Capítulo 1

Entre dos guerras

El final de la primera guerra mundial sorprendió a Adolf Hitler, en aquel momento un cabo de veintinueve años, en un hospital del ejército en el norte de Alemania. Se estaba recuperando de un ataque con gas que lo había dejado momentáneamente ciego y la noticia de la derrota de Alemania le alcanzó como un golpe demoledor. Habían luchado contra el mundo durante cuatro años y medio, estaban muy cerca de la victoria y seguían ocupando gran parte de Europa occidental y Rusia. Pero en noviembre de 1918 se produjo un colapso repentino. Marineros borrachos y huelguistas peleones provocaron disturbios y el gobierno imperial fue presa del pánico, huyó y le pasó el testigo a los nuevos gobernantes –la izquierda y sus aliados– que consiguieron un armisticio el 11 de noviembre. Según sus propias palabras, Hitler lloró lágrimas amargas. Deberían haber ganado la guerra y la habrían ganado, según él, si no hubiera sido por los imbéciles de clase alta que estaban en el gobierno, los judíos traidores, la izquierda y los académicos sentimentales que habían socavado el esfuerzo de guerra. Ahora, todo había sido en vano. Las tropas tuvieron que volver al otro lado del Rin y entregar Rusia occidental, que pasó a manos de los comunistas.

Hitler no fue el único en verter lágrimas amargas, porque el armisticio de noviembre no fue el final del sufrimiento. Los británicos habían impuesto un bloqueo contra Alemania y ahora las ciudades se estaban muriendo de hambre. El bloqueo continuó y en Viena los niños empezaron a padecer raquitismo, una enfermedad provocada por la deficiencia de vitaminas y que conducía a lo que los alemanes llaman «piernas en x» o «piernas en o»: piernas arqueadas y rodillas huesudas. Después se produjo la ocupación aliada de Renania –la zona al oeste del Rin y las cabezas de puente en la orilla oriental– especialmente con los franceses que no tenían los ánimos como para perdonar y olvidar. Ahora pidieron unas indemnizaciones enormes, que recibieron el nombre hipócrita de «reparaciones». La suma alcanzó los 132.000 millones de marcos-oro, y el pago final (de los créditos acordados en la década de 1920 para pagar las sumas originales) no se realizó hasta 2010. Estos pagos iban a destruir la economía alemana, para evitar el rearme o simplemente la recuperación.

Los recuerdos del período inmediato de la posguerra amargó toda Europa central durante las dos décadas siguientes. Los aliados victoriosos se reunieron en París en 1919 y esbozaron los tratados de paz. La atmósfera, que se ha descrito con frecuencia, era estrafalaria. Un presidente americano moralista, Woodrow Wilson, se dispuso a establecer una especie de nuevo orden mundial y durante un tiempo fue encumbrado, rodeado por multitudes que lo vitoreaban. América tenía el dinero, y los aliados le debían sumas enormes; ahora podía moldear el mundo más que en cualquier momento anterior. En su conjunto, evitó la tarea, a diferencia de lo que haría al final de la segunda guerra mundial, cuando con el Plan Marshall y otras medidas encabezó la recuperación, facilitó dólares para el comercio internacional, animó a los europeos a abandonar sus políticas proteccionistas y con ello provocó una oleada de prosperidad que los franceses llamaron «los treinta años gloriosos» (que llegaron a su fin con la crisis del petróleo y la «estanflación» de mediados de la década de 1970). Los vencedores de 1918 parecen en los retratos oficiales como una versión caricaturesca del Monte Rushmore con patrañas y petulancia, mientras contemplaban cómo el enfurecido delegado alemán, Ulrich von Brockdorff-Rantzau, firmaba en la línea de puntos. Los británicos habían añadido millones de hectáreas a su imperio que ya era enorme, en especial en el antiguo Oriente Próximo turco, y habían confiscado los barcos alemanes que amenazaban su comercio. Los franceses también se quedaron con una tajada de Oriente Próximo y pretendían recibir el dinero de las reparaciones durante las siguientes generaciones. Los americanos, por el otro lado, estaban divididos sobre la cuestión de implicarse en los problemas del Viejo Mundo. El presidente Wilson tenía la visión de asegurarse de que la Gran Guerra fuera la guerra que terminara con todas las guerras. Predicaba la democracia y la autodeterminación nacional, pero la democracia americana es tripartita y el Senado no quiso asumir la responsabilidad de imponer los términos del tratado. Los americanos –o al menos algunos senadores republicanos claveni siquiera querían participar en el prototipo de las Naciones Unidas, la Liga de las Naciones, que se había establecido especialmente para proporcionar al presidente Wilson una plataforma para moralizar a todo el mundo. Un general francés, que veía lo que estaba ocurriendo, comentó: «Éste es un armisticio de veinte años, no un tratado de paz». Tenía toda la razón.

