Cambiaban las jerarquías divinas y humanas; rodaban testas coronadas sin que los lazos de sangre sirvieran para otra cosa que no fuera incitar a su derramamiento; el frío, las malas cosechas, el hambre y la peste bubónica causaban estragos en un continente que había entrado en una inesperada era casi glacial desde finales del siglo XVI, como si el Dios al que todos apelaban hubiera decidido escarmentar a sus díscolas criaturas. Escaseaban las certidumbres y poco había de inmutable en la Inglaterra de los años en que vino al mundo John Donne. Y tampoco es que ese mundo, ensanchado hacía menos de un siglo, fuera una balsa de aceite: Cervantes acababa de quedarse manco el año anterior al nacimiento de Donne en Lepanto, donde se había puesto fin a la «amenaza» turca en el Mediterráneo…, perspectiva poco tranquilizadora para la Inglaterra isabelina porque, sobre el papel, reforzaba al poderoso imperio español de Felipe II, quien, de príncipe, había estado desposado con María Tudor, llamada, según se terciara, «la católica» o «la sanguinaria». Durante el largo reinado de la nada papista, y sólo un poco menos implacable, hermana de María, Isabel —unánime, y se rumorea que erróneamente, apodada «Reina Virgen»—, la amenaza latente del imperio católico se concretó en la aventura de la que unos llamaron, irónicamente, Armada Invencible, y otros, más prosaicos, la Gran Armada, empresa frustrada por los elementos, o eso se dice, se supone que considerando como tales a una planificación lamentable de una iniciativa descabellada.
La confusión reinante contagiaba a las creencias y hasta al propio lenguaje, enriqueciéndolo, distorsionándolo, con matices bizantinos en los que, a veces, se dirimían legitimidades, reinos, vidas y muertes. La ocultación y la máscara entraron en escena, no por vicio, que diría Sancho, sino por necesidad. Enrique IV de Francia cambiaba de religión y pasaba a la historia: «París bien vale una misa», se dice que afirmó, como ocurrencia delatora. «¿Qué hay en un nombre?», se preguntaba retóricamente el bardo de Avon, cuando bien sabía Shakespeare que el que la rosa floreciera o se marchitara dependía precisamente del nombre que se le diera. El rigorismo de la Reforma y la Contrarreforma ofrecía un conveniente velo para intereses espurios y también para afanes más mundanos: ¿y qué mayor afán que el salvar la propia vida? Hubo quienes prefirieron perderla —la lista sería larga, larguísima, empezando, unos años antes, por el tío bisabuelo de Donne, Tomás Moro—, aferrados a un sentido de la lealtad —o a una lealtad al sentido, si se nos permite el juego de palabras— que ya no encajaba en tiempos de crisis y mudanzas. Pero hubo más que prefirieron aferrarse a la vida, con las máscaras que fuera menester.
Sobre ese fondo áspero, sangriento y volátil creció John Donne en el seno de una prominente familia católica en unos años en que la práctica de esa religión estaba perseguida. Huérfano de padre desde los cuatro años, su madre, ya está dicho, era sobrina nieta de Tomás Moro, y su tío, Jasper Heywood, encabezaba secretamente a los jesuitas en el país y acabaría condenado al exilio perpetuo so pena de muerte. Era la suya una familia de convencidos recusants —católicos que se negaban a asistir a los oficios religiosos anglicanos— en días poco propicios para la exhibición pública de una fe que no fuera la del gobernante, pero muy favorables para quienes asumían el martirio como un deber o una vía de redención (y el martirio, según confesión propia, fue uno de los desvelos recurrentes del joven Donne). La persecución religiosa tenía, además, consecuencias sociales y económicas inmediatas: los católicos no podían ocupar cargos públicos ni obtener títulos universitarios, eran sometidos a todo tipo de arbitrariedades —multas, confiscación de propiedades—; y los sacerdotes condenados —así como quienes les hubieran dado refugio— eran ejecutados según un método tradicional y sádico que nada tenía que envidiar a los autos de fe inquisitoriales: se les torturaba, se les ahorcaba, pero se les bajaba del patíbulo con vida, y, aún vivos, se les castraba y evisceraba… y toda esa barbarie a la vista y para regocijo de un público exaltado y, cabría pensar, embrutecido. Eso fue lo que les deparó el destino a los participantes en la denominada Babington plot, una conspiración para asesinar a Isabel y poner en el trono a su prima, la católica María Estuardo: torturados, colgados y descuartizados, la brutalidad de la primera serie de ejecuciones —festejadas con fuegos artificiales y repique de campanas en Londres— fue tal que tuvo que intervenir la propia Isabel para que al segundo grupo de ejecutados se les ahorcara hasta morir… antes de eviscerarlos. (María Estuardo sería decapitada al año siguiente.) John Donne era un impresionable —e informado— adolescente de apenas catorce años.
