su carga placentera. Durante esa temporada se me secaron las lágrimas. A cambio, un constante dolor en el pecho punzaba de vez en cuando y me dejaba sin respiración. Corría de un lado a otro, con la vitalidad que siempre me había caracterizado, e intentaba cumplir con mis obligaciones, pero de nuevo en casa me encontraba agotada y débil, como tras una lucha en la que me hubieran derrotado.
Mi diario no cambió demasiado. No expresaba ninguno de mis sentimientos, la ansiedad, la tristeza, el abandono, nada salvo un profundo desprecio hacia mi descontrol con la comida y continuos propósitos de enmienda. Observaba mi aumento de peso como si le ocurriera a otro, y me dirigía insultos que jamás me hubiera atrevido a expresar en alto. Me imponía dietas y propósitos absurdos, ayunos que rompía al primer día o que no llegaban a la hora del descanso. Parecía que cualquier cosa que iniciara estuviera encaminada al fracaso.
Mientras estaba a dieta había comprado un par de revistas de salud y belleza que incluían una lista de calorías y que orientaban sobre cómo crear una ingesta equilibrada. Dediqué mis esfuerzos a componer dietas hipocalóricas, basadas en verduras y carne a la plancha, sin tener en cuenta mis necesidades vitamínicas o minerales, sino únicamente mi peso y mi estatura. Memoricé listas interminables de alimentos con sus respectivas calorías, y cómo variaban éstas si las frutas estaban verdes o maduras, si se había preparado a la plancha o frita. No hubo un solo libro sobre el tema en la biblioteca o en librerías que yo no leyera y memorizara: los resumía y guardaba los esquemas, y me juraba regir mi vida según sus leyes.
Sobre la mesa no apreciaba la comida, su preparación o contenido, si me harían bien o no. Lo único que veía eran cantidades. Quise iniciar otra dieta, y mi madre, que había presenciado todo el proceso sin decir nada, y veía lo disgustada que yo estaba con mi nuevo aspecto, me animó y quiso ayudarme. Le pedí que comprara productos desnatados y light, y, con la excusa de que a todos nos vendría bien mantener el peso, ella accedió sin el menor reparo. ¿Por qué debía sospechar nada? Al fin y al cabo, yo siempre había mostrado sensatez y madurez con mis propósitos, y voluntad para llevarlos a cabo.
Aquél fue el primero de mis innumerables fracasos. Con ninguna de las dietas, dietas creadas por mí, dietas copiadas, extraídas de revistas, confiadas por las amigas, recuperadas de la memoria, con ninguna logré bajar de peso, y con la mayor parte de ellas engordé. Como es fácil imaginar, no seguía realmente las instrucciones. Era capaz de casi no comer a las dos, para luego, a las cuatro y media, devorar cualquier cosa, atracarme de nuevo a las seis, y a la hora de cenar, atiborrada, pero como si nada hubiera pasado, fingir hambre y apetito.
Necesitaba comer, las texturas en la boca, notar cómo se deslizaban por la garganta, cómo mi estómago se aplacaba poco a poco. Por entonces yo no era aún capaz de reconocer la angustia, y la confundía con hambre. Hambre, hambre, hambre, hambre canina, hambre todopoderosa y urgente.
Cuando aún no había comenzado con los atracones pero ya había convertido vomitar en un hábito, intenté un sistema distinto: me encerré en el cuarto de baño con mi comida preferida y la mastiqué hasta convertirla en papilla. Antes de tragar esa pasta la escupía al inodoro. Me pareció un sistema fantástico, que me permitía disfrutar del sabor pero no sufrir sus inconvenientes, pero sólo lo practiqué en aquella ocasión. Masticar no me producía satisfacción, únicamente me ayudaba a que se liberara cierta tensión, como cuando comía pipas y otros alimentos crujientes que me dejaban la mandíbula dolorida y la lengua hinchada. Necesitaba tragar, apropiarme de la comida y convertirla en mía. La odiaba. Como a mí misma.
Intenté urdir alguna estrategia más para evitar el vómito, pero ninguna de ellas funcionó. Todo el proceso del vómito me resultaba vergonzoso, pero no me parecía malo en sí; estaba acostumbrada a las historias de mi rechazo a la comida cuando era un bebé, y hasta hacía muy poco tiempo me mareaba y devolvía cada vez que me subía en un coche. No se me ocurrió que pudiera causarme ningún tipo de daño físico, tan acostumbrada estaba a que formaran parte de mi niñez. Sabía que existían ácidos en el estómago, y si me demoraba demasiado en vomitar sentía el sabor amargo en la boca, pero no se me ocurrió que me afectaran sus cualidades corrosivas.
Además, vomitaba sin esfuerzo, y me bastaba una contracción brusca de los músculos que rodeaban el estómago, de modo que no sentía dolor ni tensión. El esófago se convirtió en un camino de ida y vuelta. Mi rostro no se congestionaba, ni se alteraba el tono de mi voz. Vomitaba con la misma facilidad y desesperación con la que engullía.
Si la comida había sido demasiado seca, bebía un vaso de agua para facilitar el proceso. Vomitaba en silencio, sin permitirme arcadas, porque a veces temía que me oyeran mis padres, y otras me encontraba en un baño público, sin techos y con un considerable hueco bajo la puerta, en los que me era necesario conducirme con más cuidado. Aprovechaba el ruido de la cisterna, o de los grifos, y me aseguraba de estar sola en el momento de vomitar. Aprendí a fingir que nada pasaba, colocando los pies de modo que nadie pudiera ver que se dirigían hacia el inodoro y no hacia la puerta, me hice experta en arreglarme las ropas, y alguna vez dejaba algún botón del pantalón desabrochado, hasta que alguien me lo hacía notar.
Era capaz de mantener una conversación con alguien que me esperara fuera mientras vomitaba al mismo tiempo. Cuando no comía, necesitaba constantemente algo en la boca: al principio era un chicle, luego aprendía a regurgitar la comida. Durante horas, enviaba de nuevo la comida a la boca y la rumiaba, hasta convertirla en una papilla insípida que tragaba por fin. Aprendía a hacerlo mientras caminaba, mientras estudiaba en clase, incluso mientras charlaba con mis amigas. Nunca me sorprendieron, ni se extrañaron de lo mucho que me mordía la lengua o el paladar. Cuando años después, se lo pregunté, ninguna de ellas había notado nada. Únicamente que yo parecía comer cuanto deseaba, más que nadie que hubieran visto, y que no engordaba. Me confesaron que en aquellos años me envidiaban.
Ninguna de estas técnicas me producían el menor orgullo, pero no veía cómo evitarlas mientras no lograra mi objetivo: adelgazar. Como no era capaz de controlarme y comía demasiado, esa comida tendría que salir por donde había entrado. Mis ideas, según me introducía más y más en la enfermedad, no daban para más. Mi lógica, hasta entonces tan aguda, parecía embotada.
No guardo un solo recuerdo del primer verano de mi enfermedad. Si me esfuerzo, si hago coincidir los años con las experiencias, puedo evocar algunos sábados con mis amigas, una noche en la que mis padres me sorprendieron con los labios pintados, y la reprimenda que me cayó por ello, y algunos movimientos del chico que me gustaba, que desapareció en vacaciones, pero nada de esto se ve acompañado por imágenes. Son recuerdos rescatados de mi diario, de las conversaciones posteriores con mi familia y mis amigos. La parte final de esa primavera y los meses que transcurrieron hasta la primavera siguiente han desaparecido. Puedo evocar a mis compañeros de clase, las asignaturas que cursé, y algunas conversaciones aisladas, pero el resto no es sino una sensación de opresión, de dolor y de frío.
Si ahondo más soy capaz de describir la ropa que llevé durante aquel año: no resulta difícil, un jersey rosa y otro azul, un vaquero y una chaqueta. Si hacía demasiado frío, una gabardina. Nada más de lo que llenaba mi armario me servía, ni las preciosas minifaldas de un año antes, ni los pantalones ajustados, ni siquiera los jerséis, que se abombaban y me ponían nerviosa porque hacían surgir barrigas y jorobas donde no las había. En casa sólo me veían con el chándal o el pijama. Llegué a odiar aquel chándal. Miraba a las chicas delgadas que me rodeaban y me invadía una rabia sorda, que golpeaba al mismo ritmo que mi corazón. Me ensañaba mentalmente con las que habían logrado perder un peso notable, que, como siempre, eran objeto de admiración y envidia.
Mi gusto por la ropa se deslizó rápidamente a los cuerpos: antes, a veces, dibujaba algún modelo que me había gustado, pensando en las fiestas a las que acudiría cuando fuera mayor. Yo haría mi entrada triunfal e impresionaría a todo el mundo.
Ahora recortaba a las chicas de las revistas, los cuerpos que se consideraban perfectos: Claudia Schiffer, Linda Evangelista, Naomi Campbell, Christy Turlington. Ni siquiera los conservaba enteros: seleccionaba las piernas de una, los pechos de otra, la cintura de la más delgada. Componía con ellas el ideal de un cuerpo fantasma, un Frankenstein perfecto, y aún creía que me sería posible acercarme a él. Les cortaba las cabezas, y me imaginaba en su lugar. No sentía especial admiración por ninguna de ellas: mi único ídolo era yo, ese yo en el que me convertiría cuando adelgazara de nuevo. Parecía haber olvidado que ni siquiera en mi peso más bajo me había sentido satisfecha, que nunca me habían agradado mis muslos ni me había considerado guapa. Por aquel entonces volvía los ojos a la época de delgadez y me parecía perfecta.
Si escarbo con mayor ahínco encuentro muchas horas de soledad: sábados interminables en los que pensaba cómo sería la vida ahí fuera. Ya no deseaba ir de fiesta, porque ninguna de mi ropa me entraba, y prefería morirme antes de que me vieran con una ropa corriente un sábado. No sabía cómo pedir a mis padres prendas más atrevidas y adecuadas para las discotecas, y tampoco me permitía a mí misma comprarlas hasta que no adelgazara. Quería olvidarme de todo lo que me recordara a la infancia, y ser así una mujer sofisticada y admirada, pero sólo encontraba fuerzas para ello en mi mente y mis dibujos. Con excusas falsas evitaba a mis amigas, y ellas, cada vez más conscientes de nuestras diferencias, se olvidaron pronto de llamarme. Incluso aunque hubiera querido divertirme, no hubiera tenido con quién.
Dedicaba esas horas a soñar despierta, a la televisión, a hojear revistas y a dibujar. El teatro, que me dejaba demasiado expuesta, demasiado desnuda, me dio miedo, primero, y luego lo evité. No era capaz de hablar claramente con mis padres, y sólo exponía débiles críticas; no quería contarles que desde que había engordado las ya tibias relaciones con mis compañeros resultaban inexistentes. Me miraban con algo que yo creía que era pena, y que posiblemente fuera indiferencia. Iba y venía sola, y por lo general me gastaba el dinero del autobús en dulces. De manera cada vez más regular faltaba a las clases.
Para gran satisfacción de mis padres, comencé a dar lecciones de apoyo a alumnos menores que yo. Mis notas continuaban siendo muy buenas, aunque flojeaba en las asignaturas que menos me atraían, pero nada hacía sospechar un problema. Mis padres, que me veían encerrada durante largas horas, no podían imaginarse que ni siquiera tocaba un libro, aunque no eran tan ingenuos como para pensar que dedicaba todas mis horas al estudio. Pero creían que yo deseaba estar sola, y respetaban esa actitud. Yo confiaba en mi buena memoria, y, de vez en cuando, repasaba los apuntes. Eso me bastaba.
En un principio intenté aplicar a mi sueldito de profesora el viejo principio de ahorrar el cincuenta por ciento; unos meses más tarde el dinero que cobraba a fin de mes había volado cinco días más tarde. Me esforzaba por ser una buena profesora, y creo que lograba hacer las clases agradables, y que los niños me querían, pero durante aquellas horas sólo podía pensar en comer, en comer, en comprar comida, esconderme y comer. Tenía la sensación de que nada de lo que hacía desde que me levantaba hasta que me acostaba me gustaba, que no había ni un mínimo hueco para una afición, para un hábito agradable.
A veces me he preguntado cómo es posible que mis padres no se dieran cuenta de esa infelicidad amarga que arrastraba. Lo cierto es que no creo que la manifestara en exceso, en parte porque no deseaba preocuparles (nuevamente eso me hubiera convertido en una mala hija) y en parte porque los consideraba en otro mundo, con ideas y aspiraciones totalmente ajenas. Creo que pensaron, sencillamente, que se debía a la edad. Yo no me mostraba especialmente rebelde, continuaba siendo expresiva, afectuosa y un poco exagerada en mis gestos y ellos no tenían demasiadas chicas cerca con las que comparar mi conducta.
¿Cómo hubieran podido detectar el problema? Nadie había oído hablar en aquellas fechas de la anorexia, y cuando ésta hizo su aparición se caracterizaba por niñas esqueléticas y que se negaban a comer, nada más lejos de mi conducta y apariencia. Ni mis notas ni mis ocupaciones variaron, a sus ojos, y lo único que habían observado era un aumento de peso y mi obsesión por hacer dieta. No fumaba, no bebía, no frecuentaba malas compañías, no salía con chicos, rechazaba la droga por propio convencimiento... unos kilos de más no sembraban la alarma.
Eso vino después, cuando la comida comenzó a desaparecer, cuando no me molestaba en ocultar las señales de haber vomitado, cuando encontraban comida o envoltorios escondidos, cuando les mentía a diario. Mientras tanto, no había señales de peligro.
Mi padre era un hombre hecho a sí mismo, volcado absolutamente en el trabajo, honrado, silencioso y sufrido. Sus aspiraciones para su primera carrera habían quedado truncadas por una enfermedad cuando aún era muy joven, pero jamás se le oía lamentarse por ello, ni por ninguna otra oportunidad perdida. Su vida se componía de su trabajo y su familia, y no parecía valorar en exceso el trato con los demás, como no fuera para ayudarles. No hablaba de sus problemas y preocupaciones, se enfrentaba a las dificultades sin subterfugios, y su sentido práctico podía resultar abrumador. Desconfiaba de todo exceso y de toda emoción, e intentaba que cada día fuera igual al anterior, cada año similar, un punto medio, un silencio y una supresión de sentimientos constantes.
Nunca le vi alegre sin razón, tampoco enfadado. A veces, cuando tenía que reparar algo en casa, silbaba. Era tan discreto a la hora de expresar sus gustos, tan templado en sus aficiones y necesitaba tan pocas cosas para vivir que regalarle algo siempre suponía un problema. Se preciaba de controlar sus instintos, y en ocasiones le escuché decir que sólo la fuerza de voluntad separaba a los hombres de los animales. Afirmaba que si de él dependiera fumaría y bebería, y comería de manera desatada, porque eran tendencias que se encontraban en el interior de todos, pero que del sentido común dependía el alejarse de los vicios y los excesos.
Tenía una ligera tendencia a engordar, sólo le gustaban unos pocos platos sencillos, y se alimentaba de una manera muy sobria, sin la menor concesión, por el bien de su salud. Cuando ésta empeoró, cumplió los regímenes que le mandaron de forma inflexible, y sin añoranzas. Nunca dio señal de aprecio por una comida, y el único modo en que deducíamos si le había gustado o no era si repetía una pequeña porción. Era parco, pero m y terminante con las críticas, y rechazaba la mayor parte de los alimentos nuevos.
De su actitud estoica aprendí muy pronto el desprecio por los quejicas, los enchufados, los derrochadores, los niños de papá, los aduladores, y por quienes se aprovechaban de su posición o sus amistades para medrar. Critiqué por imitación a quienes deseaban destacar, a los histriónicos y a quienes se destrozaban la vida por las pasiones. Sin embargo, yo poseía un temperamento hipersensible y excesivo, y sufría a diario por el vaivén de mis emociones, de modo que sabía que estaba expuesta a la censura muda e inmisericorde de mi padre. Adopté de él un acusado sentido del deber, y la manera callada de demostrar cariño. Tampoco, como él, aprendí nunca a sentirme cómoda con los halagos o los elogios.
Mi madre, en cambio, era expansiva y sensible, y con una tolerancia aún menor que la mía a las críticas. Fueran éstas reales o imaginadas, le ofendían y dolían tanto que una ausencia de comentarios sobre la comida que había preparado, o el apunte de mi padre de que no era gran cosa le arruinaban el día. Era creativa y con afición por el arte, y procedía de una familia en la que hablar de sentimientos y proyectos resultaba normal y cotidiano.
Había cuidado de nosotros y de la casa siempre, y su sentido del deber le hacía esforzarse más de lo común. Perfeccionista y autocrítica, intentaba siempre una decoración novedosa, o un plato de alta cocina, se ocupaba de vestirme a la última, o de destacar de alguna manera que denotara estilo y elegancia. Esbelta, con clase y buen gusto, era patológicamente tímida, y los reproches que se hacía continuamente por no estar a la altura no le ayudaban demasiado.
Cocinaba muy bien y comía de todo; ella se reservaba la peor pieza, o el pastelito roto, y terminaba con las sobras. Aunque en mi niñez y adolescencia hizo un par de dietas, comía en abundancia sin engordar, y se movía de continuo. Nunca la vi desocupada.
De ella imité desde muy niña los sentimientos de culpa si algo iba mal, la negación de mis derechos a favor de los otros, la compasión por quienes sufrían, la actitud de echar una mano siempre que fuera posible y el miedo a las críticas. Aprendí lo que sé de cocina, y el amor por las cosas bellas y delicadas. Interioricé también que quien expresa sus emociones es tenido por débil y lleva las de perder, y que la sensibilidad lleva aparejado el sufrimiento.
Aunque coincidían en los criterios de mi educación, quizás mi padre un poco más estricto, mi madre más cercana, sus principios vitales eran opuestos: llevaban a mi padre a considerar a mi madre como endeble y dependiente, y a mi madre, a su vez, a sentirse herida y cuestionada. Según fui creciendo, los problemas se agudizaron, y las discusiones aumentaron. Se enzarzaban en continuas luchas de poder, que podían estallar por cualquier cuestión nimia, y el resentimiento aumentaba cada vez más: ninguno de los dos era capaz de pedir perdón, y ninguno de los dos cedía.
