Me importa muy poco, ya no lo quiero. En estos momentos incluso me asalta la duda de si alguna vez estuve enamorada de él. Quince años de matrimonio, eso es lo malo: la sensación de tiempo perdido; aunque ¿qué hubiera hecho durante esos quince años de no haber estado casada con él? No lo sé; nadie está capacitado para adivinar el pasado, pero mucho menos para conjeturar cómo hubiera sido el pasado en caso de variar algunos de los componentes de nuestra vida. Debo de ser una mujer extraña; en vez de estar llorando a lágrima viva, mi sentimiento más intenso es la curiosidad. Quizá solo pretendo ser diferente para no engrosar una nómina muy común: la de esposa abandonada. El asunto admite pocas interpretaciones: me han abandonado. Mi marido me ha dejado por otra más joven, más guapa, más alegre y optimista que yo. Al parecer es una chica sin problemas, fresca y lozana como una flor. Traductora simultánea en congresos. Rubia, sin un céntimo. Probablemente inexperta en amores, debido a su juventud.
La escena final fue muy intensa, como sacada de un culebrón barato. Yo estaba casi segura de que él tenía un lío, y cuando me dijo, muy serio, que debíamos hablar, ya me imaginé cuál sería el tema. Sin embargo, nunca hubiera podido esperar aquella confesión tan típica, con un guion tan articulado, tan de hombre maduro en crisis amorosa. Debió de estudiarla en un manual: Cómo despedirte de tu legítima mujer. Perdí un poco los nervios, pero no me arrepiento. Me he pasado la vida ejerciendo el autocontrol. Creo que ni siquiera cuando me trajeron al mundo lloré. En la maternidad del hospital estaban encantados conmigo: «¡Qué niña tan buena, qué formal será!». Lo cierto era que no tenía motivos para llorar: mi familia era rica y yo, la primera hija de una pareja ideal. Él, brillante. Ella, hermosa. No podía saber entonces que mi hermosa madre moriría poco tiempo después, de un cáncer fulminante. Pero me quedaba papá. Papá trabajaba mucho en su empresa, aunque siempre se ocupaba muy bien de mí: cariñoso, complaciente, daba órdenes taxativas a mis cuidadoras y les pedía cuentas cuando regresaba al hogar. Yo no cogía rabietas ni era presa de ataques de mal humor. Papá llegaba cansado después de todo un día de tensiones y yo no quería hacer nada que le contrariara, que lo llevara a lamentar volver a casa conmigo, tan contentos y tan unidos los dos. No quería que al día siguiente se quedara trabajando hasta más tarde y yo no pudiera abrazarlo por estar ya en la cama. Papá siempre olía bien, a colonia con extracto de madera de sándalo. David nunca olió así. A veces olía a sudor reconcentrado de despacho, como los ejecutivos de medio pelo al término de la jornada laboral. Hubiera sido siempre un muerto de hambre de no ser por papá, por la empresa, por mí.
—He estado pensándolo mucho, Irene. Hace tiempo que las cosas no van bien entre nosotros. Vivimos juntos, somos civilizados y nos ayudamos el uno al otro si surge algún problema; eso es verdad, pero no es suficiente. El matrimonio exige o debería exigir algo más. Ya no sentimos ese cariño mutuo que hace de la vida algo trascendente. No hacemos el amor. Tengo cuarenta y seis años, soy joven aún, necesito otra vida. Damos la cara en público, pero entre nosotros ya no hay nada. ¿Qué futuro me espera si seguimos juntos? El trabajo no lo es todo para mí. Siento dolor y nostalgia cuando veo parejas que se besan en la calle, cuando alguien me cuenta que está enamorado, cuando observo cómo la gente se ama con pasión. Pero no te voy a engañar; es posible que si no hubiera aparecido esta mujer, tú y yo habríamos seguido, tal y como estamos, hasta el final. Pero los hechos son los hechos y he conocido a esa mujer.
¡Los hechos son los hechos! ¡Qué hijo de puta! Ha conocido a una mujer. ¿Cómo se atreve siquiera a mencionarla delante de mí? Lo hubiera abofeteado en ese mismo momento, como se hacía en otros tiempos con un criado que se había pasado de la raya, que te había ofendido, que te había robado un objeto de valor. ¡Es joven aún, pobre idiota, debe de sentirse un verdadero galán!
—Se llama Marta. Es traductora simultánea de inglés. Trabaja en una empresa. Nunca ha estado casada. No quiero tener una relación paralela con ella estando contigo. Me he enamorado, Irene; por muy duro que suene, así es. Debemos ser maduros y afrontar la realidad. Nuestro matrimonio llevaba años roto. Siento una pena enorme al decirte estas cosas, pero es imprescindible ser sincero. Quizá si hubiéramos tenido hijos nuestra evolución habría sido diferente, pero resulta inútil lamentarse. Fuimos felices en su día y eso es lo que cuenta. Tú también eres joven, tienes la empresa, y si lo desearas podrías rehacer tu vida sentimental. Sé que te inclinarás por lo más sensato, como siempre. Eres una mujer equilibrada y prudente.
Lo habría insultado utilizando expresiones del lenguaje más grosero, más soez; pero estaba demasiado estupefacta como para reaccionar. ¡Si hubiéramos tenido hijos! Algo que jamás me había reprochado hasta el momento. Hijos, ¿qué hijos? ¡Cuánto me alegro ahora de que los posibles hijos no llegaran! Mi intuición siempre me dictó que no tuviera hijos con ningún hombre, ni con él ni con nadie. No había hombres como papá. Cuando murió me di cuenta enseguida de que era el último hombre de verdad que pasaría por mi vida. Dice que sigo teniendo la empresa, y es cierto, empresa que siempre he impulsado hacia delante, aunque me vienen tentaciones de pensar que David me abandona por la recesión mundial. Soy otra víctima de la crisis. Él está convencido de que me voy a ir al traste. Prefiere saltar del barco antes del hundimiento. Muy bien, no es novedad. Nunca creí que se casara conmigo por amor. Era un pobre desgraciado cuando lo conocí, un abogadillo sin futuro, un buscavidas que encontró el cielo abierto conmigo. Ha prosperado trabajando en mi empresa, gracias a papá, gracias a mí. No lo hizo mal, pero cualquiera en su caso lo hubiera hecho de modo parecido, quizá mejor. A ver cómo se las compone a partir de ahora en su nueva vida de hombre joven aún. «Eres una mujer equilibrada y prudente», me ha dicho. No conoce la dignidad. ¿Quién le ha dado permiso para soltarme toda esa retahíla de vulgaridades? ¡El amor, qué importante, un elemento capital! «Puedes rehacer tu vida sentimental.» ¡Qué basura! ¿Desde cuándo habla así, como en una película de serie B, como en un maldito folletín del siglo pasado? Lo que yo haga o deje de hacer con mi vida sentimental no es asunto de su competencia. No le dije nada de eso. En aquellos instantes me resultaba difícil hablar con él, era un desconocido. ¿Quince años? Parece evidente que en quince años no se conoce a una persona. Como si nos hubieran presentado anteayer. Cuando él acabó de hablar, creo que esbocé una sonrisita irónica, y luego le espeté en tono tranquilo:
—Por supuesto, quedas despedido de la empresa. Buscaremos otro abogado, no será difícil. En cuanto a las acciones que te corresponden, te haré una oferta razonable por si quieres venderlas.
Hice una pausa que él aprovechó para murmurar un comentario sobre la frialdad de mi reacción, tan típicamente mía por otra parte.
—En cuanto a la casa, tienes una semana para sacar tus cosas de aquí. Ven a recogerlas cualquier mañana, yo no estaré.
Continuó con los comentarios. Esperaba mis palabras, sabía que yo iba a actuar así. No era más que un pedazo de hielo, una mujer sin corazón. Le pedí que se largara. Una semana para recoger sus cosas me parecía un plazo más que generoso.
—No me olvido de que la mitad de la casa es tuya —añadí—. Cuando el negocio vuelva a ir mejor, haremos un contrato de compraventa. De momento, yo me quedo donde estoy.
Esta vez no replicó. Enfiló la puerta con aire muy digno y se fue. La verdad es que no le había dicho gran cosa, pero ¿para qué iba a hablar más? Él ya había agotado las fórmulas melodramáticas. Ni se me hubiera ocurrido abundar en aquel terreno de tópicos malolientes. Tengo que seguir viviendo conmigo misma, y me hubiera perdido el respeto de haberme puesto a su altura. No quería verlo de nuevo. Tiré a la papelera, rota en mil pedazos, una nota que me envió días después, remachando su idea:
«Compréndeme, Irene. No podría volver a mirarme en el espejo nunca más de no haber tomado esta decisión».
De acuerdo, David, mírate ahora el resto de tu vida en ese espejo maravilloso. Espero que te guste lo que ves. No hay nada que comprender. Ni se me pasó por la cabeza contestarle la nota, claro está.

Se duermen. Lo que les cuento les aburre tanto que se duermen. Veo cómo se les velan los ojos, cómo su mente flota en dirección a lugares desconocidos para mí. San Juan de la Cruz, santa Teresa de Jesús, la mística española. No me extraña que se aburran. ¿Qué tienen que ver sus vidas con las visiones teresianas, con la fundación de conventos? Nada. Internet. Twitter. Facebook. ¿Qué ejemplos puedo ponerles para que al menos tengan una vaga idea de lo que estoy diciendo? No se me ocurren, probablemente no existen. A la postre se quedan con la pura anécdota: santa Teresa levitaba al rezar, se elevaba en el aire cargado de incienso, se le aparecían ángeles con espadas flamígeras que le traspasaban el corazón. Ni siquiera esas imágenes básicas las acercan al contexto real del sentimiento místico. Mis alumnas trasladan cualquier mística a sus submundos de fantasía a la moda: piensan en una santa Teresa con poderes extrasensoriales, casi embarcada a bordo de una nave espacial. Se representan a los ángeles como esos vampiros bellos y adolescentes que protagonizan películas de éxito. Si intento decirles que un rapto místico es como una concentración extrema de la mente que acaba produciendo la abducción de los sentidos, les suena a chino. No creo que ninguna de ellas, ninguna, se haya concentrado ni cinco minutos seguidos en toda su vida. Les resulta muy difícil centrar la atención en algo. Lo suyo es la dispersión, poder conectarse con diez personas a la vez aunque no tengan nada que decirse. ¿El éxtasis místico?: no sabe, no contesta. Lo de éxtasis les suena a una droga que no deben tomar, porque estamos en un colegio religioso y ese tipo de prohibiciones las tienen muy interiorizadas. Es el término místico lo que intento inútilmente explicar.
La literatura clásica ha dejado de interesarles tal y como se enseña. Para ellas el pasado no existe, solo reciben algún atisbo gracias a imágenes cinematográficas, televisivas, pero piensan que eso no tiene nada que ver con su mundo. Las comedias de Lope no les parecen ingeniosas, ni divertido el Buscón, ni interesante Jorge Manrique. No ven ningún sentimiento trágico de la vida en Unamuno y tampoco la sonoridad cadenciosa de los poemas de Machado se acopla a su oído. «Mil veces ciento, cien mil. Mil veces mil, un millón.» No sienten su belleza melancólica.
A veces lo comento con mis compañeros en la sala de profesores, pero sus opiniones no me sirven. Sueltan letanías que ya he oído muchas veces. Los más radicales se cargan de un plumazo a toda una generación: «Solo piensan en frivolidades. Lo tienen todo. Sus padres no les han enseñado el valor de las cosas». Los conformistas buscan consuelos genéricos: «Hay que tener paciencia. Sin darnos cuenta, les vamos inculcando el gusto por el saber, y va quedando un poso que se conserva al cabo del tiempo». Suelo proponer soluciones más drásticas: cambiar los programas o, mucho mejor, que los programas no existan. Buscar obras que se adapten a la nueva sensibilidad de estas chicas, independientemente de que los escritores pertenezcan a una u otra corriente, época o país. Siempre me ponen verde, como si yo fuera un revolucionario que pretendiera acabar con el sagrado orden natural del conocimiento. En el fondo solo pretenden mantener sus puestos de trabajo, el sueldo a fin de mes, una mínima seguridad.
Yo hubiera debido hacer lo mismo, sobre todo viendo lo que sucedió después, aquel final de curso, justo antes de acabar las clases. La directora del centro me llamó a su despacho.
—¿Sabes para qué te he llamado, Javier?
—No sé, madre, por algo de las clases, supongo.
—Es algo de las clases, y no bueno. Estamos contentos contigo. Las alumnas te aprecian, has llevado bien el temario y nadie duda de tu profesionalidad. Pero ya ves cómo está la situación de este país. Somos un colegio concertado y dependemos en gran parte de las subvenciones del ministerio. Los recortes presupuestarios nos afectan como a los demás. Al final, todo queda justo y contado para que llevemos adelante nuestro proyecto educativo. El caso es que nos vemos obligados a suprimir las clases de refuerzo, exceptuando las de Matemáticas. Cuando iniciamos la experiencia novedosa de las clases de Literatura de refuerzo, los tiempos eran otros; pero espero que lo comprendas, ahora resultan un lujo difícil de mantener. Sin embargo, te queda todo el verano para buscar otro empleo. Te indemnizaremos según marca la ley, por supuesto. No será mucho, como solo has trabajado a tiempo parcial… ¿Tu familia puede ayudarte?
—Mis padres se mataron hace años en un accidente de coche.
—¡Dios santo, qué tragedia! ¿Te dejaron algo con lo que puedas contar ahora?
—Eran trabajadores; lo poco que dejaron ya se esfumó.
—¿Tienes hermanos?
—Una hermana mayor que trabaja fuera. Está casada, lleva su vida, casi nunca nos vemos. Pero vivo con mi novia, que tiene trabajo.
—Mi consejo es que te pongas enseguida a preparar oposiciones para la enseñanza pública. Es la mejor solución.
—Casi no hay convocatorias, usted lo sabe.
—Dios te ayudará, Javier, porque eres un buen chico. De todas maneras, hablaré con administración para que te paguen el verano completo. Es lo máximo que podemos hacer.
—Gracias, madre.
Debo de ser imbécil, acabé dándole las gracias. Tampoco iba a servirme de mucho montarle un follón. Me aconseja que haga oposiciones, como si yo no lo hubiera pensado, pero siempre me desanimó tener que demostrar que soy bueno, competir con los demás. Además, ponerse a estudiar requiere dedicarse a ello al cien por cien, y yo tengo que ingresar dinero cada mes. Mi padre me decía que me hiciera abogado. Él era albañil, y convertirse en abogado le parecía el culmen del éxito social. Una extraña fijación, podría habérsele antojado que cursara Arquitectura, Medicina, pero las leyes eran para él el colmo de los colmos. Mi madre, más romántica, solo deseaba que yo fuera feliz en cualquier futuro que escogiera. El coche en el que ambos viajaban se salió de la autopista en un tramo sin curvas. No llovía ni había niebla. Casi con toda seguridad mi padre se adormiló. Se dirigían a un apartamento que habían alquilado en la costa para pasar unos días de vacaciones. Una historia triste y vulgar, como tantas. Mi hermana lloró mucho, pero en cuanto salió del tanatorio regresó con los suyos, y es verdad que casi no he vuelto a verla más. La única familia que me quedó fue mi abuela, y no dejé de visitarla nunca una vez a la semana, hasta que el año pasado murió de un infarto repentino. Fue con mi abuela con quien comenzó esta pesadilla. La vida es imprevisible, la vida es una mierda después de todo.
Para la directora del colegio, su proyecto educativo es prioritario. Solo le importa que sigan aprendiendo los niños ricos. Eso hubiera debido decírselo en el momento de mi despido, pero no se me ocurrió. Ni eso ni ninguna otra cosa que sonara reivindicativa. Mi padre quería que fuera abogado, pero no lo habría hecho bien. Nunca se me ocurren réplicas ni frases brillantes, no soy peleón. Tampoco ser abogado me hubiera garantizado un buen puesto de trabajo en los tiempos que corren. Sandra es economista y está empleada como administrativa.
Aquella noche la esperaba en casa, como siempre. Llegó muerta de cansancio, como siempre también. Me besó en la boca. Se sorprendió de que a aquella hora y en aquella época del año no estuviera corrigiendo ejercicios de mis alumnas. Le pedí que se sentara y le conté la conversación con la directora del colegio. Lo primero que hizo fue echarse a llorar.
—¡Las cosas nos iban demasiado bien! —dijo—. Yo tengo trabajo y tú te sacabas un dinero aunque fuera a tiempo parcial. Ya me dirás qué vamos a hacer ahora.
Luego se enjugó las lágrimas y se puso furiosa.
—¡Malditas monjas! A la mínima echan a la gente a la calle. ¿No se les ha ocurrido que podrían repartir los sueldos y no suprimir ninguna clase? Mucha historia con educar a las generaciones futuras y luego se portan como auténticas ratas.
Al final se apaciguó y se volvió razonable, incluso animosa.
—No te preocupes, Javier, no pongas esa cara. Nos arreglaremos. Me he indignado porque me dan mucha rabia todas las cosas que van sucediendo con total impunidad. Parece que todo esté permitido. Es injusto. Tú siempre te has tomado a esas chicas muy en serio, querías que aprendieran, que leyeran, que comprendieran la literatura. Pero nos arreglaremos. De momento, te dan un dinero. Luego tienes dos años de cobrar el desempleo. Será muy poquito, pero algo es. Yo sigo ingresando mi sueldo, que nos da para vivir. En dos años, muy mal tendrían que ir las cosas para que no encontraras otro empleo. No te digo que vaya a ser de profesor de Literatura, mírame a mí, pero algo encontrarás. Que no cunda el pánico. Todo cambiará.
Así acabó aquel día aciago. Es verdad que todo cambió. Fue el comienzo de una nueva época para mí.
Ni siquiera sé por qué estoy aquí. Soy un maldito sentimental, o como decía mi abuela, que tanto me quería, soy «un chico con mucha sensibilidad». Solo un año la ha sobrevivido su amiga del alma. Unas vecinas me han comunicado su muerte. Encontraron mi número de móvil en la lista mugrienta que la anciana conservaba sobre el aparador. He venido sin dudarlo, aun sabiendo que se trata de un homenaje absurdo. He sentido pena por aquella pobre mujer. Mi abuela y ella se hacían mutua compañía, se ayudaban en lo que podían, charlaban a diario. Ambas habían sido tocadas por el rayo de la desgracia. En el caso de mi abuela, una hija y su marido muertos en accidente de tráfico. Los traumas de la señora Juana eran más complicados, menos exhibibles, incluso claramente vergonzantes: un hijo muerto por sobredosis y su mujer en la cárcel, nunca supe el motivo. Sin embargo, las dos desgracias eran de tal envergadura que cayeron sobre ellas como una maldición y las singularizaron frente a la comunidad, confiriéndoles un estatus superior. El resto de las viejas que vivían solas en el barrio solo podían presentar quejas vitales que entraban dentro de lo habitual: la soledad, los achaques, el deterioro progresivo, la escasez de dinero, los recuerdos de cuando todo iba mejor. Mi abuela y la señora Juana no, ellas contaban con una enorme reserva de desgracia que pesaba como un petate militar. Además de los inconvenientes de la edad, a los que debían hacer frente como todo el mundo, ambas cargaban con el fardo terrible de dos hijos muertos en la flor de la vida, y ninguno de los dos de muerte natural. Aquello las dignificaba ante los ojos ajenos, encaramándolas a la aristocracia del dolor y la vejez. Semejante distinción las hacía acreedoras de muchas atenciones por parte de los vecinos: les compraban el pan y la fruta, iban al consultorio de la Seguridad Social para renovarles las recetas de medicamentos y habían hecho la promesa formal de avisar a sus nietos si algo sucedía. A mí, en el caso de mi abuela, a Iván, en el de la señora Juana.
De los dos, yo era el nieto bueno. La visitaba cada domingo, sin fallar jamás. Llegaba sobre las cinco y me largaba a las siete. La abuela me daba de merendar, como a un niño pequeño. Siempre lo mismo: galletas de chocolate compradas en el supermercado y Coca-Cola en envase de litro, algo desvaída porque ella ya había empezado la botella. A menudo no me apetecía en absoluto ir a verla, pero iba igual. Sandra me miraba con cara de no entender: «Desde luego, Javier, ¡tienes una moral!». Es cierto que tenía mucha moral, porque lo procedente era quedarse el domingo en casa, leyendo tranquilamente, sin dejarse machacar por ninguna obligación moral. Supongo que la pérdida de mis padres me llevó a experimentar carencias familiares, y aquella mujer vieja era mi única familia, aparte de mi hermana, que tiene la suya propia y nunca se deja ver.
De vez en cuando se sumaba la señora Juana a aquel festejo dominical de galletas y Coca-Cola. Por eso sabía yo que su nieto se llamaba Iván y que era el nieto malo de la reunión. Nunca iba a verla. A lo sumo se presentaba en casa de su abuela la noche de Navidad, a horas intempestivas, cuando la pobre señora Juana ya había acabado de cenar, preguntándole si no iba a invitarlo ni a una miserable copa de celebración. «Solo viene para enredar», decía ella. Yo lo había visto en una ocasión, y lo recordaba difusamente: un tipo de mi edad, con pinta de chulo de barrio, delgado, fibroso, un arete en el lóbulo de la oreja y el pelo muy rapado.
Y allí estaba yo, en aquel tanatorio medio vacío, participando en los ritos funerarios de la señora Juana: un cubículo pequeño, con su ataúd tapado y un montón de coronas de flores a los pies. Las vecinas me contaron que la difunta pagaba un seguro mensual para tener un entierro digno y un nicho en el cementerio, nada de cremación. Supongo que la opinión de las vecinas también me influyó para asistir. Ya que era «el nieto bueno», poco costaba conservar aquella reputación hasta el final. Y el final de mi abuela era aquel. Tras la muerte de su amiga, todo vestigio de su existencia se extinguiría por siempre jamás. Pero estaba deseando marcharme, todo era cutre a morir: las palabras rutinarias del cura, con las imprescindibles alusiones a la despreciable vida terrenal, a la deseable vida eterna. Las flores pagadas por la muerta, la ausencia de dolor real en todos los que allí estábamos… En la primera fila veía la espalda de un tipo que debía de ser Iván. Justamente él complicó mi huida cuando había concluido la ceremonia. Se acercó a mí, me tendió la mano.
—¿Qué tal, Javier? ¡Qué detallazo que hayas venido! Te lo agradezco de verdad, tío. Mi abuela siempre me hablaba de ti. Decía que tú sí eras un nieto como es debido. Me contó que eres profesor. Oye, mira, no sé cómo decirlo; pero es que ahora, después de este coñazo de cura, hay que ir al cementerio para el entierro, como mi abuela no quería que la quemaran ni de coña… Todas esas brujas de las vecinas no van a venir, claro. Así que me voy a quedar solo con el cura, ese cabrón. ¿Tú no podrías seguir enrollándote bien un poco más y acompañarme? Es que si me quedo con el cura delante sin nadie más, es capaz de pegarme una bronca o algo así.
Hubiera debido negarme, pero mi mente se resiste a decir no. Si alguna vez he tenido que hacerlo, paso un rato fatal. Además me hizo gracia la ocurrencia de aquel tal Iván: que el cura le pegara una filípica por haber sido malo era una idea descabellada, una locura en el fondo divertida. Así que fui con él. A la salida del camposanto, agradecido y feliz por que el cura no le hubiera reñido, se empeñó en invitarme a beber algo en un bar. Accedí a eso también; al fin y al cabo, ahora era un desempleado que no tenía nada mejor que hacer.
—¿Tu madre no ha podido venir al entierro, Iván? —intenté sonsacarlo.
—Mi madre está enferma.
Este lo sabe, joder, sabe que mi madre está en el trullo. La abuela debió de ponerle la cabeza como un bombo a la suya. Lo que no sabe es que ya casi ha cumplido la condena y la dejan salir. Está en el psiquiátrico de la prisión, pero de vez en cuando la dejan salir. No me ha dado la gana de decirle que viniera al entierro de su suegra. ¿Para qué? Hubiera tenido que ir a buscarla yo. Al principio iba alguna vez. Me llamaban de la trena para que fuera, los servicios sociales o algo así. La esperaba a la salida y era igualito que en las pelis: ella pasándome su petate y yo abriendo el capó. Estaba hecha una mierda: con unas bolsas debajo de los ojos que daban grima. El último día que fui llevaba una blusa de manga corta y se la veía tan flaca que parecía que le habían metido los brazos en el cocido y se los habían sacado cuando ya no quedaba sustancia. Total, que no volví. Desde que cumplí los quince años la he visto muy poco. Me busqué la vida yo solo, joder. Estaba hasta la polla de sus problemas con las drogas. Y a mi padre lo vi menos aún. ¡Qué familia, joder! ¡La Sagrada Familia! Tendrían que hacerles una iglesia tan grande como la de Gaudí. Aquí este Javier igual se cree que yo también ando en el mundo de las drogas. A la que pueda le digo que ni hablar. La verdad es que, siempre oyendo que él era un nieto tan bueno, había pensado que sería un gilipollas; pero parece un buen tío. Que se portara bien con su abuela no quiere decir que sea por narices un gilí. Yo a veces también pensaba que tenía que ir a verla, a la pobre; pero luego llegaba el momento y me entraba una pereza de cojones. Ya sabía lo que iba a pasar y lo que me iba a decir: «¿Comes bien, te vas a la cama a tus horas, andas metido en algo malo?». Y siempre insinuando que la culpa de toda la movida la tenía mi madre. Su hijito no, su hijito cascó por sobredosis de puta casualidad. Dios se lo llevó con Él de tan bueno que era. La borde era mi madre, la drogota, que cazó a mi padre y lo llevó por el mal camino. ¡Anda y que te follen, abuela! Si te has muerto creyendo eso, bien engañada te has ido.
—Tú eres profesor, ¿verdad? Profesor en un colegio de monjas.
—Soy profesor, sí.
¡Menudo elemento, este Iván! A saber qué acudirá a su mente cuando dice «profesor». Debe de ser de los que ven series americanas en la tele. Por la cara tan formal que ha puesto sin duda me imagina con el birrete colocado, el día de la graduación. Aunque ha tenido que estar escolarizado. Quizá era de los violentos que amenazaban al profe de Matemáticas, que pinchaban las ruedas al coche del director. Me mira con cara de alucinado. Tiene los ojos vivos y potentes. Parece un tipo listo después de todo. ¿A qué se dedicará? Puede ser cualquier cosa: monitor de gimnasio, mecánico de coches. No creo que sea vendedor. Tiene porte orgulloso, aspecto de no querer convencer de nada a nadie, de no aceptar por las buenas a quien tiene delante. Haga lo que haga, lo suyo es un papelón existencial: padre muerto por sobredosis, madre en la cárcel. ¿Se sentirá un hombre atormentado? Quizá nunca echa la vista atrás. Ahora voy a tener que decirle que me he quedado en paro. Será la segunda vez que se lo cuente a alguien. La primera fue a Sandra. ¿Me molesta confesarlo? Creo que sí. Antes, cuando no había crisis y todo el mundo tenía trabajo, quedarse parado se tomaba como un incidente sin demasiada importancia. Uno se ponía a pensar en qué haría a continuación: buscar otro empleo, ampliar los estudios, cambiar de actividad. Ahora no, ahora todos sabemos que si pierdes tu trabajo pasas a formar parte de un club del que no se sale con facilidad. Es como declarar que padeces una enfermedad incurable. Es como reconocer que eres otro de los imbéciles que no han sabido superar los malos tiempos, esos de los que solo salen indemnes los más fuertes, los más listos, los mejores. Pero a Iván no voy a decirle nada de eso, porque dejará de verme como a un honorable profesor, comprenderá que ando montado en la misma realidad que él. He decidido que Iván me cae bien. Es divertido oírlo hablar.
—¿Te han echado las monjas? ¡Joder, tío, vaya tela!
