LA MENTE ES UN CONJUNTO de funciones o procesos del cerebro, como sentir y percibir el propio cuerpo y el mundo en que vivimos, tener motivaciones y emociones, aprender y recordar, olvidar, dormir y soñar, hablar y comprender el lenguaje, etc., incluidas todas las formas posibles de pensamiento y entendiendo éste como la actividad mental que tiene lugar en ausencia de la propia cosa sobre la que se piensa. La mayor parte de los procesos mentales puede ocurrir tanto de forma consciente como de forma inconsciente, pero los procesos conscientes se basan siempre en componentes inconscientes. La estructura y la dinámica funcional del cerebro humano hacen que todos los procesos mentales estén acoplados y se influyan mutuamente. Las emociones, por ejemplo, influyen en la memoria y ésta determina buena parte de los sentimientos, del mismo modo en que lo hacen también las percepciones y las motivaciones, e incluso los sueños. De ese modo, recordamos mejor todo aquello que nos emociona, como el nacimiento de un hijo o el atentado contra las torres gemelas de Nueva York. Asimismo, nos emocionamos cuando recordamos o vemos la fotografía del ser querido que ya no está con nosotros.
Tal como ha evolucionado y funciona, el cerebro es un órgano que no tendría sentido aisladamente, sin un medio externo con el que interactuar continuamente para poder desarrollarse y funcionar. La mente extrae del medio ambiente buena parte de sus contenidos. Si la herencia biológica es el material sobre el que se esculpe la mente, el ambiente es el escultor que le da su forma. Ambos son críticos para el resultado final y el comportamiento. Una exploración profunda del cerebro y la mente debe considerar no sólo los factores biológicos y ambientales implicados, sino también la continua interacción entre ambos.
La mente humana funciona de tal modo que si abrimos los ojos en un día soleado sentimos que todo el paisaje que contemplamos está lleno de luz. Igualmente, el olor del desayuno matinal nos parece que está ahí fuera, saliendo de la taza de café caliente. Pero lo cierto es que esa luz y ese olor sólo existen en nuestra mente, pues son el modo en que el cerebro hace que percibamos las diferentes formas de energía que circundan nuestro entorno. Fuera de nosotros no hay luz, sólo energía electromagnética, ni olor, sólo partículas volátiles. Es decir, el cerebro, mediante la actividad electroquímica de sus neuronas, crea la mente y nos hace percibir lo que ocurre fuera y dentro de nuestro cuerpo de un modo especial y fascinante que no tiene por qué coincidir con la realidad misma, sea ésta lo que sea. Ese modo especial no es otra cosa que la percepción consciente y sus contenidos, un fenómeno que, además de dar sentido a nuestra vida, aporta flexibilidad al comportamiento y nos convierte en seres verdaderamente inteligentes.
Algunos filósofos y pensadores tienen una concepción localizacionista de la mente según la cual ésta se extiende en el entorno, es decir, se sitúa físicamente en el propio cerebro y más allá del mismo. Si analizamos detenidamente esta forma de pensar, aunque podemos admitir que los contenidos del ambiente que el cerebro captura y asimila pasan a ser parte de la mente, resulta absurdo decir que la mente está en algún lugar, sea en el propio cerebro o fuera de él, ya que, por definición, la mente no es un producto separable y, por tanto, localizable en alguna parte, sino una función, y las funciones no se ubican en ningún lugar. Lo correcto no es decir que la mente está en el cerebro, o fuera de él, sino decir que la mente es una función del cerebro en interacción con su entorno. Al lector quizá le resulte más fácil entenderlo con una metáfora. Sería absurdo decir que el movimiento está en las piernas cuando andan. Lo correcto es decir que el movimiento es lo que hacen las piernas cuando andan.
Por sorprendente que parezca, la idea de que el cerebro es quien genera los procesos mentales es relativamente nueva. Los antiguos egipcios, considerándolo un órgano superfluo, lo extraían por la nariz de los cadáveres que embalsamaban. En la Grecia clásica, el sabio Aristóteles (384-322 a.C.) encontró motivos para ubicar los procesos mentales erróneamente en el corazón, aunque por entonces también había quien, como Hipócrates de Cos (460-370 a.C.), considerado el padre de la medicina, apostaba ya por el cerebro para tal función. Mucho más tarde, el médico navarro Juan Huarte de San Juan (1529-1588) tuvo también claro el papel mental del cerebro, pero el filósofo racionalista francés René Descartes (1596-1650), entrado ya el siglo XVII, creía que la mente (o alma) era algo ajeno al cuerpo, aunque relacionada con él a través de la glándula pineal, una diminuta estructura del centro del cerebro que al parecer Descartes sólo había visto en los espléndidos dibujos anatómicos del médico de Flandes Andreas Vesalius (1514-1564).
