Cuando nos decidimos a hacer este libro, el caso de Cristina Bergua, desaparecida el 9 de marzo de 1997, con 16 años, fue de los primeros que nos vino a la cabeza. Había pasado mucho tiempo de su desaparición. Ya no se hablaba de ella ni del sospechoso, ni los medios de comunicación llamaban a sus padres para recordar el suceso. Sin embargo, el caso de Cristina supuso un antes y un después en la investigación de las desapariciones, tanto de menores como de adultos a los que no se les supone ningún motivo aparente para borrarse del mapa. En él se dan muchas de las situaciones que hemos visto en otros sucesos como la desaparición de Marta del Castillo. No obstante, la falta de conciencia de la ciudadanía sobre el dolor de las familias y la necesidad de justicia hicieron que no se desplegaran todos los medios que la Policía necesitaba.
La constancia, el trabajo y el tesón de Juan Bergua y Luisa Vera, y de la organización que crearon, InterSOS, y que preside la psicóloga Flor Bellver, merecen un reconocimiento. Ellos lograron que se pusieran en marcha las bases de ADN de desaparecidos en la Guardia Civil y la Policía Nacional. Ayudaron a abolir esa trágica respuesta de «hasta pasadas 24 horas no podemos hacer nada». Y han logrado que el Congreso de los Diputados reconozca el 9 de marzo como el Día de los Desaparecidos sin motivo aparente.
Por eso creemos que la desaparición de Cristina Bergua se merece una nueva investigación con los métodos tecnológicos de los que ahora disponen los Cuerpos de Seguridad y los intercambios de información que existen entre las policías de todo el mundo.
Fue a principios de 2011 cuando levantamos el teléfono para pedirle a Juan Bergua que nos permitiese inmiscuirnos en el hecho más trágico de su vida y la de su familia. Había recibido esa llamada en tantas ocasiones de otros compañeros y había sufrido la afrenta de los programas de actualidad, que les llevaban a las televisiones para después no salir en pantalla por «problemas de tiempo», que no era fácil que depositaran la confianza en nosotros. Su interés, al igual que el de Flor Bellver, era recordar la memoria de todos los desaparecidos que siguen sin encontrarse en España.
El día de la desaparición de su hija, InterSOS celebra todos los años un homenaje a esos desaparecidos en una plaza de Cornellá. A él acuden mandos de los Mossos d’Esquadra, la Policía, miembros del mundo judicial, periodistas… Pero, sobre todo, decenas de familias que nunca descansan en su lucha. Al de 2011 acudió uno de los autores de este libro, Patricia López, para conocer, gracias a la generosidad de los Bergua, los logros de la sociedad civil unida por la memoria. Al día siguiente, Juan se decidió a acompañarla por las calles de Cornellá, municipio donde nació, creció y desapareció su hija menor.
Cristina Bergua Vera nació el 14 de junio de 1980. Su padre, Juan Bergua, era trabajador metalúrgico y su madre, Luisa Vera, empleada de hogar. Germán, su hermano, era 6 años mayor que ella y compartían aficiones musicales y confidencias. Vivían en la Carretera de Esplugas, en un barrio en el que todos se conocían y en el que además vivían y trabajaban los tíos de Cristina. «El barrio es normal, muy barrio —cuenta Juan—, no tenía una especial delincuencia. Había una zona, la barriada de San Ildefonso, pero que está un poco alejada, más arriba de la zona en la que se desarrolla la vida cotidiana de todos nosotros (…). Pero tampoco es que fuera mala zona, algún punto de marginalidad, pero allí vive más del 50 % de los ciudadanos de Cornellá y no hay tampoco una especial delincuencia. De todas formas, ella no tenía que pasar por allí para nada.»
En 1997, Cristina tenía 16 años, estudiaba 2.° de BUP en el colegio Torras i Bages (un centro mixto de unos 500 alumnos), decía que quería ser azafata, estudiaba también francés e italiano, y daba clases particulares de inglés. «No era muy buena estudiante —cuenta su padre—, tenía sus proyectos, pero estaba más por la música que por los estudios. Se pasaba las horas en su cuarto o en el de su hermano escuchando música heavy, Bon Jovi, tocando la guitarra…, tenía en casa un montón de casetes de esa música porque le encantaba.»
Por lo demás, Cristina y sus padres siempre habían estado muy involucrados con el colegio. El padre estaba en la APA, la cual organizaba actividades extraescolares a las que siempre acudía ella. Según Juan Bergua, «que yo sepa, no había tenido ningún novio en el colegio. Cristina es una niña que siempre ha salido con nosotros, a diferencia de mi hijo, que se iba con sus amigos, ella no. Por ejemplo, le decíamos que íbamos a Tarragona a ver a su abuela y ella contestaba: “pues yo me voy con vosotros”. No la obligábamos a venir, a ella le gustaba estar con nosotros».
Pero la adolescencia se acercaba y aunque seguía manteniendo una buena relación con sus padres, Cristina comenzaba a tener sus secretos. A los 13 años, tres años antes de su desaparición y quizá fascinada por la moda del heavy metal, comenzó a salir con Javier R., un chico del barrio 10 años mayor que ella, con melenas, cazadora de cuero con flecos y parado, que seguía viviendo con su madre.
La vida social de Cristina se dividió a partir de entonces entre las amigas del colegio de toda la vida y su novio. En la relación con Javier tenía a su hermano Germán de cómplice. «Mi hijo sí sabía que estaban saliendo, porque en esa zona había un bar donde él siempre había ido con los amigos, la novia… el bar Benlliure, que da a un callejón, por ahí también hay un hermano de mi mujer que tiene una pastelería… se movían bastante por la zona. Cuando desaparece Cristina, él va a casa del chico porque sabía dónde vivía, porque se movía en ese círculo cercano al colegio, los bares… Toda esa zona es conocida por muchísima gente joven.»
La zona de bares estaba al lado del colegio donde iba Cristina. Todo el hecho de la desaparición y los lugares por donde se movían la chica, el novio, el hermano y la familia de ambos se sitúa en tres calles. La grande y principal, donde supuestamente su novio la deja esa noche y donde vivía ella, es la Carretera de Esplugas. La paralela hacia atrás es la calle Torras i Bages, donde está la casa del chico, y la siguiente paralela es la calle Juan Fernández i Comas, que es donde estaba el colegio de Cristina.
Los fines de semana se llenaba de gente. «En la Carretera de Esplugas había una discoteca muy grande, el Music Palace, a la que luego le cambiaron el nombre y se hizo famosa porque se llamaba El Batikano y dentro había confesionarios… eso era un desmadre. Los viernes por la noche y los sábados cortaban dos carriles para aparcamiento, uno de cada lado, y sólo dejaban dos, de la cantidad de gente que venía», recuerda Juan.
Según las amigas, Javier y ella se sentaban en un bar de la calle Torras i Bages, con un par de parejas más. Eran de salir en parejas, más que de salir con grupos de amigos. Era una relación bastante cerrada, y según se fueron haciendo mayores las amigas, al llegar a los 16 años, comenzó a salir con ellas a discotecas por Barcelona y a conocer a más gente. «Ellas dicen que con el chico no tenía ningún problema, no salían mucho, solían estar en casa de él y mi hija era más dicharachera y le gustaba también salir con las amigas, divertirse. Por eso decidió que con las amigas estaba mucho mejor.»
