Si bien la nueva visión de la vida, que, surgida en Italia, estaba destinada a penetrar por toda la civilización europea sólo había de afirmarse durante el siglo XV, ya entre 1300 y 1400 encontramos signos nada despreciables de una mutación profunda cuyas raíces venían de muy lejos, pero que en aquel momento parecían multiplicarse a un ritmo acelerado. Se trataba de la idea de una renovatio que transmutase la cultura y la vida; que liberase al mundo del espíritu de los vínculos tradicionales de cualquier clase; que actuase en la vida social suprimiendo privilegios, escisiones y desigualdades; que se injertase en la vida política devolviendo a Italia aquella dignidad que le correspondía a juzgar por su pasado grandioso y por las fuerzas que en aquel presente estaban ya en acción. El ímpetu de las ciudades nuevamente florecientes permitía presentir nuevos títulos de nobleza a añadir a una historia ya olvidada por una memoria que había sido bien deficiente. Así, en Roma anhelaban el retorno de los Escipiones y de los Césares; en Florencia se pensaba en Catilina y en Julio César. Las disensiones cada vez más agudas, de las cuales sacaban provecho fuerzas extrañas a la «sacra Italia», así como el papado de Aviñón, sometido a intereses extranjeros, hacían que se fuese abriendo camino la idea de una vida política italiana opuesta al mismo tiempo a los «tiranos» interiores y a los «bárbaros», que seguían siendo una amenaza. En suma, una política que, actuando por la «libertad» y la «justicia», renovase la «paz» de Roma.
El antiguo Imperio parecía proporcionar el pretexto, los títulos y el derecho para esa renovación; la Iglesia antigua parecía proporcionar la evidencia de que sólo un proceso de degeneración había permitido que la religión universal de Cristo se transformase en un poder en manos de intereses particulares. La regeneración no tenía que renovar solamente la vida religiosa, tenía que recrear también la antigua potestad romanocristiana, instrumento eficaz de una luz universal que, después de las «tinieblas» de los «bárbaros», habría difundido por todo el mundo, además, la fuerza de la antigua sabiduría. Lo clásico constituía el impulso y la base del movimiento, diseñaba las líneas de un programa, alimentaba y concretaba las aspiraciones. Pero, bajo la nitidez de la lengua de Livio y de Cicerón, bajo el recuerdo de Escipión y de César, bajo los títulos consulares y tribunicios, lo que había no era sólo un sueño literario, sino una nueva fe, una nueva mentalidad que en la antigüedad buscaba el impulso, una bandera de batalla, con el fin de superar la antítesis medieval entre Iglesia e Imperio, entre güelfos y gibelinos, instaurando así una libertà italiana que fuese heredera a la vez de la tradición romana y de la tradición cristiana, que renovase los más augustos valores humanos, valores que la «barbarie» había subvertido o falseado. En esta nueva plenitud se hubiera concretado la paz, las herejías se hubieran superado y, por fin, los cristianos y los mahometanos se hubieran unido, según el sueño de Pío II, en la armonía concordante de todos los hombres. Todo esto, como se echa de ver, iba mucho más allá de las premisas reconocidas. Y tal vez fuera precisamente la magnitud de ese programa, su universalidad, lo que, desvinculándolo de la misma sociedad italiana en que había nacido, hizo de él no un sueño de retóricos, como sostienen algunos, sino una palabra nueva, un nuevo modo de hablar a los hombres que debía ser acogido por todos ellos y todos debían hacer suyo. Pero, sea como fuere, mientras esta nueva forma de civilización se convertía en universal, perdía esos puntos de partida esencialmente italianos que al principio había tenido y se iba desprendiendo, como una concepción nueva de la vida, de aquellos programas políticos determinados en que se había apoyado al comienzo.