Sentir que el cerebro genera la mente es algo intuitivo y quizá por eso puede parecer extraño que sabios antiguos, como Aristóteles, creyeran que radicaba en el corazón. Sin embargo, lo más probable es que si hoy no supiéramos nada o casi nada sobre las funciones del cerebro, nosotros podríamos cometer también el mismo error, ya que, en condiciones normales, no existe ninguna señal, aparente o tácita, que nos indique que es el cerebro y no otro órgano de nuestro cuerpo el que piensa. El que los ojos estén en la cabeza y la visión sea un importante componente de la mente no fue suficiente para que muchos sabios antiguos llegasen a atribuirla al cerebro. Hoy no albergamos dudas de que el cerebro humano, el órgano más complejo que existe en el universo conocido, es quien genera y controla los procesos mentales y el comportamiento. Pero ¿cómo lo hace?, ¿cómo es posible que un órgano material genere algo aparentemente tan inmaterial, subjetivo y complejo como la mente humana? Ante el reto de responder a estas preguntas hemos de pensar que es nuestro propio cerebro y no otro órgano más inteligente o superior a él quien debe contestarlas y, por tanto, quizá antes que nada deberíamos preguntarnos si puede o no el cerebro humano entender su propio funcionamiento y llegar a saberlo todo sobre sí mismo. ¿Qué opina el lector? Volveremos sobre esta crítica cuestión en el epílogo del libro y aquí nos limitaremos a explicar lo que hoy conocemos sobre el cerebro y sus funciones.
Los aproximadamente cien mil millones de neuronas del cerebro humano (1011) son células de diversos tamaños y morfología, aunque todas ellas pequeñas y generalmente muy ramificadas (figura 1a). Cada neurona recibe información de otras neuronas o células a través de las dendritas, pequeñas ramificaciones que surgen de su cuerpo principal. Todas las neuronas tienen además una prolongación más larga llamada axón o fibra nerviosa, que puede alcanzar en algunos casos hasta un metro de longitud y es por donde envían su información a otras neuronas o a partes distantes del cuerpo, como los músculos y las vísceras. La información que llevan las neuronas se transmite a lo largo de sus axones en forma de pequeñas descargas eléctricas llamadas potenciales de acción. Esos potenciales son, por así decirlo, la palabra con la que habla el sistema nervioso, el modo que tiene de codificar y procesar la información que recibe.
Las neuronas se comunican entre ellas mediante conexiones funcionales llamadas sinapsis (del griego σύναψις, que significa «enlace»), de las que hay unos mil billones (1015) en todo el cerebro humano (figura 1b). En cada sinapsis hay implicadas dos neuronas, la que entrega la información, llamada neurona presináptica, y la que la recibe, llamada neurona postsináptica. La neurona presináptica entrega su información liberando una minúscula cantidad de una sustancia química, el neurotransmisor, que difunde a través del microscópico espacio que la separa de la neurona postsináptica y, uniéndose a ella, modifica su actividad. Para formar nuevas sinapsis, las neuronas emiten minúsculas excreciones o brotes llamados espinas dendríticas. Mediante cambios en su morfología y funcionamiento, las neuronas y sus sinapsis pueden almacenar información. Aunque no está clara la capacidad de almacenamiento de información del cerebro humano, pues las estimaciones le atribuyen entre uno y mil terabytes (cada terabyte son 1012 bytes o 1.000 gigabytes; 1 byte son 8 bits), no hay duda de que se trata de un órgano que se caracteriza especialmente por una enorme capacidad para combinar, asociar y almacenar información de diferente procedencia. El cerebro se comunica con el resto del cuerpo mediante nervios, que son manojos compactos de axones o fibras de diferentes neuronas. El nervio trigémino, por ejemplo, es un manojo de fibras nerviosas por el que la información sensorial de la cabeza y la cara es enviada al cerebro.
Durante unos 500 millones de años, a partir del periodo geológico Cambriano, las neuronas de las diferentes especies animales han ido aumentando, cambiando y especializándose para formar circuitos cada vez más complicados, adaptados para responder a las nuevas e inciertas situaciones ambientales que esos animales habían de afrontar. Los primeros cerebros que se formaron contenían circuitos neuronales organizados para controlar su metabolismo y funciones vitales básicas. Era el cerebro de los instintos, propio de especies como los reptiles. Con el tiempo, nuevos circuitos nerviosos capaces de emitir respuestas emocionales y de almacenar información relacionada con las experiencias pasadas de los sujetos se acoplaron al cerebro de los instintos. Surgió así el cerebro emocional, en los mamíferos, hace unos 220 millones de años.
Por último, en los primates, desde hace unos 55 millones de años, los circuitos y las partes posteriores del cerebro (lóbulos occipital, parietal y temporal, figura 3) crecieron considerablemente, especializándose en el análisis y procesamiento de los diferentes tipos de información sensorial (somática, visual, auditiva, etc.), mientras que las partes anteriores del cerebro (lóbulo frontal, figura 3) crecieron y evolucionaron, especialmente en los homínidos, para especializarse en el razonamiento, la resolución de problemas, la toma de decisiones y la organización y dirección de los movimientos corporales y el comportamiento en general. Así se completó la terna que nos convirtió a los humanos en seres a la vez instintivos, emocionales y racionales, pues al ser la evolución conservadora, ninguno de esos cerebros se ha quedado por el camino. Perfectamente integrados y acoplados, esos tres componentes cerebrales controlan el funcionamiento de nuestro cuerpo y generan los estados mentales propios de nuestra especie (figura 2).