Cristina tenía planes de futuro y una vida activa, no ocurría nada que hiciese pensar que estaba preocupada. Al revés: «las amigas nos contaron que habían estado en una discoteca en Barcelona, que estaban divirtiéndose, que habían ido dos domingos seguidos y se lo pasaron muy bien, y eso fue lo que la motivó a ella para dejar a Javier. No sé si había otro chico que la rondase además de Javier, lo que sí sé es que ella tenía la agenda repleta de teléfonos, le cogía el teléfono a cualquiera. Por ejemplo, en la escalera nuestra había un vecino que era joven y estaba haciendo la mili, y recuerdo que una vez dijo mi mujer que había venido Óscar de permiso y ella enseguida [dijo], “pues voy a bajar a verle”, y no se lo pensó dos veces, porque es muy extravertida, muy alegre».
En casa de los Bergua había una norma que cumplían tanto los padres como los hijos: si se pensaba llegar tarde, se avisaba, bien con una nota, bien con una llamada de teléfono. Por ejemplo, el sábado 8 de marzo, Cristina había estado con las amigas por la tarde y los padres también habían salido. «Llegamos a casa sobre las 21.00 y en el recibidor había una nota que decía: “Mamá, estoy en casa de Mireia, que me quedo a cenar y luego a ver la televisión”. Y llamó mi mujer a casa de la amiga y le dijo que si quería que cuando acabaran de ver la película la fuera a buscar y ella dijo que no, que como estaba cerquita volvería andando, y regresó a las 00.40. Estábamos despiertos y estuvo hablando con la madre, que si le había gustado la película, sobre qué iba…»
El domingo 9 de marzo también estuvo con las amigas por la mañana, «les dijo que por la tarde iba a ir a casa de Javier a decirle que lo dejaban porque se encontraba muy a gusto saliendo con ellas». Después, regresó a casa para comer y descansar hasta volver a salir por la tarde.
Juan Bergua recuerda que «el domingo, cuando salimos, entre las 16.30 y las 17.00 h., estaba con los cascos puestos y la guitarra. Nosotros éramos jugadores de petanca, y ese domingo después de comer nos fuimos a echar la partida con otro matrimonio. Ella nos dijo que se iba a duchar y que se iría, como siempre». Antes de que se fueran, Cristina le pidió a su madre dinero: «Le quería coger 2.000 pesetas y la madre le dijo que no, que sólo 1.000, y al final la cosa quedó en 1.500». Además de ese dinero, la joven cogió el DNI, las llaves, y se vistió con unos pantalones, una camiseta y una cazadora de piel negra. No llevaba nada más encima.
«Nunca hemos barajado la posibilidad de que se pudiera ir por su voluntad. La madre trabajaba y ella estudiaba por las tardes. La madre siempre dejaba un monedero con algo de efectivo, Cristina tenía una cartilla suya con dinero y mi hijo tenía que ingresar ese lunes, al día siguiente, una cantidad importante en el banco para la entrada de un piso. Ese dinero en metálico estaba en la habitación de Cristina y ella lo sabía, y no tocó nada, ni su ropa, ni sus pendientes; salió con lo que llevaba puesto: el carné de identidad y 1.500 pesetas que le cogió a la madre.»
A las 21.30 del domingo, Juan y Luisa regresaron a casa tras jugar la partida. «Nosotros teníamos la costumbre de que, si se iba a retrasar, llamaba por teléfono y no pasaba nada. A mi hijo, que era seis años mayor que ella, le decíamos lo mismo y no pasa nada. Incluso entre mi mujer y yo nos dejamos una nota. Ahora están los móviles… Aquel día me extrañó que eran las 22.05 y no había llamado ni se había presentado en casa. Ella tenía que llegar a las 22.00, y le dije a mi mujer que llamara a las amigas a ver si la habían visto, que yo me iba a la comisaría a poner una denuncia. Lo raro no era que se llegara tarde, que se podía llegar, lo raro era que no se informara. Aguanté hasta las 22.20 y ya no pude más y me fui. La Policía me dijo que esperara unas horas, que aparecería, que era muy joven, y al final me dijeron que fuera por la mañana.»
Sin embargo, los Bergua no se quedaron quietos. Hablaron con las amigas de la hija y ellas les dijeron que no la habían visto desde por la mañana, pero que les había dicho que iba a ir a casa de Javier para cortar la relación. ¿Quién era Javier? En cuanto le hicieron la pregunta al hermano, Germán supo adónde dirigirse. A la calle Torras i Bages, donde vivía con su madre Javier R., de 26 años, parado y sin coche.
La respuesta de Javier al abrir la puerta fue de absoluta tranquilidad. Dijo que Cristina había estado en su casa por la tarde, que habían estado hablando, pero que no habían cortado, y que sobre las 21.00 horas la había dejado en la Carretera de Esplugas, en la esquina casi con El Batikano (a 200 metros de la casa de la chica), porque le había dicho que tenía que ir a cenar con sus padres y una prima. De testigo estaba, además, su madre.
Sin embargo, esta cena no estaba planeada, y aunque al margen de ese detalle todo cuadraba, resultaba extraño que Javier en ningún momento se ofreciera a acompañar a Germán a buscar a Cristina, ni mostrase síntoma alguno de preocupación. Por eso, pasadas las horas y viendo que la chica no regresaba, Germán volvió a ir a preguntarle, pero éste siguió impasible.
En esas horas, la familia recorrió las calles que había entre su casa, El Batikano (Carretera de Esplugas) y la casa de Javier, en la calle Torras i Bages. «Allí se organizaba tal cantidad de masa de gente que quizá, al dejarla Javier en esa esquina, ella se metió por alguna calle para acortar camino y que en ese momento viniera algún coche con dos o tres tíos dentro y se la llevasen. Me recordaba todo mucho a las niñas de Alcàsser.» Pero las aglomeraciones eran más los viernes y los sábados que el domingo, aunque de todas formas aquella era una zona de copas que vivía de la cantidad de gente que iba al Batikano, es decir, que aunque con menos jaleo, había bares abiertos también la noche del domingo. De hecho, al cerrar El Batikano, los bares se fueron al garete. «Yo le decía a Cristina que cuando viniera a casa, en lugar de ir por la Carretera de Esplugas, se fuera por la calle de la tía Dori y bajara por la calle Catalanes para quitarse de esas aglomeraciones. Y ella decía: “A mí no me preocupa que haya gente”. Era echada para delante, mucho, mucho», recuerda el padre.
Por la mañana del lunes 10 de marzo, y después de todas las infructuosas acciones de búsqueda que había realizado la familia, Juan Bergua se presenta en la comisaría y pone finalmente la denuncia que, esta vez, sí sería aceptada. La Policía de Cornellá y el juzgado número 3 comienzan a trabajar desde ese momento en las diligencias previas 233/97.
El novio de la joven era, obviamente, el principal sospechoso. Le interrogaron en varias ocasiones y también registraron su casa, pero al margen de las huellas dactilares no había rastros de sangre ni nada parecido. Hay que tener en cuenta que los medios técnicos de los laboratorios de criminalística no eran muy avanzados e incluso la ciencia tampoco lo estaba: las técnicas de ADN no habían sido plenamente implantadas en los cuerpos policiales españoles.
Podía ser cierto lo que decían Javier y su madre: que Cristina había estado en su casa la tarde del domingo, que no había cortado con él, y que a las 21.00 horas se había ido porque decía que tenía que cenar con sus padres y una prima. Él la había acompañado a la Carretera de Esplugas y había vuelto enseguida. De hecho, cuando el hermano de la chica apareció, él estaba en casa y no tenía coche, así que tampoco tenía mucho margen de maniobra para trasladar un cadáver. Sin embargo, como a Germán, la actitud fría e impasible de Javier les hacía dudar, y mucho.