El elemento más inestable del tratado de paz era que requería la cooperación alemana para aplicarlo. En noviembre de 1918 los alemanes habían hecho todo lo que habían podido para presentarse como un estado parlamentario y democrático, para buscar las simpatías americanas. Se libraron del káiser y se adoptó una Constitución republicana en Weimar en el mes de febrero, antes de la firma del tratado de Versalles (en junio de 1919). Se trataba de una Constitución propia de la mentalidad prosaica alemana, con votaciones interminables a todos los niveles, representación proporcional, sufragio femenino (que no tenían los franceses), acuerdos federales, disposiciones para celebrar un referéndum si se reunían suficientes firmas. Como era de suponer, el Parlamento resultante, el Reichstag, quedaba paralizado a veces si tenía que tratar algo serio y entonces el presidente gobernaba por decreto. Las coaliciones cambiaban y quedaban desacreditaban si iban demasiado lejos en el cumplimiento del tratado. Al final, los franceses reconocieron que no podían seguir haciéndose cargo de las reparaciones máximas, los americanos intervinieron con un préstamo a Alemania y durante unos pocos años se produjo lo que el sucesor del presidente americano Wilson, Warren Harding, describió como «normalidad» al referirse a su propio país.

A principios de la década de 1920 Hitler había conseguido una reputación en toda Alemania como agitador de la derecha. El ejército lo había utilizado como espía en Munich, y había asistido a las reuniones de un grupo pequeño llamado Partido de los Trabajadores (lo que quería decir «de clase media baja») Nacional (es decir «anti-extranjeros») Socialista (que significaba «robar») Alemán (es decir, «antisemita»). Aquí descubrió su don más destacado: podía hablar en público. En general, los alemanes no eran demasiado buenos oradores porque sermoneaban o despotricaban. Hitler era un gran mimo, un actor excelente y utilizaba el lenguaje de una manera divertida que es imposible traducir (Sigmund Freud, Karl Kraus, Franz Werfel, que también era austríaco, y Franz Kafka, de Praga, tenían el mismo don). También tropezó con el antisemitismo: un tema popular entre algunos sectores porque algunos judíos habían sobrevivido mejor a los problemas económicos que otros alemanes y austríacos, estaban muy presentes en las finanzas y los medios liberales, y dirigían galerías de arte de moda que promocionaban el tipo de pintura que repugnaba a Hitler, que se consideraba un artista. Habló a favor de una guerra de venganza, de un gobierno nacionalista que pondría fin a los parlamentos corruptos. Su modelo era italiano: Benito Mussolini, un periodista que pensaba en titulares, creador de un partido fascista (el nombre hacía referencia originalmente a los rebeldes sicilianos campesinos y anticapitalistas de finales del siglo XIX) y que tomó el poder en 1922. Alemania no estaba preparada para esto en 1923, cuando Hitler también intentó tomar el poder e incluso los hombres de su antiguo regimiento se distanciaron de él. Pasó unos pocos meses en prisión, que aprovechó para dictar un libro, Mein Kampf, que establecía un diagnóstico y un programa para Alemania. Debía evitar el error de la guerra en dos frentes. Rusia era el verdadero enemigo y eso significaba conquistar espacio vital (Lebensraum) y materias primas en el este. Escribió que los comunistas eran judíos: lo corrompían todo. En los años buenos de la República de Weimar, no pudo florecer y los obispos bávaros se opusieron al antisemitismo porque alejaba a los turistas. Hitler era marginal e incluso cómico.

Entonces, en 1929 los acontecimientos se empezaron a mover en la dirección de Hitler. Ese año dio inicio la crisis financiera mundial, que provocó la caída del último gobierno realmente parlamentario de Alemania. Los alemanes acusaban a los extranjeros de sus problemas y a los judíos por evadir capitales. El marco sufrió grandes presiones y dejó de ser convertible. Los viajeros eran registrados en las fronteras e incluso una princesa de Schönburg, que viajaba a Londres, tuvo que ir en tercera clase por la escasez de moneda extranjera. El comercio cayó en sus dos terceras partes y como Alemania dependía de las exportaciones, muy pronto ocho millones de alemanes se quedaron sin empleo. En las elecciones federales de 1932, el treinta y siete por ciento de los alemanes votaron a los nazis, el veintidós por ciento votaron por los socialdemócratas y el catorce por ciento optaron por los comunistas. El Reichstag quedó impotente y sólo pudo encontrar una mayoría para votar por su disolución (la otra votación afirmativa lo bastante amplia fue para privar a las mujeres casadas de la seguridad de su puesto en el servicio civil). Berlín era un caos peligroso. En una atmósfera de amargura y odio, en enero de 1933, como resultado de un acuerdo con los conservadores, Hitler se convirtió en canciller.

