Capítulo II

Sentencias contra el Talmud

Hebraica veritas

Una vez establecidas las dimensiones del espacio hostil que se conformó en torno a los judíos, debemos pasar ahora a una exposición de noticias ordenadas en el tiempo.1 Al comienzo de nuestro estudio hemos aludido a la doctrina de san Agustín y a la Constitución de Inocencio III como bases fundamentales para explicar y garantizar la presencia de judíos en suelo cristiano. Las enseñanzas del gran Padre de la Iglesia, sintetizador formidable del pensamiento cristiano de los cuatro primeros siglos, estuvieron vigentes sin discusión hasta finales del siglo XII y nunca se repudiaron, aunque se registran muchas prácticas en contra. Por ejemplo, debemos destacar que nunca los judíos fueron expulsados de los Estados Pontificios; ciertamente no eran muchos. En relación con los judíos, san Agustín, haciendo suya la advertencia paulina «todo Israel será salvado... y ésta será mi alianza con ellos cuando haya borrado yo sus pecados» (Ro. 26-27), afirmaba rotundamente que la Iglesia, nuevo, verdadero y definitivo Israel, cobraba pleno sentido cuando el Antiguo Testamento era iluminado desde el Nuevo. «De Sión vendrá el Salvador» (Jr., 31-23,24). Es lo que el Concilio Vaticano II (Constitución «Nostra aetate») ha vuelto a poner en vigor en nuestros días.

De acuerdo con el pensamiento de los teólogos del siglo XII, en la Torah estaba la raíz primera del cristianismo y también la demostración de que la Promesa se había cumplido, aunque muchos todavía no lo vieran. Dios había permitido la supervivencia de un resto del viejo Israel para que sirviese de testigo ante los propios judíos de cómo el origen del cristianismo se hallaba en el principio de los tiempos y de cómo, en Jesús de Nazareth, se habían cumplido todos los anuncios y profecías. Los hebreos podían considerarse fieles custodios del texto fidedigno de la Biblia; era a este texto al que se calificaba de hebraica veritas en la escolástica cristiana. A él podía acudirse para rectificar los errores en la traducción al griego o al latín.

En consecuencia —se trata de un razonamiento que todavía hallamos en la segunda mitad del siglo XIV, cuando los monarcas castellanos trataban de frenar las impaciencias de sus ciudades—, los judíos debían ser conservados y respetados como testigos de la Verdad revelada, de acuerdo con el misterioso e inenarrable designio de Dios. Esto no significaba que no estuvieran sometidos a un terrible castigo divino como autores de la muerte del Salvador; por eso tenían que vivir dispersos y oprimidos. Protegiéndolos, los reyes cristianos cumplían la voluntad de Dios. Este razonamiento implicaba una determinada posición mental; el judaísmo no estaba llamado a un fortalecimiento y expansión ya que se trataba tan sólo de una supervivencia dentro de un tiempo, resto de un pasado condenado a extinguirse, en el tramo final, reconociendo que el Mesías había venido ya y que era precisamente aquel Jesús a quien el Sanedrín condenó.

Algunas derivaciones importantes procedían también de esta doctrina. Mientras la Iglesia estaba segura de poseer el texto absolutamente correcto del Nuevo Testamento, redactado en griego, admitía que las versiones del Antiguo, en griego o en latín, partiendo de la Vulgata, habían sido objeto de frecuentes errores a causa de los copistas; el texto original correcto se hallaba en poder de los hebreos que aún manejaban la lengua original. Desde la época de Carlomagno ya algunos escrituristas cristianos comprobaron defectos, ya que entre los diversos ejemplares se detectaban variaciones. No recurrieron al aprendizaje de la lengua hebrea; se limitaron a acudir a famosos rabinos para que les ayudasen a reconstruir los textos. Se trataba de un procedimiento que es exactamente el mismo que Raimundo de Salvetat emplearía al establecer la Escuela de Traductores de Toledo. Salvetat era monje cisterciense antes de ser obispo primado.

De este modo, el prestigio intelectual de algunos maestros judíos creció. A principios del siglo XII, el abad general del Císter, Esteban Harding, ejecutó una depuración completa del Salterio tan importante en la liturgia católica. Este libro es uno de los ejes de la oración cotidiana de los monjes. Por su parte, los victorinos de París, que disponían de la más importante escuela teológica de su tiempo, en estricta fidelidad al agustinismo, mantuvieron contactos muy estrechos con las escuelas rabínicas de Troyes.2 Cuando el sefardí Abraham ibn Ezra viaja por Francia y Gran Bretaña, es cordialmente recibido en todas partes por sabios cristianos; fue precisamente en París en donde concluyó su importante comentario sobre los Salmos. En esta coyuntura pudo creerse que era posible llegar a un entendimiento.

Ninguna de estas relaciones revistió, para el futuro cultural de Europa, la importancia de la ya mencionada Escuela de Traductores de Toledo. No se trataba de una institución dotada de edificios, personal y recursos, sino de un encuentro entre maestros de las tres religiones, que eran capaces de expresarse en latín o incluso en castellano. En una fecha clave, que coincide además con la gran emigración judía provocada por las persecuciones almohades, Raimundo de Borgoña, padre de Alfonso VII, consiguió situar en la sede primada de Toledo a uno de sus monjes de confianza. Gozando de la confianza del conde y de su esposa, la infanta Urraca, futura reina, Raimundo de Salvetat ejerció sus funciones entre los años 1125 y 1152. Ejerció fuerte protección sobre un grupo de judíos sabios, venidos de tierras musulmanas, ya que esperaba de éstos que comunicasen el saber que los árabes habían conseguido extraer de las bibliotecas conservadas en Oriente. Las traducciones no eran rigurosas, al pie de la letra, sino prácticamente versiones de un antiguo saber. De este modo Aristóteles pudo entrar en el pensamiento cristiano disminuyendo la influencia que hasta entonces se atribuyera a Platón.

La colaboración más importante fue la que se estableció entre Domingo González, autor de unas Categorías que en la Universidad de París se conocerían como «Gundisalvus», y un misterioso sabio hebreo a quien las fuentes castellanas llaman Abendeuth, que D’Alverny propone identificar con Abraham ibn David.3 En la práctica, los proyectos del arzobispo se vieron desbordados: aquella puerta toledana para el aristotelismo iba a convulsionar fuertemente los sistemas filosóficos imperantes en Europa. Nos estamos situando en una línea que constituye el precedente inmediato a Maimónides y a santo Tomás de Aquino, que fueron al principio acogidos con fuertes reservas aunque acabarían siendo reconocidos como los maestros decisivos para el judaísmo y el catolicismo. Del De anima y de las Categorías de Aristóteles se hicieron nuevas versiones, en latín y también en hebreo.