¡Un profesor y lo echan! ¡A la puta calle! ¿Cómo van a respetar los chavales a sus maestros si ven que pueden largarlos sin más? Pero ahora es que están echando a todo el mundo: médicos, abogados…, ya no sirve de nada tener estudios. A este van y lo ponen de patas en la calle las monjas. ¡Ya decía yo que este tío me cae bien! Y es que no trago a monjas ni a curas. Al principio no conocía a ninguno, porque en mi casa no iban a misa ni nada de eso. Pero cuando mi madre ya andaba enganchada a las drogas, le dijeron que fuera a la parroquia porque había un cura joven que era muy enrollado y la podía ayudar. Yo aún era pequeño, pero a veces me tocaba acompañarla, otras veces iba mi padre también. Era para que, estando con toda la familia, se desenganchara más fácil y empezara a llevar una vida normal. Creo que mi padre dejó de ir enseguida, pero yo seguí, y me daba una vergüenza del carajo estar allí diciendo chorradas con otros críos, sabiendo que todos estaban por lo mismo que yo. El cura enrollado me miraba como si le diera mucha pena, como si fuera un corderito al que llevaran al matadero: «¡Pobrecito nene, que su mamá es drogota! Gracias a Dios que ha pedido ayuda a Dios y ha venido a la casa de Dios y aquí todo dios va a estar de puta madre!». Menos mal que mi madre se había apuntado a aquella vaina solo con la idea de sacarle al enrollado los cuartos. Y algo le sacó, lo justo para comprar farlopa dos meses más. Después no volvió. Pero yo a los curas ya los tenía retratados, y ahora este Javier me cuenta lo de las monjas, que deben de ser igual pero en tías, o sea, peor. Este chaval es un buen tío. Voy a ver si puedo echarle una mano, joder, aunque solo sea por los coñazos que le haya aguantado a mi abuela alguna que otra vez: «¿Comes bien, duermes bien, andas metido en algo malo?». Yo a este tío lo ayudo. Me cae bien.
—Oye, Javier, tío, ¿por qué no me pasas tu número de móvil? ¿Tienes WhatsApp, estás en Facebook? De vez en cuando podemos darnos un toque y tomar una birra, ¿no? ¿Qué haces? Guarda tu dinero, tío. Te invito yo. ¡Solo faltaría eso, joder!
Ya se ha enterado todo el mundo de que me separo, y todo el mundo sabe por qué. No he comentado nada salvo a mis amigos más cercanos, pero da igual, la gente está informada. Voy a la empresa a trabajar y me miran de un modo extraño. Se sienten violentos delante de mí. Algunos se ven obligados a hacer un comentario. Si David no hubiera sido el abogado de la empresa guardarían silencio, fingirían. Pero así resulta demasiado obvio, y los que tratan conmigo diariamente creen que están en la obligación de soltarme alguna frase de condolencia. Es divertido, porque no encuentran la manera de hacerlo, ni por dónde empezar. He pensado incluso en redactar una nota como hacen los famosos en sus blogs: «Por diferencias irreconciliables y después de muchos años de felicidad y fructífera convivencia, no tengo más remedio que anunciar el final de nuestro matrimonio. A pesar de ello, seguiremos siendo amigos». Luego desestimé la idea porque no soy famosa, y por tanto, no tengo que dar explicaciones a nadie. No me importa lo que piensen. He llamado a mi despacho al encargado de personal y le he anunciado que David causa baja en la empresa. Su cara traslucía la lucha entre la discreción y la curiosidad. «Voluntariamente», he añadido. El hijo de puta de Javier me ha puesto en una situación difícil. Estaría muy bien contarles a todos que me deja por otra; pero ¿cómo hacerlo?, ¿en plan doliente y victimista, llena de ira, intentando ser graciosa, irónica y comprensiva: «Ya se sabe que a cierta edad los hombres necesitan que una chica joven les diga lo maravillosos que son»? Ninguna de esas fórmulas me gusta, aunque quedarse callada puede ser peor. No quiero que nadie crea que mi dolor es tan grande que intento ocultar lo ocurrido.
La reacción de las parejas de amigos con las que salíamos habitualmente ha sido cautelosa. Hemos visto separarse a muchos durante los últimos años. ¿Qué hacíamos entonces los que permanecíamos unidos? Hago memoria y lo que recuerdo es una única y reiterada obra teatral. Lo de menos eran las circunstancias de la pareja en cuestión, la representación se repetía siempre igual: primero, solidaridad con el más afrentado o débil, si lo había. Después, demostración de equidad: «No tomaré partido por ninguno de los dos». En tercer lugar nos relajábamos y empezaba un cotilleo sin fin sobre los recién separados. Que los demás se separasen te hacía sentirte bien muy en el fondo. Los que continuábamos casados reforzábamos nuestros vínculos con el mundo de la gente feliz. Siempre había bromas: «No creáis, cualquier día envío a este señor/señora a hacer puñetas. ¡Hasta la coronilla me tiene!». Empujoncitos en el hombro, besos robados, protestas, risas. Todos estábamos orgullosos de seguir en la brecha. Que nuestros matrimonios duraran mientras otros se rompían no solo denotaba amor conyugal a prueba de desgaste, sino también estabilidad emocional, madurez, inteligencia, responsabilidad.
No recuerdo bien sobre qué versaban los cotilleos, pero eran parecidos de una separación a otra. Cuando intervenían «terceras personas», como en mi caso, los comentarios eran más divertidos; pero había un muestrario para cada ocasión: uniones demasiado largas que provenían de un casamiento con el primer novio/novia, problemas económicos, cansancio a causa de la convivencia…, imposible ser demasiado original, porque los contratos matrimoniales no admiten variaciones excesivas, vienen siendo iguales a sí mismos desde el Paleolítico. En compensación, no éramos demasiado vulgares en nuestros chismes. Glosábamos la psicología de los separados, salían a colación detalles significativos que alguien había presenciado y que ya presagiaban un final abrupto. Señalábamos el modo equivocado de hacer las cosas, por parte de uno de los cónyuges o de los dos. No se trataba de una cháchara de café, nadie decía horteradas ni se excedía en las críticas. Solo cuando el tema parecía agotado podía surgir alguna broma subida de tono, sin mala intención. Pero el tema no se agotaba con facilidad. En cada salida de fin de semana volvía a surgir. Un solo divorcio podía dar para meses, incluso un año si contaba con algún componente más excitante de lo normal.
Pues bien, ahora todos esos chismorreos civilizados tratarán sobre mí, sobre David, sobre los largos años de nuestro matrimonio. Seguro que salen a colación los fallos que ambos hemos cometido como pareja. Seguro que los diagnósticos serán certeros, incluso los tratamientos que hubiéramos podido aplicar para seguir juntos. Demasiado tarde. Desde que David y yo nos separamos he salido con el grupo de amigos un par de veces, a cenar en el restaurante del club. No pienso hacerlo más. Me aburre el disimulo que se fuerzan a emplear, las conversaciones falsamente neutras, la comprensión y deferencia que me demuestran. Imagino lo que dirán cuando no esté presente. Me fastidia comprobar que soy como todos, igual de corriente. Eso es algo que nunca le perdonaré a David, que me haya convertido en una abandonada más, como hay miles.
He salido otras veces solo con mujeres. Una a una, esas amigas me han resultado más soportables. Se esfuerzan menos en la hipocresía. Las casadas me cuentan cosas negativas de sus vidas, para compensar: problemas con el marido o los hijos que quizá exageran para crear un vínculo solidario conmigo. Las divorciadas me dan consejos: cómo aguantar el primer chaparrón, de qué modo afrontar la soledad. Todas afirman estar encantadas de haberse librado en su día del esposo. Todas disfrutan como locas de su nueva independencia, de su libertad, de no tener que rendir cuentas a nadie. Nunca les pregunto cómo consiguieron esas vidas tan fastuosas porque sé que lo tomarían a mal. Supongo que en realidad viven como todo el mundo, haciendo lo que pueden y pasando los días. Si la felicidad femenina consistiera en casarse y después divorciarse para así comprender y valorar la libertad, todas las mujeres lo harían, pero no es así. De las que se divorcian, quien más quien menos ha tenido que replantearse temas económicos. Las que tienen hijos se las han visto y deseado para suplir roles, para doblarlos. Incluso las que han sido promotoras de sus rupturas se han topado con problemas que nunca antes habían tenido que encarar. De modo que calma, no me cuentes que eres la mujer más feliz del mundo, querida amiga, porque tengo más de cuarenta años y no te voy a creer.
¿Cómo me siento, cómo estoy, cómo lo llevo después del abandono? No lo sé. Me gusta acostarme sola por la noche. La cama que habíamos compartido durante tantos años ahora es solo para mí. Me coloco en diagonal, abro los brazos en cruz. Estoy cómoda. Puedo encender la lamparilla a media noche, poner la radio sin miedo a molestar. Acostarme sola me proporciona paz. Despertarme sola por la mañana es peor. Abro los ojos y noto un encogimiento en el pecho. Pienso en las acciones que voy a hacer a continuación: levantarme, tomar una ducha, preparar café, escoger la ropa, vestirme. Siento una desazón incomprensible, una enorme pereza. Me quedaría entre las sábanas un rato más. Ya he llegado tarde a la oficina tres veces.
¿Echo de menos a David, a la persona de David, a él con su carácter, con su modo de hablar, de caminar, de mirar? Creo que no. Experimento una cierta nostalgia por tener a alguien al lado, sin más. Hay un espacio que noto vacío; supongo que eso es la soledad. A mí David no me molestaba, hubiera podido seguir casada con él toda la vida. A pesar de trabajar en la misma empresa nos veíamos poco. Teníamos horarios diferentes. Yo cenaba y él no. Yo veía la tele y él se enfrascaba en el ordenador. Yo me iba pronto a dormir y él se quedaba leyendo un rato. Los fines de semana íbamos al club, pero él jugaba al golf y yo al tenis. Cenábamos en el restaurante con el grupo de amigos, nunca solos los dos. En vacaciones visitábamos algún país extranjero, brevemente. Luego, la casa de verano: él al golf y yo al tenis, natación para ambos. No dábamos románticos paseos por el campo ni organizábamos veladas íntimas, solos frente a las velas. Ninguno de los dos parecía añorar esas cosas. Al principio de nuestro matrimonio hacíamos el amor con frecuencia. Más tarde, él seguía teniendo ganas y yo no; los encuentros se fueron espaciando hasta llegar a desaparecer. A mí me parecía normal. Nunca he sido una mujer muy fogosa. Nunca me había acostado con nadie, antes de David. Ni siquiera cuando estudiaba Económicas en la universidad me interesó el sexo. Nunca me sentí atraída por nadie. Soy fría, lo sé. Un psicoanalista me diría que el motivo es haber crecido sin madre. Una estupidez. Hubiera podido continuar casada con David toda la eternidad.
Papá me decía siempre: «Lo importante es contar con un proyecto de futuro. Nosotros somos privilegiados porque tenemos la empresa, y esa es una buena razón para vivir». ¡Pobre papá! Morir a los setenta años es absurdo hoy en día. Hay gente que llega tranquilamente a los cien. ¿Por qué tuvo que tocarle a él? Ahora la empresa va cada vez peor, menguan los pedidos, hay impagados… Si él estuviera a mi lado me diría qué hacer. Mi proyecto de futuro se oxida poco a poco y encima me he convertido en una abandonada, como hay miles. Creo que estoy empezando a odiar a David. Dudo de que pueda perdonarlo. Con su abandono me ha dejado en la trinchera sin munición, sin ganas de disparar. Largándose con su jovencita traductora simultánea me ha colocado en una posición incómoda, y si hay algo que deteste con todas mis fuerzas es la incomodidad. Nunca hago cola en ninguna parte. Tomo un taxi en vez de coger mi coche para no tener que aparcar. No he cambiado de criada en años porque no hubiera podido soportar tener que explicarle a la nueva cómo quiero que haga las cosas. La incomodidad es, además, una pérdida de tiempo, y yo he perdido muchos años junto a David.
¿Quién podía pensar que me afectaría tanto ser un desempleado oficial contabilizado en las listas del paro? Pero así es; llevo cuatro meses sin trabajo y no he conseguido crear una rutina de vida que me sirva para ir tirando. El estado de alerta que experimenté al poco de ser despedido ya ha desaparecido. Entonces pensaba que estaba en tránsito hacia otra cosa: debía darme prisa en buscar un nuevo colegio. Visité centros educativos, envié currículos, colgué mi perfil profesional en Linkedin, me mantuve al tanto de todas las posibilidades. Sin embargo, mientras iba desarrollando aquella actividad frenética, me daba cuenta de que no había nada para mí. Aquel cambio iba a ser lento. Empecé a considerar el largo plazo. Compré el temario de oposiciones a profesor de instituto, pero no me apetecía estudiar. ¿Para qué prepararme?, ¿para cuándo? Por primera vez en mi vida me planteé seriamente si tengo vocación de profesor. ¿La tengo? Estudié Literatura porque me gusta leer, analizar los libros, descubrir escritores desconocidos para mí, revisitar los clásicos de cualquier nacionalidad. La enseñanza parece ser la única aplicación práctica de mi carrera. He pensado buscar en otros campos: el mundo de la edición, las revistas literarias, las escuelas que enseñan a escribir. Pero se necesitan contactos en esos ambientes, y yo no los tengo. Fui uno de esos románticos que escogen sus estudios por gusto y afinidad espiritual, no para ganarse la vida. Debo contarme entre los últimos imbéciles que quedan.
Esta situación es jodida. Que un parado se sienta un poco inútil me parece normal; lo malo es que se está desmontando la imagen que tenía de mí mismo. Me veía como un tío moderno, progresista, un tipo solidario, ecologista, alguien capaz de vivir con mujeres en régimen de total igualdad. Los tópicos del hombre español no me afectaban. Ahora voy descubriéndome como un sujeto mucho más limitado. Por las mañanas, cuando Sandra se va a trabajar, me quedo en casa leyendo. Luego me ocupo de la limpieza, pongo la lavadora, tiendo la ropa en el patio de luces. Me fastidia que las vecinas me vean haciendo las tareas domésticas. Desde la cocina oigo las televisiones, la cháchara interminable de la radio. En el quinto vive un parado de larga duración, uno de esos que ya no se reenganchará al mundo laboral. Es una especie de friki que mantiene un blog sobre música como única actividad. Cuando me lo encuentro en el ascensor me informa acerca de los grupos que actúan en la ciudad, las últimas canciones que ha bajado de la red. Antes me hacía gracia, ahora lo evito. No quiero pensar que tengo algo que ver con él. Me avergüenzo de estar en casa, me siento como una vieja señora a cargo del hogar. Creí que tenía superados ciertos prejuicios, pero no es así.
A veces, para no sentir la presión del apartamento, me voy al parque a leer. Sentado en un banco al aire libre se está bien. Cuando levanto la vista y miro a mi alrededor veo críos muy pequeños, aún sin escolarizar, viejos de ambos sexos que toman el sol. Hay también niñeras sudamericanas, algún que otro colgado como yo y tres sintecho que se sientan siempre juntos en el mismo lugar: dos son jóvenes, el tercero un poco mayor. Se pasan de mano en mano el indefectible cartón de vino, aunque nunca beben demasiado. Van abrigados con capas de harapos aunque haga calor. Están sucios. Suelen mantener una animada conversación que no llego a captar. Se dan golpes amistosos en la espalda. De repente, uno de ellos se levanta como si estuviera enfadado, da una vuelta sin destino y regresa a su lugar, ya calmado. A veces, el mayor se arranca en toses violentas y teatrales como si fuera a morir; luego se ríe. No entiendo su lógica, son hombres extraños. Tras un rato de observación me doy cuenta de que estoy distraído, de que he dejado de leer. Entonces me levanto y me voy porque aquel ambiente me deprime.
Sigo viendo a mis amigos, claro está; pero cada uno tiene la cabeza en sus cosas. Alguno ha perdido el trabajo también. Hay quien ha encontrado uno nuevo, hay quien no. Los hay incluso que se han acostumbrado a vivir sin dar ni golpe y dicen estar en la gloria. Dos han emigrado a Chile. Raúl, compañero de la facultad, sobrevive haciendo trabajillos temporales, chapuzas aquí y allá. Se ha reciclado en fontanero, no está mal. El otro día comimos juntos una pizza y me confesó que se encuentra satisfecho. «Lo importante es no estar de brazos cruzados, tío. Créeme que no podía soportarlo más», me dijo. Se nota que sabe de qué va la cuestión.
La convivencia con Sandra se ha hecho más difícil. Llevamos cinco años viviendo juntos y nunca nos había ido peor. Ella asegura que todo se debe a que yo creo mal ambiente, y supongo que lleva razón. Dice que siempre estoy tenso, malhumorado, que salto sin venir a cuento por cualquier bobada, como si me hubiera ofendido gravemente. Dice que nunca me había visto así, que no soy yo. Tiene suerte de saber eso, yo no sé ya quién era y quién soy. Ella tampoco se comporta con naturalidad, no vayamos a exagerar la autocrítica. Nunca me comenta nada de su trabajo cuando antes lo hacía con frecuencia. Imagino que no quiere hacer patente que ella trabaje y yo no. Me trata como a un enfermo terminal frente al que no pueden mencionarse planes de futuro. Pero no todo son contemplaciones. Al mismo tiempo que se muestra cautelosa sobre el trabajo, no tiene empacho en pegarme broncas cuando me olvido de hacer algún recado, cuando plancho mal la ropa o hay manchas en el suelo de la cocina. Eso me repatea, me revuelvo contra ella y empezamos a discutir. Me echa en cara tener resabios machistas, se pone en plan víctima y acaba contestando: «No te preocupes, ya lo haré yo. Yo lo haré todo cuando vuelva de trabajar». Discusiones absurdas, pero agrias. ¡Resabios machistas! Es inútil hacerle comprender que las labores de la casa son un coñazo reiterativo y árido, seas hombre o mujer. Después de la discusión no tardamos en reconciliarnos y hacer el amor. Pero estoy preocupado, porque estas escenas se van convirtiendo en costumbre.
Me ha llamado un par de veces Iván, el loco del nieto de la señora Juana. Quería que tomáramos una cerveza, que charláramos un rato. Me pregunto qué quiere en el fondo de mí. No creo que se sienta aún en deuda por lo del entierro de su abuela. En cualquier caso me lo he quitado de encima como he podido, no tengo ánimos para ampliar mi mundo social.
Hemos tenido que echar a la calle a cuarenta trabajadores, fundamentalmente personal de fábrica y comerciales. Lo lamento en el alma por ellos, pero el objetivo de una empresa no es ejercer la caridad. Me había resistido, pero los números ya no dan más de sí. Aunque tengo serias dudas sobre el futuro, por muchas medidas drásticas que lleguemos a tomar. Todo ha dado un vuelco vertiginoso. Hace tan solo un par de años nadie hubiera pensado que la economía del país se hundiría de un modo tan radical. Mi único consuelo es que mi padre no haya alcanzado a verlo. Quizá la única razón por la que me fastidiaba no haber tenido hijos era que la empresa se quedara sin continuidad familiar. ¡Qué ingenuidad!
David quiso tener hijos desde el principio. Yo no. Me parecía que estábamos bien como estábamos: en atareada soledad. La paternidad eran ganas de complicarse la vida. Finalmente, cuando llevábamos un tiempo de casados, accedí. Si eso era lo que hacía todo el mundo… Luego resultó que no me quedaba embarazada. Fuimos al médico y la responsable resulté ser yo. Me atiborraron a pastillas sin ningún éxito. A partir de ahí los tratamientos se complicaban, y me negué a seguirlos. No quería que cometieran todo tipo de tropelías con mi cuerpo. Me planté, y estaba muy segura de lo que hacía. Hoy lo hubiera hecho exactamente igual. Legaré mi cadáver a la ciencia, pero no me apetece que experimenten conmigo en vivo, como si fuera un cobaya o un ratón.
David no insistió, pero un mes después de haber tomado la decisión de abandonar cualquier terapia, me preguntó con cara de circunstancias: «¿Quieres que adoptemos, Irene? A mí no me importa si es eso lo que deseas». Me quedé asombrada. ¿Cómo, cuándo y por qué habían cambiado las tornas de aquella manera? No había sido yo la promotora de todo aquel lío de la concepción, y ahora mi marido me hablaba como si pudiera sentirme tremendamente frustrada, como si debiera renunciar a la ilusión de mi vida. «¿Adoptar? ¡Ni lo sueñes!», le respondí. No estaba dispuesta a pasar por la experiencia de adoptar a un niño que te sale con un soplo en el corazón, con una asquerosa enfermedad hereditaria, el hijo de un alcohólico, de una puta, todos con más taras que un coche de cuarta mano. O largarse a China para sacar a una niña del orfanato. He visto esas adopciones en parejas de amigos. Cuarentones a quienes les entra el furor paternal porque el reloj biológico de ella señala la hora del peligro definitivo. ¡Por Dios, hasta la expresión reloj biológico es ridícula! Se meten en un proceso que resulta un auténtico vía crucis: viajes al país, esperas, papeleos, dinero, mucho dinero. ¡Hasta exámenes tienes que pasar, exámenes para comprobar tu competencia como progenitor! Investigan tu vida, hurgan en tu intimidad, se meten en tus cuentas de banco… ¡Un horror! Y todo a pesar de que estás dispuesto a cargar con críos ajenos de países que están en el quinto infierno.
«¿Estás segura?», quiso remachar David. Creo que ni le contesté. Supongo que ahora tendrá uno o dos bebés con la traductora simultánea. Niños deseados por ella, que es joven, y aceptados por él, que está enamorado. Aunque, por muy enamorado que esté, maldita la gracia que debe de hacerle en su fuero interno. Ya se sabe lo que es eso: biberones, pañales, canguros si quieres salir…, y adiós al golf y al sereno whisky de media tarde. La casa llena de gorjeos infantiles y de olor a leche agria. Me resisto a pensar que será feliz, es tan egoísta y comodón como yo. Siempre he pensado que cuando haces algo por alguien esperas recibir alguna compensación. ¿De qué manera se sentirá compensado mi querido exesposo viendo sus días invadidos de babas, de pipí, de dientes que salen y de llantos a media noche? Igual estoy equivocada, igual le entra un ramalazo de trascendencia y quiere ver materializados los frutos de su nuevo amor. A lo mejor empieza a compartir el deseo masculino de dejar descendencia, una estela tras de sí, un apellido que siga vivo. Quizá quiera formar una familia de verdad, sentarse a la cabecera de la mesa y bendecirla antes de comer. Es un hombre tan estúpido que no me extrañaría.
Mis amigos adoptantes de hijos, parejas encantadoras, también se han unido al grupo que me ofrece «cualquier cosa que necesite» tras mi separación. Y me han hecho gratas y bienintencionadas profecías: «Ya verás, después de un tiempo todo volverá a la normalidad. Te sentirás bien, más fuerte si cabe, más segura de ti misma». No he vuelto a verlos, no me han llamado por teléfono ni una sola vez. Pensar que «los amigos me han fallado» comportaría que alguna vez tuve fe en ellos, y no es así. Los amigos siempre me han importado de un modo relativo, sirven para cubrir las necesidades sociales: salir a cenar, charlar distendidamente…, poco más. Por eso suelen tener características en común; y no me refiero al carácter o la ideología, sino a cosas muy materiales: compañeros de trabajo, hijos de la misma edad, residencia en el mismo vecindario. Rellenan un espacio de la vida que está libre. Nunca he visto con mis propios ojos ninguna de esas amistades épicas de los hombres ni la intimidad total que dicen que puede darse entre mujeres. ¿Fidelidad hasta la muerte? Ni los perros te la proporcionan.
Me ha llamado en un par de ocasiones Genoveva Bernat. No la había informado de mi separación, pero naturalmente se ha enterado igual. La primera vez me tuvo dos horas colgada del teléfono hasta que le corté pretextando que estaba en la empresa y tenía trabajo. Su verborrea se puede resumir muy fácilmente: «Cualquier día salimos por ahí y tomamos unas copas para celebrar tu libertad. La vida sigue, chica. No te vayas a encerrar en casa como una ermitaña». Bien, por lo menos no se puso trágica. El motivo de su segunda llamada fue invitarme a una fiesta que daba en la terraza de su ático. Le dije que no asistiría. Insistió. Estoy segura de que seguirá insistiendo para que hagamos cosas juntas. Está bastante sola y le viene bien otra mujer sin ataduras y con disponibilidad para salir. De nuevo, las necesidades de la amistad. A Genoveva todo el mundo le ha dado un poco de lado. Es mayor que yo, ronda los cincuenta. En su día montó un buen escándalo porque dejó a su marido para largarse con su entrenador personal, un chaval carne de gimnasio, guapo, joven y cutre. Llegaron a convivir algún tiempo, pero la pasión no tardó mucho en irse al traste. Un día me explicó que el chico decía: «Me se ha ocurrido una idea», calcomonías, y empleaba temática en vez de tema. La ponía de los nervios, claro está. Su familia vivía en un pisito de sesenta metros de un barrio obrero. ¡Ideas de bombero, fugarse con un tipo así! Menos mal que Genoveva tiene dinero de familia y que su ex le pasa una buena pensión cada mes porque no quiere líos ni abogados, ni quedar mal en nuestro círculo social. Cuando el enamoramiento con el gimnasta tocó a su fin, ella se quedó tan pancha. Siempre pensé que quería librarse del marido y encontró la oportunidad con aquel desgraciado. Así no tenía que dar explicaciones excesivas ni pormenorizar sus razones: «Me fugo con un cachas», eso todo el mundo lo entiende, ¿no? Una vez libre se hizo un lifting total y se compró un bonito ático en una zona bien. Es un poco putón, pero dudo de que sea por eso por lo que el grupo de amigos le ha hecho el vacío. Supongo que el motivo verdadero es que se ha convertido en una mujer un tanto vulgar: se viste con ropa demasiado juvenil y se maquilla como el sarcófago de una momia faraónica. Va de tía buena, de disfrutadora de la vida, de pendón desinhibido. De todo dice que es «genial» y «brutal», «ideal» y «fenomenal»; pero no resulta patética porque aún tiene buen tipo, lleva un alto tren de vida y carece de complejos. Lo que piensen de ella los demás no le importa.
Personalmente nunca le había prestado demasiada atención, pero ahora me doy cuenta de que ha sido una mujer valiente que se ha puesto el mundo por montera, y eso me gusta. Casi la admiro. Tiene defectos innegables que cuesta sobrellevar: es charlatana en exceso, incluso pesada. Hace negocios ficticios que nunca se materializan. Recuerdo haberla oído hablar sin fin de una escuela de danza que pensaba montar, dirigida por una vieja gloria. Había planeado hasta la decoración de las salas. Hay que dejar que se explaye. En el fondo tiene su gracia.
Genoveva Bernat, todo un personaje. La próxima vez que me llame le diré que sí, que quiero salir con ella. Mejor todavía, la llamaré yo para proponérselo. Al menos con ella no tendré la sensación de que están juzgándome, compadeciéndome, intentando sacarme información sobre mi ruptura para lanzarse a murmurar cuando ya me haya ido. Incluso hasta igual me divierto en su compañía.
Parece que este tío no estaba por la labor de salir de copas conmigo. Igual ha pensado que quería algo de él. Debe de verme con malos ojos por no haber ido a visitar a mi abuela tanto como él a la suya. Hoy me ha dicho que sí, pero ya es la tercera vez que lo llamaba; aunque lo habría llamado más veces si hubiera hecho falta. No me conoce, no sabe que a mí nadie me da un no por respuesta. A ver si se va enterando de quién soy yo. Claro que la ciudad es grande y él no está en el ambiente. Si estuviera, ya se habría dado cuenta de que soy el puto amo, el gallo del corral, el jodido emperador. Voy a vestirme bien para la cita. La semana pasada me compré siete camisetas de Armani en un outlet, una para cada día de la semana. Me quedan de puta madre: entalladas en la cintura y con los hombros bien apretados, marcando músculo. De microfibra, una pasada. Hoy me pondré una caqui, tejanos Diesel y deportivas Nike, negras. El otro día unas nenas que salían del colegio se pararon a mirarme cuando pasaba. Las cacé con los ojitos en blanco y dándose codazos. Cuando se vieron descubiertas se cascaban de risa, las tías. Mucho uniforme y los pelitos cogidos con diadema pero ya les gusta la carne fresca a las nenas. A ver, como a las fieras del África. Si te enganchan, te pegan un bocado. Ya se les notaban las tetas debajo de la blusa.
Lo he citado a las siete en el Cocoa, para que vea que hay poderío. Estoy casi seguro de que piensa que quiero algo de él. A lo mejor se cree que soy drogota y camello como mi parentela y que pretendo venderle material. A lo mejor me equivoqué en el cementerio y sí que va de algo: de sabio, de profesor, de tío que lee libros a todo meter. Pero es un puto parado, un pringado al que las monjas han puesto en la puta calle. O sea que a mí no me venga con rollos de tío superior porque la conversación va a durar poco: me tomo la cerveza para cumplir y me piro enseguida. Pero ¡quieto, Iván, que te estás acelerando! Mejor paro el carro. A lo mejor no quería quedar conmigo en todo este tiempo solo porque estaba depre.