La primera reunión importante del nuevo canciller fue con los generales. Les explicó que quería el rearme. El rearme le daría trabajo a la industria alemana y absorbería parte del desempleo. Se trataba de un desafío al tratado de Versalles, pero Hitler calculó que las potencias occidentales no iban a reaccionar. Hacía tiempo que era un entusiasta de los aviones y los automóviles, los dos símbolos más destacados de la ultramodernidad, y que se podían transformar fácilmente en aviones de guerra y tanques: muy pronto iba a alardear de todos los que tenía y en realidad exageraba las cifras (que eran aceptadas en Londres y en París). Mientras tanto sus generales reflexionaban profundamente sobre cómo debían usar las armas y en este punto entraron en juego las lecciones de 1918, porque los británicos y los franceses habían ganado las últimas campañas con una combinación de tanques y aviones. El rearme siguió adelante y, por ejemplo, la industria aeronáutica alemana que empezó con sólo 3.000 empleados y fabricando unas pocas docenas de aparatos, se convirtió en una gran industria y en 1939 empleaba a unas 250.000 personas, con una capacidad para producir 3.000 aviones de guerra al año. Este cambio (y otro similar en la agricultura) proporcionó a los alemanes el pleno empleo en 1936 y Hitler fue inmensamente popular. Por supuesto ya existían señales de los horrores que estaban por venir. En 1934, Hitler había orquestado un golpe violento contra los nazis radicales, ordenando que los asesinasen. El antisemitismo recibió respaldo legal en 1935. Existían campos de concentración con 6.000 internos. Pero todo era bastante limitado y muchos podían argumentar que a medida que Hitler fuera teniendo éxito, su gobierno se iría relajando. En cualquier caso, eso era el punto de vista que se adoptó en especial en Londres. Fue una visión reforzada por la atmósfera del más famoso de todos los Juegos Olímpicos, celebrados en Berlín en agosto de 1936.

Sin embargo, en lugar de suavizarse y endulzarse, el régimen se endureció, extorsionó económicamente a los judíos y expulsó a cientos de miles. Al irse perdieron las dos terceras partes de su riqueza y con ello se pagaron las armas. En el verano de 1936, Hitler amplió aún más el programa de rearme, para preparar a Alemania para una guerra defensiva en cuatro años, y para una guerra ofensiva en siete. Una parte del razonamiento de Hitler para este programa de siete años era que todo dependía de él y se sentía muy mortal: era un neurótico de su salud. Pero la razón expresa era que la Rusia soviética se estaba industrializando con rapidez con los Planes Quinquenales de Stalin: Hitler quería competir y superar a la URSS. Aquí estaba apostando. Alemania no tenía las materias primas para una carrera armamentística de larga duración y tampoco tenía las divisas extranjeras para el petróleo, el caucho y los metales no ferrosos esenciales para la aviación y la guerra motorizada. Se puso en marcha un programa amplio y caro en busca de petróleo y caucho sintéticos, y bajo la organización del Plan Cuatrienal de Hermann Goering, el jefe de la Luftwaffe, la fuerza aérea, se estableció un enorme complejo metalúrgico. Se intensificó la naturaleza totalitaria del país y la policía política –abreviada como Gestapo– se fusionó en 1936 con las SS, la organización de élite del Partido Nazi, dirigidas por Heinrich Himmler.

En ese verano de 1936, las circunstancias estaban maduras para un paso adelante de Hitler. Las potencias occidentales se habían enemistado con Italia. El mes de octubre anterior, Mussolini, que quería un imperio, invadió Abisinia, que era miembro de la Liga de las Naciones, y en especial se ganó el odio del pueblo británico de altos principios. En el verano de 1936 también estalló la guerra civil en España, como consecuencia de un golpe militar que medio fracasó contra un régimen izquierdista que había surgido de unas elecciones cuestionadas. El jefe del ejército, el general Francisco Franco, se presentaba como fascista, y se suponía que Francia, bajo un gobierno de izquierdas, se pondría al lado de la República española. Pero no lo hizo y Mussolini intervino con soldados y buques de guerra en contra de la República. La guerra civil se alargó durante tres años y fue explotada por Hitler, como terreno experimental para el bombardeo aéreo, y por Stalin, que estaba encantado de aprovecharse de las divisiones de las potencias europeas occidentales. Quería que la guerra siguiera adelante, entregando armas a la República cuando parecía que perdía y deteniendo el suministro cuando parecía que ganaba. Cuando los anarquistas intentaron una revolución genuina en Barcelona, ordenó que los aplastasen los comunistas leales. La atmósfera enrarecida de 1936 resultó ser el momento ideal para que Hitler iniciara su avance. En marzo las tropas alemanas penetraron en Renania, la zona de Alemania al oeste del río. Los franceses se la habían querido anexionar y se les había negado. En su lugar no debía tener tropas ni fortificaciones, de manera que los franceses no tuvieran que temer una invasión, mientras que Alemania quedaba abierta para que ellos la pudieran invadir. Los británicos se encargaron de detener cualquier reacción francesa en 1936. Pretendían dar a Hitler casi todo lo que quería para evitar que presentase nuevas demandas: la política conocida como «apaciguamiento».