La presión a la que se sometió a Javier y a su familia hizo que la madre de éste llamara un día a la puerta de casa de los Bergua, acompañada de su hija, para contarles lo que ella había presenciado esa tarde. «Dice que esa tarde estaban su hijo y ella solos en casa, porque la hija que la acompañaba estaba casada y el hermano mayor tampoco estaba allí, no recuerdo si porque no vivía con ella, y Javier no tenía padre. Entonces cuenta que Cristina llegó sobre las cinco y algo, estaba muy cerca de la hora en la que nosotros la habíamos dejado en casa. Nos dijo que, al entrar en la casa, Cristina la saludó, que quería mucho a Cristina, que estaba muy contenta con ella, que estuvieron un buen rato hablando y que luego se marchó y él la acompañó. Dice que salieron a las 21.00 h y que a las 21.05 su hijo, que sólo la había acompañado un tramo, ya estaba en casa. La madre contó que Javier dejó la luz del recibidor encendida y que ella ni siquiera se levantó a apagarla porque iba a tardar poco. En teoría, él la deja en la Carretera de Esplugas y ella tenía que bajar un poco la calle y ya estaba en casa.»
Pero al margen de estas declaraciones de la familia de Javier, los últimos en verla fueron los padres a las 17.00 h en su habitación, con su música y su guitarra. Ningún vecino la vio salir de casa, ni ningún transeúnte. Y con el empeño que habían puesto los Bergua en plagar Cornellá de carteles con la foto de su hija, en la primera semana los que conocieran a la niña, aunque fuera de vista, ya sabían lo que había ocurrido.
«Los primeros días de la desaparición se distribuyeron por Cornellá y Barcelona, por la zona de discotecas de Maremagnum, carteles con la fotografía de Cristina y el número de teléfono de nuestra casa. La Policía me advirtió que no pusiera el número de teléfono de casa porque me iban a freír a llamadas… A mí me llamaron de todas partes, me llamaron a las dos y tres de la mañana diciendo que habían visto a mi hija, pero por detrás oías risas. Tuvimos que dejar el teléfono descolgado por las noches… También vinieron falsos detectives diciéndonos de todo; hubo gente que nos pedía un rescate de 30 millones, pero no me ponía a mi hija al teléfono… En ese momento te aferras a todo, pero luego recapacité y pusimos el teléfono de la Policía.»
En casa de la chica, los registros policiales tampoco habían sido productivos: aunque se llevaron cosas de Cristina para analizarlas en el laboratorio, no dieron información trascendente. Cristina no escribía ningún diario, todo estaba en su sitio, y lo único de lo que podían tirar era de una agenda cargada de teléfonos. «Mi hija le cogía el teléfono a cualquiera», aclara Juan. Los investigadores llamaron a todos los contactos sin que nada les diera el motivo para seguir indagando por esa vía. Todo se centró en Javier, e incluso se diseñó una estrategia dentro del equipo de investigación, encabezado por el comisario José Luis Sánchez Azor, actual secretario general de la Jefatura Superior de Policía de Barcelona.
El 9 de mayo, dos meses después de la desaparición de Cristina, el trabajo de los padres en la concienciación de los ciudadanos de Cornellá llevó a 5.000 de ellos a manifestarse por las calles del municipio pidiendo que quien supiera algo de su paradero, hablase. A finales de mayo, llegó a la Policía una carta con matasellos de Cornellá y un misterioso remitente que había escrito a mano como sobrenombre «Una ayuda». Su mensaje era escueto: que buscaran a Cristina en los contenedores de basura de Cornellá, y daba alguna información más que parecía ser fiable. Al día siguiente la Policía realizó un rastreo por los colectores de Cornellá y las riberas del Llobregat.
De forma simultánea se puso en práctica el golpe final a la presión que se ejercía contra el novio. El 6 de junio y después de no haber querido hablar con ningún medio de comunicación anteriormente —y eso que había mucha demanda pues los padres de Cristina se estaban convirtiendo casi en habituales de programas como ¿Quién sabe dónde? de Paco Lobatón—, el único sospechoso concede una entrevista al programa Caso abierto de TV3.
Expertos de la Policía, con ayuda de un psicólogo, elaboraron el cuestionario, o al menos algunas de las preguntas que el periodista le haría aquella noche, y se puso una cámara fija enfocando constantemente al invitado, cuya grabación sólo la tendrían los investigadores, para recoger cualquier mueca o expresión que éste pudiera hacer. Salvo leves contradicciones, Javier siempre les respondía lo mismo, no esbozaba sentimiento alguno, estaba muy tranquilo… pero eso no era una prueba.
Dos días después de la entrevista, el 8 de junio, La Vanguardia publica una filtración policial: la fotografía del sobre que había enviado el anónimo con las palabras «Una ayuda» y el matasellos de Cornellá y la dirección de la comisaría a la que había llegado. En la noticia, el titular es claro: «Los investigadores piden ayuda al autor del anónimo sobre el caso de la joven de Cornellá». Pero éste nunca más volvió a contactar con ellos.
Los agentes enviaron también una copia del anónimo a un especialista de Valencia, y comenzaron a pedir muestras de escritura a todo el círculo cercano a Cristina y Javier: padres, hermanos, amigos… La conclusión fue que parecía de una chica joven que había modificado su letra. Se podía parecer a la letra de dos o tres amigas de Cristina, pero se volvió a cotejar y finalmente no hubo un resultado concluyente. También cogieron huellas del papel de la carta, no del sobre porque estaba muy manipulado, pero tampoco se podía extraer el ADN del sello, por ejemplo, por las limitaciones científicas de la época. La duda era si alguien se estaba poniendo nervioso o si era una de las tantas bromas macabras que la familia Bergua tuvo que soportar.
Siguiendo con la línea de los rastreos, además de las batidas que se hicieron por la comarca se inspeccionó una finca que poseía la familia de Javier. «En la declaración dicen la madre y él que tenían un terreno en Sant Esteve Sesrovires, que es una urbanización muy maja. La Policía buscó en ese terreno, pero tampoco hallaron nada.»
Estaban en punto muerto y la única hipótesis era que quien hubiese cogido a Cristina se habría deshecho de ella la misma noche de su desaparición, el 9 de marzo. Incluso manteniendo a Javier como principal sospechoso, la Policía había concluido que en el periodo en que el novio estuvo aquel día sin que le viera nadie, sólo dispuso de tiempo para abandonar el cuerpo en un contenedor.
Pero, a estas alturas, la búsqueda en los contenedores estaba descartada por el tiempo transcurrido y porque en Cornellá los camiones de recogida sólo llevan un operario, que no ve el contenido del recipiente al hacerse de forma automática. Había que bucear ineludiblemente en el vertedero de Garraf (Gavà), donde se depositaban las basuras de los municipios de la zona y con un área similar a cuatro campos de fútbol. Y aunque esto era lo único que podían hacer, desde que se recibe la carta hasta que los investigadores van al vertedero transcurren 11 meses. Alegan tanto el juzgado de Cornellá como la Policía que se tardó ese tiempo porque necesitaban unos trajes y unas mascarillas especiales que tenían que traer de Alemania, debido a los gases tóxicos que emanan de la basura.
