Noto cómo las nubes se desplazan por el cielo y los rayos del sol vuelven a entrar por la ventana, haciendo que las páginas que estoy leyendo parezcan todavía más amarillentas. Ojalá eso fuera lo único que me ha despistado de la lectura.
—Zoe, te lo pido por favor: ¡cállate ya! —le grito por enésima vez.
Ni caso. Ella sigue ladrando sin parar a un gato que ve a través de la ventana lamiéndose tranquilamente una pata.
—Claro, Guillermo, es sencillísimo encontrar un ramo con diez tipos de flores distintas, y tres que no crecen en esta época del año… ¡La novia me va a matar!
La voz de mi tía Anne, gritando a su socio por teléfono, se cuela por debajo de la puerta del salón.
Pero esto no acaba aquí, porque David decide subir el volumen del televisor para poder escuchar bien las noticias.
¡No aguanto más! ¿Tan difícil es tener un poco de silencio y tranquilidad para leer en esta casa?
Me incorporo sobre el sillón en el que estoy tumbada y saco de las páginas finales del libro la fotografía que uso siempre como separador. Observo los risueños ojos de mamá. Doce años ya desde que se fue… ¿Qué edad tendría si siguiera viva? ¿Cómo sería si…?
De pronto, mi tía abre la puerta y se acerca, con el teléfono todavía pegado a la oreja, haciendo un gesto con la mano, pidiéndome que le dé algo.
Guardo rápidamente la foto, metiéndola entre las páginas. No puede haberla visto, ¿no?
Mi tía sigue asintiendo como si su interlocutor al otro lado de la línea la viera hacerlo. Luego me mira de nuevo y continúa insistiendo con la mano que se la pase.
Mientras empiezo a abrir el libro resignada, me dice:
—Emma, ¡pásamelos de una vez!
Giro la cabeza y veo que está señalando unos menús para bodas que están sobre la mesa. Suspiro de alivio y se los acerco. Qué poco ha faltado.
—Gracias, cariño.
—Tía —le digo antes de que se marche de nuevo a discutir por teléfono—, me voy a la biblioteca.
—¿Otra vez? Vas casi todos los días —suspira tapando el auricular para que su socio no la oiga—. Está bien, pero ven antes de la hora de la cena.
Me despido de ella con un beso en la mejilla y me giro para decirle adiós a David, pero se ha quedado profundamente dormido en el sofá con la televisión a todo volumen. Si la apago sé lo que pasará: se despertará y me dirá que no estaba durmiendo, que la vuelva a encender. Todos los días la misma historia.
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Cada vez que entro me envuelve un aroma que podría reconocer en cualquier parte. Es una mezcla entre papel antiguo, polvo y sabiduría. Podría recorrer la estancia con los ojos cerrados sabiendo exactamente dónde me encuentro. Este sitio se podría considerar mi segundo hogar, al fin y al cabo, paso aquí más horas que en cualquier otra parte.
A pesar de que estoy en el mismo lugar, casi a la misma hora e incluso en el asiento de siempre, cada día es diferente. Cada día vivo una aventura distinta, conozco a alguien nuevo, visito ciudades en las que nunca he estado y, a veces, incluso viajo a mundos inexistentes que a mí me parecen de lo más reales. Es tan extraño como mágico poder visitar otros universos pasando páginas y páginas sin dejar de leer.
Así que puede decirse que formo parte del mobiliario de la biblioteca de mi pueblo, pues siempre que puedo estoy aquí sin moverme —excepto cuando no me queda otro remedio que pasar de página—. Y aunque mi casa fuera el lugar más silencioso del mundo, creo que seguiría viniendo a la biblioteca igualmente. Me encanta pasar las tardes rodeada de libros.
Mi lectura actual es Matilda, un maravilloso aperitivo para comenzar con buen pie el último curso en el instituto. La pequeña Matilda me recuerda un poco a mí: es una incomprendida por su pasión hacia la lectura.
¿Dónde están todas esas aventuras que viven los personajes de los libros que leo? ¿Por qué nunca llegó mi carta de Hogwarts?
Mientras todos estos pensamientos pululan dentro de mi cabeza, estoy sentada en el alféizar acolchado de una ventana del piso superior. Desde esta parte de la biblioteca se puede ver el parque con frondosos árboles que cada vez están más amarillentos por la próxima llegada del otoño. Este es mi asiento favorito para leer y no lo cambiaría por nada del mundo, ni por uno de esos mullidos sillones que están aquí al lado y parecen tan cómodos.
Justo estoy leyendo una de las escenas más interesantes de la novela cuando el silbido de Rue y Katniss en Los juegos del hambre me hace saltar del susto en el asiento. Mi móvil sigue sonando como si estuviera siendo bombardeado por incesantes wasaps. Matilda cae al suelo produciendo un gran estrépito, como si no hubiera hecho ya suficiente ruido.
Alzo la vista y, como me temía, la bibliotecaria me está fulminando con la mirada desde detrás del mostrador. No es la única, las pocas personas que están sentadas a mi alrededor también lo hacen. Pero es esa mujer de cara arrugada y gafas pequeñas, apoyadas en la punta de su larga nariz, la que me señala la caja negra que hay a su lado con una ceja alzada. No sería la primera vez que mi teléfono móvil llega ahí dentro junto a otros de su especie que también han sido requisados.
Por fin consigo sacar el móvil de mi bolsillo, subo los brazos como si de un atraco se tratara, y le enseño muy despacio cómo lo apago. Parece que ha funcionado, pues la mujer me echa un último vistazo y vuelve a su trabajo.
Después de respirar hondo, recojo mi libro del suelo y me levanto. Voy directa al ala derecha de la planta alta, donde hay una sala con varias mesas. Es todo poesía. Parece mentira que le dediquen tanto espacio a este género tan poco valorado actualmente. Es uno de los detalles de esta biblioteca que hacen que me encante.
Entro por el segundo pasillo y me siento en el suelo apoyando la espalda en una de las estanterías. Todo está tan tranquilo y solitario como siempre. Aquí no suele venir la señora gruñona que he dejado atrás.
Enciendo mi móvil de nuevo y leo los wasaps que he recibido.
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¡Vaya! Ni me había dado cuenta de que había llegado ya a los doscientos seguidores. Hace solo unos meses que empecé con La ventana de Emma.

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Empiezo a contestarles de nuevo con una sonrisa en la boca, cuando oigo unos susurros.
Parece que vienen de algunos pasillos más allá. Me levanto sin pensarlo dos veces y me encamino muy despacio hacia donde procede la voz, intentando no hacer ruido.
Mientras me voy acercando, me doy cuenta de que se trata de una voz masculina. Busco a su dueño entre el hueco que dejan las baldas de una de las estanterías y me agacho para que no note mi presencia. Quien me vea así pensará que soy una acosadora en toda regla.
Está de pie, apoyado sobre los estantes de poesía extranjera, y parece muy concentrado recitando un poema.
Es un chico moreno y alto. Lleva unos pantalones vaqueros que, para qué mentir, le sientan de maravilla. Su atuendo lo completa una camiseta azul de manga corta. No puedo evitar advertir que le queda estrecha en la zona de los brazos, por sus marcados músculos.
Observo su atractivo rostro de perfil. Tiene una mandíbula ancha y unos labios carnosos que encierran unos dientes blancos. Sus ojos se mueven ansiosos a través de las palabras que está leyendo. Da la impresión de que no es la primera vez que lee ese poema, es como si casi se lo supiera de memoria.
Su voz me cautiva y pierdo la noción del tiempo, agachada, escuchándole recitar. Al levantarme, tropiezo con mi propio pie y casi me caigo al suelo. Rápidamente miro hacia el chico y suspiro con alivio; no se ha dado cuenta de que estoy ahí.
Todavía. Porque mi móvil se encarga de que eso ocurra cuando vuelve a recibir unos cuantos wasaps.
Mierda.
El chico me está mirando entre el hueco que deja el estante de madera y la parte superior de los libros. Descubro unos ojos azules tan oscuros como bonitos, custodiados por unas pestañas espesas.
Me quedo paralizada, sin saber qué decir mientras mi móvil sigue emitiendo sonidos. El chico aparta la mirada y empieza a andar hasta que lo pierdo de vista.
Unos segundos después, veo que se aproxima por el mismo pasillo en el que estoy yo. Su forma de andar es segura y se acerca a mí, demasiado. Demasiado para oler su aroma y ver hasta el más mínimo detalle de su cara.
—¿Te queda mucho? —me pregunta cruzando los brazos en torno a su pecho y al libro que estaba leyendo.
Agacho la mirada avergonzada y veo que sus brazos bronceados dejan entrever el nombre del autor: Charles. El chico suspira con cara de cabreo y esconde el libro detrás de él. Señala mi móvil con un gesto de su cabeza justo cuando vuelve a sonar.
—Perdón, no sabía que había alguien más aquí… —le digo mientras aporreo la pantalla táctil de mi móvil sin acertar.
—Aunque no hubiera nadie, esto es una biblioteca. ¿Qué haces aquí si no sabes leer? —me dice señalando algo detrás de mí.
«Por favor, apaguen sus teléfonos móviles. Gracias», leo en un cartel cuando giro la cabeza.
—Lo… lo siento, de verdad. He venido a esta sección porque nunca hay nadie. Si… si lo hubiera sabi… —empiezo a balbucear.
—Pues ya ves que existe gente a la que le gusta venir aquí —me corta apretando los dientes enfadado.
Entiendo que le haya molestado, pero ya le he pedido disculpas. ¿Por qué se pone así?
—Oye, ya te he dicho que lo siento. —Me empiezo a cabrear yo también—. Ya me voy.
Mi móvil vuelve a sonar. Él pone los ojos en blanco. Yo por fin consigo poner el móvil en silencio.
—No, tranquila, tú sigue. El que se va soy yo.
De un golpe deja el libro sobre el estante que está a su lado y se marcha por donde ha venido murmurando algo que no quiero saber. Miro el tomo que ha dejado y veo el apellido de su autor: Bukowski. Parece mentira que a alguien como a él le guste leer poesía. ¿Pero qué le pasa a ese chico? Me ha hecho enfadar.
Vuelvo a la sala principal para seguir leyendo. Por suerte, la bibliotecaria está de espaldas ordenando unos libros y no me ve entrar.
Estoy tan cabreada que hasta que no llego a mi asiento habitual y miro el gran reloj que hay en lo alto de la pared no soy consciente de la hora que es. Tengo que volver pronto a casa y me quedan pocas páginas para terminar de leer Matilda. Así que vuelvo a levantarme para buscar algo nuevo para empezar en casa esta noche, si es que me dejan hacerlo.
Paso por delante del mostrador con la cabeza bien alta, siendo consciente de que la bibliotecaria ahora sí que me está observando.
Intento concentrarme en encontrar entre las estanterías de libros juveniles La probabilidad estadística del amor a primera vista. Quiero comprobar leyendo ese libro que lo que dice su título no puede suceder ni en la ficción.
Después de pasearme por toda la sección con la cabeza ladeada leyendo los títulos, me doy por vencida. No lo encuentro por ninguna parte.
No me queda otro remedio que preguntar a la bibliotecaria. Lo último que me apetece ahora mismo es pedirle ayuda a ella. Echo un último vistazo rápido con la esperanza de encontrar el libro sin tener que preguntarle, pero no hay suerte.
Arrastrando los pies me encamino hacia donde se encuentra esa bruja. Cuando llego, está de espaldas a mí tecleando sin parar en el ordenador.
—Perdone —le susurro para que no me riña de nuevo, esta vez por hablar en voz alta—. No encuentro un libro en la sección juvenil que se llama La probabilidad estadística del amor a primera vista.
Ella sigue tecleando tranquilamente como si no le hubiera hablado.
—Disculpe… —insisto.
¿Pero qué le pasa hoy a la gente conmigo?
—Acaban de devolver ese libro de su préstamo. —Me sobresalto cuando al fin la bibliotecaria me habla sin girarse.
Me asomo y veo que está buscando mi ficha en el ordenador para hacerme el préstamo. Sabe perfectamente quién soy, no hace falta que me pregunte. En cambio, yo nunca he sabido cómo se llama. Tampoco me preocupa, Bruja es un buen nombre.
Continúa tecleando cuando mi móvil vuelve otra vez a la carga, esta vez vibrando dentro de mi bolsillo. La mujer se gira rápidamente sobresaltándome.
—Yo… —Su cara de malas pulgas me hace callar mientras señala el cartel que obliga a apagar los móviles—. Pero si…
Intento explicarle que con el móvil en vibración no molesto a nadie, pero me corta a mitad de frase.
—Apagar es apagar. ¡Fuera! —sentencia muy seria.
Suspiro y, más cabreada de lo que ya estaba, me dirijo hacia la salida.
Menudo día tan genial el de hoy.
Termino de bajar las escaleras cuando veo que el chico de la sección de poesía viene andando hacia mí. Me paro en seco. La expresión de su cara parece más amigable que antes, pero al mismo tiempo nerviosa.
Lo tengo a un metro y, de pronto, casi está pegando su cara a la mía.
—Ey, hola de nuevo. Verás, quería… —se muerde el labio y mira hacia atrás como buscando algo— pedirte perdón por lo de antes. He sido un imbécil.
Me habla con una voz ronca y sexi. Me quedo muda. Eso no me lo esperaba.
—Yo… —empiezo a decir, cuando, de repente, se acerca todavía más a mí y me atrapa contra la pared que hay al lado de las escaleras que suben a la biblioteca.
Ahora sí que estoy paralizada.
—¿Pero qué…? —consigo decir sin saber qué más hacer.
Su rostro está muy cerca del mío, pero todavía lo está más cuando se inclina y me roza el pelo con su boca.
—Estate quieta y sígueme la corriente —susurra en mi oído muy bajito. Su aliento huele a menta—. Por favor, llevo algo de hierba encima y…
Se separa de mi oreja y mira de nuevo hacia atrás. Su aroma me envuelve igual que lo hacen en estos momentos sus brazos, apoyados en la pared a cada uno de los lados de mi cabeza.
Cuando sus ojos vuelven a mí, su mirada me transmite súplica. Su mano empieza a acariciar mi costado con una delicadeza asombrosa que hace que se me erice el vello. Estoy conteniendo el aliento cuando, de repente, posa un suave beso muy cerca de la comisura de mis labios. Incluso cuando ya se ha separado de mí, sigo sintiendo la calidez de ellos ahí donde acaban de posarse.
Estoy muy confusa por lo que está ocurriendo. No entiendo nada. No sé…
Entonces escucho un carraspeo. No consigo ver a la persona que lo ha hecho, pero noto cómo el chico se pone tenso y me mira muy fijamente.
—Perdonad —escucho justo detrás del muchacho.
Estoy paralizada entre su cuerpo y la pared. Por fin se gira hacia la voz, apartándose así un poco de mí.
—¿Te está molestando?
Consigo ver al policía que ha venido hacia nosotros. La luz amarilla de la farola más cercana le ilumina su cara ancha con bigote y la pistola que lleva guardada en el bolsillo.
Barajo mis opciones y respondo algo de lo que quizás me arrepienta dentro de unos minutos.
—No —me tiembla la voz al decirlo y carraspeo un poco—, solo nos estábamos besando.
El chico me mira dedicándome una sonrisa. Se ve tan sorprendido como yo por lo que acabo de hacer.
El policía me sigue mirando y yo asiento sonriendo lo mejor que puedo en estos momentos. Al fin echa a andar.
El muchacho se acerca a mí de nuevo. Su abrazo se vuelve más relajado y su respiración es más normal ahora que ya no hay peligro. Al contrario que la mía, que está agitada todavía por la situación que acabamos de vivir. Aunque tenerlo otra vez tan cerca también tiene algo que ver. Finge estar besándome hasta que el policía gira por la primera esquina.
Aleja la cabeza de mi cabello, pero no se separa demasiado. Su mirada es penetrante, parece querer conocer lo que hay dentro de mí.
—Gracias —murmura antes de volver a depositar un beso rápido en mi mejilla.
¿Pero qué acaba de pasar?
Vuelvo a mirar por si el policía está cerca otra vez. Pero solo consigo ver al chico andando deprisa calle abajo.