La conexión entre los programas políticos y la nueva concepción de la vida, en cambio, es muy clara en alguien como Cola di Rienzo, mantenedor en cierto momento de las ideas que en la misma época acariciaba el portaestandarte del movimiento humanístico, Francesco Petrarca. Lo cierto es que Cola estaba totalmente atrapado en la situación de la Roma caput mundi, de la universa sacra Italia, oprimidas ambas y divididas por las tiranías feudales, por las luchas partisanas, por las arraigadas desigualdades disfrutadas por los bárbaros. Lo que quería era la libertad y la renovatio, en vista de que los tiempos estaban maduros, porque ya estaba a punto de nacer magnus ab integro saeclorum ordo. Éste era el sentido religioso, mesiánico incluso, de una nueva era, alimentado con la herencia de corrientes místicas, cuando la fe en el retorno de los valores de la Ecclesia primitiva convergía con la exaltación del espíritu clásico romano. Pero la fantasía de Cola no era insensata; cuando menos, no más de como lo habían de ser en general las ideas de los hombres del Renacimiento. Cola di Rienzo, escribe Burdach, nos aparece verdaderamente «como un heraldo y un anunciador de una nueva cultura que es tan nueva en su concepción del Estado, de la Iglesia, de la sociedad y del individuo, cuanto se aleja también, en su gusto literario y artístico, del mundo medieval. En su ardiente deseo, en parte a sabiendas y en parte oscuro, de una renovación radical y de nuevas formas de vida, quiere lo que originalmente se entendía por «Renacimiento»: no un movimiento externo, aparente, una imitación de la literatura y el arte antiguos, no una nueva vida basada en libros y objetos muertos, en estatuas y cosas parecidas, sino más bien una renovación moral y política que afectara al Estado, a la Iglesia y a la sociedad, una «regeneración» íntima, espiritual, del individuo, alimentada tanto por fuentes religiosas como por el mundo ideal de la antigüedad» (cf. P. Piur, Cola di Rienzo, trad. italiana de J. Chabod Rohr, Milán, 1934, p. 217).
Se trataba de un conocimiento nuevo basado en una reconstrucción ideal de lo antiguo y sostenido por las más vivas exigencias. No fue por casualidad por lo que Cola iniciara su famosa colección de epígrafes; la Descriptio Urbis eiusque excellentiae, cuyo propósito había de ser tomado de nuevo por uno de los más típicos representantes del Humanismo: Poggio Bracciolini (cf. E. Müntz, Precursori e propugnatori del Rinascimento, trad. italiana de G. Mazzoni, Florencia, 1902, p. 28). En la elocuencia de Tito Livio —lacteo eloquencie fonte manantis Titi Livii— encuentra el tono de sus ardorosas evocaciones; en la romanidad revivida por los escritores y en los monumentos encuentra una conquista perenne que impedirá que «Roma caiga en ruinas como lo hicieron Babilonia, Troya, Cartago y Jerusalén». La cultura medieval, «con sus rígidos dogmas eclesiásticos, con las sofisticaciones de su dialéctica, con los sistemas escolásticos tributarios de la autoridad de aquel charlatán llamado Aristóteles, con su gusto por las fábulas de Tristán y de Lancelot, tuvo ya su época. Los nuevos astros que la iluminan son Livio, Salustio, Séneca, Cicerón (Platón)...» (Piur, op. cit., pp. 206-207). Y lo que estos autores le enseñan son los derechos de Roma y de Italia, contrarios a los del emperador y los príncipes electores; ellos le espolean a oponer la tradición latina a la de los «bárbaros». Se trata de la tradición romanocristiana, que hace suya tanto la herencia de Atenas como la de Jerusalén. Y si alguien le reprocha sus «estudios paganos», le responderá que san Ambrosio, san Agustín, san Jerónimo y san Gregorio habían bebido de las fuentes clásicas; pone en conjunción a Livio y la Biblia. Una unión análoga se realiza en Petrarca y se va a realizar en Coluccio Salutati y, luego, en los escritores del siglo XV, en los cuales se hace muy raro encontrar una comprensión de lo antiguo separada de una religiosidad profunda. El retorno a los clásicos fue también el retorno a una más rica conciencia cristiana.
Por eso precisamente, mientras Petrarca veía en Cola al realizador de sus ideas, Cola consideró a Petrarca como a un maestro; el «sueño» de la restauración se convertía así en un programa que se estaba realizando entonces. Y el tribuno, soberano y hombre culto a la vez, que sustentaba su política con su cultura, si bien exaltaba la grandeza republicana, también entendía la «libertad» que había que instaurar no como una libertad de facciones, sino como liberarse de los pequeños tiranos internos, como la liberación del pueblo y, a la vez, la igualación de los individuos. Pero él, el tribuno, se proclamaba único príncipe y señor, padre de sus súbditos y libre artífice del Estado: consul orphanorum, viduarum et pauperum, dotado de libera potestas et auctoritas reformandi et conservandi statum pacificum Urbis et totius Romanae provinciae. Y mientras él, dictador absoluto, soñaba con una coronación imperial itálica, Petrarca, abandonando los ideales republicanos, afirmaba que «la monarquía es el sistema más idóneo para recoger y volver a ajustar las fuerzas de Italia arruinadas por la larga devastación de las luchas intestinas» (Familiar, III, 7; cit. en Piur, op. cit., p. 85).
Las ideas políticas de Petrarca no siempre eran coherentes, ni tampoco era él un pensador fuerte y profundo; pero su visión de una latinidad renovada había de contribuir poderosamente, incluso fuera del campo literario, a plasmar la mentalidad del hombre nuevo, a crear una conciencia nueva. Si bien el Renacimiento fue en gran parte un fenómeno cultural, no por ello se limitó a anhelar repúblicas ideales en el mundo de la fantasía. Junto a unos gramáticos destinados a convertirse en las máscaras cómicas de los diálogos de Bruno, hombres hubo que, empapados de la nueva concepción de lo real, la difundieron en la vida, la impusieron en las cortes y, cuando ellos mismos eran hombres políticos, se inspiraron para su actividad en esa misma concepción.