El 17 de marzo de 1998 se inicia por fin la búsqueda en el vertedero de Garraf, con la colaboración de la Policía Judicial y los trabajadores de la empresa que lo gestiona, pero no dura más de un mes. Los gastos se presupuestaron en unos 100 millones de pesetas y no quedaba claro quién tenía que pagar la factura. La empresa encargada del vertedero, Tirssa (Tratamiento Industrial de Residuos Sólidos, S.A.), ofrece dos excavadoras y una pala, además de algunos operarios, pero no está dispuesta a costear la búsqueda. El Ayuntamiento de Barcelona, propietario del vertedero, remitió un escrito a la juez en el que le solicitaba precisión sobre el abono de una orden que «carece de garantías de que vaya a dar con algo de interés para el esclarecimiento del asunto: el supuesto que la ha propiciado parece débil».
El 28 de abril, la empresa encargada del vertedero se niega a continuar. Esta decisión la toma con el apoyo del Ayuntamiento de Barcelona. Alegan que hay riesgo para la salud de los trabajadores, además de que nadie se hace cargo del pago. La insumisión de empresa y Ayuntamiento llevan al juzgado número 3 de Cornellá a levantar el secreto de sumario a finales de abril y a comunicar en un auto que: «Las fechas en las que nos encontramos, próximas a que las temperaturas dificulten la práctica de la diligencia, y la evidencia de que antes de este verano no es posible concluir la operación, aunque hubiera sido posible si se hubiera dispuesto de personal y máquinas para trabajar en dos extremos a la vez», hacen que sea pertinente suspender esta labor, que se prolongó sólo un mes, aunque estaba prevista para varios.
«Cuando pararon los trabajos de búsqueda, pedí explicaciones y no me dijeron nada. La Consejera alegó que estábamos cerca del verano y que había que pararlo, que se reanudaría en el mes de octubre. Llegó ese mes y no habíamos tenido noticias, así que planteamos mi mujer y yo dar un plazo de tiempo y, si no se reanudaba la búsqueda, nosotros nos pondríamos en huelga de hambre frente al Palau de Justicia. Tres días antes de que venciera el plazo, la juez nos llamó y dijo que volvían a buscarla en el vertedero. En total, entre la primera y la segunda vez, fueron algo más de 60 días de búsqueda.»
A finales de diciembre de 1998 y en enero de 1999, los periódicos anuncian varias veces que la búsqueda, en el vertedero del Garraf, del cadáver de Cristina Bergua podría retomarse en días, debido a que la consellera de Justícia de la Generalitat, Núria de Gispert, había decidido que fuera el Departamento de Justicia quien se hiciera cargo de los costes. El 15 de febrero, cuatro agentes de la unidad de subsuelo del Cuerpo Nacional de Policía, equipados con prendas especiales, reanudaron los trabajos en el vertedero. Pero dos meses después, los trabajos se dan por finalizados y, con ellos, la investigación del caso.
La titular del Juzgado de Primera Instancia e Instrucción número tres de Cornellá, María Pilar Sanahuja, asegura en un auto del 20 de abril que el rastreo realizado hasta ese momento, «se ha hecho en un lugar equivocado del vertedero». Reconoce seguir a la espera de recibir los resultados definitivos del estudio topográfico encargado al Instituto Metropolitano del Suelo (Impsol), que permitirían delimitar de manera más precisa el lugar exacto en el vertedero, pero hasta el momento las excavaciones en la zona donde supuestamente se situaban los vertidos del mes de marzo del municipio de Cornellá, según había dicho la empresa que explota el recinto del Garraf, demuestran que el lugar indicado estaba lejos de la fecha de la desaparición de la joven, el 9 de marzo de 1997, como así reflejan los residuos extraídos, que están relacionados con el mes de febrero y no con el de marzo de hacía dos años. «Todo dependerá de las catas que se hagan a partir de la próxima semana en una zona que se encuentra a escasos metros de donde se ha trabajado hasta ahora». Según la juez, si las catas son positivas y las muestras extraídas se acercan a la fecha de la desaparición, se continuará hasta el final, pero si no es así, la búsqueda finalizará definitivamente, ya que «no podemos rastrear todo el vertedero».
El 16 de junio de 1999, la juez declara el sobreseimiento provisional de la causa debido a la falta de pruebas. María Pilar Sanahuja asegura que «parece que las basuras del mes de marzo se las haya tragado la tierra». No encontraron ni una factura, periódico, revista o tetrabrik con fecha de marzo de 1997. Es decir, la empresa gestora había dado una información equivocada y la búsqueda había sido en vano.
Juan Bergua recuerda: «Es curioso, porque a mí me enseñó la Policía un mapa del vertedero y me explicaron que las basuras se apilaban por municipios. Se entiende que cuando la Policía recibió el anónimo, en el mes de mayo, debían de haber acordonado esa zona de los residuos de Cornellá».
Desde que desapareció su hija, Juan Bergua se convierte en un activista, crea una asociación, Inter-SOS, aunando a otras familias de desaparecidos que hasta el momento andaban solas, y realiza manifestaciones y concentraciones, reuniones con políticos y con dirigentes policiales pidiendo que se mejoren los protocolos de investigación en las desapariciones, que las bases de datos de los distintos cuerpos se unan…
Las amigas de Cristina siguieron teniendo relación con la familia y «se volcaron incondicionalmente por la causa. Hasta montaron unas huchas que fueron repartiendo por cervecerías, kioscos… para recaudar fondos y hacer copias de fotografías de mi hija para repartirlas. También organizaron un concierto, que fue más que nada un grupo de amigos haciendo ruido con la guitarra… Hicieron una barbacoa también para recaudar fondos. Fueron a Cadena 100 a hacer un llamamiento por si alguien sabía algo o podía ayudar de alguna forma… Así estuvieron bastante tiempo, pero han pasado 14 años y muchas se han marchado de Cornellá».
Por su parte, Juan y Luisa pidieron desde el programa de Paco Lobatón y en todo aquel al que acudían, que por favor, el autor del anónimo volviera a ponerse en contacto con ellos. Pero no se recibieron más noticias.
De Javier tampoco sabían nada, hasta que en el año 2000, Juan se entera de que por la presión que había sufrido la familia «venden la parcela de Sant Esteve Sesrovires, que tenían de cuando las parcelas eran muy baratas, pero en ese momento era una zona en auge y entonces él aprovechó para coger el dinero y marcharse a Santo Domingo. Su madre sigue viviendo en la misma casa. De eso nos enteramos en el año 2000 más o menos. Habíamos fundado Inter-SOS y la Jefatura de Policía nos dio un despacho para que nos instaláramos allí. Le pregunté al jefe de Policía si habían avisado a su homólogo dominicano y él me contestó que si Javier daba un paso en falso, estaba completamente controlado».
Ya no había cuerda de dónde tirar en el caso concreto de Cristina, sólo la acción de Inter-SOS para que los métodos de investigación cambiasen. Aunque había habido mejoras. Si los padres de Cristina se tuvieron que enfrentar a la frase «hasta las 24 horas no podemos hacer nada», ahora existían unos protocolos de actuación en los que quedaba claro que las primeras 72 horas son cruciales, sobre todo en los casos de menores. «También se consiguió que en el año 2000 se creara una Brigada de Desaparecidos en los Mossos, pero no se activó hasta 2008», dice Juan Bergua.