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Traspaso el umbral de la puerta de casa y todo está como si no me hubiera marchado hace un par de horas. Zoe sigue ladrando, esta vez porque está reclamando su cena y no le hacen caso. David ya no está dormido, pero tiene la misma cara de cansancio que antes de irme. Y mi tía sigue gritando.
—¡Mierda! —oigo que se queja.
—¡Tranquila! Todo estará listo para el gran día. —Es algo que David parece haber repetido una y otra vez.
Anne entra corriendo en el salón y empieza a zarandearme.
—Por favor, déjame tu móvil. El mío acaba de morir y necesito hablar ahora mismo con un restaurante para ver si está disponible para el fin de semana que viene. Por favor… —me suplica mi tía con los ojos rojos.
Yo solo quería llegar a casa, cenar y tumbarme a leer.
Suspiro y saco con dificultad el teléfono móvil del bolsillo. Pero al hacerlo, una cosa sale con él. Una bolsa pequeña con algo verde dentro cae al suelo.
Al principio no tengo ni idea de qué se trata, hasta que Anne se agacha y la sostiene delante de mis narices. A través de la transparencia de la bolsa veo los ojos de mi tía echando humo, y hasta fuego.
—¿Qué significa esto, Emma? ¿¡Eh!? —me grita.
Contengo la respiración. Lo primero que me viene a la mente es la pícara sonrisa del dueño de esa dichosa bolsita. ¡Lo mataré!
Noto algo húmedo en mi cara.
Entreabro un ojo y veo un hocico negro con bigotes blancos alrededor, y una lengua sonrosada.
Miro el reloj, que marca las 08:09 de una maravillosa mañana de sábado.
—Zoe, te odio. ¡Perra mala! —le digo con voz ronca.
Me gruñe y vuelve a lamerme la cara. No me queda otro remedio que levantarme.
Zoe me sigue hasta el baño, que está justo al lado de mi cuarto, donde me lavo la cara torpemente. Bajo las escaleras hasta la cocina con una bola de pelo blanca persiguiéndome, que no para de protestar.
Zoe es un miembro de la familia más que yo misma elegí en un albergue para perros. Hemos vivido juntas durante once años y no puedo concebir mi vida sin ella. Es obediente —menos cuando ve a otro de su especie o a sus mayores enemigos, los gatos—, cariñosa, y se pasa los días durmiendo al lado de su propia mascota, un gato de peluche. La pobre no se ha dado cuenta todavía de que su inseparable juguete tiene la forma de su peor pesadilla.
En seguida comprendo qué quiere Zoe.
Mi tía Anne ha dejado encima de la mesa de la cocina la bolsa de pienso de Zoe para que le dé su desayuno. Pero ¿y el mío? Siempre me deja algo medio preparado.
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Escribo por el grupo de WhatsApp que tenemos Sandra, Esther y yo.
Nada más discutir con mi tía anoche, me encerré en mi habitación y le conté a ellas todo lo que había pasado.
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¡No hay quien entienda a Esther! Parece que siempre se pelea con la pantalla de su móvil.



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Añado siguiéndoles el juego.
Las chicas siempre saben sacarme una sonrisa. La situación me parece graciosa, pero hasta cierto punto. Todavía no me puedo creer que de verdad me metiera hierba en el bolsillo.
Lo que más miedo me da es defraudar a mi tía Anne. No quiero que piense que consumo drogas.
Escucho el timbre sonar hasta seis veces seguidas. Sé de sobra quién está llamando a la puerta.
Mi hermana Lys llega como un terremoto. Siempre está nerviosa y arrolla con todo lo que tiene por delante. Me da un abrazo que me aplasta, entre otras cosas, las costillas. Después saluda a Zoe con una especie de chillido cuando se acerca a olerla.
—¿Cómo estás, hermanita? —me pregunta cuando por fin me suelta.
—Bien. ¿Y tú? ¿Has adelgazado? —le pregunto apoyándome en el marco de la puerta de la cocina.
Lys resopla algo molesta. Deja caer su bolso rosa al suelo antes de cruzarse de brazos y descargar sobre mí una de sus miradas de odio.
—Estoy harta de que siempre me preguntes lo mismo. Ya podrías preguntarme por Javi, para variar. ¿Y tú, qué? ¿Algún noviete? —me pregunta ella cambiando de tema.
—Tranqui… Y no, nada de novios —contesto yo.
—¡Cariño! ¿Cómo estás? —Mi tía entra de pronto cargada con una de esas cajas donde suele llevar tartas altísimas.
Me acerco para ayudarla y ella se hace a un lado fulminándome con la mirada.
Lys nos observa extrañada.
—¡Muy bien! He tenido mucho lío en el trabajo y estoy estresada, pero muy contenta de poder pasar con vosotros un rato —le contesta Lys con una sonrisa que le marca los huesos que perfilan su rostro.
Una secuela más del maldito accidente. Se vio tan afectada que sufrió una depresión y empezó a perder peso a pasos agigantados. Pronto le fue diagnosticada una anorexia de segundo grado, que meses después pasó a ser de tercero. Llegó a estar hospitalizada durante tres meses con una sonda que la alimentaba. Esos días fueron unos de los más duros de mi vida.
Por entonces yo ya tenía nueve años y era bastante consciente de lo que ocurría a mi alrededor: escuchaba a mi tía llorar por las noches en el salón, sabía que mi madre había fallecido y la echaba muchísimo de menos, veía a mi padre discapacitado y convertido en una persona totalmente diferente, y visitaba a mi hermana en el hospital, a la que le faltaban fuerzas para salir adelante.
—¡No me digas! ¿Te han hecho fija ya? —sigue hablando Anne mientras le pasa las manos por el pelo.
—¡Qué va! Bastante suerte tengo con que me hayan prorrogado el contrato de prácticas en el periódico siendo recién graduada. Pero vamos, que si tenemos que tirar con el sueldo de mierda que tiene Javi en el taller, estamos apañados.
—Bueno, cariño, sin agobios. Ya sabes que el psicólogo te dijo que te tomaras todos estos cambios con calma —le dice Anne dulcemente.
Lys no dejó de ir al psicólogo a pesar de superar la anorexia. Logro que, por cierto, según ella, fue gracias a mí.
Un día que fui a verla al hospital cuando estaba interna, rompí a llorar y le pedí que volviera a casa. Le dije que no podía seguir adelante sin ella y nuestros padres. Lys volvió a casa a los pocos meses y se fue recuperando. Aunque las cicatrices la siguen marcando.
—No empieces tú también, que ya tengo bastante con las películas que se monta Em —suelta Lys mordaz.
Mi tía me lanza una mirada fría que me hiela hasta los huesos. Anne siempre es afable, pero cuando se pone de mal humor puede dar mucho miedo.
—No me tires de la lengua, Lys —añade mi tía.
—Vale, chicas, ¿qué pasa aquí? —dice Lys colocando los brazos en jarra.
—¿No te ha contado tu hermana que ahora fuma hierba? —contesta Anne mirándome.
—¿¡Que fumas qué!? —me grita Lys medio riéndose.
—No tiene gracia. Ya sabía yo que pasar tantas horas delante del ordenador nos iba a traer problemas.
—En serio, Em, necesitas una vida —añade mi hermana mirándome preocupada.
—¡Yo no fumo nada! ¡Ya te lo dije, tía! Y tengo una vida, aunque vosotras no la entendáis —les contesto frustrada y dolida.
—¿Qué os pasa? —pregunta David entrando.
Además del maletín de trabajo con el logo de su empresa de seguros, lleva una bolsa de la librería a la que suelo ir.
—He traído una cosita para Emma —añade sonriendo y tendiéndome la bolsa.
—¡Ay, muchísimas gracias, David! Ya sabes que no tienes por qué regalarme libros así… —miento emocionada.
David no está nada mal como tío. Cuando me nota decaída, va a la librería y me regala un libro. Aunque confieso que no tengo la conciencia muy tranquila, pues en un par de ocasiones lo he hecho a propósito porque no tenía nada que leer.
Saco el libro de la bolsa y le quito rápidamente el papel de regalo que lo envuelve.
—¿Las drogas y los adolescentes? ¡Tienes que estar de broma! —grito indignada tendiéndole el libro de vuelta—. Ya os dije que la bolsa es de un chico que conocí ayer y…
—Cariño, lo hablaremos. No te preocupes, a tu edad todos hicimos locuras y quisimos experimentar… —argumenta mi tía devolviéndome el libro.
Ahora mismo le metería el libro al chico de ayer por donde le cupiese.
—Igual hasta te gusta. No hay unicornios, pero sí viajes místicos —rompe el hielo mi hermana después del silencio que se ha instalado entre los cuatro.
Meto el libro en mi bolso y salgo de casa a paso rápido seguida por Lys. Nos montamos en su coche para dirigirnos a la residencia de papá.
—¿Qué? ¿Ahora te va ver dragones fumada en vez de en tus libros?
—Es de un capullo al que conocí en la biblioteca leyendo poesía. Me lo metió en el bolsillo para librarse de la policía.
—Emma con novio y encima lo llama capullo. Quiero palomitas… —se ríe.
Me está dando el viaje.
—No es mi novio.
—Espera, su perfil no encaja en la biblioteca. ¿Qué hacía allí? ¿Liarse los porros con las hojas de los libros?
—¿Cómo está Javi? —le pregunto para cambiar de tema.
—¿Ahora te interesa Javi? —Arquea una ceja.
—¿Qué pasa, Lys? ¿Problemas en el paraíso?
Lys ha estado con muchos chicos. Es poco romántica y dice que no cree en el amor, pero yo sé que lo que siente por Javi es exactamente eso, lo acepte o no. Llevan juntos muchísimos años y desde que lo conoció no ha vuelto a fijarse en nadie más.
Lys aparca el coche delante de la puerta principal. Hay muchas personas entrando y saliendo de la residencia, se nota que es fin de semana y algunos pacientes vuelven a sus casas.
Es un edificio de ladrillo rojo con una apariencia muy agradable, rodeado de un enorme jardín para que los pacientes puedan pasear y les dé un poco el aire y el sol.
Y, sin embargo, siempre que vengo aquí, no puedo evitar sentirme contagiada por una energía negativa. Veo familias destrozadas como la mía, veo residentes muy enfermos, veo personas tristes… Me siento mal porque sé lo duro que es vivir sabiendo que alguien a quien quieres no está bien, y que tú no puedes hacer nada para ayudarle.
Mi hermana y yo recorremos los pasillos interminables en busca de papá. Hay muchísimas habitaciones y salas de ocio para que los residentes se sientan lo más cómodos posible.
Pronto veo a mi padre. Está en el mismo sillón de siempre, en la misma sala de siempre. De hecho, tiene el mismo libro en las manos que siempre.
Ahora está calmado. Su pelo está salpicado de canas, y sus ojos marrones están inmersos en el libro que intenta leer. Sé que no puede leer, sé que ha perdido esa facultad entre muchas otras, pero nunca desiste. Solo mira las páginas y las letras como si recordara que esa acción la hacía sin parar cuando todo estaba bien.
—Sebastián, su familia ha venido —le comunica el enfermero que está a su lado.
Solo que no es un enfermero y que reconozco su voz a la perfección.
—¿¡Tú!? —grito pasmada desde donde estoy junto a mi hermana.
Lys me observa patidifusa, por no hablar del chico de ayer, que se ha girado hacia mí y está tan sorprendido de verme aquí como yo de verle a él.
—¿Qué se supone que haces tú aquí? —le pregunto cuando me acerco a mi padre.
—No, ¿qué haces tú aquí? —me contesta él extrañado.
—Vengo a ver a mi padre.
—Ah…
—¡Ay, madre! ¡Que es el poeta! Emma, no me has dicho que era tan guapo —me dice dándome un codazo.
Yo me río al ver la naturalidad con la que Lys lo deja atontado.
—Soy Eric. Encantado. Tú tampoco estás nada mal. ¿Eres su amiga? —le sigue él el juego.
Me parto de risa en mi interior al ver a Eric intentando ligar con mi hermana. Ya quisiera él.
—Mira qué mono. No, cariño, soy su hermana mayor. Y podría ser también la tuya. —Lys lo deja planchado y después se ríe—. Emma, voy a por las medicinas de papá. Espérame aquí, vuelvo en un minuto.
Maldigo a mi hermana por dejarme sola con él.
—¡Hola, papá! —lo saludo para dar la espalda a Eric.
Me agacho a su lado y le doy un beso en la mejilla. Él me mira y mueve sus manos emocionado.
—Sí, en nada nos vamos a casa —añado antes de volver a incorporarme—. Conque te llamas Eric, ¿no?
—Sí —contesta él simplemente.
—¿Trabajas aquí? Te he visto hablarle a mi padre como si fuera tu paciente.
—¡Estás loca! —contesta él de nuevo con rapidez.
—Y la hierba, ¿qué? ¿Para fines terapéuticos? —añado irónica.
—Quizás. ¿Me la devuelves? —me dice Eric extendiendo su mano.
—Quizás. ¿Tanto la necesitas?
—¿Y a ti qué te importa? —contesta él fríamente.
Abro mi bolso y saco el libro que me ha dado David.
—Toma, a ti te hace más falta que a mí.
—¡Oh! ¿Hace solo un día que nos conocemos y ya te preocupas por mí? Qué mona… —dice Eric cuando lee el título del libro y después me lo devuelve.
Eric se marcha por la misma puerta por la que aparece Lys unos segundos después, acompañada de una enfermera para que nos ayude a llevarnos a papá.
—¿Conoce a un familiar de algún paciente que se llame Eric? —le pregunto a la enfermera.
—No, yo no trato con todos los familiares. Lo siento —me responde ella.
Mi hermana y yo nos acercamos para ayudarla a colocar a papá en su silla de ruedas. Entre las tres lo cogemos, lo levantamos del sillón y lo sentamos. En seguida empieza a gritar.
—Papá, no pasa nada —le digo con una sonrisa.
Pero él sigue gritando.
Lys se acerca y le da un abrazo. Mi padre empieza a emitir sonidos y a mover sus manos de un lado para otro. Es lo que hace siempre, los médicos dicen que no sabe controlar muy bien sus extremidades superiores.
Lys y yo lo subimos al coche juntas. Primero abrimos la puerta y colocamos su silla muy cerca de esta. Después pongo las manos debajo de sus axilas y Lys lo sujeta por las piernas. Juntas lo sentamos en el asiento de atrás y le ponemos el cinturón. Metemos la silla en el maletero y me siento al lado de papá cogiéndole de la mano.
—Volvemos a casa, papá —le digo con dulzura.
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Gracias al encuentro con Eric de esta mañana, que Lys no ha tardado en contarle a mi tía sin olvidar incluir lo guapo que es el chico, a Anne ya se le ha pasado el cabreo y hasta parece que se ha olvidado del tema.
Antes de arreglarme para salir a pasear he bañado a mi padre con ayuda de mi hermana. Es difícil y nunca podría hacerlo sola, normalmente me ayuda mi tía Anne o David. Pero esta vez que Lys ha venido, hemos aprovechado y lo hemos hecho juntas para que ambos pudieran continuar trabajando.
Mi padre pesa bastante, pero a veces es más difícil darle de comer que bañarlo. A él parece que le gusta y que está deseando que llegue la hora del baño.
Yo siempre pienso que él me ayudó a bañarme desde que tengo memoria hasta que pasó lo que pasó, así que le devuelvo el gesto con mucho gusto.
Después de bañarlo, vestirlo y sentarlo en su silla, lo peinamos un poco.
—Vamos a salir, papá —le digo con una sonrisa.
Él me responde moviendo la cabeza. Seguro que entiende algo de lo que le digo. O eso quiero creer.
Mi hermana empuja la silla de papá mientras salimos de casa en dirección al centro. El sol, por suerte, ya está descendiendo y no hace tanto calor. Recorremos a pie la urbanización donde vivimos Anne y yo. A ambos lados de la carretera hay casas unifamiliares con un aspecto muy similar, y un pequeño jardín en la entrada.
Atravesamos las pocas calles que alejan mi casa del casco antiguo. Lo tengo todo prácticamente a un paso: la biblioteca, el parque, las librerías, el instituto… Siempre he pensado que vivo en la mejor zona del pueblo.
Al llegar al parque vemos el pequeño lago con patos y algún que otro cisne. Justo enfrente de la entrada está la librería más grande del pueblo. La más grande y una de las pocas que hay aquí. Diviso ya las luces del escaparate.