Aunque Domingo González y Abraham ibn David —que trata de proporcionar a Israel una conciencia histórica— se mantuvieron estrictamente fieles al agustinismo y a las enseñanzas rabínicas, respectivamente, el desembarco de Aristóteles con su protagonismo de las individualidades concretas, cambiaron, en muchos sectores, la opinión favorable que se tenía de la ciencia hebrea. Algunos teólogos cristianos comenzaron a señalar que la exégesis rabínica no era tan tradicional y estática como hasta entonces se había pensado, sino que contenía comentarios, enseñanzas y explicaciones diferentes de las que se estaban produciendo en el momento del origen del cristianismo. Dichas enseñanzas se transmitían en las sinagogas juntamente con los textos de la Mishná, que alteraban. Todo esto era denunciado como un peligro. Tratando de defender el agustinismo contra las nuevas corrientes, acudieron de manera especial a san Anselmo († 1106) y a su tesis de que es perfectamente demostrable la existencia de Dios. El gran sabio había sostenido en su doctrina que el cristianismo mantiene la racionalidad de una manera absoluta y, con ella, también la atención a la persona individual concreta, por encima de los universales.

Ahí estaba la cuestión: ¿dónde se halla la realidad, en el universal rosa o en esta flor amarilla, roja o blanca según los casos? La mayor parte de los sabios judíos compartían con los escolásticos esta fidelidad a los universales, pero algunos, entre ellos Maimónides, gran médico, abrían las puertas a una aceptación en el ámbito del conocimiento de lo individual concreto. Es importante insistir en que la primera reacción contra los grandes pensadores, a uno y otro lado de la barrera religiosa, fue negativa. Las sinagogas cerraron sus puertas a aquellos judíos que, siguiendo el modelo de Maimónides, incurrían en lo que se había venido en llamar averroísmo, es decir, descenso de la ciencia a los niveles materiales. Y entonces se produjo la conversión de algunos relevantes judíos, que fueron acogidos en el clero católico. Ellos presentaron la denuncia: se engañan los cristianos cuando piensan que se está custodiando por los hebreos esa «veritas». Lo que se enseña es el Talmud o Tradición, que desvirtúa el Antiguo Testamento, borra las huellas de la Promesa y contiene terribles injurias contra los cristianos. En el siglo XIII se producirá el giro radical: la doctrina que cultivan y transmiten los judíos es un mal, que tergiversa la Escritura.

Tres obras contribuyeron poderosamente a este rechazo de la hebraica veritas estableciendo un deber de aversión a lo que significaba ahora el judaísmo. Moshe de Huesca, que recibió el bautismo en 1106, siendo apadrinado por Alfonso el Batallador y tomando por ello el nombre de Pedro Alfonso, escribió un libro de doctrina moral, Disciplina clericalis, que alcanzó extraordinaria difusión. Usando el estilo típicamente judío de las parábolas («exemplos») que pasaría a la literatura castellana, explicó su propia conversión diciendo que había descubierto en el cristianismo la racionalidad de la fe, mientras que las explicaciones de los rabinos le parecían prácticamente irracionales. Este argumento, viniendo de un hebreo ilustrado, constituyó para muchos la prueba definitiva.

Pedro el Venerable, famoso abad de Cluny hasta su muerte en 1156, escribió para uso de sus monjes un Tractatus en que abordaba la cuestión misma de la hebraica veritas: sostenía desde luego la tesis de que el Antiguo Testamento seguía siendo base para la fe cristiana, pero había que acudir a la Vulgata, fidedigna, y no a las enseñanzas de los judíos que habían cometido desviaciones serias al introducir el Talmud. Ésta era la causa de que persistieran en el error sin convertirse.

Del mismo modo se creía haber descubierto la fuente de toda la irracionalidad que se reprochaba a los judíos. En la Summa theologica de Rufino († 1160 aprox.) se defendió ya con toda claridad esta tesis. No es la hebraica veritas la que debe seguirse sino el texto de la Vulgata de que ahora disponemos; él es fidedigno mientras que los judíos han modificado la Mishná introduciendo en ella alteraciones muy serias.4

Otros dos acontecimientos, en apariencia no relacionados con esta cuestión de que nos estamos ocupando, vinieron a agitar las aguas. Nacieron, en el seno de la sociedad cristiana, duros y peligrosos movimientos heréticos, en los que se manifestaba un retorno al maniqueísmo. Indudablemente estas doctrinas tenían origen oriental y era muy fácil atribuir a los judíos, falsamente, que tuvieran algo que ver con ellas. Las cruzadas, que ahora parecían envueltas en derrota, estimularon, especialmente entre los no instruidos, una fuerte repulsión a los judíos: se marchaba a la conquista de Jerusalén donde los judíos crucificaran al Señor. Era inútil que personas relevantes como san Bernardo de Claraval insistieran en recordar que Jesús, María y los Apóstoles todos habían sido judíos. El odio estalla y no reconoce fronteras.

En 1190, dos años después de Hattin, donde el Temple fuera barrido, Maimónides concluía en Egipto su Guía de perplejos. Pero Maimónides era el médico de Saladino, que no sólo le había autorizado a recobrar su condición de judío sino que le había otorgado una especie de jefatura sobre el Pueblo de la elección. La obra estaba escrita en lengua árabe, pero Samuel ben Tibbon hizo una traducción al hebreo que circuló abundantemente por las sinagogas de Provenza y de España, por la vía de Cataluña. Surgió entre los judíos una fuerte polémica; entre otras cosas, Maimónides estaba definiendo dos cuestiones muy importantes, que llegarían a incorporarse después al pensamiento cristiano, por ejemplo en Llull: la fe es racional y puede ser en consecuencia explicada por los resortes de la razón humana; y los Mandamientos de Dios en el Sinaí no son un simple mandato, sino una revelación del orden que existe en la Naturaleza.

Algunos rabinos defendieron esta doctrina, pero la mayor parte de ellos se inclinó por considerarla muy peligrosa. Los maimonistas comenzaron a ser excluidos de las sinagogas y muchos de ellos se convirtieron, trayendo a las filas cristianas el odio que abrigaban por su condena. En el siglo XIII la Iglesia estaba informada, aunque probablemente con no mucha exactitud, de estas polémicas. Naturalmente, los nuevos conversos aportaban pruebas de que la desviación estaba en el Talmud y no en sus doctrinas.

El IV Concilio de Letrán

Las herejías cristianas, catarismo y movimientos de pobreza, se presentaban además como una muy seria revolución social que combatía la riqueza de nobles y eclesiásticos, despertando la alarma seria de todos los poderes y aumentaron significativamente la desconfianza hacia los judíos, aunque éstos no tuvieran relación con ellos sino más bien al contrario: eran los herejes los que se volvían contra ellos colocándolos en línea de los ricos. Desde el primer momento los reyes decidieron que era necesario el empleo de la fuerza. Resultaron, al principio, insuficientes. En 1209, el legado Pedro de Castelnau fue asesinado y una ola de terror se extendió por toda Provenza, afectando también a las estructuras feudales. Ante esta situación se decidió convocar una cruzada, como las que se practicaban frente a los musulmanes, y aquellos fuertes caballeros del norte tomaron a saco las tierras del Languedoc, sin respetar desde luego a los judíos. Los condes de Toulouse y el rey de Aragón, Pedro II, héroe de las Navas, figuraron entre las víctimas.