Por su lado, la Policía Nacional activó, en septiembre de 2001, el programa GENio y la Guardia Civil, el Programa Fénix, que consisten en la recogida de ADN de los familiares de desaparecidos para cotejarlos con los cadáveres que hay sin identificar. Fueron los comienzos de la implantación de los análisis de ADN en los laboratorios policiales. El de Cristina Bergua fue uno de los primeros casos en los que se emplearon esas técnicas. «Una de las cosas que se hicieron en ese momento, y que no se podía hacer cuando desapareció Cristina, fue extraer el ADN del sello de la carta para que fuese analizado con otras muestras, pero tampoco se obtuvo nada», dice Juan.
En 2002, los datos de desapariciones y casos sin resolver eran alarmantes. En España había oficialmente 1.425 cadáveres sin identificar: 800 de ellos catalogados en los archivos de la Policía Nacional y 625, en los de la Guardia Civil. En aquel momento existía la dificultad añadida de que las bases de datos de los distintos cuerpos policiales no estaban conectadas ni tampoco había grupos especializados de agentes para tratar las desapariciones. La realidad era que los allegados que intentaban comprobar si la persona que buscaban era alguna de las fallecidas tenían que someterse a una prueba de ADN por cada banco de datos existente. Es decir, si la comprobación la hacía la Guardia Civil, la prueba era para el proyecto Fénix; si era la Policía, iba al Proyecto GENio, y si la realizaban, por ejemplo, los Mossos era para Ad Mórtem, Post Mórtem.
Ante este panorama, el padre de Cristina escribe una carta a La Vanguardia, el 2 de junio de 2002, que recoge perfectamente el sentimiento de los familiares:
Mi hija está desaparecida.
Hace unos años, veía cada noche ese programa de televisión que trataba casos de desaparecidos. Me quedaba despierto hasta tarde para verlo. Llegué a pensar que los casos eran ficticios, que sólo querían ganar audiencia y crear morbo. Y de repente, un día, nos ocurrió a nosotros. ¿Cómo podía sucedernos eso a nosotros? Pues sí, ocurrió.
Mi hija Cristina, de 16 años, lleva desaparecida más de cinco años. Tiempo de dudas, de impotencia, de incertidumbre. ¿Cómo encontrarla? He agotado una larga lista de posibilidades, incluidas las burocráticas, que son las que más esperanza te dan y las que antes te la quitan. Palabras amables que te hacen daño en el corazón porque no sirven para nada. Y sientes que no eres nadie y que nadie te escucha, salvo a la hora de presentar la declaración en Hacienda o hipotecar tu casa o pedir un crédito...
Llamas a la puerta del Gobierno, de la Generalitat... ¿No tienen corazón los políticos? ¿Creen que a ellos no les pasará? La desaparición involuntaria de una persona no es cuestión de clase social. Hay más de 2.500 personas desaparecidas sin motivo aparente.
En estos largos cinco años que llevo buscando a mi hija, Cristina Bergua Vera, he conocido a gente noble y sincera que me han ayudado mucho. Pero, lamentablemente, también he tenido que tratar con personas que se han aprovechado de mi dolor y del sufrimiento de mi familia para engañarme y darme falsas esperanzas. Videntes, detectives privados... contribuyendo a ahondar la herida.
Estoy viviendo una situación insostenible, pero pienso que el dolor te hace más fuerte. Desde luego, yo sigo luchando con ahínco por descubrir el paradero de mi hija. Un padre nunca debe rendirse, desfallecer, hay que seguir luchando aunque existan momentos de flaqueza. Jamás perderé la esperanza de encontrar un día a Cristina.
Juan Manuel Berga
Cornellá de Llobregat
En marzo de 2005, tras unos años en los que no había ninguna noticia ni tampoco ninguna acción policial, los padres de Cristina piden que se reabra el caso. Los argumentos eran, por un lado, los avances científicos en materia de criminalística y, por otro, que las amigas de su hija ya eran mayores de edad y quizá se atrevieran o recordaran algo que en el momento de la desaparición temían decir. Pero no será hasta diciembre de 2007 cuando un nuevo encargado del juzgado número 3 de Cornellá decide hacerles caso. «Nunca he dado con un juez que me haya querido atender, hasta que en 2007 uno me hizo caso y, en 2008, Mossos y Policía volvieron a investigar. En total han pasado cinco jueces por el caso de Cristina y al estar archivado no todos lo miran. El secretario judicial es el único que se mantiene y es el que le hace un resumen del asunto a los jueces.»
La toma de declaraciones que se realizó en 2008 no llegó a buen puerto y el caso continúa en estos momentos en un punto muerto.
El ser humano es un hacedor y narrador de historias. Más aún, vive a través de las historias que se cuenta a sí mismo y cuenta a los demás.1 A través de ellas aleja la arbitrariedad e incertidumbre que acompañan a la trayectoria personal. Buscamos creer que todo pasa por alguna razón, y nuestros relatos alejan el caos de nuestras vidas. Por eso existe el deseo de que todo relato «acabe bien», o al menos que incluya un mensaje de esperanza.
Cuando esto no ocurre nos sentimos decepcionados y, en cierto sentido, perturbados, aunque podamos comprender la realidad de ese desenlace, y quizás compartamos el sentido crítico con el que el autor de la historia construyó ese final desasosegante. El suicidio es la forma más extrema de una historia de fracaso y derrota: éste se produce cuando la persona construye un relato de su vida donde no hay posibilidad de salvación; está en la «zona cero» de su existencia, lo que tiene delante de sí es algo que no le merece la pena el esfuerzo de seguir viviendo.
Las historias de este libro no acaban bien, pero se tienen que escribir. No son ficciones, sino crónicas realistas, lo más fieles posibles a cómo se sucedieron los hechos, y por ello no podemos cambiar el final. Son finales tristes, por varias razones.
Primero, porque inevitablemente la víctima (o víctimas) de cada capítulo murieron o desaparecieron, causando con ello un gran dolor a sus familias y seres que les querían, un dolor que permanece. Segundo, porque los autores de estos crímenes y desapariciones nunca han sido procesados, y por ello han quedado impunes hasta la actualidad. Tercero, y de forma relacionada, porque nos revela que, a pesar de lo que se dice, existe el «crimen perfecto», aquel que nunca se esclarece ante los ojos de la justicia, dejando a la sociedad, cuando el caso es bien conocido, atónita y colérica.
La conclusión de todo lo anterior es dañina para el espíritu: nuestra creencia en el mundo justo, en que todo tiene un porqué en la vida, se ve gravemente atacada, y la consecuencia de esto es la indignación y la tristeza. España ya vivió una situación colectiva de ataque a la creencia del mundo justo con los trágicos hechos de 1992, en Alcàsser, un pueblo cercano a Valencia.
Parecen un suspiro estos veintidós años transcurridos, pero los aniversarios se cumplen también en los hechos atroces. Las tres jóvenes asesinadas en Alcàsser constituyen, sin duda, uno de los episodios más importantes de la historia criminal moderna de España. Es bien cierto que determinados asesinatos colorean la historia de una sociedad y pasan a ser en ocasiones reflejo de las obsesiones que la consumen, de los miedos que las atenazan, espejo de una fragilidad que es consustancial al ser humano.
En ese terrible hecho, Valencia —y a través de ella, España— descubrió el lado más siniestro del asesinato violento. Conmocionada, no podía creer que existieran personas capaces de tanta vileza, seres que encarnaban el significado de la maldad. Tres niñas torturadas, violadas y asesinadas en un entorno donde apenas hay algún homicidio al año fue demasiado para ser comprendido en lo que de veras significaba: la acción de dos psicópatas combinados en una orgía de sexo y muerte.