El punto de referencia hasta entonces inamovible se tambaleaba, y mi reacción fue negarlo: no soportaba que discutieran, no quería escuchar que las broncas en una pareja eran normales, y no toleraba ni siquiera una insinuación sobre que pudieran divorciarse. ¿Qué haría yo? ¿Con quién tendría que quedarme? ¿Cómo podría elegir, si sabía que eso significaba una traición al otro?
Durante sus discusiones yo me escondía detrás del escritorio de mi habitación, y dibujaba durante horas. Si alguien entraba en el cuarto ocultaba las láminas bajo los deberes, y cerraba el cajón de la mesa: siempre guardaba allí paquetes, o latas, o bolsas. Lo que fuera que me pillaran comiendo en aquella ocasión.
Descartadas mis amigas, descartados los sueños no convertidos en realidad en la academia, descartados mis padres, ¿qué me quedaba? No sabía a quién pedir ayuda, y de haber hallado a alguien, tampoco hubiera sabido qué decir. Cada uno de los días se extendía ante mí largo, eterno, con una interminable lista de obligaciones, una insospechada cantidad de frustración y una sonrisa impuesta para cubrir cualquier problema.
Imaginaba continuamente mi vida junto a la del chico que me gustaba. Continuaba siendo el mismo del año anterior, y continuaba pasando tan desapercibida como antes. Reunía todas las características del hombre ideal que me había construido, otro hermoso Frankenstein. Fue uno de los primeros en adoptar el aire desvalido que más tarde el movimiento grunge popularizaría, y que le hacía destacar entre el grupo de muchachos que aún intentaban afianzar su masculinidad mediante gestos bruscos, risotadas y desprecios a las chicas. Él cultivaba su aspecto descuidado, trataba a sus compañeras con una distante cortesía, y nunca acompañaba a los demás en sus burlas. Su éxito con ellas era tan evidente que nadie podía vengarse acusándole de afeminamiento.
En aquel momento yo no pedía nada más en un chico que belleza exterior y respeto. Mi ignorancia de la psicología masculina era absoluta, y los imaginaba más o menos como las chicas, pero más brutos. Creía que buscaban lo mismo, y que sus esperanzas se fundaban en los mismos objetivos.
Como no había tenido ninguna experiencia que lo desmintiera, pensaba que el énfasis de las chicas («Todos piensan en lo mismo») era erróneo, y más propio de las generaciones anteriores. Nosotros habíamos sido criados en igualdad, y conocíamos sin aspavientos y de manera oficial todo lo relacionado con el sexo: es decir, lo que se refería al sexo reproductivo y cómo evitarlo, a las enfermedades venéreas y cómo evitarlas, y para de contar. Nos habían hablado del sexo oral, o al menos de sus riesgos, y sabíamos que las películas le echaban mucho cuento a la cosa.
Yo estaba convencida de que un excesivo interés por el sexo se debía a una insuficiente información, y por lo tanto, no aceptaba que los chicos pudieran sentir nada aparte de un interés moderado por las chicas. Mi fascinación por ellos era puramente estética, y no iba nunca más allá de desear un beso. Ni siquiera relegaba el sexo al matrimonio: sencillamente, no pensaba en ello. Creía que tiempo habría para esas complicaciones, y bastante traumático había resultado convivir y ocultar la regla hasta entonces como para complicarme con más historias.
La actitud general era bastante similar: se hablaba con desprecio de los que se entregaban a besos desenfrenados apoyados contra un coche (ni se nos ocurría mencionar lo que podría pasar «dentro» de un coche) y se daba por supuesto, aunque fuera una mentira evidente, que todas las chicas, por mucho tiempo que llevaran con su novio, eran vírgenes. Al fin y al cabo, sólo teníamos dieciséis años.
En mitad de aquel ambiente de noviazgos preguerra civil, algo vino a desatar las lenguas y sacudirnos la modorra: una chica de nuestra edad, compañera de algunos de mi clase, había dado a luz en el cuarto de baño de un bar, un domingo por la tarde, ella sola. Nadie, ni siquiera su madre, sabía de su embarazo.
De pronto, todos los tabúes dormidos por las clases de información sexual reaparecieron: el miedo transmitido por nuestras madres de quedarse embarazada estando soltera, la vergüenza de haber sido abandonada por el novio, la indecencia de haber accedido a las relaciones sexuales, el haberlas practicado sin los suficientes medios, el dolor del parto, el final brusco de la niñez al tener que hacerse cargo de otra criatura... los demonios que aguardaban en la mente cuando se anhelaba hablar con un chico, o caminar de la mano con él, o besarle con lengua, los riesgos de nuestro género, se revelaron al mismo tiempo.
Aunque compadecí como todos a la joven madre, mis pensamientos volvían una y otra vez al mismo punto: había parido en el cuarto de baño, se había refugiado allí con su secreto, como yo hacía con el mío. Se había liberado del peso de su vientre, como yo hacía con el mío. ¿Sería yo tan criticada como ella si era descubierta? Me identifiqué con ella, y la defendí en todo momento. Bastante tendría con los remordimientos.
¿Por qué había siempre que culpar a las mujeres, por qué los hombres salían sin daño, no se quedaban embarazados, no engordaban, no eran elegidos sino que elegían? Mis atracones aumentaron tras aquello. No sabía qué me avergonzaba más, si comer sin medida o el vómito después, si comprobar mi falta de control o entregarme a un acto asqueroso varias veces al día. Al menos, me repetía yo, no hay nada irremediable en esto, nada irreparable, nada que condicione mi vida. Sólo hace un año y tres meses estaba delgada: puedo volver a estarlo.
No recuerdo nada más: el miedo a ser descubierta, la tristeza como un puñal y el frío. No había lugar donde esconderse del frío aquel invierno. Desde hacía un año no aceptaba camisetas pese a la insistencia de mi madre, porque me hacían parecer más gorda, y sin blusas, sin ropa de abrigo, sin otra cosa que un jersey delgado y una gabardina, sobreviví, tiritando y estornudando, hasta la primavera.
Me enviaron a Irlanda aquel verano, una recompensa por la que yo había rogado, y que encajaba bien con la mentalidad de mis padres: en pago a mis buenas notas y mi buen comportamiento se me obsequiaba con otro mes de estudios en el extranjero, en un carísimo colegio. Obedecía al lema de mi padre de que para descansar de un trabajo lo mejor era otro trabajo. Nunca hubieran aceptado gastar tal cantidad de dinero en nada para ellos, pero sí en que yo aprendiera inglés: al año siguiente iría a la universidad, y no querían que me encontrara en inferioridad de condiciones.
En Irlanda viví con una familia obesa: no el nivel de gordura al que yo estaba acostumbrada, o que consideraba normal, sino una obesidad mórbida, patológica. Sólo el padre y uno de los cinco hijos mantenían un peso correcto. En la pared del salón reinaba la foto de bodas, en la que una delgadísima y preciosa madre se abrazaba bajo el confeti al padre.
Pasé horas ante aquella fotografía: ella no parecía recordar su pasada figura con pena, sino que se mostraba alegre, subía y bajaba escaleras, atendía su casa y a los estudiantes que vivíamos en ella de manera impecable, y era, para colmo, una estupenda cocinera. Yo, sin embargo, no podía romper la distancia que me separaba de ella. En su obesidad veía mi futuro, y al mismo tiempo la insignificancia de mi peso, que no había subido más de dos kilos. Al mirarla intentaba descubrir qué quedaba en ella de aquella figurita elegante de la boda.
Nos alimentaba a conciencia con comida tradicional irlandesa, y a nadie se le hubiera ocurrido dejar comida en el plato. No contaba, como se hacía en mi casa, con que sobrara nada para otra ocasión, de modo que a cada cena la inmensa bandeja del horno se vaciaba. Se consideraba normal tomar pan y mantequilla con la comida, y cada día terminábamos con un postre diferente. El placer con que comían, el desprecio absoluto por su figura me resultaban tan chocantes que llegué a la conclusión de que vivía con personas sin gusto ni criterio. Sin embargo, eran felices, se querían, y las hijas obesas me hablaban de sus novios y sus líos, cosa que yo, con mi talla 40, no podía hacer.
Acudía cada día al colegio, y para mi sorpresa, enseguida hice amigos. Estaba en un nivel alto de inglés, y las clases resultaban muy entretenidas y exigentes. Cuando descubrieron que sabía dibujar y hacer retratos me hice pronto conocida. Por primera vez en mi vida me sentí no sólo aceptada en un grupo, sino además parte de los privilegiados. Las chicas querían sentarse conmigo, y descubrían en mí virtudes que nunca me habían sido mencionadas: me apreciaban porque era alegre, porque me convertí en el portavoz de la clase y miraba siempre por nuestros intereses, porque creían que tenía una fuerza inagotable y porque sabía escuchar.
Por primera vez en año y medio, existía una posibilidad de que la vida mejorara: dejé de vomitar, estrené toda la ropa que me había comprado para la ocasión (dos tallas mayores que a los quince, pensaba de continuo, una talla al año... ¿dónde llegaría a los treinta?) y me dediqué a disfrutar y a participar de la vida, como todos hacían. Dos chicos se interesaron por mí, y flirteé con torpeza, sintiéndome un poco culpable por fallar en mi devoción eterna a mi indiferente amado.
Sin embargo, ninguno de los dos me gustaba físicamente: o, mejor dicho, ninguno de los dos cumplía con lo que yo pensaba que debía ser un novio. Mis ideas estaban muy claras: cada oveja con su pareja, los guapos con los guapos, los feos con quien pudieran. Un novio codiciado me contagiaría inmediatamente con el estatus deseable. Entonces creía que la belleza se podía obtener por ósmosis.
Discurrí entonces que tenía demasiada dignidad como para salir con el primero que apareciera, y arriesgarme así a ser catalogada como normal, o incluso fea. Deseaba al mejor, y cualquier cosa por debajo de él sería humillante: o el más guapo, o nada.
Por supuesto, existían casos, yo los conocía, de chicas monas que salían con novios normalitos. No las tenía en muy alta estima: pensaba que se habían conformado con cualquiera, que no habían tenido paciencia para esperar, como yo hacía, al adecuado. Que se prodigaban a bajo precio. No se me ocurría pensar que podrían estar enamoradas, que esos muchachos podrían mostrarse dulces, atentos, comprensivos, que podrían llevarse bien y quererse. Tampoco pensaba en el sexo como una demostración de amor, sino más bien como una búsqueda de placer, como una lucha de poder entre el hombre y la mujer en la que la mujer, si era lista, ganaba con la sumisión del macho. Estaba tan preocupada por los aspectos físicos que era ciega a cualquier cosa que traspasara la piel.
Dos días antes de regresar a casa yo era dolorosamente consciente de que había engordado aún más: la ropa nueva me ajustaba a duras penas, y la opresión me volvía nerviosa y distraída. No había comido gran cosa fuera de las cenas y los desayunos, porque la comida consistía en un sándwich y una chocolatina, pero tampoco había probado las verduras ni la fruta: había vivido de hidratos de carbono, proteínas y lípidos, sin contar las calorías. Y de vez en cuando me había concedido un paquete de galletitas de crema, pero no más de dos por semana.
Me parecía que ya me sería imposible comer normalmente sin engordar, por más que las raciones en la casa irlandesa no fueran «normales», y estaba a punto de aceptar mi peso; se podía vivir con él, pese a todo, y mi cuerpo era femenino y curvilíneo, algo más ancho de lo que yo deseaba, pero sin que ninguna parte de él destacara. En los años cincuenta, me lamentaba, me hubieran considerado guapa.
Cuando regresaba del colegio, adelanté a un grupo de tres chavales irlandeses: callaron a mi paso, y yo enderecé la espalda, intentando caminar de manera elegante y femenina. Estaba contenta, había recibido las mejores notas de la clase y podría demostrar a mis padres que el viaje había merecido la pena. Cuando me había alejado unos metros de ellos, uno de los chicos dijo:
—Fat, isn’t she? (Gorda, ¿verdad?)
Creo que no me detuve, que continué a mi paso, rogando por haber entendido mal, porque se refirieran a otra; jugaban a puntuar a las chicas de esa calle, y a mí me había tocado la etiqueta de gorda. Llegué a casa al borde de las lágrimas, y me encerré en mi cuarto para hacer la maleta. Justo cuando pensaba que no era para tanto, cuando aparecía un trozo azul entre las nubes, mi vida se descomponía de nuevo.
Cuando bajé del avión lo primero que mi madre me dijo fue que venía muy gordita. Lo encajé como un insulto más. Me pesé: dos kilos más. Jamás, ni en mis peores pesadillas, había estado tan gorda.
No mantuve contacto con la gente de Irlanda, ni con los de la casa ni con mis compañeros. Me esforcé en creer que no había existido aquel paréntesis, y la felicidad de ser aceptada se desvaneció muy pronto. Por primera vez desde que estaba enferma, adelgacé, y perdí tres kilos en un mes al regresar a la dieta mediterránea. Mi peso, aunque alto para mi gusto, volvía a ser aceptable. Encajaba en la ropa.
Lo único que recordé fue el comentario de aquellos desconocidos, mi vergüenza, mi falta de control. Fue la única apostilla por parte de extraños que recibí en mi vida haciendo alusión a mi peso, pero estuvo presente en cada fiesta a la que acudí, en cada persona nueva que conocí, en la mirada furtiva y crítica con la que me exponía cada día ante el espejo. Tardé años en recordar que los irlandeses que me habían considerado gorda no podían tener más allá de trece años.
A lo largo de ese último año en el instituto para mis padres resultó evidente que yo me comportaba de manera extraña: mi madre no podía traer nada apetitoso a casa, porque yo me lo comía a escondidas. La misma niña que se había envanecido años antes frente a sus primos golosos era incapaz de resistirse ante cualquier alimento dulce o salado. Cajas enteras de galletas, tabletas de chocolate, paquetes de patatas fritas, yogures, aceitunas, botes de paté, fiambres, embutidos, palitos de cangrejo, todo desaparecía.
En un principio, mi madre pensó que olvidaba las cosas, o que las habíamos comido sin que ella tomara cuenta. Pronto desconfió. Yo intentaba sustituir los productos por otros iguales, y no era extraño que tras un atracón saliera a los supermercados cercanos. Aprendí a distinguir los supermercados por la tinta y el color de la etiqueta del precio, porque mi madre detectaba si la marca que había traído era distinta, o incluso, cuando más adelante me encontré bajo sospecha, si la fecha de caducidad era otra.
Cuando no lo lograba, intentaba al menos posponer el descubrimiento; mantenía la caja en su lugar, o el envoltorio abultado, o con un cartón dentro. Luego, el miedo hasta que descubrían el apaño, y la sensación de que me volvía cada vez más incapaz y sucia. Me ponía en tensión cada vez que mis padres se acercaban a la despensa, y me maldecía por ser tan débil.
Casi la mitad de las veces me descubrían: mi madre me enfrentaba a ello, intentaba que yo admitiera que comía a escondidas. Yo lo negaba, buscaba excusas inverosímiles o me mantenía en silencio, sabiendo que no había explicación posible.
Si no lo habían comido ni mi padre ni mi madre, no quedaba sino que fuera yo. Mis padres no podían entenderlo, y supongo que para ellos supuso una tremenda sorpresa: yo, que no había sido nunca una fuente de preocupaciones, que era la envidia de sus amigos por mis buenas notas y mi responsabilidad, les mentía en algo tan absurdo como la comida, me escondía para devorarla, y negaba la realidad. ¿Qué tontería me había entrado? El tipo de comida que escogía y las cantidades me impedían aducir que tuviera hambre: me entregaba a los caprichos, a la gula. Mi madre no podía entenderlo, y mi padre lo consideraba una falta que no me daba la gana corregir.
Mi madre no renunció a tener exquisiteces en casa: le hubiera parecido una falta capital el que llegaran invitados a casa y no ofrecerles nada, y además no quería que yo me saliera con la mía. Comenzó a esconder la comida. Yo, cuando me encontraba sola, registraba la casa, y por lo general, encontraba los escondrijos. Entonces no podía controlarme y me lo comía. Mi madre se desesperaba, y yo no sabía cómo explicarle que tenía que comerlo, que era superior a mis fuerzas, de modo que callaba.
—Si quieres comer una galleta, cómela. Pero ten un poco de límite, no te comas todo el paquete. Si tienes hambre, coge fruta —me repetían—. No comas tan poco en las comidas principales, y luego no te entrarán tentaciones.
Yo creía que los platos que mi madre cocinaba me engordarían, y por eso mantenía las raciones bajo control: pero luego me era imposible no atracarme de otras cosas. Mi madre se enfurecía. En un par de ocasiones, después de pillarme comiendo galletas tras la cena, me hizo sentarme a la mesa de nuevo y comer otro plato.
—¿Crees que voy a pasar el trabajo cocinando sin grasas, buscando todos tus caprichos para que adelgaces, y que luego comas a escondidas? No, hija, no. ¿Tienes hambre? ¡Pues come! ¡Come lo que te dé la gana, pero no nos vuelvas locos a todos!
Yo comía llorando. Cuando me obligaban a ello, la angustia me cerraba el estómago. Ya sabía que lo que me impulsaba a comer no era el hambre, que aquello que nacía sobre la tripa y me oprimía no se saciaba con comida, pero pensaba que eran nervios. Cuando mi vida se serenara, cuando mis padres dejaran de gritarme, cuando adelgazara, cuando consiguiera amigos, entonces dejaría de sentirlos.
No aceptaba que fuera yo quien comía lo que faltaba, y me aferraba con fuerza fanática a la negación de los vómitos. Cuando descubrieron las primeras huellas creyeron que los excesos a los que me había sometido me habían empachado, y que no había podido más. Poco a poco descubrieron que tras haber comido en abundancia, vomitaba por mi propia voluntad. Mi madre ya no sabía a qué atender, si a que no vomitara o a que no comiera. Ella, como casi todo el mundo, asociaba el devolver con el mareo, las náuseas, la suciedad. Yo no podía explicarle el alivio que suponía, la sensación casi adictiva de liberación y limpieza.