Mira, ahí viene. Levanto la mano para que vea la mesa en que estoy sentado. Me sonríe, el chaval. Lo dicho: es buen tío. Me da la mano, escoge la silla a mi lado.
—¡Bueno, tío, dichosos los ojos! ¿Cómo va, Javier?
—Pues aquí estoy, ya ves.
Sí, ya veo. Está demacrado el tío, con ojeras y más flaco. Seguro que lo está pasando de pena con el rollo del paro. Tengo un amiguete que lo llevó fatal. El primer año adelgazó siete kilos. Parecía un esqueleto con patas. Se metía unos colocones de la hostia para olvidar. Decía que tenía la autoestima por los suelos. El segundo año andaba más conformado, aunque los colocones se los pegaba igual. Luego he dejado de verlo, seguro que ha acabado hecho una mierda. Y es que la gente se agobia enseguida, no sabe buscarse la vida, se quedan quietos parados esperando que la solución les llueva del cielo. Y no, del cielo no cae ni una gota, que este país es muy seco.
—Y tú ¿qué tal andas, Iván el Terrible?
—¿Por qué terrible?
—Es como llamaban a un personaje histórico.
—¡Ah, vale! ¡Joder, tío, pues empezamos bien! Voy a buscar en internet quién era ese terrible y como no dé la talla te vas a enterar.
Se ríe, pero está desanimado el pobre. Se lo noto aunque sea solo la segunda vez que nos vemos. A ver si le doy un poco de marcha. Él será un sabio que ha ido a la universidad, pero yo soy un psicólogo de la hostia. Calo a la gente a la primera. Una ojeada y ya sé hasta de qué color llevan los gayumbos, o las bragas.
—Yo estoy bien, tío, siempre a flote. Vamos a marcarnos unas birras como manda el Profeta.
—¿Siempre a flote?
—¡Siempre!
Que se entere pronto, que tome nota el profe. Puede haber una crisis del copón pero a mí no me hunde ni el ejército de los putos nazis, todos disparando a la vez. Yo tengo siempre la cabeza fuera del hoyo. Por encima no me pasa ni el aire. Sé por dónde piso. A mí la política y los bancos me la traen floja. Siempre he ido a mi bola, hasta cuando todo el mundo manejaba pasta y parecía que eran los reyes del mambo. Amigos míos, más inútiles que la picha del papa, cobraban un pastón solo por subirse al andamio y darle al ladrillo. Se iban de vacaciones a Cancún, se compraban el Audi o el BMW y bebían vino de marca. En el restaurante a veces lo probaban y le decían al camarero que lo retirara porque estaba un poco pasado. ¡Ya ves tú!, tíos que no habían catado en la vida más que litronas de birraca y peleón en tetrabrik. Yo pensaba: «Vale, tíos, que os vais a caer de la nube de aquí a un rato y os daréis el gran hostión». Y así ha sido, ahora andan todos más hostiados que si hubieran tomado la comunión en masa: el que no está en el paro anda en curros temporales cobrando una mierda. Ahora, ni Cancún ni Canpollas, y al tetrabrik otra vez.
—¿Tú no lo viste venir, Javier, este puto rollo de la crisis?
—Supongo que sí. Pero yo en el colegio ya cobraba un sueldo muy bajo.
Está muy loco, este Iván; pero tiene gracia y, además, lleva razón. Yo no lo veía tan claro como él, quizá porque el andamio, como él dice, me cogía más lejos. Sin embargo, veía que la gente subía su nivel de vida, no su nivel cultural. Los cursos de refuerzo que yo daba en el colegio no estaban considerados como algo necesario. Eran un lujo. La jefa de estudios se había enterado de que en centros de países avanzados se impartían ese tipo de clases. En Francia, en Alemania, ¿y por qué íbamos a privarnos nosotros de lo que tenían las élites europeas? Pero en cuanto el dinero ha dejado de fluir con alegría, los cursos han caído. Nadie creía que sirvieran para algo.
—Las monjas no querían pagar un profe extra.
—¡A las monjas y los curas ni me los nombres! Son todos una panda de mangantes y aprovechados.
Tiene que quedarle muy claro al profe este que yo voy en su mismo barco, que soy de los suyos aunque no haya estudiado. Pero mira cómo es la vida, a él lo han apeado y yo sigo montado en el tren. Se ríe cuando hablo, se descojona, me encuentra gracioso. Eso está bien.
—¿Sabes que llevo flores a la tumba de mi abuela, Javier? Sí, tío, no te rías, que hablo en serio. En vida no le veía el pelo, pero ahora le deposito, como dicen en la tele, unas coronas de claveles que te cagas. Y no le pongo velas porque en el cementerio está prohibido, no vaya a ser que les prendamos fuego a los muertos cuando no toca. Ya sé que a la pobre abuela eso le aprovecha poco ahora, pero más vale tarde que nunca, ¿no? Tú la conocías poco, pero has de saber que la abuela Juana era muy plasta. Me contaba unas historias de echarse a dormir un rato y que avisara al acabar. ¡La guerra de España, tío, ni más ni menos! Que por culpa del cabrón de Franco comían lentejas todos los días, y pan negro. También historias de cuando se casó, con mi abuelo sería, supongo, que yo no lo vi en la vida. Que si llevaba un vestido blanco y zapatitos forrados de satén, que si el velo era así y asá. ¡La hostia, tío, puntada a puntada me contaba cómo estaba cosido el vestidito de los cojones! Me ponía la cabeza a reventar, como un bombo, tío, de verdad. Pero lo que más me jodía era cuando daba consejos a bulto: «Sé buen chico». ¿Y cómo se es bueno, abuela? Porque hay hijoputas que, aunque quieran, no pueden dejar de serlo. Bueno, tú ya me entiendes, Javier, era un taladro, la abuela; y solo porque se haya muerto no voy a decir lo contrario. Pero yo la quería, ¿eh?, no vayas a interpretarme mal. Lo que pasa es que no comprendo por qué tenemos que estar visitando siempre a la gente que queremos. Mi abuela, por más que fuera a verla, no dejaba de ser un taladro y yo nunca era un buen chico, así que si nada había cambiado, ¿para qué tanta visita?, ¿para encontrarse siempre con el mismo plan? ¡Pero, tío!, ¿es que no puedes dejar de reírte? Mira que te estoy contando cosas muy serias.
—Lo sé, lo sé. No me hagas caso, es que me ha dado por reír.
Es sorprendente, este Iván. No tiene un pelo de tonto. Todo lo que dice desprende una cierta ironía divertida, refrescante, crítica al mismo tiempo. Debe de ser uno de esos gatos criados en la calle: listo, rápido, capaz de huir del enemigo o de enfrentarse a él según lo requiera la ocasión. Y por lo poco que sé, podría tratarse de un tipo esquinado, depresivo…, pero no, parece haber sobrevivido sin demasiados traumas. Hace tiempo que no lo pasaba tan bien. Él sabrá cómo lo ha hecho. Siento una gran curiosidad por saber de qué vive, pero me da apuro preguntárselo y él no suelta prenda. Es demasiado pronto, quizá.
—Tengo que irme, Iván. Podríamos quedar otro día para tomarnos otra cerveza…
—¡Pues claro, tío, pues claro que podemos vernos otro día! Yo mismo te llamaré. ¡Ah, pero eso sí que no! ¡Suelta la cuenta! Hoy invito yo.
Le ha cambiado hasta la cara. ¡Pobre tío, debe de estar pasándolo de puta pena!
—¿Genoveva? Soy Irene Sancho. ¿Qué tal estás?
—¡Qué sorpresa, querida! Estoy muy bien, ¿y tú?
¡Mira por dónde aparece esta ahora! No hace falta que lo pregunte, yo ya sé cómo está: más sola que la una, ¿no? Por eso me llama. Todas las veces que yo la he llamado no ha hecho el menor caso. Ni siquiera quiso venir a mi fiesta del otro día. A lo mejor no recuerda que ella había dejado de invitarme a las suyas. Aunque me da igual, no me quita el sueño. Justamente por eso la telefoneé, porque lo que piensen los demás me trae al pairo; por eso y para que supiera que estoy al tanto de su separación. Ha volado el pajarito, ¿no?; pues bienvenida al club de las mujeres independientes. En todas partes cuecen habas, espero que se haya enterado por fin. Irene, la chica perfecta, siempre fría y distante, como si las cosas de este mundo no fueran con ella. La empresaria modelo, la niña de papá, la esposa fiel…, pues mira, mona, te ha cogido el toro como a todo quisque. Es verdad que cuando pasó lo mío no se portó mal. Jamás me hizo un desprecio ni me lanzó una indirecta, como otros. Pero hay actitudes que hablan por sí mismas: el modo en que me miraba, como perdonándome la vida…, y ya ves, por lo menos a mí no me ha dejado el marido por otra, sino que yo lo dejé a él. Supongo que el grupo de amigos le ha vuelto la cara y por eso recurre a mí. Aunque quizá lo único que pasa es que se aburre como una ostra con ellos. Salir con los amigos de cuando estabas casada es un horror. Siempre pareces la viuda, la apestada, como si todo el mundo tuviera lástima de ti. Se nota un montón que la relación no es natural, y cuanto más quieren disimularlo, resulta peor. Conmigo no hicieron eso, claro, porque yo era la mala, la frívola, la puta que planta al marido por un chico joven. Como iban de progres y de civilizados, nadie mencionaba el asunto, pero me trataban desdeñosamente. Seguí yendo durante un tiempo a sus reuniones hasta que corté. Corté porque me dio la gana, estaba hasta las narices de tanto disimulo y tanta miradita y tanto aparentar lo que no es. Y además me aburría, como debe de pasarle ahora a esta. Siempre me habían aburrido, desde el principio: todo tan correcto, tan formal. Aunque no es extraño, a todos los conocí por medio de mi marido, y mi marido era el aburrimiento absoluto. ¡Pobre Adolfo!, decía todo el mundo cuando lo abandoné: que si se portó siempre conmigo como un caballero, que si no tomó represalias ni habló mal de mí, que si sigue pasándome una pensión, que si a estas alturas tendrá que rehacer su vida. Nadie entraba en el fondo del problema. Adolfo es bastante mayor que yo y ha envejecido mal. Un hombre fondón y sin chispa alguna: callado como un muermo, rutinario, poco amante de salir…, repetía el mismo esquema eterno: su trabajo, vuelta a casa y a la cama temprano. Para eso no hace falta tener a una mujer de bandera como siempre he sido yo. Sé que ya no soy una jovencita, pero conservo mi atractivo y me circula la sangre por las venas y me gasto una coña bastante divertida cuando estoy con la gente, que conmigo se ríen mogollón. Nada que ver con mi ex. Por no mencionar las cuestiones de sexo: una vez al mes y rapidito, no se vaya a cansar el señor. ¡Ay, no, por Dios!; para llevar ese plan que se busque una cuidadora, una monja benedictina, o que se meta él a monje.
No diré que Adolfo se haya portado mal después de la separación porque no sería cierto, pero si me pasa una pensión es porque le da la gana, que yo no se la pedí. Durante nuestro matrimonio nunca necesité su dinero. Cuando mis padres murieron, mi hermano y yo heredamos un pastón en inmuebles y fincas. Claro que se han ido vendiendo, pero aún queda algo por ahí que, a las malas, podría rematarse. La pensión me viene muy bien, no voy a negarlo, porque así el patrimonio queda preservado para la vejez. Pero necesitar, lo que se dice necesitar, nunca he tenido que pedir nada a nadie. No he nacido debajo de un puente. Es bien cierto que el papá de Irene le dejó una fábrica de sistemas, que siempre queda muy bien, y ella es economista, que queda genial. Yo no quise estudiar porque me parecía un rollo, pero mi padre era el dueño de la mayor empresa de desguaces de España. Aunque eso suena mal para los oídos muy finos, ¿no?, como si hubiera sido una especie de chatarrero. En fin, supongo que esa pandilla de amigos del club lo único que tienen es envidia de mí y por eso me miran por encima del hombro. De todas maneras, he oído decir que la empresa de Irene va fatal con la crisis; así que menos lobos, Caperucita.
—¡Pues claro que sí, mona, tomamos algo en el Manhattan! ¿A qué hora terminas en la fábrica? Perfecto, allí estaré.
Allí está Genoveva. De no haber quedado con ella no sé si la hubiera reconocido. ¡Hace tanto tiempo que no nos veíamos! La encuentro distinta. ¡Va tan arreglada!: vestido negro escotado, americana blanca ligera, zapatos combinados en blanco y negro. Lleva dos pulseras en el mismo brazo: una de ébano, la otra de marfil. Resulta muy sofisticada. Me sonríe. Dos besos. Casi chilla:
—¡Estás guapísima! Más delgada, me parece. Ven, siéntate. Yo, un gin-tonic de Shapphire con tónica Nordic, y la señora…
La veo muy desmejorada: con ojeras, demacrada, seguro que está pasándolo fatal. Debe de ser un mal trago que el marido te deje por otra más joven; aunque hubiera podido imaginárselo. A mí David siempre me pareció bastante interesado. Un abogado muy brillante, muy brillante, pero que enseguida se coloca en la empresa del suegro. Me han dicho que ella lo ha despedido. ¿Qué hará ahora? Supongo que como ya es un profesional reconocido podrá volar solo. Los tíos son la bomba, siempre a la suya. Ahora que la tengo delante me da hasta pena. Por muchos defectos que tenga, no se merecía esa faena.
—¿Cómo te va, cariño? ¿Qué me cuentas?
—Poca cosa, Genoveva, ya ves.
Poca cosa que ella no sepa ya. Lo único que quizá no sepa es que empiezo a estar harta de ser la pobre abandonada, y si veo que empieza a tratarme con la condescendencia con que lo hacen los demás, este encuentro acabará pronto. Ahora que la veo más de cerca tengo la sensación de que se ha operado de nuevo la cara. Antes, a pesar de su lifting, tenía los ojos rodeados de arrugas finas que han desaparecido. También empezaba a descolgársele la barbilla, lo recuerdo muy bien. No aparenta cincuenta años pero tampoco parece más joven. Ha adquirido un aspecto de fragilidad un poco angustiante, como una muñeca de cristal que pudiera romperse con cualquier movimiento. No se ha quedado en pequeños retoques, debe de haberse operado íntegramente otra vez. ¿Para qué, para seguir siendo seductora? Las mejillas están demasiado tirantes y las cejas demasiado elevadas. ¿Aspira a tener una nueva pareja, la tiene ya y quiere resultarle siempre bella? ¡Qué cansancio! Debe de ser terrible luchar día a día contra la edad. Yo no sería capaz. Voy al gimnasio, procuro no engordar, uso buenas cremas y compro ropa cara, pero la eterna juventud…, ¿para qué?
—¿Ves a los amigos con frecuencia, Irene?
—Bueno, los amigos ya sabes cómo son.
Por supuesto sabe que la he llamado porque estoy dejando atrás la época de los amigos. Si me lo pregunta es porque demanda un pequeño homenaje por mi parte. Quiere que los critique, que le diga que si busco la compañía de la gran Genoveva es porque ella está muy por encima de todos los demás. Es un peaje que debo pagar, no me importa. Me interesa que comprenda que no temo el rechazo social ni las habladurías, que lo único insoportable es ser una single en un mundo de parejas correctas y presuntamente felices. Se lo digo, le digo que ya no aguanto los falsos ofrecimientos de ayuda moral desinteresada. Le digo que no necesito a nadie para seguir en pie: ni me acometen crisis de llanto, ni me devora la soledad, ni tengo tendencia a la depresión. No busco consuelo. No busco compañía. Estoy bien sola. David ya forma parte del pasado. Me abstengo de decirle que tengo una profunda sensación de tiempo perdido, de vida desaprovechada. En vez de eso le digo:
—Me apetece pasarlo bien, Genoveva. He trabajado demasiado, he sido demasiado seria y formal. Ahora tengo ganas de ir a los bares de moda, de decir estupideces, de reírme, de asistir a espectáculos frívolos, hasta de bailar. ¿Entiendes a qué me refiero?
—¡Pues claro que te entiendo, chica! ¿Cómo no voy a entenderte? Te entiendo mejor que nadie, puedes apostar por eso.
Si la cuestión es pasarlo bien que no se preocupe, lo pasaremos fenomenal; sobre todo me ha tranquilizado eso que ha dicho de que no llora. Las lágrimas de esposa abandonada me cargan un montón. Para lo único que quieren salir contigo es para clavarte siempre la misma paliza: que si mi ex ha resultado ser un cabrón, que si nunca me lo hubiera esperado…, un rollo insoportable. La vida es corta, y si te cuentan penas estás perdiendo un tiempo precioso.
—¿Has notado que he vuelto a operarme, Irene? La doctora Martínez Santos, que aparte de ser un amor, es también una eminencia, lo más de lo más. Me ha aplicado una técnica nueva que es una pasada. Resulta que no solo estiran la piel sino también los músculos faciales; y lo más novedoso es que te colocan un entramado de hilos de oro con anclajes estratégicos. Así, cuando la flacidez se reproduce al cabo de un tiempo, estiran de los hilos y ¡zas, para arriba todo!, sin necesidad de otra operación. Una pasada, ya te digo, aunque también te digo que me dolió cantidad. Lo pasé fatal unos días, pero valió la pena, me he quitado diez años de encima. Si quieres te acompaño a ver a la doctora y te haces algo, ¿no? Claro que tú eres más joven que yo, tiempo tendrás.
—La primera vez que te operaste los amigos te criticaron mucho.
—¡Bah, ya lo sé! Ahora voy con otros amigos, ya te lo imaginas. Pero no es como antes: salir siempre en pandillita y siempre al club y a los mismos restaurantes. Ahora soy mucho más libre; a los amigos los veo aquí y allá, quedas un día, al otro no, te los encuentras en los sitios… Somos adultos, no hace falta estar siempre en grupo. Yo hago muchas cosas; en realidad, llevo una actividad frenética: gimnasio, masajista, tratamientos de belleza, voy mucho al cine… Pero no creas que soy tan egoísta que pienso solo en mí. Una vez cada quince días ayudo a servir en un comedor de beneficencia que tienen las monjas en un barrio deprimido. Sorprendida, ¿eh? Ya sé que no me pega nada, pero hay que hacer algo por los demás. En Navidad colaboro en la campaña «Todos los niños con un juguete» y en Pascua participo en grupos que llevan monas y huevos de chocolate a familias sin recursos. Te cuento todo esto por si te apetece apuntarte a esos rollos. A mí me da muchas satisfacciones, aunque reconozco que es algo muy personal, muy de conciencia.
—Lo pensaré.
—Muy bien.
Me escucha con mucha atención, pero no sé qué piensa. Irene siempre ha sido muy cerrada, muy indiferente a todo. Es difícil saber por dónde va, pero me cae bien, nunca me había caído mal. De todas maneras espero que no pretenda que yo sea su maestra de ceremonias. Puedo salir con ella, pero no ser su cangura. Si se pega a mis faldas en plan último recurso me arriesgo a no quitármela de encima. Yo soy un pájaro libre y voy suelta por la vida.
—¡Pues claro que saldremos juntas de vez en cuando! Por mí, encantada. Lo pasaremos fenomenal, no tengas ninguna duda.
—No la tengo.
¡Dios!, si todo lo que puede ofrecerme Genoveva es la dirección de un cirujano plástico y hacer caridades en barrios deprimidos, creo que me he equivocado viniendo a esta cita.
Sandra dice que podría dar clases particulares. No se entera. Es cierto que, hace años, un licenciado en Humanidades podía dar clases particulares de latín. El Latín era una asignatura complicada que se les atragantaba a muchos alumnos. Entonces los papás les ponían un profesor. Pero desde esa época hasta ahora han pasado muchos muchos años. Ahora el latín es un sueño del pasado, del que los jóvenes no han oído ni hablar. Le explico: nadie necesita un profesor privado para que le dé clases de Literatura, nadie. Es algo que se estudia en soledad. Me presenta otras alternativas: puedo ser coordinador de uno de esos grupos de lectura que se forman en las bibliotecas públicas. Es obvio que ha advertido mi creciente desesperación y que se ha informado de las posibilidades de trabajo a las que podría aspirar. Le contesto que el presupuesto para clubes de lectura también ha sido recortado a causa de la crisis. De hecho, muchos se han suprimido, y los que quedan ya tienen coordinador. Me dice que puedo formar mi propio club de lectura, vía internet, y cobrar por ello. Le contesto que eso es una gilipollez. Se enfada. Se enfada porque piensa que tumbo todas sus propuestas sin detenerme siquiera a considerarlas. Supongo que lleva razón, aunque sus propuestas son tan absurdas, tan imposibles de llevar a la práctica, que debería meditarlas un poco antes de abrir la boca. Comprendo que a veces soy duro con ella, comprendo que solo pretende ayudar, pero sería mejor que ella comprendiera que ofrecer una ayuda inútil acaba enervando a quien se la ofreces. Ella se enfada, yo me enervo. Si seguimos así nos vamos a la mierda en cuatro días. ¿Tan cogida con alfileres está nuestra convivencia que al primer problema serio que se presenta revienta por las costuras? ¿Y qué puedo hacer yo para evitarlo: sonreír todo el tiempo para que ella esté tranquila? No me apetece sonreír. No me apetece hacer casi nada. Me he vuelto inactivo justo cuando tengo todo el tiempo libre del mundo. Cuando daba mis clases estaba deseando regresar a casa para ponerme a leer. Ahora ni siquiera puedo concentrarme en la lectura. Me temo que soy un tipo de lo más convencional: necesito el trabajo porque me integra en el mundo. Todas esas historias que hemos oído mil veces y de las que otras mil nos hemos burlado resulta que son verdad. El trabajo dignifica, integra, te procura un lugar social, te hace útil. Supongo que si yo fuera un hombre más inteligente, más profundo en mis pensamientos, con el alma mejor amueblada, no necesitaría figurar en una nómina para sentirme bien, pero incluso el hecho de leer me lleva, pensamiento a pensamiento, hasta el callejón sin salida de siempre: soy inútil a la sociedad, leer no genera beneficios.
He salido un par de veces más con Iván, justo el tiempo de tomar una cerveza y charlar. Le confesé que estaba jodido por el asunto del trabajo y me soltó un discurso genial en su lengua inculta, canalla, divertida:
—El trabajo no es más que una manera de que te llegue la pasta al bolsillo, tío, nada más. ¿Adónde vas con ese rollo de que te da dignidad y te hace más hombre? Ni hablar; lo único que te da dignidad es llevar pasta en el bolsillo. Lo que pasa es que tú eres un malcriado, chaval, que no piensa las cosas como hay que pensarlas. Lo malo, lo jodido, es tener un empleo pero que te paguen una mierda. ¡Ahí sí te puede entrar el complejo de la falta de dignidad y la hostia divina! Y la mayoría de la gente está en ese caso. Se pasan la vida en un curro que les importa tres carajos y a final de mes les pagan una puta mierda que no les llega ni para comprarse calcetos nuevos. Sin dinero en el bolsillo es cuando no tienes dignidad, Javier, se te cierran todas las puertas, te conviertes en un puto esclavo y en un pringado. Todo el mundo te mira por encima del hombro. ¡Eso sí que es un problema, tío, y no la dignidad! Así que no me digas que te sientes inútil a la sociedad. ¿A qué sociedad, tío, a la que deja a la gente en la puta calle? ¡Venga, hombre, no me jodas! Yo no perdería ni una hora de sueño pensando en eso.
Práctico, ecléctico y certero como una ecuación. Aquella hubiera sido mi oportunidad de preguntarle a qué se dedicaba, pero debido al respeto que me infunden los demás, al miedo a ofenderlo o parecer indiscreto, guardé silencio. Hubiera venido a cuento que él me lo dijera por propia iniciativa, pero calló también. Quizá se ganaba la vida en algún negocio ilegal, o quizá, después de su proclama anarcomaterialista, solo era el encargado de un supermercado que se avergonzaba de no seguir las teorías de las que parecía tan convencido. No lo sé, en cualquier caso su compañía me venía bien. Era tan cutre, y al mismo tiempo tan libre, que daba gusto oírlo hablar.
Durante nuestro tercer encuentro en un bar me sorprendió pidiéndome la dirección de mi casa. Titubeé un instante y, al notarlo, casi se ofendió.
—¿Es que no te fías de mí?
Me deshice en explicaciones y disculpas hasta que sonrió.
—Te voy a mandar un regalo que te vas a quedar acojonado —dijo.
Y así fue.
Primera salida recreativa con Genoveva. Ha programado algo que raramente me tienta como actividad: hacer shopping. Suelo comprar mi ropa en tiendas a las que voy desde hace años. Los dueños o los dependientes me conocen, saben lo que me gusta y lo que me sienta bien: Max Mara, Armani, Calvin Klein. Nunca escogería nada de Versace, Dolce Gabbana o cualquier otro diseñador demasiado vistoso o innovador. La discreción me parece crucial. Papá me lo decía: «Un empresario es como un banquero o un político: representa siempre a su empresa frente a la sociedad. Huye de los colores vivos, usa trajes y americanas, un punto masculino siempre viene bien. Y sobre todo, ni estampados de flores ni volantes, tu madre no los hubiera aprobado jamás». Papá era la personificación del sentido común. No volvió a casarse, aunque en su lugar cualquier hombre lo hubiera hecho. Siendo viudo todo fue difícil para él: tuvo que contratar niñeras, preocuparse de mi educación, escoger colegio, universidad…, desde los detalles hasta lo esencial. Siempre se mostró valiente y cuidadoso, pocos hubieran sabido hacerlo mejor. La razón fundamental para no volver a casarse fue lo destrozado que quedó tras la muerte de mi madre. Y una vez superado ese trauma, la razón de su vida fui yo. No quiso imponerme una falsa madre, renunció a tener más hijos, a estar acompañado y a disfrutar del amor. Con dos cosas parecía bastarle para sentirse en plenitud: su empresa y yo. No me di cuenta hasta qué punto se había sacrificado por mí hasta que me hice algo mayor. Aun siendo un hombre equilibrado, sin duda en algún momento añoró la compañía femenina, la alegría de vivir que proporciona una familia amplia y feliz. Cuando tuve edad de comprender, empecé a preocuparme por él, a intentar compensarlo por las carencias que, sin saberlo, yo le había impuesto. Me volqué en la empresa pensando que esa era la manera de demostrarle mi gratitud. Todo iba bien hasta que esta crisis económica desbarató lo que con tanta devoción se había construido. Por fortuna, papá no pudo ver las últimas consecuencias de tanta devastación. ¿Qué debería hacer ahora? Seguir luchando aunque él ya no esté: reflotar el negocio, diversificarlo, intentar una salida para nuestros productos por vía de la exportación…, pero me encuentro cansada, muy cansada. La huida de David, su abandono, han desorganizado por completo mi mente. Eso es lo peor; poco me importa que se haya enamorado de una chica más joven, pero alterar mi trabajo me ha sumido en un hoyo profundo. No contaba con él para la dirección de la empresa, pero estando donde estaba, me aportaba cierta estabilidad. Ahora estoy sola. Me pregunto qué ideas tendría papá para mantener la firma en activo, y no hay respuesta. El cansancio me impide pensar.
Genoveva ha querido sorprenderme. Me ha llevado a cadenas de ropa juvenil superbarata: Zara, Stradivarius, Blanco. Nunca había entrado en uno de esos almacenes, y es genial: música a toda marcha, decoración estridente… ¡Y la ropa! Una ropa espantosa, de mala calidad, como de usar y tirar. Las dependientas se mueven por todos lados con unas pintas increíbles, los ojos tan pintados que les cuesta parpadear. Y las clientas no son mejores; no podía creérmelo: chicas jóvenes vestidas de la manera más vulgar, con tejanos ajustados y tacones, con los pelos teñidos de cualquier color. El follón es endemoniado: todo el mundo lo toca todo, lo cambia de sitio, lo saca de las perchas y lo deja tirado en un rincón. En los probadores no hay puerta, tan solo una cortina que cualquiera puede descorrer desde fuera, encontrándote en ropa interior. Genoveva ha estado muy graciosa, se ha puesto a hacer el ganso imitando a las dependientas, pegando grititos sin ninguna vergüenza. Pero lo más alucinante de todo es que hemos comprado un montón. Geno estaba en su salsa, me ha contado que viene a estos sitios de vez en cuando. La mayoría de las prendas que se lleva se las regala a la asistenta para su hija, pero dice que, a veces, uno de estos trapos mezclado con prendas de marca queda fenomenal. Ha escogido por ejemplo una casaca de tipo militar con botones dorados que la hacía parecer un húsar. Me partía de risa cuando se la ha probado, pero luego resulta que, con la falda negra que llevaba puesta, estaba hasta elegante. Yo me he comprado varios pares de pantalones con el talle tan bajo como el de un biquini. Absurdos. Al final, hemos salido de la tienda con dos paquetones de ropa imposible de lucir; pero lo importante es que hacía tiempo que no me divertía tanto. Luego Genoveva ha propuesto ir a tomar un gin-tonic.
