—Enamorarse así de un extranjero es impropio de una muchacha como tú.
—Pero, tía Sara, si Juan no es extranjero. Ha nacido aquí y se marchó a Texas a los diez años.
—Y ahora tiene treinta — gruñó Sara Palacios, sacudiendo sus enormes manazas —. Lo cual quiere decir que es un tejano de mala catadura.
Patricia se impacientó.
—Tía Sara, Juan es un muchacho excelente, ha venido a España en viaje de placer y al llegar a su pueblo natal me conoció, le gusté, se enamoró de mí y ahora quiere casarse y llevarme con él a Texas, lo cual me agrada.
—Pues sigo diciendo que es un desatino. Tú no habías nacido aún cuando ellos se fueron. Yo lo recuerdo muy bien. Eran dos muchachos gemelos, pendencieros, mal educados, con un padre ganadero que engañaba a todo bicho viviente, aunque este bicho fuera su propia madre. Sí, lo recuerdo perfectamente. El día que embarcó cogió una borrachera terrible y sus hijos, Juan y el otro, reían las gracias de su padre mientras la pobre señora se moría de vergüenza.
—Tía Sara...
—No he terminado — cortó la dama con acento desabrido—. Algún tiempo después se dijo en el pueblo que el señor Urtirez había muerto a consecuencia de una borrachera más fuerte que las demás y que sus dos hijos se le parecían.
—Juan es un perfecto caballero.
—Juan es lo que tú supones. No creo que de un palo semejante naciera una astilla enderezada. Dicen que enriquecieron.
—Juan no es rico — atajó la joven—. Antes de morir su padre, que por cierto, no murió de una borrachera, sino de una caída del caballo, repartió sus pocos bienes entre sus dos hijos. Juan se dedicó a estudiar y el otro empleó su dinero en una pequeña granja que ahora es la mejor y más productiva de la comarca.
—Mucho sabes.
—Me lo refirió Juan.
—Ya. Pues un tanto a mi favor si no es rico tu novio. ¿Qué vas a hacer tú, una chica acostumbrada a vestir con elegancia, a gastar lo que le place, a vivir como una reina, casada con un niño de carrera, pero sin un real?
—Me amoldaré, tía Sara.
—Amoldarse, amoldarse... Las niñas de hoy sois unas románticas. En mis tiempos...
—Por favor, tía Sara, trata de razonar.
—Eso estoy procurando. Concreta de una vez lo que deseas y daré mi parecer. Pero te advierto que no me gusta tu novio, que lo encuentro demasiado superficial, que no es constante y que es un ave de paso, y el amor que le profesas no puede tener hondas raíces.
—Las tiene.
—¿Es eso todo lo que tienes que decirme?
Patricia Palacios suspiró. Era una chica monísima, alta, delgada, elegante. Tenía el pelo negro, brillante, cortado en melenita y vuelo un poco en las puntas. Los ojos grises, de diáfano mirar y la boca grande, carnosa. Patricia Palacios no era una chica rica, ni nunca lo sería, porque sus padres, al morir, la dejaron sin un céntimo, si bien, al depositarla en manos de tía Sara era de suponer que un día, a la muerte de la dama, la sobrina heredase los derechos sobre su capital, que no era poco. Pero tía Sara (autoritaria, violenta, solterona y sin amor) no permitiría jamás que su sobrina se casara con un hombre llamado simplemente Juan Urtirez, por muy ingeniero que fuera, y en cuanto a dotarla, mucho menos.
La educó a lo grande, interna en un gran pensionado, con doncellas a su servicio, un coche para su recreo, modelos traídos de París, y cuando llegó la hora de presentarla en sociedad, dio una gran fiesta a la que acudió toda la élite de la comarca, y ahora, así por las buenas, llegaba un tipo llamado Juan que pretendía llevársela a Texas. No, mil veces no.
Sara Palacios se imaginaba ya a su querida sobrina en manos de unos bárbaros cuatreros, apresada a lazo y seducida por mineros de mala catadura. Tía Sara había visto películas del Oeste y creía a pies juntillas todo lo que éstas contaban; era aficionada a las novelas de ese género e imaginaba a todo el mundo colgado de un árbol. Por esta razón y porque no le gustaba Juan y porque además esperaba que su sobrina hiciera una boda digna de ella, detestaba al ingeniero y no le costaba esfuerzo alguno poner por borrachos a toda la familia Urtirez.