Una consecuencia de esta situación, tirante y confusa, fue la aparición de las Órdenes mendicantes, franciscanos y dominicos, a quienes debía corresponder la educación de las masas cristianas. Desde el primer momento no dudaron los dominicos en plantear el problema judío desde unas nuevas perspectivas: el riesgo de que el Talmud, influyendo indirectamente sobre la sociedad cristiana, fuese fuente y causa de errores. El papa Inocencio III decidió que era necesario convocar un nuevo Concilio ecuménico, el IV de los reunidos en San Juan de Letrán. Tuvo lugar en el año 1215, que es el mismo en que se aprueba la Carta Magna. No eran malas las perspectivas para la cristiandad. La victoria de las Navas iba a poner en marcha la última etapa de la Reconquista española, de modo que el desastre de Hattin estaba compensado en Occidente.

Se trata, sin duda, de la más importante de tales asambleas reunidas en la Edad Media; había que revisar a fondo las estructuras y disposiciones de la Iglesia. Aceptada la legitimidad de las Órdenes menores, se definía la Iglesia como la suma de cuatro sectores, a saber: fieles laicos, mayoría del pueblo, clérigos insertos en la jerarquía, monjes herederos del benedictismo aunque hubiese varias reglas, y frailes franciscanos y dominicos. A estos últimos quedaban encomendadas especialmente tres misiones: lucha contra la herejía, reconversión de las doctrinas desviadas y, especialmente, educación de esa nueva sociedad en que predominaban los ciudadanos. Confirmando con énfasis el dogma de la Presencia Real de Cristo en la Eucaristía —lo que significaba escándalo para los judíos—, la Iglesia ponía acento especial sobre el carácter místico de su propia naturaleza. Ella era el Cuerpo místico de Cristo. Esto era lo que el Sanedrín rechazara con violencia y escándalo. Ahora los reinos de Europa formaban una Universitas christiana.

Naturalmente el Concilio tenía que revisar las relaciones con los judíos, no sustituyendo la Constitución dictada por el mismo Papa que lo presidía, pero sí aclarando algunos puntos. Se trataba de un paso importante aunque no podemos considerarlo muy desfavorable. Es evidente que al definirse Europa como una Universitas sólo podían entrar en ella los que eran por naturaleza cristianos o lo que es lo mismo, bautizados. Lo judíos sólo podían entrar en ella haciendo abandono de su condición, es decir, recibiendo el bautismo. Los no bautizados quedaban absolutamente excluidos de la sociedad y los documentos se refieren de una manera gráfica a hebreos y musulmanes llamándoles infieles. Seguía vigente el principio de que si se convertían debían integrarse en igualdad de derechos con los demás cristianos.

Confirmada la Constitutio pro iudaeis de 1199 se aclaraban, sin embargo, cinco puntos a los que debemos referirnos para entender el tema propuesto en este ensayo:

— Los hogares cristianos no podrían dar empleo a criados, criadas amas o nodrizas judías. Se recomendaba también a los fieles que prescindiesen de los médicos judíos.

— Las autoridades estaban obligadas a adoptar aquellas medidas necesarias a fin de situar a los judíos en barrios separados de los cristianos, ya que no era conveniente la relación entre unos y otros.

— La usura era considerada como un gravísimo pecado, condenado en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, independientemente de la persona con quien se practique. Había pues una especie de distingo con los versículos del Deuteronomio que hemos mencionado con anterioridad. Cualquier usurero, cristiano o judío, debía ser tratado como un pecador público.

— Los judíos estarían en adelante obligados a usar signos distintivos que permitieran reconocerlos. El Concilio recomendaba especialmente dos: un sombrero ancho de forma peculiar y una rodela de color rojo o amarillo.

— Se recomendaba la prohibición absoluta de encomendar a los judíos oficios que significasen alguna clase de autoridad o poder sobre los cristianos. Recordemos que éste era el caso de los bayles de la Corona de Aragón.

Había, sin embargo, en la legislación del Concilio ciertos signos de progreso que en cierto modo podían favorecer a los judíos. Quedaban prohibidas las ordalías o juicios de Dios cuando se trataba de delitos de «herética pravedad», que eran precisamente los atribuidos a los hebreos. También se prohibía el tormento del agua y del fuego para obtener confesiones o pruebas en los juicios, lo que estaba permitido en las leyes ordinarias,5 cuidándose además de que la tortura hubiera de suspenderse cuando había peligro de muerte o de mutilación para el reo. Se ordenó a las catedrales y abadías reservar algunos beneficios para aquellas personas que debían acudir a los Estudios Generales, ya que el tratamiento de herejías y errores dependía de que se hubiera alcanzado una adecuada preparación.

Quedaba, sin embargo, muy claro, a la luz de la doctrina conciliar, que la unidad religiosa constituía un bien esencial para la Universitas christiana, debiendo castigarse como delitos graves los ataques a la fe.

Se introduce el procedimiento inquisitorial

Los judíos fueron conscientes de que esta doctrina formulada en el IV Concilio de Letrán, usando desde luego buenas palabras, al insistir rigurosamente en la unidad confesional de la sociedad europea, podía significar para ellos un perjuicio. Antes de 1215 habían convocado algunas Asambleas para examinar el problema y elevar peticiones al Papa y a las altas autoridades eclesiásticas para conseguir una más clara definición de la que, de acuerdo con el Derecho romano, debía considerarse una religio licita.6 No lo consiguieron. Se estaba dando un pequeño paso atrás de las disposiciones de Fernando I de León y de Alfonso VI. Carecemos, por otra parte, de noticias acerca de cómo los hebreos reaccionaron ante aquellas disposiciones que culpaban como delitos graves las faltas contra la fe oficialmente declaradas como delito de «herética pravedad». Era inevitable que en muchas escuelas rabínicas se hiciesen afirmaciones contrarias al cristianismo. La Iglesia invitaba a las autoridades temporales a intervenir con sus recursos en la represión de la herejía. En 1231 el emperador Federico —no puede decirse que fuera un hombre piadoso ni recto— al reordenar sus dominios italianos (Asamblea de Melfi) declaró que el delito de «herética pravedad» era equiparable al de «lesa majestad», lo que significaba que el reo hallado culpable debía ser condenado a muerte.

La Iglesia tenía ahora en la Sede de Pedro a uno de los canonistas más destacados, Ugolino dei Conti di Segni, que había tomado el nombre de Gregorio IX. Él comprendió el enorme peligro que se ocultaba tras las leyes fundamentales del emperador: sus enemigos podían ser acusados fraudulentamente de herejía echando sobre el regazo de la Iglesia las huellas de una represión política. No podía negar que se tratara de un delito, ya que así lo habían declarado los Concilios III y IV de Letrán, pero tampoco podía consentir que los jueces imperiales pudieran ocuparse de tales casos ya que los abusos, como en muchos lugares se estaba comprobando, podrían ser muy serios.

