«Los jueves de Leila» terminaron aquel día, y empezaron todos los días de su vida. Unos días que presintió llenos de indecisión y pesar. Días que le harían recordar los jueves fatales de aquella época que, aunque quisiera, no podría olvidar jamás.
Y allí los tenía nuevamente, al recordar su figura en el umbral de la puerta que tantas veces traspasó con el corazón dolorido y el alma temblorosa. Era como empezar a vivir de nuevo, como si no existiera el sagrado lazo del matrimonio, cuya cruz había formado el padre Andrés sobre su frente aquella mañana, y por medio de la cual la libraba del pecado cometido. Mas, para un espíritu escrupuloso como el de Leila, para una conciencia limpia como la suya, aquel lazo matrimonial no había sido suficiente.
—Pasa —dijo él, invitador, sin comprender la duda espiritual que tenía lugar en el corazón de Leila—. Pasa, que voy a cerrar.
Lo amaba, sí, y la materia de su persona pretendía empujarla hacia él, pero el espíritu, que había sido villanamente pisoteado, retrocedía, gritaba, protestaba.
—Pasa, Leila, cariño…
Era otra voz y, no obstante, era la misma. Sintió terror. Como si aquel hombre no fuese su marido y continuara siendo el monstruo, sobrino de tío Edward. Un tío Edward que sólo vivió en la imaginación de Stephen.
—Leila, que hay humedad. Cierra y ven.
No se movió. El recuerdo del pasado era más fuerte que su amor, y aquel recuerdo, quisiera ella o no, la separaba de Stephen. Sintió horror. Estaba casada, estaba enamorada de su marido y, no obstante, la separaba de él una muralla de recuerdos. Como un baluarte de temores, dudas y pesares, que formaban aquel breve pasado de su vida.
—Leila…, ¿por qué me miras así?
Y la voz de ella salió ahogada, ronca. Una voz diferente, que era como un sollozo. Tenían mucho en común. Recuerdos y recuerdos que no se borrarían jamás y, sin embargo, cuando para otros los recuerdos son unión, para ella eran espadas afiladas, separando una época de otra y uniéndola nuevamente, como si la aprisionaran entre sus filos.
—No puedo.
—¡Leila!
Ella se tapó la cara entre las manos.
—No puedo aunque quiera —gimió—. No puedo.
Stephen había poseído a muchas mujeres. Las quiso a su modo, pero nunca sufrió por una determinada. Aquel acto de su vida junto a Leila fue para él corriente, normal. Y creía que con casarse con ella todo había sido perdonado. No se dio cuenta, hasta aquel instante, de que ella era diferente a todas las mujeres que habían pasado por su vida. Y este descubrimiento lo desconcertó.
Avanzó a su encuentro y trató de ser persuasivo. Leila, aún de pie en el umbral de la puerta abierta, lo miraba con horror, con pesar, con dolor. Eran sus bonitos y grandes ojos como los de una gacela asustada.
—Leila, soy tu marido.
Una tenue sonrisa distendió los labios femeninos.
—Leila, nos hemos casado. Los dos tenemos el deber de olvidar. Consagrémonos al futuro. Tendremos hijos, los educaremos religiosamente, seremos un matrimonio cristiano. El pasado está lejos. Hemos de alejarlo los dos con nuestro amor, más y más, hasta que no haya ni una nube fugaz en nuestra existencia.
—Ojalá pudiera —dijo la voz ahogada—. Ojalá pudiera, Stephen. Si a mí me fuera posible, ya habría olvidado antes, pero no puedo.
—Me amas, te amo.
—Sí. Es lo único de verdad en nuestra unión. Mi amor.
—El mío, Leila…
—El tuyo, no. Sigo siendo para ti aquella chica irascible y orgullosa de la oficina, aquella muchacha de la cual te encaprichaste y de cuyo dolor te aprovechaste para sojuzgarla.
—¡Eso no!
—Te casaste conmigo porque no podías alcanzarme de otro modo. Porque Rob se curaba. Porque aquellos jueves…
—Leila —exclamó, desesperado—, pareces un fantasma. Es como si tu voz no te perteneciera.
—Y lo soy, Stephen. Soy el fantasma que queda de aquella chica feliz que era yo antes de pisar por primera vez tu fábrica de automóviles.
Intentó tomarla por un brazo. Leila se desasió con brusquedad. Dio la vuelta.
—Leila —gritó—. ¿Adónde vas?
Se volvió hacia él. Sus bellos ojos estaban húmedos, y temblores de emoción estremecían su boca.
—Me voy, y no sé adonde. No pienso volver a Springfield.
Le atravesó el camino con súbita rapidez.