Pío II decía de Coluccio Salutati, secretario florentino, discípulo de Petrarca, que le daba a Gian Galeazzo Visconti más miedo que un ejército (cf. G. Volpe, Il Medioevo, Florencia [1926], p. 471); cierto es que en sus cartas, inflamadas, resonaba el ímpetu de una renovación in fieri. Ese impulso, si bien fue más evidente en el aspecto artístico y literario, no por ello fue menos eficaz para la transformación de todos los órdenes de la vida.
1. La magnificencia de Roma (carta de Petrarca a Giovanni Colonna)
En esta carta, del 15 de marzo de 1337, Petrarca notifica a Colonna la gran impresión que experimentó, no por encontrarse en la ciudad de los apóstoles, sino en la sede del Imperio. Éste es un tema que retornará de manera insistente durante todo el Renacimiento; ahí la renovatio se concreta como una restauración de la romanidad clásica.
A Giovanni Colonna, desde Roma.
(...) Pensabas que cuando estuviera en Roma habría de escribir algo grande. Quizá sí que haya recogido material suficiente para hacerlo más adelante; por ahora no me he sentido con fuerzas para comenzar nada, por lo muy impresionado que estoy por el milagro de cosas tan grandes, por la magnitud de mi admiración. Sólo hay una cosa que no quiero dejar en silencio, y es que sucedió lo contrario de lo que creías. Solías desaconsejarme, ¿recuerdas?, que viniese, sobre todo por el temor a que, teniendo en cuenta el aspecto de las ruinas de la ciudad, que poco se correspondían con la fama y la opinión concebidas a partir de los libros, aquel entusiasmo que yo tenía viniese a enfriarse. Y yo mismo, aunque sentía un ardiente deseo, estaba de acuerdo en retardarlo por miedo a que, lo que yo había imaginado, la vista y la presencia no lo disminuyesen, pues esta visión y esta presencia resultan siempre dañosas para las cosas grandes. Pero en este caso, que hay que decir que es sorprendente, la vista en nada disminuyó, sino que incluso superó, lo que esperaba. Y Roma me apareció aún más grande, y las ruinas me parecieron aún mayores de lo que había creído. Ahora ya no me sorprende que el mundo haya estado bajo el dominio de esta ciudad; lo que me sorprende es que haya tardado tanto en estarlo. Adiós.
Desde Roma, en los idus de marzo, en el Capitolio.
[Petrarca, Familiarum rerum, II, 14; ed. Rossi, vol. I, p. 103.]
2. De la exhortatio ad transitum in Italiam ad Carolum quartum Romanorum regem, de Petrarca
Este pasaje de la exhortatio muestra las incongruentes concepciones políticas de Petrarca, quien sólo soñaba en la renovatio de un Estado itálico en forma monárquica (Famil., III, 7). Pero, junto a tales incertidumbres teóricas, comunes por lo demás a todo el siglo XV, sigue habiendo en estas palabras, que Roma pronunciaría, la viva conciencia de la antigua grandeza que en todo momento sigue aún activa, que anima toda la obra del poeta y que debía convertirse en la eficaz levadura de todos y cada uno de los aspectos de la vida.