Varias bulas, apresuradamente redactadas en 1233, vinieron a recordar que la definición de herejía o doctrina peligrosa para la fe sólo correspondía a los obispos y, en general, a la jerarquía eclesiástica. Ésta era, de palabra al menos, una garantía para los judíos. Pero el Papa, que temía que en ciertos casos la autoridad episcopal quedara sometida al poder del rey, introdujo la novedad de un Procedimiento que consistía en decir que los prelados debían someterse en todo punto a las leyes de la Iglesia, y para estar seguros de que no erraban en su definición deberían servirse de unos jueces «inquisidores» de la Orden de los dominicos, cuya lista sería facilitada precisamente por su general. El judaísmo quedaba, por ahora, fuera de sus competencias ya que la autoridad judicial en estos casos sólo alcanzaba a los que hubiesen recibido el bautismo.

Naturalmente, los judíos, que practicaban una religión que había sido seriamente descalificada en el Concilio, tenían que considerar estas disposiciones como posibles amenazas que comenzaban a alzarse en el horizonte. La Inquisición medieval, a diferencia de la que establecerían los Reyes Católicos después de 1480, no era una Institución, con tribunales, cárceles o edificios propios, sino un procedimiento a seguir, como lo son entre nosotros el civil o el criminal; a él tenían que someterse todas las denuncias que se presentasen de «herética pravedad». A los inquisidores, literalmente «averiguadores», correspondía primero la tarea de descubrir si había delito, luego si el acusado confesaba su culto pidiendo perdón y penitencia o si se mostraba recalcitrante. Sólo en este último caso podía ser entregado a las autoridades temporales para que ejecutasen la sentencia que las leyes tenían prevista. Aquí entraba en juego la «lesa majestad».

Ni judíos ni musulmanes, huéspedes de los reyes en aquellos países en que se hallaban asentados, podían ser acusados y sometidos al procedimiento inquisitorial. Pero ahora se abría frente a ellos un nuevo horizonte de calumnias, ya que eran numerosos los predicadores que veían en el judaísmo las fuentes de donde manaban los errores en que venían a engolfarse los herejes. La presencia de judíos —así lo había señalado el Concilio— era fuente de peligro para los miembros de la comunidad cristiana.

San Raimundo de Penyafort, de cuya intervención en la Disputa de Barcelona de 1263 hemos de ocuparnos a su debido tiempo, asumió el cargo de Maestro General de los dominicos para poder redactar un manual de instrucciones para los inquisidores; un tiempo limitado pues luego tornó a su dedicación ordinaria. Fue consejero de Jaime I y persona de gran relieve en su tiempo. El procedimiento era mucho más suave que el que, por aquellos días, empleaban los tribunales laicos, de modo que es forzoso admitir que los reos hubieran salido peor parados en el caso de que su delito fuese juzgado por tribunales temporales. Cuando los inquisidores lograban el arrepentimiento de los acusados o comprobaban su inocencia, cerraban el caso imponiendo penas exclusivamente canónicas, que podían ser rigurosas. Tan sólo en aquellos casos en que el reo se cerraba a todo arrepentimiento o, después de juzgado, reincidía —ésta fue la trampa que se tendió a Juana de Arco— se procedía a «relajarlo al brazo secular». En sentido estricto esto significaba colocarlo fuera de la Iglesia dejando que las autoridades temporales se ocupasen de él. Si se llegaba a aplicar la tortura, tendría que estar presente un médico que podía suspender la operación si apreciaba peligro de muerte o de mutilación; en todo caso, si no confesaba, debía ser declarado inocente. De ahí que los inquisidores recurriesen pocas veces a la tortura, pese a lo que hoy se cree, prefiriendo la contradicción entre testigos.

Teóricamente los judíos nada tenían que temer. Sin embargo, los historiadores están convencidos de la importancia que revistió el establecimiento de la Inquisición en la cadena de expulsiones que se inicia a finales del siglo XIII y se cierra en 1492. Se había entregado a los mendicantes, en especial dominicos, un poder muy amplio para vigilancia y conservación de la fe que se hallaba gravemente amenazada. ¿No era acaso el talmudismo una amenaza? Al preguntarse por el origen de tantas doctrinas erróneas que habían llegado a filtrarse en las venas de la sociedad cristiana, muchos señalaron, como hace la Summa de Rufino, a los judíos entre los principales responsables. La coyuntura les desfavorecía: se estaban produciendo fuertes tensiones en el interior de las aljamas, con críticas a la conducta social de los opulentos judíos de Corte y también por las querellas en torno a Maimónides, a quien muchos ponían reparos. Todo esto proporcionaba argumentos a quienes estaban interesados en señalar que la estancia de los judíos en tierras cristianas constituía un peligro.

La querella del racionalismo y sus vertientes sociales

Contemplada desde el lado cristiano, la querella en torno a Maimónides que estaban sosteniendo los judíos, y de la que se tenía noticia, aparecía como un debate en torno al daño que podía sufrir la fe a causa de los excesos del racionalismo. Se estaban alzando voces escandalizadas contra la Guía de perplejos y la Mishnah Torah, obras fundamentales del gran filósofo, como si en ellas se hubiese introducido la afirmación de que la inmortalidad del alma estaba reservada a aquellos hombres selectos cuya alma racional estaba en condiciones de unirse al Activo Intelecto.7 Ahora bien, cualquier referencia en favor del elitismo era bien acogida por los judíos de Corte, que estaban entonces llevando a cabo una batalla que entregase a hombres selectos el gobierno de las aljamas; esto es, a ellos mismos.

Todo esto, sin entrar en juicios de valor, significaba un perjuicio para el estatus de los judíos. El aristotelismo, fuente de conflictos también para la Escolástica cristiana, tendía a presentar a esa minoría de grandes maestros de Israel como formando parte de una élite llamada a colaborar con los sabios de otras religiones en la búsqueda de las reglas en el comportamiento de la Naturaleza. Pero esto contrariaba los principios de autoridad que unos y otros invocaban.

Montpellier que, por aquellos años, formaba parte del Principado de Cataluña, fue foco inicial para la difusión de las obras de Maimónides una vez que éstas hubieran sido traducidas al hebreo; se convirtió, por esta razón, en centro de la polémica. En 1230 un grupo de tradicionalistas, rabí Salomón ibn Abraham junto con sus dos discípulos, David ben Sau y Johanan ben Girondi, desencadenaron una virulenta campaña tratando de conseguir que en las sinagogas de Provenza, España y Francia se prohibiese la lectura de Maimónides. Pero rabí Salomón sólo consiguió el respaldo de las comunidades del norte de Francia, en donde permaneció más de un año intentando conculcarles su doctrina.8 Regresó a Montpellier en 1232, y entonces acudió con sus dolencias a los dominicos tratando de advertirles que el maimonismo era igualmente peligroso para judíos y para cristianos ya que incidía en el racionalismo. De este modo ponía en alerta a los mendicantes sobre un nuevo peligro que «venía de los judíos».9 Cualesquiera que hayan sido los detalles y aspectos de esta denuncia, no cabe duda de que rabí Salomón había dado un paso en falso.