Cuando, tras haber engullido todo lo que había encontrado y el estómago parecía a punto de estallar, y los ideales de delgadez y de belleza se alejaban, y con ellos los chicos, el éxito, la admiración, lo único que podía librarme de aquella sensación turbia y desoladora era vomitar. Todo volvía a la normalidad entonces: las calorías no eran absorbidas, la distensión desaparecía, y era posible ponerse en camino de nuevo, comenzar sin pasado. Dos horas más tarde el vampiro de comida exigía de nuevo alimento, y mordía y roía por dentro hasta hacerme caer de nuevo. Y yo, que era débil, que era insignificante y estaba condenada al fracaso, cedía.
Me había ofrecido voluntaria para organizar el viaje de estudios, en un desesperado intento de conocer más gente, de ser necesitada y de entrar en la dinámica de la gente de mi edad. No me sobraba el tiempo, pero me juré sacarlo de donde no lo tuviera. Recorrí los bancos comprobando cuál nos ofrecía mejores condiciones, organicé rifas, dinamicé al resto del comité encargado del asunto, y logré que me consideraran una de las máximas responsables. Tenía pocas posibilidades de ir yo misma a aquel viaje, pero aquello me importaba muy poco. Dependían de mí, y no me importaba trabajar para ellos siempre que pudiera sentirme parte del grupo.
Por entonces me hablaron de un dietista que había logrado milagros: diez kilos, doce kilos en un mes o dos. Recuperé de nuevo la esperanza: si conseguía perder diez kilos, regresaría al punto de partida, como si nada hubiera pasado.
Lloriqueé, prometí enmendarme y empleé todos mis recursos, hasta que mi madre accedió a llevarme allí. Hoy sé que aquel dietista no merecía tal nombre: se limitó a anotar mi estatura y mi peso, y a suministrarme una serie de pastillas de fibra y batidos proteínicos con los que sustituir una de las comidas. Ni análisis, ni estudio de costumbres alimenticias, ni perfil psicológico. Yo, que a aquellas alturas me había convertido en una experta en necesidades nutricionales y en índices calóricos, no salí de allí convencida, pero creí que merecía la pena la prueba: todo con tal de adelgazar.
El dietista me había prometido una pérdida de dos kilos tras los tres primeros días: pese a que seguí estrictamente sus instrucciones, no llegué a perder uno. Me sentí estafada, y súbitamente me invadió el desánimo: ¿por qué ahora que cumplía las normas era incapaz de adelgazar? ¿Habría cambiado mi metabolismo? ¿Estaría condenada a ser una obesa? Nuevamente era incapaz de pensar con claridad. Un primer fracaso indicaba que sólo sufriría fracasos. Una pérdida de peso más lenta de lo esperada me hizo creer que todo estaba perdido. El trato consistía en que el dietista llamaría cada tres días, y que yo le diría mi peso. Con la primera pérdida me felicitó y me animó a restringir mi alimentación, para adelgazar más.
A partir de esa llamada le mentí: mi peso disminuía lentamente, pero disminuía, en la gráfica que él trazaba. En realidad, me entregué como nunca a los atracones, desesperada, llorosa, manteniendo la buena cara en el instituto y ante mis padres.
Mi madre no se creía que yo adelgazaba. No veía que mis medidas disminuyeran. Para calmarla, le ofrecí a pesarme ante ella. Contra eso no podía decir nada. El truco que utilizaba era muy sencillo: falseaba la balanza, de modo que al pesarme la aguja no superara el peso deseado. Tenía la sensatez de no simular grandes pérdidas, sino más bien un mantenimiento de peso. Pasaron dos semanas más, y el dietista se preocupó por la falta de éxito de mi régimen. Yo me defendí: mi vida era muy sedentaria, dije, y que no gastaba calorías.
Al fin, mi padre me sorprendió mientras comía a escondidas. Recuerdo aquella escena como una pesadilla. No le había oído llegar, la puerta no crujió al abrirse, y no tuve tiempo de esconder en el cajón lo que estaba comiendo. Mi padre me tomó de un brazo y me llevó al cuarto de baño.
—Si te crees que nos vas a tomar por tontos estás muy equivocada.
No quería mirar: habían descubierto la farsa con la báscula, y la habían enmendado. Pesaba más, mucho más de lo que hubiera temido, de lo que hubiera sospechado. Me anunciaron que la dieta había terminado, y yo me pasé la noche llorando. ¿A qué límites llegaría? ¿Cuándo iba a finalizar aquella tortura, aquella decepción continua?
El dietista no se explicó el súbito aumento de seis kilos, y mis padres lo explicaron como un error de la báscula. Quedaba una semana de régimen, que el dietista se empeñó en continuar, y me impuse seguirlo con corrección. Perdí cuatro kilos, pero aun así, pesaba más que al inicio del régimen. Cuando mi madre fue a hablar con él y le contó que yo comía a escondidas, el dietista le sugirió que me escarmentara, que me castigara y me atara corto, que con mi comportamiento estaba mintiendo a mis padres y arruinando su prestigio.
Todo héroe ha de descender a los infiernos.
Toda princesa se adentra en el bosque.
La madurez exige cierto sufrimiento, pero no demasiado.
Nadie tiene derecho a exigirte que padezcas. Pide ayuda.
Nunca es tarde para salir de las sombras.
No te enamores de ellas.
El único sentido del dolor es aprender de él, asimilarlo y dejarlo atrás.
No es más que una fase. No lo olvides nunca.
E.F.
Parte de la verdad a la que yo no tenía acceso se reveló bajo la forma de una revista femenina: yo las adoraba, y aunque apenas prestaba atención a sus artículos, a los que indicaban de qué manera comportarse, y cómo lograr un trabajo mejor, o exponer requerimientos urgentes a los jefes machistas, era capaz de reconocer en qué número había aparecido tal modelo con tal vestido.
Se acercaba el verano, y con él sus exigencias, y con él, mi cumpleaños, una nueva ocasión para lamentar haber nacido, para lamentar haber crecido y haber arrojado mi vida por la ventana. Aquel año nadie pensaba en las vacaciones: antes era preciso pasar el examen de selectividad y ser admitido en una universidad. Yo, que me había tomado el curso con un desprecio apenas disimulado sin que por ello mis notas se vieran afectadas, afronté la selectividad con la misma actitud: sabía que no tendría problemas para entrar en la universidad: me había decidido por Arquitectura, de modo que mi amor por el dibujo podría encontrar una respuesta, y mi necesidad de planificar todo cuidadosamente podría salir a la luz.
Mi cabeza estaba ocupada por la obsesión por la comida, y mis días con el sentimiento de culpa y las sospechas de mis padres: me habían prohibido tomar parte en el viaje de fin de curso, porque no se fiaban de mí, y porque creían que me descentraría en los estudios, y yo había aceptado el castigo con resignación, convencida de que realmente no me lo merecía. Mis padres no sabían hasta qué punto me había involucrado con el viaje, de modo que no sospecharon que nuevamente renacía mi idea de que cualquier esfuerzo que me tomara no merecía la pena. Mis compañeros, por su parte, se habían limitado a lamentarlo por mí y a disfrutar de lo que el comité, yo entre ellos, había organizado. Me apenó descubrir que no me habían echado de menos, y me reafirmé en mi idea de que la vida normal de la gente de mi edad me estaba prohibida.
Mientras los afortunados que habían marchado en el viaje de estudios visitaban Amsterdam, las clases se suspendieron: los profesores nos ayudaban a repasar para la selectividad, o nos dejaban estudiar en la biblioteca. Yo me sentaba, charlaba con la bibliotecaria, hacía excursiones y descansos para comprar chucherías, y hojeaba revistas femeninas.
«¿Eres bulímica?», preguntaba uno de los artículos, y a mí me llamó la atención la palabra, que nunca había oído. Aquella revista dedicaba una página a un trastorno alimenticio que parecía aumentar en número y gravedad en Estados Unidos. Se consideraba una enfermedad mental. Incluía veinte preguntas sobre los hábitos de alimentación, y aconsejaba consultar al médico si se superaban los siete síes. ¿Te atracas regularmente de comida? ¿Vomitas después? ¿Sientes que no puedes controlar lo que comes? ¿Te preocupa adelgazar tanto que interfiere en tu vida diaria?
Yo cumplía dieciocho de ellos. Nunca había consumido laxantes ni diuréticos, y nunca me había herido a propósito. Salvo eso, todo coincidía. Con la revista sobre las rodillas sentí cómo una nueva forma de angustia me invadía, cómo me atacaba el miedo a haber estado loca durante esos dos años, a haber comenzado casi jugando algo que prometía ser muy grave.
La ilustración del artículo mostraba a una mujer pelirroja con pies como yunques que devoraba con una boca enorme un escaparate de pastelería. Me resultó repulsiva: así me veía yo también, un túnel sin fondo, un estómago insaciable. Pensé en los alcohólicos, en cómo las últimas tendencias les consideraban enfermos, e intenté encontrar algún síntoma de dolencia en mí. No lo hallé: nunca hubiera considerado el sufrimiento mental como una enfermedad, y aunque sabía que mi comportamiento era extraño, no pensaba en él como enfermizo.
Aquel artículo tampoco hablaba de las consecuencias físicas de la bulimia (horrible palabra, con una horrible traducción, «hambre de buey». Eso era yo, una vaca, una vaca omnívora y descontrolada). No mencionaba el dolor que causaba, ni las causas que lo motivaban. Se limitaba a describir los comportamientos.
Aunque el mundo cambió en muchos aspectos, en los principales ni siquiera se alteró. El hecho de saber que estaba enferma, que se podían reconocer los síntomas no me sirvió en absoluto para modificar mis costumbres. Continué comiendo, continué vomitando, continué haciéndolo a escondidas y furtivamente, y ni mi dolor ni mi angustia se aliviaron. Si acaso, una nueva duda entró en mi mente. ¿Estaría realmente cuerda? ¿Entraba dentro de lo normal comportarse de esa manera, mantener esa distancia mental de los otros, sentirse tan sola? ¿Era común aquella sensación de desconsuelo, de desesperación, ese continuo sufrimiento? A veces me imaginaba que mi cerebro estaba al descubierto, y que una parte de él recibía un golpe: sangraba. Sólo a eso podía comparar mis experiencias.
¿Y si estaba loca? ¿Cómo reaccionarían frente a ello mis compañeros de clase? Me preocupaba mucho más la opinión de los extraños que el propio riesgo de perder la razón, tomar medicamentos o la pena de mis padres. Si estaba trastornada podía entender por qué a veces parecían existir dos yos enfrentadas, la que se disponía a luchar contra el peso como fuera, la que me recomendaba qué alimentos sanos tomar y cuáles no, y la que me hacía entregarme a los atracones, la que sugería medios para esconder comida y mentir a mi familia. El ángel y el diablo, las voces interiores, tan bien descritas en mis adoradas películas. ¿Y si era esquizofrénica?
Con timidez comencé a insinuar que deseaba que me llevaran a un psicólogo. Mis padres no quisieron oír hablar del tema. Pensaban que yo tenía ya suficientes problemas con la comida y con las mentiras como para que nadie cercano se enterara de que iba a una terapia. El tratamiento psicológico, para ellos, estaba cargado de connotaciones pésimas. Pensaron protegerme de esa manera.
Pedí ayuda a una de mis profesoras, a la que admiraba, pero sin entrar en profundidades. Le hablé de depresión, de mi aislamiento, de mis ganas de llorar. Ella me dijo que mi instituto no contaba con un psicólogo, pero que si quería, ella me escucharía. Se lo agradecí, y hablé con ella, pero fui incapaz de describirle mi gran secreto.
Una revista contemporánea hubiera incluido una lista más detallada de síntomas, hubiera hablado de los daños que produce, hubiera puesto la bulimia en relación con la anorexia: aunque parcialmente, habría tratado de inferir las causas. Entonces, en el año 91, nada de eso era común. En ninguno de los medios a mi alcance, ni muchos menos a través de mis educadores, había encontrado la menor información sobre mi enfermedad.
Sin embargo, en otros aspectos el término bulimia me ayudó a saber que era posible reconocer mi dolencia. Al fin y al cabo, eso significaba que otras personas la sufrían, y que aunque extremadamente rara (de eso seguía convencida) era una manía controlable. Creo que, una vez asumí que estaba trastornada, parte del miedo, al menos el que sentía al no saber qué me pasaba, se disipó.
Controlé más o menos mi peso desde entonces, y en adelante ya nunca lo superé. Mis atracones perdieron parte de su desesperación: ya no sentía impulsos de comer lo que fuera, cualquier cosa, sino que escogía con cierto cuidado qué iba a ser. Los alimentos casi nunca variaban. Aprendí a no asaltar las reservas de mi casa, y aunque de cuando en cuando la desesperación era tanta que recurría a ello, prefería comprar fuera de casa las chucherías que me gustaban, de modo que no privara a nadie de nada y no viviera con la sensación de estar robando comida.
Cuando superé la selectividad estaba agotada, y unos días más tarde me encontré mal. Me sentía atravesada por un costado, como si me hubieran clavado una lanza. El médico me hizo todo tipo de análisis, revisiones y hasta una ecografía. Mientras el sensor se deslizaba sobre mi vientre untado con gel, recordé a la muchacha que había ocultado su embarazo y sonreí ante la ironía: yo, que de ninguna manera podía estar embarazada, recibía los cuidados propios de ese estado. No encontraron nada, y me recomendaron relajarme y esperar.
Mi madre me acompañó en todo momento, y contestó a las preguntas del médico por mí, como solía ser habitual. El médico no me preguntó nada en referencia a mi dieta, de modo que ninguna de las dos mencionamos los atracones. El dolor cedió al cabo de mes y medio, y fue causado, aparentemente, por causas psicosomáticas. Con esa conclusión se zanjó el asunto. Como si eso disminuyera su intensidad y su presencia.
La extenuación se extendía también a mi forma de vida, a lo que hasta entonces había dado por normal. El instituto dejó de parecerme el centro del universo, y ansiaba acudir a la universidad. Dejaría atrás parte de mis frustraciones, y quizás conociera a nueva gente.
Había abandonado desde meses atrás toda ilusión con mi amado imposible. Obviamente, no estaba interesado en mí, y había cambiado en aquellos dos años y medio dos veces de novia sin, por supuesto, considerarme como una posible candidata. De manera imprevista me enteré de que sabía de mi debilidad. Nunca la había ocultado, precisamente porque mi objetivo era que se enterara, pero la certeza de que él me sabía enamorada, de que a sus ojos era vulnerable, me sumió en una vergüenza profunda.
Comencé a evitarle, y a figurarme escenas bochornosas. Di por cierto que se habría sentido acosado, que sólo me mantenía la mirada por cortesía, y que no bien yo volvía la espalda estaría riéndose, o al menos consintiendo las burlas de sus amigos. Necesitaba sentirme importante incluso cuando me despreciaban, y prefería pensar eso a que yo le era indiferente.
Para colmo, me había hecho dolorosamente consciente de mi cuerpo en esos meses. Había salido con frecuencia con otras tres chicas, y había creído formar, como desde hacía mucho tiempo no me pasaba, un grupo con quien hablar y comportarme como realmente era. Las tres creían tener problemas de peso, y no tomaban en consideración las quejas sobre el mío, porque objetivamente yo era la que pesaba menos y la menos voluminosa. No eran obesas: mostraban un sobrepeso de unos doce o quince kilos, y sin ser bellezas tenían rostros bonitos y cierto encanto.
Junto a ellas me sentía en cierta ventaja: yo sabía que no adelgazaba porque estaba enferma, pero ellas, a mi juicio, fracasaban por pura ausencia de voluntad. Harta de los esfuerzos por seguir una dieta hasta que el ánimo se quebraba, las despreciaba por no ser capaces de resistirse a un bombón: volcaba en ellas toda la rabia que había sentido contra mí con aquel dietista, y su debilidad, y ver cómo engordaban tras cada dieta, como yo había hecho, me reafirmaba en mi posición de ser la delgada del grupo.
Emitían juicios inflexibles sobre sus cuerpos y los ajenos. Por ellas supe lo que eran las estrías, y las reconocí con consternación en mis pechos y en mis muslos. A partir de entonces, cada vez que mi mirada caía por casualidad en el espejo me fijaba en mis nuevos defectos. Fueron ellas también las que me enseñaron a detectar la celulitis. Yo sabía de los insidiosos hoyuelos, pero por más que me observaba no los encontraba. Ellas, hartas, apretaron una de mis piernas, como si la ordeñaran. Allí, entre sus dedos, se formaban los temidos huecos que delataban una imperfección más.
Quise morirme. Hasta entonces había fantaseado con la idea de que todo sería como había sido cuando adelgazara. Ante mis ojos encontraba marcas que no se irían. Todas las revistas insistían en la imposibilidad de hacer desaparecer la celulitis o las estrías. La fuerza estaba en la prevención. Yo lloraba: en la etapa de la prevención yo me había dedicado a cebarme, y allí tenía el castigo.
Inicié la universidad con mucho miedo y un peso razonable. Mi familia había vivido como un acontecimiento el que yo ingresara en ella, y a su manera discreta, me habían hecho saber lo mucho que se esperaba de mí y la satisfacción que les causaba. Entre mi madre y yo nos habíamos provisto de un nuevo guardarropa para mí, quizás demasiado formal, pero elegante, y con vistas a que yo engordara o perdiera peso. Mi armario estaba aún lleno de ropa de mi etapa delgada, y colgaban de las perchas, como ahorcados desvalidos, esperando a que yo regresara a mi peso ideal. Parte lo ocupaba mi ropa de gorda, la de la etapa posterior, ropa que yo odiaba y que había jurado no emplear de nuevo. El resto lo completaban las prendas nuevas.
Como ya he dicho, nunca volví a superar mi peso máximo. Me daba pavor pensar en ello. Tenía el convencimiento de que si volvía a pasar de ahí, no podría parar, lo daría todo por perdido, y me convertiría en una obesa sin remedio. Como cuando comía y no podía cesar, como si una vez que fallara o que sobrepasara lo establecido tendría que continuar hasta reventar. Ese miedo era el mayor que me asaltaba en los ratos sueltos, peor que suspender todas las asignaturas, peor que perder a mis padres, peor que morirme; sólo había algo peor, y eso era sufrir un accidente y quedar inválida o deformada.