Un día pude mucho e hice mucho; fundé las leyes, dividí el año, volví a encontrar el arte de la guerra. Después de haber pasado quinientos años en Italia, durante los doscientos años siguientes —y hay testigos dignísimos que darán fe de ello— recorrí, entre guerras y victorias, Asia, África, Europa, todo el mundo en fin, consolidando las bases del Imperio naciente con grandes sudores, con mucha sangre, con mucha prudencia. Vi al primer heraldo de la libertad, Bruto, que por amor hacia mí mató a los hijos y murió luchando contra su soberbio enemigo. Miré estupefacta al hombre armado y a la indefensa muchacha, que nadaban. Vi el sagrado exilio de Camilo, la penosa milicia de Cursor, la cabeza salvaje de Curio, al cónsul venido del arado, al dictador campesino, la regia pobreza de Fabricio, la clara muerte de Publícola, la insólita sepultura de Curcio aún vivo, el glorioso cautiverio de Atilio, a los Decios muriendo por la gloriosa rendición, el duelo insigne de Corvino, a Torcuato bondadoso con el padre y duro con el hijo, la sangre de los Fabios vertida toda al mismo tiempo, a Porsena atónito, la noble diestra abrasante de Mucio. Soporté las llamas de los Senones, los elefantes de Pirro, las riquezas de Antíoco, la constancia de Mitrídates, la locura de Sifaces, la dureza de los Ligures, las guerras samníticas, las incursiones de los cimbrios, las amenazas macedonias, las añagazas púnicas. Bañé, a la vez con la sangre de mis enemigos y con la de mis hijos, Carra, Egipto, Persia, Arabia, el Ponto, Armenia, Galacia, Capadocia, Tracia, las playas mauritanas, las arenas etiópicas. Ensangrenté las llanuras de Libia y de España, Aquas Sextias, el Ticino, el Trebia, el Trasimeno, Cannas y las Termópilas, famosas por los estragos persas; el Danubio y el Rin, el Indo y el Hidaspe, el Ródano y el Ebro, el Éufrates y el Tigris, el Ganges, el Nilo y el Hebro de Tracia, el Don y el Araxes; el Tauro y el Olimpo, el Cáucaso y el Atlante, el Jonio y el Egeo, los mares de los escitas y los Cárpatos, el Helesponto y el estrecho de Eubea, el Adriático y el Tirreno, y, finalmente, el Océano domesticado por mis naves. Y todo eso para que a tal serie de guerras le siguiese una paz eterna y se fundase el Imperio. No fallaron mis aspiraciones; satisfecha, vi el mundo a mis pies.
[Petrarca, Familiarum rerum, X, 1; ed. Rossi, vol. II, pp. 281-282.]
3. Cola di Rienzo a Carlos IV (julio de 1350)
Éste es sólo un fragmento, pero muy significativo, de la carta dirigida por Cola di Rienzo desde Praga, durante el mes de julio de 1350, a Carlos IV. Podríamos considerar esta carta como su apología. La cultura, que hace revivir en él lo antiguo, se traduce en una obra de reconstrucción: nihil actum fore putavi, si, que legendo didiceram, non aggrederer exercendo, son palabras que justamente los modernos editores de las cartas han antepuesto como un lema. Inicialmente está la traza de lo que se decía y a lo cual dio crédito; y es que él sería hijo del emperador Enrique VII.
(...) Empecé a despreciar la vida plebeya y a cultivar el ánimo con las más elevadas ocupaciones que eran posibles, y con las cuales pudiese procurarme honor, elogios y gloria sobre los demás ciudadanos. De hecho, exceptuada la magistratura de la Cámara de Roma, que le correspondía al papa, quien de todos modos gobernaba por medio de un sustituto, dejando de lado cualquier otra ocupación, sólo atendí a la lectura de las gestas imperiales y de las memorias de los más grandes hombres de la antigüedad. Y, pareciéndome mi ánimo en cierto modo lleno de todo eso, consideré que nada se habría hecho si las cosas que había aprendido leyendo no hubiese intentado realizarlas. Sabiendo por eso mismo, por las crónicas de Roma, que durante quinientos años y más ningún ciudadano romano, por bajeza de ánimo, se había atrevido a defender al pueblo de los tiranos, y sintiendo asimismo lástima por los italianos, que estaban en la miseria, indefensos y oprimidos, decidí intentar la difícil empresa, que era noble, digna de alabanza y de permanecer en la memoria pero, con todo eso, peligrosísima. Y así, ora con palabras, ora con las armas, en Roma y ante la Curia, comencé con tanta intrepidez a defender francamente al pueblo adormecido y debilitado que, maravillándose vivamente el pueblo de la singular grandeza de ánimo y del nada acostumbrado desafío al peligro, volvió a recobrar el ya gastado vigor, de algún modo el aliento. Y de día en día fui llegando a ser terrible y sospechoso para los poderosos, y sobre todo querido por el pueblo.
[Briefwechsel des Cola di Rienzo, ed. Burdach y Piur, Berlín, 1912, pp. 203-204.]
4. La renovatio Urbis (Cola di Rienzo a los romanos, enero de 1343)
Cola di Rienzo, desde Aviñón, anuncia a los romanos la concesión, por parte del supremo pontífice, de un año jubilar en 1350. La carta es del 28-31 de enero de 1343 y en ella resuenan ya los Escipiones, los Césares y los Metelas, y anuncia a la vez la renovatio Urbis en una prosa escrita con el ritmo que tendría un himno y en la cual confluyen los sueños y las esperanzas de la religiosidad medieval que se transfiguraba en el resurgente espíritu clásico. Pero la renovatio es ya el imperio de la paz, de la paz cristiana, destinada a extender a todos los hombres los valores universales de la Roma cristiana.
Al Senado y al pueblo romano.