Muchos judíos se percataron de los riesgos que iban a derivarse de este recurso a maestros no judíos. Todros ha-Levi Abulafia desde Toledo, y rabí Samuel Abraham Saporta desde Cataluña, que no eran en modo alguno maimonistas acérrimos y sentían un gran aprecio por los conocimientos talmudistas del sabio de Montpellier, se lo dijeron con expresiva claridad: nada podía resultar más pernicioso al judaísmo que inducir a los gentiles a intervenir en sus debates internos. De hecho se había producido una condena por parte de la Iglesia cristiana de una doctrina nacida en el seno de Israel, lo que podía interpretarse como que se había reconocido en ella alguna especie de autoridad o de preeminencia doctrinal sobre el judaísmo. Cuando los primeros jueces inquisidores aparecieron en Montpellier para perseguir y castigar la herejía albigense, el cardenal Romanus les explicó que existían libros judíos muy peligrosos para la fe cristiana, que debían ser examinados y vigilados.

La Inquisición —insistamos una vez más en este punto— no era un procedimiento judicial que pudiera ser aplicado a los judíos, pero sí a los conversos procedentes del judaísmo ya que en este caso debían ser tratados como cristianos. Ahora bien, al enfrentarse al problema suscitado por las enseñanzas de Maimónides, los maestros dominicos solicitaron que se les extendieran las funciones hasta alcanzar a los hebreos, ya que entre éstos se estaba dando el delito de «herética pravedad» en relación con el Antiguo Testamento, al que la Iglesia consideraba también como parte de su fe. No fueron atendidos pero tampoco se les opuso una radical prohibición. La nueva herejía estaba siendo definida como «averroísmo»; recordemos que las autoridades musulmanas ya habían perseguido a Averroes prohibiendo, además, la difusión de sus enseñanzas. Para un historiador de nuestros días resulta extremadamente difícil explicar qué es lo que entonces se entendía bajo este calificativo; se trataba de una referencia bastante vaga a un racionalismo exagerado, lindante con el materialismo y propenso a identificarse también con el agnosticismo y el panteísmo. Desde luego no se trataba de la doctrina de Ibn Rusd, tal y como éste la expusiera, sino de una versión deformada y abusiva.

Ahora bien, se estaba ya difundiendo la idea de que el judaísmo era en cierto modo portador de doctrinas peligrosas que a él se habían adherido. En 1267, la bula Turbato corde del papa Clemente IV estableció que los inquisidores tenían derecho a convocar a los judíos en uno de estos dos casos: cuando colaboraban en el retorno de conversos a la fe de Israel o cuando pudieran ser utilizados como testigos en las causas contra los herejes. Se trataba todavía de una previsión vaga e inconcreta, apuntando, sin embargo, hacia algo que en el futuro sería calificado de «judaizar» o, lo que es lo mismo, inyectar en las venas de cristianos viejos o nuevos las semillas de la fe rabínica. Y a esto sí se le consideraría como herejía.

La querella en torno a las enseñanzas de Maimónides no se mantuvo dentro de los límites de la enseñanza religiosa, ya que vino a coincidir con un fuerte debate en el interior de las aljamas, conocido en sus detalles por los oficiales del rey. Lo mismo que estaba sucediendo en los concejos de las ciudades cristianas, se buscaba una afirmación y cierre de las oligarquías, que los reyes favorecieron tanto en uno como en otro caso por las ventajas fiscales y administrativas que significaban. Los oficios de neemanim y de mukadenim se estaban convirtiendo en hereditarios dentro de unas familias que se cerraban en colegios semejantes a los de los «regimientos» de villas y ciudades; eran estos colegios los que designaban después a los oficiales inferiores. Las aljamas menores fueron perdiendo su independencia, sometidas al gobierno de las mayores. La sociedad judía, como la cristiana, perdida su cohesión interna, se dividía en tres niveles, mayores, medianos y menudos. Las discordias entre esos tres niveles dependían sobre todo del reparto de las obligaciones tributarias.

Los mayores, equivalentes al patriciado urbano, eran miembros de los linajes de grandes empresarios que se sucedían en el oficio y gozaban de su buena fortuna, en gran parte porque se hallaban al servicio de los reyes; como hacían los nobles cristianos, solicitaban de ellos privilegios que les situaban fuera de las obligaciones de la aljama. Negociaban el abono de sus tributos directamente con la contaduría real y hacían aportaciones, en forma de créditos, naturalmente remunerados, a las grandes empresas de la Corona, como ya hemos indicado. Se daba de este modo el contrasentido de que quienes, por sus recursos, estaban en mejores condiciones para cubrir las obligaciones de los judíos procuraban librarse de ellas. Los linajes poderosos tampoco mantenían recíprocamente buenas relaciones. Fueron famosas a este respecto las contiendas entre los Alconstantini y los Cavallería para asegurarse el control de la judería de Zaragoza, y la de ambos contra Salomón ibn Baruch, que murió asesinado en 1284 sin que se tomasen medidas para castigar a los culpables.

Las autoridades y nobles cristianos padecieron la más grave desinformación que cabe imaginar en estas circunstancias tan importantes para ellos. Los «judíos de Corte» se inclinaban a defender posiciones doctrinales más transigentes y no importaba incurrir en algunos defectos que se señalaban dentro del averroísmo porque lo importante para ellos era la convivencia con la sociedad cristiana. Salvo unas pocas excepciones, eran un pésimo ejemplo para el judaísmo. Las comunidades judías tendían a rechazarlos, cerrando filas en torno a sus rabinos más rigurosos, pero como los cristianos tenían delante de sus ojos este ejemplo, tendían a hacerlo extensivo a todos los demás.

Conviene insistir en este punto para entender bien las reacciones que llegarían a producirse en el momento de su expulsión. Los judíos españoles buscaron deliberadamente una afirmación de su propia identidad, acomodándose a una vida de piedad y de rigor que, sin prescindir de las leyes cristianas, debían convertirlos en un ejemplo de vida religiosa: oración y fidelidad eran la herencia de siglos a la que en modo alguno estaban dispuestos a renunciar. Esto no era percibido por los reyes o sus consejeros o los mendicantes en los siglos XIII y XIV, aunque muchas cosas cambiaron después. Ahora bien, muchos de los que eran censurados o reprendidos en las sinagogas llegaron a recibir el bautismo integrándose además en el clero católico. Consigo traían los resentimientos que se tornaban en denuncias. De este modo se estaba perfilando la imagen falsa de que el judaísmo era una creencia plagada de errores, deformada o, lo que es peor, abusiva desde la usura para la destrucción de la economía de los cristianos humildes.