Dadas las circunstancias, públicas y privadas, produce cierto escalofrío contemplar el primer retrato que se conserva de Donne, realizado posiblemente por Nicholas Hilliard y fechado en 1591, cuando tenía dieciocho o diecinueve años: un joven apuesto, todavía imberbe, que mira con resolución, se diría que casi con insolencia, de frente, vestido con elegancia, empuñando una espada y con un pendiente… que es una cruz; por si el mensaje no quedara lo bastante explícito, en la esquina superior derecha se lee, en español, el lema «Antes muerto que mudado». Más que una declaración de principios, tiene mucho de desafío en toda regla al orden, anglicano y puritano, imperante, un desafío que, visto el mundo en que vivía, parecería suicida: hacía tan sólo tres años que se había hundido la Armada de Felipe II y, con ella, las esperanzas de buena parte de los católicos ingleses, y ahí estaba ese jovenzuelo, utilizando la lengua del enemigo para proclamar su lealtad a la fe proscrita.
No es de extrañar que Donne compusiera la primera defensa del suicidio escrita en lengua inglesa, Biathanatos («muerte violenta», en griego), un texto anómalo, largo, redactado, como muchos de sus versos, para que circulara sólo entre sus íntimos (se publicaría póstumamente), en el que sostenía, con erudición y múltiples ejemplos, tesis tan sorprendentes, y peligrosas, como el suicidio de Cristo. La rareza de la obra es tal que hasta Borges le dedicaría uno de los «misceláneos trabajos» de Otras Inquisiciones (1952).
Orfandad temprana, ostracismo social, un ambiente intelectual y religioso saturado de obsesiones recurrentes como el martirio y el suicidio, un riesgo real, muy real, de perder la propia vida —hacienda nunca la tuvo— si cometía un desliz o las circunstancias se torcían; y, sin embargo, en el retrato, ese joven, arrogante sin razones, rebelde con causa, parece no temer el abismo que bordea.
Sólo lo parece. Para empezar, el retrato no estaba destinado a su exhibición pública, era un grabado en miniatura que Donne podía enseñar, posiblemente para alardear, a personas de su entera confianza sin correr peligro. Sumisión pública, reafirmación privada: una pauta que podría aplicarse a Donne ya desde joven, pero que es un rasgo puramente humano, un signo de prudencia e inteligencia, que permite sobrevivir a cuantos se han sentido rechazados o en peligro. Quienes desprecian la impostura es porque no han tenido necesidad de recurrir a ella.
Así se entiende que el joven Donne, deseoso de reconocimiento, de aceptación, en un ambiente hostil —pues hostiles fueron Oxford, donde estudió en su adolescencia, sin poder obtener título alguno debido a su catolicismo, y, en menor medida, el Lincoln’s Inns of Court (una especie de Colegio de Abogados)—, y sabedor de su superioridad intelectual, empiece a escribir sátiras —denuncias moralistas de las corruptelas y los arribistas— y elegías amorosas —lascivas, blasfemas y no precisamente morales—; pero, a la vez, circunscriba esos escarceos literarios a su círculo más íntimo y a sus colegas estudiantes, con la petición expresa de que no hagan copias, e incluso minimice su valor él mismo: la dialéctica entre afirmarse y protegerse se encarna sin contradicción aparente en el Donne de estos años.