Por esa época había muerto bastante gente a mi alrededor: no únicamente los abuelos, los mayores, los que aguardaban la muerte o de los que se esperaba que no duraran, sino también gente de mi edad, jóvenes sorprendidos en accidentes o enfermedades, un niño debido a un descuido médico, un par de vecinos, casi todos por causas inesperadas. Mi antiguo pavor, mezclado con fascinación, por la muerte regresó. Sentía miedo a dormir, y a no despertarme nunca. Tenía pesadillas complejas, como las muñecas rusas, en las que despertaba una y otra vez para encontrar que vivía en una realidad horrorosa. A veces, cuando caminaba por el campus, me asaltaba el pánico de no saber si estaba soñando o si había despertado. Sufría dificultades para concentrarme, y no me ocupaba de las clases ni de los libros. Confiaba en que me resultaría tan sencillo sacar buenas notas como en el colegio.
Aunque perdí el anterior grupo de amigas (ninguna de ellas había llegado a la universidad, y habían encontrado novio, con lo que se atenuaba la necesidad de dependencia de afectos y opiniones entre nosotras), para mi sorpresa me encontré pronto formando parte de una pandilla de amigos. No se parecía en nada a lo que yo estaba acostumbrada: para comenzar, era un grupo mixto, y para continuar, el objetivo de reunirnos no era flirtear, o quejarse. Aparentemente, nos interesaba lo que los otros tenían para ofrecer, y charlábamos durante horas, cambiábamos libros, apuntes de otros años, íbamos al cine.
Fue una revelación: de pronto descubría que no era alguien intratable y extraño, sino que mis peculiaridades podían resultar atractivas a otras personas. Para cubrir mi timidez adopté la costumbre de mostrarme extrovertida, alborotadora y radical, y eso me hizo ganar fama de una arrolladora seguridad en mí misma. Me gustaba aquella reputación: me gustaba creerla, y actuar de acuerdo a ella. Al fin y al cabo, no hacía sino aplicar las bases que me habían enseñado en la academia.
Que no pisé de nuevo. Mis padres daban por hecho que continuaba en las clases, y con mis progresos. En cambio, me marchaba con mis amigos a una cafetería. Ellos pedían un café, yo un pastel. O dos. O tres. Alguna vez me hicieron bromas sobre mi apetito desmesurado, pero ninguna de ellas me pareció ofensiva. O quizás fuera que yo había ganado seguridad y no me ofendí, o que estaba tan desesperada que no me extrañaron.
Mis amigos sabían que faltaba a la academia, y me aconsejaron que se lo contara a mis padres. Sudaba ante la idea de enfrentarme a ellos y plantearles que renunciaba a algo por lo que había insistido tanto. No después de las disputas que habían tenido durante el curso anterior por culpa de mis hábitos alimenticios. De modo que callaba, mentía, me alegraba de que los profesores no llamaran para preguntar por mí, y me sentía aliviada, lejos de las aspiraciones de mis fatuos compañeros y la crueldad de la exhibición en el escenario.
Pese a que apenas pisaba mis lecciones en la universidad, encantada con la falta de control, el primer año en el campus amplió tremendamente mis perspectivas. Aceptaba sin planteármelo los velados ánimos de los profesores para que no acudiéramos a clase y las insinuaciones de que éramos demasiados, de que en especial las chicas no superaríamos la competencia de la carrera y el mundo laboral. Por primera vez me planteaba mi papel como mujer en el mundo, y veía sus desventajas y exigencias.
Comprendí poco a poco que a mi generación se nos exigían requisitos contradictorios, y que cuando cumplíamos uno era poco menos que imposible satisfacer el otro: mi carrera en la universidad me obligaba a desarrollar una agresividad que no era natural en mí, y enfrentarme en la lucha, con todas mis armas, para anular a mis compañeros. No tenía ninguna garantía de que eso mejorara cuando fuera una profesional. Las charlas dadas por arquitectas me mostraban mujeres de una obstinación y unos conocimientos inmensos, que se expresaban con argumentos casi tan acerados como yo fingía con mis amigos. Todas ellas estaban delgadas, y se esforzaban por cuidar su aspecto.
Por supuesto, el siguiente requisito que se nos exigía era que fuéramos dulces y ligeramente pasivas, que aspiráramos a una relación estable, seguida de matrimonio y maternidad. Lo contrario era poco femenino. Nos anulaba como sexo, nos restaba belleza.
No era posible decantarse por uno de ellos, porque los ejemplos que me rodeaban me demostraban que, frente a la opinión pública, tan fracasada se consideraba a la mujer trabajadora sin pareja como a la madre que había renunciado a trabajar por su familia. Y ante todo, había que mantener la apariencia: las madres visibles, las de los anuncios, las que pertenecían a la aristocracia o la jet-set mantenían la esbeltez, la sonrisa, la elegancia. Las profesionales, con aún más ahínco. ¿Qué elegir, qué elegir? ¿Cómo enfrentarse a ello con dieciocho años, una edad en la que se necesitan criterios claros y coherentes? En realidad todo consistía en ser Barbies, en poseer un cuerpo perfecto. Con qué se nos vestía, fuera de Barbie mamá o de Barbie ejecutiva, carecía de importancia.
Yo veía a mi madre, a la que siempre había adorado, y entendía bien su frustración. Intentaba ocupar el tiempo libre que yo le había dejado en algo, y por las tardes asistía a cursillos de manualidades y cultura general. Se lamentaba, a veces de manera sutil, otras sin ocultar nada, de cómo había desperdiciado su vida. Aunque siempre salvaba el que yo hubiera nacido y le hubiera dado tantas alegrías, afirmaba que desde su juventud no había hecho otra cosa más que cometer errores. No hacía falta mirar demasiado para comprobar cómo se había anulado, cómo no había conservado el menor espacio, ni literal ni figurado, para ella misma. Por mucho que la quisiera, yo no podía tolerar en mí una vida como ésa.
Discutíamos menos, aunque los conflictos por la comida no desaparecieron, y poco a poco me convertí en su confidente. Me hablaba de sus problemas, incluidos los de su relación con mi padre, y yo en un principio acogí con alegría esa confianza. Me permitía convertirme, de alguna manera, en adulta, en su protectora. Como elegí creer a mi madre, tuve que transformar a mi padre en el opresor, en quien no nos permitía cumplir a ninguna de las dos, mujeres sensibles, ninguna de nuestras ambiciones. Acumulé una gran cantidad de resentimiento secreto contra él.
Cuando llegaba a casa de la universidad, mi madre no estaba en casa. Eso me encantaba, me daba cierta sensación de autonomía. Comía lo que me había dejado preparado, y, por lo general, picaba algo de la nevera o del congelador. Otras veces tiraba la comida. Me encontraba en un día de ayuno, y no quería engordar. En esas ocasiones, irremediablemente, por la noche necesitaba atracarme.
Mi vida, que estaba tan vacía que necesitaba completarla con comida, llenar los huecos con atracones, calmó un poco su hambre con la lectura de informes y ensayos sobre la mujer y sobre enfermedades alimenticias. En la universidad era posible acceder a estudios sobre la anorexia, y casi todos dedicaban una pequeña sección a la bulimia. Se la trataba por encima, y la impresión, tanto por la insistencia en ella como por los síntomas, era que la anorexia resultaba mucho más grave.
La mayor parte de los estudiosos (los libros eran antiguos, algunos de ellos meras descripciones de los síntomas y comportamientos) no ocultaban un cierto desprecio por las bulímicas. En comparación con la increíble fuerza de voluntad de las anoréxicas, las bulímicas parecían perezosas, pasivas, irreflexivas, incorregibles. Le dedicaban mucha atención a las porquerías con las que se alimentaban, y a su falta de control, el pecado que yo consideraba más grave. Me abochornaba leer sobre sus vergonzosos hábitos, tan semejantes a los míos, aunque yo no cumpliera los requisitos más extremos de la enfermedad: nunca me había cortado, ni robado comida en un supermercado, ni en casas ajenas. No comía restos de la basura, o productos para animales, o mi propio vómito.
Más adelante conocí personas que habían llegado a esos extremos, y no encontré nada despreciable en ellas. Habían perdido el límite. Consideraban la señal normal de hambre como un fracaso, y se despreciaban mucho más de lo que cualquier investigador pudiera haber hecho.
Por primera vez sentí deseos de ser anoréxica. Al menos, ellas controlaban su vida, quizás hasta extremos peligrosos, pero ¿no era peligroso mi descontrol? Al menos, los psiquiatras les concedían que eran inteligentes y disciplinadas. Algunos apuntaban que la recuperación de la anorexia era también más sencilla, porque las enfermas, tan metódicas, sólo necesitaban cambiar de idea y luego aplicar esa constancia al tratamiento. Y además, estaban delgadas...
Leí con todo cuidado las descripciones de los comportamientos anoréxicos, e intenté imitarlos. Por suerte, me faltaban los rasgos de carácter y las circunstancias que pueden llevar a la anorexia. De otro modo, posiblemente me hubiera quedado enganchada en la terrible rueda de las dos enfermedades, que provoca unos sufrimientos atroces, y cuyo tratamiento es mucho más largo y difícil. La vergüenza de ser bulímica no se reemplazó por el orgullo de ser anoréxica.
Cuando abordaban el tema de los atracones, encontraba por fin causas para ellos. Los científicos desvelaban lo que para mí había sido el mayor de los misterios. ¿Por qué había comenzado a atracarme, por qué a vomitar? Ellos hablaban de atracones como reacción tras un periodo a dieta, cosa que tenía sentido para mí. Por aprendizaje, o por haberse dado en el entorno. Como anestésico, o como búsqueda inmediata de placer en una existencia triste y decepcionante. Y, sobre todo, por hambre afectiva, para sustituir otros afectos.
Esta última razón era la que más me satisfacía. Me permitía encontrar culpables (¿por qué los otros no me querían?) y pensar que cuando me sintiera querida mi problema desaparecería. En mi interior acusé a mis padres de frialdad y desapego. Ciertamente, mirando hacia atrás, toda mi vida había sido una infructuosa búsqueda de cariño, me decía, y olvidaba las demostraciones de afecto, explícitas o implícitas, de quienes habían vivido a mi alrededor.
Seguían sin explicarme por qué vomitaba, pero eso seguía sin parecerme importante. Sólo era una práctica desagradable y necesaria. No encontraba otra manera de no engordar.
Averigüé que la anorexia no era una enfermedad nueva, aunque en los últimos años estaba aumentando: anoréxicas habían sido, o eso parecía, Elisabeth de Austria, Sissi, obsesionada con el ejercicio y la juventud, que se alimentaba con el jugo de la carne cruda y yemas de huevo. Emily Brontë, con su ansia de fusión con el universo, lord Byron, el rebelde poeta, Kafka, y un buen número de santas que se dejaban morir de hambre ofreciendo su cuerpo a Dios a cambio de su alma.
Aprendí que existieron los ayunadores profesionales, personas que mantenían un peso anormalmente bajo y se exhibían como monstruos en ferias, y que durante el periodo victoriano en Inglaterra una mujer bien educada no debía mostrar apetito: cuanto más pálida, delgada y enfermiza fuera, más sensibilidad y femineidad denotaba. Supe que desde el siglo XVI se encontraban casos de anorexia descritos, y que obedecían a otras razones fuera de las demandas de la delgadez actual. Aunque apenas comían y cuidaban y alimentaban a los demás, aunque compartían parte de las obsesiones, no rendían culto al cuerpo, sino a un valor místico o espiritual.
Sobre la bulimia, en cambio, el silencio. Se hablaba de los romanos y de su costumbre de vomitar tras los festejos y comilonas para poder seguir comiendo, pero no vi en ello sufrimiento, ni obsesión, sino una gula desmedida. Los primeros casos de bulimia habían sido diagnosticados en las dos últimas décadas. Un médico llamado Russell la había bautizado de esa manera en 1979.
Wallis Simpson, duquesa de Windsor, de apariencia anoréxica, hizo suya una frase que posiblemente otros hubieran mencionado antes: «Nunca se está lo suficientemente delgada ni se es lo suficientemente rica». Stephen King, persona de éxito como ella, y como ella desgraciado, añadió: «Y quien diga lo contrario nunca ha estado ni lo suficientemente gordo ni ha sido lo suficientemente pobre».
Entendía esas dos frases. Las entendía a la perfección. Hubieran podido convertirse en mi lema.
Sin previo aviso, sin que yo al menos pudiera detectar nada en el aire o en la conducta, la moda varió. Se hablaba de crisis, y de un cambio acorde a los tiempos. Fue nuevamente una revista la que evidenció ese cambio ante mis ojos: un artículo hablaba de las nuevos modelos, del final del reinado de las bellas, y enunciaba los nombres que destacarían en las nuevas temporadas. Entre ellas, Shalom Harlow, Patricia Hartmann, Amber Valletta, Debbie Deitering, Cecilia Chancellor y la figura, sobresaliendo ya entre ellas, de Kate Moss.
Pocas veces he tenido la impresión tan clara de que me encontraba ante un cambio profundo que me afectaría en más de un aspecto. De un plumazo, todo lo que hasta entonces se había dado por válido, por digno de adoración, caía. La belleza de las top models de medidas perfectas y rostros regulares se despreciaba («aburridas», decían ahora de ellas, «demasiada sofisticación», «caprichosas», «exuberantes»). El peso de las modelos, que nunca había sido similar al normal, decreció diez kilos. La propia Claudia Schiffer se tambaleó, para reaparecer en las pasarelas con siete kilos menos, dócil a las exigencias de la nueva temporada. Todos los medios de comunicación presentaban a estas chicas, con ciertas dudas, algunos, y las revistas femeninas acogieron el cambio con alegría. Daban por hecho que al alejarse de la perfección estándar sería más sencillo encontrar un modelo de belleza con el que identificarse.
A mí no me gustó. Me parecieron feas, desgarbadas, y la ropa que lucían, harapos y restos hippies y superposiciones, resultaba imponible para quien mantuviera unas medidas normales. Sin embargo, estaba muy lejos de imaginar que aquellas muchachitas flacas y melancólicas, con aire desvalido y ojeroso, iniciaban entonces una influencia que no iba a disminuir en la década siguiente. Lejos de aproximar a la mujer de la calle una figura sana y lógica a la que parecerse, se nos recalcó la necesidad de perder peso.
Hasta entonces, y desde que yo tenía uso de razón, lo único que había variado de temporada en temporada era la ropa. Desde luego, en el inconsciente colectivo habitaba Twiggy, y flacas ideales como la Audrey de Desayuno con Diamantes o Inès de la Fressange, pero eran excepciones en un mundo de mujeres bellas y curvilíneas. Ahora, con las modelos de la época grunge, era la complexión lo que tenía que variar, y junto con el aspecto físico, la actitud. La mujer segura de sí misma había ido perdiendo puntos durante los ochenta, y la conclusión en los noventa era que el esfuerzo no había servido de nada, y que mejor era regresar a la pasividad, a la doliente indefensión de las vírgenes cloróticas del siglo XIX.
Algunas de estas chicas bordeaban la más inquietante indefinición: ¿eran mujeres? ¿Eran chicos muy jóvenes? Parecía que el viejo miedo a la fertilidad que nos inculcaron nuestras madres no había desaparecido a pesar de todo. Esa nueva generación de modelos, con sus cuerpos esqueléticos, duros, sin curvas, impedían pensar en la fecundidad, en un embarazo, en la transmisión de la vida.
Las reacciones entre los chicos que me rodeaban fueron muy diversas: algunos, sobre todo los mayores, las rechazaban y se atenían al viejo tópico de que valía más tener algo de donde coger. Los más jóvenes se rindieron sin apenas lucha. Ellos mismos se enfrentaban a las nuevas exigencias de su masculinidad, ese ser masculino sin parecer zafio, ni un bruto, ni un machista, y aquellas mujeres-niñas, adolescentes eternas que se ofrecían sin en apariencia demandar nada, les resultaban sexualmente muy atractivas. Al fin y al cabo, también este cambio de la mujer se juzgó desde la perspectiva de las apetencias del hombre, como había ocurrido con cada variación anterior. Y ellos quedaban más o menos a salvo. Para comenzar, nadie había cuestionado su apariencia. Desde hacía un par de siglos las exigencias físicas que se les había hecho a los hombres no habían variado.
Se le echó la culpa al sector de la moda, y más específicamente a los modistos gays, por intentar inculcar una estética andrógina y debilitada de la mujer; sin embargo, las publicaciones heterosexuales por excelencia, las revistas pornográficas, no mostraban tampoco a mujeres normales: sus pechos y labios estaban exagerados, y en gran parte de las imágenes se entregaban al hombre en actitud de sumisión o de panteras dominantes. Esa inferioridad de la mujer, tan rechazada y denostada en la teoría, se reproducía una y otra vez en anuncios, revistas, mensajes y comportamientos. Parecía imposible encontrar una imagen verosímil de una mujer, una relación entre sexos equilibrada. ¿Tanto miedo sentían a enfrentarse a una mujer real? ¿Tan profunda era la crisis de la masculinidad?
Odié a aquellas modelos. Si era difícil alcanzar el peso de las anteriores, al menos el peso, si no otras características, ahora esa misión parecía descabellada. Calculé cuánto debería adelgazar para tener la misma proporción de peso-altura de Kate Moss, y descubrí que mi peso tendría que bajar 14 kg. Ni en mis más desaforadas pesadillas hubiera soñado con aquello.
En aquel momento no se me ocurrió pensar que las modelos eran mujeres bajo los mismos conceptos de apariencia y bajo las mismas presiones que yo. No pensé que pudieran ser anoréxicas (mucho menos bulímicas), que tendrían que estar eternamente a dieta, que ese ideal era difícil de mantener incluso para chicas extremadamente altas y delgadas. No creí que pudieran estar manipuladas. Sólo veía que se me pedía sumisión: por un lado, a los dictados de la moda y el aspecto físico, y por otra, a la vida, a mi papel como mujer. Por mucho que la sociedad fingiera adorar a la mujer, por muy femenina que la deseara y por muy fascinada que estuviera por sus distintas facetas, eso no reflejaba el menor respeto por la mujer auténtica, la verdadera, en todas sus acepciones: la pasión por lo femenino sólo incluía a quienes eran jóvenes y hermosas.