—Papá, ¿quieres entrar en la librería? —pregunto agachándome a su lado para limpiarle la comisura de los labios con un pañuelo.
—Venga, vamos —contesta mi hermana.
Abro la puerta y la sujeto para que mi hermana entre con mi padre.
En seguida todo el mundo se gira para mirarnos. Odio cuando ocurre esto y, desgraciadamente, es demasiado a menudo. Todos quieren ver al hombre que tuvo el accidente en el que murió su esposa y en el que se quedó paralítico. Nos miran solo por el morbo y no lo puedo soportar.
Me gustaría que la gente tratara a mi padre como a una persona normal, porque es lo que es. Está discapacitado, pero es una persona como cualquier otra.
A diferencia de en la biblioteca, aquí huele a libro nuevo, no a papel antiguo. Es el mismo olor que tienen las páginas de mis libros. Porque sí, yo huelo los libros que me acabo de comprar en cuanto llego a casa. Es una de mis muchas manías lectoras.
Me acerco a la primera estantería y le hablo a mi padre sin parar.
—Mira, ¡qué bonita es esta edición! Ah, este otro ya lo he leído y no es para tanto como dicen. Quiero comprarlos todos, ¡son tan bonitos!
Mientras, mi hermana y mi padre me siguen. Este último parece muy atento a todo lo que le digo y enseño.
—Oh, ¿y este? No me lo esperaba. Es de Simone Elkeles, Paradise. Es una novela increíble y me identifico muchísimo con la protagonista. —Se lo muestro a mi padre mientras le doy vueltas, observando cada una de sus particularidades con detenimiento.
—Vas a marear al libro y a papá, Em —comenta mi hermana riéndose.
—Me encanta olerlos, manosearlos y ver la edición con todo lujo de detalles. Déjalo, tú nunca lo comprenderás —le digo con un gesto de indignación bromeando.
—Vámonos, anda.
Salimos de la librería y nos dirigimos al parque. Sabemos que a papá le encantaban los animales antes del accidente, así que seguro que disfruta del paseo viendo patos, cisnes, pájaros, perros y gatos.
Una hora más tarde, llegamos a casa y mi padre parece realmente feliz.
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El fin de semana transcurre sin nada nuevo. Mi hermana y yo decidimos llevar a mi padre de vuelta a la residencia porque ya se ha hecho bastante tarde. Es domingo y mañana tenemos que madrugar.
—Yo os acompaño. ¿Quieres quedarte en casa, Em? Pareces agotada —dice David mientras nos montamos en el coche.
Después del fin de semana, solo tengo fuerzas para negar con la cabeza y ponerme el cinturón de seguridad.
Para cuando llegamos, ya es de noche y casi todas las luces están apagadas. Es solo la hora de cenar, pero los residentes suelen acostarse temprano.
—Emma, yo llevo a tu padre con Lys. Quédate aquí si quieres —me propone David cuando terminamos de bajar a papá del coche.
Yo cedo con una sonrisa y, antes de que se vayan, me despido de mi padre dándole un abrazo.
Mi hermana y David desaparecen por la puerta y yo me quedo apoyada en el coche mirando la entrada de la residencia.
¿Es ese Eric?
Sin duda. Su silueta y sus movimientos con las manos al hablar son inconfundibles. Está hablando con una enfermera y segundos después desaparece rápidamente por el camino que han tomado Lys y David.
Ando hacia la residencia y subo las escaleras. Tras cruzar la puerta de entrada, llamo a la enfermera con urgencia.
—¿Eric es el nuevo enfermero que cuida a mi padre?
Me lo imagino ya con su bata blanca haciéndole pruebas.
—¿Eric? ¡Qué va! Realiza servicios en beneficio de la comunidad.
Debería estar prohibido por ley madrugar después de haber dormido tan pocas horas. Creo que es peligroso, pues mis ojos tienden a cerrarse cada poco tiempo. Puedo ocasionar un accidente si cruzo por un paso de peatones con el semáforo en rojo, o si me caigo de repente al suelo en medio de la calle al quedarme dormida.
Es demasiado temprano para quejarme porque no quiero empezar el instituto de nuevo, encima un viernes.




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Guardo el móvil cuando faltan pocos metros para llegar al instituto. Es un edificio no muy grande, pero que tiene un toque vintage con su fachada grisácea y sus ventanas de madera oscura. Me anima pensar que este es el último año que piso ese suelo, que recorro esos pasillos, y que mi tortura estudiando asignaturas que no me interesan lo más mínimo se acabará dentro de no mucho.
Vaya, la primera persona con la que me encuentro el día que comienzan las clases tiene que ser Ingrid. Como es habitual en ella, casualmente no repara en mi presencia y ni me mira. Mejor para mí.
Continúo por el camino que lleva al edificio principal del instituto. Voy mirando al suelo, por lo que no veo al grupo de chicos que me bloquean el paso hasta que casi tropiezo con ellos.
Genial comienzo de curso.
—¿Me dejáis pasar? —les pido amablemente.
—Ey, qué camiseta tan bonita —me dice uno de ellos de forma sarcástica.
Pues sí, tiene razón, es preciosa. Lo que dice es muy cierto: Books are man’s best friends.
—Gracias —le digo yo también ironizando.
Él y sus compañeros, todos unos diez centímetros más altos que yo, empiezan a reírse. Parece mentira que hasta en el último año de instituto sigan metiéndose con mis atuendos frikis, con los libros que leo y, lo peor, con lo que escribo en mi blog.
El grupo se hace a un lado para dejar pasar a una profesora y yo aprovecho para colarme por el hueco, no sin antes murmurar:
—A ver si maduráis de una vez.
Aliviada, a lo lejos veo a Clara, que me está esperando sentada en un banco a la sombra de los árboles que rodean el instituto.
—¡Hola! —la saludo contenta.
—¡Ey, hola! ¿Qué tal el verano? —me pregunta.
Clara es la compañera de clase con la que siempre me he llevado mejor. Compartimos pupitre desde hace cuatro años y es una chica estupenda. No tenemos muchas cosas en común y nunca quedamos fuera del instituto, pero la considero una amiga.
Aunque en realidad mis mejores amigas son Sandra y Esther. Ambas viven en un pueblo cercano. Entre semana solo podemos hablar por Skype o WhatsApp, pero muchos fines de semana quedamos en mi pueblo para salir por ahí un rato o simplemente para hablar y dormir juntas en mi casa.
Estoy a punto de contestar a Clara cuando veo a Eric hablando con alguien unos metros más allá. No puede ser. Aquí también, no. Claro, tendría que haberlo pensado antes, pues en el pueblo solo hay un centro de secundaria. Pero creía que él era mayor que yo y que ya habría terminado el instituto.
Clara se da cuenta de que estoy mirando a Eric y me dice dándome un codazo suave en las costillas:
—¿A que es muy mono?
—Sí, la verdad es que parece haber salido de un circo —le respondo aburrida.
—¿Es que lo conoces? —me pregunta con sorpresa.
—Por desgracia, sí. Ya te advierto que anda en cosas ilegales, ya sabes… —A continuación hago como si estuviera fumando.
—¿En serio? Ahora todo encaja. He oído que lo expulsaron de su antiguo instituto en Madrid y que su reputación no es muy buena. Se ha mudado aquí hace poco —me explica Clara.
No me extraña que sepa tanto de él, siempre se entera la primera de todos los cotilleos.
—A pesar de todo, está como un tren. Tienes que admitirlo, Em —me dice Clara cruzándose de brazos y dirigiéndome una mirada inquisitiva.
No pienso admitir algo así, aunque solo me estoy engañando a mí misma.
—No me he fijado —le contesto de manera poco convincente.
Clara me mira con ojos llenos de incredulidad. Ella sí que es guapa. Hace poco se tiñó su pelo rizado natural de un tono rojizo que le queda estupendo. Es alta y esbelta, y siempre viste a la última. Le encanta el mundo de la moda y es algo que se nota.
—Oye, ¿vendrás a la fiesta? —me pregunta Clara.
—Claro, he invitado a mis amigas Esther y Sandra. Espero que no les importe a los organizadores por no ser de este instituto…
—Qué va, si solo es una excusa para hacer una fiesta. Puede asistir quien quiera —me explica.
Vuelvo la vista al frente y contemplo a lo lejos el cielo azul de septiembre. Las hojas de los árboles se mueven por la suave brisa, al igual que el césped que aplastan mis zapatillas. Todo es demasiado bonito… hasta que lo veo delante de mí a escasos centímetros.
Lleva gafas de sol negras y, para completar su atuendo, una media sonrisa pícara.
—Hola, soy Eric —se presenta a Clara.
Yo sigo sentada mientras Clara se levanta del banco y se acerca a él para darle dos besos.
—Hola, Emma. Parece que me sigues a todas partes —dice Eric mientras me planta otros dos besos a mí.
—¿Irás a la fiesta de esta noche? —le pregunta Clara a Eric mientras se enrolla coqueta un mechón de su pelo rojo en los dedos.
—Por supuesto, soy el alma de las fiestas. Además, estoy deseando conoceros a todos, y si hay chicas tan guapas como tú, todavía mejor —le responde Eric.
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Las paredes siguen estando igual de deslucidas y las taquillas igual de pintarrajeadas. Huele a desinfectante, como todas las mañanas.
Irónicamente, mi primera clase del año es Literatura Universal. Cualquiera que me conozca creerá que me encanta esta clase. Pues sí, me encanta. Lo que no me gusta nada es la profesora que impartía la clase el año pasado, y, por desgracia, también lo hace este curso.
Mientras Clara está medio durmiéndose encima del pupitre, yo estoy más despierta y atenta que en ninguna otra asignatura. Y no tanto porque el tema que estamos dando en clase sea muy interesante, sino porque mis nervios se están crispando por momentos conforme la profesora Elisa sigue hablando.
—… esto sí que es una novela de verdad y lo que los jóvenes deberían leer. No como los libros juveniles que ahora mismo están poblando las librerías, llenos de historias sin sentido, hechos solo para entretener y sin ningún tipo de valores. Es simple basura…
Clara pone una mano encima de mi brazo y vuelvo la cabeza para mirarla.
—Tía, tranquilízate un poco o vas a empezar a echar humo por las orejas.
—No puedo —es lo único que puedo contestarle si no quiero empezar a gritar.
—… así que os recomiendo que os alejéis de esa clase de libros y empecéis a leer buenos clásicos como…
No puedo aguantar más y levanto la mano.
—¿Sí, Emma? —me dice la profesora entre molesta por la interrupción y complacida al saber que alguien de la clase le ha estado prestando atención.
Intento relajarme antes de hablar o no podré poner un filtro a mis palabras para que no me expulsen de clase.
—Siento discrepar de lo que está diciendo. La literatura juvenil está infravalorada y lo veo injusto, pues es tan rica y valiosa como cualquier otra.
—Yo he leído tanto libros clásicos como juveniles, y le aseguro que me duermo con ambos —suelta uno de los chicos que he visto antes con Eric.
La clase entera parece despertarse de golpe de su duermevela y comienza a troncharse de risa.
—Hay muchos escritores de literatura juvenil que son fantásticos —dice Eric sorprendiéndome.
Los amigos de Eric empiezan a reírse. Veo que Clara está inclinada hacia abajo como si estuviera avergonzada de su compañera de pupitre. Entre su cabeza y la de otra chica veo a Eric, sentado como si estuviera en la barra de un bar en vez de en clase. Me sorprende que haya dicho eso, pero no sé si habla en serio. Tiene la mirada divertida y me la sostiene como incitándome a que continúe hablando.
—Exacto, y sus obras tienen un gran contenido literario —continúo yo pasándole la pelota todavía sin quitarle ojo.
Él me sonríe y dice:
—Claro, pero también hay libros juveniles que no valen la pena… —Levanta una ceja invitándome a contratacar.
Sus amigos vuelven a reírle la gracia. ¿Se está burlando de mí?
—¡Pero eso no quiere decir que la literatura juvenil sea basura! Sucede lo mismo con todos los géneros y no se puede generalizar —le contesto indignada.
Cuando termino de hablar, miro a mi alrededor y veo cómo varios compañeros están cuchicheando entre sí mirando en mi dirección. Les sorprende tanto como a mí que le haya llevado la contraria a la profesora, aunque al final esto parece un debate personal con Eric.
Decido continuar con mi discurso.
—Yo leo libros clásicos y me encantan. Algunos son un peñazo, hay que admitirlo, pero eso no significa que sean malos, al igual que algunos libros juveniles. Aunque no por eso desprecio a todo un género. —Cojo aire y continúo soltando todo lo que se me pasa por la cabeza—. Son libros que se han escrito hace muchos años y que tienen una gran influencia hoy, y la han tenido a lo largo de la historia de la literatura, pero un libro no vale más que otro, además de que cada uno tiene su opinión y sus gustos. Nadie tiene derecho a juzgarte por lo que lees.
—Emma, no digas bobadas —me contesta al fin Elisa—. La literatura juvenil es para niños. Creo que ya tienes una edad para dejar de leer esas tonterías y centrarte en libros de verdad.
Oigo varias risitas detrás de mí. Cierro los puños por debajo de la mesa y me muerdo la lengua para no soltarle yo un par de verdades.
Cuando voy a empezar a hablar, suena el timbre que indica el final de la clase.
Salvada por la campana.
Recojo mis cosas rápidamente y, sin mirar a nadie, salgo por la puerta del aula muy cabreada. Alguien me agarra del hombro y al darme la vuelta veo cómo Eric se dirige a mi oído y me susurra:
—Esa profesora no sabe de lo que habla.
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Abro la puerta de casa y en el umbral encuentro a Sandra y Esther, que han venido en el último autobús desde su pueblo.
—¡Hola! —me saluda con un efusivo abrazo Esther.
Ella es así de cariñosa, impulsiva y transparente con sus sentimientos. También es algo nerviosa e hiperactiva. Esther es bajita y tiene el pelo castaño y corto. Sus ojos pardos me sonríen con alegría, tanta como la que siento yo al volver a verlas.
—Hola, chicas. ¡Qué bien que estéis aquí! —las saludo realmente contenta.
—Hola, guapa. Este verano casi no nos hemos podido ver en persona, te he echado de menos —dice Sandra triste mientras me abraza.
Pocas veces he visto esa expresión en su cara, pues es una chica muy risueña. Sandra es la más alta de las tres, tiene el pelo rubio y un mechón azul.
Subimos a mi habitación para terminar de arreglarnos y dejar los macutos de las chicas.
Mi cuarto es mi escondite preferido. Me costó acostumbrarme cuando me mudé de casa de mis padres a la de mi tía, pero ahora no cambiaría nada de él. La pared de la izquierda está prácticamente forrada de pósteres de películas que están basadas en libros y debajo está mi cama. Justo enfrente de la puerta hay un gran ventanal con vistas al cerezo que hay en el jardín de la entrada, y por él se vislumbran unas cuantas casas de la acera de enfrente. Debajo de la ventana está mi escritorio, repleto de libros, al igual que las estanterías que están colocadas en la pared derecha. Tengo muchos, pero nunca serán suficientes.
Las tres nos damos unos cuantos retoques finales frente al espejo y nos dirigimos hacia la fiesta, que será en el propio instituto, en el gimnasio.
Esther lleva un sencillo vestido negro que resalta mucho su figura. Sandra, en cambio, lleva un pantalón granate y una camisa blanca. Yo he optado por una falda gris por encima de las rodillas y una camiseta negra con adornos plateados.
Caminamos por las calles de mi pueblo, que apenas están iluminadas por las farolas que emiten haces de luz amarillenta. Es septiembre, pero todavía permanece el calor del día a esta hora de la noche.
—Emma, tengo que contarte una cosa antes de que lleguemos a la fiesta —dice de repente Sandra.
—Es verdad, díselo ya —la anima Esther.
Las tres nos paramos en medio de la acera.
No me preocupo demasiado por lo que tengan que decirme, pues las dos están sonrientes.
—¿Qué pasa? ¿Qué te tengo dicho de que nos cuentes las cosas a la vez y no siempre a Esther primero? —le digo a Sandra cruzándome de brazos y echando a andar rápido como si estuviera enfadada de verdad.