¡Regocíjense los montes que nos rodean, vístanse los cerros de gloria, florezcan de paz todas las llanuras y valles, germinen fecundos y sean llenos de eterna alegría! Levántese el pueblo romano de su larga postración, ascendiendo al trono de la majestad de antaño; quítese la lúgubre vestimenta de la viudedad, revístase con la púrpura nupcial, adorne su libre cabeza con una diadema, cíñase el cuello con collares, vuelva a tomar el cetro de la justicia; y, rodeado de todas las virtudes y regenerado por ellas, ofrézcase como un esposo engalanado para complacer a su esposa. Despierten sus sacerdotes y sus grandes, los ancianos y los jóvenes, las matronas, los niños juntamente con las niñas; y que todo el ejército romano, con gritos de salvación, admirado, hincadas las rodillas en el suelo, fijados los ojos en el cielo, levantadas las manos hacia las estrellas, con el ánimo alegre, con la mente piadosísima, dé gracias a Dios y cante gloria en los cielos.
Ahora, en efecto, que los cielos se han abierto y que, nacida de la gloria de Dios Padre, la luz de Cristo, difundiendo el esplendor del Espíritu Santo, a vosotros que vivís en las sombras tenebrosas de la muerte os ha preparado la gracia de una inesperada y admirable caridad; ahora que el clemente cordero de Dios que quita los pecados del mundo, el santísimo romano pontífice, padre de la ciudad, esposo y señor, movido por los gritos, por los lamentos, por las luchas de su esposa, apiadándose de sus desgracias, calamidades y ruinas, abriendo graciosamente, por inspiración del Espíritu Santo, el seno de su clemencia a la renovación de la Urbe, a la gloria de su pueblo, a la alegría y la salvación de todo el mundo, os ha concedido a vosotros misericordia y gracia, y al mundo entero le promete redención y a las gentes remisión de los pecados...
¿Qué Escipión, qué César, qué Metela, o Marcelo, o Fabio —que, según los anales antiguos, sabemos que eran liberadores de la patria y dignos de eterna memoria, cuyas solemnes imágenes esculpidas en mármoles preciosos admiramos en el recuerdo y en la luz de la virtud—, quién de todos vosotros habría podido darle a la patria una gloria tan grande?
[Briefwechsel des Cola di Rienzo, ed. cit., pp. 4-7.]
5. Petrarca a Cola di Rienzo (Famil. rer., VII, 1)
Cola di Rienzo es tribuno y Roma vuelve a ser . Los bárbaros que huellan la tierra de Italia pronto estarán domados. El mito del poeta ha venido a reunirse con la actividad del hombre político; Petrarca anuncia el cambio de la renovación literaria en una renovación concreta de la vida.
¿Qué cosa mala ha hecho el pueblo inocente? ¿Qué la sagrada tierra de Italia? Ahora, cuando ya el polvo itálico es hollado por los pasos de los bárbaros; ahora, cuando nosotros, que en tiempos fuimos señores de todas las gentes, somos ahora, ¡ay!, presa de los vencedores, acaso como castigo por nuestros pecados, acaso porque nos esté atormentando, con el influjo del maligno, un astro adverso y maléfico, acaso porque —y esto es lo que yo creo—, íntegros pero unidos ahora a los malvados, seamos castigados por unas culpas que no son nuestras.
Pero que yo no tema por Italia, a la cual más bien habrán de temer los rebeldes, pues será fuerte el poder de los tribunos ahora restituido a la Urbe y puesto que Roma, nuestra cabeza, permanecerá íntegra.
[Petrarca, Famil. rer., VII, I; ed. Rossi, vol. II, p. 95.]
6. Exhortación de Petrarca a Cola di Rienzo (junio de 1347)
Desde Aviñón, en junio de 1347, Petrarca escribe a Cola di Rienzo y a los romanos una larga epístola hortatoria que celebra a la vez la libertas instaurada en el interior contra los tiranos feudales con la igualdad del pueblo y el inicio de la obra pacificadora de una Roma resurgida.