Sin embargo, cuando Hitler remilitarizó Renania se inició la cuenta atrás para la guerra. Y también estaba en marcha otra cuenta atrás en el Lejano Oriente, con la implicación directa de Estados Unidos. Japón tenía una historia con curiosos paralelismos europeos: una identidad isleña, como Inglaterra, y una casta militarista, como Prusia. Los británicos la habían dejado de lado después de la guerra al firmarse un tratado sobre el tamaño de las armadas en el Pacífico. Después se tuvo que enfrentar a la discriminación de su comercio cuando la Depresión mundial se profundizó en 1930. La respuesta de los militaristas fue la ocupación de la parte industrial de China, la zona nororiental de Manchuria, que Japón invadió en 1931. Recibió la condena de la Liga de las Naciones y se encontró sin aliados. Hitler se interesó porque quería un contrapeso para la Unión Soviética, a la que consideraba su enemigo y objetivo principal. Y así en noviembre de 1936, Alemania y Japón firmaron el Pacto Antikomintern, dirigido contra la Internacional Comunista. Ahora ya tenía amigos en Europa, aunque de momento la alianza no tenía mucho que ofrecer. Pero en julio de 1937 tuvo lugar un acontecimiento que encendió la mecha de la guerra en el Lejano Oriente. El ejército japonés se encontraba muy cerca de Pekín (Beijing) y se produjo un incidente en el puente de Marco Polo que lo separaba de los chinos. Uno de los soldados desapareció en el lado chino, a lo que siguió un ultimátum y después los japoneses empezaron a avanzar, derrotando con facilidad a los nacionalistas chinos que, a pesar de sus enormes esfuerzos durante los diez años anteriores, no eran rival para su armamento o disciplina. Toda la situación estaba de nuevo plagada de problemas porque existía una fuerza china separada, los comunistas, que al final se establecieron en una fortaleza en el noroeste de China, cerca de la frontera soviética. Al principio los nacionalistas habían colaborado con ellos y después se habían vuelto contra ellos; el líder comunista Mao Tse-tung escapó al campo, donde movilizó a los campesinos. Con todas estas luchas, China se sumió en el caos, con epidemias y atrocidades sin fin, de las cuales la más famosa tuvo lugar cuando los japoneses asediaron la capital nacionalista Nanking (Nanjing), a finales de 1937. Se produjo una orgía de violaciones y asesinatos que disgustaron a todos los observadores, que no podían creer que los japoneses pudieran comportarse de esa manera.

En China se desarrolló una lucha muy complicada a cuatro bandas: nacionalistas contra japoneses; nacionalistas contra comunistas; comunistas –sin demasiada frecuencia– contra japoneses; y en el verano de 1939, la Unión Soviética, en la frontera de Manchuria, contra los japoneses. Los americanos habían apoyado a los nacionalistas pero no tenían demasiadas ganas de implicarse en la lucha; y el apoyo de Hitler a los japoneses era principalmente verbal, aunque retiró a los generales alemanes que estaban aconsejando a los nacionalistas (y que eran personajes destacados: Hans von Seeckt, que había reconstruido el ejército alemán en la década de 1920, y Alexander von Falkenhausen, que se convertiría en gobernador general de Bélgica). En cualquier caso, éste era un factor que podía complicar aún más las relaciones de Alemania con el resto del mundo y había gente que comparaba el vasto conflicto en China con la guerra civil en España: una batalla directa entre el Bien y el Mal. Japón empezó a tener una prensa muy negativa en Estados Unidos.