—Os lo iba a contar hoy a las dos, pero Esther lo descubrió sin querer —me explica Sandra.
—Claro, qué casualidad… —Me detengo y me doy la vuelta para mirarlas con la mejor cara de cabreada que me sale, sin estarlo realmente.
—Sandra tiene novia —suelta de repente Esther.
—¡Estheeeer! —Sandra se vuelve hacia ella riñéndola por habérsele adelantado.
Ya había notado que a Sandra siempre le atraían más las protagonistas femeninas que los masculinos. Pero desde que la conozco, nunca ha tenido pareja.
—¡Qué buena noticia!
—No te parece… ¿raro?
Sé perfectamente a lo que se refiere Sandra con esa pregunta, pero conmigo es algo que sobra preguntar.
—Pues sí, la verdad es que me parecía raro que una chica como tú no tuviera pareja todavía —le digo.
De repente me agarra con un brazo y con el otro atrae a Esther.
—Sois las mejores, chicas —nos dice Sandra mientras nos abraza muy fuerte.
Continuamos nuestro camino ansiosas por llegar. Ya se ve el instituto iluminado por las luces del aparcamiento, que está bastante concurrido. La música se escucha desde nuestra posición.
—Tienes que presentarnos a tu novia pronto —le comento a Sandra.
Las dos se quedan calladas.
—Mmm…, yo ya la conozco —me dice con miedo Esther.
—¡Pero no te enfades! —me advierte rápidamente Sandra.
—Así es cómo te enteraste, ¿verdad? —me dirijo a Esther—. Te las encontraste por la calle.
—Sí, así es. ¿Cómo lo has sabido? —me pregunta Sandra.
—Es lo que tiene leer novelas de Agatha Christie y las aventuras de Sherlock Holmes —les digo.
Las tres nos echamos a reír y por fin llegamos a la fiesta.
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Sandra, Esther y yo llevamos poco más de una hora saludando a gente, bebiendo cerveza y riéndonos sin parar. La estancia está caldeada de más por todas las personas que hay aquí dentro. Han colocado mesas en las que hay aperitivos y refrescos. Como todos los años, nos las apañamos para amañar las bebidas y beber alcohol a escondidas —aunque algunos ya son mayores de edad.
Veo a Clara bebiendo con algunas chicas de nuestra clase y me acerco a saludarlas. Dejo a Sandra y a Esther que están bailando exageradamente una canción que tiene ya algunos años.
—Ey, ¡por fin te encuentro! —me dice Clara cuando me ve.
Clara está guapísima y atrae la mirada de todos los chicos.
—Hola, ¿qué tal vais? —le pregunto al grupo en general.
—Bueno, ya se me ha subido un poco la cerveza a la cabeza, pero bien. —Las chicas y yo nos reímos.
—Entonces parece que estamos igual —le digo a Clara guiñándole un ojo.
Lo cierto es que hacía tiempo que no salía de fiesta y eso me ha pasado factura.
De repente vienen corriendo Sandra y Esther. Esta última me abraza y me grita:
—Por favor, tenemos que pedir que pongan I gotta feeling, de The Black Eyed Peas.
Es una canción muy importante para nosotras, la pusieron una noche que lo pasamos genial.
Sandra y Esther se dan cuenta de que no estamos solas y saludan a Clara, a la que ya conocen de unas cuantas veces.
—Pues id a pedirle la canción al DJ —nos anima Clara, que me pone una sonrisa cómplice con la que no sé qué quiere decirme.
—Venga, vamos. Aunque seguro que no la tienen, es muy vieja ya —bromeo.
Tenemos que pasar entre medias de un montón de chicos y chicas sudorosos que no paran de bailar, reír y beber. Esther va en cabeza abriéndose paso dando manotazos mientras baila porque han puesto otra canción que le encanta. Sandra y yo vamos detrás y nos paramos casi enfrente de la mesa de mezclas para hacernos una foto con el móvil sin parar de reír. Tenía ganas de pasar una noche así después de un verano tan aburrido.
Cuando bajo mi móvil, que tenía levantado para hacer la foto, lo veo. Eric es el DJ esta noche. Está concentrado en el ordenador portátil. Lleva el pelo totalmente despeinado, coronado por unos auriculares, y mueve la cabeza al ritmo de la música.
Ahora entiendo por qué Clara me ha mirado de esa forma antes. Sabe que Eric no es santo de mi devoción.
—Sandra, id vosotras a pedir la canción. Yo… yo he visto a alguien y quiero ir a saludar —se me ocurre de repente para no acercarme a Eric.
Por suerte él todavía no me ha visto.
—¡Vamos, Emma y Sandra! —nos grita Esther desde la mesa donde está Eric.
Al escuchar mi nombre, Eric sube la mirada y se encuentra con la mía.
Mierda.
—Vale, ahora nos vemos —me dice Sandra yendo a reunirse con Esther.
No sé qué hacer y busco con la mirada a alguien conocido para ir a hablar con él, pero solo veo a gente de otros cursos. Cuando vuelvo la mirada a mis amigas, veo cómo se están dirigiendo de nuevo hacia mí.
Menos mal, al final me he librado de acercarme a Eric…
—Dice que tienes que ir tú a pedirle la canción o si no, no la pone —me suelta Esther.
—¿Lo conoces? ¡Es guapo! —me dice Sandra guiñándome un ojo.
Miro hacia donde está él y veo que me está mirando con una sonrisa burlona.
—¡Venga! ¿A qué esperas? —me insiste Esther.
—Es él, Eric —les cuento al fin a Esther y a Sandra.
—¿El de la hierba? —me pregunta Sandra con la boca abierta.
—Mencionaste que era mono, ¡pero no que estaba para mojar pan y repetir! —suelta Esther comiéndose a Eric con la mirada.
—¿Verdad? Y porque no habéis visto sus ojos de cerca.
¿Pero qué estoy diciendo? Definitivamente se me ha subido demasiado la cerveza.
—Uhhh, ¡que Em se está pillando! —dice Sandra mientras Esther y ella ríen como locas.
No puedo evitarlo y me echo a reír yo también. No sé si será el alcohol o qué, pero me siento decidida y me encamino, con el paso más firme que puedo con el mareo que llevo, hacia la mesa de mezclas. Eric ensancha su sonrisa conforme me ve acercarme.
Sale de detrás de la mesa y se arrima a mí, tanto que puedo oler su perfume. Apoya una mano al lado del ordenador y me mira. No puedo ver bien sus ojos, no puede abrirlos del todo a causa de la borrachera.
—¿Puedes poner la canción que te ha pedido mi amiga? —le digo tratando de mostrarme tranquila.
—¿Cómo se piden las cosas?
—Con la boca —le suelto sin pensar.
—Qué graciosilla… —Eric lleva su dedo índice a mi labio inferior y lo acaricia suavemente—. ¿Con esta boca de aquí?
Noto cómo se me encienden las mejillas.
—Por favor… —digo con apenas un hilo de voz.
Ya no puede acercarse más, es imposible. Me coge de la muñeca, y me quedo encerrada entre su brazo y la mesa.
—¿Y qué me das a cambio? —me pregunta.
Observo cómo se relame sus labios gruesos con detenimiento. En realidad no sé por qué estoy soportando todo esto, pero lo cierto es que me estoy divirtiendo.
Me decido a salir de su trampa empujándole con suavidad, pero él no se mueve de su sitio. Agarro con la mano que me queda libre la suya para separarla de la mía.
—Ya quisieras conseguir algo a cambio… —le digo cuando por fin consigo soltarme.
Al hacerlo, noto cómo una cadena plateada se desliza hasta el suelo. Me agacho para recogerla y la observo. Es una pulsera de plata de la que cuelga una mariposa pequeña con las alas abiertas.
—¿Es tuya? Es bonita, pero… ¿no crees que no es de tu estilo? —le digo riendo mientras sostengo la pulsera a la altura de mis ojos.
Cuando por fin lo miro, veo cómo su expresión cambia de concentrada a malhumorada en un segundo. Cuando me mira, sus ojos irradian dolor.
—Devuélvemela.
Le tiendo la pulsera y Eric intenta cogerla sin éxito, pues antes la vuelvo a apartar de su alcance escondiéndola a mi espalda.
—Muy graciosa.
—No tanto como tú cuando me pusiste la hierba en el bolsillo.
—Todavía estoy esperando a que me la devuelvas.
—Deberías agradecer que no lo haga. —Ahora soy yo la que me acerco más a él para susurrarle al oído, apoyando una mano en la mesa de mezclas y otra en su hombro para poder sostenerme de puntillas—. Ya sé que estás en la residencia de mi padre porque te condenaron a trabajos comunitarios.
¿Eso ha sonado más fuerte que un susurro o me lo ha parecido a mí? Veo cómo Eric se aparta rápidamente de mí y apaga el micrófono del DJ, que debo de haber encendido sin querer al apoyarme.
Miro a mi alrededor y veo que todos nos están observando.
Me doy la vuelta y, sin girarme de nuevo hacia Eric, me encamino hacia donde me esperan boquiabiertas mis amigas. Volvemos a nadar entre la marea de adolescentes que quedan en la fiesta, pero esta vez todos cuchichean por lo que acaban de escuchar.
—¿Qué ha pasado para que le dijeras eso? —me pregunta Sandra cuando salimos del gimnasio y cruzamos el aparcamiento.
—Vámonos de aquí, por favor.
—¡Ey! ¿Y la canción? ¿La ha puesto y no me he enterado? —pregunta Esther, que se nota que está bastante más borracha que nosotras y no se ha enterado mucho de lo que ha sucedido.
—No creo que la ponga nunca —le contesto pasándole un brazo por los hombros.
Sin embargo, cuando ya estamos a punto de salir del recinto del instituto, comienza a sonar la melodía con la que empieza la canción que hemos pedido.
Ayer fue un domingo más. Me senté en el salón junto a mi padre y le conté todo lo que había hecho durante esa semana. Él me escuchó y con sus manos hizo como si quisiese que le leyese un libro, señalando a la estantería que tenemos en el piso de abajo. Decidí empezar a leerle Harry Potter y la piedra filosofal.
Gracias a él, Harry Potter siempre será la saga de mi infancia. Los libros eran suyos y están en casa desde que tengo memoria. Sé que eran también unos de sus favoritos.
Cuando el domingo dejé a papá en la residencia tampoco vi a Eric. Han pasado ya varios meses desde que desapareció de la faz de la Tierra. No va a clase, no está en la residencia cuando voy a recoger a mi padre, y nadie lo ha visto por el pueblo.
Estoy segura de que se ha marchado de aquí, pero… ¿será porque todo el mundo sabe por mi culpa lo de su trabajo comunitario? Fue sin querer… ¿Y si lo han metido en la cárcel por algo?
—Emma, can you answer the question? —La profesora de inglés me saca de mis pensamientos y me hace volver a la realidad.
Todos mis compañeros se han girado para mirarme.
—Can you repeat it, please?
Ups. No sé de qué habla, pero creo que he salido bien del apuro.
—Forget about it… —Suspira y continúa hablando—. So, on April 12th we’ll have the final exam…
Menos de veinte días para el examen final y ya estoy nerviosa.
—Una cosita antes de que os marchéis —dice la profesora cambiando de idioma justo cuando suena el timbre—. ¿Alguien podría decirle a Eric que si no se presenta a este examen irá directamente a septiembre?
Un silencio sepulcral se instala en el aula y, de pronto, mis compañeros empiezan a cuchichear. Yo me mantengo con la cabeza gacha y a la espera de que alguien responda.
Nadie dice nada porque nadie sabe dónde está Eric.
—Yo creo que está en la cárcel. Seguro que mató a alguien en la residencia esa —dice una chica que está delante de mí.
La profesora se da por vencida y nos dice que podemos marcharnos a casa. Yo me levanto rápidamente y salgo de clase intentando olvidar a Eric.
Qué hambre tengo, en cuanto llegue a casa voy a zamparme hasta el plato. Y si mi tía Anne no se dedica a pegar gritos por teléfono, quizás incluso podré estudiar un rato.
Nada más abrir la puerta, algo salta a mis brazos. Los alargo instintivamente y cojo a Zoe, que me empieza a lamer la cara mientras río.
—¡Hola, bonita! —le digo mientras la abrazo.
Zoe me contesta con lloriqueos de felicidad y más lametones. Siempre que llego a casa me recibe de esta forma. Nos echamos de menos en cuanto estamos separadas.
Dejo a Zoe en el suelo y me dirijo a la cocina. Allí están tía Anne y David esperando a que llegue para empezar a comer.
—Mira qué ha llegado para ti… —me recibe David, tendiéndome un paquete.
David tiene una sonrisa muy bonita y la enseña a menudo. Tiene un encanto natural que es lo que hizo que Anne cayera rendida a sus pies. También ayuda su suave pelo rubio y sus ojos verdes.
—¿Qué será? —dice mi tía sonriendo.
Anne no se queda corta con su belleza. Tiene el pelo precioso, de color naranja oscuro natural, y unos grandes ojos marrones, como los míos y los de mamá.
Alcanzo rápidamente el paquete dándole las gracias a David.
—¡Qué emoción! —grito sin poder evitarlo—. La semana pasada una editorial se puso en contacto conmigo para pedirme la dirección de casa. Querían mandarme este libro para que lo lea y lo reseñe en mi blog. ¡Es muy fuerte!
Tengo que estar un rato peleándome con el paquete hasta que por fin lo consigo abrir. Saco de su interior el libro Prohibido de Tabitha Suzuma.
Es más gordo de lo que esperaba y en su portada reza que es una edición en pruebas, razón por la que no tiene solapas y su versión no es la definitiva.
Leo su contraportada mientras como junto a mi tía y David, y me quedo con ganas de saber más. Por lo visto, este libro ha sido censurado en varios países porque trata de dos hermanos que se enamoran.
—Emma, un día vas a asfixiarte entre tantos libros en tu cuarto —me dice David mientras coge el ejemplar para echarle un ojo.
—Ya le he dicho que deberíamos bajar algunos a la estantería del salón, ¡pero no quiere! —dice mi tía.
—Es que mis estanterías se ven muy bonitas como están. No me molesta en absoluto tener tantos, al contrario —contesto defendiéndome—. Me encanta ver los estantes llenos.
—Antes estaban bien, Em, pero ahora que tienes tantos libros, tu cuarto va a empezar a oler y todo… —contesta mi tía.
¡Pero si el olor a libros es el que más me gusta del mundo mundial! Aunque estas cosas no se las puedo decir a Anne, nunca me comprende…
Cuando termino de comer, subo a mi cuarto y me encierro a estudiar un rato. Ya queda menos para la selectividad y tengo que estar preparada.
Pongo un CD de los Beatles para no tener que escuchar los ruidos que provienen del piso de abajo, y me estiro en la cama junto a Zoe y mi libro de Filosofía.
Un par de horas y seré libre.
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Llevo ya un rato leyendo en mi rinconcito de la biblioteca. En un principio, Prohibido no me engancha tanto como esperaba, pero cuando llevo cien páginas y son más de las siete, empiezo a sentir una necesidad imperiosa de saber qué más pasará, por qué es tan difícil de explicar lo que les sucede y lo que sienten los personajes.
Levanto la vista cuando oigo unos pasos. Mis ojos se abren como platos cuando veo la cabeza de Eric sobresalir por encima de un montón de libros que lleva en los brazos. Pasa de largo por la puerta de la sala en la que estoy, y automáticamente me incorporo para seguirlo hasta donde sé que se encamina: la sección de poesía.
Así es, ahí está, sentado en una de las mesas.
—Hola, Eric. Cuánto tiempo… —digo acercándome tímidamente.
—Ey, ¡hola! Sí, desde la fiesta.
Ay, ¿debería disculparme por lo que pasó? No sé qué decir.
Me fijo en que sus ojos están marcados por unas ojeras profundas y no me mira de la manera en la que solía hacerlo antes. Parece más vulnerable.
—¿Te importa que me siente? Me gustaría hablar contigo.
—Adelante —me responde él haciendo a un lado los libros de texto.
—Quería pedirte disculpas por haber hecho que todo el mundo se entere de que hacías trabajo comunitario.
Él alza las cejas y después se recuesta sobre la silla resoplando con aire cansado.
—No dijiste nada que no fuera cierto. Disculpas aceptadas. Ahora, si no te importa, tengo que estudiar.