Te has abierto de manera admirable un camino hacia la inmortalidad. Debes perseverar, si quieres alcanzar tu objetivo; has de saber además que cuanto más luminoso haya sido el comienzo, tanto más oscuro será el fin. Para el que camina por caminos como ésos, muchos serán los peligros, muchas las incertidumbres, muchas la dificultades; pero la virtud halla su deleite en las asperezas, la paciencia en las dificultades. Iniciamos un trabajo penoso y glorioso; ¿para qué aspirar a un descanso indolente? Añadamos que muchas cosas se muestran difíciles a quien se enfrenta con ellas por vez primera, y que habrán de aparecer luego sencillísimas para quien proceda después de esa primera vez. Pero ¿por qué disertar sobre esto, cuando tanto debemos a los amigos, y más aún a nuestros padres, y todo a la patria? Por eso, si llega el caso de tener que enfrentarnos con las espadas desnudas a los pérfidos enemigos, tú te enfrentarás con ellos impertérrito, siguiendo el ejemplo de Bruto, que mató en el campo al hijo del rey soberbio, cayendo él mismo por los golpes recibidos; y así, a quien había expulsado de la Urbe, lo persiguió hasta el Tártaro. Pero tú, vencedor, permanece incólume mientras ellos perecen; y si acaso has de caer y dar la vida por la patria, mientras ellos se precipitarán a los infiernos, tú irás al cielo, hacia el cual el valor y el amor que sientes por los tuyos te habrán abierto el camino, y aquí dejarás el rastro de una fama eterna. ¿Qué más se puede esperar? Rómulo fundó Roma. Bruto, que recuerdo a menudo, la liberó. Camilo recuperó Roma y la libertad. ¿En qué te diferencias tú de ellos, hombre egregio, si no es en que Rómulo circundó la ciudad naciente con un frágil surco, mientras que tú rodeas con solidísimos muros la ciudad más grande entre todas las que son y que han sido? Bruto reivindicó la libertad usurpada por uno solo, y tú la libertad usurpada por muchos tiranos. Camilo restauró la ciudad a partir de las recientes y aún humeantes ruinas, y tú, en cambio, de las antiguas y ya sin esperanza. ¡Salve, nuestro Camilo, nuestro Bruto, nuestro Rómulo, o con el nombre con que prefieras ser llamado! ¡Salve, padre de la libertad romana, de la paz romana, de la serenidad romana! A ti la edad presente te debe el poder morir en libertad, y la edad futura el nacer libre.
[Briefwechsel des Cola di Rienzo, ed. cit., pp. 74-75.]
7. Cola di Rienzo proclama el resurgimiento del Imperio Romano (1 de agosto del 1347)
Desde Roma, el primero de agosto de 1347, Cola di Rienzo proclama el resurgimiento del Imperio romano, la libertas de todas las ciudades de la sagrada Italia.
Nos, soldado del Espíritu Santo, Niccolò Severo, y Clemente, liberador de la Urbe, defensor de Italia, amante del mundo y tribuno augusto, queriendo y deseando que el don del Espíritu Santo sea recogido y aumentado tanto en la Urbe como en Italia entera, y que la voluntad, benignidad y liberalidad de los antiguos príncipes romanos sean imitadas en el grado que Dios nos lo permita, hacemos saber a todo el mundo que, asumido por nos el tribunado, el pueblo romano, siguiendo el consejo unánime de todos los criterios, de los sabios y los abogados de la Urbe, reconoce tener aún aquella autoridad, potestad y jurisdicción que tuvo al comienzo y en el máximo florecer de la Urbe, cuando revocó para sí expresamente todos los privilegios establecidos en perjuicio de su derecho, de su autoridad, de su potestad y de su jurisdicción.
Nos, por tanto, en nombre de la autoridad, potestad y jurisdicción antiguas, en nombre de la plena potestad concedida por el pueblo romano en público parlamento y hace poco por nuestro señor el sumo pontífice, como resultado de sus públicas bulas apostólicas, para no parecer ni ingratos ni avaros con la gracia y el don concedidos por el Espíritu Santo, tanto al pueblo romano como a los susodichos pueblos de la sagrada Italia, y a los que no les permitimos que por negligencia los derechos y jurisdicciones del pueblo romano se deterioren más aún, con la autoridad y la gracia de Dios, del Espíritu Santo y del sagrado pueblo romano, conforme a los modos, derechos y forma, y como mejor podemos y debemos, decretamos, declaramos y proclamamos que la santa ciudad de Roma sea cabeza del mundo y fundamento de la fe cristiana, y que todas la ciudades de Italia sean libres y queden restituidas a la defensa de una plena libertad, y consideramos que todos los pueblos de la sagrada Italia son libres. Y desde este momento hacemos, declaramos y proclamamos que todos los pueblos arriba mencionados, y los ciudadanos de las ciudades de Italia, sean ciudadanos de Roma y que gocen del privilegio de la libertad romana.
[Briefwechsel des Cola di Rienzo, ed. cit., pp. 101-1031
8. Carta de los florentinos a los romanos (de Coluccio Salutati, 4 de enero de 1376)
Esta famosa carta fue enviada desde la república de Florencia a los romanos el 4 de enero de 1376, y la redactó Coluccio Salutati con un estilo que ya a Cipolla le recordaba el de Cola di Rienzo. El ambiente ideal es el mismo y se alimenta en el descontento suscitado en Italia por los «malvados pastores que —como decía santa Catalina— envenenan y corrompen el jardín de la Iglesia». El desgobierno de los papas de Aviñón agudiza el contraste entre italianos y franceses, y colabora a un despertar nacional contra todas las barbaries extranjeras. Los florentinos, desplegando una bandera roja en la cual se lee, escrito en letras de oro, «libertad», intentan reunir en un solo bloque a los descontentos y consiguen sublevar Bolonia, hasta que son condenados por Gregorio XI.