—Si te vas…
—Gozas fama de no tener corazón, Stephen —dijo ella, bajo—. Sé adonde pueden llegar tus amenazas, y sé asimismo que eres capaz de cumplirlas. Tal vez es eso lo que me separa de ti, aun amándote. El hecho de que yo sentí toda tu maldad en mi persona. Y es algo que no me han dicho al oído. Lo viví yo.
—Esta es tu venganza —explotó Stephen, perdiendo su compostura de gran señor.
—No, Stephen. Ni soy un ser vengativo, ni me casé contigo mintiendo. Tú sabes que lo hice obligada por don Andrés. Tú sabes asimismo que traté de ¡perdonar. Y perdoné. Se puede perdonar cuando se quiere —añadió pensativamente, sin rencor, y esto fue lo que más inquietó a Stephen: aquella apatía, aquella sinceridad, aquella falta de interés—. Pero no se puede olvidar. La palabra perdón la pronuncia la boca. Es algo que dominamos a la perfección; pero no ocurre igual con el corazón. Este no pronuncia frases. Siente o no siente. Olvida o no olvida. Y el mío…, no puede olvidar. —Miró en torno. Stephen, apoyado en la pared, parecía anonadado—. Todos estos rincones traen a mi recuerdos ingratos. Odio cuanto hay en esta casita.
Stephen se irguió y dijo, persuasivo:
—Salgamos de aquí. Sigamos a Nueva York. Olvidemos juntos…
—El recuerdo irá contigo, Stephen. Si puedes perdonar mi sinceridad y si te parezco cruel, perdóname asimismo. Trata de disculparme, de comprender.
—Leila, me vas a volver loco.
—Ojalá no me vuelva yo también.
—Escucha, querida. Escucha y trata de razonar. Somos marido y mujer. Nos amamos…
—Sí, sí. Eso no lo olvido.
—Pues entonces…
—No, Stephen. Creo que nunca podré reanudar las relaciones que se habían interrumpido. Si no hubiera muerto mi tía, yo seguiría siendo tu amiga íntima, obligada por la salud de mi hermano, cuya factura en el sanatorio pagabas a cuenta de mis visitas a un tío que sólo existió en tu imaginación. Pero tía Marie murió en el momento más oportuno. Y a la hora de su muerte, recordó que yo era su única sobrina y me dejó todo su capital… Y éste, Stephen —añadió con súbita energía—, sobrepasa al tuyo. Para el mundo yo no soy lo que fui. Para mí…, sigo siendo peor.
Dio un paso atrás, y él otro hacia adelante.
—Si te marchas —dijo Stephen, mirándola con fijeza—, te olvidaré. Buscaré alivio en otras mujeres. Me lo darán. Y tú te convertirás en una dama amargada, como tu tía.
—Lo sé, Stephen —admitió sin amargura—. Será el signo de los Heimer, porque no trato por ello de retenerte.
—Intenta razonar, querida. Soy tu marido.
—Sí, Stephen, sí. Desde que nos casaron esta mañana. estoy buscando en mi mente una disculpa, y en mi corazón el olvido, pero no puedo.
—Te condenas a una triste vida. Y me condenas a mí a la amargura y la soledad.
—Algún día. tal vez…
—¿Algún día? ¿Cuándo? —se desesperó—. Yo te quiero, Leila. No concibo la vida sin ti. Cielos, tú no sabes lo que has llegado a ser para mí. Fuiste la primera mujer a quien no envilecí. Desde el primer día, traté de doblegar mis instintos. Te admiré, Leila. Te adoré en silencio, y a la primera ocasión así te lo hice saber.
—Lo comprendo todo, lo admito todo, pero es inútil. Si cuando te pedí ayuda para mi pobre Rob me la hubieras prestado sin pedirme nada a cambio… —levantó la voz, una voz salida de lo más hondo, que se sublevaba, aunque ella hubiera deseado impedirlo—. Pero me lo pediste y te odié.
—Pero luego me amaste.
Leila hizo un gesto ambiguo.
—¿Amar? ¿Es en verdad amor?
—¡Leila!
Con crudeza que él desconocía en ella, Leila añadió:
—Soy mujer al fin y al cabo, y tú fuiste el primer hombre en mi vida. Soy débil y sentimental, y en lo profundo de mi ser traté, quizá sin conseguirlo, de alzar un culto a tu persona, pero todo es falso, Stephen. Ahora me doy cuenta de que es falso todo para mí, tú, el matrimonio, mi amor.
—Estás negando lo que afirmabas hace un instante —se agitó Stephen.
