En mis anteriores libros hablé detalladamente de la Hermandad Blanca. Un importante grupo de Maestros de gran sabiduría que viven secretamente en el mundo. No obstante, muchos historiadores consideran a esos seres como un «mito oriental».
La existencia de Shambhala, ciudad matriz del reino subterráneo de Agartha, está más cerca de la ficción que de la realidad para el hombre común. Como en su momento se juzgó a Troya, o la existencia de tierras más allá de los mares en tiempos de Colón.
Sin embargo, la existencia de esos túneles, e incluso de verdaderas ciudades intraterrenas abandonadas —como la misteriosa Cueva de los Tayos, en Ecuador—, ha suscitado el interés de connotados científicos e investigadores. Son lugares que han podido ser visitados, fotografiados y estudiados. La leyenda es real.
Lo inquietante, no obstante, no es la propia existencia material de estas galerías artificiales, construidas por una civilización desconocida hace miles de años. El verdadero misterio se encuentra en los habitantes de esos laberintos del «mundo de abajo». ¿Quiénes son? ¿Por qué no se muestran abiertamente? ¿Cuál es su relación con la humanidad?
De los Nagas del Himalaya a la creencia en el «Uku Pacha» o mundo subterráneo en el antiguo Perú, las referencias a los esquivos Maestros de largas túnicas blancas es abundante. En la actualidad, los acercamientos a ellos se han seguido produciendo, pero en un marco de discreción y silencio. Y hay más de una razón para explicarlo.
La leyenda cuenta que en tiempos muy antiguos existieron importantes civilizaciones, muy anteriores a Sumeria, Egipto o la cultura maya. Me refiero a una verdadera humanidad perdida que se remonta a la época del llamado «diluvio universal», un evento catastrófico que más de un mito menciona sin importar en qué parte del mundo lo escuchemos. Lemuria, Hiperbórea o Atlántida, son algunos de los nombres que señalan aquellos tiempos «prediluvianos», en extremo desconocidos por el hombre.
Esas civilizaciones prehistóricas habrían existido. Y al conocer su destrucción —reza la leyenda—, un grupo de sabios Maestros se estableció en refugios previamente construidos bajo la superficie del planeta, en zonas de difícil acceso, como gigantescos desiertos, altas cadenas montañosas o selvas impenetrables. La leyenda sostiene, además, que en su nueva morada subterránea depositaron los anales de su cultura, un archivo inimaginable de conocimiento que se pondría a disposición de la humanidad de la superficie cuando esta demuestre que se encuentra preparada para conocer su verdadero origen, su destino y su misión.
Así, sus moradas subterráneas se transformaron en templos, y desde aquel entonces se les llamó Retiros Interiores.
DEL DESIERTO DE GOBI A PAITITI
Todo apunta al antiguo y misterioso Gobi como primer punto de establecimiento de la Hermandad Blanca. En una época tan lejana que el actual desierto asiático poseía un mar interior. Quizá por ello el nombre chino de Gobi sea Han-hai, que significa «gran mar».
Este desierto impresionante, cuya superficie tiene más de 1.300.000 km2, se ubica entre China y Mongolia. Lo custodian las montañas de Altai y las estepas mongolas por el norte y la meseta del Tíbet y la planicie del norte de China por el sudoeste.
La primera vez que me interesé en este lugar remoto del mundo fue a raíz de la película Encuentros en la tercera fase (1977), que se inicia con la desaparición de un barco en circunstancias extrañas y que luego se halla en el desierto mongol. Lo cierto es que en el Gobi sí se han producido incidentes de ovnis reales, como el aterrizaje de un disco brillante en abril de 1968 ante un equipo de militares que estaba supervisando un proyecto de irrigación. En aquel momento pensaron que se trataba de un arma secreta soviética. Pero el tiempo echó por tierra esa teoría.
En la década de 1920, el célebre explorador y pintor ruso Nicolás Roerich fue en busca de Shambhala. Su caravana se dirigía al Gobi. Cuando estaban próximos a las montañas del Altai, Roerich y los lamas que le acompañaban avistaron un objeto dorado que se deplazaba por el cielo. Los lamas no se sorprendieron. Para ellos eran los guardianes del mundo intraterrestre.