La ira popular se tornó huracán mediático, y una de las lecciones de este suceso se forjó en el mundo de los medios: hay ciertos límites que no se pueden traspasar, aunque no estamos seguros de que esa línea roja que señaló Alcàsser por sus excesos haya sido convenientemente respetada… Desde aquellos años se ha multiplicado hasta el infinito la comunicación audiovisual y con ella la zafiedad sin paliativos, pero, aun a riesgo de equivocarnos, creemos que ese bochornoso espectáculo está todavía en la memoria colectiva como norma de lo que no debe hacerse. Esa información-ficción incluyó teorías conspirativas absurdas y que el tiempo demostró que eran sólo humo.
Nunca antes en la historia moderna de España tres adolescentes habían sido asesinadas por motivos sexuales en un mismo acto criminal. Tampoco ha ocurrido después. Por su magnitud y violencia, el hecho es excepcional. De pronto todos descubrimos que dentro de nuestras fronteras podían acontecer episodios brutales vistos en las películas de Hollywood. Sin embargo, a diferencia del final de muchas de éstas, el asesino aquí sí escapó. Antonio Anglés, a quien su madre ya temía desde niño, se evadió de una forma increíble del cerco policial más intenso en la historia de Valencia, consiguiendo llegar a Lisboa y, aparentemente, a Inglaterra, donde se pierde el rastro. Ya haya muerto o esté oculto en alguna selva tropical, Anglés ha entrado en la leyenda de los psicópatas asesinos que finalmente burlaron la justicia, al menos la humana.
Como decimos, esa frustración por no llevar a Anglés ante los jueces contribuyó todavía más a rasgar nuestra creencia en un mundo justo y ordenado. ¿Por qué habían de morir de modo tan salvaje esas niñas? ¿Por qué el asesino escapó a la justicia?
Esas mismas preguntas se hacen, una y otra vez, los familiares de los casos que se repasan en este libro.
El tiempo se ha detenido en los domicilios de los familiares que visitamos para escribir este libro. Por supuesto, la vida sigue con sus luchas y afanes de cada día; hay otros hijos, o los propios hijos de hermanos y cuñados, y también nietos que cuidar… Pero, en otro sentido, en la historia de la vida de los que amaron y se preocuparon por la víctima, hay un camino que no avanza, un estancamiento psicológico que no se supera. Una herida que no se cierra.
En los hogares vemos las fotos de la víctima; si son jóvenes están sonriendo, llevan traje de comunión o muestran su belleza del esplendor de la edad. Miramos con los familiares las fotos antiguas y podemos compartir, por unos instantes, el dolor de todas las lágrimas que se han demarrado sobre ellas. A veces las habitaciones están tal y como ellas las dejaron, reforzando aún más la sensación de que todo se paró el día que se descubrió su cadáver o el que fue vista por última vez. Son lugares sagrados, y cada objeto busca preservar el recuerdo de la hija o del niño que ya no está.
Esto es fundamental: mientras se preserve la identidad de la persona fallecida, mientras se la recuerde en todos los aspectos que la identificaban —aunque sea idealizando los recuerdos—, los que la sobreviven hallarán un cierto consuelo en ese punto muerto donde ha quedado anclado parte del relato de sus vidas.2
Cuando visitamos a las familias, ya hace varios años que aconteció el ataque furioso de la muerte, o el inexplicable día en que la víctima se desvaneció. Cuando se trata de un asesinato, hemos de incluir en esta suma dolorosa todos los trámites forenses necesarios, incluyendo la identificación de la persona fallecida. El dolor está ahí, pero en muchos casos ya está amortiguado, o mejor domeñado, callado, aunque siempre está presto a resurgir si se aviva el recuerdo… Unos padres responden mejor que otros, pero eso no significa mayor o menor amor, sino que se amoldan a la corriente continua de la vida de acuerdo con la fortaleza que tienen, con el apoyo con que cuentan, con la existencia de otros hijos y personas que exigen su atención; no importa que esa tragedia años atrás les quebrara el alma.
Y sin embargo, a pesar de que han contado los hechos mil veces, se aprestan con amabilidad a ser entrevistados por nosotros. En sus ojos hay una chispa de luz, un nudo de esperanza, y mientras haya vida contarán la historia de sus hijos porque esperan, algún día, que suceda un milagro: que se haga justicia, o que esa persona aparezca.
¡Que se haga justicia! He aquí un grito desgarrador que nace de lo más profundo de nosotros: queremos que haya justicia en este mundo porque nos negamos a reconocer que en esta vida no hay ley, que da igual ser un hombre honesto que un canalla, porque sabemos que las cosas han de suceder por unas razones, y que cuando ese orden natural se rompe en mil pedazos, entonces la justicia de los hombres ha de prevalecer y, al menos, castigar al que ofende con tanta crueldad, a quien arruina la vida de los que dieron a luz y cuidaron cada paso de quien ya nunca más volverá a entrar en su habitación, junto a sus fotos y peluches, y nunca más escribirá en su diario o cuaderno escolar.
No, las víctimas no pueden aceptar que exista un crimen irresoluble, un «crimen perfecto».
Somos testigos de cómo los investigadores de la Policía Nacional o de la Guardia Civil pueden involucrarse en los casos, sin perder la profesionalidad en lo que hacen. Hemos visto a veteranos agentes de la ley poner muchas horas de su vida privada al servicio de la captura del asesino. Ese niño o niña llega a ser una obsesión; los ojos de Sheila estallan en sus mentes en busca de una nueva pista; la mirada infantil de Yéremi está detrás de cada nuevo día que dedican, una y otra vez, a buscarlo; el recuerdo de la vileza del crimen de Eva Blanco les estremece de nuevo cuando, cansados, vuelven a abrir su expediente.
Los capítulos de este libro encierran historias de fracaso de la justicia: esa Ley que ansían los familiares se quedó muda. El asesino escapó. Pero ¿significa esto que los policías no pudieron con la audacia del autor de los hechos? ¿Qué éste fue capaz de urdir el «crimen perfecto»? Los policías son humanos, y cometen errores, pero nuestra visión es más pragmática: hay veces en que no hay suerte; sencillamente, uno hace todo lo posible… y no es suficiente. Alguien podría haber visto algo y no lo vio. Algún vestigio del cuerpo o de la ropa del asesino pudo alojarse en un punto de la escena del crimen, pero no ocurrió así, y si ocurrió, no fue suficiente para identificar al autor. O los familiares del sospechoso o imputado pudieron delatarlo, pero prefirieron la lealtad a la justicia y no lo hicieron.
Por supuesto, está la determinación del asesino; la fortaleza de su carácter vil, el que actúe sin ningún escrúpulo. Sin embargo, son muchas las cosas que pueden salir mal en un asesinato, y no todas ellas son previsibles. El crimen perfecto existe, pero sólo puede calificarse así cuando queda impune, y no a priori. Es decir, es el resultado de la acción, cuando se observa con el paso del tiempo, lo que le otorga ese calificativo. Todos los casos que aparecen en este libro son, en ese sentido, «crímenes perfectos».
En algunos de ellos veremos que la Policía detuvo a firmes candidatos a ser los autores de la desaparición de la víctima o de su homicidio, para luego ver, frustrada, que no consiguieron acumular las evidencias necesarias como para que aquéllos pudieran ser procesados ante un tribunal. En otros ni siquiera se pudo lograr su detención: las pesquisas nunca llegaron a nada sólido.