Mientras tanto, en Europa, detrás de la política de apaciguamiento se estaba produciendo una reflexión en profundidad. Los agravios que habían llevado al poder a Hitler eran bastante genuinos y se podían solucionar. Había millones de alemanes en Polonia y Checoslovaquia, que nunca habían deseado su inclusión en estos países. En cuanto a los seis millones de alemanes de Austria, sus representantes en el Parlamento imperial habían votado para unirse a Alemania cuando se desmembró el Imperio austro-húngaro en 1918 y la única voz disidente procedió del obispo católico que pensaba que Alemania era demasiado protestante. Los franceses habían frenado el proceso y durante un tiempo ni siquiera pudieron encontrar un nombre para el país. Fue un francés, Georges Clemenceau, quien resolvió el problema al decir que «Austria es lo que ha quedado». Su independencia había sido infeliz: un país católico y campesino con una capital socialista llena de funcionarios que una vez había gobernado un imperio, y en 1934 se produjo una especie de guerra civil, en la que la artillería del ejército bombardeó los barrios obreros. Cuando Hitler, nacido en Austria y que no fue ciudadano alemán hasta 1932, tuvo éxito en Alemania, tuvieron lugar protestas para que Austria se uniera a Alemania y los nazis locales demostraron su rudeza. Hitler asumió su causa con discursos estentóreos y amenazantes en las concentraciones nazis con desfiles de camisas pardas, bajo un espectáculo de luces orquestadas por el arquitecto favorito de Hitler, Albert Speer, que explicó que debía las técnicas hipnóticas al cine de Weimar. Para el gobierno de Londres no tenía sentido obligar a los alemanes a vivir en países donde eran ciudadanos de segunda clase. En noviembre de 1937 el secretario británico del Foreign Office, lord Halifax, viajó a Berlín e indicó a Hitler que los británicos no se opondrían si utilizaba medios pacíficos para alterar los acuerdos de la posguerra. Los británicos querían evitar la guerra a toda costa. No sólo estaban muy vivos los recuerdos de la matanza de 1916, con homenajes de la guerra en todas las escuelas y universidades que repetían una y otra vez la lectura de los nombres de los muertos, sino que se tendrían que enfrentar a enemigos potenciales en dos hemisferios y además con una rebelión en la India.

Cuando los nazis de Austria se volvieron cada vez más intranquilos, el canciller católico, Kurt von Schuschnigg, apeló a Hitler para que los controlase. Ya había nombrado para puestos importantes en su gobierno a personas designadas por Hitler. En febrero de 1938 viajó al retiro de Hitler en Berchtesgaden y allí recibió las amenazas de Hitler, que invitó a sus generales de aspecto más temible y redujo a Schuschnigg a un ruina al prohibirle que fumara. Al principio Schuschnigg aceptó los términos de cooperación planteados por Hitler –que habrían convertido Austria en un satélite– pero después, cuando regresó a Viena, cambió de opinión, diciendo que en su lugar celebraría un plebiscito, que por supuesto pensaba ganar. Su esperanza era que Occidente y Mussolini lo salvarían. Hitler apostó a que no lo harían y el 14 de marzo invadió Austria. Nadie hizo nada: al contrario, tanto el cardenal como el antiguo presidente socialista Karl Renner le dieron la bienvenida a los nazis, mientras Austria se convertía en una provincia alemana y el cuarto de millón de judíos de Viena sufrían viles humillaciones, violencia y robos. Mussolini había protegido a Austria con anterioridad. Ahora no hizo nada, y Hitler le lloriqueó por teléfono a su representante en Italia que le debía decir a Mussolini que nunca, nunca, nunca lo olvidaría… una promesa que Hitler no rompió. Con Austria formando parte de Alemania, la presión pasaba ahora sobre Checoslovaquia, que tenía una frontera larga y vulnerable. En Checoslovaquia vivían tres millones de alemanes, principalmente en la zona de los Sudetes, cercana a Alemania, y Hitler los empujó hacia una escalada de la tensión. Checoslovaquia era conocido por ser el único país democrático al este del Rin y su población tenía derecho a votar. Una mayoría de los alemanes votó por un partido nacionalista.