—Lo siento de verdad, Eric.
—Lo sé, Emma. Tranquila, es agua pasada —me contesta volviendo a suspirar.
—¿Estás bien? —le pregunto preocupada.
—Siempre estoy bien, ¿no lo ves? —me dice señalando su cuerpo y poniendo una sonrisa pícara que esta vez no le sale nada creíble.
Ahora soy yo la que suspira.
—Ya lo pillo, ya me voy.
Antes de darme la vuelta, me doy cuenta de que sigue llevando la pulsera por la que se desencadenó todo la última vez que nos vimos.
Después miro sus ojos, que están apagados. Algo ha pasado durante estos meses, pues lo veo totalmente consumido. No sé si será por lo que se comenta por ahí: las drogas, la cárcel, o qué, pero algo le pasa a Eric.
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Estoy encerrada en mi habitación preparando la reseña de Prohibido para mi blog. Me he puesto a leer después de cenar y al terminar el libro he sentido que tenía que hacerla cuanto antes para no olvidar ningún detalle. ¡Qué final! No puedo dejar de pensar en él. Es una novela que me ha calado mucho más hondo de lo que creía.
Me encanta poder dar mi opinión sobre todos los libros que leo en mi blog. Tanto si no me han gustado como si me han encantado, es una liberación poder contarlo al mundo —o más bien a todo el que quiera leerlo.
Si ocurre lo primero, me desahogo muy indignada diciendo todo lo que podría haberse hecho mejor, todo lo que me ha parecido mal leer o mi decepción si la novela me ha defraudado.
Por el contrario, si el libro me encanta, estoy impaciente por recomendarlo; por comentar con otros lectores de mi blog que lo han leído lo fantástico que es; por alabar cada una de sus páginas y, quizás, añadirlo a mi lista de favoritos.
Mi reseña ya lleva más de treinta visitas y estoy emocionada por haber recibido tres comentarios.
—¿Emma? —La voz de mi tía me saca de mi ensimismamiento.
Me quito los auriculares y giro la cabeza para mirar hacia la puerta de mi habitación. Mi tía, ataviada con uno de sus peores pijamas —con perros de colorines y formas psicodélicas—, está con los brazos cruzados sobre el estómago mirándome con cara de pocos amigos.
—¿Qué haces despierta?
—¡Eso mismo te pregunto yo a ti! ¿Se puede saber qué estás haciendo a estas horas?
—Estaba haciendo una reseña y no me he dado cuenta de… —comienzo a explicarme cuando ella me interrumpe.
—¡Son las cuatro de la mañana y en tres horas tienes que despertarte para ir a clase! No me parece normal que estés de madrugada con el ordenador y los libros. Esto empieza a convertirse en una obsesión —me grita furiosa mientras entra en la habitación y agarra mi portátil después de cerrarlo.
—¡Déjame! ¡Déjalo! Ya me voy a dormir —le digo intentando que no se lleve el ordenador.
—Jovencita, ya hablaremos de este comportamiento. Me llevo el portátil y no hay más que hablar. Y ahora, a dormir —me dice mientras apaga la luz y cierra con un portazo.
Odio que siempre me diga que estoy obsesionada. ¡Y encima me quita el ordenador! ¡Ni que tuviera cinco años!
Alcanzo mi móvil a tientas y me meto en la cama. Quiero contarles a Esther y a Sandra lo que acaba de pasar aunque hasta por la mañana no vean mis mensajes. Pero cuando desbloqueo la pantalla, descubro que tengo un wasap de un número que no tengo registrado.
Abro la conversación y mi corazón da un vuelco cuando leo:

¿Eric? ¿Cómo ha conseguido mi número?
Me estoy quedando dormida en clase. Ahora estoy pagando por lo de anoche: sin ordenador hasta esta tarde y agotada por casi no haber descansado.
No soy la única somnolienta aquí: Eric continúa luciendo mala cara y parece ausente. Sí, ha vuelto a clase además de a la biblioteca. Pasa de mí, como si nunca nos hubiéramos conocido, pero me da la impresión de que ni siquiera se ha percatado de mi existencia estando a tan solo unos metros de él.
Me acuerdo de que anoche me escribió y decido contestarle:

Oigo desde aquí cómo vibra el móvil de Eric y él ni se percata.
Su comportamiento durante el día de hoy está siendo todavía más extraño. No ha hablado con sus amigos, no lo he visto por ningún sitio en el recreo y en cuanto suena el timbre del descanso entre clase y clase, sale disparado por la puerta como si tuviera prisa por desaparecer.
—Clara —le susurro a mi compañera de pupitre.
Me mira con ojos interrogativos, pero no cambia su pose aburrida.
—¿Tú sabes lo que le pasa a Eric? Actúa muy raro. ¿No crees?
De vez en cuando vigilo que el profesor siga de espaldas escribiendo números en la pizarra.
La expresión de Clara cambia en seguida. Cómo le gustan los cotilleos a esta chica…
—Pues se comenta por ahí que Eric empezó tonteando con hierba y que ahora está enganchado. Pero enganchado, enganchado. Ya me entiendes.
—¿Quién te lo ha dicho? —le pregunto verdaderamente preocupada por lo que me está contando.
—Son solo rumores, pero… tú misma te has dado cuenta de que hay algo raro y ya has visto su mal aspecto —me dice muy convencida.
Miro de nuevo hacia Eric. Se le cierran los ojos enmarcados por unas ojeras que podría envidiar cualquier oso panda. Lleva el pelo despeinado y el mismo atuendo que ayer.
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Me meto en mi blog y empiezo a leer los comentarios. Algunos me dan las gracias porque, por una reseña mía, leyeron un libro y les encantó. O porque por mis recomendaciones han descubierto un género que nunca habrían sabido que les interesaría. Son palabras que para mí se transforman en ilusión, alegría y apoyo.
Yo simplemente doy mi opinión sobre mis lecturas. No hago nada más. Pero me alegra saber que ayudo a la gente a poder adentrarse en nuevas aventuras literarias y a disfrutar como yo de leer.
Algunos me apoyan porque piensan lo mismo sobre el libro, pero también es divertido debatir con otros que piensan lo contrario. Es tan increíble que una misma historia signifique tanto para una persona y que para otra sea un bodrio…
Por eso siempre digo que la calidad de un libro depende del lector y que ninguna opinión es la determinante. Nadie tiene la capacidad ni la potestad de etiquetar a un libro de bueno o malo.
Cojo mi mochila, me arreglo el pelo frente al espejo de la entrada y me dirijo hacia la biblioteca.
Cuando llego, subo las escaleras hasta la segunda planta y ahogo un grito cuando oigo el silbido del sinsajo. Me han llegado nuevos wasaps. Silencio rápidamente el móvil y me desvío por otro pasillo con rapidez, pues ya estoy oyendo los tacones de la bibliotecaria repiquetear hacia mi dirección.
Llego sana y salva a mi escondite, la sección de poesía, y veo que son mensajes de Esther y Sandra.
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No puedo creer que dentro de poco vaya a ver en persona a una de mis escritoras favoritas. Continúo andando por el pasillo de estanterías donde he empezado a leer los mensajes y… Ahí está. Eric.
Está sentado en una de las mesas de estudio y tiene la cabeza apoyada encima de una pila de libros de texto y apuntes. Está dormido con la boca entreabierta y su expresión relajada y pacífica hace que parezca un angelito. Está muy mono.
Sin pensarlo mucho, miro mi móvil y me decido a hacerle una foto. No quiero olvidar la expresión de su cara en estos momentos.
Me aseguro de que sigo teniendo el teléfono en silencio para que no haga «clic» al hacer la foto. Pero, como de costumbre, mi mala suerte hace que lo que sí tenga activado sea el flash. La luz alumbra la cara de Eric hasta que sus ojos se abren poco a poco.
No puede ser. ¿Cuántas veces me va a pillar Eric in fraganti espiándole? Si yo fuera él, me empezaría a mosquear…
Cuando Eric despierta por completo parece desorientado después de su siesta. Mis mejillas se tornan rojas al instante y no dudo en poner pies en polvorosa.
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Mi tía me ha mandado a hacer la compra en cuanto he llegado de la biblioteca. Y me alegro de que lo haya hecho. Prefiero que me dé el aire y distraerme, de lo contrario, en casa estaría metida en mi cuarto intentando en vano hacer cualquier cosa, pues Eric me vendría a la cabeza sin parar por lo ocurrido hace unos minutos.
La fachada del supermercado es de un color rojizo y los aparcamientos están justamente delante. No hay demasiados coches, pero me fijo en una mujer que está agachada mirando debajo del suyo. Entro y echo en el carro de la compra las pocas cosas que le hacen falta a mi tía. Hago cola para pagar viendo al cajero cobrar lentamente a toda la gente que está delante de mí. Al salir veo que la mujer que estaba antes casi bajo su coche sigue ahí, pero ahora está de pie y con los brazos en jarra.
—¡Chica! —me llama.
Me acerco a ella. Su pelo es castaño y largo y, extrañamente, brilla demasiado. Sus ojos son azules y enormes.
—¿Si? —le pregunto.
Debe de tener la edad que tendría mi madre ahora.
—¿Puedo usar tu teléfono? El coche me ha dejado aquí tirada y tengo que llamar a mi marido para que me ayude.
—Claro.
Saco mi teléfono móvil de la mochila y se lo tiendo.
Espero unos minutos en los que ella habla con su marido medio a gritos. Está estresada, sin duda. Además, está manchada de grasa hasta los tobillos y tiene las manos negras —está volviendo gris la carcasa blanca de mi móvil—. Se pasa las manos sucias por el pelo una y otra vez y yo me río para mis adentros.
—¡Por favor! ¡Sí, díselo! —sigue gritando bastante agobiada.
Cuelga y me dedica una bonita sonrisa.
—Muchas gracias —me dice devolviéndome el teléfono.
—De nada. ¿Vienen a ayudarla?
—Sí, cielo. Gracias por tu amabilidad.
Guardo mi móvil en la mochila, sin darme cuenta de que se va a manchar todo hasta que ya lo he metido.
—¿Necesitas algo más? Puedo esperar contigo, es casi de noche y es mejor que no estés sola por aquí a estas horas.
—No, no. No te preocupes. Por cierto, soy Camila —me dice tendiéndome su mano después de limpiarla en su blusa también manchada.
—De verdad que no es molestia. Me quedaré. No tengo prisa.
Mentira, Anne tiene que estar subiéndose por las paredes porque no tiene huevos para preparar la ensaladilla. La cena es algo secundario ahora mismo, a esta mujer le ha dejado tirada su coche. Mi tía puede esperar.
—¿Cómo te llamas? —me pregunta.
Nos sentamos en la acera que hay detrás del coche y esperamos juntas.
—Emma.
—¿Eres inglesa? —me pregunta interesada.
—Medio francesa —contesto después de reírme.
Todo el mundo cree que soy inglesa porque mi nombre es más común en Inglaterra que en Francia, pero allí hay muchísimas Emmas también.
—Lo primero que se me ha venido a la cabeza al escuchar tu nombre ha sido la novela de Jane Austen, Emma. ¿La conoces? —me pregunta.
Camila saca un pañuelo de su bolso e intenta limpiarse las manos, aunque no tiene mucho éxito.
—¡Claro! Me encanta Jane Austen. ¿A ti también? —le pegunto fascinada—. ¡Qué casualidad!
—¿Bromeas? ¿A quién no le gusta Austen?
—A mí me encanta leer, y Austen es de mis autoras…
—Mira, ¡ahí está mi hijo! Mi marido siempre está trabajando cuando lo necesito. Seguro que lo conoces, porque supongo que todavía estarás en el instituto —me dice interrumpiéndome y señalando al chico que está entrando en el aparcamiento.
No puede ser.
Sus ojos azules casi negros son inconfundibles. No sé cómo no me he dado cuenta antes de lo que se parecen a los de su madre. Es el mismo chico con el que acabo de estar hace menos de una hora en la biblioteca.
—Eric —digo fríamente.
—¡Sí! ¿Lo conoces?
—¿Quién no conoce a tu hijo?
Camila me mira con cara extrañada, pero su atención se desvía hacia Eric, que se está acercando a nosotras. Él todavía no ha reparado en mí. Cuando mira a su madre, lo hace de una manera diferente.
—¿Emma? —Me reconoce Eric cuando está a escasos metros de mí.
—No esperaba que fueras tú su hijo —le respondo poniendo los ojos en blanco.
—Yo también me alegro de verte… —dice irónicamente.
Camila nos interrumpe con una carcajada. Por lo visto, le parece divertido que nos conozcamos.
—Eric, no me habías dicho que conocías a una chica tan encantadora —le reprocha sonriendo.
—No es encantanada —murmura.
—Pues Emma ha venido a ayudarme cuando se lo he pedido. Y os aseguro que no todo el mundo está dispuesto a dejarle el móvil a una desconocida —nos explica.
Eric se parece muchísimo a su madre. Ahora que me fijo mejor, además de tener la misma mirada cargada de profundidad, también tiene los mismos rasgos que ella.
—¿Qué le ha pasado al coche? —le pregunta Eric a Camila cambiando de tema.
Su madre le explica cómo la dejó tirada cuando estaba dando marcha atrás para salir del aparcamiento. Él mira dentro del capó y da varias vueltas alrededor del coche durante unos minutos en los que me siento fuera de lugar. Será mejor que me vaya marchando…
De pronto Eric arranca el coche y Camila empieza a gritar de felicidad.
—¿Cómo lo has hecho? —le pregunta contenta.
—No lo sé. Lo he intentado arrancar varias veces y ahora ha respondido. Habrá que llevarlo al taller. Vámonos —le dice.
Su madre se monta en el coche y Eric se queda en el lado del conductor. Me despido de ellos con la mano, pero antes de darme la vuelta, Camila se dirige a mí.
—Emma, sube. No vamos a dejar que vayas a tu casa andando, es casi de noche y es mejor que no estés sola por aquí a estas horas —me dice, y me guiña un ojo.
—No te preocupes, ya me las apaño.
—Mamá… —empieza a decir Eric.
—Calla, Eric —lo riñe Camila—. Emma, sube al coche.
—Mira la hora que es, mamá. Recuerda que debes… —Eric vuelve a cortarse. Está claro que no quiere que me entere de lo que tiene que decirle a su madre.
Camila mira su reloj y su rostro muestra sorpresa.
—No quiero molestar si tiene prisa —le digo comprendiendo la situación.
—No, da igual. Sube —insiste Camila—. Unos minutos más no tienen importancia.
Al final cedo y me siento detrás del asiento de Eric, que suspira preocupado.
Durante todo el trayecto hasta mi casa hablo con Camila sobre Austen y la novela que lleva mi nombre. A ella le fascina la manera en la que la autora crea los personajes, y a mí, la ambientación tan elaborada. Eric me mira de vez en cuando desde el retrovisor, pero no abre la boca en ningún momento.
Cuando llegamos a mi casa le doy las gracias a Camila, no a Eric, y me bajo del coche.
—Oye, Emma, ¿cómo estás este sábado? —me dice Camila bajando la ventanilla del coche.
—¿Cómo estoy de qué? —respondo sin entender.
—De tiempo. ¿Te apetece venir a cenar? Normalmente hacemos cena familiar los tres y de vez en cuando invitamos a algún amigo. Mi marido a veces entre semana llega más tarde a casa y no podemos cenar juntos, por lo que el sábado es sagrado hacerlo. Quiero agradecerte que me hayas ayudado antes.
—Emma no es mi amiga —añade Eric.
—No es amiga tuya, pero sí mía —le contesta ella bruscamente.
—¡Si la conoces de hace menos de una hora! —le recuerda Eric a su madre.
—¿Y cuánto la conoces tú? —le reprocha Camila.
Eric se calla.
—Estaré encantada de ir —digo mirando a propósito con cara de suficiencia a Eric para fastidiarle todavía más—. Gracias por la invitación, Camila.
—A mi marido le encantará conocerte. Seguro que a Eric también le gusta la idea, aunque no lo quiera admitir.
Eric ni se molesta en protestar. Cuando acelera el coche, Camila me dice adiós con la mano, y los ojos de Eric me desafían desde el retrovisor.
Estoy sentada en un banco que hay al lado de la puerta de mi clase.