—¿Un gin-tonic a media tarde? Seguro que me dará dolor de cabeza.
—¡Qué va, mujer, qué va! Te sentará de maravilla.
¿Dolor de cabeza? ¡Por favor! Esta Irene no se entera. Siempre me había parecido un poquito monjil, pero es peor de lo que creía. ¿De verdad nunca había entrado en ninguna tienda low cost, ni siquiera en plan divertido? ¿Será posible que se pase la vida metida en la fábrica, trabajando sin parar como si estuviera condenada? Pues sí, por ahí deben de ir los tiros. Está claro que su padre la explotaba. ¡La empresa era sagrada! Y el señor Sancho, un estirado. Lo había visto alguna vez en el club, algún sábado que venía con la hija y el yerno. ¡El yerno!, no te lo pierdas, debió de acabar hasta la coronilla del suegro. Seguro que se corrió una juerga cuando se murió. Le fue muy bien el chollo de casarse con la heredera; pero no sé hasta qué punto sabía que casarse con Irene era hacerlo con la empresa, el apellido, el papá y toda la corte celestial. Pensándolo bien, ha tardado mucho en plantarla. Debía de estar acabando de dejar sus cuestiones económicas atadas y bien atadas. Ahora ha podido volar. Me gustaría ver a la chica con la que se ha largado, pero no creo que la lleve a ninguno de los sitios donde pueda encontrarse con los amigos. La niña no debe de tener ni un céntimo, y debe de estar embobadita con él. Me apostaría cualquier cosa a que David le ha vendido la moto de que ha dejado a su esposa para vivir con ella su eterno amor. ¡Como si ese matrimonio no hubiera estado carcomido desde la tira de tiempo! Pero bueno, ella ha sobrevivido a fin de cuentas. Aquí la tengo muerta de risa por ir a comprarse ropa de colorines. Tampoco comprendo tanta diversión. ¿Es que no veía por la calle cómo van vestidas las churritas? Aunque mejor así, no me importa llevarla conmigo a algunos sitios, tampoco tengo amigas con tanto tiempo libre como yo.
—¿Cuándo vas a estrenar los pantalones de rayas que te has comprado? ¡Son ideales!
—¡Calla, loca! Solo los usaré para andar por casa. ¿Adónde voy yo con una prenda así? Dime, ¿adónde voy?
Fue Sandra la que me dio la carta. La había sacado del buzón al volver de trabajar. Yo no hubiera podido recogerla porque hace una semana que no salgo a la calle. No me apetece, ya sé lo que voy a encontrar y nada contribuiría a que me sintiera mejor. Sandra está muy preocupada, le da la impresión de que quedarme en casa es casi el principio del fin. Para tranquilizarla, le digo que no es una decisión definitiva, sino solo pereza temporal. Mis explicaciones no consiguen que deje de estar inquieta. Bregar con su preocupación empieza a ser más conflictivo que hacerlo con mi estado de ánimo.
Le llamó la atención la caligrafía del sobre, tosca y titubeante, casi tanto como que yo recibiera una carta enviada por correo postal. Por eso me la dio en cuanto llegó. Era de Iván, y contenía un breve texto: «Aquí está mi regalo. Os espero a ti y a tu chica». Junto a este, dos entradas para un espectáculo en la «Sala Diamante. Sábado 12 a las 22. Prohibida la entrada a hombres solos». Sandra dice que el sitio le suena, pero no consigue recordarlo. Entramos en Google y lo que vemos me hace reír a carcajadas. La Sala Diamante es un local de la periferia especializado en estriptis masculino. «Diversión garantizada. Chicos varoniles y bellísimos. Precios especiales para grupos a partir de diez personas.» Sandra recuerda por fin, ríe también.
—Sí, es estriptis dedicado a mujeres que van casi siempre en grupo. Alguna compañera de trabajo me ha contado que no es algo que se pueda tomar muy en serio. Se celebran despedidas de soltera, cumpleaños, divorcios… Creí que era una moda pasajera, me sorprende que el local esté abierto aún. Por cierto, ¿quién es Iván?
Le recuerdo quién es Iván, le digo que me ha llamado varias veces para tomar juntos una cerveza.
—¿Y por qué te ha llamado?
—Supongo que se siente agradecido porque fui al entierro de su abuela. Es un tipo un poco especial. No sé por qué me envía estas entradas. A lo mejor trabaja en la sala como camarero.
—O quizá es uno de los que bailan —dice Sandra divertida.
No había pensado en esa posibilidad, pero no me parece probable. Para actuar en cualquier espectáculo hace falta tener condiciones: moverse al compás de la música, exhibir cierta sofisticación, ser apuesto; y a mí este chico me parece bastante patán, incapaz de resultar insinuante o atractivo. De cualquier modo, mis sospechas se han visto confirmadas: Iván no trabaja en un lugar convencional. Ni un taller ni un supermercado, sino en una sala de estriptis. Hombres varoniles. Imagino que su abuela nunca se enteró. El mundo es amplio y hay gente para todo; lo que sucede es que tú no la ves, te mueves solo entre los de tu tribu, tu estrato social.
—¿Vamos a ir al espectáculo?
Una pregunta tan lógica me coge por sorpresa. Ni por un momento me había planteado esa opción. ¿Asistir al estriptis de la Sala Diamante? Miro a Sandra con gesto de sensatez.
—¿Tú crees que debemos ir? ¿Qué pintamos nosotros en un sitio semejante? ¿No dices que todo son grupos de mujeres con ganas de juerga? Una pareja estará fuera de lugar, nos sentiremos desplazados.
—Siempre podemos observar. Será como un experimento sociológico.
Y de paso él saldrá a la calle, por fin. Lleva días negándose a hacerlo. Cuando ha abierto la carta he visto que se le animaban los ojos y le he oído reír. Su preciosa risa que ya casi había olvidado. El hermano de mi amiga María es psicólogo. Tengo que convencerlo para que vaya a su consulta. Estoy segura de que está sufriendo una depresión, aunque se niegue a reconocerlo. Otros se han quedado en el paro y no se lo toman tan a pecho, pero él es muy sensible: la falta de sus padres desde pequeño, su gusto por la soledad… ¡Ojalá pudiera ayudarlo!, pero no se me ocurre cómo. Vayamos, vayamos a ese local de estriptis a reírnos un rato. Yo también lo necesito, estoy consumiéndome en vida de verlo así.
—No imaginaba que estabas interesada en la sociología.
—A lo mejor lo que me apetece es ver a un montón de hombres desnudos contoneándose, con los músculos perfectos y el vientre plano. Creo que estás celoso en el fondo; pero deberíamos ir o tu amigo puede pensar que lo juzgas mal por trabajar en un sitio así.
Me dejé convencer sin poner demasiados inconvenientes porque sentía curiosidad.
Tal y como a Sandra le habían dicho, la sala está repleta de grupos de mujeres. En algunos hay uno o dos hombres aislados. Pocas parejas como nosotros. Un escenario relativamente pequeño y una gran pasarela discurriendo entre las mesas. Poca luz. Todo un tanto destartalado, feo, cutre. Cuelga del techo una gran bola de cristal brillante, tallada en minúsculas facetas. Cabe la posibilidad de que el local sea una antigua boîte de los sesenta reciclada de modo rudimentario. La edad del público es inusualmente variada: crías adolescentes, mujeres maduras, treintañeras. Un ruido notable en el ambiente. Nadie está charlando en voz baja en espera de que empiece la función. La actitud es bullanguera, de chiringuito, de Oktoberfest: carcajadas explosivas, gritos vulgares. Los camareros se mueven afanándose en servir la primera consumición, que va incluida en la entrada; el resto corre a cuenta del bebedor. Me fijo bien en los camareros para ver si alguno de ellos es Iván, pero Iván no sirve copas. Tampoco estaba cortando las entradas en la puerta, ni atendiendo a los clientes de la barra.
Sandra está distraída, curioseando. Debe de haber comenzado su experimento sociológico. Me parece muy guapa esta noche, con un vestido azul que no le conocía y los ojos pintados con esmero. Una voz por megafonía anuncia el comienzo del espectáculo. Se apagan las luces generales mientras focos intensos iluminan el escenario. Aparece un maestro de ceremonias ataviado como el jefe de pista de un circo: americana esmoquin de lentejuelas color fucsia y pantalón negro de raso brillante. Tiene bastantes años, y la voz ronca de un fumador.
—Señoras, señores también, aunque sobre todo señoras: bienvenidos al reino de la alegría y la libertad. Lo que van a ver aquí esta noche no es un espectáculo cualquiera, sino el mejor espectáculo de Europa de este género, en el que, después de una selección muy exigente, actúan los hombres más bellos de la ciudad. Pásenlo bien.
Frente a una presentación tan parca y sobria, los asistentes reaccionan de modo inusual: gritan, aúllan, rugen. Es evidente que no se toman en serio al maestro de ceremonias. Le conminan a que se marche, le dirigen frases groseras a berrido limpio: «¡Que se vea!, ¡lárgate!, ¡llevas demasiada ropa!, ¡queremos carne humana!». La sala se ha convertido en un griterío, en un pandemonio de carcajadas. Sandra me mira, hace gestos de incredulidad, se echa a reír. Yo estoy tan sorprendido que no sé cómo reaccionar. No he asistido a muchas sesiones de estriptis masculino ni femenino en mi vida, pero este inicio no me parece propio de una actuación, sino más bien una gamberrada en la que el público tiene el papel principal. El presentador, que no se ha inmutado, da a conocer el título del primer número. Creo haberle oído decir: «La escuela», pero la barahúnda es tan intensa que puede haber dicho cualquier otra cosa.
Sigue una total oscuridad que consigue acabar con los gritos. Se encienden las luces del escenario en el que, como por arte de magia, alguien ha preparado un aula con una pizarra y seis pupitres pintados de rojo. En cada uno de ellos hay sentado un joven. Todos van vestidos con ridículas batas colegiales y un gran lazo de seda atado al cuello. Los pantaloncitos cortos dejan ver sus piernas desnudas. En escena aparece un profesor con aspecto menos juvenil que los alumnos. Es alto, bien formado, musculoso y va vestido de negro. Se oye música a todo volumen: rítmica, pautada, sugerente. El profesor inicia la danza al compás. Su movimiento sinuoso empieza por la cabeza y se va extendiendo por el torso, los brazos, las caderas, los muslos, los pies. Da la sensación de un gusano que avanzara por el suelo: retrayéndose, extendiéndose. De repente, se para con brusquedad, va hacia el grupo de alumnos sentados y levanta a uno tomándolo por la mano. Lo coloca en el centro del espacio vacío y le pide con gestos que imite su baile. El alumno lo intenta torpemente. El profesor lo corrige, pero, impaciente ya, lo devuelve a su lugar y prueba con otro alumno que tampoco es hábil bailando. Idéntica maniobra se repite hasta tres veces, y en cada ocasión, el público se parte de risa ante los desmañados simulacros de danza erótica de los jóvenes. Cuando el cuarto fracasa también, el maestro sufre un arrebato de desesperación. La música se intensifica, la clase queda en penumbra y un foco recae sobre él. Entonces su baile se torna furioso, desbocado, procaz. Se mueve como si estuviera poseído por un ramalazo de sexualidad, como un animal macho que se dispusiera a acoplarse un instante después. Va quitándose las prendas de vestir una a una y las tira al suelo con rabia. Al final, solo un taparrabos escueto le vela los genitales. Se vuelve de espaldas a la sala y deja ver un culo pequeño, prieto, esculpido músculo a músculo. El fervor del público se desborda. Entonces, como activados por un resorte, los seis alumnos saltan de sus pupitres e imitan la actuación del profesor, esta vez impecablemente. Danzan al unísono, conectados al ritmo, perfectos. Se quitan los pantalones cortos, que vuelan por los aires. Poco después se arrancan de un solo golpe las batas escolares y los seis jóvenes se quedan con un taparrabos idéntico al de su profesor. Sus cuerpos son más delgados que el de aquel, menos definidos por la edad. Tienen complexiones parecidas, alturas similares. Los aplausos atruenan el local, pero ellos no los agradecen ni saludan, sino que se retiran corriendo del escenario a toda velocidad. Se encienden las luces generales, que nos deslumbran tras la semioscuridad. Hay trasiego de camareros, peticiones de bebida, algunos espectadores se levantan y visitan otras mesas. Sandra me mira con la boca abierta, como si estuviera bloqueada por el estupor, pero sonriente.
—¿Has visto eso? Es increíble, ¿verdad? El baile del profesor es impactante, perturbador. No puedo creer que estas cosas estén sucediendo en nuestra ciudad.
Pero pasan, Sandra, ya ves. La gente se busca la vida como puede. Aunque todo esto no tiene nada de sórdido, pienso, no veo los patrones clásicos del estriptis femenino, con los tipos mirando libidinosamente a las bailarinas mientras le arrean sorbitos al vaso de whisky.
Se inicia otra actuación, anunciada por rasgueos de guitarra a la mexicana. Luces concentradas en escena. Entra El Zorro, el mismísimo Zorro de la leyenda, vestido de negro riguroso, sombrero de ala ancha, capa hasta los pies, calzado con botas de espuela. El antifaz no consigue ocultar a mis ojos que se trata de Iván. Hubiera reconocido entre mil su boca plegada, sin sonrisa, marcada por un ligero rictus de desprecio. Me inclino hacia Sandra, le susurro al oído:
—Creo que es él.
Asiente, la curiosidad se redobla en su mirada.
El Zorro empieza un baile de claras notas folclóricas en el que hay zapateado, restallar de látigo y ademán de galopar en un caballo imaginario. El conjunto resulta bastante ridículo, tanto que hay risotadas entre los asistentes. Inesperadamente surge de entre los cortinajes un individuo disfrazado de guardia prerrevolucionario que intenta apresar a El Zorro. Ambos desenfundan sus espadas y ejecutan una coreografía vistosa a modo de esgrima. Golpe y contragolpe, van avanzando por la pasarela que se adentra entre el público. Al verlo en una distancia corta ya no me queda ninguna duda de que es Iván. Levantan polvo con los pies, que permanece flotando en la estela de luz. La lucha se encarniza, hasta que por fin, El Zorro-Iván empieza a quitarle pieza a pieza la ropa al pobre guardia con la punta de su espada. El público, como cada vez que se muestra un centímetro de piel, prorrumpe en alaridos estremecedores, para nada exentos de broma. Cuando todo el uniforme del perseguidor ha caído, estamos ante un cuerpo en taparrabos, algo fofo, con inicio de barriga prominente, pero piernas bien fuertes. Desnudo y humillado, se mira a sí mismo y echa a correr. Esta vez es El Zorro quien lo persigue, creando un griterío enloquecido a su alrededor, hasta que el huido desaparece tras las frondas. La música baja de volumen, abandona los tintes étnicos y se convierte en el típico acompañamiento insinuante del estriptis tradicional. Entonces El Zorro se contonea con gracia y deja caer la capa, la camisa de chorreras, el sombrero de ala ancha, el pantalón. Se queda en tanga negro y botas.
—Tu amigo está buenísimo —dice Sandra riendo.
Y es verdad, Iván tiene cuerpo de atleta, o mejor, está entre el atleta y el bailarín de clásica: brazos largos, trabajados en el gimnasio, vientre plano, gemelos abultados, culo perfecto. Se arranca a caminar por la pasarela, siempre con el antifaz. Las mujeres tienden las manos hacia él, gritan. Él se mueve con calma, impertérrito, se acerca a las enloquecidas chicas, hurta el cuerpo cuando alguna extiende la mano para tocarlo, les hace gestos provocativos, saca y hace revolotear la lengua como Mick Jagger. Viene hacia nosotros y cierra el puño, con el pulgar dirigido hacia arriba. «Nos vemos a la salida», oigo que me dice entre el jolgorio ensordecedor. Le sonrío, le aplaudo. Sigue su deambular triunfal por la tarima y una mujer de mediana edad le mete un billete de veinte euros en el taparrabos. Otras mujeres la imitan y, como por encantamiento, su sexo está de pronto hinchado de billetes de banco. Como si hubiera existido un ensayo previo, las chicas empiezan a berrear: «¡Que se lo quite todo!», y luego a corear: «Todo, todo, todo». El personaje enmascarado hace un ademán imperioso para que pare la música. Se oye un redoble de tambores. El Zorro se yergue, toma aire en el pecho y se arranca el antifaz de la cara. Veo ahora su cara completa, con la misma expresión que le conozco: orgullosa, distante. Todos estamos en suspenso esperando ver cómo desaparece también su taparrabos, pero eso no sucede. Iván se larga corriendo y vuelve la luz ambiental.
—¡Caray con tu amigo, es un auténtico profesional! —exclama Sandra encantada—. ¡Se ha ganado una pasta con ese paseíllo! ¿Y has visto cómo las chicas le metían el dinero hasta bien dentro? ¡Hace falta desfachatez!
Con los intervalos necesarios para que la gente pueda ordenar más consumiciones, se va sucediendo el resto de los números. No difieren mucho unos de otros, si bien a partir de un momento hay un solo bailarín en escena y la intensidad erótica de los bailes va aumentando. El desfile por la pasarela es un punto común. Los ataques de las espectadoras, animadas por el alcohol, menudean ahora. Intentan besar en la boca a los chicos, tocarles el culo. Les meten dinero en los calzoncillos, demorándose; lo cual hace que estallen en risas las amigas acompañantes. Los bailarines rechazan sistemáticamente todo atrevimiento, a veces con visible malhumor y brusquedad. Los únicos grupos que no participan de tanta audacia son los de jovencitas, casi colegialas. Se limitan a chillar cada vez más fuerte, con gritos agudos y extemporáneos. Una de ellas ha vomitado en el suelo. Llega un camarero con un cubo y un mocho. Tengo ganas de irme. Aquello ya está visto, ya no da más de sí, empieza a ser cargante. Sin embargo, sé que debo quedarme. No solo para charlar un rato con Iván, sino porque Sandra se lo está pasando en grande, y quiere conocerlo.
El presentador anuncia el número final, pero cuando acaba su parlamento no abandona el escenario. Se apaga la luz, vuelve a encenderse y ahí sigue él con su absurdo esmoquin de lentejuelas color fucsia. Música sexi. Se mueve al compás, provocando la sorpresa de los espectadores. Tiene casi cincuenta años, no es atractivo. Pienso que se dispone a ejecutar un número cómico, pero no es así. Su danza deviene reiterativa, bamboleante, hipnótica. Es como un viejo orangután que fuera a cubrir a la última hembra de su vida. Se quita la parte superior del traje, que incluye la camisa. Está moreno de rayos UVA. La edad dota a su cuerpo de una cualidad dramática de la que carecían los jóvenes bailarines. La lentitud es su arma erótica principal. No tiene prisa, se demora, se recrea, serpentea, entra en pausado trance. El pantalón desaparece con un solo movimiento. Me recuerda a las estatuas clásicas de centuriones romanos: talle ancho, piernas hercúleas, corpachón. Está tan fundido con su papel que lo vive, apenas actúa. Su rostro va adoptando expresiones extremas: desafío, superioridad, desprecio, placer: «Aquí me tenéis, zorras. Yo puedo haceros gozar de verdad». Los espectadores que se han mofado, que han coreado consignas de pura burla, contienen ahora la respiración. Tiene a la sala en un puño, y lo sabe. Está moviéndose como en un coito despacioso, majestuoso, ritual. Suda, siente gusto, se encuentra en algún lugar privado, tórrido. No se desplaza, no se acerca a la gente, no comete el error de la proximidad. Miro a Sandra de reojo. Está absorta. Yo también lo estoy, aunque a veces siento la absurda necesidad de apartar los ojos, porque me resulta demasiado violento. Se extiende por todos lados el indescriptible olor del sexo.
En el instante final, cuando los compases se han vuelto más pautados, más machacones, indicando la inminencia de un desenlace, el presentador desvía la mano derecha hacia atrás y desabrocha el último resorte: su taparrabos se desploma. Queda a la vista un pene grande que, liberado, se descuelga sobre el muslo interior. Tiene los huevos oscuros, barnizados de una estridente purpurina azul, que les da un brillo extraño. Abre los brazos, en una entrega total. Pienso en el éxtasis de un crucificado, en un sacrificio que se acaba de consumar. Ha cerrado los ojos, los abre de improviso, camina hasta desaparecer. El público de la mofa y el escarnio aplaude ahora con devoción, como si hubiera presenciado el recital de un tenor famoso. Al encenderse las luces reina en el auditorio una clara incomodidad, como sucede en el cine tras la proyección de una película intimista. Los espectadores no se atreven a mirarse unos a otros, envueltos en una extraña sensación de pudor.
Afortunadamente, toca ahora la despedida de todo el elenco, y la salida a escena del conjunto de bailarines impide que el show acabe con un anticlímax tan poco tranquilizador. Los chicos van vestidos con pantalón y jersey negros, elegantes, mundanos, con aspecto normal. Aquí no ha pasado nada y esperamos verlos de nuevo en nuestro local. Son doce, incluido el presentador, que no sé de dónde ha sacado el tiempo para cambiarse.
La masa inicia la retirada entre comentarios apagados. La euforia continuada se ha convertido en cansancio. Solo unos cuantos clientes permanecen en las mesas.
—Sin comentarios —dice Sandra mirándome con ironía.
Música suave y las últimas órdenes: botellas de cava. Debe de ser una especie de tradición entre los habituales. No hemos pedido nada, pero un camarero nos trae una botella.
—De parte de Iván. Me ha dicho que llegará enseguida.
—¡Qué detalle! —exclama Sandra antes de brindar.
Minutos más tarde empiezan a salir algunos de los artistas y van a sentarse a las mesas de los que, obviamente, son sus amigos. Por fin aparece Iván. Trae la misma expresión de siempre. Me levanto, le presento a Sandra.
—Enhorabuena —le dice ella—. Has estado genial. Todos habéis estado muy bien. Me ha encantado.
—Muchas gracias.
Es un show de cojones, tía, ¡qué me vas a decir! No estrenamos en Nueva York porque el jefe no quiere. Peticiones ha tenido, ¿eh?, pero no le apetece complicarse la vida, que si no…, en Broadway, que estaríamos todos en pelota picada. Aunque mejor quedarse en casa, que en América hay mucha competencia y aquí somos nosotros los únicos. Los reyes del puto mambo, ya ves. La sala se llena cada viernes y cada sábado. Durante la semana es solo discoteca. La ciudad es lo que es y no daría para llenar todos los días. Sobre todo vienen grupos de tías, tías a mogollón. Si tuvieran que venir solas no lo harían, les daría corte; pero en grupo se desmandan que no veas. Son la hostia, las tías, te meten mano delante de todo el mundo como si fuera la cosa más natural. Si fuera al revés, un tío que mete mano a una bailarina, se liaría la de dios; entrarían en acción los seguratas, pero nosotros tenemos que aguantar, forma parte del show. ¡Y te dicen unas cosas que te quedas parado!; cosas bastas, arrabaleras: «Ven, que te hago una mamadita». Seguro que en sus casas no hablan así. Y da rabia, la verdad, porque todo lo hacen por el cachondeo y para ir de guais delante de las otras del grupo. Aunque en el fondo me importa un carajo, yo a lo mío y en paz; que el trabajo salga bien es lo primero. He estado ensayando un mes entero el nuevo show antes de estrenarlo. Lo cambiamos todo cada seis meses, para que la gente no se aburra. Así, si vuelven, no se encuentran con todo exactamente igual. Vienen grupos de maduritas, y también muchas despedidas de soltera. Nos dicen antes en qué mesa están y alguno de nosotros pasamos para felicitar a la novia. Entonces somos nosotros los que armamos un poco de coña: «Tócame el muslo, guapa, que cuando estés casada tu marido no te dejará». Chorradas, pero que les encantan. También hay grupos de tías que celebran un divorcio. Con esas hay que andar con cuidado porque están resentidas y pueden soltarte algo desagradable, o tocarte de mala fe. Y luego están las jodidas jovencitas, que son la peor chusma. Crías que no han salido del cascarón. Se cogen unas trompas de cojones porque no saben beber y además, siempre piden lo más barato de la carta: cerveza o vino. Unas trompas de cojones. Hoy sin ir más lejos, una ha vomitado en la sala. Pero algunas veces hemos tenido que llamar a urgencias por el coma etílico y tal. Si se dejaran mucha pasta, pues bien está, pero nunca te meten ni un billete en el gayumbo. Mariano, el jefe, dice que dan animación y se ve gente joven en el público, que también conviene.
—¿Te resulta rentable el trabajo? —le pregunto.
—¡Hombre, tío, qué te voy a decir!
Vaya pregunta que me hace el profesor. Si hubiera show todos los días la cosa estaría aseada y bien, pero solo con los fines de semana te vas sacando un jornal, aunque no da para comprarse un Porsche. Y los billetitos de los gayumbos los compartimos con el compañero de número. El que hace de guardia conmigo no se queda al final, así que yo le doy la mitad de lo que he sacado. Los que salen mejor parados son los que actúan solos. Son los más antiguos en la casa y los que saben más. Yo aún no he llegado a ese nivel. De todas maneras, con la crisis de los cojones, cada vez se recauda menos. Hace solo un par de años que estoy en este rollo, pero los más viejos dicen que hace cuatro o cinco les metían en el taparrabos un montón de billetes de cincuenta. Ahora ni hablar. Lo más normal son billetes de veinte, pero a veces me han colado de cinco nada más.
—Pero no me decís si os ha gustado.
—Ha sido una pasada —dice Sandra—. Sobre todo el presentador.
—Mariano es un crack.
Un crack y un bestia parda, el mejor. Es el dueño del negocio, el más listo, el que se lleva la pasta. No tengo nada contra él, que conste. El tío es un cerebro. Él solito lo monta todo: tiene las ideas para los números, contrata a los tíos que actuamos, lleva las cuentas y se ocupó de alquilar el local, de la decoración… Él corre los riesgos, ¡qué coño! Además se porta bien. Paga a tocateja y nada mal para lo que hay por ahí. De las propinas no quiere porcentaje, todo para nosotros.
—Su número es espléndido —comento.
—Sí que lo es.
Siempre deja a todo el mundo con la boca abierta porque durante el espectáculo parece el más desgraciado y nadie le hace ni puto caso, y al final…, al final se destapa, el cabrón, y cómo. Tiene vocación. Con lo que gana con el show y después con la discoteca toda la semana ya tendría para vivir más que bien, pero le gusta actuar. Se mueve que te deja de piedra. Pone a las tías a mil, en plan chulo, como diciendo: «¿Queréis que os folle, nenas, es eso lo que queréis? Pues yo os voy a follar a tope, a saco». Las tías se ponen cachondas, se nota. Es el mejor. Aprendió en Estados Unidos. Allí participaba en un montón de shows. Hacía de macho latino con más gracia que nadie, y eso que tenía la competencia de los mexicanos y los colombianos, pero triunfó. Hasta se casó con una americana. Luego se separaron y se vino a España otra vez. También se hizo más viejo, claro, que la edad no perdona. Ahora aún tiene buen cuerpo, pero si no fuera su propio show, seguramente se lo hubieran quitado de en medio. Es un tío listo que además te da buenos consejos. Siempre nos dice: «Pensad en el futuro, muchachos, que esto del estriptis es flor de un día, y a la que os descuidéis se os ha aflojado la tripa, os ha nacido una calva y se acabó. Os darán con la puerta en las narices. Yo lo haría también, que el negocio es el negocio y las tías quieren carne fresca, que para desgracias humanas ya tienen al marido en casa. Quien paga, manda; así que no creáis que esto es para toda la vida. Ni haciendo abdominales por un tubo os vais a salvar. Ahorrad, o buscaos otro curro antes de que sea demasiado tarde, o montad un chiringo propio o casaos con una rica». Así es Mariano, un puto crack.