Como cabía esperar, mis amigas y yo terminamos por pasar por el aro y adoptamos, con mayor o menor resistencia, la moda que se nos proponía. Adiós a los trajes sastre, adiós a lo favorecedor. Recorrimos mercadillos de segunda mano, compramos trapos y abalorios, mucho más feos de lo que nos proponían las revistas. Parecía tan sencillo cuando ellos lo proponían: el estilo del rastro, decían, un concepto nacido en la calle, cómodo y adecuado a los tiempos de crisis, decían. Entre risas, pero sin ocultar el malhumor, nos preguntábamos dónde demonios estarían los mercadillos de los diseñadores de alta costura.
Respecto a la comodidad, no eran ellos los más indicados para opinar. La moda masculina jamás ha sido pensada para realzar determinadas partes del hombre, sin importar que el cuerpo esté inmovilizado o incómodo. Ni tacones, ni medias reductoras, ni wonderbra, ni nada que no fueran camisas cómodas, vaqueros, zapatillas deportivas. El traje de hombre de negocios, si bien no permite grandes alegrías, es incomparablemente más práctico que su equivalente femenino, que incluye falda corta, medias transparentes y zapatos de tacón.
Hablaban también de cómo cada mujer creaba su propia moda, de cómo ya no hablábamos de imposiciones, y yo movía la cabeza. Por entonces se comenzaba a hablar ya de las tallas demasiado pequeñas en las tiendas, una manera subliminal de decirnos que estábamos demasiado gordas, y de la posible frustración que eso provocaba en las chicas, que podía abocarlas a la anorexia. Ante nuestros ojos, la ropa estaba dictaminando cómo era una persona, demasiado gorda, por lo general, demasiado baja. O, denotaba que si, como era mi caso, debía usar una talla distinta para chaquetas que para faldas, era claramente deforme.
La delgadez ya no únicamente se asociaba a la inteligencia, la profesionalidad y el control: las modelos, junto con su peso, habían rebajado su edad, fuera ésta aparente o real, en una década. Estar delgado era ser joven, y juventud y esbeltez abrían aparentemente las puertas a un mundo de elegancia y belleza, sólo posible en esas condiciones. La vida se facilitaba. Todo podría conseguirse, todo, si se estaba lo suficientemente delgado. Es decir, la delgadez se asociaba al dinero, con la diferencia de que antes, el triunfador era rico. Ahora, además, debía ser joven y estar delgado. La muerte de Christina Onassis, posiblemente reconocida bulímica, había probado que las ricas también lloran. Al menos, las ricas feas.
Naomi Wolf, en su libro El mito de la belleza, había escrito: «Si sufrir es belleza, y belleza es amor, la mujer no puede estar segura de ser amada a menos que sufra». Para presumir, había que sufrir. Por tanto, no se admitían las quejas que conllevaba el ser hermosa. Se daba por sentado que para ser bella había que padecer un proceso doloroso, fuera este proceso el hambre, la cirugía o la disciplina. Ni siquiera se tomaban demasiado en serio las quejas cuando la cirugía estética resultaba fallida: «Ella se lo ha buscado, quién le mandó meterse en operaciones innecesarias...» pero al mismo tiempo, esa misma ella, que ostentaba cicatrices, o sangrados, o deformaciones, recibía presiones o burlas por su anterior aspecto. La belleza exigía víctimas en su altar, sean de un tipo o de otro.
La cirugía estética rejuvenecedora nos negaba la sensación de experimentar la madurez en el cuerpo: con la eliminación de las arrugas femeninas se borraba también el pasado y la experiencia, y se potenciaba la idea de que el proceso natural de envejecimiento, imparable e inevitable, era anormal. Se trataba, por tanto, de frenar lo ineludible. Y de crear dolor, ansiedad e inseguridad por no poder combatir las leyes naturales.
Para colmo, adelgazar se instituía en una manera más de competencia entre las mujeres. No bastaba con adelgazar, si resultaba posible, había que conseguir ser la más delgada del grupo. En cualquier anuncio, la muchacha delgada recibía miradas envidiosas y desleales de sus compañeras, incluso el abierto resentimiento, de modo que una vez más se reforzaba la idea de falta de compañerismo y maldad de la mujer.
La chica delgada, o la que lograba someter su instinto y adelgazaba, se cubría inmediatamente con todos los privilegios de la delgadez, y eso, según los hombres y los medios de comunicación, resultaba insoportable para el resto de las mujeres, de modo que debía convertirse en una razón más para adelgazar. ¿Qué mujer no deseaba ser envidiada?
Comenzó a popularizarse en la televisión una pareja de presentadores desigual: la jovencita guapa y delgada, y su experimentado, viejo y a veces gordo compañero. Se hizo tan frecuente que pronto nadie se lo planteó. En ningún momento la mujer madura ganó protagonismo. Me recordaba demasiado al tópico del cincuentón acomodado del brazo de una muchachita vistosa y bien vestida, del que vimos también varios famosos ejemplos en los noventa. Según los criterios más tradicionales, él ostentaba de esa manera su poder y su riqueza. Pero ¿y ella? ¿Qué demostraba ella? ¿Y por qué todos los medios de comunicación alentaban y perpetuaban ese hábito?
El requisito de poseer buen (o incluso excelente) aspecto menudeaba en los anuncios de trabajo, fuera para ser azafata, secretaria o dependienta. ¿Para qué demonios necesitaba una telefonista ser guapa? Lo que esa exigencia motivaba era, por un lado, que los puestos fueran cubiertos no por las personas más capaces, sino por las más atractivas; y, por el otro, presionaba a los no agraciados para que consiguieran un nivel de belleza mayor. Al fin y al cabo, la cirugía, la gimnasia, la dieta y las cremas demostraban que quien no era guapo era por que no quería. Ya no había excusas. Quien no lo conseguía era por falta de voluntad, pereza o glotonería.
Como yo.
No aumentaba de peso, pero tampoco disminuía. Fiel a las reglas ópticas de la moda (las rayas verticales, los adornos discretos, el negro adelgazaban) vestí de negro durante años. Los diseñadores insistían en que no había color más elegante. Coco Chanel había jurado que vestiría a todas las mujeres de negro. Llegué a odiar el negro. El negro ocultaba, el negro negaba. Yo estaba allí, a la espera, bajo la ropa oscura. Quería cubrirme de colores, rosas, malvas, amarillo chillón, turquesa, pero no me atrevía. Como mucho, llegué al granate y al verde oliva.
Los atracones eran menos frecuentes; no acababa con una caja de galletas entera, pero comía de continuo, y cada pocas horas vomitaba, casi como una medida preventiva. A menudo me encerraba por la noche en el cuarto de baño de mi casa con el bocadillo que mi madre me preparaba para el día siguiente. Me prometía que a cambio aguantaría sin comer, pero antes o después se daba el paseo a las máquinas de la facultad o a las cafeterías cercanas y almorzaba, siempre una cantidad un poco superior a la normal.
Odiaba más que nunca la dependencia de la comida, y la vivía como si fuera a una droga. Continuaba imponiéndome dietas imposibles de cumplir para cualquier ser humano, y en el momento en el que fracasaba no era capaz de relativizar esa sensación: me parecía que había perdido el orgullo, que había tirado todo mi esfuerzo por la borda. Era indigna de todo respeto y me convertiría en una gorda informe porque había comido siete galletas. No conocía los puntos intermedios. Si fallaba en mis altísimas expectativas, el fracaso era absoluto y total.
En el terreno académico, aquel año fue un desastre. Suspendí casi todas las asignaturas, y recibí las notas con sorpresa. No podía creer que el método que me había permitido sacar las mejores calificaciones hasta entonces fallaba. Cierto que lo único que había hecho era repasar los dos días anteriores al examen y repetido un par de ejercicios prácticos, pero nunca había necesitado más. Era consciente de no haber reconocido parte de las cuestiones en los exámenes, pero creía que tendría notas mediocres, nunca suspensos. Me negaba a reconocer que había considerado sobrehumanas mi inteligencia y mi capacidad de retención y que era imposible remontar una carrera universitaria con mi sistema. No comprendía cómo personas obviamente menos brillantes que yo habían aprobado todas, o casi todas. La respuesta es que ellas estudiaban.
Las notas llegaban por correo a casa, pero yo secuestraba las cartas antes de que mis padres pudieran leerlas. Les dije que había suspendido dos, y aunque no les sentó bien, no me dijeron nada. Creyeron mis explicaciones sobre la dificultad de las asignaturas y la inflexibilidad de los profesores, y aunque no les engañé y eran conscientes de que había estudiado muy poco, me dejaron tranquila.
Mi propósito había sido organizar inmediatamente un programa de estudios durante todo el verano, con horas fijas y descansos en los días de fiesta. No presté atención al hecho de que nunca había sido capaz de adaptarme a una disciplina de estudios, y que una vez más me imponía metas con un rigor inflexible.
De nuevo, me salté todos mis límites. Me entraba tal ansiedad cada vez que me sentaba con los apuntes, que hacía cualquier otra cosa: dibujaba, o escribía cartas a mis amigos, a los que no vi durante el verano, o pasaba las horas con la vista fija en el papel, mientras mi madre leía en la misma habitación que yo, medio acompañándome, medio vigilando mi comportamiento.
Cuando la angustia era demasiado intensa, inventaba que iba a casa de una amiga a por apuntes, o a estudiar, compraba dulces en cualquier tienda y los comía en el parque. Me sentía muy desgraciada, convencida de que cada una de mis iniciativas terminaba en fracaso. Vivía en un continuo estado de nerviosismo, con el temor que mis padres se enteraran de que seguía comiendo y vomitando tras jurarles repetidas veces que ya no, y ahora, además, me aterraba que descubrieran las mentiras respecto a mis notas.
No cumplí ni un solo día los objetivos de estudio, de modo que mi verano se arruinó y, para colmo, no aprobé ninguna de las asignaturas. Lo acepté, como era habitual en mí, con resignación, como justo castigo a no haber obrado correctamente, sin lamentarme por las horas perdidas que podría haber disfrutado aquel verano. Al fin y al cabo, ¿cómo hubiera podido disfrutar estando tan gorda? La playa, las fiestas nocturnas quedaban reservadas para las diosas esbeltas, las que aparentemente vivían una existencia plácida y sin problemas, y sabían cómo manejarse entre el ocio y los deberes.
Regresé a la universidad para repetir curso sintiéndome de antemano fracasada, y con una mentira más sobre mi conciencia: oculté a mis padres los suspensos, y les hice creer que había pasado a segundo. Tampoco les dije que ya no iba a la academia, y acepté sin un solo comentario el dinero que me dieron para la matrícula y me lo gasté en mis festines particulares. Me despertaba por la noche con pesadillas en las que me descubrían y me echaban de casa, o me presentaba a exámenes que no había preparado. Otras veces soñaba que nada de esto había pasado, y cuando me levantaba por la mañana sentía ganas de llorar al ver en qué había convertido mi vida: una serie de mentiras y de atracones. Si alguien descubriera mi podrido interior, mis nuevos amigos de la universidad huirían de mí.
A menudo descubría que el resto de la gente de mi edad, con la que compartía generación, clase, tiempo libre... conocían secretos que para mí eran inimaginables. Daban por supuesto ideas o situaciones que yo ni siquiera sospechaba. Esos momentos me revelaban una chica ingenua, un poco infantilizada, en su propio mundo, posiblemente sobreprotegida, que daba al traste con la imagen que a mí me complacía ofrecer, madura, segura, responsable, un poco irónica y un punto agresiva. Cualquier cosa menos ser una de las dulces y parpadeantes criaturas que me rodeaban.
Uno de esos secretos era la presunción de que en la universidad todo el mundo mantenía relaciones sexuales. Con cierta perplejidad asumí que los supuestos del instituto, aquellos que decían lo contrario, ya no servían en esta nueva etapa, y me pregunté cuándo demonios habían tenido tiempo para lanzarse al proceloso mar del sexo y convertirse en expertos en la materia.
Ya no era tan crédula como para suponer que los chicos eran versiones mías con barba y músculos, pero me costaba aceptar que el sexo fuera una fuerza tan poderosa como para determinar una relación, como para nublar la razón o como para entregarse a ella sin más razón que el placer. El sexo disociado del amor me parecía casi una perversión, y continuaba creyendo en él como una concesión que la mujer otorgaba al hombre. No recuerdo sentir deseos sexuales, o quizás los negaba tan profundamente que pasaban desapercibidos. Me gustaba coquetear, y no me negaba a la seducción, pero imponía una distancia segura mucho antes de que pudiera comenzar a sentirme en peligro. Al menos, hasta que estuviera delgada.
No pasaba de figurarme las relaciones amorosas como ideas abstractas, como estructuras mentales que algún día, con el hombre adecuado, tomarían cuerpo. Después de todo, a mis ojos implicaba demasiado riesgo, dolor, la preocupación por los anticonceptivos, el riesgo de embarazo, la posibilidad de ser abandonada, de haber ofrecido demasiado a cambio de muy poco, los rumores, la mala fama.
Día a día comprobaba que las chicas que mantenían relaciones íntimas con sus novios gozaban de cierto respeto, e incluso consideración; pero las que cambiaban con demasiada frecuencia de compañero no se libraban de etiquetas malintencionadas. Incluso las muchachas con un novio fijo perdían rápidamente su reputación si tras una ruptura se les veía coquetear con otros. El único seguro para la respetabilidad y para disfrutar del sexo seguía siendo un hombre, el mismo, durante el mayor periodo de tiempo posible.
Qué poco habían cambiado las cosas.
Ahora me encontraba en una clase en la que la mayoría de los alumnos eran un año menores que yo, recién salidos del instituto, y para mí resultaban muy obvias las diferencias. Con ellos como referencia, fui rápidamente consciente del estadio de estupidez en que se había convertido la adolescencia. Era evidente que no existían héroes, ni rebeldes, que la infancia se había reducido en duración bruscamente, y que el mundo de los mayores, con sus intereses comerciales y su amnesia sobre los auténticos intereses de los adolescentes, nos precipitaba hacia determinados valores adultos mientras nos mantenía sin responsabilidades auténticas en otros aspectos.
Uno de aquellos valores, especialmente para las chicas, era el sexo y la seducción, tan íntimamente ligados a la apariencia. No se nos concedía un instante de tregua, la captura del macho y su conducción a la cama debían estar presentes en todo momento. «Maquíllate siempre, incluso para bajar al supermercado: nunca se sabe cuándo va a aparecer el chico de tus sueños», rezaba una popular revista para adolescentes. «¿Quieres volverle loco? Aprende los trucos sexuales con los que siempre ha soñado», era uno de los titulares de portada de otra. No eran las revistas femeninas adultas que yo leía, sino publicaciones dirigidas a chicas muy jóvenes, a las que se dirigían en los mismos términos que a las mayores de edad, con cremas faciales adecuadas para su edad y mayor insistencia en ídolos masculinos jovencitos como única diferencia.
La conclusión que se extraía de ellas era que no existía valor más importante en el mundo que resultar sexualmente atractiva. Ni los estudios, ni un futuro trabajo, ni el deseo de colaborar con organizaciones humanitarias, ni la preocupación por la familia, ni la formación de lazos firmes entre las amigas, ni el respeto por otras mujeres, ni el bienestar personal. Este último podía conseguirse a través de los tratamientos de belleza o las compras. Su cuerpo dejaba de ser suyo desde que eran muy niñas y se ponía a disposición de otros. Aunque desaparecieron con los años, las dietas de alrededor de 1.000 calorías eran frecuentes.
Tampoco la elegancia era un valor en alza: a cambio, proponían la última moda, los complementos nuevos y los looks extremos, que exigían invertir en ellos más dinero del que yo recibí nunca como asignación semanal. Jamás aparecían chicas rellenitas, o con aspecto infantil, con ortodoncias o acné, como es frecuente a los catorce años, sino jóvenes bellezas, calcos de las modelos adultas.
Los consejos de ese tipo parecían olvidar que a esa misma edad los intereses masculinos son muy distintos, con una carga sexual mucho menor, y que los arsenales de seducción se desperdician en ellos. Las niñas con actitudes provocativas y aspecto de lolita tienen muchas más posibilidades de despertar deseos sexuales en hombres mayores que en sus compañeros. Ante ellos resultan mucho más vulnerables, las probabilidades de manipulación aumentan, y por desgracia, la idea de que una mujer merece una violación «porque lo iba buscando» está mucho más extendida de lo que sería deseable. No hay más que recordar algunas polémicas sentencias en las que vestir vaqueros o minifalda fue un atenuante.
Esa insistencia en maquillar a las chiquillas, en disfrazarlas de mayores, chocaba con la otra exigencia masculina: la naturalidad. Pero, por desgracia, la naturalidad no eran las piernas sin depilar, ni los dientes superpuestos, ni las gafas para corregir la miopía, o el pelo un poco fosco: la naturalidad implicaba muchas horas, muchos gastos, mucha atención. Mientras en un hombre resultaba viril y atractivo mantener una barba de cuatro días, una muchacha que mantuviera un pelo débil sin permanente, o el rostro completamente limpio de maquillaje se estaba abandonando. Una vez más, asomaba la idea de que si eran feas o poco populares, si estaban fuera del círculo social de aprobación era porque les daba la gana.
A todos estos conceptos se le sumaban, desde una edad muy temprana, ideas poco realistas sobre la escasez de hombres, las presiones del reloj biológico, el inicio real del envejecimiento, la necesidad de estar continuamente emparejadas. Nociones como la de que era necesario mantener la inocencia, o esa apariencia, al menos, y al mismo tiempo, actuar como una mantis religiosa en la cama, eran dadas como lógicas.
Nadie pensaba en que el hecho de llegar a la edad biológica fértil y de poseer un cuerpo capaz de entablar relaciones sexuales no implicaba que mentalmente se estuviera preparado para ello. En ningún lugar se mencionaba que esas relaciones fueran algo más o algo distinto al coito: no se mencionaba la posibilidad de la masturbación como manera de exploración, ni los placeres que podían extraerse de una relación sin penetración. Nuevamente, el asunto del sexo se observaba desde el punto de vista masculino, que tradicionalmente necesitaba la penetración y el orgasmo para quedar satisfecho.