Y es entonces cuando el poeta en ciernes, que se declaraba dispuesto a morir antes que mudar, empieza a cambiar, al menos y por el momento, de piel. No hay datos sobre el momento de su apostasía, pero no es descabellado suponer que la muerte de su hermano Henry influyera en la renuncia. Henry había sido detenido por esconder a un sacerdote católico. Encarcelado y torturado en la prisión de Newgate, murió a los pocos días de peste bubónica, que causaba estragos entre los presos. El sacerdote al que había ocultado también fue detenido, ahorcado y descuartizado. Era 1593, John tenía veintiún años, su hermano, uno menos. Estaba claro que, de seguir fiel a sus lealtades católicas, tampoco él cumpliría muchos más.
Sólo tres años más tarde encontramos a John Donne embarcado en sucesivas expediciones navales del conde de Essex contra… los españoles, empresas gracias a las que no sólo elimina las sospechas sobre su dudoso patriotismo sino que, finalmente, traba amistad con los hijos de la nobleza en el poder. Y así entra al servicio, como secretario principal, de sir Thomas Egerton, que era nada menos que el Lord Keeper of the Great Seal, algo así como el Notario Mayor del Reino. Con un más que prometedor futuro por delante, Donne, como si no supiera vivir lejos del abismo, corteja y acaba casándose en secreto con Anne More, sobrina de lady Egerton a finales de 1601. Convencido, quizá, de que podría arreglar la situación a posteriori, lo cierto es que sir Thomas reaccionó despidiéndole; en la carta en la que comunicaba a su reciente esposa el desafortunado giro de los acontecimientos, Donne firma, no se sabe si con ironía o con amargura: «John Donne, Anne Donne, Undone» (todo un síntoma que el joven recurra al ingenio para referirse a lo que significaba, al fin y al cabo, el desbaratamiento de sus expectativas de vida). Inesperadamente, Donne se había quedado en la calle; su carrera profesional, apenas iniciada, había llegado abruptamente a su fin y, durante los trece años siguientes, tendría que ganarse la vida a salto de mata, siempre entre penurias, dependiendo de la buena voluntad de parientes, amigos y mecenas, con una familia creciente: tendría doce hijos —dos mortinatos— en los dieciséis años siguientes, y probablemente hubiera tenido más de no haber fallecido su atribulada esposa, que murió tras un parto.
Es a lo largo de estos años, acogiéndose a la generosidad de sucesivos mecenas y admiradores, también femeninas, cuando escribe Songs and Sonnets, una serie de poemas dispersos y diversos en tema y tono, en los que el poeta apenas oculta su angustia existencial —el abandono del catolicismo había sido una decisión definitiva y meditada, pero el espectro de la duda era difícilmente eludible, por no hablar de las consecuencias más personales en las relaciones con su familia y amigos católicos— y sus más prosaicos desasosiegos. Y también en estos versos Donne desarrolla su dominio de lo que, con mayor o menor fortuna, se ha dado en denominar metaphysical conceit, una metáfora ampliada, emparentada con el conceptismo continental, que combina términos dispares e inconexos para producir una imagen o una idea poderosa y deslumbrante; una innovación en la poesía inglesa de la época, demasiado sujeta todavía a formas tradicionales.