La conexión entre el fenómeno ovni y la existencia del mundo subterráneo es importante. No en vano, algunos relatos señalan que el primer centro de la Hermandad Blanca en el desierto de Gobi fue fundado por treinta y dos Maestros que llegaron desde las estrellas. Luego, ellos le entregarían el testigo de su misión a los supervivientes de las civilizaciones perdidas. Y se espera que un nuevo testigo sea entregado a la humanidad de la superficie.
La misión consiste en proteger la verdadera historia de la Tierra. Un conocimiento que podría ser fundamental para las nuevas decisiones que tomará el hombre en un tiempo inmediato.
Desde que fui testigo de un contundente avistamiento ovni en 1988, en Perú, me he venido involucrando en una maravillosa experiencia de contacto. Esta experiencia desencadenó una serie de hechos sincrónicos que me llevaron en línea recta a la existencia de la Hermandad Blanca y el mundo subterráneo.
Así llegaron las expediciones. Lugares que consideraba impensables de visitar, como la propia Cueva de los Tayos en la cordillera del Cóndor, la sierra del Roncador en el Mato Grosso brasileño, las esquinas secretas del Titicaca o las selvas de Paititi, fueron verdaderos centros de enseñanza donde pude corroborar la energía y la irradiación constante de esos sagrados lugares.
Y en Paititi, concretamente, tuve la oportunidad de conocer por primera vez a un habitante del mundo subterráneo. Una experiencia que, desde luego, cambió mi vida y que fue el detonante de mi primer libro, Los Maestros del Paititi (publicado por Ediciones Luciérnaga en España). Tenía 22 años cuando lo escribí. Y en aquel momento no podía imaginarme que todas las enseñanzas recibidas en esta expedición a la ciudad perdida de los incas cobrarían mayor fuerza a medida que íbamos creciendo y poniendo en práctica lo aprendido.
Por la importancia de lo que voy a compartir más adelante, considero indispensable una breve revisión de aquella experiencia en la selva peruana, más aún si el lector desconoce la existencia de Paititi y su trascendencia como centro de poder.
En otro de mis libros —Intraterrestres, también publicado por Ediciones Luciérnaga—, escribí sobre Paititi lo siguiente:
Ya entrado el siglo XVII, corría como reguero de pólvora la noticia de esa ciudad fantástica, esquiva y misteriosa, que según la tradición andina alberga los tesoros perdidos del incanato. Algunos libros, inspirándose en crónicas antiguas o en relatos de nativos indígenas, abordaron el enigma, logrando con ello generar un mayor interés.
Quizá, lo que más ha contribuido al conocimiento de la existencia de Paititi son los petroglifos de Pusharo. Estos extraños grabados habrían sido descubiertos en 1921 por el misionero dominico Vicente de Cenitagoya, encontrándolos en una gigantesca roca que se acomoda a orillas del río Sinkibenia, considerado sagrado por los indios de la zona, los machiguengas. Muchos investigadores coinciden en que los petroglifos no fueron hechos por los incas; entonces, ¿quién los hizo?
Pusharo no es la única evidencia de una obra humana en las selvas del Manú, también se han encontrado numerosas ruinas y caminos parcialmente pavimentados. Las pirámides de Paratoari son una prueba fehaciente de estas obras. Diversos estudios demuestran que estas grandes moles no serían producto de la naturaleza, sino de la mano de una civilización desconocida. Estos emplazamientos saltaron en los teletipos de la prensa gracias a un método científico de observación.
Con los adelantos de la tecnología moderna se ha podido fotografiar la cordillera del Pantiacolla, que generalmente se halla cubierta por sospechosas «nubes». La fotografía que desató la «fiebre de Paititi» fue sin duda, la que tomó el satélite norteamericano Landsat 2 de la NASA, en diciembre de 1975. El enigma se inició cuando el satélite en mención logró unas espectaculares fotografías en el sureste peruano donde se apreciaban con nitidez unos diez «puntos» —lucen así por ser vistos desde gran altura— agrupados en pares (dos filas de cinco). Posteriores análisis identificaron a cada punto como «una pirámide trunca de proporciones enormes». Y, como era de esperarse, el descubrimiento generó las más encontradas opiniones y el más profundo cuestionamiento: ¿qué es esto? De seguro ello fue lo que se dijo a sí mismo el explorador japonés Yoshiharu Sekino, quien partió en busca de las «pirámides del Pantiacolla» —como se les bautizó posteriormente— sin llegar a dar con ellas debido a la tupida jungla.