—Emma, ¿cómo te ha salido el examen? —escucho detrás de mí la voz de Sara, una compañera.
—Bueno… Espero aprobar. Es el último año que pienso estudiar Historia en mi vida. Me da rabia lo mal que rindo en esta asignatura. Paso horas y horas estudiando para intentar sacar buena nota, pero pocas veces consigo más de un seis. ¡Es que la odio! —respondo haciéndome a un lado para que se siente.
—Tía, te entiendo, me pasa igual con Lengua. ¿Alguien puede decirme qué coño tiene de importante esa asignatura? En fin…, ¿qué lees ahora? —Ese ahora suena sarcástico.
—Estoy con Donde los árboles cantan, una novela de Laura Gallego. He leído muy buenas opiniones sobre ella. Aunque, ya sabes, es Laura Gallego, no hay más que añadir —contesto sonriendo.
—Uf, de esa leí Memorias de Idhún, qué peñazo. Contágiame algo de tu gusto por la lectura, Emma —me dice riéndose.
—Sí, un peñazo… —murmuro nada de acuerdo.
Las amigas de Sara salen de clase y ella se levanta para integrarse en el grupo despidiéndose de mí con un gesto de la mano.
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Nada más adentrarme en la sala, donde está la sección de poesía, diviso a Eric sentado al fondo, entre dos estanterías y con la espalda apoyada en una de ellas. Sabía que estaría aquí y quiero dejarle claro que asistiré a la cena en su casa.
—¿Has pensado qué excusa vas a ponerle a mi madre? —me dice con una de sus sonrisas arrebatadoras.
—¿De qué tienes miedo, Eric? ¿De que tu madre sepa cómo eres realmente? —le contesto.
—No creo que descubra nada nuevo. Sabe que soy un tipo muy atractivo y bastante interesante. También sabe que no me junto con chicas como tú, demasiado aburridas para mí —me dice él.
—Pues pienso ir a cenar.
—¿Por qué, Emma? ¿No puedes dejarme tranquilo? ¿Es por lo de la hierba? Ya te dije que lo sentía.
Está tan guapo con esa camiseta azul oscura que se ajusta a su cuerpo… Por no hablar de que conjunta con sus ojos.
—Lo que no me has dicho es de dónde sacaste mi teléfono —le respondo yo alzando una ceja.
Decido sentarme frente a él, con la espalda apoyada en la otra estantería. Incluso imito su postura y descubro que es bastante cómoda.
—De Internet.
Me hace sonreír con su respuesta.
—¡Ja! Buen intento. Prueba otra vez. Pero no me mientas, quizás me convenzas para que no vaya a tu casa a cenar.
Se pasa una mano por el pelo antes de contestar y dice:
—De la ficha de tu padre, en la residencia.
Un silencio incómodo se instala entre ambos y no sé qué decir.
—A él también le gusta mucho leer. Siempre tengo que leerle fragmentos de algún libro. Bueno…, en realidad le leo a Bukowski —me cuenta.
Sus palabras me sacan otra sonrisa. Hablar de mi padre siempre me hace feliz. Además, me he informado y Eric ha vuelto a trabajar en la residencia, y me han dicho que está cuidando muy bien de papá.
—¿Por qué Bukowski? Me sorprende que te guste leer y, sobre todo, a Bukowski.
—Es uno de mis poetas favoritos, me encanta su obra. Y me hace sentir más cerca de…
Me doy cuenta de que se está tocando la pulsera de la mariposa y que se queda totalmente helado en mitad de la frase.
—Lys dice que mi padre me inculcó el amor por la lectura. Me leía cuentos antes de dormir y después me pedía que yo se los leyera a él. Era un hombre increíble. En realidad todavía lo es, pero ya sabes… —Cambio de tema.
—Lo entiendo, Emma. Creo que la literatura puede hacer que te sientas más cerca de tu padre —dice él.
Me dejo caer un poco más sobre la estantería y reposo mi cabeza sobre un estante, dirigiendo mi mirada hacia el techo de la habitación.
—Tienes toda la razón… ¿Sabes? Mi madre murió cuando tenía seis años —confieso.
Decirlo en voz alta ya no duele tanto. Poco a poco el dolor va disminuyendo, a pesar de que con el paso del tiempo la echo más de menos.
—Lo siento —me dice él.
—Mi padre intentó salvar su vida. Por desgracia no pudo hacer nada por ella y, por si fuera poco, quedó paralítico. Pasa casi todos los días del año en la residencia en una silla de ruedas pensando en no sé qué cosas. Los fines de semana vuelve a casa, y me gusta pasar tiempo con él. Creo que a veces me entiende y hasta sabe quién soy.
Eric se levanta y se sienta a mi lado. Ahora nuestros hombros se rozan y, por alguna razón, me siento segura estando cerca de él.
Veo cómo sus zapatillas desgastadas reposan cerca de mis bailarinas rojas.
—Mi tía tiró todas las cartas y fotos el día que murió. Llegamos del hospital y era ya de noche. Yo me eché sobre la cama de mamá a llorar y mi tía entró, abrió los cajones, guardó todos los objetos de mi madre en una bolsa, y bajó las escaleras. Escuché sus gritos, que venían del jardín, y que casi se perdían por el ruido de la lluvia.
Guardo silencio durante unos segundos en los que Eric me mira sin saber qué añadir.
—Bajé corriendo las escaleras cuando mi tía volvió a entrar en casa y se encerró en la cocina. Salí y rebusqué entre las bolsas. Quería las cosas de mamá y las encontré. Estaban bien cubiertas por el plástico y no se habían mojado.
—Las guardaste —termina Eric.
—Las guardé. Está todo en mi cuarto, escondido. Sé que mi tía lo hizo para librarse del dolor, pero yo sé que eso no serviría de nada. Ella no sabe que están allí. No quiero olvidarla. Es lo único que me queda de ella y cuanto más tiempo pasa, menos recuerdos conservo. No quiero que desaparezca para siempre. —No sé por qué me he sincerado de esta manera.
Eric me coge de la mano y me la aprieta con cariño. Mis latidos se disparan.
—¿Por qué tu padre no vive contigo?
—Porque cuando se recuperó del accidente y le dijeron a mi tía lo que le ocurría, no sabía qué hacer. La única opción era la residencia. Nosotras no podemos adaptar su habitación, todas las puertas, el baño, la cocina, la entrada de la casa… para que él pueda estar lo más cómodo posible. No podemos estar pendientes de él las veinticuatro horas del día, pues depende de alguien para hacer cualquier cosa. El dinero mensual de ayudas (además de la que le dan a mi padre, las que nos dan a mi hermana y a mí por la muerte de nuestra madre y también por la discapacidad de nuestro padre) solamente nos llega para pagar la estancia de papá en la residencia.
—Entiendo… —Eric acaricia mi mano suavemente y hace que se me erice el vello.
—Los médicos dijeron que el golpe había afectado a su cerebro y a su médula espinal, que no podían hacer nada para mejorar su situación. Mencionaron que probablemente iría a peor y que no viviría muchos años. Al final, por suerte, se equivocaron, y por el momento mi padre va a vivir tanto como si estuviera sano. En otras condiciones y con otra realidad dentro de su cabeza, pero va a vivir, no como mamá, y eso es lo que me hace ser fuerte cada día. Tengo que ayudarle. Tengo que cuidar de él. No creas que lo he dejado todo en el pasado, sigo sintiendo odio. Odio al borracho que asesinó a mi madre y dejó en ese estado a mi padre. Él provocó el accidente, se quedó dormido al volante, y el coche se salió de su trayectoria impactando contra el de mis padres.
Eric se queda totalmente petrificado.
—¿Eric?
Su mirada parece perdida.
—¿Has visto qué hora es? —me dice él.
—¡Casi la hora de cerrar la biblioteca! Será mejor que nos vayamos.
Nos levantamos y salimos a paso rápido. En la puerta, Eric se enciende un cigarro y continúo viendo algo diferente en su modo de mirarme.
—¿Qué? —Sonrío con timidez.
—¿Puedo acompañarte? Me gustaría saber si he conseguido convencerte para que no vengas a cenar —me contesta riéndose.
—¿Todavía estás con eso? ¡Pienso ir!
—¿Pero por qué? —me pregunta molesto.
—Porque sí.
—¿Para fastidiar?
—También. Pero por curiosidad, sobre todo.
Empezamos a andar y durante unos segundos pienso en qué decir. No quiero seguir hablando sobre mi familia, más bien quiero saber más cosas sobre él. Pero no sé cómo preguntarle.
—Eres muy diferente a como creía —rompe él el hielo.
—La verdad es que yo tampoco pensé que te contaría todo eso… —le digo sonriendo.
Nos paramos cuando llegamos al final de la calle. Eric me mira fijamente.
—Me pareces una chica muy fuerte.
—No me la cuelas con tus típicos cumplidos.
—Bueno…, no a todas las chicas les digo que las admiro. A ti te admiro.
Yo sonrío y él roza mi mejilla con sus dedos.
—Yo a ti no te admiro, la verdad —digo riéndome.
—No deberías hacerlo. Pero lo digo en serio, eres muy fuerte.
Me sonrojo sin poder evitarlo, me pongo de puntillas y deposito un beso en su mejilla.
Sin embargo, Eric me toma de la cadera, me acomoda entre sus brazos y luego se abalanza sobre mis labios.
Es el beso más cálido que me han dado en toda mi vida. Me derrito en su boca.
Cuando se aleja, hago un ademán de acercarme para que me siga besando. Pero él se limita a sonreír y a decir:
—No vengas a cenar.
Me río antes de dar media vuelta y marcharme.
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Cuando llego a casa todavía pienso en Eric. Dejo la mochila en el suelo de mi cuarto, enciendo el ordenador y pongo algo de música. Me he sentido nostálgica contándole todo eso a Eric y decido hacer lo que siempre hago cuando me siento así.
Me acerco a mi estantería y me siento en el suelo. Busco en la última balda, al fondo, una caja amarilla. Es una lata con muñecas de trapo pintadas. Tiene el tamaño de un libro y cuesta algo abrirla.
Es la caja de mi madre. Dentro hay cartas, un montón de ellas. Son de muchas personas diferentes: amigos, exnovios, papá, los abuelos… Mi madre coleccionaba cartas. Para mí es un pequeño gran pedacito de ella.
Saco una de las fotos que también hay en la caja y la acaricio con ternura. Mi madre se llamaba Sophie y tenía un pelo rubio increíble, era rizado y siempre lo llevaba largo. Todo el mundo afirma que era la persona más alegre sobre la faz de la Tierra. La echo de menos cada día, a pesar de conservar pocos recuerdos de ella.
Lo que sí recuerdo son momentos como las mañanas, que bajaba a desayunar y mi madre siempre estaba leyendo el periódico mientras mi padre preparaba el desayuno. Después se levantaba, me daba un beso y se ponía a parlotear de cualquier cosa. Yo me pasaba el día haciéndole preguntas sobre todo y ella disfrutaba respondiéndome. Anne dice que mamá comentaba que era una niña muy curiosa, más inteligente de lo normal y con intereses diferentes a los que correspondía por mi edad.
Mientras todas las niñas jugaban con muñecas, yo siempre estaba haciendo puzles o compitiendo con mi madre a juegos de mesa. A ella le encantaba jugar conmigo y cuando perdía —seguro que me dejaba ganar la mayoría de las veces sin que me percatara—, fingía lamentarse durante todo el día.
La echo de menos y sé que ahora mismo sería un apoyo increíble si la tuviera conmigo. Era un pilar fundamental en mi vida, que se derrumbó por completo de un día para otro.
De vez en cuando leo alguna de estas cartas. Son algo personal que quizás no debería leer, pero me hacen sentirla más cerca de mí.
Abro uno de los muchos sobres al azar. He leído todas las cartas tantas veces que hay frases que hasta me sé de memoria. Las más bonitas son las de mi padre y, en parte, me hacen imaginarme al hombre que seguiría siendo ahora si nada hubiera ocurrido. Es extraño, porque, más de la mitad de mi vida, él ha sido como es ahora, pero consigo ver en mi mente al Sebastián enamorado de mi madre y al inmejorable padre que era antes.
La que abro es de mi abuela paterna, que murió hace unos años. Dentro hay una felicitación de Navidad con un dibujo que ella misma pintó a mano.

Un fin de año que nunca tuvo lugar. Mis padres tuvieron el accidente ese mismo diciembre.
El viernes me levanto emocionada y cuento nerviosa los minutos que faltan para que terminen las clases. Hoy es la presentación de Maggie Stiefvater y no puedo esperar a montarme en el autobús para irme a Madrid.
—¡Em, baja a la Tierra! —llama mi atención Clara.
Estamos sentadas en un banco observando a los niños que juegan al baloncesto.
—Es que estaba pensando en Madrid —le digo sonriendo.
Clara señala hacia la puerta que da a uno de los edificios donde Eric está besando a una chica.
—¡Qué fuerte! Habría jurado que iba detrás de ti —dice Clara.
—¿Cómo?
—Sí, he coincidido con él en algunas fiestas y siempre se acerca a mí solo para preguntarme por ti.
Y pensar que ayer era yo a la que besaba… Siento una punzada en el corazón sin poder evitarlo.
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Guardo en mi mochila todos los libros que tengo de Maggie: Temblor, Rastro, Siempre y Las carreras de Escorpio. Hoy quiero comprarme The Raven Boys: la profecía del cuervo, que es la novela que viene a presentar.
Me siento a comer y quiero hacerlo lo más rápido que pueda. El autobús sale dentro de unos cuarenta minutos.
—Emocionada, ¿eh? —me dice David.
—Estoy que no puedo más —le contesto terminando mi hamburguesa.
—¿Quién va hoy, Emma? —me pregunta mi tía.
—Pues mucha gente. Blogueros, lectores, fans… Ya sabes.
—No me gusta que andes con desconocidos.
—No son desconocidos, ¡son mis amigos! —le digo furiosa.
—¿Tus amigos? ¡Si no los conoces!
—¿Ah, no? ¿Y a Esther y a Sandra? ¿Tampoco las conozco? —le pregunto levantando la voz.
—Amigos son los del mundo real, Emma.
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Madrid me encanta. Es enorme, y cada vez que bajo me enamoro un poco más de ella. De sus edificios, de sus parques, de sus librerías. Hay muchísimos blogueros y los grandes actos literarios —y no literarios— siempre tienen lugar aquí. Al fin llego a Callao y me bajo del metro con el corazón en la boca. Subo las escaleras corriendo, cruzo la plaza y me dirijo al centro comercial. Ya veo una enorme cola que va desde la puerta y se pierde por toda la avenida, y algunas caras conocidas. He estado en varios actos de editoriales, así que ya conozco a un gran número de blogueros.
—¡Emma! —escucho una voz a mi espalda.
Es Bea, que se echa sobre mí y me da un efusivo abrazo, al que respondo con la misma emoción. Es una bloguera que trabaja en el departamento de prensa de una editorial.
—¡Bea, no sabía que venías! —le digo sonriendo.
Ya puedo ver el pelo de Sandra, que es inconfundible por su mecha de color azul. Está junto a Esther, que no deja de balancearse de un lado a otro.
—¡Por fin, Emma! —dice Esther gritando.
—Siempre llegas la última, ¿eh? —añade Sandra con una sonrisa.
Ambas van con un atuendo muy friki. Esther lleva una camiseta en la que pone: «Yo soy Divergente y tú muggle», y Sandra luce su vestido de las reliquias de la muerte.
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Ya estamos dentro. ¡Qué nervios! Esther es hiperactiva y ni sentada puede estarse quieta.
—Para ya o vas a hacer cuatro agujeros en el suelo con las patas de la silla.
—¡No puedo esperar más! Se me va a parar el corazón —dice Esther.
—Pues menos mal que no es Jennifer L. Armentrout, si no, te mueres —le digo yo.
A Esther le encanta esa autora y dice que su mayor sueño es conocerla en persona y agradecerle que haya creado al chico de sus sueños: Daemon Black, protagonista de la saga Lux.
La sala está repleta de gente. Sus paredes granates casi no se aprecian porque están tapadas por las personas que se han tenido que quedar de pie. Se palpa la expectación en el ambiente.