—¿Pagar, qué vas a pagar, Javier? Aquí os invito yo. Métete la cartera en el bolsillo, a ver si me voy a cabrear. Ha sido un placer, tíos, de verdad.
Mientras regresamos a casa Sandra me mira, seria de pronto.
—No me puedo creer que tú seas amigo de ese tipo.
—¿Por qué?
—Es machista a rabiar.
—¡Venga, Sandra, no me jodas! Es machista, sí. Machista como un tío criado en la calle, como lo que es. ¿Qué esperabas, a Nureyev después de bailar El lago de los cisnes?
¡Por Dios, parece que no se entere! Madre enchironada por droga, padre muerto de sobredosis, criado en centros de acogida, o con la abuela, buscándose la vida como podía. ¡Machista!
—No ha robado, no ha matado…, ha encontrado la manera de ganarse un dinero en ese club. Tiene mérito. Dichoso él, yo no he encontrado aún la manera de mantenerme.
—No te estoy diciendo que sea mala persona. Solo me choca la manera en que habla de las mujeres. ¿Qué tiene que ver contigo un tipo así?
—Yo también soy un pringado, no te olvides, un pringado peor que él.
Sandra es un poco más joven que yo, pero parece que se haya quedado anclada en el pasado. No se da cuenta de cómo han cambiado las cosas, de que nunca volverán a ser igual. Piensa que se reimplantará el orden de siempre: trabajo, familia y un puesto en la sociedad. Su catecismo es invariable: no hay que ser machista, ni racista, ni clasista. Hay que practicar la solidaridad. A ella no le ha mordido la fiera de la crisis. Cobra un sueldo cada mes, vive tranquila, va a comer con sus padres los domingos…, piensa que mi situación de parado es temporal. No se entera, no advierte que la fiesta se ha acabado; o bien cierra los ojos para no ver la realidad, pero la realidad está ahí. Da lo mismo que tengas estudios o no. Ya no hay nada mejor o peor. El modelo está muerto y enterrado, pero no existe ningún otro en el que puedas ampararte. Buscarse la vida, esa es la opción. No hay caminos. No hay destinos. Campo abierto. Alguien nos engañó, algún pastor nos llevó hasta el borde del acantilado y luego desapareció. Si te precipitas por él es culpa tuya. No hay más.
—¡Ya está bien, Javier, es suficiente! No puedes ponerte como una furia por cualquier pequeño comentario que no te guste. Me he equivocado, mil perdones. Iván es encantador, un gentleman, un príncipe, un diplomático de carrera. ¿Está mejor así?
Veremos hasta cuándo puedo soportar ese humor de perros que se le ha instalado a perpetuidad. Cualquier cosa lo incomoda, cualquier gilipollez hace que se suba por las paredes. ¡Con lo equilibrado que era! Un hombre racional, pausado, prudente en sus opiniones. Jamás se permitía ser desagradable o faltón. Si le hacía algún reproche, me contestaba con explicaciones medidas. A veces hasta me fastidiaba tanta sensatez porque parecía que quería darte una lección. ¡Y ahora tengo que morderme la lengua cada dos por tres para no meternos en discusiones! Nunca hubiera creído que, bajo aquella apariencia, se ocultara un tipo cargado de neuras. Es verdad que siempre tuvo una tendencia a hacer grandes teorías de detalles absurdos, que le gustaba analizarlo todo hasta sacar a veces consecuencias impensables, pero nunca le di más importancia. Un tipo que ha estudiado Literatura ya sabes que es un poco iluminado, nunca será como alguien de Ciencias o de Tecnología, siempre ve la vida de un modo menos realista. Pero ahora su reacción no tiene sentido. Pierdes el trabajo y ¡ya está, todo a la mierda! Pues no, hombre, calma, no es el fin del mundo. ¿O la gente va a dejar de trabajar por los siglos de los siglos? ¿No se necesitarán profesores de Literatura nunca más? No hay manera, de su boca solo salen catastróficas predicciones: el cambio de los cambios, la vida tal y como la conocemos, se acabó. Inútilmente le digo que yo gano dinero, que podemos seguir viviendo igual, que nos apañaremos, que algún trabajo le saldrá.
Veremos hasta dónde puedo aguantar. La vida también es dura para mí. Es cierto que ahora te aprietan más en el trabajo. Yo también me curro la vida cada día. Para mí no todo son facilidades, ni seguridad, ni me desenrollan la alfombra roja por donde paso. A mí también me agobian un montón de cosas, pero procuro sobreponerme y tirar adelante, sin hacer un tratado de filosofía de cada contrariedad, ni echar la culpa a la nueva sociedad capitalista ni a las fuerzas del mal.
Aguantaré hasta que aguante, pero no pienso convertirme en su muñeca de pimpampum, recibiendo las hostias por todas partes y poniendo buena cara además. ¡La que me ha montado hoy por su nuevo amiguito del alma! Iván, ¡vaya tiparraco! ¿Qué hace saliendo con él, de qué hablan? ¿De dónde lo ha sacado, de un contenedor de basura? ¡Un machista sin gracia, un hortera! El típico chuloputas de barrio. No sé en qué se basa la mutua simpatía de esos dos, pero ahí está Javier, con la boca fruncida y cara de palo, como si le hubieran atacado en su dignidad.
El gerente me da la lata todo el tiempo. Observo que sus reproches viran cada vez más hacia lo personal. Son sutiles, apenas insinuaciones, pero el fondo es siempre el mismo: no es bueno para mí dejar de asistir a las reuniones semanales en el despacho, me animaría dar una vueltecita de vez en cuando por la fábrica… Cuando las cosas iban viento en popa no me pedía tanta dedicación. Al contrario, en ocasiones tenía la sensación de que mi presencia constante en el negocio lo molestaba, como si temiera una injerencia por mi parte en sus espacios de poder. Ahora no, ahora que el castillo se desmorona, todo son incitaciones al trabajo y llamamientos al deber. ¿Con qué cara piensa que voy a pasearme entre unos trabajadores de los que hemos tenido ya que echar a un buen montón? ¿Cree que van a recibirme agitando palmas como a Jesucristo en domingo de Ramos? Estoy segura de que, al verme, todos echarán pestes de mí: «Ahí va esa pija que no ha sabido levantar la empresa desde que su padre murió». No quiero que nadie me maldiga cara a cara. Ese dichoso gerente y hombre de confianza ¿no es capaz de comprender a quién tiene delante? Soy una mujer abandonada por su marido y eso es letal. Cuando alguien se entera, da un paso atrás. Una mujer abandonada es una enferma infecciosa. Pero el gerente sigue pensando que lo más importante para mí es la empresa. David nunca le cayó bien. Sin duda creía que era un aprovechado a quien mi padre había dado oportunidades de promoción por estar casado conmigo. ¿Y qué ha hecho ahora? Ahora que el barco tiene vías de agua salta de él y me deja sola al timón. No le faltan razones para obrar de esa manera. Por lo menos no siente compasión por mí. Detesto la compasión. Aunque al menos debería darme un tiempo para reaccionar, para aprender cómo se lleva ese nuevo traje de «mujer abandonada» que nunca imaginé que vestiría. El gerente se inquieta por su futuro, no por mí. Sabe que si la empresa se hunde, él también se hundirá. ¿Dónde encontrará otro puesto de trabajo similar? Cuando has sido la mano derecha de alguien quedas muy marcado después. Nadie quiere un miembro cercenado de otro cuerpo.
Me muestro tranquila ante sus invectivas. Me comporto con él como con los demás: ni preocupada, ni triste, ni desesperada. No lloro, no me ensimismo en mis pensamientos, no hago comentarios malvados sobre mi ex, no le cuento mis penas a nadie. De cara a la galería no recuerdo haber estado casada, y en cierto modo es verdad. Así evito en los otros unas señales de duelo que me incomodan. Pero, lo evidencie o no, soy una señora a quien el marido ha abandonado por otra mujer más joven. Lo único que pido es que me dejen en paz.
La gestión de mi tiempo libre no la llevo muy bien. Si me encontrara emocionalmente devastada, habría intentado buscar enseguida una solución: psicólogos, ejercicio físico, un viaje al extranjero…, pero no estoy tan mal. Me cuesta experimentar sensación de fracaso. Lo único malo es el vacío que veo frente a mí; eso me causa vértigo, poco más. Pero no quiero llenar mi tiempo libre de modo desordenado y sin pensar. Tengo amigas que, tras la separación, se embarcan en sesiones de yoga, buscan un preparador físico personal, se matriculan en alguna facultad, van a academias de bailes de salón, se apuntan a grupos de mujeres viajeras… y acaban desquiciadas, naturalmente. Hay otras que buscan enseguida un hombre de remplazo. Al principio, para demostrar a todo el mundo que son muy capaces de ligar, de volver a tener un tío en cuanto quieran. Pero luego viene la fase en la que eso ya no las satisface y buscan una pareja estable. Un terrible error. Empiezan los fracasos, las relaciones absurdas y los comentarios aparentemente festivos: «Ningún hombre acepta el compromiso», «El mercado de hombres está fatal». Cada vez que he oído esas frases he imaginado un cuadro estremecedor: frikis sentimentales que encuentras vía internet, tipos maravillosos que te presentan y resultan ser un horror, el primer novio que tuviste y perdiste de vista hace mil años, ahora un señor mayor y calvo a quien no sabes qué decirle. Si esas mujeres en busca de recambio tienen hijos, la cosa es mucho peor: rechazos, obligaciones, necesidad de mediar… ¿Cuál es la compensación que pretenden encontrar en todas esas situaciones humillantes? ¿Sexo? ¡Por Dios!, muchas de las que he conocido habían abandonado las relaciones con el marido desde tiempo inmemorial y parecían contentas. ¿Por qué de repente necesitan tan imperiosamente meterse en la cama con un señor? ¿Buscan amor, un amor maduro, una segunda oportunidad? Da igual, si se han separado; el amor les parece más imprescindible que comer o dormir. No puedo entenderlo, no es mi caso. Yo necesito un hombre tanto como una licencia de armas: no sabría qué hacer con ninguno de los dos. Con todo, sabiendo muy bien lo que no quiero hacer, la gestión de mi tiempo libre es deficiente.
Me llamó Genoveva para salir. Siempre acepto. Al menos no me cuenta batallas amorosas. Con ella lo paso moderadamente bien. Es tan superficial que resulta divertida. Me propuso ir al vernissage de un pintor que conoce. Nunca había ido a ningún vernissage ni me había encontrado con un pintor, ese tipo de cosas no estaba en mi agenda matrimonial ni de negocios. Fui, pero ojalá hubiera declinado la invitación. No digo que lo pasara mal, por lo menos metí las narices en un ambiente nuevo para mí. Sin embargo, esperaba algo con más glamur. No, hablaban todos a la vez y sirvieron el vino blanco demasiado caliente. Si aquello era un ambiente intelectual, se parecía demasiado a cualquier velada del club: risotadas, comentarios tontos y gente que se besa en las mejillas cada dos por tres. Había algunos tipos curiosos, con pintas desastradas o disfrazados de diseño exagerado y chillón, pero nada demasiado original. Lo peor era el propio artista. Había imaginado a alguien con cierta personalidad, pero me encontré con un hortera: gordo y sudoroso, sesentón y lamiendo el culo a todo el mundo. Decepcionante.
Hoy me ha vuelto a llamar Genoveva para comentar.
—Me decepcionó un poco, sobre todo el pintor. Había pensado en alguien más interesante.
Se moría de risa.
—¡Pero, mujer!; los pintores ya no son señores bohemios que se mueren de hambre. Estás un poco fuera de onda.
¡Pobrecita Irene! Ya lo digo yo, es como una monja de clausura, como una niña fantasiosa que no ha salido jamás del internado. Con tanto papá, tanto maridito, tanta empresa y tanto club, no se ha enterado de qué va la vida. Es como si la hubieran llevado en coche por una carretera y no hubiera mirado por la ventanilla. Ha llegado a destino sin saber cómo ni por dónde. Yo, en su caso, me habría pegado un tiro de puro aburrimiento. Pero yo me he buscado la vida, he sabido crear mis propias circunstancias y ganarme a pulso lo que he querido tener. A mí no me ha dado miedo la gente ni lo que piensen de mí. He tirado adelante y en paz.
—Pues Irene, guapa, ¿sabes qué te digo?, que en el fondo llevas razón. El pintor es horroroso, y lo que pinta aún más. Ya puede haber expuesto en Nueva York o en la China; ¿tú pondrías en tu salón el retrato de una vieja enferma y deforme? ¡Qué mal gusto! Pues ya ves, todos esos cuadros valen un pastón y la gente se muere por ellos.
Su salón…, lo primero que yo haría en su caso es vender la casa. Es el piso enorme que les regaló su papá cuando se casaron y ha vivido ahí con David un montón de años. ¿Para qué continuar en el mismo sitio? ¡Hija, por favor, muévete un poco, dale algo de marcha al body! Si me lo preguntara, se lo diría tal cual. Pero no pregunta nada, es cerrada como una caja fuerte y fría como un cubito de hielo. Por eso no quiere salir con los amigos de antes. ¡Ellos le darían consejitos, y se meterían en sus cosas! Yo no. A mí me da igual ocho que ochenta, cada cual que haga con su vida lo que le dé la gana. Pero yo, en su caso, vendería la casa y me compraría un apartamento chulo. Lo decoraría con lo más moderno y le pondría toda una serie de detalles golfos. ¡Con lo que a mí me gusta jugar a las casitas! El mes pasado cambié la decoración de mi dormitorio. ¡Disfruté como una enana!: coordinar las telas, repescar algún mueble de viejo, combinar los colores…, ¡me encanta! Pero yo sé sacarle jugo a las cosas, disfrutar con todo. Nunca me he quedado en un rincón a verlas venir hasta que ya no hay remedio.
—O sea, ya veo que no le vas a comprar ningún cuadro a ese tipo.
—No es el momento, Genoveva, aunque te aseguro que no todos eran tan feos. Vi algunos que tenían mucha fuerza.
—Sí, vale; pero también tiene fuerza un repartidor de butano y no te lo llevas a casa.
Genoveva está completamente loca, pero de vez en cuando me hace reír. Ella sí parece gestionar bien su tiempo libre, tan abundante. Supongo que se mueve de un lado a otro como una tarambana, siempre rodeada de gente, siempre en alguna fiesta o inauguración, siempre en el gimnasio, el instituto de belleza, el spa. Yo no sería capaz de aguantar ese trote, de escuchar todo el tiempo, de hablar, sonreír, escoger la ropa que tengo que ponerme… En estos momentos no me siento capaz de casi nada. Nada me interesa, ni siquiera el trabajo.
—¡Y pensar que se me había pasado por la cabeza presentarte a mi amigo el pintor para ver si te gustaba! Entiéndeme, no hablo de fines serios, solo por si te apetecía salir con él de vez en cuando, ir a alguna parte acompañada…, no sé, socializar, como dicen ahora.
—¿Tú tienes alguien fijo con quien salir?
—¿Yo? ¡Ni pensarlo, Irene, ni pensarlo! Yo estoy por encima de eso. Llevo ya muchos años viviendo sola y estoy de maravilla. Voy a mi bola, tengo mis soluciones, mis contactos…, pero tú eres más joven, acabas de separarte, quizá te vendría bien conocer a algún tipo agradable…, ¡qué sé yo! No me hagas caso; se me ocurrió presentarte al pintor y punto, pero ya veo que hubiera sido un buen patinazo.
—Olvídate de presentarme a hombres, Genoveva. De momento, estoy bien como estoy.
Sandra llegó a casa nerviosa y eufórica. Yo estaba en el salón, leyendo revistas literarias atrasadas que sacaba de la biblioteca. Se plantó delante de mí como una exhalación.
—Javier, una compañera de trabajo me ha dicho algo que te puede interesar, un trabajo de profesor. Escúchame con atención.
Me escucha, pero preferiría que lo hiciera con menos cara de escepticismo, con un poco más de esperanza o emoción. Pero no, tiene ese rictus eterno de superioridad amargada que me hace sentir tan mal. ¿Es que no piensa luchar ni siquiera un poco? Debería comprender que es importante que lo hayan echado, pero que también lo es nuestra convivencia, que se está volviendo cada día más absurda.
—Están buscando un profesor de Literatura a tiempo completo en el colegio Crisol. La hermana de mi compañera de trabajo da clases ahí. Se acordó de que le había contado que tú estabas en paro y, antes de que empiecen a hacer entrevistas a los candidatos, ha concertado una para ti. ¿Qué te parece, a que a veces la gente es maravillosa?
—Sí, es verdad. Pero creo recordar que ese colegio pertenece al Opus Dei.
Antes de alzar el vuelo como una polilla alocada y aletear contra la bombilla caliente chamuscándote las alas, mi querida compañera, siempre atenta y pendiente de mí, deberías enterarte de las cosas un poco mejor.
—Bueno, ¿y qué si es del Opus? Has estado dando clases en un colegio de monjas muchos años. Es casi lo mismo, ¿no? Tú das tus clases en plan neutro y en paz.
—No es tan fácil.
¡Cuánto me gustaría que mi tierna polilla entendiera sin necesidad de tener que explicárselo todo! Como sabe cualquiera que se pare a pensar cinco minutos, no es lo mismo una orden religiosa de monjas dedicada a la enseñanza que el Opus Dei. El Opus es un semillero de fascistas, una organización oculta, una secta. Carezco de prejuicios ideológicos, eso es algo que murió antes de que yo naciera, pero es ridículo pensar que ese colegio vaya a aceptar a un tipo como yo. Querrán a alguien adicto a la causa, alguien fácil de manejar. Mi materia es la Literatura, no las Ciencias Naturales o el Latín. Y la literatura está llena de peligros. En cada verso de un poema, en cada capítulo de una novela, en cada acto de una comedia o tragedia hay un riesgo moral que, si trabajara para el Opus, debería neutralizar. Por eso se asegurarán de que el profesor que necesitan esté cortado por un determinado patrón, que no es el mío. ¿Tendré que explicarle a Sandra todas esas cosas, que son de cajón? ¿No es capaz de pensar por sí misma? ¿A qué viene tanta alegría, tanta agitación? La gente es maravillosa, pero simple.
—No irás a decirme que ni siquiera piensas ir a esa entrevista de trabajo porque el colegio sea del Opus.
Hay veces en las que pienso que tanta desgana y tanta depresión no son más que ínfulas de superioridad. Se cree demasiado inteligente para bregar en la lucha diaria. No desea rebajarse. Quiere que vengan a buscarlo, que se pongan de rodillas delante de él.
—¡Por supuesto que iré! Pero no quiero que te hagas ilusiones, no van a darme esa plaza de profesor.
—Se supone que las ilusiones debes hacértelas tú. ¡No puedes acudir a una entrevista de trabajo con moral de perdedor! Así no se consiguen las cosas, Javier.
Se larga a la cocina, sulfurada, ofendida conmigo. Últimamente Sandra se retira airada a cualquier habitación de la casa cuando discutimos. Mis peregrinaciones hacia donde está, con el ánimo de serenarla y reconducir la situación, empiezan a resultarme extenuantes. Me siento como un alpinista cargado con una pesada mochila que, tras ascender y ascender, nunca corona la cima deseada. Pero iré a buscarla, por supuesto, y una vez más, le diré lo que quiera oír.
—Sandra, por favor, no te enfades. Iré a esa entrevista, ya te lo he dicho, y procuraré que todo salga bien.
Me da un nombre y un número de teléfono para que confirme la cita y se va a trabajar más tranquila. El contacto se llama señor Contreras. Contreras, recontra, contra. ¡Empezamos bien!
Por la tarde me llama Iván.
—¡Hombre, tío! Desde el día de la función no he sabido nada más de ti. ¿Tan acojonado te dejó la cosa, tanta guarrada te pareció?
—¡Ni mucho menos! Lo pasamos muy bien.
—¡Ah, lo pasasteis muy bien!
Este tío no se entera de nada, ¡joder! «Lo pasamos muy bien» es lo que debía decir cuando trabajaba en las putas monjas esas, las ursulinas o lo que fueran. «Lo pasamos muy bien» se dice después de tirar las bolas de petanca, como los abuelitos en el parque. «Lo pasamos muy bien» es pura mierda. Los invito a ver el mejor espectáculo de tíos en pelotas de la ciudad y «lo pasan muy bien». Vamos mal. A lo mejor me he equivocado con Javier. Me había hecho una idea de él y ahora resulta que «lo pasa muy bien». Se dice: «El show fue bestial, cojonudo, la hostia en verso». O se pregunta cualquier cosa; por ejemplo, a mí me han preguntado muchas veces: «¿Esos tíos que se contonean no serán todos maricones?». Pero no, ellos «lo pasaron muy bien». A lo mejor es que la chorba de Javier se escandalizó, a lo mejor es una estrecha. Algo raro me pareció que tenía porque iba vestida sin colores, ni escote ni nada, y no llevaba rímel ni pintura en la cara. ¡Con lo que a mí me gustan las tías que van de tías! Con tacones que dejan los dedos al aire, con las uñas pintadas de fosforito. Con los pantalones bien ceñidos al culo y que por arriba se les vea el ombligo. Con la camiseta escotada y tan prieta que se marquen los pezones. Y los pelos largos, que les caigan por la espalda. Esta chorbita de Javier debe de ser una mosca muerta. A lo mejor después de vernos bailando hizo como si a ella no le fueran los culos ni los músculos de tío y le dijo a Javier: «¡Qué horror, qué vulgaridad!». Y seguro que Javier se lo creyó. Al ser profesor, estas cosas de las tías espirituales que no se pintan deben de parecerle bien. Pues a ver si se enteran de que recibir una invitación mía es la hostia, que no lo hago nunca con nadie. Y, si lo que llevo entre manos sale bien y se lo propongo, entonces es como si le hubiera tocado el Gordo de Navidad con un número regalado. Pero esta entrada de «lo pasamos muy bien» es mal síntoma. Igual la proposición le parece una ofensa, me manda al carajo. Pues en ese caso, tanto peor, yo ya habré cumplido con mi obligación, que, mira por dónde, me la he puesto yo mismo sin necesidad. Aunque me jodería, porque este tío no sé por qué cojones me cae bien. Pero si se pone en plan de hacerme un desprecio, ¡adiós, muy buenas!, que a mí no me vacila ni dios.
—Sí, genial, lo pasamos genial.
—Yo te llamo porque tenía que hablar contigo. ¿Te va bien mañana por la mañana?
—No, Iván, mañana tengo un compromiso.
—Pues es que es bastante urgente lo que tengo que decirte, y por teléfono no puede ser.
—Te llamo en cuanto acabe y nos vemos.
No me apetece nada llamarlo, pero lo haré. A lo mejor es la última vez que salgo con él, porque Sandra lleva razón: tenemos muy poco que decirnos. Sin embargo, me parecería imperdonable que pensara que no quiero encontrarme con él porque su espectáculo me pareció mal. De ningún modo debe interpretar que lo juzgo moralmente, que rechazo su modo de ganarse la vida. Lo llamaré.
No creí que tuviera que pasar por estas cosas. ¿No se quejan los abogados de que tienen demasiados casos que atender? ¿Para qué entonces celebrar un acto de conciliación entre un hombre y una mujer que no tienen nada que añadir o dilucidar sobre su separación?
Hacía meses que no veía a David. No sentí nada especial al tenerlo delante, pero curiosamente se me habían borrado de la mente los rasgos de su cara. Fue un instante nada más, porque enseguida reconocí la fisonomía a la que mis ojos estaban acostumbrados. No había cambiado, quizá su actitud era ahora más resuelta, menos pensativa. Había perdido también el aire culpable que tenía tras su confesión: «Estoy enamorado de otra mujer». Debió de notar alivio después de soltarlo. Es incómodo guardar ese tipo de secretos. Yo era su problema. No resulta agradable ser el problema del otro sin saberlo. Pensar eso me causó más dolor que la traición, que la mentira, que el desamor.
Espero que se dé cuenta de hasta qué punto estoy tranquila. Lo único que siento son ganas de acabar con esta historia de la conciliación. Me arrepiento de cómo reaccioné cuando me dijo: «Estoy enamorado de otra». Hubiera debido mostrarme mucho más impasible. En puridad, tendría que haber sido yo quien hubiera puesto punto final a aquel matrimonio de ficción. Fue un problema de costumbre: ¿cuántos matrimonios de ficción veía yo en mi entorno? Muchos, y no parecían ser nada demasiado trágico. Las teorías dicen que en una larga unión amorosa se transita por fases diferentes: pasión, comprensión, amistad, ayuda, respeto. No pude comprobar si eso es cierto en el matrimonio de mis padres porque mi madre murió muy joven. Ahora tampoco podré comprobarlo en el mío propio; aunque una cosa ya sé: no existió para nosotros la primera fase. No hubo pasión. Cuando me casé con él, la impresión predominante en mi estado de ánimo era que estaba cimentando una alianza que iría en beneficio de la empresa, lo cual me parecía bien. Los sueños que tenemos las mujeres son ridículos. A todo le añadimos un componente sentimental.
Afortunadamente soy poco expansiva y no hice a nadie partícipe de mi quimera, tan poco romántica: «Unidos a mayor gloria del éxito empresarial». Si me hubiera mostrado más comunicativa, ahora sería objeto de un escarnio mayor. Solo espero que la Providencia me conceda el don del olvido rápido.
Allí estaba David, como si nada. Bronceado, porque con la traductora simultánea debe de hacer más vida al aire libre. Con el pelo muy corto, porque a la traductora simultánea debe de gustarle así. Vestido con ropa informal, que debe de comprarle ella. Seguro que está encantado de haberse librado de los severos trajes que se veía obligado a lucir como abogado de mi empresa.
Escuchamos con pretendida atención todo lo que lee el abogado, y que sigue punto por punto los acuerdos a los que habíamos llegado. No hay nada que enmendar, añadir o matizar. Firmamos el documento. Yo soy tan estúpida que rechazo el bolígrafo de oro que él me tiende porque recuerdo habérselo regalado por un cumpleaños. Saco mi propia pluma y estampo mi nombre. Punto final; a partir de ahora ya solo habrá recuerdo.
Al salir del despacho me invita a tomar un café. Está distendido pero no sonríe. Le digo que no, tengo prisa. Me alarga la mano pero no se la estrecho. Nuevo error. Por fortuna será el último que pueda cometer en esta historia.
Mientras conduzco de vuelta a casa estoy a punto de atropellar a un mendigo que aparece de improviso desde detrás de un contenedor de basura en el que debe de haber estado hurgando. «A punto de atropellar» es quizá excesivo, pero he tenido que frenar bruscamente, a un palmo de su cuerpo informe por la cantidad de ropa que lleva puesta. Levanta la cara y me lanza una mirada nebulosa, como si no me viera. Pero me ve, porque me llama «zorra» gritando. La gente que pasa se queda un instante observando la escena. Una oleada de sangre caliente me sube a la cara. Me sorprende comprobar que mi primer impulso es bajar del coche y liarme a patadas con aquel corpachón harapiento. No lo hago, por supuesto, en parte por la gente que mira. Lo esquivo y sigo mi camino. La ira se va disipando, pero sigo sorprendida por haber imaginado tal violencia. No es mi estilo. Mi estilo es la preocupación: ¿qué hubiera sucedido de haber atropellado a aquella escoria? Problemas y más problemas: ambulancias, denuncias, juicio, indemnizaciones. Pero hoy me habría limitado a darle de puntapiés hasta cansarme por haberme llamado zorra. Extraño. No soy sanguínea, no experimento nunca ataques de furia, no me alteran los provocadores ni me sacan con facilidad de mis casillas. Siempre he considerado la indiferencia como un arma potente. Supongo que estoy exasperada tras el acto de conciliación en el juzgado. Supongo que haber visto a David me ha puesto más nerviosa de lo que creía. Es preocupante, quizá mi manera de ser esté cambiando sin darme cuenta. Cambiar de carácter a estas alturas de mi vida y en mis circunstancias sería un inconveniente. He llegado hasta aquí siendo como soy y no me ha ido mal. Pero empiezan a acumularse indicios de tránsito hacia una nueva personalidad. Por ejemplo, el trabajo me interesa cada vez menos. Por ejemplo, busco evasión mental en mis salidas con Genoveva. Por ejemplo, me estoy volviendo colérica. Preocupante. No me importa cambiar de actividades o de estilo de vida; pero no soportaría cambiar mi modo de ser. Si eso sucede, detestaré a David durante el resto de mi vida. Puedo llegar a olvidar la humillación de que me haya abandonado por una chica joven. Olvidaré sin duda los años perdidos junto a él, pero seré incapaz de perdonarle que haya hecho de mí otra mujer.