Pese a la buena posición e influencia de sus protectores, Donne ve rechazadas sistemáticamente sus solicitudes de cargos públicos, así que, con reticencias porque nunca había sido èse su deseo, entra en la Iglesia de Inglaterra y se ordena sacerdote, atendiendo a la petición del propio rey Jacobo I —que, todo sea dicho, no lo quería en la corte—. Ese mismo año, 1615, Cambridge le concede un doctorado honorario en Teología, y, tras diversos cargos menores, en 1621 es nombrado deán de San Pablo, un destino importante —y, por fin, bien pagado— en la jerarquía anglicana. Y desde ese púlpito literal, Donne muta de nuevo: se convierte en un predicador desatado, azote de heterodoxos, defensor a ultranza de Jacobo I y sus políticas más represivas y conservadoras, conformista y doctrinario hasta la asfixia, como si quisiera ofrecer una imagen invertida del joven que había sido. Sin embargo, el retrato sería incompleto de quedarse en la literalidad de los sermones: en el fondo de muchas de esas diatribas siguen latiendo la duda, las contradicciones y paradojas que le han perseguido durante toda su vida, por no hablar de las ingeniosas pullas irónicas y alguna que otra maledicencia.
A finales de 1623, Donne enferma gravemente, no sé sabe a ciencia cierta de qué, tal vez tifus, tal vez un resfriado o fiebres mal curadas. Durante su convalecencia, el postrado poeta y pastor, grafómano siempre atento a sí mismo, redacta Devotions upon Emergent Occasions and Several Steps in My Sickness, obra que contiene 23 «devociones» que relatan, por orden, las fases de su enfermedad, cada una dividida en una Meditation («Meditación»), una Expostulation («Debate» o «Disquisición») y una Prayer («Oración»). Son las 23 meditaciones las que se recogen en esta traducción.
Pese al título, poco tienen que ver estos breves textos con obras clásicas de encabezamiento similar pero pretensiones muy distintas y procedentes de universos culturales más remotos de lo que parece; no hallará aquí el lector rastro del estoicismo de Marco Aurelio ni de Boecio, poco consuelo ni, menos aún, una guía para la vida buena. Más bien nos encontramos, puestos a categorizar, ante una especie de dietario avant la lettre, el dietario de un enfermo que refleja, con minuciosidad, las fases de su dolencia casi día a día —según parece, fue tomando notas durante la enfermedad y compuso el texto ya convaleciente—, desde la sorpresa inicial al temor a la recaída una vez recuperado.
La mirada de Donne es precisamente eso, una mirada, un ejercicio de observación casi empírico que atiende a las reacciones del cuerpo y de cuanto le rodea, que se desconcierta ante la irrupción del mal (con minúscula), inesperado invitado que siembra el caos en el frágil orden de su vida, se demora en los síntomas y el progresivo deterioro físico, reseña la prolongada postración, el insomnio, la llegada de los médicos, sus actitudes, la evolución de la enfermedad, el miedo —siempre el miedo— y el aislamiento del enfermo, los signos de curación…; y Donne no sólo mira, también oye —el oído es el sentido menos debilitado por la afección—: oye a los médicos, oye el rumor de sus propios pensamientos y oye, en fin, doblar las campanas de la iglesia vecina.
Pero no se trata sólo de una descripción fisiológica de la enfermedad ni de sus devastadoras repercusiones en la vida cotidiana: las meditaciones de Donne requieren esas morosas observaciones —tan lúcidas, tan precisas, tan personales y, a la vez, tan comunes y reconocibles en la experiencia de todos— para levantar el vuelo y generalizar, para dar el salto, por así decir, de la física a la «metafísica». Una «teología» sui generis, consciente de sí, pintoresca a veces, pero impregnada de un peculiar materialismo prematerialista —deudor posiblemente de la imaginería barroca del poeta que era—, cargada de intuiciones deslumbrantes: el cuerpo como finca arrendada cuyo cultivo y cuidados nunca son suficientes; los reyes igualados a los más viles de sus súbditos por los quebrantos de la salud; los dioses representados con todas las pasiones y afecciones humanas, salvo una, la enfermedad; la inquietante sospecha de que ser consciente de los propios males tiene como consecuencia su multiplicación… Las imágenes de Donne son intensas y perdurables, no iluminan fugazmente, como fuegos artificiales, sino que persisten como bengalas sobre un campo de una batalla que todos sabemos perdida de antemano.