En ningún caso se potenciaba el entendimiento entre sexos, o la comprensión de las necesidades de los chicos, o la manera de exigir comprensión para las propias. La información sobre anticonceptivos o enfermedades de transmisión sexual se obviaba, o no se tocaba en profundidad. Y, por supuesto, la posibilidad de tendencias homosexuales, o de indefinición, ni siquiera se planteaba. Se daba por hecho que todas las chicas se sentían atraídas por los hombres, y que además, ese deseo regía su vida.
Para colmo, cualquier idea que tuviera que ver con el cuerpo femenino y sus procesos despertaba burlas y desprecio. Yo, que como casi todas las chicas que conocía, había recibido la regla sin traumas, pero tampoco con alegría, había olvidado pronto esa sensación para limitarme a ocultarla, a que nadie notara que se daba un cambio hormonal en mí. Se hablaba con cierta naturalidad del síndrome premenstrual, pero los chicos no ocultaban su displicencia por la irracionalidad e histeria femenina en «esos días». Cualquier acceso de mal humor o de furia era disculpado con la frase paternal y llena de sobrentendidos «estará con la regla». No parecía existir ninguna posibilidad de que los anuncios de compresas y tampones reflejaran mínimamente la realidad. Las preciosas chicas que aparecían se mostraban orgullosísimas de ser mujeres, como si la regla realzara su femineidad, no les aquejaba ningún dolor, molestia o hinchazón, sus novios no se quejaban porque esos días las relaciones sexuales se dificultaban o desaparecían, y llevaban vidas interesantes, con muchas horas para el ocio, que no se veían interrumpidas por sus cuerpos.
O sencillamente, se negaba. Un anuncio para una famosa marca insistió durante varias temporadas en que no pasaba nada. Por supuesto que pasaba: las mujeres tenían la regla. De todos modos, daba igual qué técnica se empleara. Aún está por aparecer el anuncio relacionado con la regla que no despierte críticas, risas, parodias o comentarios despectivos. El cuerpo de la mujer, si no está idealizado, desodorizado, limpio y sano, no merece el menor respeto.
Según me hacía más consciente de esos mensajes que yo misma había recibido a lo largo de toda mi niñez y mi adolescencia a través de cualquier rendija del interior, me resultó más sencillo comprender por qué sentía esa necesidad imperiosa de agradar a los chicos, de tener novio. No había recibido ni una sola imagen de una mujer soltera y fuerte que resultara atractiva. Y entendí también que aunque yo era especialmente sensible a las opiniones ajenas, resultaba casi imposible librarse de esa presión continua sobre el aspecto físico, sobre la belleza. Eso me ayudó a sentirme menos débil y menos culpable, y, sobre todo, me enseñó a reconocer y a rechazar esos mensajes. Por supuesto, eso no ocurrió de la noche a la mañana. Me encontraba demasiado sumida en ese ambiente, y en una edad aún muy vulnerable. Pero el proceso se inició entonces, y cada vez despreciaba con mayor seguridad las exigencias imposibles de esa sociedad.
Hasta entonces, mi salud había soportado todos los abusos de mi cuerpo sin resentirse: ni siquiera sufría de acidez de estómago. De un día para otro comenzaron los problemas. Inmediatamente después de vomitar me sentía mareada, y necesitaba beber agua. Se me hinchaban las manos, y a veces, también las piernas. Comencé a sentir palpitaciones, y el corazón se me aceleraba no únicamente tras devolver, que era algo a lo que ya me había acostumbrado, sino también durante los atracones, o sin ningún motivo, mientras caminaba o estaba sentada en clase. Sentía que no podía controlar mi cuerpo ni sus reacciones, y que algo que hasta entonces no había dado problemas se añadía a la interminable lista.
Durante los cuatro años de vómitos y atracones había creído que cuidaba de mis dientes, pero lo cierto es que comía mucho dulce, y a veces me acostaba sin haberme cepillado los dientes, como castigo, y porque estaba demasiado deprimida y agotada para hacer otra cosa aparte de dormir. Acudía al dentista con regularidad, y me reconstruyeron una muela empastada que se me había destrozado: le echaron la culpa al empaste, que no había resistido, desvitalizaron el nervio, empastaron otra muela, y ahí terminó todo. Por supuesto, no le informé de mis hábitos alimenticios, y él no pareció notar nada extraño.
Noté que los bordes de mis dientes, hasta entonces lisos, se estaban mellando en ondas, y a veces me dolían con mucha intensidad. Me sangraban las encías con frecuencia. Una de mis amigas, con una dentadura impecable, tuvo que someterse a nueve empastes en los dientes: al parecer, tenía caries en la parte interior. A veces tenía pesadillas en las que perdía la dentadura, o en las que de pronto me aparecía una caries negra y grande en uno de los incisivos, de modo que no había manera de ocultarla. Yo no sabía que la mayor parte de las bulímicas desarrollan problemas dentales, debido al continuo masticar y a los ácidos que regurgitan. El esmalte se come o salta, los dientes se deterioran, y muchas veces las piezas son irrecuperables.
Tampoco sabía que no era conveniente lavarse los dientes inmediatamente después de vomitar, como yo hacía. De esa manera, el ácido reacciona con el dentífrico sobre el diente sensible y daña mucho más el esmalte. Los dentistas recomiendan enjuagarse la boca con agua, con bicarbonato sódico, o masticar un chicle, porque la saliva neutraliza el ácido. Mis dientes perdieron toda posibilidad de tener un color bonito, y fueron sensibles en adelante, pero no me falta ninguno. Tuve mucha suerte.
En una ocasión, una venita reventó en mi ojo derecho, y durante una semana cada vez que me miraba en el espejo me preguntaba si alguna vez sanaría y volvería a su tranquilizador color blanco. No recuerdo que fuera inmediatamente después de haber vomitado, pero una de las características más frecuentes que permiten identificar a una enferma de bulimia es la rotura de los capilares en los ojos, debido al esfuerzo.
Cada vez que mi corazón se desbocaba, se iniciaba al mismo tiempo un acceso de angustia. Creía que había desarrollado una enfermedad cardíaca, que estaba muy enferma. Comencé a controlar mi tensión, y me convertí en una hipocondríaca. Me juraba que me cuidaría en adelante, si se me concedía una nueva oportunidad. Me maldecía por no haber sido capaz de apreciar mi suerte y mi salud y haber sido lo suficientemente estúpida como para arruinarla. Imaginaba que todo se debía a que apenas comía verduras, y a mis costumbres con la comida, pero prefería sufrir, o incluso morirme, antes que reconocer mi enfermedad o dejar de vomitar.
A veces he pensado cómo no se me pudo ocurrir que si mis padres no estaban gruesos era porque llevaban una dieta equilibrada; y que por consiguiente, no había muchas posibilidades de que yo engordara. Durante el tiempo en que duró mi enfermedad fui incapaz de relacionar causas y efectos, como si parte de mi cerebro se hubiera paralizado.
En febrero suspendí de nuevo, y los resultados de junio me aseguraron que si no aprobaba parte de las asignaturas en septiembre me expulsarían de la universidad. De nuevo mentí a mis padres, les aseguré que había suspendido únicamente dos, y ellos, que se iban acostumbrando a que mis resultados académicos brillantes eran cosas del pasado, no dijeron nada y accedieron a enviarme de nuevo a Irlanda durante el verano.
Un mes antes del viaje, antes incluso de las notas que yo ya sabía catastróficas, regresé borracha a casa. No había bebido demasiado, pero antes de mis dos whiskies acababa de vomitar, y el alcohol pasó directamente a la cabeza. Llegué puntual, porque mis padres eran estrictos con las horas, y mucho más en época de exámenes, saludé, y me marché a mi habitación. Allí lloré, y me lamenté, y mis padres me descubrieron casi inconsciente, entre gemidos de que quería morirme y que nadie me apreciaba.
No recuerdo nada de esa borrachera, salvo que jamás me había ocurrido antes, porque nunca había sido aficionada a beber, aunque lo fingía ante mis amigos. Mis padres intentaban razonar conmigo, pero yo sólo decía que quería terminar de una vez y que mi vida no merecía la pena.
Cuando desperté sin resaca y con mucho miedo al día siguiente, mi madre me preguntó qué razones tenía para desear morir. Si me había dejado algún chico, si tenía algún problema grave, si las clases iban bien. Me enumeró las ventajas de mi vida, de ser joven, de tener toda la vida por delante, el placer de irme durante el verano al extranjero, por mi cuenta. Yo dije a todo que sí, apenas hablé de mi profunda depresión, y mis padres quisieron olvidar lo más rápido posible el incidente; aunque mi padre no era partidario de dejarme marchar a Irlanda, al final también en eso me salí con la mía.
Fue el verano más feliz de mi vida, en el que hice realmente lo que quise, conocí gente maravillosa, y me sentí libre, libre, libre. Desde el primer día utilicé todo el encanto del que fui capaz, y logré ser la reina del grupo, el centro de las clases, la chica más solicitada y querida. Aún no sé cómo lo conseguí. En las fotos de ese verano aparezco siempre en el centro de la imagen, sonriente, delgada (había bajado dos o tres kilos) y transpiro seguridad en mí misma. Había dejado atrás todas las preocupaciones y la tensión de mi vida diaria, mis padres, mis clases. Podía olvidarme de todo y ser otra yo, la que siempre había deseado ser. La opinión general era que yo era guapa y tremendamente atractiva, y yo apenas podía ocultar mi satisfacción de que eso fuera así.
Creía ser muy amable con todos, y no me di cuenta de que en realidad había conseguido manipular a los que me rodeaban. Aunque sentía afecto por ellos, no los respetaba, y lograba de cualquier forma posible salirme con la mía. Daba por supuesto que todos estaban a mi disposición, y como era una experta en fingir seguridad y en organizar fiestas, excursiones y acontecimientos (no había dejado de hacerlo desde los diecisiete años, en aquel viaje de fin de curso al que no asistí), todos seguían mis consejos y muchos de ellos giraban a mi alrededor. Yo no podía ser más feliz, ni más egoísta.
Monté una fabulosa fiesta de cumpleaños, con excursión guiada por Dublín incluida, con globos y docenas de regalos, y con las personas más guapas y buscadas del curso. Un antiguo sueño de infancia se había convertido en realidad, y esa noche tardé mucho en dormir, emocionada hasta las lágrimas. Nos aficionamos a salir casi todas las noches a un restaurante distinto, y probé cocinas exóticas como la hindú, la japonesa o la mexicana, que eran completamente nuevas para mí. No me atracaba, y ni siquiera comía mucho, pero de todas maneras vomitaba, y me sentía cada vez más limpia y más delgada.
Lo último que deseaba era volver a casa, y les insinué a mis padres que quizá pudiera quedarme un mes más; si estudiaba mis asignaturas en Irlanda y volaba para los exámenes... Sabía que era imposible por razones económicas, y me consolaban mis excelentes calificaciones en inglés. Y, de todas maneras, el chico con el que salía allí regresaba a su país al mismo tiempo que yo, y parte del encanto de Irlanda se esfumaba.
El regreso no fue como yo esperaba: mis padres me esperaban en el aeropuerto, serios, y no hicieron el menor comentario sobre mi excelente aspecto ni mi diploma. Cuando llegamos a casa, me contaron que habían descubierto todas mis mentiras. Todas ellas. Que estaba repitiendo curso, que mis notas de ese año habían sido desastrosas, que hacía dos cursos que no asistía a la academia, que me había quedado el dinero, que les había mentido todos los días y sin la menor vergüenza.
Sentí una vergüenza inmensa, pero no negué nada. Ahora que sabían todo, sólo tenía ganas de dormir y que las cosas pasaran por encima de mí, librarme del problema, de su enfado, de su dolor, y despertar cuando todo ello hubiera acabado. Poco a poco me invadió cierta sensación de alivio, de no tener que ocultar más cosas, desnuda y expuesta ante ellos, pequeña de nuevo.
No me riñeron, ni me castigaron: obviamente mi padre estaba muy enfadado, pero no lo demostró, y mi madre se tragó la decepción como pudo. Me exigieron que estudiara y fuera capaz al menos de permanecer en la universidad, y se propusieron controlar que realmente cumplía con mi palabra.
Yo no estaba dispuesta a asumir ninguna responsabilidad. Una cosa era reconocer mis fracasos, y otra ponerles remedio. Me debatí y les engañé todo lo posible, pero ellos habían preparado su estrategia durante mi estancia en el extranjero, y me forzaron a estudiar. Me evadía con frecuencia, soñaba con el chico de Irlanda, sus llamadas y sus cartas, y de vez en cuando pasaba revista a los regalos que había recibido por mi cumpleaños. Aquel paréntesis de felicidad parecía cada vez más irreal, más lejano, más imaginado que vivido.
Aprobé las asignaturas justas para pasar de curso, pero el nuevo año se me presentaba muy difícil, con una cantidad de materias, entre las de primero y las de segundo, imposibles de sacar en un solo año. Inicié el curso muy desanimada, pendiente del correo y el teléfono, convencida de que mi chico me llevaría a su país y me rescataría de la cruel vida que me esperaba aquí. No sentía el menor interés por ser arquitecta, y desde luego no pensaba en mi expediente y en cómo influiría en el futuro. Lloraba de continuo, comía muy frecuentemente, y me daban igual las palpitaciones, el frío y la gente que me rodeaba. Nunca la existencia había parecido tan gris y desesperada ahora que mis padres conocían la verdad y no podía mantener ante ellos la apariencia de hija perfecta y responsable. Creía que habían dejado de quererme.
Por Navidades volví a emborracharme; mi ligue de verano había dejado de escribirme, y yo necesitaba olvidar con mayor frecuencia. Nuevamente, me bastó para ello muy poco alcohol. No había bebido desde la anterior escena con mis padres. Cuando llegué a casa, con una sorda desesperación de borracha en mi discurso, decidieron que era el momento de llevarme a un psicólogo.
Se nos dice que con tomar la decisión de curarse, ya está hecho.
Mienten. Comienza un camino fascinante. El de conocerse.
Durará toda la vida, y permitirá no sólo curarse,
sino mantenerse sana.
Es mucho más sencillo de lo que parece.
Pero casi nunca sabemos hacerlo a la primera.
No pasa nada. Hay muchas oportunidades para aprenderlo.
Aún queda toda la vida para ser feliz.
E.F.
No sabíamos por dónde empezar. Que yo supiera, era el primer miembro de mi familia y de mis amigos que iba a un psicólogo, y aunque hacía mucho tiempo que deseaba hacerlo, no tenía ni idea de qué debía esperar de él, ni de cómo encontrar uno de confianza.
Decidimos acudir al médico de cabecera, con quien siempre me había llevado bien. Cuando mi madre comenzó a explicar el problema, él la interrumpió y quiso saber de mi boca qué me ocurría.
—Creo que tengo bulimia.
Movió la cabeza.
—No soy amigo de poner etiquetas tan pronto. ¿Qué es lo que haces?
Se lo expliqué sin entrar en muchos detalles.
—¿Condiciona tu vida normal? ¿Piensas en ello constantemente? ¿Te quedas en casa en lugar de salir con tus amigos? ¿Condiciona tus relaciones con los chicos?
Yo asentí. Me dio vergüenza que mencionara mis posibles relaciones con chicos delante de mi madre. Él dijo que debía acudir a un psiquiatra, y que no quería enviarme con este problema al centro público de salud mental. Le dedicaban poco tiempo a cada paciente, y no quería que se alargara innecesariamente mi situación. Además, añadió, acudía gente con trastornos mentales severos, y no creía que eso me hiciera ningún bien.
—No es agradable —me dijo—, porque te sentirás vulnerable, y tendrás que contarle cosas que te avergüenzan. Y es largo, y es caro. Pero eres muy joven, y yo siempre apuesto porque la gente joven puede recuperarse.
Preguntó a mi madre si teníamos medios para financiar un tratamiento privado, y nos facilitó el teléfono de varios psiquiatras. Mi madre insistía en el término «psicólogo» y lo hizo durante mucho tiempo. Le parecía que así suavizaba la realidad de que yo estaba enferma. Era obvio que se sentía incómoda pidiendo ayuda en ese campo, y que quería aferrarse a que mi situación no revestía gravedad.
—No tiene fuerza de voluntad para nada —se quejó, justo antes de salir—. Ni para estudiar, ni para adelgazar, ni para alejarse de la comida, ni para dejar de sentirse deprimida.
—Una persona no está enferma por falta de voluntad —contestó el médico, y en los últimos cuatro años aquéllas fueron las primeras palabras que realmente me animaban—. Una persona no es alcohólica por falta de voluntad, ni se deprime por falta de voluntad. Cuando alguien está tan deprimido como tu hija, hace falta mucha falta de voluntad para continuar vivo.
Yo nunca les había comentado a mis padres que la idea del suicidio había rondado mi mente muy a menudo en los últimos meses.
Muchas veces no era más que un deseo inconcreto de finalizar, de descansar sin tortura, de paz. Otras veces me asustaba, y pensaba que terminaría así, y que eso destrozaría a mi familia, y que aun así no podría evitarlo, y que mi vida sería, de principio a fin, un rotundo fracaso. En aquel médico encontré la comprensión y la definición exacta de lo que sentía, y eso me animó. La primera vez que acudí al psiquiatra no podía haber estado más predispuesta a favor de un tratamiento.
Habíamos escogido una profesional muy reconocida, que seguía principios psicoanalíticos, y que me acogió sin querer definir tampoco mi problema. Decidimos establecer una sesión a la semana, y yo le comenzaría hablando de lo que quisiera, primero por diez minutos, luego por veinte. Me recibía y me despedía con absoluta impasibilidad, y en ningún momento de la terapia mostraba un cambio de actitud.
Me sentía muy desconcertada, quizás porque había esperado una serie de soluciones, o de explicaciones de mi conducta, y lo que encontraba era que se me permitía hablar de mi vida sin intercalar una palabra. La psiquiatra no tomaba notas, y yo no tenía modo alguno de saber si recordaba o hilaba mi anterior narración con la presente, de modo que desconfiaba y no me parecía estar recibiendo una atención adecuada.