Durante el verano de 1938, mientras la tiranía nazi se extendía sobre Viena y los judíos eran expulsados, creció la presión sobre Praga. Checoslovaquia era una creación de los tratados de posguerra y dependía de su alianza con Francia, que debía ponerse en práctica si Alemania atacaba. Los británicos se aseguraron de nuevo de que los franceses no harían nada. Bajo ningún concepto querían una guerra por un país del que, como se quejaba el primer ministro en un programa de radio, no sabían nada y no les preocupaba en absoluto. En septiembre de 1938, la figura anciana y venerable de Neville Chamberlain, blandiendo un paraguas, volaba a Munich para una conferencia con Hitler, que había sugerido Mussolini. No se invitó a los checos. Ni tampoco lo estaba el otro aliado de Checoslovaquia: la Unión Soviética. La opinión pública británica estaba muy dividida, pero al final Chamberlain le entregó a Hitler la parte de Checoslovaquia habitada por alemanes, pero que en realidad también albergaba muchos checos y judíos. Desde entonces «Munich» ha entrado en el vocabulario mundial como sinónimo de un comportamiento cobarde y vergonzoso, pero durante un tiempo Chamberlain fue muy popular e incluso el primer ministro francés, Édouard Daladier, se sintió sorprendido cuando descubrió el aumento de su popularidad después de entregar a un país aliado. En Occidente y en especial en una Francia que había perdido a casi la mitad de la generación masculina de la época de la guerra sólo veinte años antes, donde los lisiados mendigaban en todos los pueblos y aldeas exigiendo unas pensiones que el país –a causa del fracaso de las reparaciones– no tenía dinero para pagar, nadie quería luchar de nuevo. Además, se había extendido la idea de que la guerra sería fatal, la destrucción de la civilización. Muchos expertos decían que los bombardeos aéreos reducirían inmediatamente a cenizas a Londres y París. Los británicos esperaban 3.500 toneladas de bombas sobre Londres en el primer día de la guerra, con 600.000 muertos en los primeros seis meses (en 1940-1941 la cifra fue de 90.000 en siete meses). ¿Por qué se iba a luchar para evitar que los alemanes en Checoslovaquia se unieran a Alemania si eso era lo que querían? En Londres también se planteaban otros cálculos. El rearme había seguido adelante y se había hecho con bastante eficiencia, estableciendo factorías «en la sombra» que se dedicarían a la producción bélica cuando llegase el momento. Pero aún no estaban del todo preparadas. También se había establecido una defensa contra los bombarderos, el radar, que podía alertar del peligro a los rápidos cazas para que pudiesen despegar de inmediato para enfrentarse con los bombarderos, mientras que con anterioridad tenían que dar vueltas en patrullas que consumían el combustible (en aquella época, un caza sólo podía volar durante una hora y media). Una cadena de estaciones de radar cubría la costa inglesa, pero aún no estaba preparada. Teniendo en cuenta que la fuerza de bombarderos alemana se había exagerado considerablemente, se puede comprender la actitud de los hombres de Munich.

El oponente más destacado al apaciguamiento era Winston Churchill, y se estaba acercando su momento. Había nacido en la época culminante del imperio victoriano en Blenheim Palace, la sede histórica de su eminente ancestro el duque de Marlborough, que era famoso por haber derrotado a Luis XIV. Churchill era un imperialista y aunque había empezado como un liberal duro, se había ido identificando con causas reaccionarias. Vivía la historia británica, encarnada en el color rojo de la tercera parte del globo que representaba el Imperio británico. El encanto, el ingenio, el trabajo y a veces las amenazas lo habían llevado lejos, pero también era conocido por un comportamiento impulsivo y obstinado; se opuso a una política obvia que facilitaba la independencia india diciendo que «no era una nación más unida que el Ecuador». Había abogado por permitir que el rey Eduardo VIII se casase con una americana dos veces divorciada a la que detestaba todo el mundo, y se opuso a la abdicación del rey. Churchill era un reaccionario y como buen reaccionario detestaba a Adolf Hitler, que era la figura más revolucionaria de la historia de Alemania. Advirtió una y otra vez que ceder ante Hitler sólo lo iba a empeorar. En la época de Munich sólo tenía unos pocos seguidores, aunque eran bastante vociferantes. Pero los acontecimientos le dieron la razón. Durante la noche del 9 de noviembre de 1938, que fue conocida como la Kristallnacht, la Noche de los Cristales Rotos, y durante la mañana siguiente, se produjo un gran estallido de violencia contra los judíos en Alemania y Austria. Se rompieron los escaparates de las tiendas, las calles estaban llenas de cristales rotos, y se quemaron las sinagogas. Noventa y un judíos fueron asesinados y miles más fueron recluidos en campos y se les obligó a pagar un rescate por su liberación; las dos terceras partes (unas 120.000 personas) de los judíos de Viena abandonaron la ciudad y llevaron relatos terribles a muchas familias británicas –entre ellas los Thatcher de Grantham– que los recogieron. Estaba claro que Munich no había «apaciguado» en absoluto a Hitler. Se volvió más agresivo, estrechando sus relaciones con Japón e Italia, para formar una especie de bloque fascista. Había prometido que dejaría tranquilo el resto de Checoslovaquia, pero no lo hizo. En marzo de 1939, rompió el país y penetró en la parte checa. Eslovaquia, que ahora se había independizado, se convirtió en una marioneta alemana, y en la guerra que se aproximaba sería una tierra que manaba leche y miel.