—Concretando, tía Sara — dijo la joven con impaciencia—, que me voy a casar con Juan. Éste sólo espera una carta de su hermano para prepararlo todo y casamos, pues quiere llevarme con él a Texas.
—¿Es eso todo? — chilló la dama.
—Lo siento, tía Sara.
—Tiene razón el refrán: «Cría cuervos y te sacarán los ojos».
Y dando la vuelta en redondo salió del lujoso saloncito, dejando a Patricia confusa y desazonada.
* * *
Juan Urtirez era un hombre alto, elegante, de rostro moreno y ojos verdes. Poseía una rara belleza en su cara bronceada y una rara expresión en los ojos. Era un hombre atractivo, sencillamente, y a veces resultaba hermoso, aunque la hermosura parece que está reñida con el hombre. En el caso de Juan era diferente. Juan no era afeminado, Juan era elegante y al mismo tiempo fuerte; parecía decidido y leal... Juan era muy leal, en efecto, aunque de una inconstancia que sólo conocía aquel que lo trataba mucho. Era de los que prometen a cada instante y cumplen muy pocas veces.
Ahora mismo, sentado junto a Patricia Palacios, le prometía centenares de cosas: casarse con ella, hacerla feliz, vivir para su amor, ganar dinero... Patricia le escuchaba en silencio, con la boca semiabierta y los ojos entornados. Juan hablaba y hablaba, como siempre; saltaba de la promesa más seria a la risa más divertida, y Patricia, allí muy adentro, se decía que Juan valdría mucho más si su carácter fuera acorde con su físico. Claro que ella aún ignoraba cómo era verdaderamente Juan Urtirez. Ella lo amó mucho, creyó en sus promesas y estaba dispuesta a casarse con él marchar a donde Juan la llevara. Y Juan sólo podía llevarla a Texas, a casa de su hermano, con el cual pensaba trabajar.
De eso hablaba en aquel instante, quizá el momento más serio de su vida de hombre divertido y despreocupado.
—Debiera haber tenido carta de mi hermano, pero él siempre piensa mucho las cosas antes de hacerlas.
—¿Y no puedes vivir sin su apoyo?
Juan fumó aprisa y expelió el humo con lentitud.
—Mientras yo me divertía y estudiaba, él trabajaba cómo un bárbaro. Hoy posee los pozos de petróleo más famosos de Texas, una casa de campo que es una maravilla, terrenos infinitos y un corazón así de grande... Estudié para ingeniero con objeto de serle útil algún día. Él es un trabajador, un millonario que consiguió su riqueza a base de no dormir ni descansar. Me debo a él y de él espero apoyo como él lo espera de mí.
—¿Le has dicho que piensas casarte?
—Le escribí, sí. Hace de ello un mes, y no me conformé con eso, le mandé además una fotografía tuya para que fuera conociéndote.
—¿Y bien?
— Repito que estoy esperando su respuesta... Tan pronto como la reciba nos casaremos y después... nos iremos a Texas.
La miraba con interés. Patricia era una mujer bella y a él le gustaba. Pensaba firmemente casarse con ella. Sabía asimismo que no tenía un centavo, que Sara Palacios no la dotaría jamás para casarla con él. Pero eso no importaba. Él quería a Patricia, la quería como Juan era capaz de querer. Y Juan... era capaz de querer a muchas mujeres a un tiempo. Tenía treinta años y en su libro de haber había señalados más de cincuenta noviazgos, y con cada una de aquellas mujeres pensó casarse. Pero estaba soltero todavía...
—No creo que tu hermano se oponga — apuntó ella suavemente—. Sois gemelos, os tenéis que querer mucho. Tu hermano se hará cargo de todo...
—Sí. Pero no creas que pese a ser gemelos somos iguales. Quizá físicamente lo seamos, pero en cuanto a nuestro carácter... dista mucho de ser parecido. Mi hermano es un tipo serio, poco amigo de diversiones, va a lo suyo, sólo piensa en sus negocios y en la forma de enriquecerse más y más. Tiene ojos de lince para saber dónde hay una operación comercial conveniente. Sus criados le temen, yo me siento como una hormiguita a su lado, con una de sus miradas me aplana. Quizá no debiera decírtelo así, pero quiero que vayas conociéndolo poco a poco para que no te sorprenda cuando llegues allí.