—No sé si niego o afirmo, o si busco una explicación para mí misma. No sé nada, Stephen. Sólo sé que no puedo vivir contigo. Que recuerdo cada rincón de esta casa como pecados insufribles, que van metidos en mi persona. Y dondequiera que vaya, cada beso tuyo, cada caricia, cada mirada, será para mí un sentimiento retrospectivo y te odiaré un poco más cada día. Y eso es fatal para ti y para mí. Por eso —añadió con energía— deseo marchar, y cuando regrese a Springfield…
—Yo estaré allí. Y habré sido la mofa de mis amigos. Casado y abandonado por su mujer ese mismo día.
—Vete también —adujo, indiferente.
Y ella misma se asombró de su frialdad.
—Vete —añadió—. Huye como yo lo hago. Salgamos juntos en tu coche y tomemos dos aviones en el primer aeródromo. Tú, por un lado; yo, por otro.
—No, Stephen. Busco una solución a tu orgullo humillado. Yo… no me siento humillada. Antes, si; ahora… ya nada me importa, excepto mi tranquilidad de espíritu.
* * *
El auto rodaba de nuevo por la autopista. Lo conducía la mano enérgica de Stephen. A su lado, fumando un cigarrillo, silenciosa y ausente, iba Leila.
—Está bien, Leila. Tú lo has querido. Yo… me iré a París. Trataré de olvidarte, y a fe mía que lo he de conseguir.
—Me dolerá.
La miró extrañado, con cierta oculta esperanza.
—¿Te dolerá?
—Ello me demostrará que tu amor fue tan falso como la existencia de tío Edward.
—¿Acaso no deseas que te olvide?
—No lo deseo. Yo… voy a tratar de olvidar el pecado —dijo con sencillez—, pero no el afecto que te profeso.
—¿Afecto?
—O amor disfrazado. El tiempo puede quitarle el disfraz o desnudarlo de tal modo que se hiele.
—Y me pones a mí a la intemperie, expuesto a que me encuentre otra mujer y me dé lo que tú me niegas.
—Todo falso también, Stephen. Yo no me voy buscando un desquite —dijo con acento cansado—. Voy a olvidar un pasado que me humilla, que me hace daño, que me mengua ante mí misma.
—He de admirarte, pero confieso que tu lucha espiritual no la comprendo.
—Es que tú, Stephen, has tenido en la vida cuanto te has propuesto. No has luchado jamás. Todo te lo pusieron al alcance de tu mano. Yo… he luchado siempre, casi desde que nací.
Stephen no respondió. El auto rodaba carretera adelante, devorando kilómetros y kilómetros.
—Deténte aquí, Stephen —dijo ella de pronto.
—Tengo sueño y deseo descansar. Son las doce de la noche.
—¿Y… yo?
—Sigue. Dentro de dos meses nos reuniremos aquí.
—Así, como si fuera un saco.
—Eres un hombre y te pido comprensión.
El auto se detuvo. Leila descendió. Stephen lo hizo por la otra portezuela. Se encontraron frente a frente en medio de la carretera.
—Leila…
—No me digas nada, Stephen. Compréndeme, únicamente.
—Trato de hacerlo y no puedo. Es todo tan absurdo.
—Como nuestras relaciones. Como nuestro matrimonio.
—Como nuestra vida en el futuro.
—Sí; como nuestra vida.
—¿Y después, Leila?
Un hombre salía de la casita que se alzaba junto a la carretera.
—¿Van a descansar los señores? —preguntó, solícito—. Tengo buena cena y buena cama.
—La señora únicamente —dijo Stephen.
—¿A qué hora sale el primer avión para Londres? —preguntó Leila.
—A las nueve quince de mañana.
—Lleve mi equipaje.
—¿Va a cenar la señora?
—No. Sólo deseo cama.
Stephen entregó las maletas de Leila al hombretón y cuando éste se perdió en la casa, preguntó de nuevo:
—¿Y después, Leila?
—Te lo diré dentro de dos meses, en este mismo lugar.
—En Springfield han de creer que viajamos juntos.
—Bueno.
—¿No… me das un beso?
—No, Stephen.
—Leila, por el amor de Dios.
—No. Hasta la vuelta, Stephen.
—He de pecar, Leila. Tal vez dentro de dos meses te haya olvidado.
—Lo sentiré, pero no podré reprochártelo.
—Eres… dura.
—Tú me hiciste así.
—Leila —gritó, viendo que ella se alejaba—. No doy palabra de estar aquí dentro de dos meses. Perdida tú esta noche, quizá no me importe que en Springfield se sepa que estamos separados.
—Nunca te pediré que vuelvas a mi lado—dijo ella pálidamente—. Cuanto más te ame, más sufra y más sola me encuentre, mejor me serán perdonados los grandes pecados que he cometido en la vida. Adiós, Stephen.
Este no respondió. Puso el auto en marcha y se alejó sin volver la cabeza.
Leila, muy lentamente, se perdió en el oscuro portal de la casa.