En Londres se desencadeno una oleada de rabia contra la invasión de Checoslovaquia por parte de Hitler. Ahí estaba otra promesa rota de los alemanes. En marzo de 1939 se produjo el momento decisivo desde el punto de vista británico. Nunca más iban a confiar en Hitler. Los británicos aceleraron el rearme y empezaron a mirar hacia otras víctimas potenciales de los alemanes, cuyo primer lugar y el más obvio lo ocupaba ahora Polonia. Una ciudad en la costa báltica era alemana casi en su totalidad, Danzig (en la actualidad Gdańsk). Se extendía por la desembocadura del Vístula, que era la arteria del comercio de Polonia, y se había enriquecido con el comercio del grano polaco. En 1919, los polacos se la quisieron anexionar, pero el primer ministro Lloyd George intentó evitar más humillaciones a Alemania y presionó para que la ciudad se convirtiera en un estado libre. Entonces los polacos construyeron un puerto alternativo y Danzig perdió el liderazgo económico. En cuanto Hitler se afianzó en el poder, la población alemana de Danzig respondió con un clamor a favor de la unión con Alemania. Durante la primavera de 1939, Hitler fue calentando el ambiente. Memel (la actual Klaipėda), un puerto lituano, era alemán en el mismo sentido y Hitler navegó hasta allí para tomarlo. Después le dijo a los polacos que quería Danzig. Pero aquí había pisado territorio extraño. Polonia podía ser con facilidad una especie de Eslovaquia a lo grande, muy católica y no demasiado eslava: más antirrusa que cualquier otra cosa. Sin embargo, el pasado del país lo había aferrado a un nacionalismo católico extraordinariamente fuerte, y el gobierno, que se apoyaba mucho en los militares, estaba decidido a permanecer firme y a no correr el destino de los checos. Los británicos intervinieron y, después de la destrucción de Checoslovaquia, se ofrecieron a «garantizar» las fronteras de Polonia. El ministro de Asuntos Exteriores polaco, el coronel Józef Beck, le dio una calada al cigarrillo y respondió que «sí» ante la propuesta del enviado británico. En el verano de 1939 Hitler siguió presionando por Danzig, pero la garantía británica era un obstáculo evidente. Se trataba, por supuesto, de un movimiento poco meditado y cuando se dieron cuenta de lo que habían hecho, los propios británicos intentaron escabullirse. A los polacos no les dieron prácticamente ninguna ayuda financiera y después fueron por ahí rebajando el valor de la garantía al extenderla a todo y a todos, entre ellos Grecia, Turquía y Rumanía, cuyo ministro de Asuntos Exteriores había hecho sonar la alarma. En retrospectiva, todo esto parece una locura. Pero Hitler había vuelto loco al mundo. Esa voz, esos agravios, el enorme talento de la nación que tenía detrás: todo ello lanzado en una dirección de destrucción universal, o eso parecía. Los hombres que vivieron en 1939 decían que para ellos la guerra contra Alemania ya había estallado durante ese verano y el pretexto no era ni esto ni aquello. Simplemente había que detener a Hitler.

Quizá Hitler se podría haber detenido en Polonia, en vista de la oposición que se había levantado. Pero su intuición fue de nuevo una guía segura porque, como ocurría tan a menudo con él, acabó haciendo algo que lo sacó de la crisis, y sorprendió al mundo. Los británicos y los franceses habían enviado misiones a Moscú para buscar algún tipo de acuerdo con la Rusia soviética. Los soviéticos negociaron la alianza pero decían que, si era necesario, su ejército tendría que operar en territorio polaco. Pero los polacos se negaron. Las conversaciones sobre la alianza quedaron en nada y entonces, de repente, Stalin cerró un pacto con Hitler, supuestamente su enemigo mortal. El ministro de Asuntos Exteriores alemán, Joachim von Ribbentrop, voló a Moscú el 22 de agosto y lo firmó a primera hora del día 24. Aquí se plantea otro elemento en la historia del período de entreguerras en el que las pretensiones se encontraban a una distancia peligrosa y viciada de la realidad. En 1917 los comunistas habían ocupado el poder, habían proclamado la hermandad de la clase trabajadora, habían ganado una guerra civil y se habían dedicado a la transformación de la Rusia campesina. Al final, la revolución sólo ofreció tiranía y hambre, con millones de muertos, y sólo pudo sobrevivir gracias a unas relaciones parasitarias con Occidente. Los industriales alemanes la mantuvieron en funcionamiento a principios de la década de 1930 bajo el Plan Quinquenal. Bajo este acuerdo, el grano destinado a los niños campesinos y a las reservas de granos de las granjas se dedicaban a alimentar a los cerdos alemanes; murieron ocho millones de ucranianos, algunos como consecuencia del canibalismo, y a cambio llegó a Rusia maquinaria alemana. Después de la llegada de Hitler, esta relación económica se enfrió, pero entraron los americanos, con la llegada de casi 100.000 personas, en su mayoría ingenieros que estaban en paro. Entonces la Unión Soviética se sumergió en el paroxismo más extraño que ha experimentado ningún país. Las tres cuartas partes de la alta oficialidad y después las dos terceras partes del Comité Central del Partido Comunista fueron sometidos a juicio y asesinados, un episodio seguido por terribles masacres de inocentes, cuyas tumbas se descubrieron mucho más tarde. Pero aun así se suponía que era la campeona de la clase trabajadora industrial de todo el mundo y el archienemigo de Adolf Hitler. En aquel momento nadie podía comprender lo que estaba pasando y los historiadores no han tenido demasiado éxito desde entonces. En aquella época los comentaristas occidentales simplemente obviaron el estado de Stalin y contemplaron Polonia como si fuera más fuerte («la gran nación viril», dijo el primer ministro Chamberlain). Después de todo, los polacos habían defendido su independencia en 1920 al derrotar al ejército soviético («Rojo») y esta victoria, combinada con las purgas, hacía que el valor militar de la URSS no estuviera demasiado claro.