Entonces surgió Nicolás Donin

Se trataba de un judío que había sido excomulgado por la sinagoga al apreciarse en él tendencias hacia el racionalismo; en todo caso, sabemos que sufría las consecuencias de la tormenta desatada contra Maimónides en el seno de la comunidad rabínica.10 Coincidiendo con lo que ya dijera Pedro Alfonso, llegó a establecer un contraste entre la racionalidad cristiana —libre albedrío y capacidad racional para un conocimiento especulativo era lo que se enseñaba en las Escuelas— y la irracionalidad de la fe judía. En consecuencia decidió recibir el bautismo tratando de utilizar en adelante como nombre el de Nicolás Donin. En 1236 presentó al Papa una denuncia en toda regla contra el Talmud: se engañaban aquellos maestros cristianos que hablaban de la hebraica veritas ya que los comentarios rabínicos a la Biblia, así como la liturgia empleada por los judíos, contenían numerosos errores y tergiversaciones y, lo que era más grave, injurias contra Jesús, María y, en general toda la fe cristiana. Ingresado en la Orden de los franciscanos invocaba, en nombre de éstos, la necesidad de rectificar en las relaciones entre cristianos y hebreos, sin tener en cuenta la doctrina de san Agustín ni la Constitución de Inocencio III.

Las acusaciones de Donin, que formaban una larga lista de 35 artículos, pretendían desmontar los fundamentos en que se venía apoyando la tolerancia al judaísmo. La Iglesia había venido salvaguardando a los hebreos porque ellos eran custodios del texto fidedigno del Antiguo Testamento. Pero él, que había sido judío, y conocía las cosas desde dentro, estaba en condiciones de demostrar que los rabinos habían sustituido esa hebraica veritas por otra doctrina, el Talmud, que se apartaba decisivamente de ella y, además, se mostraba ofensiva, contraria y perjudicial para la fe cristiana. Ofrecía al Papa probar todo esto en un debate público con los judíos utilizando precisamente los textos del Talmud, que conocía muy bien.

Especialmente llamaba la atención de Gregorio IX, en los momentos en que comenzaba a afirmarse el procedimiento inquisitorial, sobre tres puntos que afectaban y muy gravemente a la fe de la Iglesia y a la dignidad del Mesías:

1. Los judíos enseñan en sus sinagogas y escuelas que han recibido directamente de Dios una revelación oral que hace a los rabinos superiores a los profetas y los autoriza a comentar y a explicar los textos. Incumplen de este modo la ley de Moisés que hubieran debido conservar. Por eso impiden a sus hijos el estudio de la Biblia, imponiéndoles, en cambio, el único conocimiento del Talmud.

2. En consecuencia, las enseñanzas rabínicas reúnen todas las condiciones para que puedan ser consideradas como una herejía contra el Antiguo Testamento. Además, dichas enseñanzas se dirigen, abiertamente, contra el cristianismo; por esta razón los rabinos incitan a sus discípulos a engañar y defraudar a los cristianos en todos los terrenos en que les sea posible.

3. En el Talmud se contienen insultos gravísimos contra la fe cristiana: por ejemplo se califica a la Virgen María de adúltera, se profieren ofensas obscenas contra Jesús y se pronuncian toda clase de abominaciones e insultos contra el Papa y la Iglesia.11

Prescindiendo ahora de los juicios que puedan merecer las denuncias de Nicolás Donin, es importante destacar que se trataba de una radical y completa novedad. Si la Iglesia católica las aceptaba como buenas, tendría que rectificar de una manera completa su postura, ya que cesaban las razones que habían fundamentado la protección y tolerancia de los judíos, cuya doctrina pasaba a ser un terrible mal para los cristianos, al que sería necesario poner fin. Para Gregorio IX era un golpe tremendo, pues equivalía a decir que tanto san Agustín como Inocencio III habían tomado decisiones equivocadas. En lo que se refiere a España, era una crítica absoluta a las disposiciones que desde Fernando I se venían tomando y que aún formaban una parte esencial en la estructura interna de sus reinos.

Por eso el Papa tardó algún tiempo en tomar una decisión. Pero el 9 de junio de 1239 entregó a Nicolás Donin una carta para el arzobispo de París, Guillermo de Auvernia; el texto de la misma fue igualmente comunicado, como si se tratara de una disposición desde arriba, a los reyes de Francia, Inglaterra, Castilla, Aragón y Portugal. Ordenaba el Papa que el 3 de marzo de 1240, correspondiente al primer sabbath del mes de Lent, las autoridades cristianas, sin previo aviso, invadiesen las sinagogas y llevasen a cabo la requisa de cuantos ejemplares del Talmud se hallasen en ellas. Estos libros debían ser entregados a expertos maestros dominicos y franciscanos a fin de ser examinados; en los que hallasen en efecto las mencionadas denuncias, debía ejecutarse la pena de enviarlos a la hoguera. Nada se decía respecto a las personas; eran condenados, por ahora, los libros.

La sentencia contra el Talmud

De todos los monarcas invitados en aquella oportunidad tan sólo el de Francia, san Luis IX, se mostró dispuesto a cumplir la dura orden: exigió, sin embargo, que previamente los judíos fueran invitados a defender su punto de vista. Se arbitraron dos procedimientos complementarios: a) un debate entre Nicolás Donin y alguno o algunos de los doctores hebreos más relevantes, y b) un interrogatorio, en forma plena, formulado a cuatro rabinos, los más prestigiosos de Francia, por parte de un grupo de inquisidores a los que presidiría el canciller del Estudio General (Universidad) de París, que era Eudes de Châteauroux. Las instrucciones remitidas a quienes debían intervenir en ambas acciones coincidían exactamente con las denuncias presentadas por el converso. Debía aclararse, ante todo, si era cierto que los rabinos habían introducido un nuevo texto de la Ley, sustitutorio y distinto de la de Moisés y formado por una serie de haggadah llenos de injurias y blasfemias, preceptos contrarios a la moral y a la razón; en segundo término era preciso dilucidar las cuestiones acerca de las injurias a la religión cristiana.12

Los rabinos escogidos para el interrogatorio fueron Yehiel ben Joseph de París, Judah ibn David de Melun, Samuel ben Solomon de Chateu-Tierry y Moshe ben Jacob de Coucy. Sólo los dos primeros fueron interrogados; sus respuestas eran tan absolutamente idénticas que los inquisidores juzgaron inútil seguir repitiendo las preguntas. El debate estuvo presidido por una española, Blanca de Castilla, que era madre y regente: ella enfrentó de una manera especial a Donin con Yehiel.13 Conviene señalar que Blanca, hija de Leonor de Inglaterra, esposa de Alfonso VIII, era hermana de Berenguela y tía por tanto de Fernando III. Ha dejado un buen recuerdo de su gobierno en Francia.