A LOS ROMANOS
Magníficos señores, hermanos nuestros queridísimos:
Dios benignísimo, que todo lo dispone, que con un orden desconocido por nosotros y con inmutable justicia administra las cosas de los mortales, conmovido por la pobre Italia, gimiente bajo el yugo de una abominable esclavitud, despertó el espíritu de los pueblos y excitó el ánimo de los oprimidos en contra de la tiranía pésima de los bárbaros. Y, como ahora veis, en todas partes y con igual ansia, Italia, finalmente despierta, grita por la libertad, pide la libertad con las armas y con su valor. Y a quien clama por un espléndido propósito como éste, por una causa tan digna, no podemos negarle nuestro apoyo. Que lo que pensamos os alegre, a vosotros, que sois casi los artífices y los padres de la libertad de todos, pues es sabido que es conveniente, para la majestad del pueblo romano y para la vuestra, un propósito como éste. Este amor por la libertad, en efecto, estimuló ya un día al pueblo romano en contra de la tiranía del rey, en contra de la dominación de los decenviros, allí a causa de la ofensa hecha a Lucrecia, aquí por la condena de Virginia. Esta libertad impulsó a Horacio Cocles a enfrentarse solo, sobre el puente que estaba a punto de hundirse, con los enemigos. Fue ella la que llevó, sin esperanza de salvación, a Mucio ante Porsena, donde con el sacrificio de su mano dio al rey y a toda la posteridad un ejemplo maravilloso. Fue ella la que condujo a los Decios a morir entre las espadas de los enemigos; y, para resumir los ejemplos singulares que espléndidamente ilustran la historia de vuestra ciudad, fue ella sola la que obtuvo que el pueblo romano, señor de los acontecimientos y vencedor de las naciones, recorriera todo el mundo con sus victorias y lo bañase con su sangre. Por eso mismo, hermanos dilectísimos, pues todos estáis inflamados de manera natural por el amor a la libertad, sólo vosotros, casi por derecho hereditario, estáis obligados por el anhelo de la libertad. ¡Qué triste cosa era ver a la noble Italia, en cuyo derecho está el de regir a las demás naciones, sufrir una triste esclavitud! ¡Qué cosa ver a esa torpe barbarie ensañarse en el Lacio con feroz crueldad, haciendo estragos entre los latinos y saqueándolos! Por eso, sublevados, y, como ilustre cabeza que sois no sólo de Italia, sino un pueblo dominador de todo el mundo, arrojad esa abominación de las tierras italianas y proteged a los que claman por la libertad; y si hay alguien a quien la pereza, o un yugo aún más fuerte y más duro, retiene, despertadlo. No permitáis que con ultraje os opriman cruelmente los galos, devoradores de vuestra Italia. No corrompan tampoco vuestra sinceridad las adulaciones de los curas, de los que sabemos que tanto en público como en privado os presionan y os incitan a sostener el Estado de la Iglesia, prometiéndoos que el papa volverá a traer a Italia la sede pontificia, y os prometen también, con gran alarde de palabras, condiciones deseables para Roma con el advenimiento de la Curia. Todas esas cosas convergen y aspiran al fin a lo mismo: que vosotros, romanos, hagáis de tal modo que Italia sea esclava, oprimida y conculcada, y que estos galos dominen. Pero ¿os podrá alguien ofrecer una ventaja, proponer un premio que se pueda anteponer a la libertad de Italia? ¿Se puede conceder alguna cosa a la ligereza bárbara? ¿Se puede pensar algo seguro a propósito de gentes volubles? ¿Con cuántas esperanzas de una duradera permanencia volvió Urbano a traer a Roma la Curia? ¿Cuán aprisa, ya fuese por un defecto natural de ligereza o por la añoranza de su Francia, cambió un propósito tan firme? Añadid a esto que el sumo pontífice fue traído a Italia sólo por Perugia, y que ésta se preparaba para ser sede fija, sobresaliendo entre todas las ciudades de la Tuscia. Y si había alguna ganancia que esperar con esa gente, si lo miráis bien, era a vosotros a quienes correspondía.
Ahora, en la dificultad, os ofrecen lo que no os habrían ofrecido. Por eso, hermanos carísimos, considerad sus acciones y no sus palabras; los llamaba a Italia, efectivamente, no vuestra utilidad, sino su deseo de dominio. No os dejéis engañar por la suavidad de las palabras; y, como os decimos, no dejéis que vuestra Italia, que vuestros progenitores pusieron a la cabeza del mundo pagando el precio de tanta sangre, sucumba a la barbarie de extranjeros. Proclamad ahora o, mejor, en pública deliberación repetid la célebre frase de Catón: No queremos tanto ser hombres libres como vivir entre hombres libres.