Hitler ofreció a Stalin un acuerdo para la partición de Polonia, y por extensión de otras partes de Europa. Stalin, enojado porque los británicos lo habían tratado como una especie de emir de Bujara, aceptó. Polonia quedaría dividida entre Rusia y Alemania, y los rusos también tendrían la voz principal en otras zonas. También se cerraba un acuerdo económico: armamento para Stalin y materias primas para Hitler, que permitía a Alemania evitar los problemas del bloqueo, y obtener caucho, petróleo, manganeso, tungsteno y muchas materias más. Está claro que en un mundo racional no habría estallado una segunda guerra mundial. Si Rusia y Alemania se habían propuesto dividir Polonia, los franceses no podían hacer absolutamente nada y mucho menos los británicos, que no tenían un gran ejército y cuya fuerza aérea se estaba formando en ese momento. Pero ése no era un mundo racional: Hitler había enloquecido a todo el mundo. Sus tanques cruzaron la frontera polaca el 1 de septiembre. La Cámara de los Comunes se rebeló cuando pareció que el primer ministro sugería que habría que meditar; y los franceses, temiendo que los británicos cerrasen un acuerdo con Hitler a sus expensas si no hacían algo, se unieron a ellos. Cuando los británicos entregaron su ultimátum alrededor de las nueve de la mañana del 3 de septiembre, contenía una cláusula adicional para que el gobierno francés se pudiera adherir de manera casi inmediata (lo que ocurrió a las cinco de la tarde).

Hitler se encontraba sentado a la mesa de su despacho en la nueva Cancillería del Reich: una sala de veintisiete metros por trece, con seis grandes ventanales que daban a los jardines, una enorme mesa de mapas construida con el raro mármol Rosa Verona y retratos de sus héroes, en especial Federico el Grande y Bismarck, que le contemplaban desde las paredes. Era la sala perfecta para el gobernante del mundo y de hecho la Cancillería del Reich era obra de Albert Speer con esa idea en mente. Ahora, el 3 de septiembre, el embajador británico, luciendo el uniforme diplomático inmaculado, llamó al ministro de Asuntos Exteriores para presentar un ultimátum, que en realidad era una declaración de guerra. El ministro de Asuntos Exteriores, Von Ribbentrop, había asegurado a Hitler que eso no iba a ocurrir, y ahora, de pie ante el escritorio de Hitler, tuvo que aguantar una mirada inquisidora: Hitler permaneció en silencio durante uno o dos minutos y después preguntó enojado: «¿Ahora qué?». Ribbentrop había afirmado que Inglaterra no entraría nunca en guerra por la razón particular que se había planteado ahora: Danzig. Pero no se trataba de una guerra por Danzig. Hitler había colocado a todo el mundo entre la espada y la pared, y se habían resistido. Era una guerra por el honor, un concepto que en aquel entonces ya estaba anticuado, pero que seguía teniendo mucha importancia. Neville Chamberlain no era un hombre con sentido del humor ni imaginativo, pero podía ver cómo acabaría todo. Habló con el embajador americano, Joseph Kennedy (padre del futuro presidente), que anotó las palabras del primer ministro en su diario: «Lo más terrible es la futilidad de todo esto; después de todo, [nosotros] no podemos salvar a los polacos; [nosotros] sólo podemos librar una guerra de venganza que significará la destrucción de toda Europa». Muy pronto sería sustituido por un Winston Churchill que, a diferencia de Chamberlain, era un producto militar del mundo victoriano, y que respondió personalmente al reto planteado por los nazis. Éste fue el primer obstáculo real que se encontró Hitler. Todo lo demás –Versalles, la Liga de las Naciones, el patrón oro, la Pequeña Entente– se podía dejar de lado, pero Churchill no.