Pese a todo, deseaba tanto curarme que insistí en el tratamiento, y leí todo lo que cayó en mis manos sobre psiquiatría. Como al parecer, toda la clave estaba en el pasado y en mi infancia, hablé de mis primeros recuerdos, de la sensación de masticar lana que me invadía de vez en cuando, de la etapa anterior a caer enferma. Yo creía que de esa manera a la psiquiatra no le quedaría más remedio que admitir que mis padres eran los culpables, que su relación conmigo me había llevado a aquello. Estaba resentida con ellos por su severidad, y por su impaciencia en ver resultados desde la primera sesión de la terapia, y deseaba saberlos implicados. La psiquiatra callaba, y yo probé por otro lado: entonces, mi desesperación debía de originarse por mi poco éxito con los chicos. Le hablé de ellos, de mis romances idealizados y de los reales, del daño que me habían hecho y de lo egoístas que eran. Ella no se inmutaba.
Yo continuaba vomitando, más cuando las cosas iban mal o había momentos de tensión, y menos cuando me serenaba, y mis comportamientos no habían variado. Lo que le contaba a la psiquiatra se lo había contado en muchas ocasiones a mis amigas e incluso a mis padres, de modo que no sabía para qué servía contarlo de nuevo. Al cabo de un año de tratamiento, decidí dejarlo, con la aprobación de mis padres. Ninguno de nosotros veíamos resultados.
Ahora sé que me equivoqué, y que la terapia psicoanalítica resulta útil como refuerzo en una terapia dirigida a los trastornos alimenticios, pero que no puede ser la base de una recuperación. Si al menos hubiera hablado de cómo me sentía, eso me habría ayudado a romper parte de los bloqueos emocionales en los que me encerraba. Pero lo único que hacía era narrar hechos, y dejar que ella juzgara mis emociones, como había hecho siempre con mi familia y con mis amigos. Describía una situación claramente injusta hacia mí, y en lugar de incluir mi impotencia y mi tristeza dejaba que se compadecieran de mí.
A la psiquiatra no pudo escapársele la cantidad de veces que incluía términos despectivos hacia mí y mi capacidad, y los propósitos de enmienda radicales con los que intentaba equilibrar la situación. «Tengo que», «debo de», «no puedo seguir así». A mí, en cambio, me costó años detectarlos. Me llevó también mucho tiempo reconocer que sentía miedo. Nadie me había considerado nunca asustadiza, porque a veces cometía auténticas imprudencias ignorando los peligros: en una ocasión intentaron atracarme, y golpeé al tipo que me amenazaba y me escapé a la carrera.
Me gustaba que me consideraran valiente, y me gustaba también que alabaran lo sufrida que era: nunca me había quejado por una enfermedad, soportaba análisis y pinchazos sin un lamento, e incluso me había sometido, cuando tenía quince años, a una operación grave y general únicamente con anestesia local, para así poder colaborar más con el médico. Mis padres tenían eso como un triunfo, y yo prefería sufrir físicamente a incurrir en la debilidad de quejarme.
Como era mi costumbre, consideré la terapia como un fracaso más, y no me propuse buscar ninguna otra opción, porque juzgué que también fallaría. Sin embargo, en el año en que había acudido a la psiquiatra me había hecho más consciente de mí misma, mucho más responsable y madura, y había llegado a la conclusión de que algo que había iniciado yo, sería yo también capaz de sanarlo.
Hubo algunos momentos terribles, momentos en los que la depresión me hizo tocar fondo de nuevo, pero había aprendido a pedir ayuda, a encerrarme en mi habitación con música, sí, pero también a alertar a mi madre de lo mal que me sentía. Solía ocurrirme los fines de semana, en los que lo absurdo de mi vida se hacía más evidente porque no tenía ninguna rutina ni obligación a la que atender. Un domingo por la tarde me sentí tan mal que pedí que me llevaran al médico. Me atendió un doctor de guardia, con muy pocas ganas de emplear su tiempo en mí. Le describí lo débil y triste que me sentía, le hablé de mi tratamiento psicológico por bulimia, y tras reconocerme, me preguntó:
—¿Tienes novio?
Yo contesté que no, y mi madre le miró, sin comprender. Él continuó, dirigiéndose a ella.
—Ahí está. Se queda en casa un domingo, empieza a pensar que todas sus amigas tienen novio, que ella no, y claro, se deprime. No tiene nada.
Nos mandó de vuelta a casa, sofocadas e indignadas. No pude comprender cómo un médico despachaba con un par de comentarios superficiales a una paciente de veinte años que describía signos claros de depresión. Yo me había quejado de dolor en las glándulas situadas bajo las orejas, que tenía un poco hinchadas, y él dijo que posiblemente estuviera un poco resfriada. Hoy en día quiero creer que hubiera prestado más atención. La inflamación de las glándulas parótidas está considerada como una de las señales más claras de que se producen vómitos repetidos.
Durante mucho tiempo me indigné contra todo lo que me rodeaba: la sociedad, restrictiva y machista, y sus representantes. Con los mensajes procedentes de la publicidad, con la moda y las modelos, con las mujeres por mostrarse débiles y los hombres por aprovecharse de sus ventajas. Con mis padres, que no habían sabido ver mis problemas a tiempo, y sobre todo, conmigo misma, que había desperdiciado los años más bonitos de mi vida encerrada en el cuarto de baño y buscando comida.
¿A quién podía pedir cuentas? ¿A quién podía reclamar por aquel tiempo perdido? ¿A mi sistema educativo, que no supo prevenirlo, al sanitario, que no supo tratarlo? Las razones eran tantas, tan variados los responsables que al final nadie podía responder de nada. Aquella furia era un buen síntoma. Al menos ahora me permitía sentir algo, y me creía lo suficientemente importante como para expresar mi opinión. Comenzaba a sentir que no era un ser repulsivo y culpable, y ya no me negaba a aceptar la responsabilidad en mi vida. Estaba en el camino adecuado para recuperarme.
Coincidiendo con mi nueva actitud, los programas de televisión descubrieron un nuevo filón con el que escandalizarse de la juventud: las anoréxicas. Docenas de familias y de enfermas desfilaron por los programas de tertulias y de testimonios, y contaron sus experiencias. Todos se apenaban mucho y culpaban a la sociedad. Luego, a la moda. Luego, a los tallajes pequeños. Casi siempre se apuntaba a que la niña se había obsesionado, cosas de cría, y que se había causado su propia perdición. Con muy rara frecuencia aparecía una bulímica: se mencionaba el trastorno, pero casi siempre cuando había seguido a una anorexia. Yo, y las mujeres que padecían mi enfermedad, continuábamos siendo invisibles.
Era fácil identificarse con el sufrimiento del que ellas hablaban y con el infierno por el que habían dicho atravesar sus padres, pero no era yo, no era mi experiencia. No había nada de vergonzoso a los ojos de la sociedad en privarse de alimento. ¿Cuál sería la reacción del público si yo confesaba mis atracones, mis vómitos, mi desesperación por encontrar cualquier alimento?
No escuché a nadie hablar de las lesiones que dejaba la anorexia: toda la información se basaba en el documento viviente y esquelético que tenían ante sus ojos. Se sabía que adelgazaban y se sabía que podían morir, pero nadie hablaba de las lesiones crónicas. Con mayor razón yo aún no tenía idea de los riesgos a los que me estaba sometiendo: aparte de las molestias que había sufrido, podía desgarrarme el esófago o la pared estomacal, que podría causarme la muerte, hemorragias internas, alteraciones menstruales.
Mis niveles de sodio y potasio podían desequilibrarse, y eso no sólo causaría las palpitaciones que me asustaban, sino también calambres e infartos. El estreñimiento crónico podría desgarrar el colon, el exceso de agua para provocar el vómito o para sentirme llena me podía causar edemas e hinchazón de piernas, trastornos en los riñones y una intoxicación parecida a la etílica que podría haberme dejado en coma. Y, efectivamente, podría haber llegado a suicidarme. Un alto porcentaje de enfermas lo intentaban y algunas lo lograban.
No sabía nada de esto, nadie me lo contó, y menos aún tan claramente: de haberlo sabido, quizás hubiera tomado conciencia de la gravedad de mi situación, y no haberlo achacado a mi debilidad, a mi hipersensibilidad adolescente o a mi imaginación. Descubrí los riesgos a los que me había sometido cuando ya había superado la enfermedad, y cuando lo supe, me eché a llorar. No sólo por mí, perdida, ignorante y sola durante tantos años, sino por todas aquellas que se habían quedado en el camino, por las que se quedarían, por las que se preguntaban, después de haber vomitado, por qué les pasaba aquello si ellas sólo querían estar delgadas.
Si se repitiera mi caso, posiblemente mis padres estarían mucho más alerta a mi comportamiento. Quizás se hubieran negado a verlo durante algún tiempo, pero la reacción más normal hubiera sido enfrentarse a la realidad de que la niña sufría un trastorno alimenticio, y que no era momento de arrojarse las culpas el uno al otro, sino de buscar una solución. Espero que hubieran sido capaces de comprender que los comportamientos que más les habían dolido, las mentiras, el ocultamiento y la falta de responsabilidad, habían sido causados por la enfermedad, y no al revés. Que vieran que yo no era una mala persona, sino una chica muy joven que se enfrentaba a una dolencia que cambiaba su personalidad y sus costumbres.
Espero que se sobrepusieran a lo dura que era la convivencia conmigo y que supieran descubrir que pedía ayuda desesperadamente, que me enfrentaba a problemas que no sabía resolver, y que para ello acudía a la comida. Y sobre todo, que en ningún momento me hubieran ayudado ni alentado para hacer una dieta.
Me gusta imaginarme la confrontación a la que, antes o después, tendrían que someterme. En ella mis padres se mostrarían firmes y unidos, con un único criterio. No me juzgarían ni serían irónicos, no me obligarían a confesar que les he mentido con anterioridad y que les estoy ocultando la realidad, sino que hablarían de lo que temen, y me expondrían ejemplos evidentes de que mi comportamiento no es normal. Y me propondrían buscar una solución, que pasaría no únicamente por un tratamiento psicológico, sino por una variedad de puntos que tendríamos que afrontar.
La aparición de un trastorno alimenticio en una familia puede alterar totalmente y para siempre las relaciones que se habían creado entre ellos. A veces, los padres y los hermanos sólo perciben el problema de la paciente, pero hay que tener en cuenta que por lo general la hija enferma está mostrando de una manera evidente los conflictos no siempre obvios que hay en la familia. Tampoco es justo ni realista culpar en exclusiva a la familia de la bulimia de esa chica. Por muy desastroso que sea el ambiente en casa, todos los expertos están de acuerdo en que para que se dé un trastorno alimenticio tienen que ocurrir una serie de circunstancias, influencias externas e internas; no aparecen por una sola causa.
Si se aborda de un modo constructivo, la terapia de la hija puede ayudar también a sanar los problemas de la familia. No es infrecuente encontrar trabas en las relaciones entre ellos, e incapacidad para expresar sentimientos. En muchos casos, los problemas no se dan únicamente en la muchacha, y es toda la familia la que tiene que cambiar.
En un caso así no basta con que los síntomas desaparezcan. La tendencia permanece. Mi familia se sintió tan aliviada cuando dejé de atracarme y de vomitar que consideró que el caso estaba cerrado. No cambiaron su relación entre ellos, ni variaron su conducta. No supieron cómo, y no fueron capaces de ello. Hicieron siempre las cosas como creían que era lo correcto, y sería absolutamente injusto por mi parte el juzgarles o culparles. Pero de esa manera dificultaron mi camino y mi recuperación fue mucho más lenta y dura, porque tuve que llevarla en solitario, y porque debía enfrentarme a una situación familiar no resuelta.
Me gustaría también pensar que la conciencia de que la enfermedad está extendida animara a mis amigas a prestarme la ayuda adecuada. Eso supondría que ellas mismas no estarían absorbidas por dietas y por la atención a su cuerpo, o que sabrían ver por encima de eso que mi comportamiento no era el normal: y habrían hablado con mis padres, por mi propio bien, sin temor a que yo me enfadara o que ellos no prestaran atención. Yo me mostraba mucho más abierta y expansiva con ellas, y les habría resultado más fácil que a mi familia detectar un patrón de conducta. Con eso tal vez me hubiera ahorrado meses o años de sufrimiento.
Sin embargo, yo no tuve esa suerte. Desorientada, ante el rechazo o la incomprensión de los médicos, avergonzada por mi comportamiento y con casi seis años a mis espaldas de obsesión por el aspecto físico, la comida y la liberación de esa comida, creía que no tenía muchas posibilidades de recuperación. Sabía que la enfermedad podría haberse cronificado, y que corría el riesgo de vivir así toda mi vida, pero aun así pensé que tendría que existir algún medio para atenuar el dolor y el sufrimiento y adquirir una calidad de vida razonable.
De modo que me olvidé un poco del aspecto meramente estético y comencé a preocuparme por mi salud. Me propuse no vomitar, comiera lo que comiera. No vomitaría, y no picaría entre horas. Me resultó mucho más fácil atenerme a la rutina de tres comidas principales que no vomitar. La sensación de estómago lleno me resultaba insoportable, y me asaltaban las ideas más angustiosas: engordaría, echaría todo a perder, prefería morirme de un infarto que estar gorda... los dos primeros meses fueron de una lucha constante, y aun así, vomitaba casi la mitad de las veces.
Me esforcé en no verlo como un fracaso: pensé en qué ocurriría si uno de mis alumnos cometiera un fallo similar, y cómo lo afrontaría yo. No sacaría nada chillándole y aterrorizándole, y amenazándole con matarle de hambre para compensar. Muy poco a poco fui capaz de sentir compasión por mí misma, y de tratarme con cariño. Ya que yo era la que imponía las normas, no tenía sentido creerse una víctima, y aprendí a pactar conmigo misma: está bien, vomitaría porque había comido demasiado al mediodía, pero a cambio me lavaría el pelo con crema hidratante y me dedicaría a peinarlo durante un buen rato antes de irme a la cama.
Al principio no encontraba las fuerzas suficientes como para cumplir mis promesas. Sencillamente, estaba demasiado cansada, o me despreciaba demasiado. Pero aprendí a recordar que ya no era una niña, que era responsable de mí misma, y que no quería estar enferma el resto de mi vida.
Si hubiera encontrado un psiquiatra que siguiera la línea cognitivo-conductual, me hubiera resultado mucho más fácil: hubiéramos desarrollado juntos estrategias prácticas que me permitirían enfrentarme a esos momentos de tensión en los que necesitaba atracarme o vomitar.
O si, aún mejor, hubiera tenido a mi alcance un centro de día para TCAs, me hubieran enseñado técnicas para liberar el miedo, hubieran reconducido mis hábitos alimenticios y tratado mis problemas psicológicos. Hubieran incluido terapias de grupo, de modo que no me hubiera sentido tan sola, de relajación, quizás con musicoterapia, y me hubieran apoyado. Yo entonces ni siquiera sospechaba de la existencia de estos centros de recuperación: no existían tantos como ahora, por muy escasos que puedan parecer a quienes sufren estos problemas.
Cuando echo una ojeada a los programas de recuperación de los hospitales y los centros privados me reconforta descubrir que intuitivamente seguí los pasos que ellos mismos recomiendan. Por ejemplo, como modo de reconciliarme con mi cuerpo, me apunté a un gimnasio para hacer un poco de ejercicio, después de años de haberlo evitado. A propósito acudí a un centro en el que nadie hacía alardes de caros equipos técnicos o cuerpos perfectos. No necesitaba más estímulos para competir o para sentirme mal. Era torpe y lenta, y nunca podré decir que me gusta el ejercicio, pero mi cuerpo aprendió a moverse de nuevo, a sentir cómo bombeaba la sangre.
Dejé de pesarme. No extraía el menor placer de ello, e incluso cuando había adelgazado, esa idea y la obsesión por no recuperar esos gramos no me abandonaba en todo el día. Por la ropa sabía que oscilaba ligeramente de peso, pero aunque la tentación fuera grande, decidí ser algo más que una masa de kilos.
Continuaba teniendo problemas para evitar los vómitos. A menudo lo lograba, pero sólo a fuerza de regurgitar y masticar durante horas la comida, y eso no me dejaba satisfecha. Decidí, no sé muy bien en base a qué asociaciones, dejar de hacer dieta. Al fin y al cabo, ¿qué clase de dieta era aquélla, restricciones por un lado, abusos por el otro? Un cálculo no muy elaborado me permitía saber que aunque comiera unas raciones normales no iba a exceder el número de calorías que ingería en un atracón.
El abandono de la dieta y la relación normalizada con los platos que se presentaban en la mesa supuso un antes y un después. Mis padres, que hasta entonces se habían mostrado recelosos, se relajaron, y yo pude ver cómo recuperaba la cercanía y la confianza en mi madre, que era al fin y al cabo quien se encargaba de alimentarme. Me había mantenido sana y en forma durante catorce años de mi vida. ¿Por qué no había pensado en eso antes? A cambio, mi madre dejó de controlar las porciones que me servía, y como yo procuraba sentarme a la mesa siempre acompañada por alguien, recuperé el placer de comer como acto social. Ya no tragaba a escondidas, o de pie, o caminando por la calle. Ya no hacía falta, y para colmo, me sentaba mal.
Cuanto más se normalizó mi alimentación, y cuanto menos pensaba en qué iba a comer ese día (delegaba esa responsabilidad en mi madre) menos impulsos de vomitar tenía, y menos razones para atracarme. Los problemas de los dos primeros meses por mantener la comida en el estómago remitieron poco a poco, y al cuarto mes era extraño que vomitara. Continuaba con mucho miedo a engordar, pero lo cierto es que no había aumentado de peso, que mi piel y mi aliento habían mejorado, y que sentía mucha más energía.
Enseguida fui capaz de reconocer los alimentos que me sentaban mal, y admitir que no debía tomarlos. Hice un esfuerzo por incorporar más verdura, y no tantos hidratos de carbono, y para mi sorpresa descubrí que no me gustaba tanto el chocolate como creía. Lo cierto es que me dejaba un gusto arenoso en la boca, y acidez en el estómago.
Extrañamente, parecía que si me permitía a mí misma consumir los alimentos prohibidos, es decir, aquellos con los que me atracaba, perdía el interés por ellos. ¿Qué mérito había en devorar algo a lo que tenía acceso siempre que quisiera? Cada uno de aquellos pasitos me llenaban de alegría, y de orgullo por mí misma. La primera vez que rechacé una porción de pastel porque no tenía ganas, y no por quedar bien, estuve a punto de llorar de alegría. Había vuelto a sentir hambre y saciedad, y había aprendido a hacer caso a esas señales.