—Ahora hablando en serio, Javier. ¿Qué te pareció el espectáculo del otro día? La peña más carca piensa que el show es una mierda, una guarrada y en paz. Dicen que es cosa de maricones, cuando se ve clarísimo que, de eso, nada. Yo respeto mucho a los maricones. Tengo amigos en el mariconeo y son la hostia de graciosos y de buena gente. Pero si el show fuera para maricas, por mucho que me pagaran el oro y el moro, no saldría en él. No me gusta que me tomen por marica. Nuestro espectáculo es otra cosa, más alegre y más de cachondeo; aunque de cachondeo total tampoco. Las tías que vienen a vernos con el maromo, seguro que por la noche le dan una marcha que no veas. Y las que vienen sin pareja de alguna manera se consolarán, porque calientes las ponemos, que lo noto yo. Además, es un show artístico y todo ese rollo. No hace falta saber mucho para actuar, pero por lo menos tienes que llevar bien el ritmo de la música y tener condiciones físicas. Si pesas cien kilos y tienes michelines, el coco medio calvo y barrigón, mejor te dedicas a otra cosa. Tener la picha pequeña da igual, porque como no salimos en pelota por completo, si hace falta te ponen un postizo. Mariano y los que actúan solos hacia el final del show sí necesitan saber mucho más, y una polla decente, porque a ellos se les ve. Todos esos tienen vocación, ¿comprendes? Es como si hubieran nacido para hacer ese rollo, aunque cuando nacieron no había rollos así. Se lo curran un montón: gimnasio, buscar y proponerle al jefe músicas nuevas, mejorar las posturitas, sesiones de rayos UVA, ir a la pelu cada quince días… Pero, que yo sepa, ni uno solo es maricón. Para mí que es Mariano quien controla el tema. Y no porque los mariquitas le caigan mal, sino para que los bailes sean más auténticos y tengan más morbo de cara a las tías. A un nenaza siempre se le acaba notando que lo es: una sonrisita por aquí, una manita que se le escapa por allá…, se nota y no conviene, como puedes comprender. Mariano tiene las ideas muy claras con su negocio. No nos deja consumir drogas en el curro. Bueno, una rayita siempre puede inspirarte, pero si pesca a alguien trapicheando o pinchándose en el local, se va a la puta calle. No le da otra oportunidad, tío, él es así. Yo con eso estoy encantado, porque a mis viejos la droga los hizo unos desgraciados. ¿Me entiendes?
—Por supuesto que sí.
—Pues eso.
Me mira con una cara, el profe, que ya no sé qué pensar. Es como si se la sudara todo lo que le estoy diciendo.
—Yo no tengo vocación para esto, te lo digo con toda sinceridad. Yo hago de estríper por la pasta, que me viene muy bien. Aunque vocación, lo que se dice vocación, nunca la he tenido para nada. Cuando iba a la escuela todos los chavales querían ser futbolistas, o pilotos de avión, o Indiana Jones; pero yo no, tío, a mí ni de coña se me ocurría pensar qué quería hacer de mayor. Pero ya sabía muy bien lo que no quería. No quería trabajar como una puta mula para ganar cuatro cuartos. No quería ser electricista, ni mecánico, ni fontanero, ni entrar en una fábrica para hacer lo mismo todos los putos días de mi vida sacando una miseria a final de mes. ¡Lo tenía muy claro! Ya sé que lo que te voy a decir ahora te sonará a que quiero hacerte la pelota, pero te juro que es verdad: lo único que me gustó alguna vez era ser profesor. No sé, tío, pero eso de estar con los chavales y enseñarles cosas, y decirles lo que te dé la gana y que ellos te tengan que escuchar por cojones está muy bien. Sí, no te rías, que alguien te escuche es de puta madre. Para ti no tiene importancia porque estás acostumbrado, que aún estarías con los chavales si las putas monjas no te hubieran largado. Por cierto, ¿cómo lo llevas, estás buscando otro curro?
—No lo llevo nada bien, Iván. Puede presentarse alguna oportunidad, pero cada vez tengo menos esperanzas. Esto de estar en paro es más duro de lo que pensaba.
—Eso es fatal, tío, ¿qué me vas a decir? Es como si todo el mundo te dijera en la cara que eres una puta mierda sin tener tú la culpa de nada. Es como si te dijeran que te aprovechas de los demás. Y si tienes al lado a una tía que sí tiene curro, que por cierto Sandra es muy simpática, entonces ya es la releche. Tendría que ser mejor, pero no, porque al final te entra el complejo de mantenido.
—Veo que sabes lo que se siente.
—Porque yo he estado sin curro, tío, y era horroroso. Vivía entonces con una chorba que hacía de cajera en un supermercado y lo pasaba de puta pena. ¡Hasta para tabaco tenía que pedirle guita! Luego fui haciendo chapuzas aquí y allá y algo me sacaba, pero poco. Hasta que me metí en el show, tío. Un amiguete me dijo que buscaban tíos y me lie la manta a la cabeza. Es un curro como otro, pensé, ¿por qué no? ¿Le hago daño a alguien, es ilegal? Es un curro como otro cualquiera, y me deja mucho tiempo libre, además. ¿No te lo parece a ti, Javier, no crees que es un curro como otro cualquiera?
—Por supuesto que sí.
—Pues mira, justamente te llamé y quería verte hoy sin falta por este rollo del que estamos hablando. A lo mejor te va a parecer una chorrada y hasta te vas a reír, pero yo te lo digo igual porque tenemos amistad y no me gusta que un amigo esté jodido. ¿Te acuerdas del número del maestro y los alumnos?, quiero decir en el show. Pues uno de los que hacen de alumno, que se llama Georges y es francés, se presentó el otro día diciendo que quiere largarse. No quiere irse porque haya tenido problemas con el dueño ni nada por el estilo, sino porque se ha muerto su madre y le ha dejado una casa de herencia y quiere probar a poner un hotel rural. El papel de alumno es el más facilito de todos, así que yo había pensado que a lo mejor podrías hacerlo tú.
Joder, lo sabía; sabía que iba a poner una cara de susto del copón; pero ha sido más de lo que creía. Se ha quedado como muerto, el cabrón. ¿No te jode? A ver si encima que le ofrezco un curro voy a tener que pedirle perdón.
—Yo te veo aptitudes, tío: eres alto, delgado, no tienes tripón…, que te cascas buena pinta, coño. Para ese número no hace falta entregarse en cuerpo y alma, podrías hacerlo bien. Solo meneas el esqueleto al mismo tiempo que los demás y ¡listo!
—¡Joder, Iván, me has dejado de una pieza! Nunca me hubiera podido imaginar que me propusieras algo así.
Vamos a ver cómo salgo de esta, porque estoy seguro de que habla en serio.
—De cualquier modo, por mucho que tú me veas con buena pinta, si me presentara delante del tal Mariano diciendo que quiero ese papel, me mandaría al infierno.
—No si yo se lo pido, que tenemos amistad.
—Pero me muevo fatal, nunca he tenido gracia para bailar ni siquiera agarrado.
—Eso no tiene importancia.
¿Que no tiene gracia para bailar?; ahora soy yo el que se queda flipado. Este tío es tonto del culo. ¿Se cree que tiene que actuar en un ballet o algo así? Bien a gusto le diría: «Oye, profe, no te has enterado de la película. El tema es que muevas la polla adelante y atrás, con eso vale. Olvídate de bailar, que no hace falta. Lo que hay que tener es los huevos de salir allí en medio y quedarse casi en bolas».
—Vamos a ver, Javier; no es que yo me haya empeñado en que te metas en el show para ser una figura y triunfar, ni que quiera hacerte de representante en el mundo mundial. Te hablo de un curro en el que pagan bien, que hay pocos. Y como solo es para los fines de semana no haría falta que dejaras lo que sea que estés cobrando del desempleo. Además, los compañeros del show son buena gente. A veces hay algún gilipollas, pero son los menos. Lo más normal es que haya muy buen rollo entre nosotros. Cuando se acaba la función vamos siempre unos cuantos a tomar unas birras y a cenar algo. Lo pasamos bien, comentamos las jugadas de la noche: que si una tía de las espectadoras estaba tope buena, que si otra hacía el imbécil…, no sé, lo que se llama buen rollo.
—No me interpretes mal, Iván. Lo primero que quiero decirte es que te agradezco en el alma que hayas pensado en mí para ocupar ese puesto. Seguro que el trabajo es cojonudo, y la pasta me vendría muy bien. Pero no me veo haciendo eso. Es como si…
Cuidado con lo que digo. Cuidado con las comparaciones y metáforas. ¿Cómo pensaba acabar la frase que he iniciado?: «… como si a ti te ofrecieran hacer de profesor». No puedo decir eso porque en el fondo supondría decirle: «… como si a ti te ofrecieran hacer de profesor siendo como eres un tío cutre, apaleado por la vida y que no sabe hacer la “o” con un canuto». Imposible. Tampoco puedo decirle que sus compañeros danzantes, esos del buen rollo, me ponen los pelos de punta solo con verlos y que me cambiaría de asiento en un autobús con tal de no tenerlos al lado.
—… como si a ti te propusieran hacer algo en lo que no habías pensado jamás. ¿Cómo reaccionarías, eh?
—¡Hombre, no sé! A no ser que me propusieran hacer de cura, creo que me lo pensaría un rato, quizá hasta uno o dos días.
—No, gracias, Iván, de verdad. Ser estríper es un trabajo muy digno, mucho más que otros, incluso, pero yo no me veo ahí. Simplemente no me veo. Me entiendes, ¿verdad?
—Pues claro.
Sí que lo entiendo. La verdad es que pensar que podría verlo alguna alumna de la que ha tenido en las monjas es un marrón. Ver a la nena a la que le has preguntado la lección mirándote el paquete, bien apretado en la malla… Lo entiendo, sí; pero yo ya he cumplido. ¿No estaba tan jodido por no tener curro? Pues yo voy y le ofrezco uno. Que no le vaya bien ya es otra cosa. Yo ya he cumplido. Ahora estamos en paz de lo bien que se portó con mi abuela y lo de ir a su entierro. En paz.
—No te enfadas conmigo, ¿eh, Iván?
—¡Qué va, tío! En el mundo cabemos los dos. Cada uno a su rollo y todos tan contentos. Felices como lombrices.
—Y seguiremos tomando una cervecita de vez en cuando.
—¡Eso está hecho, tío, faltaría más!
No lo llamaré más porque ya he cumplido; pero que conste que me cae bien, es un buen tío, el profesor.
—Así quedamos.
No lo llamaré, pero en el fondo le agradezco la ocurrencia de haber pensado en mí como estríper. Una anécdota divertida que nunca olvidaré. Es un buen tipo, el tal Iván.
Una visita inesperada. Por desgracia me encontraba en casa y tuve que recibirla. Se ha hecho mechas en el pelo y juraría que le han inyectado bótox en el entrecejo, quizá en las patas de gallo también. Está espantosa. Supongo que piensa que me encanta verla, que me siento feliz por su amabilidad al presentarse en mi casa sin avisar. Hace meses que no tengo contacto con nadie del grupo. Teresa no era una amiga íntima. Nunca he tenido amigos íntimos con los que intercambiar confidencias o charlar sobre la vida. Le pido que se siente, le ofrezco un café. Mi intención es dejarla que hable:
—No creí que te encontraría en casa, como es hora de despacho…
Está mintiendo. La realidad es que alguien le ha ido con el cuento de que cada vez voy menos por la fábrica, de que abandono progresivamente mis sagrados deberes de empresaria. Quiere cotillear, pasar el dato a los demás, corroborando o desmintiendo. Procuro ser paciente y miento a mi vez:
—Ya sabes que, con la crisis, las cosas están muy paradas. Mi presencia no es tan necesaria como antes en el trabajo.
Acepta mi explicación a regañadientes.
—Siempre pensé que era al revés: cuanto más difícil es la situación, más esfuerzos se requieren.
—Es una manera de verlo.
No pienso ponerme a discutir con ella sobre el funcionamiento de la empresa capitalista ni sobre cómo sobrellevar las crisis financieras. Le pregunto cortésmente por su marido, por sus hijas.
—Raúl está muy bien. Siempre liado, siempre con asuntos entre manos. Como hace tantos viajes al extranjero, casi no nos vemos el pelo. La chica mayor entró en Esade. ¿Te lo había contado? No creo, como a ti tampoco te vemos el pelo…
Risita tonta a la que yo correspondo con otra más tonta todavía. A estas alturas ya se ha dado cuenta de que no pienso abrir la boca espontáneamente. Si quiere enterarse de algo tendrá que forzar mis confidencias aportando las suyas propias. Quizá así obtenga mejores resultados.
—Pero dime, Irene, ¿tú estás bien?
—Estoy de maravilla, ya me ves.
—Yo te veo fenomenal, aunque la verdad es que nos tienes a todos un poco preocupados.
Esa es la clave exacta: «Nos tienes a todos un poco preocupados». Teresa aparece por mi casa como portavoz del grupo social. «Todos» son los amigos del club. Son la gente con la que debería seguir relacionándome, los miembros de mi tribu natural. «Preocupados» significa intrigados. Quieren saber los motivos por los que me comporto como me comporto. La palabra tiene otro matiz: están indignados por no recibir explicaciones sobre mi ausencia desde que me separé. Saco de mi interior unas condiciones de actriz que nunca antes he empleado y que ni siquiera sospechaba poseer. Agito la cabeza a derecha e izquierda hasta que los cabellos se mueven y suelto una carcajada de incomprensión.
—¿Preocupados? No entiendo por qué.
Se lanza en tromba a decir lo previsible: desde mi separación han ido sabiendo cada vez menos de mí. No he aceptado ninguna de sus invitaciones a comer o cenar. No he vuelto a aparecer por el club. Si alguien me ha llamado para quedar individualmente conmigo, siempre he puesto una excusa. Conclusión: piensan que no estoy bien, algo me ocurre. Conclusión de la conclusión: están preocupados por mí.
—Bueno, Teresa, ya sabes cómo son las separaciones. Se pasa mal. Han sido muchos años de matrimonio con David. Necesito tiempo para pensar, para reorganizar mi vida. Justamente el otro día firmé los papeles del divorcio.
Ha ido interrumpiendo mis frases con contrapartidas: «No todo puede ser pensar, quizá necesitas salir, distraerte». Pero cuando he llegado a la firma del divorcio, se ha sentido interesada de verdad, y pregunta compulsivamente:
—¿Qué tal fue? ¿Hablasteis? ¿Resultó violento? ¿Iba solo él? ¿Ibas sola tú?
Naturalmente no puede regresar y presentarse ante el grupo con el saco vacío de cotilleos. Su maniobra me hace pensar en los mercaderes del templo. Me acuerdo de cuando estudiaba en el colegio. El Antiguo Testamento era de una violencia descomunal, estaba lleno de fornicaciones, venganzas, pasiones y padres que estaban dispuestos a rebanarles el cuello a sus hijos en nombre de Dios. De hecho, a mí Dios me daba un miedo espantoso. Por la noche soñaba con Él y me despertaba llorando y llamando a papá. El pobre se presentaba en pijama, nunca consintió que la tata viniera en su lugar. Cuando le contaba que Dios se me aparecía en sueños y quería matarme, le quitaba importancia: «Eso son bobadas de monjas. Cualquier día iré a tu colegio y les diré que dejen de meterte tonterías en la cabeza. Duérmete, que mañana tengo que madrugar». Volvía a la cama, un poco molesto porque lo hubiera despertado, y yo me quedaba hecha un lío, sin saber si Dios tenía de verdad todo aquel poder destructor de la Biblia o era un simple delirio de la madre Rodríguez.
Sin embargo, el Nuevo Testamento me aterrorizaba mucho menos; si bien había algunas escenas que me sumían en la duda. Por ejemplo, Jesucristo echando del templo a los mercaderes. ¿Por qué tenía que portarse de un modo tan desconsiderado con gente que solo pretendía ganarse la vida? Pensaba que también mi padre era en cierto modo un comerciante, y no podía comprender la reacción de Jesús. Solo después de que David me abandonara, llegué a entenderla. Los mercaderes son la gente que quiere meterse donde nadie la llama, los que quieren saber, conjeturar, hundir el dedo en la llaga y oler la sangre. Y ahora la pobre Teresa, pobre en el fondo, me llevaba más allá. Ahora no solo comprendía el comportamiento airado del templo, sino que también lo compartía. Me vi a mí misma látigo en mano, volcando los tenderetes de las baratijas: falsa amistad, falsa comprensión, falso cariño. Con gusto le hubiera gritado: «¡Mi vida es un templo sagrado en el que nadie está autorizado a entrar!».
Naturalmente reprimí el deseo de azotar a Teresa con uno de los cojines del sofá. Hubiera sido una ridiculez, y sobre todo, no tenía ganas de explicarle por qué lo hacía: no hubiera llegado a comprenderme jamás.
—No creas, fue un puro trámite. No hubo ninguna tensión entre nosotros. Todos somos personas civilizadas, ¿no?
Advierto la frustración en cada milímetro de su asaeteada piel. Pienso que la inspección ha terminado, que por fin va a soltar la presa y a largarse. Me equivoco. Como en los buenos espectáculos, ha dejado para el final el número bomba.
—Me alegro de que todo te vaya tan bien, Irene. En realidad también he venido para advertirte…, bueno, ya sabes cómo es la gente: hablan, hablan, y a lo mejor se meten donde no les importa. El caso es que la gente comenta que sales de juerga con Genoveva Bernat. Oye, un momento, que conste: yo contra Genoveva no tengo absolutamente nada. Cada uno que lleve su vida y haga lo que mejor le convenga. Pero Genoveva es como es y se cuentan cosas de ella. El caso es que tiene bastante mala fama. A mí eso ni me va ni me viene; pero no me gustaría que esa amistad pudiera perjudicarte. Ninguno de los amigos nos perdonaríamos no haberte dicho que ella hace cosas, no sé cómo expresarlo, un poco subidas de tono. Es mejor que lo sepas.
—Ya.
Nunca me había fijado en cómo habla Teresa. Resulta vulgar, como una dependienta de supermercado. ¿Hablo yo igual? Probablemente sí. No era consciente, pero viéndolo desde fuera… Cuanto más te alejas de un paisaje, con más perspectiva lo divisas. Todas las mujeres de mi grupo social hablamos así: una mezcla de palabras cultas y expresiones populares oídas en la calle. Parecemos más modernas de esa manera. Es demasiado tarde para cambiar mi vocabulario, pero haberme apartado de mi grupo social es ya un avance. En cualquier caso: ¿cómo reacciono ante su interés por mi reputación? Sería el momento ideal para mandarla al infierno y pedirle que no volviera más por aquí, ni ella ni nadie del clan. Pero no me apetece. Ya se me ha pasado el subidón de Cristo y los mercaderes (subidón es una de esas palabras que usan las dependientas de supermercado) y prefiero decirle cualquier cosa neutra para que se marche de una vez.
—¡Ay, gracias, Teresa, no sabes cómo os agradezco vuestro interés! Pero en realidad solo he salido un par de veces con Genoveva, que es tan divertida… De eso a que nos hayamos hecho tan íntimas como para que pueda perjudicarme… Podéis dormir tranquilos, sé muy bien cómo es Genoveva, tampoco soy una niña.
—Ya lo sé; pero has estado siempre tan protegida: tu padre, tu marido, nuestro círculo de amigos…
Me levanto con ímpetu. La estoy echando, pero lo hago de manera que parezca que debe seguirme a un lugar maravilloso. Me río, cloqueo, me enzarzo en una perorata surrealista sobre lo mucho que me alegro de que haya venido a verme, de que sus hijas sean tan brillantes, de que todos los del grupo estén bien. Remato con una serie de promesas inconcretas: te llamo pronto, cualquier día me paso por el club. He ido encaminándola hacia la salida y, al final, se va.
¿Es verdad lo que ha dicho, siempre he estado muy protegida? No lo sé. La vida que llevaba estaba bien, un poco aburrida ahora que lo pienso, pero bien. No quiero pensar. Voy a servirme un whisky y veré un capítulo de una de esas nuevas series americanas que dicen que son auténticas obras de arte.
Esta mañana la actitud de Sandra me deprime especialmente. Me despierta antes de irse a trabajar. Trina como un pájaro, y se mueve a saltitos por la habitación, como un pájaro también. Insiste en que hoy desayunemos juntos; así que salgo de la cama y voy con ella a la cocina. Ha preparado café y pan tostado. Es el gran día. Emoción, emoción. A las once me espera el señor Contreras para la entrevista de trabajo. Viendo cómo se comporta Sandra se diría que me espera el presidente Obama para nombrarme secretario de Estado. Ella está nerviosa, pero intenta aparentar solo entusiasmo. Me parece una estrategia detestable. Con cada mirada me está diciendo: «El mundo es tuyo, muchacho, cómetelo. El trabajo será para ti porque eres el mejor. Imponle esa idea a Contreras, cógelo por la solapa y dile: “Este trabajo es para mí. Te vas a quedar acojonado cuando veas lo buen profesor que soy. Prestigiaré tu colegio de mierda solo con mi presencia. Te vas a enterar”». He leído ese tipo de cosas en algún manual de autoayuda, en algún artículo de suplemento dominical: «Cómo enfrentarse a la vida con seguridad», «Cómo obtener el éxito con paso firme». Basura sin reciclar. Hubiera preferido que Sandra me tratara como una mamá tradicional cuando su hijo va a pasar por un examen complicado: «Desayuna fuerte, cariño, que con el estómago lleno todo se hace mejor». Pero no, ha optado por la vía moderna. Desea con fervor que me den este trabajo porque lo habría obtenido gracias a su mediación, y eso le daría cierto poder sobre mí. Esa es una idea miserable que se me acaba de ocurrir. En realidad, desea tanto que me den este trabajo porque vivir conmigo en las circunstancias actuales debe de ser insoportable. He procurado que mi estado mental no repercutiera sobre ella, pero no lo he conseguido. Perder un trabajo no es algo tan grave objetivamente, pero yo no he sabido superar ese golpe de la vida. Peros y más peros. Escucho con paciencia los mensajes de ánimo que me dirige antes de irse a trabajar corriendo, porque se le hace tarde.
Al quedarme solo en casa todo fue un poco mejor. Tomé una ducha larga y parsimoniosa. Me preparé otro café. Salí a la calle vestido como de costumbre, aunque es cierto que me peiné con esmero para no llegar a la entrevista con los pelos revueltos. Caminé en vez de coger el autobús, y cuando hube llegado frente al colegio, aún faltaba media hora para las once. Entré en un bar pequeño, adonde probablemente irían al salir de clase los alumnos de los cursos superiores. Pedí una cerveza para reforzar la seguridad en mí mismo. Quizá no hay que ser tan cáustico con los manuales de autoayuda, finalmente se basan en la racionalidad. Dan consejos muy obvios, pero van dirigidos a gente con un bajo nivel cultural, así se enteran de lo que hay que hacer. Mi nivel no es bajo; de modo que no necesito leerlos para sacar conclusiones. Eso no significa, sin embargo, que todo lo que aconsejen sea basura. Es cierto que no debes permitir que una mala situación te coma la moral. Hay que ser consciente de la propia valía, y yo soy un buen profesor. Puede que no haya ganado una oposición ni sacado sobresalientes en mis estudios, pero soy un buen profesor. Me interesa la asignatura. Me tomo en serio a los alumnos. En mis clases siempre ha existido un clima de respeto que los chicos aprecian. No soy rutinario. Reciclo mis conocimientos de vez en cuando, no solo leyendo libros, sino también desde el punto de vista pedagógico. He visto a muchos compañeros, completamente hartos de la enseñanza, a quienes les importa un bledo que los estudiantes aprendan o no. Yo no soy así. Soy vocacional. Da igual si el colegio es del Opus, este puesto será mío hoy. No puedo arriesgarme a que el desánimo que arrastro desde hace meses se cuele en la entrevista, dando una imagen de debilidad. Me quedé sin trabajo, sí, pero esa circunstancia solo es imputable a la crisis económica, nunca a mí.
Apuré la cerveza, tan amarga a aquellas horas de la mañana, y crucé la calle, dispuesto a triunfar.
El colegio tiene unas instalaciones magníficas. Al ver a jóvenes y a niños moviéndose por los pasillos experimento una euforia especial: este es el mundo al que pertenezco. Dentro de poco volveré a él, habrá varias listas de alumnos que estarán bajo mi cuidado intelectual. Figuraré en sus horarios semanales: lunes, miércoles y viernes, Literatura española.
El señor Contreras me hace esperar apenas un cuarto de hora. Aparece por una puerta y me invita a entrar en su despacho. Es el jefe de estudios, no el director, pero por sus manos pasan todos los asuntos importantes, como la contratación de nuevos profesores. Su mesa está impoluta. Mi currículo es el único papel que descansa sobre ella. Lo observa un segundo.
—¡Ah, sí, ya me acuerdo de usted! Y dígame, Javier, ¿qué puede usted ofrecer a los chicos de nuestra institución?
Le hablo de mi experiencia, de lo mucho que me gusta enseñar. Le explico lo que creo que aporta la literatura a la formación de un joven. Con modestia, enumero mis virtudes como profesor. Contreras lo escucha todo con seriedad e interés. Cuando he acabado con mi rollo, mira el currículo, me mira a mí y pregunta:
—¿Lo que dice aquí es cierto, solo daba usted clases de refuerzo?
—Sí. No era profesor titular.
De repente pone cara de que ha empezado a dolerle una muela.
—Claro, pero sin ser profesor titular no se tienen responsabilidades claras: no hay que calificar a los alumnos, juzgar su trabajo continuado en clase…
Me quedo bastante descolocado y no sé qué contestar. Enseguida descubro que no tengo malditas ganas de ponerme a discutir con este tipo. Me encojo de hombros.
—Como usted dice, eso figura en mi currículo.
—Bueno, no es un dato definitivo para un rechazo. Queremos hacer las cosas bien, hablar con cada candidato. Y dígame, Javier, ¿cómo anda usted de fe?
—¿Cómo? No sé a qué se refiere.
—¿Cree usted en Dios?
—Soy agnóstico —digo como un imbécil.
Cuando me oye, ya no le duelen las muelas, sino el corazón.
—¡Ay, no me diga eso! ¡Es tan triste! Si alguien es ateo…, se trata de una tragedia, por supuesto; pero es algo de lo que difícilmente se puede salir. Pero el agnosticismo, ese instalarse en la comodidad de no querer saber de Dios… ¡Me da una pena!, porque solo haciendo un pequeño esfuerzo podría uno encontrar la fe; pero hay que desearlo, por supuesto.
—Supongo que eso me incapacita por completo para ocupar la plaza que ofrecen.
—Ahora no estaba pensando en la plaza, Javier, sino en usted.
—Yo estoy bien, señor Contreras, no se preocupe por mí —digo educadamente.
Él, educadamente también, apunta varias frases en mi currículo.
—Muy bien, Javier. Le avisaremos con la decisión del claustro. Hay varios candidatos más. Le escribiremos a su dirección personal.
Se levanta, me sonríe, me acompaña hasta la puerta de su despacho, me estrecha la mano. Soy tan gilipollas que no le monto ningún número, ni lo envío a la mierda ni le digo nada que pudiera incomodarlo al menos un segundo. Pero es que, de pronto, tengo tantas ganas de irme como él de que yo me vaya.
Vuelvo al mismo bar. Me tomo otra cerveza que, esta vez, me sabe de maravilla. Pienso en cuando les explicaba a mis alumnas Miau, una novela de Pérez Galdós. El protagonista es un viejo funcionario cesante que se arrastra por las oficinas mendigando un nuevo empleo hasta que todos acaban hartos de él. Ese soy yo, pienso. Luego sale en mi defensa un pensamiento positivo: jamás hubiera podido dar clases en un colegio así. Es un nido de integristas, un lugar peligroso. Mejor no entrar para tener que largarme después, habiendo vivido experiencias desagradables. Al menos las monjas nunca me preguntaron si creía en Dios.
Sandra me llama por teléfono. Le digo que la entrevista ha sido un desastre y que estoy seguro de que no me aceptarán. No hace preguntas. Dice lacónicamente: «Nos vemos después».