—Sigue, Juan.
—Poco tengo que añadir a lo ya dicho. Vivió continuamente para su hacienda, para sus negocios que son muchos, para engrandecer lo que hace veinte años era una casuca derruida...
—Y temes que no apruebe nuestro matrimonio.
—No temo eso — rió Juan, despreocupadamente—. Lo que temo es que me dé un consejo, y no hay cosa que más me reviente que un consejo de mi hermano.
—Quizá a veces lo necesitas.
—O quizá no.
Cuando Patricia llegó aquella noche a su casa, tía Sara leía una novela del Oeste.
—Mira — dijo, blandiéndola en el aire—, estoy en la tercera página y ya ahorcaron a doce.
Patricia se sentó en el borde de un sillón y con mano insegura encendió un cigarrillo.
—Y uno de los doce ahorcados era una mujer.
—Pero, tía Sara..., que eso es una simple novela, y el Oeste americano es hoy tan civilizado como cualquier otro lugar.
—¿Estás... decidida?
—Sí, a menos que él se vuelva atrás.
—Ojalá.
Pero Juan no se volvió. Todos los días, a la misma hora, iba a recoger a su novia y daban un paseo por la plaza y se besaban al despedirse. Eran besos muy parecidos a Juan: apasionados, veloces, que apenas si dejaban huella en el corazón femenino.
Una noche Juan se sintió intranquilo por primera vez en su vida. Pidió a Patricia que se sentara en un banco de aquella plaza solitaria y le habló de esta manera:
—Mira, Patricia, he sacado la conclusión de que mi hermano no me contesta.
—Quiero acordarlo contigo. Se me termina el dinero. He prolongado mi estancia aquí más de lo debido, por ti. Esperé la respuesta de él y en vista de que no llega he pensado ir a buscarla yo.
—¿Tú... a Texas? ¿Y... solo?
—Sí. Es la única forma de convencer a mi hermano.
—¿Es que tu hermano es tan... tan cerrado que no comprende el amor?
Juan suspiró.
—Nunca supe que tuviera novia. Para él el amor es un negocio más. Quizá me tenga elegida por allí una rica heredera, hija de algún socio comercial. ¡Yo qué sé! De él puede esperarse todo.
—Es un ser humano como otro cualquiera, creo yo, y comprenderá que el amor...
Juan rió divertido.
—¿Amor para él? No seas visionaria. Mi hermano si se casa algún día, será con una chica que le convenga. Que sea fea, guapa, espiritual o no, le tendrá sin cuidado. Tú no lo conoces, ya te irás dando cuenta a medida que pase el tiempo y vivas con él.
—Me estás retratando un monstruo.
—Pues no lo es. Cada uno mide las cosas según su criterio, y pese a ello, mi hermano es un ser humano como otro cualquiera, si bien, debido a su modo de vivir, al trabajo desarrollado y a tantas otras cosas que yo no he vivido, la vida para él tiene otro colorido. Yo le quiero mucho. Por él sería capaz de todo, pero no por quererlo tanto voy a dejar de reconocer lo que es.
—Lo cual significa que te marchas de veras.
—¿Y hasta cuándo?
—Podemos casarnos por poderes. No seremos los primeros ni los últimos que hacen eso.
—No.
—¿Te disgustas?
Patricia suspiró. Tenía diecinueve años y amaba a Juan. Juan era el primer hombre en su vida y ella creía que no podía existir amor mayor que aquel que ella le profesaba a su novio.
Extendió la mano y la dejó presa en la de Juan. Lo miró con ternura y a Juan nunca le pareció tan bella como en aquel instante en que las pupilas se hundían confiadas en las suyas.
—Juan — susurró con su habitual ternura—, yo confío en ti. Si crees que debes ir a ver a tu hermano, si consideras conveniente casarnos por poderes..., ve y yo esperaré siempre. Sólo te pido que no me olvides y que me escribas todos los días.
—Te lo prometo, querida mía.
Y por primera vez Juan sintió que amaba de veras. Claro que Juan había sentido aquello muchas veces.