Conocemos de un modo suficiente las posiciones de los interlocutores en esta primera controversia. Donin podía asegurar que su doctrina era defensa absoluta de la de la Iglesia, puesto que el Papa la había hecho suya en su carta del 6 de junio de 1239 y se presentaba como una acusación en toda regla contra sus antiguos correligionarios. Decía que los judíos, no contentos con incumplir la Ley que Dios les diera y que les obligaba a reconocer en Jesús al Mesías prometido, ya que los signos revelados se cumplían en él en forma manifiesta, habían inventado una ley distinta, obra de «sabios» y «escribas», en definitiva, no revelada sino fabricada por los hombres. A ésta llamaban Talmud y la habían puesto por escrito, enseñándola como si fuese verdadera. Se trataba pues de una herejía o desviación malévola del Antiguo Testamento, cuya custodia corresponde a la Iglesia, pues la Biblia entera es el depósito de la Revelación. Los cristianos —añadía Donin— que movidos por su piedad han consentido a los judíos vivir en sus territorios, se encuentran ahora con que estos ingratos huéspedes abominan de Moisés y de los profetas, sustituyen la Biblia por el Talmud e injurian gravemente el nombre y la persona de Jesucristo incurriendo en blasfemias, pecado que unos y otros consideran de la mayor gravedad.14

En el momento mismo de comenzar el debate, Nicolás Donin dijo que estaba en condiciones de probar que el Talmud contaba sólo cuatrocientos años. Yehiel protestó con vehemencia diciendo que se remontaba a mil quinientos, esto es, con mucha anterioridad el cristianismo; indudablemente trataba de referirse a los comentarios midrásicos de las escuelas rabínicas y no a los textos de Jerusalén y Babilonia, que son posteriores a la caída de Israel. Aprovechó también esta ocasión para explicar que su adversario había tenido que ser expulsado de la sinagoga porque estaba difundiendo noticias falsas y heréticas. Donin consiguió, sin duda, alcanzar uno de sus principales propósitos: Yehiel, colocado ante acusaciones tan radicales, no tuvo más remedio que emplear en su defensa todos los argumentos que constituían la enseñanza rabínica, algunos de los cuales provocaban escándalo en sus jueces. Más que de una positiva y tranquila exposición doctrinal, se trataba de una verdadera batalla de argumentos.

Yehiel se estaba refiriendo al Talmud como tradición o explicación de la Escritura. Afirmó, en consecuencia, que cada pasaje bíblico necesita, para ser correctamente entendido, de una explicación y que en esto consiste precisamente esa enseñanza talmúdica. En los oídos de Blanca de Castilla, educada en aquellos ambientes en que nacieran las Huelgas de Burgos, esto tenía que sonar mal, como si se tratara de desvirtuar la tradición cristiana. Donin, que había seleccionado algunas de las parábolas del Talmud, aquellas que mejor podían argumentar su irracionalidad, tendió una trampa a su interlocutor, rabino piadoso y riguroso, preguntándole si creía todo lo que el Talmud enseñaba. Si respondía afirmativamente daba pie al mendicante para sostener el argumento de que la Biblia había sido, en efecto, suplantada; pero si respondía lo contrario quedaría desarbolado ante sus correligionarios. Respondió correctamente que los judíos estaban obligados a seguir el Talmud en las explicaciones e interpretaciones de la Ley que en él se daban, pero que en los relatos alegóricos, tal creencia es opcional. Entonces Donin presentó algunos pasajes en que se presenta a Dios con una descripción antropomórfica. Yehiel replicó que en la Biblia aparecen, de hecho, numerosos pasajes en que Dios es presentado con aspecto humano, ya que de otro modo los hombres no podrían entenderlo. Era ya indudable que en el arte y la literatura cristianas a Dios se le presenta muchas veces como hombre de especiales dimensiones.

Concluyó esta primera parte del debate cuando Yehiel afirmó que sólo el judío que permanece dentro de la enseñanza talmúdica puede considerarse fiel al judaísmo; quien la rechaza, como Donin hiciera, no merece llamarse judío. Los presentes pudieron llegar a la conclusión de que, efectivamente, judaísmo y talmudismo se identificaban.

Por medio de este primer debate, Nicolás Donin había conseguido llevar las cosas al punto por él deseado: ahora, con toda razón podía sostener ante la reina y los jueces eclesiásticos presentes que los maestros judíos identificaban sus creencias con el Talmud y no con la Biblia, respecto a la cual dicha enseñanza significaba una interpretación o modificación unilateral. La Iglesia, por medio de la Vulgata, seguía siendo custodia del texto original de la Escritura. Inmediatamente arrojó sobre la mesa el plato fuerte de su acusación que tenía preparado: mostrando las injurias que en el Talmud se contienen contra María, José, los primeros cristianos y especialmente Jesús, de quien se dice que está condenado a permanecer eternamente inmerso en excrementos en ebullición. Es bien sabido que en acusaciones de este tipo no es necesario acomodarse estrictamente a la verdad para ser creído. Yehiel reaccionó con presteza en esta línea, negando que tales injurias se dirigieran contra Jesús de Nazareth pues estaban referidas a otro personaje que llevaba el mismo nombre: «no todos los que se llaman Luis son reyes de Francia». Trató de explicar que se trataba de alguien que había incurrido en la irritación de los rabinos al rechazar la tradición farisaica.

Este argumento no podía convencer a ninguno de los presentes, pues bastaba un conocimiento somero de los Evangelios para comprobar que el repudio del fariseísmo constituye uno de los ejes sustanciales en las enseñanzas de Cristo. Si alguna duda quedaba se disipó pronto, pues Yehiel concluyó su defensa con alusiones que demostraban una completa ruptura. Admitió que existe en el Talmud un pasaje referido a Jesús en que se afirma que fue condenado y muerto por sus crímenes, porque «no sólo hizo esto, es decir, repudiar la tradición rabínica, sino que defraudó a Israel, pretendió ser Dios y negó la esencia de la fe». En los oídos de los inquisidores estas palabras venían a ser repetición de las que el Sanedrín pronunció en vísperas de la Crucifixión. No se trataba en este caso de una nueva sentencia talmúdica sino del reflejo de una conciencia general entre los judíos. Yehiel la precisó diciendo que no había esperanza de salvación para quienes rechazaban la fe mosaica, cosa que Donin había hecho quince años atrás, mereciendo justamente la expulsión.15 Él mismo se afirmó en profesar la fe ortodoxa.

Ahora resultaba imposible cualquier gesto de conciliación. Las declaraciones de Yehiel fueron confirmadas punto por punto por Judah ben David. De ellas sólo cabía esperar una consecuencia lógica. Eudes de Châteauroux, que era el canciller del Estudio de París, único en aquel momento que podía otorgar el grado de doctor, declaró, en nombre de la Universidad y de los inquisidores, que Donin había probado sus acusaciones y que, en consecuencia, el Talmud debía ser considerado como libro herético y sumamente dañino tanto para cristianos como para judíos. Estos últimos apelaron a Roma, en donde el papa Inocencio IV escogió un nuevo tribunal que ratificó, con más solemnidad, la sentencia.