Mucha gente está muy influida por el modo en que se resuelven los casos en series de televisión de científicos forenses, como CSI o Bones: en apenas cincuenta minutos se llevan cabo sofisticados análisis bioquímicos o impecables autopsias que inevitablemente llevarán a la captura del asesino. La idea que queda en el espectador es que un concienzudo trabajo forense es todo lo que se necesita para resolver un crimen; que todas las escenas de un crimen albergan suficientes evidencias en términos de huellas dactilares o ADN como para que todos los homicidios queden esclarecidos. Sin embargo, no es así. En el asesinato de Eva Blanco, una lluvia digna del Diluvio Universal borró casi todas las evidencias que pudiera contener la escena del crimen. En el asesinato mediante precipitación al vacío de Helena Jubany, nada en su cuerpo vinculaba de modo definitivo esa acción a un sujeto en particular; sólo se encontraron restos de que había sido drogada… pero ningún dato acerca de quién le suministró la droga. En la desaparición de Margalida y Ángeles, se vio a un hombre discutir con ellas poco antes de que desaparecieran, y ni siquiera el hallazgo de unas gotas de sangre de la segunda en un establecimiento del detenido sirvió para probar que hubo una agresión, porque éste adujo que ella se pinchó con un alfiler…
Sí, algunas explicaciones pueden ser peregrinas, e incluso contrarias a otras evidencias, pero eso no basta para que prospere una acusación ante un tribunal. Según la Policía, el hijo sobreviviente y primogénito de la familia masacrada miente con respecto a la talla de calzado que usa: manifiesta que es la 46-47, mientras que la única huella encontrada en la escena del crimen es de un 44-45, talla que parece ser la suya, porque se intercambiaba zapatillas de esa medida con un amigo. Una joya de su madre que, al parecer, llevaba cuando fue asesinada, apareció en una caja fuerte en poder de su primogénito, sin que pudiera dar una explicación convincente al respecto. En el caso de Sheila, un hombre presenta restos de disparo, y no da una explicación convincente sobre el origen de los mismos… pero la Guardia Civil no consigue, de modo taxativo, vincular esos restos con el disparo que acabó con la joven estudiante de Turismo.
Todo esto son pruebas indiciarias o circunstanciales, y salvo que su acumulación sea tan intensa como para que dibuje un cuadro final en donde pueda comprenderse más allá de la duda que tal persona es el autor de los hechos, no bastan para sentar a un acusado en el banquillo. Es la Ley.
Por desgracia, en ocasiones todo el empeño de los policías no basta para luchar contra lo azaroso y el temple del asesino. Esto es también un viejo relato que hunde sus raíces en la historia de la criminología: Eliot Ness, célebre por acabar con el imperio de Al Capone con la ayuda de Los Intocables, tuvo que verse derrotado —lo que se cobró parte de su salud para el resto de su vida— ante los crímenes de un asesino en serie que mataba vagabundos en Cleveland.3
¿Puede existir dolor en los familiares de un asesino, aunque éste no haya sido capturado, si ellos saben que es el responsable del homicidio? Patricia y yo no hemos dejado de hacernos esa pregunta, u otras parecidas, del estilo de: «Y sus padres —o esposa, o hijos—, ¿qué pensarán? ¿Ocultarán ese “incidente” toda la vida, convenciéndose de que nada hicieron en verdad sus hijos, hermanos o esposos?».
Cuando el autor de los hechos es declarado culpable y se convierte en un asesino reconocido, las cosas pueden ser muy dolorosas también para sus familiares.
Maureen White estaba sola en su salón una noche de verano cuando decidió que había llegado el momento de ver un DVD que había evitado durante años. En la pantalla aparecía su hermano mayor, Richard Paul White, el mismo que la enseñó a montar en bicicleta e intentó protegerla de los abusos del novio de su madre cuando eran niños. En ese momento, en pantalla, Richard se confesaba autor del asesinato de seis personas. Cuando la grabación iba llegando al final del interrogatorio, Maureen se sintió tan impotente que cogió una cuchilla de afeitar y empezó a hacerse cortes en la pierna izquierda. «Sentí tanta rabia, tanta ira y tantas emociones que no sabía qué hacer», cuenta White, de 34 años. Cuando acabó de autoagredirse, necesitó docenas de grapas y puntos de sutura.
Richard Paul White, de 39 años, pasará el resto de su vida en la cárcel por tres de los homicidios de los que se declaró culpable en 2004. Maureen ha tenido siempre una vida inestable y, además, ahora debe asumir que su hermano es un asesino.
Como los familiares de otros criminales violentos, Maureen no se sentía preparada para lidiar con el complejo universo de emociones y circunstancias que han desquiciado su vida tras los asesinatos que cometió su hermano. Sometida a tratamiento médico por ansiedad y depresión, tiene pesadillas con asesinos en serie y francotiradores. Además, se sobresalta cuando oye ruidos y se pone nerviosa en presencia de extraños. Más de un año después de haber visto el vídeo, sigue infligiéndose cortes (algo que nunca había hecho antes). «Al cortarme —confiesa—, quería que la gente viera por fuera lo asquerosa que me siento por dentro.»4
Pero en los casos de este libro el asesino no ha sido identificado. Y mucho nos tememos que la sangre o el amor hacia ellos borren la duda o la angustia ante una realidad que no querrán ver. En estos casos, el dolor de las familias de las víctimas no puede compararse con el de las familias de los asesinos, si es que llegan a saber lo que ellos hicieron.
¿Y qué pasará con ellos? ¿Alguno quizás habrá vuelto a matar sin que se haya sabido? ¿Habrán cometido otros delitos? Si el asesino es un psicópata integrado, ¿permanecerá como si nada viviendo una vida del todo normal, como si ese «incidente» no fuera sino un episodio anecdótico en su vida? Debido a su incapacidad para el remordimiento y el afecto profundo,5 ¿se habrá sentido orgulloso por acabar con su víctima odiada sin que la Policía haya podido echarle el guante?
Quién sabe. El o los secuestradores de Yéremi buscaron sin compasión arrebatarle su vida y entregarlo a un destino tenebroso. Al responsable o responsables de las desapariciones de las mallorquinas Margalida y Ángeles les pareció claro que ellas ya no merecían seguir viviendo, sin que hasta la fecha hayamos podido comprender cómo estas dos mujeres pudieron hacer un mal relevante a alguien. El asesino de Susana Acebes no pudo sino acabar con una vida que no le complació en sus fantasías de posesión. El asesino de Sheila no estaba dispuesto a que ella supusiera, de un modo u otro, un estorbo para sus planes, y acabó con su vida de modo elaborado y premeditado. El asesino múltiple de la familia Barrios se aseguró de descargar toda la ira que impulsaba su venganza de una forma indescriptible, tanta saña había en sus cuchilladas. Quien o quienes mataron a Helena Jubany acabaron cruelmente con una mujer que sólo vivía para la poesía y la amistad. Quien se llevó la vida de Cristina Bergua tan sólo necesitó unos pocos minutos para herir de muerte a su familia, y no necesitó que ella hiciera nada especial, sólo ser ella misma, joven y atrevida con el mundo que se le abría de par en par.
El resultado final de todo esto es deprimente. Varios asesinos están libres. Nuestra convicción es que la gran mayoría de ellos no se ven asaltados por sueños de culpa y horror, el que ellos crearon. La mente distorsiona la realidad, la ajusta a nuestras creencias, nos proporciona coartadas para no sentirnos culpables. Y si uno ya posee rasgos de insensibilidad emocional, de egocentrismo profundo, de incapacidad para sentir el sufrimiento ajeno, si llega a obsesionarse con lograr algo por miedo a afrontar una realidad que le resulta intolerable… entonces, ante sus ojos, sus atrocidades estuvieron justificadas.
