—El Viejo Elefante, café y libros —leyó Laila mirando el cartel de la entrada.
—¿Por qué a los mayores les gusta tanto el café, con lo malo que está? —preguntó Ari.
—¿Y por qué Rita eligió ese nombre? Podría haberle puesto El Arcoíris Brillante, o La Montaña de Gominolas... ¡Mira que ponerle El Viejo Elefante!
—Vale ya, Romi —dijo Nica—. Es el bar de mi madre y el nombre lo eligió ella. ¡No tiene que gustarle a todo el mundo!
—Es que no puede gustarle a todo el mundo —replicó Romi sacudiendo las trenzas—. Es imposible.
—Cuando tengas tu bar, lo llamas como quieras —repuso Nica.
—Claro, ¡yo nunca le pondría El Viejo Elefante! Además, reconoce que a ti tampoco te gusta.
—No es mi nombre preferido... —admitió Nica—. Pero le tengo cariño al elefante.
En la entrada, a pie de calle, había un elefante tan alto como las niñas, con una cara muy simpática y la trompa levantada.
—¿Qué tal, chicas? —preguntó la madre de Nica desde dentro—. ¿Queréis un vaso de leche? ¿Un cruasán?
—Mami, ¿por qué nunca tienes cupcakes? —le reprochó Nica sentándose en uno de los taburetes de la barra.
—Cariño —respondió Rita con un suspiro—, esto es un café librería; la gente viene a pasar un rato tranquilo leyendo y tomando un buen café. Puedo darles infusiones, pero si quieren magdalenas, que vayan a La Nube de Nata. Está justo al lado.
—Una cosa, Rita —dijo Ari a la mamá de Nica—. No se llaman magdalenas, se llaman cupcakes.
—Si son magdalenas decoradas, ¿por qué hay que llamarlas capquéis?
—Cupcakes, mamá —pronunció Nica con cuidado—. Cup es taza y cake pastel, y quiere decir «pastel que cabe en una taza».
—Bueno, se llamen como se llamen, no esperéis encontrarlos en El Viejo Elefante. Últimamente tengo muchas cosas en la cabeza —dijo Rita con cara de preocupación—. Terminad la merienda y dadme un beso, que hoy es viernes y os quedáis en casa de Lota. Portaos bien, ¿de acuerdo?