Entonces un dominico, Enrique de Colonia, convenció a san Luis de que debía llevarse a cabo una ejecución pública que sirviese de advertencia. En mayo de 1248, veinte carretones cargados de los ejemplares del Talmud que se habían confiscado en las sinagogas se dirigieron a la plaza de la Grève, para ser amontonados formando una gran pira a la que se prendió fuego. Para los judíos, un tremendo dolor. Para los cristianos, la toma de una decisión. Recordemos ahora que en esa misma plaza se instalaría en 1793 la guillotina, que tantas vidas humanas consumió.

Consecuencias inmediatas

Los hechos sucedidos entre 1238 y 1242 pueden considerarse como una primera etapa del proceso irreversible que se cerraría en España en 1492 y que constituye globalmente la supresión del judaísmo en los reinos cristianos europeos, sobreviviendo tan sólo algunas muy pequeñas excepciones. Se estableció como verdad comprobada y, por ello, indiscutida, que los judíos no eran portadores de la hebraica veritas como se había dicho, sino de una doctrina falsa, elaborada y sostenida por los rabinos contra el cristianismo; de este modo, todos ellos se hacían responsables de que el pueblo de Israel no pudiera descubrir cómo en Cristo se habían cumplido todas las promesas insertas en la Escritura que demostraban que Él era el verdadero Mesías. En cierto modo esta constatación venía a coincidir con la que Agobardo ya hiciera en el siglo IX al comentar la doctrina agustiniana; si los judíos conociesen bien lo que se decía en la Biblia, su conversión sería prácticamente automática. Se imponía de este modo una consecuencia, que tenía el aspecto de un descubrimiento que obligaba a modificar la línea de conducta: los maestros talmudistas eran responsables de la ceguera del pueblo de Israel porque habían tendido ante él una cortina de engaños y de falsedad.

Según los maestros eclesiásticos, una vez llegados a esta conclusión, se imponía el recurso a tres decisiones. En primer lugar, como no eran de fiar los textos proporcionados por los rabinos, se debía promover entre los cristianos el conocimiento de la lengua hebrea lo mismo que del árabe, a fin de acceder directamente a los textos debatidos y de encontrarse en mejores condiciones para la fijación y difusión de la doctrina.16 En segundo lugar, había que organizar un programa completo para establecer las falsedades del Talmud, a fin de denunciarlas, educando de una manera especial a los judíos sobre ellas. Por último, se debían procurar debates públicos siguiendo el modelo del de París, presididos siempre por autoridades cristianas para evitar que la verdad católica fuera tergiversada y con objeto de desvelar ante los ojos de los judíos todo aquello que se les ocultaba.

Los maestros judíos, por su parte, comprendieron que era imprescindible responder a esta estrategia, difundiendo entre los suyos obras apologéticas y en cierto modo polémicas. Tenían que sostener la fe de los suyos ya que no era posible abrigar esperanzas de que se pudiera convencer a los contrarios. El primero de estos libros data de 1245 y contiene claras alusiones a la controversia de 1240. Su autor, Mayr ben Simón, lo tituló significativamente Guerra Santa. El eje fundamental del mismo estaba en la defensa de aquellas enseñanzas que estaban promoviendo los rabinos acerca de las condiciones que debían adornar al futuro Mesías.

Aunque no tenemos noticias de nuevas ejecuciones crematorias del Talmud, con la excepción de una que se produjo en Bourges en 1251, es evidente que desde mediados del siglo XIII este libro adquirió la negativa condición de algo prohibido y, por tanto, de los estímulos necesarios para conseguir su desaparición. Una Ordenanza de 1254, promulgada por san Luis, ya mayor de edad, así lo dispuso. En 1263, Jaime I, al hacer extensiva a sus reinos la sentencia condenatoria, incluyó en ésta también la última parte de la Mishnah Torah de Maimónides, es decir el tratado Sophetin. Alfonso X incluyó en el Fuero Real un Capítulo que prohibía el uso de los libros en lengua hebrea. A principios del siglo XIV, Jaime II de Aragón comisionó a un experto hebraísta, Ramón de Miedes, para que hiciese un expurgo en los textos que se usaban en las sinagogas castigando con una multa cada blasfemia que en ellos fuera descubierta. El dominico fray Pedro de Pennis sostuvo que «todo el contenido» del Talmud debía considerarse herético; no cabía depuración sino que era preciso ir a la completa destrucción.

Los mendicantes, en ambas ramas, se lanzaron con entusiasmo a esta nueva tarea que se les asignaba: educar a los judíos en la verdad del cristianismo logrando de este modo su conversión. Entraba dentro de los cometidos marcados por el IV Concilio de Letrán enseñar a todos la verdad de la fe. Un sermón dominicano en estos tiempos tenía el aire de una representación teatral, con empleo abundante de tramoyas y gestos para conmover al numeroso auditorio. Decidieron que, para enseñar a los judíos, era preciso penetrar en sus sinagogas y así lo hicieron, acompañándose a veces de grandes cortejos y recurriendo a amenazas judiciales para obligar a los judíos a permanecer en sus asientos escuchando.

Según testimonio del mencionado rabí Mayr ben Simón, la primera vez que esto sucediera tuvo lugar en Narbona el año 1230 y como una parte de los debates en torno a Maimónides. En 1242, Jaime I autorizó a los frailes en todos sus reinos para que pudiesen enseñar en las sinagogas sin especificar los detalles. Se prohibía, sin embargo, obligar a los judíos a trasladarse a un lugar distinto para escuchar el sermón. También se limitaba el número de acompañantes para cada predicador. Esta disposición, confirmada en 1263, acabaría convirtiéndose en norma válida para todos los reinos de la cristiandad.17

La educación de los judíos de esta forma fue practicada con insistencia, en los siglos XIII y XIV, en todos aquellos países que aún conservaban comunidades de esta religión. Las quejas presentadas, ante reyes y Papa, vienen a demostrar que se trataba de ejercer una fuerte presión y que los sermones de los dominicos no tenían nada de exposiciones académicas; contenían sobre todo acusaciones contra la terquedad que demostraban aquellos infieles, llamamientos coercitivos a una conversión, expresiones unas veces coléricas, a veces emotivas y a veces también amenazadoras. De este modo se preparaba un ambiente en cierto modo propicio a las conversiones, pero que despertaba en los cristianos sentimientos de aversión hacia los «tercos» judíos que seguían empeñados en continuar en el error. Los aspectos globales de una mentalidad son, en cuestiones como las que aquí estudiamos, más importantes que el detalle material de los hechos menudos. Se tenía la impresión de estar librando una batalla de palabras, ciertamente, pero batalla al fin.