Cabe mencionar que en la insólita meseta se han reportado numerosas expediciones desaparecidas, perturbaciones electromagnéticas en los instrumentos, «apariciones» de inusitadas luces, ruidos extraordinarios que parecen surgir del suelo y, para añadirle el ingrediente final, los relatos de los machiguengas, quienes afirman, con total naturalidad, que «al otro lado» —con esto se refieren al Pongo de Mainiqui o “Mecanto”— existe una civilización muy antigua que «lo sabe todo».
El Manú se encuentra en las selvas de Madre de Dios —en la zona sur oriental de Perú—, y es allí donde la leyenda inca señala la existencia de una supuesta ciudad de piedra, con estatuas de oro erigidas en amplios jardines. Una ciudad que habría sido construida por los incas y donde se habrían refugiado ante el arribo hostil de los conquistadores españoles. Lo inquietante de esta leyenda es que los habitantes de Paititi o «El Dorado», siguen en actividad quinientos años más tarde.
Pero no son exactamente los incas que huyeron de la conquista española para esconderse en la jungla. Al margen de que puedan existir edificaciones incas en el Antisuyo selvático del otrora Imperio del Sol, la leyenda, en realidad, apunta a una civilización más antigua, moradora de las pacarinas o túneles de Madre de Dios. Los incas, no en vano, llamaban a aquellos residentes del intramundo Paco Pacuris, expresión quechua que significa «Guardianes Primeros», puesto que estaban allí antes que ellos...
¿Ante la inevitable caída del imperio fueron en busca de la protección de los misteriosos «Guardianes Primeros»?
Cuando partí para aquellas selvas por primera vez —participé en tres expediciones a Paititi—, a pesar de mi juventud tenía total conciencia de que aquel lugar era sumamente especial, un verdadero retiro de paz y espiritualidad que se siente desde que uno llega a los petroglifos de Pusharo.
Y fue precisamente frente a esa gigantesca roca, cubierta de símbolos y figuras desconcertantes, donde me encontré con aquel Maestro del mundo subterráneo. Un habitante de Paititi.
Su aparición, si bien es cierto que había sido anunciada, no dejó de sorprenderme. De conmoverme y maravillarme.
Un giro importante en mi vida vendría luego de ese encuentro, que recuerdo hoy tras diez años de haber sucedido en un lugar alejado de la selva amazónica de Perú.
EL ENCUENTRO CON ALCIR
Era el 5 septiembre de 1996. Alrededor de las cinco de la tarde. Aún el sol quemaba la piel y animaba los manglares y las secoyas del Manú. El susurro del río Sinkibenia —para muchos la ruta a seguir para hallar Paititi— era la música que resaltaba en medio de tan singular escenario. Un verdadero Retiro Interior.
Giselle Erba y Carlos Fernández, procedentes de Montevideo, Uruguay, venían conmigo luego de explorar el misterioso Mecanto, cañón que funciona como umbral natural para ingresar al reino secreto donde estaría Paititi. Regresábamos al campamento base, donde los otros tres miembros de la expedición, Miguel Chávarri, Paul Moncada —ambos de Lima, Perú— y Horacio Fabeiro, también de Uruguay, aguardaban al otro lado del río, cerca del hoy famoso muro de Pusharo.
Por alguna razón, sentí poderosamente acercarme al muro de los símbolos, una roca de 30 metros de largo y similar altura que posee desconcertantes ideogramas y figuras que nadie sabe a ciencia cierta qué significan. Allí se produjo el encuentro.
Fui solo. Movido por esa sensación inexplicable.
Y una vez que llegué al recinto —rodeado de abundante vegetación y protegido por el río, que daba un marco sagrado al muro y a sus antiguas figuras—, escuché que algo se desplazaba a través de la maleza.
Confieso que me asusté. Pensé que el ruido lo generaba un animal. Pero no. Un hombre, de marcados rasgos orientales, vestido con una especie de túnica dorada de aspecto metálico, se abría paso con suavidad a través de la vegetación para quedar a solo unos pocos metros de donde yo estaba.
A pesar del amor y la paz que emanaba aquel anciano, de larga y delgada barba, empecé a temblar sin mayor control. Sentía que mi cuerpo iba a explotar.