Con un vocabulario sencillo, aun en estas páginas de concentrada prosa, el genio del poeta se eleva por encima de sus propias contradicciones latentes o explícitas (¿es la enfermedad un reproche del Señor, un error accidental o una circunstancia inherente al hecho de ser humano?, ¿es la curación una gracia divina o un alargamiento de una condena?), cuando no saca provecho de ellas, y exprime asociaciones de ideas e imágenes con una soltura pasmosa, metáforas y comparaciones de una riqueza abrumadora, potentes y, a la vez, extrañamente precisas y contenidas (son raras las ocasiones en que Donne cae en las hipérboles que lastran a otros poetas de su época). No es de extrañar que se haya convertido en una fuente inagotable de citas brillantes, pequeñas perlas bruñidas que, aun descontextualizadas, siguen conservando su fuerza…, y dando lustre a páginas ajenas.
Baste recordar el que probablemente sea el fragmento más famoso, y citado, de este opúsculo, de la Meditación decimoséptima: «Ningún hombre es una isla, completa en sí misma; cada hombre es un pedazo del continente, una parte del todo; si el mar se lleva un trozo de tierra, Europa mengua, como si fuese un promontorio, como si fuese la casa solariega de tus amigos o la tuya. La muerte de cualquier hombre me disminuye, pues soy parte de la humanidad. Y, por lo tanto, nunca mandes a nadie preguntar por quién doblan las campanas, pues doblan por ti». Pero la sombra de Donne es alargada y se encuentran ecos de sus sentencias hasta en los autores más insospechados: «La vejez no es una batalla; la vejez es una masacre», «La vejez es una enfermedad, la juventud es una trampa»; la primera cita es de Elegía, de Philip Roth, la segunda está extraída de la Meditación séptima…
Tras la recuperación de la enfermedad, el deán volvería al púlpito, y seguiría gozando del favor del nuevo rey, Carlos I, en cuya corte predicaría, hasta su muerte, en 1631, a los cincuenta y nueve años. El Donne de este último periodo es un hombre maduro, que oscila entre sentidas y casi delirantes manifestaciones de fe y una conciencia clara de su propia posición privilegiada, teñido todo de un sutil matiz de amarga ironía. En un sermón fechado en 1627, Donne, en una de sus múltiples confesiones personales más o menos encubiertas, da una de las claves de su poética y, de paso, de su biografía. No sólo de lo perdido canta el poeta ni de lo divino el hombre santo, los motivos, nos dice este deán maduro y resabiado, con una conciencia psicológica ya plenamente moderna, son mucho más mundanos: «Hacemos sátiras, y esperamos que el mundo las llame ingenio; pero Dios sabe que se trata en gran medida de la expresión de un sentimiento de culpa, y que sólo reprobamos aquello que nosotros mismos hemos hecho, que clamamos contra los males de estos tiempos, pero somos nosotros los que los emponzoñamos, y así, el calumniador susurra censurando aquello que a nadie define tanto como a él mismo». No somos nada, o casi nada.
Se conserva, del postrer año de su vida, otro retrato, el último, que resulta no menos elocuente que el primero, la miniatura de su juventud. En éste, aparece un Donne envejecido, demacrado, con los ojos cerrados, envuelto en lo que parece un sudario, enmarcado en un óvalo en el que ya no está inscrito ni lema ni declaración, sólo su nombre y su cargo eclesiástico. Parece un cadáver…, pero no lo es, al menos no estrictamente: el poeta encargó el cuadro unos meses antes de morir, con la intención de salir reflejado tal como esperaba verse… al resucitar; y no sólo eso sino que lo colgó en la pared como recordatorio de la fugacidad de la vida. Colocados el uno al lado del otro, ambos retratos ofrecen una imagen perturbadora: el patente deterioro físico recuerda, sí, la fugacidad de la vida, su esencial contingencia; pero el asombroso parecido, pese a la huella devastadora de los años, pese al gesto y el porte tan distintos, apunta, por extraño que resulte, a una permanencia no menos esencial, a una identidad inmutable más allá de todos los accidentes…, menos del último. Donne murió y mudó.
VICENTE CAMPOS