De repente se hace un silencio. La que debe de ser la intérprete de la autora se acaba de sentar en una de las dos sillas que hay detrás de la mesa. Pocos segundos después, aparece Maggie, y todos los asistentes empezamos a aplaudir —y algunos incluso hasta a chillar—. Sonríe contenta, dando las gracias por el recibimiento.
Habla igual que escribe —o por lo menos de la misma forma en la que escucho sus palabras en mi mente—: despacio, con una voz muy clara y con un toque mágico.
Llega uno de los momentos más esperados de la tarde, el turno de las preguntas. Multitud de manos se alzan y una de ellas es la mía. A pesar de que soy bastante tímida y me da mucha vergüenza hablar en público, no puedo desperdiciar esta oportunidad.
—Maggie… —empiezo titubeando un poco por los nervios. Me aclaro la garganta y prosigo—. Primero, muchas gracias por venir, no sabes la ilusión que me hace estar aquí hoy. Y dicho esto, mi pregunta es: ¿por qué escribes?
Sí, parece que no me he calentado mucho la cabeza pensando la pregunta, pero lo cierto es que he estado por lo menos media hora haciéndolo. Es muy simple y solo tiene tres palabras, pero es algo que de verdad me interesa.
—Gracias a ti por venir —me contesta Maggie después de que la intérprete le traduzca lo que he dicho—. Es una pregunta que raras veces me han hecho, pero sin duda es una de las más interesantes. Para mí escribir es como respirar. Una sensación muy viva y refrescante sin la que no podría vivir. Es libertad para poder crear a través de palabras todo lo que imagino en mi cabeza. Escribo porque lo necesito, porque si no, mi cabeza estaría sobrecargada de demasiada información y tengo que expresar todo eso a través de mis dedos para que no me estalle. Es mi oficio, mi hobby y mi vida.
—Muchas gracias, Maggie —es lo único que consigo contestar.
Su respuesta me ha dejado sin habla. Voy a tener que plantearme seriamente lo de probar escribir. Quizás descubra que hay algo que me gusta tanto como leer. Si lo pienso detenidamente, si me apasiona tanto leer novelas, hacer una por mí misma sería genial. Ya he escrito unos cuantos relatos cortos, pero nunca me he atrevido a hacer algo más grande.
Llega el momento de la firma de libros. La verdad es que ahora me da pena que tenga que firmarme todos los ejemplares que he traído teniendo a tanta gente esperando en la cola.
—¿Quedaría muy mal si le pidiera que me dibujara un lobito, como Sam de Temblor, en las bragas? —pregunta de repente Esther muy seria.
—¿¡Qué!? —decimos Sandra y yo casi gritando, mientras Esther se empieza a reír.
—¡Es broma!
—Eres de lo que no hay —le digo yo.
—Una friki de verdad —añade Sandra, y nos echamos a reír porque somos iguales.
Maggie está terminando ya de atender a la chica que está delante de nosotras. Le toca primero a Esther, que da un paso adelante y vemos cómo, mientras le habla en un espanglish muy fluido, se lleva las manos a la cinturilla de los pantalones y empieza a subirse un poco la camiseta. Sandra y yo nos quedamos mirándola con los ojos como platos. Creíamos que de verdad lo decía en broma. ¡No puede pedirle en serio que le firme en las bragas y delante de todos!
De repente se saca de donde estaba rebuscando un bolígrafo normal y corriente y se lo tiende a la escritora. Ella sonríe y lo acepta.
—¿Qué pasa? —dice Esther cuando termina su turno—. Quería que me firmara con mi boli de las firmas. Siempre lo llevo bien guardado aquí —dice señalándose entre sus pantalones y la camiseta— para que no se me pierda. Es un objeto muy especial para mí porque lo han usado personas como Patrick Rothfuss, Cassandra Clare, Stephanie Perkins y Dylan O’Brien, ese guapetón que hace de personaje principal en la película El corredor del laberinto, para dedicarme sus libros o, en su defecto, mis bragas.
Empezamos a reírnos y confirmamos que esta chica es todo un espectáculo.
Después de Sandra es mi turno.
—Hola —le digo tímidamente a Maggie con mi inexperto inglés.
—Hola —me dice Maggie con una sonrisa—. ¿Cómo te llamas?
—Emma. No hace falta que me firme todos. Con uno es suficiente. Este es mi favorito —le contesto mientras le tiendo Las carreras de Escorpio.
—No, tranquila. No has venido hasta aquí tan cargada para nada. Te dedicaré todos sin problema.
No puedo creer que haya dicho eso. ¡Qué amable! Cuando llega el momento de firmar Las carreras de Escorpio, me dice su autora:
—Me has dicho que es tu favorito. ¿Por qué?
Creo que se acuerda de mi cara y me ha devuelto la pregunta tan difícil que le he hecho antes.
—Me identifico bastante con la protagonista, que tiene una situación difícil en casa, como yo; además, vive en un pueblo pequeño también… Y no sé, es una chica muy especial. Al igual que el protagonista masculino, que me encanta. Y luego todo eso de los caballos que surgen de las olas y el vínculo tan fuerte que tienen con sus dueños… Yo siempre he sentido lo mismo con mi perra Zoe. Sé que no es lo mismo, porque es un perro y no un caballo fantástico, pero… —No paro de parlotear hasta que me doy cuenta de que Maggie ya ha terminado de firmar todos los libros y me escucha atentamente.
—Siento oír eso de tu familia. Pero, por otra parte, me complace mucho que hayas conseguido identificarte tanto con la protagonista. Es un personaje al que tengo mucho cariño. Bueno, en realidad les tengo cariño a todos los que he creado —me dice riendo—. Muchas gracias por venir y por decirme que un libro mío significa tanto para ti, porque eso también significa mucho para mí.
Me quedo muda por todo lo que me ha dicho. Esther se acerca para hacernos una foto, mirando a la cámara, y Maggie sosteniendo mi ejemplar de Las carreras de Escorpio.
—¡Subamos a la librería! —Esther nos coge de la mano a Sandra y a mí cuando nos despedimos de todos los blogueros que conocemos.
Me dejo arrastrar por las dos más que encantada. Subimos por las escaleras mecánicas sin parar de parlotear sobre la experiencia que acabamos de vivir. Llegamos a una de las mesas con novedades. The Raven Boys: la profecía del cuervo está en primera fila.
—¡Qué bonita es la edición! —digo yo mientras observo todos los detalles de libro.
—Tenía ganas de verlo en persona. Lo cierto es que está genial —opina Sandra.
—¡Qué ganas de llegar a casa para empezar a leerlo! —dice Esther—. Uf, este no me lo voy a llevar, tiene arañazos por toda la portada.
Cuando ya tenemos cada una un ejemplar del nuevo libro de Maggie, aprovechamos para buscar otros libros que han sido publicados recientemente.
—Mirad, este de aquí no paran de recomendarlo en el blog Thousand Words.
—Ay, ese lo leí el mes pasado y es una auténtica joya —dice Esther entusiasmada.
—Pues yo no lo había visto nunca —digo mientras leo el título: Las ventajas de ser un marginado.
—Si quieres, te lo presto la próxima vez que nos veamos. —me ofrece Esther.
—¡Genial! Muchas gracias.
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Me subo en el metro y me dirijo a la Universidad Complutense, pues todavía tengo tiempo hasta que llegue la hora de coger el autobús de vuelta. Fui hace unos meses con Lys a ver diferentes campus, pero todavía no he visitado uno de los que más ganas tengo de que sea el mío el próximo año.
Recorro sus jardines observando las facultades. Es como si me viera ya acudiendo a clase, entrando en una de las facultades o estudiando en estos jardines. Me dirijo directamente a la biblioteca. Al entrar en la primera que he encontrado, veo a muchos jóvenes estudiando rodeados de libros. Me siento en una de las mesas con ordenadores e inicio sesión en mi blog. Empiezo a escribir la crónica de todo lo ocurrido esta tarde.
—Perdona, ¿puedo sentarme? —me pregunta un chico con unas gafas de pasta.
—Claro —le contesto quitando mi mochila de la silla que queda libre a mi lado.
—Me llamo Julio. Nunca te he visto por aquí, ¿qué estudias? —me susurra mientras enciende el ordenador y se sienta.
—Bachillerato. Aún estoy decidiendo qué hacer con mi futuro.
—Te recomiendo que estudies aquí. Yo soy de Ciencias Políticas —me dice él.
Charlamos unos minutos más y después Julio se pone unos cascos para concentrarse en un trabajo que tiene que presentar mañana. Yo saco mi móvil para mandarle un wasap a Sandra, que quería que la avisara en cuanto subiera la crónica de la presentación al blog.
Cuando desbloqueo mi móvil, veo que tengo un mensaje esperándome:

Casi me había olvidado de la cena. Casi me había olvidado de la escena de Eric besando a otra chica. Casi.
Me desperezo en la cama. Después de un viernes increíble sé que hoy también viviré un día intenso. Además de ver a mi padre, voy a tener que lidiar toda una velada con Eric.
Abro mi armario y decido ponerme algo cómodo para ir a buscar a papá. Así que opto por una camiseta negra de manga larga que tiene una cita de Will Herondale de Cazadores de sombras: los orígenes.
Alcanzo mi portátil y bajo a desayunar.
—Buenos días, dormilona —me dice David, que está sentado en la mesa de la cocina dándole vueltas a unas instrucciones.
—¡Buenos días! ¿Qué haces? —pregunto sonriendo.
—Qué feliz pareces hoy —comenta mi tía, que entra en la cocina con las manos llenas de sobres.
—Será que ayer fue un día fantástico —contesto sonriendo.
—Yo estoy mirando las instrucciones de la nueva lavadora. Anne es tan torpe que no es capaz de encenderla —me dice David riéndose.
—No te pases, ¿eh? —le advierte mi tía tirándole uno de los sobres.
—¿Qué es esto? ¿Un arma letal con forma de invitación de boda? —pregunta David sosteniéndolo en alto.
—Podría serlo. Si no consigo enviarlas a tiempo, en vez de una boda, se celebrará un funeral —dice Anne riendo—. Bueno, ¿cómo fue tu día ayer? ¿Es esa escritora como esperabas?
—Es todavía mucho mejor, agradable y cercana. No te imaginas lo simpática que es, en serio —le cuento mientras desayuno.
Mi tía se sienta a mi lado y empieza a cerrar los sobres uno a uno y a apilarlos a un lado de la mesa.

—¿Ya estás otra vez con el móvil, Emma? ¿No puedes parar ni mientras desayunas tranquilamente? ¡Estás enganchada a internet! —dice mirándome por encima de la pila de sobres.
—Solo quiero buscar una cosa, tía —le contesto lo más tranquila posible. No quiero empezar de buena mañana a pelearme con ella.
Enciendo mi portátil y escribo en Google: Las ventajas de ser un marginado. Lo primero que me sale es un vídeo de YouTube que se titula Reseña: Las ventajas de ser invisible | Diez razones para leerlo. Llevo viendo vídeos en YouTube desde el primer día que cogí un ordenador, y jamás había visto una reseña de un libro en vídeo. Así que la curiosidad puede conmigo y pincho en el enlace para verlo.
Antes de darle a play busco en Goodreads la ficha del libro y descubro que en Sudamérica Las ventajas de ser un marginado se llama Las ventajas de ser invisible. Y de paso, también veo que las portadas son diferentes, aunque parecidas.
Nada más empezar el vídeo veo a un chico guapísimo, que debe de ser un poco mayor que yo, saludando alegremente. Sus ojos son verdes y su pelo castaño oscuro.
Lo que más me sorprende es que detrás de él hay tres enormes estanterías repletas de libros que cubren la pared. Los libros están apilados como en las mías, de forma horizontal, porque ya no caben en otra posición. Él sostiene entre sus manos un ejemplar de Las ventajas de ser invisible.
David hace demasiado ruido con la lavadora y no soy capaz de escuchar bien lo que dice el chico. Y encima, mi tía sigue murmurando cosas sobre mi obsesión con internet.
Subo el volumen del vídeo y lo pongo de nuevo desde el principio.
«Hola, ¿qué onda? ¿Cómo están? Soy Gabriel, de En busca de libros, y hoy les vengo a platicar de Las ventajas de ser invisible.»
Tiene acento mexicano, además de una sonrisa muy bonita, y parece muy divertido. Está todo el tiempo haciendo bromas y riéndose. Parece un chico agradable.
En el vídeo dice de qué trata el libro y da su opinión. Lo recomienda a todo tipo de lectores y subraya que nadie se lo puede perder, que es una obra cargada de enseñanzas y que todo el mundo que tenga algo de empatía tiene que leerlo porque nos emocionaremos y nos meteremos en la piel de Charlie, el protagonista.
También comenta que hay una película protagonizada por Logan Lerman y Emma Watson. Sin duda tengo que leer el libro y después ver la película. No sé cómo no me he enterado antes de su existencia.
Al final añade diez razones por las que no podemos perdernos la novela, y yo quedo más que convencida de que tengo que comprarla y leerla cuanto antes. Creo que me voy a pasar por la librería del centro y no voy a esperar a que Esther me lo preste la próxima vez que nos veamos…, ¡aún falta mucho para eso!
«Ya saben que pueden seguirme en mis redes sociales, que les dejo en la cajita de información, y los veo en el próximo video. Bye!»
El vídeo finaliza y me quedo alucinada con lo que acabo de descubrir. ¡Existe un canal sobre libros en YouTube! Es increíble, nunca me lo hubiera imaginado. Hasta ahora solo conocía Blogger y Goodreads para hablar de libros. ¡Qué maravilla! Me encanta la idea.
Voy a escribirle un comentario para darle las gracias por su recomendación y por dejarme con tantas ganas de leer el libro, cuando veo la increíble cifra de visitas, «me gusta» y comentarios que tiene…


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Mi blog tiene algo más de mil seguidores y estoy alucinada. No me puedo imaginar lo que se siente al tener tantos suscriptores.
Decido dejarle un comentario, aunque probablemente nunca lo lea entre tantos. Aun así, me siento bien dándole las gracias, porque se las merece. Y para qué mentir, encima es guapísimo y tiene una sonrisa que no se me va de la cabeza.
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Les escribo esta última frase indignada.
—Oye, Emma, ¿te parece bien que vayamos tú y yo a buscar a tu padre? —me pregunta David interrumpiendo mi fangirleo por WhatsApp.
David es una persona maravillosa. Siempre nos ayuda con mi padre y lo trata como si fuera su hermano. Realmente a él no le toca nada como familia. Siempre les estaré agradecida a Anne y a él, porque me han demostrado a lo largo de mi vida lo mucho que nos quieren.
—Sí, David, llévatela a ver si le da el aire. Deberías salir más —me regaña mi tía.
—Pues para que lo sepas, esta noche salgo con E…
Ya me estoy arrepintiendo de lo que acabo de decir. Mi tía abre los ojos como platos y dice:
—¿¡Una cita!?
—Bueno… Es un… amigo. Su madre me ha invitado a cenar a su casa —me corrijo.
Pero ya no tiene remedio.
—¡No me lo puedo creer! ¡Qué bien! ¿Dónde vive? ¿Es del pueblo? —me interroga mi tía.
Con qué facilidad cambia de humor.
—Sí, es de aquí.
—No lo habrás conocido por internet, ¿no?
Lo que me faltaba por oír.
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Tras ayudar a comer a papá, me siento con él en el porche, donde nos da el sol en la cara, y le cuento todo lo que hice ayer. Él de vez en cuando profiere ciertos sonidos e intenta imitar algunas de mis palabras. Estoy segura de que en parte entiende qué le estoy contando.
Paso la tarde entre contarle cosas a mi padre y ver vídeos de Gabriel con él. Quiero que vea lo que he descubierto. Parece que le gusta lo que le enseño, porque se mantiene atento a la pantalla.
Vemos un par de reseñas, algún book haul —en los que Gabriel enseña los últimos libros que ha adquirido—, dos o tres wrap up —en los que resume los libros que ha leído en un mes— y un book tag muy divertido sobre Taylor Swift en el que canta algunas de sus canciones y enseña libros relacionados con los títulos de estas.
En cada vídeo le dejo un comentario en el que me emociono contestando a algunas de las cosas que dice. Incluso en una reseña le doy mi opinión sobre el libro del que habla, que es totalmente diferente a la suya. Me explayo tanto que queda larguísima y parece una crítica propia de mi blog.