En casa, por la noche, estoy temiendo que llegue; como si hubiera cometido alguna fechoría. Pienso en cómo debo contarle lo sucedido para que mi figura quede cargada de razón, liberada de toda sospecha. De pronto me pregunto qué demonio estoy haciendo, asustado y empequeñecido, temiendo la bronca del patrón. No, a la mínima reconvención que Sandra se permita hacerme, saltaré sobre ella y le diré que me ha hecho perder el tiempo, concebir falsas ilusiones. Me han recibido en esa entrevista de trabajo para quedar bien con su amiga, pero no tenían la menor intención de contratarme. Ninguna posibilidad.
Me asalta el recuerdo de mi padre, uno de los pocos que conservo de él. Habíamos ido a pescar cuando vi que, bajo el agua transparente, se acercaba un gran pez a toda velocidad. Le advertí gritando y mi padre empezó a lanzar el anzuelo a su paso, una y otra vez, pero el pez continuó, impasible, su ruta. «¡Vaya imbécil! —pensé de mal humor—. Siempre atrapando peces minúsculos y ahora que se le presentaba la ocasión…» Pero no es verdad, el pez simplemente pasaba por allí, y nunca existió la más mínima posibilidad de que picara. Fui injusto con mi padre, aunque no tanto, en el fondo era un imbécil para quien las ocasiones de éxito no se presentaban jamás. Prueba de ello es que, poco después de aquel día de pesca, estampó su coche en un accidente y se fue al otro mundo, llevándose a mi madre con él. Epitafio: aquí yace un imbécil, alguien casi tan imbécil como yo.
Esperando a Sandra en casa me doy cuenta de que me siento profundamente humillado. No tengo malditas ganas de verla, porque sé que no me hará ningún reproche, sino que se echará a llorar. No quiero oírla decir lo que sé que va a decir: «Lo siento mucho, querido, pero no te preocupes, ya surgirá otra oportunidad». Ella no sabe que, para mí, no existen las oportunidades. Me pongo una chaqueta y me largo a la calle. Busco un bar. Llevo el teléfono móvil en el bolsillo por si ella me llama. «Volveré tarde.» Pido un gin-tonic sentado a la barra. Empiezo a bebérmelo despacio. Me encuentro mejor. Cojo el teléfono en la mano y busco las llamadas almacenadas. Aquí está. Aprieto el botón.
—¿Iván?
—¡Coño, tío, no me lo puedo creer, si es el profesor! ¿Qué me cuentas, Javier?
—¿Qué hay del trabajo que me comentaste, aún estoy a tiempo?
—¿El trabajo en el show?
—Claro, ¿qué trabajo va a ser?
—¡Joder, tío, sí que estás a tiempo, sí! Me das una alegría, joder. Eres un tío con dos cojones. Ahora mismo se lo digo a Mariano. Te juro que no te arrepentirás, tío, ya me encargaré yo. Te llamo mañana.
Sigo bebiendo con gran sensación de paz. No hay nada que me preocupe. Mañana cuando me levante será el primer día de mi nueva vida.
No es la prueba de fuego, pero casi. Hay espejos en el camerino y me acerco al más próximo. Iván es como uno de esos perros obsesionados con el amo, no solo me sigue fielmente a todas partes sino que no se separa ni un centímetro de mí. Me aturde con su cháchara:
—¡Estás buenísimo, tío!, pero te han rebajado la categoría, antes eras profesor y en el show eres alumno.
Sí, no está nada mal el tío. Puede que no se lo crea pero la bata de colegial le sienta de puta madre. Este es el peor momento. Podrá parecer que el peor momento es cuando sales en el show y te echan a los leones, pero no, es ahora, yo sé lo que me digo, cuando te ves vestido y te das cuenta de la pinta ridícula que te cascas. Espero que este tío no se me acojone y se eche atrás, porque he dado la cara por él delante de Mariano, que no se casa con nadie, y se pescaría un cabreo del copón. Ahora hay que darle apoyo moral y psicológico, como a los deportistas antes de la competición. Yo para eso me las pinto solo. Habría podido ser psicólogo si me hubiera dado por ahí, si hubiera tenido estudios. Hay que desviarle la atención hacia los demás chicos, para que vea que no está solo, que no está haciendo el memo con la batita y las patas al aire.
—¿Las piernas tienen que estar completamente desnudas, Iván? Se me ven muy blancas. Hace tiempo que no tomo el sol. ¿No sería mejor ponerme unas mallas color carne o unas medias de mujer?
—No, tío, están bien así.
¡Joder con el profesor! Ahora le da por ser coqueto. Aunque, cojonudo, es una buena reacción. La reacción que a mí me da miedo es la de: «Estoy ridículo»; pero si lo que quiere es estar guapo, vamos bien.
—No, mira, tío, Javier. Aquí la cuestión no es estar más sexi que el Brad Pitt. Es casi justo al revés. Esto es como una broma, ¿comprendes?, un cachondeo. No estás aquí para que las titis se enamoren, sino para que se diviertan y, de paso, divertirte tú. Tómatelo así y verás que es un chollo, tío, un puto chollo. Te diviertes y después te pagan; pues es la hostia, ¿no?
A mi alrededor se mueven los estrípers. Son más o menos de mi edad, quizá un poco más jóvenes. Iván me los presenta a medida que aparecen por el enorme camerino comunitario: Domingo, Pablo, Fefo…, uno de ellos es oriental, ya me fijé cuando los vi actuar. Se llama Wong. Me estrechan la mano con cordialidad indiferente. No parece que sea muy raro tener un nuevo compañero. Naturalmente, esto no es como la plantilla de una fábrica. Ser estríper no es ninguna profesión, ni para optar al puesto hay que presentarse a oposiciones. Supongo que cambian mucho. Supongo que todos deben de tener otro tipo de ocupaciones: camareros en bares, porteros en clubes…, ¡qué sé yo! A lo mejor es gente a quien le va mal una temporada, como a mí.
El ambiente es parecido al de cualquier vestuario de gimnasio: hablan a voz en grito, se dan golpes en la espalda al pasar, se gastan bromas. Cuando me pongo el ridículo traje de colegial, el resto de «escolares» se acercan a mí para tomarme el pelo en plan simpático: «¡Seño, hay un chico nuevo!», «¡Vaya piernas de sobresaliente!», «Si te portas mal, me chivaré». Debe de ser una especie de rito para con los novatos, porque enseguida dejan de interesarse por mí y cada uno va a lo suyo: uno levanta pesas en un rincón, otro manda mensajes telefónicos… Solo Wong se queda un rato a mi lado. Me pregunta:
—¿Es la primera vez que actúas en un estriptis?
Iván se interpone y no me deja contestar:
—¡Joder con el chino! ¿Es que no lo ves? ¿Tiene pinta de haber bailado en Pigalle?
—No soy chino, soy coreano. Te lo he dicho mil veces.
—Bueno, vale, coreano, ¡qué más da!
No conviene que cualquiera se acerque a él porque me lo van a asustar. No tengo ni folla idea de qué imagen tiene el profe de nosotros. Seguro que nos encuentra de lo más inculto y vulgar. Ninguno de los que estamos aquí habla como habla él ni se mueve como él se mueve. Se ve al kilómetro que es un tío que ha estudiado y lee libros. Pero ya se adaptará, y si no se adapta es que es más gilipollas de lo que yo creía, y entonces que se las apañe.
—Mira, en esos estantes de ahí tenemos el maquillaje.
—¿También tengo que maquillarme?
—Pues claro, tío, si no, con los focos, parecerás un puto cadáver. La luz blanca se come los rasgos de la cara.
¡Vaya por Dios, ya salió lo que tenía que salir! Me ha hecho la pregunta mosqueado: «¿Maquillarme yo?». Le he dicho y repetido que este no es un espectáculo para maricones, y a la primera de cambio se me pone en plan machito. ¡Joder con el profesor! Me cae bien, pero me cansa. Creo que por eso no estudié para psicólogo, porque hace falta más paciencia de la que tengo yo.
—¡Coño, Javier, no me jodas! ¿Tú no sabes que para salir en la tele hay que maquillar a todo cristo? Da igual que seas ministro o seas el rey. Así que, como te digo, ahí tienes las cosas para pringarte.
—Bien.
Estoy impacientando al pobre Iván, estoy comportándome como un niño mimado. Me olvido de que me ha traído para ayudarme. Debo tener eso presente en todo momento: no hago una concesión estando aquí, he venido por mi propia voluntad. Y si tan insoportable me resultara toda esta historia, no tengo más que renunciar tras la primera actuación. Iván lo comprendería, solo tendría que decirle: «Lo he intentado, pero esto no va conmigo».
—Oye, Iván, y ¿esto del ensayo se hace cada semana o es solo porque yo me incorporo al espectáculo?
—Se ensaya cada jueves por la tarde, tío, como un reloj. No quedes con nadie los jueves por la noche. Mariano es un perfeccionista, ya lo verás. Aquí se ensaya siempre, aunque llevemos cien funciones haciendo lo mismo. El jueves, ensayo. El fin de semana, show.
—¿El ensayo está incluido en los honorarios o lo pagan aparte?
—Incluido.
¡Joder con el señorito! Igual se cree que estamos en Hollywood. Doscientos euros por actuación. Eso hace un montante de cuatrocientos a la semana. Y trabajas los veinte minutos que estás en escena, nada más, solo con la obligación de quedarte hasta el final para el saludo de toda la troupe. Eso son mil seiscientos al mes. Casi libres de impuestos porque oficialmente estamos contratados por menos. No creo que le parezca poco. Ni de coña se sacaba eso dando clases. Muchos mocos tendría que limpiarles a los chavales para llegar a esa cifra.
—¿No te parece justo?
—Sí, hombre, claro que sí. Solo lo preguntaba por tener una idea.
—Y haces muy bien. El que trabaja tiene que saber lo que va a cobrar. Y esto es un curro, Javier, puede que no sea un curro como otro cualquiera, pero da de comer.
—Por supuesto.
Un curro. Hasta él reconoce que no es un trabajo normal. No es estar en la ventanilla de un banco ni arreglar la avería de un motor. No es, desde luego, analizar la poesía de san Juan de la Cruz, ni disertar sobre Fortunata y Jacinta. Pero es un curro, tío, un curro que da de comer.
Mariano, el dueño, entra en el destartalado camerino, que no es más que un almacén. Visto de cerca, tiene una pinta bastante siniestra. Ataviado con un polo de rayas y un pantalón negro pierde toda la fuerza de cuando está en escena, desnudo. Lleva mocasines y calcetines blancos, como un hortera. Es curioso porque todos los chicos, incluido Iván, van vestidos con cierto gusto, incluso bien: camisas, tejanos y deportivas de marca. A lo mejor Mariano quiere parecer un hortera, no alardear del dinero que gana con el invento del show. Cuando me entrevisté con él la primera vez ni siquiera me miró. Solo me preguntó si estaba casado, si disponía de coche y si me gustaba la música pop. Un tipo extraño. Hoy se acerca a mí y me dice amablemente que no me ponga nervioso, que solo es un ensayo, y que no actuaré en público hasta que me sienta preparado. Me observa las piernas.
—¿Vas al gimnasio?
—No —contesto.
—Pues deberías hacerlo. Tienes buenas piernas pero te hace falta un poco de tonificación. ¿Puedes pagarte uno?
—Sí —respondo de forma precipitada.
—Mejor, no me gusta pagar adelantos. Cualquiera de estos te lo puede decir.
—También las tengo un poco blancas. Últimamente no he tomado el sol.
—Como eres peludo, eso da igual.
—¡Es peludo como un oso! ¡Me muero por ti, osito de peluche! —interviene Iván bromeando, atiplando la voz.
Sigue sin separarse de mí. Mariano se desplaza de grupo en grupo, dando algunas instrucciones personales: «No te peines con brillantina», «Quítate el pendiente de la oreja». Su tono es desabrido, muy diferente al que ha empleado conmigo. Se comporta como un general revistando a sus tropas antes de la batalla. Nadie puede negarle profesionalidad. Como no va vestido con la americana de lentejuelas deduzco que él no participa en el ensayo. Cuando ha terminado de inspeccionarnos, da unas palmadas.
—¡En diez minutos empezamos el ensayo! ¡Todos al loro!
Iván, disfrazado de El Zorro, me mira con una sonrisa casi cariñosa.
—¡Ánimo, profesor, que esto está chupado! Procura sobre todo sentir la música y dejarte llevar. Imagínate que tienes delante a un montón de titis que quieren chupártela y que tú no te dejas. Ponlas calientes nada más.
Como formo parte del primer número enseguida me toca actuar. La sala está vacía, helada. Siento el frío en las piernas desnudas, se me cuela bajo la bata escolar y sube hasta el vientre, hasta el pecho. El minúsculo eslip que llevo es molesto, me aprieta. No hay focos que nos iluminen, bailaremos con la desvaída luz general. Todo tiene un aspecto desolado. Las mesas, sin manteles ni lamparita. Las sillas, apiladas en un rincón. A la pared le vendría bien una mano de pintura.
Miro de reojo a mis compañeros escolares. Todos esperamos la salida del profesor, la irrupción de la música. Los bailarines tienen una actitud serena, natural. Hacen estiramientos, ejercicios respiratorios. Es reconfortante que estén ahí. Me hacen sentirme menos estúpido vestido como un adefesio, en medio de esta sala vacía. Mariano está sentado en una silla cerca del escenario, distingo sus calcetines blancos refulgiendo con la luz artificial.
Empieza la música. Mi consigna es hacer lo mismo que hacen los demás. Tengo las nociones básicas porque ya he visto la actuación. Teóricamente es fácil, los movimientos no exigen sincronía, excepto al final, en que debemos acabar todos a la vez. Entra en escena el que hace de maestro. Me choca tenerlo tan cerca, ver sus músculos potentes expandirse y contraerse mientras baila. Huelo la colonia que usa. Se echa a un lado y nos va sacando uno a uno al centro del escenario. Todos hacen la comedia de no saber moverse bien. Cuando me toca el turno, bailo aparentando como puedo torpeza y timidez. Vuelvo a mi pupitre tras recibir una bronca gestual. Espero a que los demás representen su parte y, cuando no queda ninguno, se produce la eclosión de la clase en pleno. Bailo junto a los otros, los imito contoneándome, balanceando los genitales adelante y atrás. Me resulta difícil sentir la música porque estoy tan nervioso que no consigo oírla bien. Se hace el silencio abruptamente. Nos quedamos quietos, expectantes. Mariano se acerca al escenario, se dirige a mí:
—No recuerdo tu nombre. ¿Cómo te llamas?
—Javier.
—Te has quitado la bata demasiado despacio, con poca fuerza. Tienes que quitártela con rabia por la cabeza, y luego tirarla a un lado como si fuera un trapo, una mierda que no quieres ver más. ¿Comprendes? Lo demás está bien. Vamos a repetir.
Siento pánico al pensar que soy yo solo quien debe repetir, pero no, la formación en pleno se vuelve a poner la bata. Empezamos de nuevo y, esta vez, me arranco la bata, que lleva un falso cierre por detrás, de un golpe certero, con decisión. Luego la echo a un lado con un gesto violento. Llegamos al final y oigo la voz del jefe, átona y sin matices:
—Así está mejor, Javier. La semana próxima ya puedes incorporarte.
Algunos compañeros me palmean la espalda. «Enhorabuena», me dice Wong. Iván no puede decirme nada porque está a punto de ensayar su número, pero al pasar junto a mí me guiña un ojo.
Nos encontramos a la salida, vamos juntos a tomar una cerveza. Él está eufórico. Yo, sorprendentemente cansado. Me duele la espalda como si hubiera pasado la tarde descargando un camión.
—Felicidades, tío, has estado cojonudo.
—Tampoco hay que exagerar. Me he defendido como he podido, pero no creo que vayan a darme el premio al mejor estríper del año.
—¡Qué dices, chalado, lo has hecho muy bien!
Este tío se cree que hace falta ir a la universidad para mover el culo. Como si yo no hubiera visto novatos que ensayan y ensayan pero Mariano no los deja debutar hasta pasado casi un mes. Y los ensayos no se cobran, que esto no es un crucero de placer.
—¡Que no, tío, que no! Has estado perfecto. Lo que pasa es que eres una jodida bomba sexual y ni siquiera te habías enterado.
—Lo que pasa es que he venido recomendado por ti y el dueño ha hecho la vista gorda.
—¡Y una leche!
¿Mariano en plan bueno buenísimo? ¡Ni hablar! Este no lo conoce, pero el jefe puede ser borde que te cagas.
—No te negaré que, viniendo recomendado por mí, te has saltado las pruebas de entrada. Porque para actuar en el show hacen un casting del copón y viene la hostia de gente; con esto de la crisis, cada vez más. Pero a mí Mariano me tiene bien considerado, dice que le doy buen rollo al grupo porque soy bromista y tal. Además, me debe algunos favores.
—Me imaginaba algo así.
—Déjate de rollos, lo de hoy ha sido mérito tuyo. Hacer un primer ensayo y debutar a la semana siguiente es la primera vez que lo veo. Yo creo que es por la imagen que das, como ahora se dice. Tienes pinta de niño bueno que no sabe qué coño está haciendo en un sitio así. Y eso a las tías las pondrá a cien. Porque con las tías es así: o vas de duro, macho, que tienes más horas de vuelo que un piloto, que eso les gusta a morir, o te lo montas de nene inexperto para que ellas te lleven de la manita y te descubran las verdades de la vida. Las tías son raras de cojones, profe, ya lo debes de saber tú, se van de un extremo a otro como un balancín. Pero el caso es que tú eres un crack, tío, hasta los colegas me lo han dicho. Ya te los presentaré, hay algunos que son majos. Después del show vamos unos cuantos a picar algo por ahí. Los días del ensayo, no, que todo el mundo tiene muchas cosas que hacer. Pero hoy es un día especial, que has marcado un gol por la misma escuadra. ¿Nos arreamos otra birrita?
—No, gracias, Iván. Tengo que coger el autobús. Es tarde y Sandra se preocupará.
—Si es por el puto autobús, tenemos tiempo para una caña. Te llevo en mi coche. En un pispás estamos en tu casa.
Tomo la última cerveza con él. En el fondo me apetece. Queda mucha gente en el bar, hay música de ambiente, se está bien. Siento que todo lo que acaba de pasar va alejándose de mí. Un mal rato que ha terminado. Aunque la realidad es al revés: el mal rato da paso a algo que acaba de comenzar.
Entramos en un parking y nos paramos frente a un Golf negro. No entiendo nada de coches pero imagino que este es un modelo caro: lleno de cachivaches electrónicos en el salpicadero, con asientos de cuero… Iván me lo muestra con orgullo.
—¿A que mola mi carro? ¿Te gusta? Es una pasada. Lleva de todo, mira: GPS, sistema automático de aparcamiento, alta fidelidad… Lo compré no hace ni un año, a tocateja, nada de financiaciones ni rollos patateros. Por eso lo meto siempre en un parking, que hay mucho chorizo suelto por ahí.
Conduce a bastante velocidad, pero bien, sin imprudencias, con control absoluto de su coche. Ha puesto música bakalao a un volumen excesivo. Va canturreando. De pronto me pregunta:
—Yo no soy de meterme en la vida privada de la gente, pero solo por curiosidad: ¿qué ha dicho Sandra cuando le has contado que te vienes al show?
—No se lo he contado aún.
—¡Hostia, tío, pues muy mal! Dirá que no se lo has consultado y a lo mejor se cabrea.
—No tengo por qué consultárselo; es mi vida.
Iván se ríe. Su risa es metálica, sin fuste, casi estúpida. No me gusta su forma de reír.
—Di que sí, tío, mandando, controlando la jugada, como tiene que ser.
¡Joder con el profe!, mucho niño bueno y mucha hostia pero parece que tiene carácter. Claro que a lo mejor va de farol y lo que pasa es que no se ha atrevido a soltárselo a la chorba. Bueno, pues en ese caso ya se apañará. Eso no es asunto mío.
No sé si Genoveva es más simple de lo que yo pensaba o es que ya todo me aburre. Ir a comprar vestidos basura a una tienda con música a tope está bien. Tomar gin-tonics en el bar de moda también es entretenido. Pero siempre había creído que su vida era más interesante. Resulta que yo, que según ella he estado fuera del mundo, no estaba perdiéndome nada tan extraordinario. Me pregunto qué hace la gente para llenar su tiempo libre. ¿Qué harán David y su joven traductora? ¡Estar metidos en la cama todo el día, claro! ¿Estará él organizando su nuevo trabajo? Porque supongo que lo tendrá. Quizá ha decidido vivir del sueldo de su chica, que no debe de ser gran cosa. Quizá quiera llevar una vida austera. Cuando estaba casado conmigo llevábamos una vida austera, pero teníamos una buena casa y una vez al año hacíamos viajes a lugares exóticos. Debe de sentirse tan feliz al lado de esa chica que no necesitará suntuosidades. Si vive a costa de ella, no será la primera vez; aunque si debo ser justa, diré que siempre se ganó su salario. El trabajo era prioritario para los dos. De todas maneras no me ha llamado ni una sola vez para saber cómo va la empresa. Conoce bien las dificultades por las que estamos pasando, pero ni una simple llamada. No le interesaría el trabajo tanto como pretendía; o a lo mejor siente vergüenza de haberlo abandonado en estos momentos. En el fondo no me sorprende que estuviera harto. Yo también lo estoy. Harta de la crisis, de los impagados, de perseguir clientes, de la negación de créditos bancarios. El gerente sigue agobiándome, como si todo fuera a solucionarse porque yo pase más horas en el despacho. Es obvio que no quiere cargar solo con la responsabilidad de los fracasos. Lo cierto es que no sabe qué hacer, anda despistado, se desespera con facilidad, da palos de ciego. Hace falta un temple especial para sacar adelante una empresa. Papá lo tenía. Por muy grande que sea la crisis, él habría sabido capearla, enfrentarse a los inconvenientes, tomar las decisiones justas. Durante un tiempo creí haber heredado su consistencia, pero me engañaba. Estoy cansada. El porrazo que me ha dado David ha sido muy fuerte. Si papá hubiera estado vivo, no se habría atrevido a dejarme tirada. Claro que entonces yo habría seguido viviendo con un tipo que no vale nada. Mejor que me haya abandonado, ha sido un modo de que saliera a relucir la verdad. A veces me siento muy sola y tengo ganas de llorar, pero no es que eche de menos a mi marido, sino que echo de menos a papá. Por mi marido no he derramado ni una sola lágrima. Llevo eso muy a gala. Genoveva no tiene razón, no soy una niña cobarde que se ha pasado la vida preservada del mundo. Lo único que me ocurre es que estoy cansada, ya me animaré.
He quedado con Genoveva este sábado. Vamos a ir a una demostración privada de cosméticos. Ella dice que es muy divertido: maquillan a las modelos delante del público, se sirve un cóctel. Al final, hay venta de productos a un precio muy reducido. Lo hacen en un gran hotel. Veremos si de verdad es tan divertido. En principio no parece nada del otro mundo. Seguramente después de la demostración iremos a tomar una copa. En ese momento le preguntaré a Genoveva con todo descaro: «Y tú, Geno, para divertirte, ¿solo haces este tipo de cosas?».
—¿Qué tipo de cosas, guapa? No sé qué quieres decir.
—Bueno, los sitios adonde me llevas son fenomenales y siempre lo pasamos genial, pero… todo es un poco light.
Genoveva se ha quitado la copa de la boca, siempre la deja marcada de carmín, y me ha mirado con cara pícara.
—Así que te gustan las emociones fuertes, ¿eh?
—No me hagas caso. Estoy un poco depre últimamente. Todo me aburre, todo me parece mortecino, cansado. El otro día fui al cine sola y la película no me gustó. Pero no me hagas caso, la demostración de cosméticos ha sido muy divertida, con todas aquellas chicas tan guapas maquilladas a la última…, y el rímel que me he comprado, y las sombras de ojos… En el fondo no sé lo que quiero, haz como si no hubiera hablado, de verdad.
Pero hablé, y Genoveva tomó buena nota de mis palabras, y las interpretó a su manera.
Me mira con cara de cordero degollado. Sabe que pasa algo, aunque ni siquiera sospecha qué es. No es un mérito excesivo, todas las parejas más o menos avenidas que han pasado juntos un tiempo prolongado saben que algo sucede cuando algo sucede. Mi cara debe de traslucir perfectamente algunos de mis pensamientos. Si hubiera disimulado, ella no habría notado nada. Lo pensé, pensé en ocultárselo, pero viviendo en la misma casa es imposible. Luego me cabreó haberlo tenido in mente ni siquiera un segundo. ¿Quién es Sandra, mi mamá? ¿Tengo que procurar que no se entere de mi mal comportamiento? No hay nada negativo en que alguien esté en el mundo del espectáculo. Solo soy un hombre que soporta mal el desempleo y que acaba de encontrar un trabajo. Si ese trabajo resulta incómodo socialmente es por culpa de la moral católica y por el miedo al qué dirán; de modo que puedo estar bien tranquilo. A pesar de todas esas consideraciones absolutamente lógicas, sigo sin saber cómo plantearle la cuestión a Sandra. Al final me decido por ser sincero y directo:
—Siéntate, Sandra. Tenemos que hablar.
Se lo conté, y en el primer momento se quedó como noqueada. Quizá fui demasiado sintético, demasiado brutal. Al cabo de un segundo se echó a reír, aparentando escepticismo.
—Lo que quieres decir es que un bailarín del espectáculo de tu amigo está de baja y tú vas a ir a suplirlo un par de días. Es eso, ¿no?
La mente es rápida para adecuar la realidad a tus deseos. No me gusta su reacción, incluso me molesta.
—No, no es eso lo que he dicho ni lo que he querido decir. Queda un puesto libre en el espectáculo de Iván porque alguien se va definitivamente, y yo lo voy a ocupar. Si esto fuera un colegio, yo sería el profesor titular.
—Pero ¿por cuánto tiempo?
—Ni idea. Si me sale algo de lo mío, dejo ese espectáculo al día siguiente. Pero mientras tanto, tengo un trabajo, ¿sabes lo que quiero decir?: un trabajo. Lo entiendes, ¿verdad?
—No, no entiendo nada.
¿Cómo voy a entenderlo? ¿Qué es esto, La metamorfosis de Kafka? Un día te levantas y en vez de tener al lado a tu pareja tienes un bicho. ¿Es este Javier el mismo Javier con el que he vivido durante los últimos años? ¿Qué le ha pasado, qué parte me he perdido de su precipitada evolución? Las monjas lo despidieron de su puesto de profesor, de acuerdo. Lleva meses en el paro, de acuerdo también; pero ¿cuántas personas hay actualmente en este país que están en su mismo caso? Gente con hijos que mantener, que quizá han agotado el subsidio de desempleo y pasan por serios problemas para pagar la hipoteca, incluso para comer. ¿Y qué hacen, lanzarse todos de cabeza a la primera chorrada que les proponen sin importarles de qué se trata? Nosotros no estamos en una situación desesperada, tenemos dinero para vivir bien. Yo cobro mi sueldo y Javier aún ingresa el subsidio en su totalidad. Podemos pagar sobradamente el alquiler, no tenemos responsabilidades familiares, nuestros caprichos no son caros: alguna película, algún concierto de rock, una pizza o un kebab de vez en cuando… Entonces, ¿a qué viene esta gilipollez del espectáculo?
—No necesitamos el dinero que puedan pagarte.
—No es una cuestión de dinero. Quiero tener un trabajo.
—¿Un trabajo?
Es lo más absurdo que he oído en mi vida. Eso no es un trabajo, ¿no se da cuenta? Con ese trabajo no va a sentirse integrado en la sociedad, si es eso lo que quiere.
—Javier, ese no es un trabajo normal, un trabajo en el que vayas a sentirte como el resto de la gente. Estarás fuera de tu ambiente, de la vida que viven las personas normales.
—¿Por qué no es un trabajo normal? ¿Tienes prejuicios?
—Seamos lógicos, como a ti te gusta ser. Si en vez del tal Iván se hubiera cruzado en tu vida un domador de leones y al cabo de un tiempo te hubiera propuesto trabajar con él en la pista, ¿le habrías dicho que sí?
—Eso no es lógico para nada. Ser domador exige un valor especial.
—¡Justamente!, y sin embargo…
—¡Cuidado, Sandra, cuidado con lo que vas a decir!