Estos asesinos no necesitan reinsertarse; no llevan ningún estigma, más allá de la opinión suspicaz de algunos que comparten su lugar de residencia y les miran con prevención. Les basta con contar con el apoyo de amigos, familiares, quizás nuevos amores, y compañeros de trabajo. Ellos «saben» que esos rumores e imputaciones fueron falsas, o meros errores de una justicia que sólo daba «palos de ciego». Les podemos imaginar, riendo entre dientes, hablando entre cañas con sus amigos, despotricando contra quienes los acusaron, si es que los acusaron. O simplemente, si nadie los vinculó con el crimen, miran la televisión cuando vuelve a recordarse el caso por cumplirse un aniversario e, íntimamente, se sienten poderosos y privilegiados porque nadie en su entorno sabe que, cada mañana, la gente da los buenos días a un vil asesino.
En esta obra, después de exponer los hechos y la investigación del crimen o desaparición que se corresponde con cada caso, ofrecemos al lector un análisis del mismo mediante el método del perfil criminológico. Esta técnica está pensada para realizar un estudio de la escena del crimen mediante la integración de los datos de que se dispone (testimonios, evidencias forenses, victimología) con objeto de señalar las características de personalidad y de estilo de vida del autor de los hechos.6
Su principal utilidad proviene del análisis de una serie de crímenes que se estima que son obra de un mismo sujeto. Con el fin de confirmar este punto, primero se lleva a cabo un análisis de vinculación, a partir del cual se examina cada caso en la búsqueda de, si existen o no, elementos comunes en la actuación del asesino: su modus operandi (el cómo lleva a cabo la acción, las armas empleadas, el tipo de ataque, las heridas infligidas) y los llamados elementos rituales o expresivos que, más allá de lo que se precisa para cometer el delito, surgen como una respuesta a la necesidad emocional y fantasías del asesino. Dejar notas en la escena del crimen, mutilar el cadáver, llevarse o dejar objetos, uso de ligaduras especiales, exposición del cuerpo buscando una impresión determinada y otros, son componentes típicos de lo que se entiende como elementos rituales (también llamados «firma» del asesino).
Esto, conjuntamente con la victimología (que examina las características y estilo de la vida de la víctima) permite encontrar un patrón o «proceder» común del sujeto, donde se puede llegar a concluir —si es el caso— que los diversos crímenes corresponden a un mismo autor.
En este libro no aparecen asesinos seriales (aunque sí un asesino múltiple, en el capítulo titulado «Sin piedad»), y por ello no ha sido necesario establecer el análisis de vinculación. En efecto, cada asesino ha matado a una única persona (aunque en el caso de Margalida y Ángeles, en el capítulo titulado «Impulso criminal», podemos tener a un autor responsable de dos desapariciones, los cuerpos nunca se encontraron, y apenas se supo nada del modus operandi del responsable). Esto significa que tenemos una única escena del crimen. Es decir, el asesino mató una única vez —que se sepa, al menos—, y por ello sólo escribió un único capítulo en su historia criminal. Si todo crimen encierra un relato psicológico elaborado por el autor, que incluye lo que lo impulsó, la relación con la víctima, cómo se llevó a cabo, etc., entonces en este libro nos vemos obligados a hacer un ejercicio de riesgo, porque esas otras pautas que podrían aparecer conformando un patrón si el asesino hubiera matado varias veces, es decir, al escribir varios «capítulos» de su carrera criminal, aquí no aparecen.
La Policía se interesa, sobre todo, por el cómo del delito: su trabajo queda terminado si logran relacionar, con evidencias definitivas, las acciones del asesinato con la identificación de una persona en particular. Desde luego, tener claro el motivo o el para qué del crimen ayuda para impulsar y orientar la investigación, pero no es algo imprescindible. ¡Cuántas veces una persona es condenada sin que quede claro el móvil del crimen!
Sin embargo, para un perfilador, la comprensión del «para qué» es de una importancia capital, porque en este interrogante se encuentra la clave para entender el tipo de persona que es capaz de realizar ese hecho. Como queda dicho, la finalidad del asesinato queda más evidente en la medida en que ésta se exponga en numerosas ocasiones, así podemos estudiar más escenas del crimen, y podemos inferir rasgos y hábitos del tipo de sujeto que lo cometió. Pero cuando esto no es posible, hemos de conformarnos, con muchas limitaciones, con examinar la única muestra de comportamiento criminal que está a nuestra disposición.
¿Qué aporta un perfil criminológico a las investigaciones realizadas por la Policía? Hemos de decir que el perfil es útil, sobre todo, cuando se está llevando a cabo esa investigación criminal por parte de la Policía, es decir, cuando la investigación es inmediata a los hechos y está en su pleno apogeo. En su examen de la escena del crimen, el criminólogo forense puede ofrecer nuevas perspectivas, sugerir líneas de análisis, orientar las pesquisas hacia un tipo de sujeto en particular, porque su trabajo se sucede en interacción dinámica con todos los que participan en esa investigación, y se nutre de sus hallazgos, desde los de la criminalística hasta los testimonios de las personas que conocían bien a la víctima.
Por desgracia, nosotros llegamos a los casos de este libro mucho después de que éstos hubieran acaecido, y con frecuencia cuando el propio juzgado ha sobreseído el asunto, es decir, lo ha declarado técnicamente como «no resuelto» y lo tiene en el limbo, en espera de que pueda surgir algún nuevo indicio relevante que le permita poder reabrirlo (hasta el momento en que se produzca la prescripción, en que ya no se podrá perseguir el delito). Si no fuera por el tesón de los policías que todavía no cejan en su empeño, y de las familias, que no olvidan, nadie se ocuparía de ellos.
Lo anterior significa que estos perfiles criminológicos que hemos realizado no tienen la pretensión de arrojar indicios nuevos y espectaculares que pudieran volver a abrir el caso. Cuando nosotros aparecimos, muchos testigos ya habían declarado hacía años; posibles sospechosos ya habían sido interrogados y ahora, mucho tiempo después, eran hombres del todo libres con un nulo interés en volver a hablar de todo aquello, y los lugares donde buscar evidencias ya habían sido abandonados e incluso transformados.
¡Qué más quisiéramos nosotros que realmente suponer una diferencia! Pero sí desearíamos que, al volver a recordar todo el caso —y en algunos de los capítulos, con el auxilio de los reportajes que fueron grabados por Atresmedia)— pudiera quizás obtenerse una visión de conjunto que permitiera, al menos, entender mejor lo sucedido, y quizá reafirmar la visión de los policías que pensaron que estaban siguiendo el camino correcto, aunque finalmente no pudiera fructificar en un arresto o un procesamiento. Por otra parte, cuando esa visión no es coincidente, podría ofrecer una perspectiva diferente que quizás lleve más adelante a explorarla, si la investigación vuelve de nuevo a abrirse.
En todo caso, este libro es un homenaje a esas víctimas y sus familias. Un intento de que no se las olvide; una advertencia para que los nuevos casos sean perseguidos con la mayor tenacidad posible, y un recuerdo de que todos debemos agradecimiento a los policías que nunca se rindieron, y a las familias que, en medio de tanto dolor, nos dan continuamente una lección de humanidad y entereza.