Dado en Florencia el 4 de enero de 1376. Os ofrecemos nuestro bien común y toda nuestra fuerza militar, dispuesta a recibir vuestras órdenes por la gloria de vuestro nombre.
[En Pastor, Storia dei Papi, vol. I, Roma, 1925, pp. 715-716.]
9. Carta de los florentinos a los romanos (de Coluccio Salutati, 27 de mayo de 1380)
Es una vez más Coluccio quien escribe, y es interesante la carta, tanto por su estilo como por los recuerdos clásicos o por la idea de la liga que había de confederar a Italia con Roma a la cabeza. Pero, si se observa la conclusión y se la compara con las premisas, y sobre todo con los documentos precedentes, no se podrá dejar de tener la impresión de que, con la mayor claridad en las frases, no va aumentando el ardor por llevar a cabo un gran sueño. Renacen los particularismos. Florencia, ya tan celosa, frente a Cola di Rienzo, por sus prerrogativas, se encerró en sí misma. Si el nuevo movimiento cultural estaba ya entonces universalizándose, comenzaba también a desligarse de las iniciales preocupaciones nacionales.
Ilustrísimos señores:
Sabed que hemos recibido con alegría vuestra carta excelente, en la cual habláis de muchas cosas con delicadeza, dais consejos útiles y expresáis opiniones saludables. No ignoramos cuán grande haya sido una vez el valor de los padres comunes, la gloria en las armas, la preocupación por la defensa de Italia. Fue por eso por lo que se opusieron un día Rímini y los galos senones; luego, aumentando cada más el poder de Roma, muy sabiamente fundaron las colonias nobles de Bolonia y de Parma, expulsando más allá del Po a los galos que habían incendiado Roma. Y allí, después de la conquista de Liguria, derrotados, como narra Floro, por Dolabella en Etruria, en el lago de Vadimonis fueron exterminados de tal modo que de aquel pueblo no quedó nadie para alardear de haber incendiado Roma. Con una fuerza semejante, bajo el consulado de Mario, derrotaron a los teutones en Aquas Sextias, a los cimbrios en el Véneto y a los tigurinos, sus aliados, en el Norigo. Con el mismo vigor emprendieron una segunda batalla contra Pirro, rey de Macedonia, orgulloso por su descendencia del fortísimo Aquiles, por su ejército de tesalios y macedonios, por los elefantes nunca vistos, vencedores en una primera guerra; y en una tercera lo vencieron hasta que, despojado dos veces de sus campamentos, lo obligaron a huir hasta su Grecia. Son sin número estas glorias, que se leen en los escritos de los famosos padres, los nuestros y los vuestros; y vosotros, como toda Italia, tenéis la obligación absoluta de renovar el valor de los padres para la expulsión de los extranjeros que ocupan ferozmente la tierra Ausonia y la torturan con tristes guerras. Para referirme ahora a la conclusión de vuestra carta, y dejando el resto, consideramos de sumo provecho y utilidad que no sólo la Toscana, sino que toda Italia se una a vosotros en una liga como los miembros están unidos a la cabeza. ¡Oh, cuán grande aparecería una Italia así dispuesta y ordenada! ¡Cuán temible sería por su poder! Creed bien que aquellos pocos bárbaros que, fuertes a causa de nuestra discordia, se ceban en la sangre itálica, que se adornan con las riquezas itálicas, no sólo huirían del Lacio, sino que temblarían ante el poder de Italia hasta en el corazón de sus propias tierras.
Desgraciadamente, egregios señores, no siempre, aunque así se quiera hacer, se pueden seguir los consejos sabios, útiles y admirables; demasiadas veces se persiguen motivos que nos empujan a abandonar los mejores caminos. Sabe Dios con cuánta alegría habremos querido compartir la gloria que ofrecéis y entrar en la alianza que buscáis: no obstante, muchos obstáculos hay que nos impiden hacer en el presente lo que de otro modo habríamos hecho de todo corazón. Nuestro estado está exhausto por el gran número de gravámenes y de gastos, está abatido por las guerras y las sublevaciones, de modo que a duras penas podemos defender nuestras propias fronteras, y menos aún emprender guerras ofensivas. La luz de vuestra excelencia nos considerará, pues, plenamente excusados, a nosotros, carne de vuestra carne, huesos de vuestros huesos, constreñidos por una extremada necesidad a rechazar lo que tan sinceramente nuestra mente y nuestra voluntad habrían aceptado.
Dado en Florencia el 27 de mayo de 1380.
[A. Wesselofski, Il paradiso degli Alberti, Bolonia, 1867, vol. I, 1.ª parte, pp. 302-304.]