Entonces aquel hombre levantó su mano izquierda, y una luz dorada se proyectó desde su cuerpo hacia el muro, iluminándolo a pesar de que era de día. Distinguí que en su mano derecha llevaba un objeto alargado, como si se tratase de un báculo o bastón. Sobre su cabeza, quizá el elemento más resaltante, tenía un casco alto, muy parecido a las coronas Atef de los faraones egipcios. Y en su frontis brillaba una especie de esmeralda, que había sido engarzada en el casco. Con los años, supimos que aquella esmeralda o piedra de poder era importantísima. Los incas la llamaban umiña, y está relacionada con una de las versiones del Santo Grial, e incluso con la piedra de Chintamani de los tibetanos.
En verdad, la apariencia de aquel hombre, y especialmente la energía que transmitía, era impactante. Inolvidable.
Sentía que lo conocía de siempre.
De acuerdo con mis cálculos, estuvimos dialogando —siempre mentalmente— alrededor de una hora. Sin embargo, según mi reloj, todo ello no duró más que 15 minutos.
Aquel anciano Maestro, que se identificó con el nombre de Alcir, estuvo en Pusharo físicamente. Había venido a mi encuentro para entregarme importantes pautas de viajes y experiencias futuras. Entre ellas me mostró en una visión extraordinaria y vívida el desierto de Gobi —así se inició la experiencia—, haciéndome sentir que en algún momento tendríamos que viajar a Mongolia para completar nuestra preparación con la Hermandad Blanca.
Y él me hizo comprender que Paititi, más que una ciudad selvática de los incas, era una antigua base subterránea conocida por el Imperio del Sol. De hecho, en esa base aún existen seres físicos que custodian los anales históricos de antiguas culturas y una herramienta poderosa que más de una leyenda menciona: el Disco Solar (he incluido un apéndice en este libro para explicar en qué consiste).
Pero el encuentro con Alcir fue más allá. A raíz de esta experiencia, «algo» de ellos se depositó en mí. En Los Maestros del Paititi escribí:
El singular personaje, que aún permanecía con su mano izquierda levantada, me habló sin que yo notase en él algún movimiento de sus labios. Su voz, gruesa y clara a la vez, me decía: «Estate tranquilo, tú ya me conoces, estoy físicamente aquí contigo, tal como te lo anuncié. Ahora date vuelta».
Nervioso, giré sobre el lugar donde me encontraba y le di la espalda a ese ser que se iba acercando hacia mí. ¿Qué se proponía?
Las ramas secas que se hallaban regadas sobre el suelo se quebraban con sus pasos lentos y acompasados. En la medida en que se aproximaba, advertía una especie de choque eléctrico, el mismo que se duplicó cuando él se detuvo a solo un metro detrás de mí. Tenía miedo a lo desconocido, mas esta sensación desapareció cuando el hombre apoyó su mano izquierda en mi hombro derecho. Me relajé. Sentí paz y amor.
Me había arrodillado en el suelo, mientras este personaje me proyectaba una fuerte energía que se alojaba al interior de mi cabeza, como si me estuviese grabando «algo». Más tarde, él mismo me explicaría que, efectivamente, depositó en mí un respetable archivo del «Gobierno Interno Positivo».
El «Gobierno Interno Positivo» es una de las denominaciones de la Hermandad Blanca. Y aquel «archivo» es en realidad un conjunto de informaciones y conocimientos de la humanidad subterránea del Manú que habla de su origen, su organización, su misión y sus códigos morales. Dentro de toda esa información, resalta un conjunto de leyes o principios que rigen la vida en el mundo subterráneo. Las conocemos como el Decadrón, el Decálogo de la Hermandad Blanca. Y aunque ya escribí sobre ello en mis anteriores libros, esta es la primera vez en que me voy a detener a reflexionar y analizar cada uno de estos principios, que no solo son aplicables a la mística de los Retiros Interiores, sino a todo aquel iniciado en el camino de la luz.
Han trascurrido diez años desde aquella maravillosa experiencia. En este lapso de tiempo he vuelto nuevamente a Paititi, encabezando importantes expediciones. En la última que llevé a cabo, en agosto del año 2000, otras personas pudieron ver a Alcir observándonos en el mismo lugar donde yo lo conocí en 1996: el muro de Pusharo. Quizá por ello el antiguo líder de los indios machiguengas, Cachán —ya fallecido—, sostenía que para entrar en Paititi no era necesario ir tan lejos. Afirmaba que Pusharo era una puerta. Y no se equivocaba...
Igual ocurre con el camino espiritual: los verdaderos secretos están en uno. Y he aquí el cimiento de la sabiduría intraterrena que estoy a punto de compartirles.