Me di cuenta de que cuando me aburría comía más: había convertido la comida en el modo de llenar esos espacios vacíos, y cuando me detuve a analizar la situación con más interés, descubrí que no tenía una sola afición. No había heredado ninguna de mis padres, y todo lo que hacía, las clases de la universidad, las que yo daba, el gimnasio, estudiar idiomas y hacer los deberes, eran obligaciones. Durante varias semanas me dije que no tenía tiempo, sabiendo que era una excusa: mis fines de semana, exceptuando los ratos con mis amigos, no me quedaba nada que hacer. Decidí invertir un poco de dinero en óleos y telas, y me apunté los sábados por la mañana a clases de pintura.
Las dos horas de la lección pasaban como un soplo, y tenía una ocupación interesante y que me absorbía por completo para el resto del fin de semana. Había decidido no salir demasiado, porque casi todos los encuentros con mis amigos ofrecían ocasiones para comer y para beber, y las dos borracheras del año anterior me habían asustado. Sabía por un manual que muchas bulímicas eran parcialmente alcohólicas.
Además, de vez en cuando salía a dar un paseo largo, con mis padres o con alguna amiga: me gustaba más que hacer ejercicio en el gimnasio, y me ayudaba a despejar la mente.
Del mismo modo que se había producido un efecto dominó cuando las cosas habían comenzado a empeorar, y todo se había visto implicado y se había desmoronado, cuando tomé esas decisiones el resto de mi vida se vio alterado: me sorprendí sintiendo más interés por los estudios, y con mayor capacidad de concentración. Aunque seguía siendo perezosa para estudiar, ya no posponía las cosas de aquella manera, y los exámenes me daban menos miedo. Nunca logré que mis padres me creyeran de nuevo cuando les decía que había estudiado, y tuve que presentarles los certificados de las notas para que se convencieran de que realmente había aprobado, pero tuve que reconocer que me había ganado a pulso aquellas sospechas.
Eliminé tantas preocupaciones con este comportamiento, que me resultó más sencillo dormir, y las pesadillas desaparecieron casi por completo. Me enfrentaba a las situaciones conflictivas con más calma, y me notaba menos estresada.
Ese verano me arriesgué a pasar nuevamente el verano en el extranjero, y regresé a Irlanda, pero ya no como estudiante, sino como monitora. Por primera vez me detuve a pensar si realmente me convenía aquella estancia, en lugar de huir de mi situación, mi país y mis problemas. Era mucho más consciente de los riesgos físicos y psicológicos que corría, y cómo éstos podían intensificarse si me encontraba en circunstancias inusuales. Lo había comprobado en mis anteriores estancias en el extranjero: durante la primera elaboré toda una teoría sobre la obesidad, y comí sin tregua como rechazo a ese miedo, y durante la segunda desarrollé mi capacidad de manipulación y autoengaño con tal de sentirme aceptada.
Creí que merecía la pena arriesgarse, posiblemente por ese desprecio ante las situaciones peligrosas que siempre me había caracterizado. Aunque no recomiendo en absoluto a alguien en mi lugar que siga mi ejemplo, porque la presión fue excesiva, y hay que asumir que se tiene un trastorno de salud que impide hacer ciertas cosas, mi experiencia fue positiva. Asumí la responsabilidad de un grupo de cinco niñas, y eso me hizo olvidarme de mí misma y mis problemas para dedicarme a solucionar los suyos.
No me divertí, y las niñas, con sus opiniones sinceras y crueles, y con su modo de otorgar o retirar el cariño dependiendo de las circunstancias, me hicieron revivir los tiempos más duros de mi niñez, aquellos en los que deseaba ser una actriz de cine y evadirme de las críticas de mis compañeros de clase. Descubrí, sin embargo, que era mucho más madura de lo que pensaba, y que de tanto insistir en que era responsable, había acabado por serlo. Además, las niñas no me juzgaban por mi aspecto, y el colegio en el que trabajaba no daba la menor importancia a ser o no atractiva.
Me atraqué de comida dos veces, y las dos veces vomité, pero mientras lo hacía no me desesperaba, no ocultaba el problema, sino que pensaba en cómo solucionarlo. Comer ya no me servía de pantalla, y hacerlo de ese modo me parecía una tontería. Me sentí sola, me hubiera gustado dar un par de bofetones a una de las niñas, pero eso era todo. Sabía que al final del verano aquello terminaría, y yo recibiría un sueldo y un dato interesante que incluir en mi currículum. Había aprendido a no dejarme llevar por las emociones inmediatas y a pensar en las recompensas a largo plazo.
Por primera vez desde que tenía dieciséis años el verano finalizó y yo no me sentí fracasada. No me había propuesto adelgazar, y por tanto no había incumplido ningún propósito. Me despojé de toda la ropa negra que detestaba, y compré algunas faldas cortas de colores, dispuesta a enfrentarme y a aceptar la parte de mi cuerpo que más odiaba: mis piernas.
Las primeras veces que salí con la ropa nueva a la calle evitaba los espejos y procuraba moverme lo menos posible. Luego descubrí que, la verdad, mis piernas no eran tan feas, y aunque continuaba sintiéndome incómoda si me observaban e incapaz de mirarme en un espejo de cuerpo entero, acepté que podría resultar atractiva para algunas personas. El proceso no debía de ir tan mal, porque uno de mis amigos se me declaró, y recibí un par de propuestas más. Sentía mucho miedo a involucrarme en una relación, y a tirar todo lo que había conseguido por la borda si él me abandonaba, o si discutíamos, pero decidí intentarlo: no era un chico especialmente guapo, lo que rompía la tendencia de mis relaciones anteriores, pero nos llevábamos muy bien, y se esmeraba en mimarme, lo que tampoco era frecuente en el pasado.
Aún sentía enormes dificultades para expresar mis sentimientos. Era incapaz de decirle a alguien que le quería, aunque se lo hiciera saber por mis actos, o a través de otras personas. No encontraba valor para indignarme y mostrarme enfadada: aún me asustaba la desaprobación de los otros. Yo había descubierto que existía un nexo muy cercano entre los sentimientos que no expresaba y mi manera de comer. Comía para consolarme, pero también cuando estaba enfadada y no lo demostraba, cuando hubiera deseado expresar mis puntos de vista y me habían avasallado. Deduje que si lograba la confianza suficiente como para opinar de manera sincera, o para reconocer que no sabía nada del tema, o para callar y no acaparar la conversación, habría avanzado otro paso.
No me consideré curada únicamente por haber dejado de vomitar y atracarme: sabía que no bastaba con eliminar el síntoma, que debía aprender maneras nuevas de enfrentarme a los conflictos, y que, efectivamente, sería un camino largo. Sabía que durante cierto tiempo, o quizás toda mi vida, tendría esas tendencias, y que era posible luchar contra ellas. De modo que cada vez que sufría una recaída, y comía demasiado, no lo daba todo por perdido. Al día siguiente sería posible continuar con la cabeza alta. Un desliz no era el fin del mundo.
Mi capacidad para detectar mensajes manipuladores en la televisión y la publicidad aumentó, y me acostumbré a desdeñar ese chantaje emocional, y a reconocer las imágenes modificadas por ordenador, o a desechar las situaciones improbables. Casi en cada capítulo de cualquier serie era posible ver a mujeres consolándose de las penas atiborrándose de helado o tarta de chocolate, sin que engordaran jamás. Antes, cuando fumar era una provocación, se libraban de las frustraciones exhalando humo. Ahora que la presión hacia los fumadores había aumentado, nos mostraban a comedoras compulsivas.
A lo largo de todo ese curso, y hasta que cumplí los veintidós años, las cosas volvieron poco a poco a su lugar, y no sé cuándo dejé de preocuparme a diario por la comida y por mi peso. De vez en cuando la obsesión regresaba, pero nunca con la intensidad ni la duración anterior. Tenía cosas más importantes de las que ocuparme, una carrera, reconstruir la relación con mi familia, unos amigos, una relación afectiva. Entonces, sin grandes entusiasmos, con cautela, me consideré curada.
El trastorno había durado siete años, me había robado siete años de mi vida. Un maleficio de bruja malvada. Los maleficios se desvanecen cuando se pronuncia en alto la palabra adecuada: en este caso, bastaba con gritar «¡Ayuda!».
Buenas noticias: ya nada nunca te parecerá tan difícil.
Nunca creerás que no puedes con un problema.
Seguirán apareciendo, algunos como dragones,
otros como libélulas
pero ya nunca serán terribles.
Habrás aprendido a manejar armas que nunca sospechaste.
Llegarán dolores, llegarán disgustos. Y alegrías, y premios.
Tu cuerpo será tu aliado, tu modo de sentir el mundo.
Tu cerebro, la herramienta para interpretarlo.
Y esa recompensa será para siempre.
E.F.
Desde que me di «de alta» llevo una vida normal. No he sufrido recaídas importantes, aunque sí algunas situaciones en las que comí más de lo normal y me vi tentada de vomitar. Una de ellas fue la muerte de un pariente cercano, que me dejó devastada. Durante dos días, en lugar de llorar, comí. Otra, la salida de la universidad, la consecución de mi primer trabajo y la marcha de casa de mis padres en muy poco tiempo. No llegué a atracarme, pero durante las primeras semanas me alimenté con comida basura y chucherías. El tercer momento crítico se dio durante un breve viaje a Estados Unidos, en el que debía defender uno de mis proyectos, y que estuvo plagado de dificultades, zancadillas y soledad. Nuevamente me atraqué y vomité en varias ocasiones durante tres días.
He sido capaz de controlar estos problemas, porque he asumido que la comida no es el problema, sino un síntoma. Algo va mal, y mi manera casi inconsciente de reaccionar es premiarme y refugiarme en la comida. Después de siete años de dolencia he aprendido que no sirve para nada, y que el único modo de solventar ese problema es enfrentarme a él.
Mi gran punto flaco son las emociones. No soporto sentir dolor, y mi resistencia a la frustración es muy baja. Con tal de que los acontecimientos a mi alrededor no me dolieran, inventé una tortura constante que me distrajera de la realidad. Sigo sufriendo y siendo hipersensible, y he de protegerme ante las críticas, porque sé lo mucho que me afectan, pero a cambio he aprendido a canalizar esa misma sensibilidad y a hacerla más profunda.
Intento no caer en tópicos ni adjudicarme etiquetas: tímida, segura, fuerte, desorganizada... en algunas facetas de mi vida me siento tremendamente vulnerable, como en todo lo que tiene que ver con mis afectos. La relación con mi amigo duró dos años y se deshizo con cordialidad, y desde entonces he tenido varias más. Unas han sido más satisfactorias que otras, y por supuesto, siento miedo a comprometerme y a ser herida, a sacrificarme a favor del otro, como mi madre hizo, o a no involucrarme lo suficiente y espantarle. Tengo dificultades para negarme a un favor, aunque me perjudique, y aún busco la aprobación de mis padres.
En el sector profesional, en cambio, me siento mucho más afianzada, y disfruto empleando mi cerebro y mi creatividad para trabajar. He conseguido buena reputación y un éxito moderado en relativamente poco tiempo, y tengo grandes ambiciones para el futuro.
Procuro mantenerme ocupada y hacer las cosas que me gustan: disfruto cocinando, viajo siempre que puedo, y no he abandonado la pintura. No siento la necesidad de ser la mejor en lo que hago. Los niños juegan así.
Mantengo un peso estable, más o menos lo que pesaba a los catorce años, antes de iniciar ninguna dieta y de enfermar. No siempre me siento bien con mi cuerpo, y a veces desearía poseer las largas piernas de potrillo de las modelos, o sus caderas inexistentes, pero por suerte sé que soy mucho más que mi cuerpo o que las dimensiones de mis caderas.
Creo que soy una persona afortunada; después de muchos años de sufrimientos fui capaz de liberarme de una situación angustiosa, y mi salud, tanto física como mental, no se resintió demasiado. No perdí nada irrecuperable, salvo el tiempo. Muchas otras chicas no tuvieron tanta suerte. Cuando recuerdo aquel periodo muevo la cabeza: me siento furiosa, indignada. Ahora, desde mi perspectiva de mujer adulta, quisiera hacer lo posible para prevenir esta dolencia, y para evitar que tantas otras chicas la sufran. Las palabras también sirven, y por eso he querido contar mi historia.
Fíjate en los demás sólo para sentirte bien.
Ayúdales siempre que puedas, pero no intentes salvar a nadie.
Tu trabajo será mantenerte sana, cada día más.
Sé generosa, pero sé egoísta..
Descubrirás que el mundo no ha cambiado, pero que tú sí.
Y eso, en realidad, es tu mundo.
E.F.
Muy poco y mucho.
La enfermedad, en sí misma, continúa comportándose de manera similar, y ataca a un perfil parecido de pacientes. Los nombres de las modelos, los grupos de referencia o las tiendas de ropa son distintos, pero equivalentes. Cada generación cree haber descubierto el mundo y sus problemas, por supuesto, pero los cansados ancianos de la tribu sabemos que raras veces es así.
Desde que en 2008 la crisis comenzó a hacer mella en España, la relación con la comida ha variado sustancialmente. No debemos perder de vista que la bulimia responde con precisión a las circunstancias sociales. Pese a que el despilfarro y la abundancia de marcas y ofertas continúa, ha regresado la vieja idea de la comida casera, mejor aprovechada, más barata, y en ocasiones más sana. Las comidas en restaurantes han sido sustituidas por tuppers.
Los comedores sociales han cambiado su perfil: en lugar de emigrantes o indigentes, o drogadictos, ahora acuden padres de familia, clase media empobrecida, madres solteras, hombres divorciados... lo mismo ocurre con las personas que rebuscan en la basura o que recogen comida desechada por los supermercados. Los alimentos se han convertido en un bien valiosísimo, en especial para las familias en paro, y hemos regresado, en ocasiones, a una noción alimenticia de posguerra, unido al aumento de la obsesión por la comida y a la falsa sensación de hambrunas.
Save the Children alerta del aumento de niños que no desayunan ni meriendan, lo que coincide con el aumento del precio de los comedores escolares, y la disminución de becas para los mismos. Incluso en los casos en los que los niños se llevan la comida de casa, se les cobra, en ocasiones. No hace falta repetir que las situaciones en las que se enfatiza la necesidad de comer sirven como detonantes para comportamientos alimenticios inadecuados.
Uno de cada cuatro menores españoles sufren de carencias alimenticias. A medio y largo plazo eso implica una disminución de estatura, un mayor riesgo de obesidad cuando sean adultos, obsesión con la comida, problemas de aprendizaje en la escuela, y una menor resistencia a las enfermedades. Dentro de esos menores se están gestando los presentes o futuros trastornos de la alimentación.
Como la otra cara de la moneda de la obsesión por la comida, encontramos un renovado interés en los medios de comunicación por los concursos de cocina, los programas de televisión sobre tartas, la moda de los cupcakes, docurealities sobre restaurantes que pueden reformarse, o los ya clásicos espacios para las recetas divulgativas de cocineros famosos. A eso se le añaden los mismos conceptos pero en aplicaciones para móvil, consejos dietéticos o gastronómicos, blogs, interpretaciones y personalizaciones de dietas online...
Tanto la ansiedad como la necesidad llevan a un aumento del consumo de grasas, azúcares y comida basura, más barata y que crea una falsa sensación de bienestar inmediato. Ese aumento de depresión, angustia, preocupación económica, y, por consiguiente, de enfermedades mentales, puede agravar los TCAs o provocarlos en adolescentes, adultos, e incluso en pacientes no del todo recuperados.
Pero no todo es malo: precisamente la recuperación de la comida casera y el aumento del uso del tupper permite un mayor control de las cantidades y los productos que se ingieren. También se destina menos dinero a tentempiés muy calóricos, y los caprichos se dan en menor número.
El conocimiento sobre los TCAs ha aumentado, tanto a nivel sanitario como en el público general. Las anorexias se detectan rápidamente, y muchos profesionales que tratan con adolescentes, niños e incluso adultos han recibido formación para reconocer signos de una bulimia, o aconsejar acerca de hábitos alimentarios.
En parte gracias a la presión de las asociaciones de familiares y enfermas, se ha logrado la apertura de centros de día, de plantas especiales en hospitales, y por lo tanto una profesionalización mayor de los implicados en la curación de los TCAs. Se han destinado más medios, más atención e inversiones mayores, aunque claramente insuficientes. La bulimia y la anorexia han disminuido su condición de tabúes, y se aceptan con mayor normalidad.
Se ha adquirido una mayor conciencia acerca del despilfarro de comida y del aprovechamiento de restos: desde las polémicas sobre la fecha de caducidad a la gestión de los alimentos sobrantes de supermercados o productores. Se vuelve a la vieja frase de que «la comida no se tira». En realidad, la relación de las enfermas de bulimia con los alimentos no es de amor, sino de uso y disfrute. Una revalorización de los mismos hace que no se trivialice.
Hay un mayor interés sobre la nutrición infantil, y sobre todo, una viva alarma sobre la obesidad. Escuelas y organizaciones promueven programas y talleres de cocina saludable entre los más pequeños. Los cocineros recomiendan recetas baratas, nutritivas y equilibradas, destinadas a los jóvenes y niños. Dentro de la pedagogía infantil se le da una gran importancia al momento de las comidas dentro de la familia y en los comedores. Cuanto más sepan los niños sobre comida, menos tendencia mostrarán a emplearla de manera inadecuada.
Si bien hace unos años apenas se les prestaba atención, en la actualidad se tienen muy en cuenta las alergias e intolerancias alimentarias. Eso ha hecho que se produzca un aumento de alimentos para celíacos, intolerantes a la lactosa... y un abaratamiento de su precio.
Por último, y por encontrar algo bueno al índice de paro y al regreso forzoso de muchas mujeres al hogar, y también de muchos hombres, ha existido un repunte de la presencia de padres e hijos a la hora de la comida y la cena, en casa, y en familia. Eso puede suponer un mayor control de las ingestas de los hijos, y que los padres puedan detectar mucho antes cualquier indicio de TCA.