Ya le sigo en Twitter, Facebook, Instagram y Goodreads. No tiene blog, lo que es una pena, porque es lo que más controlo y seguro que allí no tendría esa barbaridad de seguidores —porque es prácticamente imposible—, por lo que seguramente sí que leería mis comentarios y quizás hasta me contestaría.
Cuando son las ocho, subo a mi cuarto mientras David y mi tía bañan a mi padre. Preparo la ropa que me voy a poner y me ducho después de que papá salga del baño.
—Bueno, cuéntame, ¿quién es ese chico? —me pregunta mi tía mientras me hace una trenza.
—Un amigo, tía —respondo.
—Tu novio.
—No. Me han invitado a cenar porque él está mal porque lo ha dejado con su novia. —Me invento la mentira conforme voy hablando.
—Ya… ¿Y por qué te invita su madre? —insiste ella.
—Sabe que él está deprimido y supongo que quiere animarle.
Cuando termina de peinarme, me despido de ella y de mi padre con un beso. Antes de salir, David me para en la puerta tendiéndome mi chaqueta.
—Ten cuidado, cariño. Y nada de besos, ¿eh? —me advierte.
—Tranquilo, es solo un amigo. Solo vamos a hablar —respondo cansada.
—¡Pero vas a su casa! ¿Tú sabes lo que implica ir a la casa de alguien? Seguro que sí. Pero ten cuidado y recuerda utilizar protec…
—David, por favor, ¡que solo vamos a cenar! ¡Y van a estar sus padres! —lo interrumpo poniéndome colorada.
—En mi época ir a casa de alguien significaba…
—¡Ah! —grito exasperada.
Salgo de casa tras coger mi bolso y mis llaves, y David me observa desaparecer por la calle. Qué vergüenza.
Ando a paso rápido para no llegar tarde. Eric es capaz de no aparecer donde hemos quedado porque da por hecho que de verdad no voy a ir a su casa. Pero lo veo apoyado en la puerta de la biblioteca y noto cómo se me encienden las mejillas. Estoy demasiado nerviosa y lo va a notar en seguida.
Eric se ha arreglado y eso me hace sonreír.
—Pienso ir, así que déjalo ya —le digo a modo de contestación al wasap que me mandó ayer.
—Estoy aquí para acompañarte. ¿Cómo vas a llegar a mi casa si no? —dice mientras echamos a andar.
—Todos en el pueblo saben dónde vives. Todas —matizo.
—Uy…, ¿estás celosa, Emma?
—¿Yo? ¿Celosa? Ya quisieras.
No hablamos más. Pero no dejo de pensar en lo bien que huele y en su manera de mirarme de reojo. ¿Por qué tiene que atraerme tanto?
Llegamos a su casa, que es un piso; vive en la tercera planta. Mientras subimos en el ascensor, noto que este es demasiado pequeño y que la distancia que hay entre los dos no es muy grande. Cada vez estoy más nerviosa. Aguanto la tensión y me trago las ganas que tengo de abalanzarme sobre él para darle un tortazo y para darle un beso, a partes iguales.
Eric abre la puerta de su casa y me invita a entrar. Me siento incómoda nada más cruzar el umbral.
—¡Emma! —La voz de su madre llega desde el comedor.
Camila aparece por el pasillo y se acerca a mí lentamente. Parece cansada.
—Hola —respondo tímidamente.
—Pasa, pasa. Menos mal que Eric te ha traído, ya pensábamos que iba a perderse aposta.
Entro en un acogedor comedor, que está justo al lado del recibidor. Las paredes son de un color anaranjado y están adornadas con muchos cuadros. Hay una gran ventana por la que debe de entrar mucha luz durante el día y los muebles son de madera oscura.
También hay un hombre sentado en un sofá escuchando música. Tiene la misma anchura de espalda y la misma boca que Eric.
—¡Hola! Encantado, soy Pedro.
El padre de Eric me tiende la mano y yo se la estrecho. Sus ojos se cruzan con los míos y veo que están cargados de ojeras.
Miro la mesa, que está repleta de comida. Han preparado arroz tres delicias y pollo al horno, además de un flan enorme que descansa en la mesa que hay a un lado de la sala.
Escucho cómo Eric empieza a tararear una canción mientras deja una cesta con pan sobre la mesa.
—Me suena mucho. ¿De quién es? —le pregunto.
—¿La conoces? La gente de nuestra generación no suele hacerlo —me dice algo más animado con esta conversación—. Es Rabo de nube, de Silvio Rodríguez. A mi padre le encanta y se me ha pegado porque hoy ha tenido todo el día el CD puesto.
—¡Es que es todo un maestro! —interviene su padre.
—Claro, ¡Silvio! A mi tía le encanta.
—A ti te gusta más Taylor Swift, ¿no? Eres más moderna —dice sarcásticamente.
—¡Eric, ya! —lo riñe su madre.
Hay un silencio incómodo.
—Bueno…, gracias por invitarme a cenar —rompo el hielo sonriendo y fingiendo que no me importan las pullas de Eric.
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Tengo que admitir que me ha sorprendido haber escuchado solo tres comentarios sarcásticos por parte de Eric hasta el momento. Está sentado y no me quita los ojos de encima. Bueno, no los quita de mi escote, que dejo a la vista mientras me acerco a la mesa para comer.
—No puedo creer que a Emma le guste tanto Jane Austen como a mí. Su nombre es Emma. Es el destino —comenta Camila sonriendo.
—La película es fantástica. La ambientación está muy bien recreada. Y ese punto inglés…, ¡qué bueno! —añade Pedro.
—En realidad todas las películas basadas en las obras de Austen están muy bien. Pero, vamos, que nada como el cine francés —se mete Eric en la conversación.
—¡Vamos, Eric! El cine francés es un peñazo.
—El cine en general es un aburrimiento —resopla su madre.
—¡No tenéis ni idea! —ríe Eric divertido.
Lo cierto es que no entiendo del tema, por lo que no añado nada más.
—Eric nos ha hablado bastante de ti —empieza a decir Camila para cambiar de tema.
—Mamá, tampoco exageres —la interrumpe Eric hablando entre dientes.
Ella le sonríe y después prosigue:
—Sabemos cómo es tu situación familiar con lo de tu padre… No debe de ser fácil.
—Ya me he acostumbrado, pero al principio fue muy duro, sobre todo para Lys.
—¿Lys? —me pregunta Pedro.
—Su hermana —responde Eric antes de que pueda decir nada.
—¡Ah! ¿También va al instituto? —sigue preguntando esta vez Camila.
La veo rara. De hecho, llevo todo el tiempo fijándome en su pelo, y no quiero ser muy descarada, pero me da la sensación de que lleva peluca. Siento curiosidad.
—No, es periodista y vive en Madrid.
—¿Y vas a seguir sus pasos? Tú también escribes en internet, ¿no?
Eric le ha contado todo eso a su familia sobre mí. ¿Por qué razón lo ha hecho?
—No, bueno…, sí. En realidad me gusta escribir, pero no en plan periodístico. Me interesa más la literatura.
—¿Y qué quieres hacer el año que viene? —me dice Pedro.
Todos están muy interesados en conocerme. Incluso Eric parece estar disfrutando de la información.
—Quiero ir a la universidad a estudiar algo relacionado con la literatura —respondo.
Eric me mira desde el otro lado de la mesa y yo miro a su madre, aguantando las ganas de mirarlo a él. Pero Camila mira a Pedro y ambos sonríen.
—Me parece estar escuchando a Eric hace unos años. Siempre tan responsable, estudioso y rodeado de libros. Él también quería ir a la universidad… —dice su padre.
Su voz parece cansada.
—Nunca dejé de querer —contesta él.
—Después de la baja y todos los líos legales, has perdido mucho tiempo. Pero ya sabes que este año puedes recuperar el ritmo —le dice Camila sonriendo.
—¿Con baja te refieres a los meses que estuvo desaparecido? —les pregunto mientras le hinco el diente a mi parte del flan.
Reina el silencio. ¿Y si realmente fue a la cárcel? No puedo olvidar que Eric está haciendo trabajo comunitario. Pruebo a cambiar de tema.
—¿Por qué os vinisteis de Madrid? Allí está la universidad… —digo observando a Eric.
—Eh, bueno… Verás… —empieza a balbucear su madre.
De nuevo otro silencio. Madre mía, no hago más que meter la pata.
—Necesitábamos un cambio de aires —sale en su ayuda Pedro.
—El ritmo de la ciudad puede ser muy estresante —prosigue Camila.
—Podéis decir que fue por mi culpa, no me importa —termina Eric.
Definitivamente me estoy perdiendo algo.
—Normalmente viene todos los sábados algún amigo de Eric a cenar, ¿sabes? Pero tú eres la persona más agradable que se ha sentado aquí desde que vinimos de Madrid —me dice Camila para romper el silencio.
—Venga ya, mamá, si Emma es aburrida.
—Pues yo creo que tenéis muchas cosas en común —dice ella.
Me estoy poniendo colorada. ¡Qué vergüenza!
—Pero si es una friki que se esconde en internet porque no tiene amigos. —Él me mira disfrutando de cada palabra que suelta por la boca.
—¡Eric, para! —se entromete su padre enfadado.
—Si no lo digo yo, lo dice todo el instituto.
—Eso no lo convierte en verdad —me defiende su padre.
—¿O deberíamos creernos todo lo que se dice sobre ti? —me defiende Camila.
Me siento fuera de lugar en esta conversación.
—Ayúdame a traer el café —le exige Pedro a Eric.
—Y de paso quitad la mesa —añade Camila.
Cuando desaparecen, ella se dirige a mí:
—No le hagas caso. Eric siempre ha sido un chico respetuoso y cariñoso, pero anda algo perdido.
Cuando terminamos el café y nos levantamos para quitar lo que queda de la mesa, Camila se queda en el sofá recostada. Creo que es mejor que me marche ya, la veo muy cansada y no quiero molestar.
Eric vuelve a la cocina junto a su padre y yo me acerco a Camila.
—Camila, me voy a ir ya. Tengo que acostar a mi padre. Gracias por invitarme a cenar, espero no haber sido una molestia —le digo mientras le doy dos besos.
Ella hace ademán de levantarse, pero al final se rinde y me mira desde el sofá.
—Emma, decía en serio lo de Eric. Está así desde hace un tiempo con todo el mundo. No te lo tomes como algo personal, te prometo que es algo generalizado. Ha cambiado mucho. Y, mujer, no has sido ninguna molestia, ¡eres un cielo!
—No te preocupes, Camila. Sé cómo tratar con él. Oye, ¿estás bien?
—Sí, cariño, no te preocupes. Gracias por estar ahí con Eric, aunque no lo parezca, le caes bien y no deja de hablar de ti.
Sonrío al escuchar sus palabras y le digo adiós. Me despido de Eric y de su padre desde la puerta de la cocina. Cuando estoy pulsando el botón del ascensor, la puerta de la casa se vuelve a abrir, y Eric sale levantando las manos en son de paz.
—¿Quieres que te acompañe? Es un poco tarde.
—No hace falta, puedo volver sola. No va a pasarme nada —le digo metiéndome en el ascensor.
—No, de eso nada. ¡Te acompaño! —dice—. En realidad iba a hacerlo, me daba igual tu respuesta.
Al principio del camino hay un silencio prolongado, hasta que Eric lo rompe.
—Emma, ¿qué carrera en concreto quieres estudiar?
—No sé… Estoy entre Filología y Literatura Comparada. ¿Y tú? ¿Qué quieres hacer?
—Lo cierto es que antes tenía muchos planes… Quería tomarme un año sabático en plan mochilero y después estudiar Medicina.
—¡Pero estás en letras! —digo sorprendida. ¿Eric en Medicina?
—Ya. Cambio de planes.
—¿Qué te planteas ahora?
—No sé…, quizás me vaya a Filología contigo —bromea.
—¿Tú? ¿Filología?
—No, la verdad es que no soy tan de letras como tú —sonríe y me hace reír a mí también.
Seguimos andando y él chasquea la lengua un par de veces, como si fuera una manía. Llegamos a mi puerta, la luz del porche está encendida y seguro que mi tía todavía está despierta esperándome. Serán las doce de la noche dentro de nada.
Me giro y veo a Eric muy pensativo. No se da ni cuenta de que lo estoy observando. Frunce el ceño, se pasa una mano por la cara y me mira.
—Emma —pronuncia mi nombre inseguro.
Eric acerca peligrosamente su cara para después aproximar sus labios a los míos. Cuando me besa me aferro a su cuello y pego mi cuerpo al suyo. Noto cómo se excita y disfruto del momento. Él me besa cada vez con más pasión y dejo que roce mi espalda con sus dedos. Me sube levemente la camiseta por detrás y yo me dejo hacer. Sigo su juego y meto mis manos también por dentro de su ropa. Noto como si tuviera unas cicatrices.
—Eric. —Me separo de sus labios un momento.
Sus ojos azules se encuentran con los míos y me descarga un torrente de energía que me recorre todo el cuerpo.
—Dime.
—¿Qué tienes en la espalda?
Eric se da la vuelta y, como respuesta, se levanta el jersey que lleva. Su espalda está llena de lunares, pero también tiene una cicatriz que la cruza de un lado a otro en diagonal, rodeada de otras más pequeñas.
—¡Madre mía! ¿Qué te pasó?
Recorro con los dedos la cicatriz más grande y él se revuelve incómodo. Se da la vuelta de nuevo para bajarse el jersey y veo de refilón su torso trabajado. Se me encienden las mejillas, pero el aire frío de la noche hace que se apaguen de nuevo rápidamente.
Me fijo en la pequeña mariposa que cuelga de su muñeca. Pero prefiero no volver a preguntar por ella.
—Un accidente de moto. Me pusieron puntos de un lado a otro porque…, bueno, no voy a entrar en detalles desagradables —añade.
—No sabía que tenías una moto —le digo.
Aunque le pega. Chico malo con moto. Qué clásico.
—Ya no la tengo. Ni la quiero.
—Yo también tengo una cicatriz —confieso.
—¿Cómo fue? —pregunta Eric.
—Pues… Me da vergüenza contártelo.
—Venga, vamos. ¡Cuéntamelo! —me insiste Eric.
—¡Está bien! —le digo—. Pues verás, de pequeña también estaba loca por los libros, así que mis padres, al contrario que a otros niños, me reñían porque no paraba de leer.
Eric suelta una carcajada y yo prosigo.
—Una noche, me enganché tanto a Charlie y la fábrica de chocolate que no podía irme a dormir hasta que lo hubiera terminado. Eran las dos de la mañana y al día siguiente había colegio. Mi tía me pilló cuando estaba leyendo las últimas diez páginas, me quitó el libro, y lo puso en lo alto de la estantería del salón para que no pudiera alcanzarlo. No podía conciliar el sueño pensando en la historia, así que bajé a oscuras las escaleras hasta el piso de abajo, me subí a uno de los brazos del sofá para coger el libro y me resbalé. Caí encima de una mesa de cristal y tuvieron que darme puntos. Pero ¿sabes lo mejor? —le pregunto sonriendo ante su cara divertida.
—Sorpréndeme.
—Conseguí lo que quería: terminé de leer esa misma noche el libro mientras me daban puntos en el hospital.
Eric se echa a reír.
—Déjame adivinar: ese día decidiste autolesionarte cada vez que querías leer un libro y no te dejaban.
—No, tonto —me río—. Desde entonces tengo una cicatriz a un lado de la cadera que me recuerda lo friki que soy.
—¿A ver? —me dice subiéndome la camiseta.
—¡Para! —me río bajándomela.
—¿Por qué? Yo te he enseñado la mía. Además, hay quien dice que las cicatrices son sexis.
—¿Ah, sí? —le digo con voz melosa—. ¿Es ese el secreto de tu éxito con las chicas del pueblo?
—¿Cómo? —me pregunta él alejándose un poco de mí.
—Les enseñas tu cicatriz, les cuentas tu traumática caída y, ¡puf!, caen rendidas a tus pies.
Eric se termina de separar de mí de forma brusca y me mira fríamente. No entiendo qué le pasa, pero se gira rápidamente y se marcha casi corriendo.
—¡Eric! —lo llamo.
Pero él sigue hasta que lo veo desaparecer.