Que tenga cuidado porque la frase que acaba de iniciar no puede acabar bien de ninguna manera. Yo ya la he acabado mentalmente: «… sin embargo, para enseñar el culo en un garito cualquiera sirve, porque es lo más tirado».
—No, escúchame.
Lleva razón, cuidado, cuidado con lo que digo. No quiero hacerle daño. No quiero ofenderlo. No quiero perderlo, pero esto es tan absurdo que no puede estar sucediendo de verdad, no con Javier. Él es tranquilo, equilibrado, tiene los pies en el suelo. Nunca lo he visto hacer una tontería ni salirse de su lugar. Siempre hace lo correcto. ¿Qué le ha pasado? ¿Por qué se ha dejado influenciar por un tipo al que, en circunstancias normales, despreciaría? Iván, un marginal, un machista, un grosero, un lumpen. ¿Qué broma es esta?
—Escúchame, no me entiendas mal. Lo que quiero decir es que si necesitas una actividad que llene de sentido tu vida en estos momentos difíciles, podrías hacer tu tesis doctoral, matricularte en otra carrera, participar como voluntario social dando clase de español a hijos de inmigrantes, o visitando a viejos que viven solos… No sé, algo más acorde con tu manera de ser.
—Necesitaba un trabajo y tengo un trabajo. No quiero hablar más del asunto.
—Pues procura que yo no me entere demasiado de ese fantástico trabajo.
—Descuida, así lo haré.
—Perfecto.
Y ahora, ¿adónde me voy yo a llorar? No quiero llorar estando él en casa. ¡Ojalá salga ahora mismo!, porque lo único que necesito es llorar un buen rato a lágrima viva. Todo esto es como un mal sueño del que, seguro, despertaré, despertaremos los dos.
Bien, esto era en cierto modo previsible. No sabía qué derroteros tomaría nuestra conversación, pero ahora ya está claro: para Sandra, trabajar en ese club es algo abominable, algo asqueroso que se hace con y para gente vulgar que nada tiene que ver conmigo. Ni con ella tampoco, por supuesto. Por otra parte, el concepto que tiene Sandra de mí ha quedado bien explícito: yo soy alguien inútil de quien se espera que haga cosas inútiles. Por ejemplo, estudiar algo que de nada me servirá, o visitar a viejos solitarios o dar clases a niños que hablan mal. Caridad, solidaridad si nos ponemos en plan progresista. No me sorprende. Es curioso advertir cómo en los momentos de crisis las verdades afloran. El trabajo que yo tenía con las monjas era una mierda: profesor de refuerzo en la enseñanza privada, unas pocas horas además. Un puesto de miseria con un sueldo de miseria. Sandra siempre ha ganado más del doble que yo. La vida va pasando sin que nos hagamos preguntas a nosotros mismos. No conviene, a lo mejor no nos gustan las respuestas. La apariencia es suficiente: soy licenciado, tengo un trabajo, todo está bien. Por debajo, a muchos metros de profundidad, laten las verdades. Allí las hemos enterrado para poder seguir adelante. Fui un estudiante mediocre. No me presenté a ninguna oposición porque soy cobarde y temía que me suspendieran una y otra vez. No busqué un trabajo mejor porque soy perezoso y quería tener tiempo libre para leer, mi gran pasión. Me he dejado llevar por las corrientes que me arrastraban con más facilidad. Soy acomodaticio. Me conformo con poco y he intentado considerar eso como una virtud, cuando en realidad es un defecto. Nunca me he enfrentado a retos, ni idealistas ni materiales. Soy muy poca cosa. He vivido consecuentemente con mi manera de ser. Ahora no voy a cambiar. No voy a escribir mi propio libro de autoayuda con las acciones que podrían hacerme diferente: un hombre renovado y magnífico. No creo en los hombres que se hacen a sí mismos, eso no existe. Creo en la suerte al nacer. Si eres hijo de padres maravillosos, ricos, cultos y equilibrados, que se aman entre ellos, llevas un boleto ganador. Los míos no eran cultos ni ricos. No recuerdo si eran equilibrados o no. No sé si se amaban. Murieron muy pronto. Por eso puedo considerarme incluso afortunado siendo como soy; al menos no he salido esquizofrénico ni navajero.
Voy a debutar, como suele decir Iván, en un espectáculo de porno light. Voy a enseñar el culo a las señoras y a la sociedad. No creo que eso me deje marcado de por vida. El día del debut le dedicaré mi número al señor Contreras, que tan amablemente me recibió y cuyo rechazo profesional me hizo comprender que el arte escénico me reclamaba. «¡Va por usted, maestro!», diré. Después le daré con energía a la contorsión erótica y al remeneo de paquete. He comprendido por fin que este tipo de baile debería figurar en el proyecto educativo de todos los centros del país. Nunca se sabe lo que el destino les deparará a los jóvenes alumnos. La vida da muchas vueltas y hoy desgranamos doctamente la prosa de Jovellanos, mientras que mañana quizá nos veamos obligados a contonearnos frente a las masas de mujeres liberadas y dispuestas a una sana diversión. Todo sea por ofrecer un servicio a la sociedad. Lo importante es seguir vivo y poder decirse a uno mismo que todo va bien.
¡Menos mal que se ha ido! ¡Ahora puedo llorar en paz!
Hoy viernes es el gran día, el día D o como queramos llamarlo. Me despierto cuando Sandra ya se ha ido al trabajo. Después de la tensa conversación de la semana pasada, no parecen haber quedado secuelas en nuestra relación. Es como si hubiera decidido comportarse como si nada pasara. Y, en efecto, nada ha pasado aún. Veremos si sigue igual cuando yo tenga que acudir cada fin de semana a la sala. No lo había pensado, pero eso afectará a nuestra vida habitual. No podremos salir a cenar con amigos ni ir al cine, lo cual no es tan terrible; hay multitud de ocupaciones que comportan un horario engorroso: panaderos, hosteleros, conductores de transporte público… En cualquier caso, el resto de la semana lo tengo libre.
Me preparo el desayuno y lo tomo en la cocina, oyendo las noticias en la radio, aunque no las escucho. Me basta con el sonido de las palabras para sentirme acompañado. Tengo que quitarme de encima esta sensación de alarma inconcreta, de abatimiento general. Me repito que hoy es un viernes como cualquier otro. Voy a ir a comprar al supermercado. Después regresaré a casa y leeré los periódicos en el ordenador. Miraré mi correo electrónico por si hay algo que contestar. Navegaré un rato por internet. A mediodía, bajaré al bar de la esquina para comer. Por la tarde saldré a dar una buena caminata. Si a mi vuelta Sandra ya ha llegado, procuraré hablar con ella lo menos posible. Luego me iré a cumplir con mi nuevo trabajo por primera vez.
Seguí escrupulosamente mis planes. Una hora antes del espectáculo, me reuní con Iván en una cafetería. Habíamos quedado así, para ir juntos a la sala.
Se alegra mucho de verme, como si hiciera mucho tiempo que no nos encontráramos. Voy a pedir una cerveza, pero me dice que no, nada de alcohol antes de la actuación. Cambio la cerveza por un té, y él se toma una coca-cola cargada de hielo. Me sonríe.
—¿Ya estás preparado mentalmente para el debut?
Le respondo que no, que justo he estado intentando mantener la idea del debut alejada de mi cabeza.
—¿Y por qué?
Le contesto que si pienso en ello, me entran todos los males. Le confieso que estoy nervioso, raro, hasta con un poco de mal humor. Entonces se planta frente a mí y me mira con esos ojos de enajenado que tiene.
—Lo vas a hacer de cojones, tío, de cojones. Hoy acabas el show convertido en una figura internacional. Pero sobre todo: no te agobies. Lo que te pasa es normal. Tú nunca habías estado en este tipo de rollos, y como es el primer día se te pone un nudo en el estómago. Pues bueno, ni puto caso al nudo. Tú a lo tuyo. Tienes que pensar que esto es algo como de cachondeo, como si te lo hubieras montado tú con unos colegas para pasar un rato divertido. ¡Ánimo, profesor! Aunque yo te entiendo, ¿eh? ¡Anda, que si yo tuviera que hacer de profe delante de chavales!… ¡Estaría acojonado, joder! ¡Ni me lo imagino: yo allí hablando de que si la literatura tal, la literatura cual! ¡Me entra un acojono de la hostia! Y los chavales mirándote, todos callados como diciendo: «Venga, profe, échenos pienso mental, que tenemos el buche vacío».
Me hace reír, que es lo que pretende. De pronto, me da por preguntarle:
—¿Tú lees libros, Iván?
Se queda descolocado.
—¿Yo? Hombre, pues tengo poco tiempo, la verdad. Ya leeré cuando sea viejo. Pero espabílate, tío, a ver si al final vamos a llegar tarde. Tenemos que estar allí una hora antes del show.
Me ataca los nervios que siempre diga «el show». Salimos del bar.
El camerino está a tope. Ya ha llegado todo el mundo. Bromas, risas, berridos…, todo lo que, supongo, es habitual. Mariano se pasea entre los demás, ya vestido de presentador. Masca chicle, no habla, no me mira ni una sola vez. Me pongo la ropa ridícula. Wong, viendo mis malas trazas, se ofrece a esparcirme el maquillaje por la cara. Le dejo hacer. Alguien nos mira y se ríe. El maquillaje huele a perfume. Me siento molesto con esa pasta en la piel, como si estuviera embadurnado de barro. Hay una máquina de café en una esquina. Los chicos se sirven de vez en cuando, se mueven de un lado a otro con los vasos de papel en la mano. Iván, convertido en El Zorro, se me acerca.
—¿Cómo vas, tío?
Me encojo de hombros.
—Aquí estoy.
—Ya sabes, sobre todo nada de agobiarte. Se me olvidó decirte que, como los focos nos dan en la cara y son tan fuertes, tú a la gente no la ves. Así que tranqui, tú a tu rollo.
Un minuto antes de salir a escena, mis compañeros de número y yo hemos formado un grupo compacto. Se nos acerca Mariano. Viene directo hacia mí.
—¿Lo tienes todo claro?
Asiento. Él sale al escenario para presentar. ¿Por qué me pregunta justo ahora si lo tengo todo claro? Un poco tarde, ¿no? ¿Debo tomarlo como una advertencia de que si algo sale mal me echará? Me doy cuenta entonces de que Mariano me cae fatal, es un tipejo de los bajos fondos. De repente vuelvo a ser yo mismo, el de antes, el que siempre he sido. ¿Qué hago aquí, qué broma es esta? ¿Dónde he tenido la cabeza en los últimos tiempos? Todo esto es absurdo, risible. Pero no pasa nada; acabo la actuación y esta misma noche le digo al tal Mariano que no cuente más conmigo, que lo he pensado mejor. No volveré a aparecer por este lugar. Basta ya de tonterías, volvamos a la realidad. Y en cuanto a Iván, verá que he hecho lo posible por aprovechar la oportunidad que me brindaba, pero que todo esto no va conmigo. «Al menos lo he intentado, tío», le diré, y estoy seguro de que lo comprenderá.
Mariano ha acabado de perorar. Salimos con precipitación a la oscuridad del escenario. Mis compañeros adoptan súbitamente actitudes precisas y posturas hieráticas. ¡En marcha! Noto que el aire de la sala me roza las piernas. Las siento desnudas. Distingo un fragor apagado a mi alrededor formado por las respiraciones del público, los comentarios en voz baja, los ruidos de las copas, los roces de los manteles, de las ropas, los carraspeos. Estoy deslumbrado pero, aun así, fijo la vista en una de las mesas y veo que una chica me sonríe. No vuelvo a mirar más. Me centro en lo que debo hacer. Me dejo llevar por la música. Desabrocho la bata escolar y, cuando toca, me la arranco de un golpe, la tiro con fuerza lejos de mí. Ejecuto los movimientos sexis llevando los genitales adelante y atrás. Oigo gritos de la gente, algún fuerte silbido de admiración. Miro de reojo a mis compañeros para no descoordinarme. Tres potentes compases finales y… ¡se acabó! Corremos como conejos asustados hacia el interior. Fuera se oyen aplausos, vítores. Nos cruzamos con Mariano, que sale de nuevo a escena con paso atlético. Veo a Iván preparado para su actuación. Me guiña un ojo desde la distancia, pone un pulgar en alto en señal de felicitación.
Una vez dentro, miro mi sexo, algo extraño embutido en el incómodo taparrabos. No me había dado cuenta pero estoy sudando. Se me acerca Wong, me da un albornoz.
—Toma, te lo presto. Sin nada te vas a enfriar.
—¿Y tú?
—Tengo otro de reserva. ¿No te han dicho que trajeras un albornoz?
—No, nadie me ha dicho nada.
Me explica, en buen español pero con fuerte acento extranjero, que es mejor ducharse ahora. Algunos esperan hasta que haya acabado todo el espectáculo y se duchan tras el saludo general, por lo que suelen formarse colas.
—Las duchas son un poco horribles, pero el agua está caliente.
La expresión «un poco horribles» me parece divertida. Ducharme ahora me apetece mucho, pero no he traído ninguno de los enseres necesarios: gel de baño, un neceser… Iván ha olvidado advertirme de toda esa parte logística.
—No es un problema. Yo te presto todo, también una toalla. Soy un servicio público. —Wong sonríe.
Entramos juntos en las duchas. Hay otro de los colegiales duchándose. Levanta la mano para saludar con la cara cubierta de espuma. Es verdad que el sitio es un poco horrible: seis duchas sin compartimentar con suelo de cemento y paredes que nadie se ha molestado en repintar. Hace frío, pero el agua es abundante, y aquella me parece la ducha más reconfortante que he tomado jamás. Veo cómo cae por mi cuerpo un chorro de color terroso: el maquillaje. Me asalta una duda: para el saludo general ¿tendré que volver a untarme esa pasta en la cara? Y esa duda me lleva a otra: cuando saludemos ¿estará encendida la luz ambiental de modo que necesariamente veré a la gente?
Me paseo con el albornoz de Wong, muy tonificado tras el agua caliente. Le devuelvo su jabón, tomamos un café. Llega entonces Iván, que ya ha terminado.
—¿Y ese albornoz? —me pregunta.
—Wong ha tenido la amabilidad de prestármelo. También el gel de baño.
—Ya veo —dice desabridamente.
—Te olvidaste de decirme que tenía que traer cosas de aseo.
—Sí, un fallo, tío. Nadie es perfecto.
Wong se aleja hacia otro pequeño grupo que charla. Es obvio que él e Iván no se caen bien. Iván me pasa la mano por el hombro.
—¡Muy bien, tío, muy bien! ¡Lo has hecho de coña! ¿Qué tal la experiencia?
—He sobrevivido.
—No puede haber sido tan malo. Transmitías sexo. He estado fijándome y había un montón de tías pendientes de ti. Te lo juro, tío, se les salían los ojos de la cara.
—No me digas eso, que no vuelvo más.
Me da golpes en la espalda, se ríe. Alguien lo llama y se aleja. Pienso que he dicho «no vuelvo más» como anticipación inconsciente de lo que quiero decirle: que no voy a volver. Pero ahora no me apetece analizarlo.
Está llegando el final del espectáculo y me enfrento a otro momento espinoso: salir a saludar. El saludo me preocupa porque, si no hay focos sino iluminación general, yo veré al público y el público me verá a mí tal como soy, en actitud normal: sonriendo, bajando la cabeza para agradecer los aplausos, sin música ni artificios, sin la siniestra bata de colegial, vestido con pantalón y jersey negro, como los otros.
Pero no fue tan terrible. Cierto que, tal y como temía, la luz era general, pero lo que vi era gente normal, que sonreía y aplaudía de modo civilizado. Los bailarines habíamos dejado de ser ridícula carne pretendidamente sexi, y el público ya no representaba su papel de plebe sedienta de sexo. El circo romano cerraba sus puertas. Me fijé en algunas personas con detalle: chicas de aspecto agradable, mujeres que bostezaban, cansadas tras la larga función, un señor mayor acompañado de su joven pareja. Ellos me habían visto moviendo las carnes como una cabaretera barata, pero en aquel momento, no sé por qué, me daba igual.
Había que cambiarse de nuevo, dejar las prendas negras y ponernos nuestra ropa. Mariano nos buscaba uno a uno en el vestuario. ¡Estaba pagándonos en metálico! No podía creerlo; aquello me recordaba las novelas sobre el proletariado, la Revolución industrial: los mineros recibiendo su salario, los jornaleros haciendo cola para coger en mano la semanada. Al ponerse frente a mí Mariano me dijo:
—Lo has hecho muy bien.
Me metí el dinero que me tendía en el bolsillo, precipitadamente.
—¿No lo cuentas? —preguntó.
—¡No, por favor!
Asintió, complacido por mi estilo caballeroso. Iván pasó corriendo y me estiró del brazo.
—No te vayas. Voy a saludar a un conocido y enseguida salimos.
Lo obedecí. Me senté en una silla con aire perdido. Regresó apenas pasados cinco minutos.
—¡Andando! —dijo lleno de ímpetu, como si la noche comenzara justo entonces.
El formidable es un bar grande y destartalado con decoración chillona. Sirve copas y platos fríos, y aun siendo las dos de la madrugada, está lleno hasta los topes. Veo que hay una ciudad dentro de mi ciudad que desconocía por completo. Cuando entro con Iván hay cuatro chicos esperándonos. Los he visto a todos en el club, pero no he intercambiado con ellos ni una palabra. Se llaman Andrés, Sergio, Jonathan y Éric. Todos tienen el mismo aspecto que Iván: cabello rapado, ropa deportiva cara, músculos bien definidos bajo las camisetas. Son una especie de «poligoneros» venidos a más. Pedimos jamón, chorizo, queso, ensaladilla rusa y cerveza, litros de cerveza. Toda esta comanda aparece rápidamente en nuestra mesa sin mantel: un montón de bandejas repletas. Me parece dudoso que vayamos a terminar con ese festín, pero veo que los comensales se lanzan a degüello sobre el embutido. Comen como limas, y también como cerdos: mastican con la boca abierta, chupan el cuchillo… Iván saca el tema de mi actuación:
—¿A que Javier ha estado genial?
Se inicia un coro de frases laudatorias: «De puta madre», «Como un profesional», «Un crack». Enseguida se olvidan de mí y pasan a hacer comentarios sobre el show, todos dicen «el show».
—¡Hostia, tíos! ¿Habéis visto el grupo de cincuentonas que había a la derecha, justo debajo del escenario? Llevaban más hambre de tío que si vinieran de la guerra.
—Sí que las he visto, sí. Cuando ha actuado el jefe he pegado una mirada desde detrás de la cortina y las cabronas babeaban. Le habrían pegado un buen mordisco si hubieran podido.
—¡Joder! Esas, la última polla que han visto debió de ser la de un recién nacido en una foto.
Risotadas. Hablan tan alto que cualquiera puede oírlos. Estoy incómodo, la comida se me hace una bola difícil de tragar. Quiero irme, pero me limito a sonreír. El próximo día le diré a Iván que no voy a reunirme con ellos después del espectáculo. Le pondré alguna excusa: que me gusta acostarme pronto, que necesito pasear un rato antes de dormir.
—Pues había una parejita en primera fila que era la releche. Él, un viejo con pinta de tener pasta. Ella, un bombón, superbuena que estaba. Al tío seguro que no se le levanta ya ni con una grúa.
—Por eso trae a la nena al show, para que por lo menos se le alegre la vista.
—¡Qué va, tío! La trae para que se motive y luego se la chupe bien chupada pensando en nosotros.
Lo de la motivación tiene un éxito descomunal. Las carcajadas suenan como truenos en una tormenta. Iván es quien más ríe. Me mira en plan cómplice, como diciendo: «Ya te dije que estos chicos eran la bomba». Sonrío como un imbécil, y tengo la mala fortuna de que Jonathan me pregunte de improviso:
—Y a ti, que eres nuevo ¿qué te ha parecido toda esta movida?
—¡Joder, me ha parecido la hostia y el copón!
Espero que la acumulación de tacos sea suficiente para dejarlos tranquilos sobre mis opiniones.
—Eso es, tío, el copón bendito. Viene al club Tarantino y hace una película que te cagas.
—Sí, pero le pondría sangre por un tubo.
—Me imagino la escena: una de las cincuentonas de hoy se le acerca a Mariano para darle un lametazo en la polla, pero él se revuelve y le da una patada en los piños.
—Sí, y entonces llega Éric con una ametralladora y venga a lanzar ráfagas a todas las tías.
—¡Les revienta la cabeza!
—¡Y las tetas! ¡Plof, plof!, como balones explotando.
—Y entonces sale Wong tirando sables como en las películas de chinos.
Aquel improvisado brainstorming les hace desternillarse de risa. Es como una reunión en el patio de un colegio. Me siento superado por tanta estupidez, ofendido por tanta vulgaridad y he debido de dejar traslucir algo porque Iván me mira y reconviene a los chicos.
—Bueno, tíos, no os paséis porque el profesor va a pensar que somos unos tarados. No os he contado que Javier es profe. Se quedó sin curro porque las putas monjas lo echaron a la calle. Pero no os creáis que es profe de ordenadores ni de autoescuela; no, es profe de verdad, de literatura, de poemas y esas cosas.
Observo que Iván está orgulloso de mí frente a sus amigos. Estos me miran con cierta sorna. No parecen compartir la alta consideración que, Dios sabe por qué, Iván tiene sobre la enseñanza.
Una vez en casa, vi que Sandra dormía o fingía dormir. Me desnudé sin hacer ruido, y solo con la luz del pasillo encendida, para no despertarla. Me quité la camisa y cuando vaciaba los bolsillos del pantalón para quitármelo también, apareció en mi mano el dinero que Mariano me había dado. Lo miré con extrañeza. La primera idea que me pasó por la cabeza fue esconderlo, pero frené inmediatamente ese impulso y lo dejé sobre mi mesilla de noche.
No sé qué quiere esta nena. No estoy segura de si está pidiendo guerra o habla por hablar. Si dice que nada la divierte es porque aspira a entretenimientos más fuertes. Pero vete tú a saber qué es un plan fuerte para una chica como Irene; igual lo que desea es tirarse en parapente. De todas maneras, espero que no me tome por su señorita de compañía. Que salga con ella y le haga caso está bien, pero de eso a meterla en los entresijos más ocultos de mi vida hay una diferencia. A veces me he preguntado si sabe algo, aunque es imposible, siempre lo he llevado todo con gran discreción. Quizá tiene intuiciones, si bien me extrañaría, a una niña de papá como ella no se le ocurren según qué cosas. Así que no sé qué pensar. Lo más fácil sería quitármela de en medio, que busque otra para que le haga de institutriz de diversiones. No tengo ninguna obligación de salir con ella. ¿No soy para todos una especie de zorra, de mujer fatal? ¡Pues que me dejen en paz! Aunque me consta que Irene nunca dijo nada malo sobre mí, no es su estilo. Las otras del grupo sí se hincharon a ponerme verde. Ya vendrán a mí algún día, cuando sus maridos las dejen y se sientan solas. La vida es larga y ellas son jóvenes aún. Entonces se acercarán a Genoveva. A mí los comentarios siempre me dieron igual, pero hay cosas que hieren. Cuando todos me volvieron la cara yo no estaba tan pasada de todo como ahora lo estoy, y me dolió. Por eso me gustó tanto cuando Irene me llamó y buscó mi compañía. Ahora los demás verán que la más buenecita del grupo ha necesitado a Genoveva para salir del hoyo y la depresión. Pero esta buenecita está resultando muy cañera, y esa es la cuestión. Si la llevo a según qué sitios y se entera de según qué cosas, nadie me garantiza que vaya a mantener la boca cerrada. Eso me fastidiaría, porque no hay ninguna necesidad. Otro riesgo es que lo que le enseñe la escandalice y me monte un buen pollo; aunque eso sería lo de menos.
En fin, ya veré. Lo cierto es que me complico la vida una barbaridad, pero yo soy así. Mucha fama de ser guerrera y de ir a mi bola y luego soy capaz de hacer cualquier cosa por una amiga. Así soy yo. A ver si alguien que fuera egoísta e interesado haría lo que hago yo. ¿Cómo han ayudado las otras mujeres del grupo a Irene? De ninguna manera. Estoy segura de que la han llamado más de una vez para contarle cosas de su ex. ¡Como si eso ayudara en algo! Los ex son el pasado, y la vida no se acaba por un matrimonio fracasado. Hay que mirar hacia delante, y cuidarse a una misma, eso sí. Tener muy claro que lo más importante eres tú. Yo me cuido a tope. Si no me apetece hacer algo, no lo hago. Nadie me puede pedir explicaciones. Y de los cuidados del cuerpo, ni hablemos. Ahora mismo me voy al gimnasio. Hoy me toca spa, y después un masaje ayurvédico que siempre me deja como nueva. El rato que estoy metida en el agua me siento como en las nubes. ¡Hasta el olor es superrelajante! Ponen esencia de algas y aceites, así que sales del baño como una rosa. Es fenomenal. Otros días voy a clases de rumba. Hacemos el indio y nos divertimos, que de eso se trata. Yo aprecio las pequeñas cosas de la vida, que son las que te hacen feliz. Pero claro, si no estás dispuesta a disfrutar de los momentos, te pasa como a Irene: todo acaba aburriéndote. Y es que estas chicas más jóvenes no saben lo que quieren. E Irene menos aún. Hace meses que salimos juntas y no ha abierto la boca. No sé si se acuerda o no de su ex, si le guarda rencor, si sigue interesándole la empresa o ya está harta de ella. Es muy introvertida, muy especial. Por eso me da miedo hacerla cómplice en según qué asuntos.
¡Caray!, pensando y pensando se me ha ido el santo al cielo y voy a llegar tarde al spa. Al final, voy siempre corriendo a todas partes. Eso es justo lo que me gustaría cambiar de mi manera de ser, pero nada, ¡a correr! Y encima, ahora recuerdo que tengo el coche en el taller. Cogeré un taxi en la esquina. Menos mal que, con esto de la crisis, siempre encuentras un taxi libre.
Durante la semana no hay cambios en mi vida. Sigo con las rutinas habituales: voy a comprar al supermercado, doy una vuelta por el parque… Como tengo más dinero, nunca como solo en casa. Bajo al bar y tomo el menú. Curiosamente, lo que gano en la sala no entra en el circuito de gastos comunes con Sandra. Lo empleo de un modo un tanto veleidoso. Me he comprado un montón de libros, bastantes discos, una camisa tejana. Al principio pensé que guardaba el dinero para caprichos porque quería demostrarme a mí mismo las ventajas de contar con más ingresos. Luego, pensándolo mejor, veo que estoy considerando esas ganancias como algo maldito que no quiero aplicar a mi vida normal. Sí, un dinero contaminante, manchado con la mácula del pecado. Debo de haberme vuelto gilipollas, porque pensar en el pecado no deja de ser algo terriblemente reaccionario que nunca me hubiera permitido con anterioridad. Al parecer, llevo dos vidas paralelas a las que corresponden dos conciencias paralelas. Si es así, voy por mal camino. Iván, que a pesar de sus serias limitaciones culturales, es listo como un águila, tiene intuiciones certeras sobre lo que pasa en mi mente. Siempre está diciéndome: «Cambia el chip, tío, cambia el chip y deja de preocuparte por todo». Pero no es tan fácil.
Llevo un mes actuando en la sala. El tercer fin de semana fue el peor. Había perdido el nerviosismo de los primeros días y empecé a percatarme de todo con claridad. Me vi a mí mismo medio desnudo, moviendo el cuerpo rítmicamente e intentando ser sexi y gracioso a la vez. Me fijé en mis compañeros de actuación, con estúpidas sonrisas congeladas en sus caras. Observé a los espectadores, chillando, batiendo palmas, casi indiferentes a lo que ocurría en el escenario, solo atentos a desahogar sus inhibiciones. Todo aquello fue demasiado para mí, así que le pedí a Iván que tomáramos una copa los dos mano a mano y me lancé: no podía continuar, era humillante, era grotesco. Quería que me acompañara para presentarle a Mariano mi dimisión. Él sabría mejor que yo cómo planteárselo sin ofenderlo. No se inmutó. Me dijo que todo lo que me sucedía era lo normal, y me soltó una frase enigmática: «Las primeras veces todos sentimos cosas parecidas, pero tú te empeñas en hacerlo todo a pelo, y eso no puede ser». Luego me explicó el enigma con claridad: siempre me había negado a aceptar la rayita de coca que él y los otros estrípers tomaban antes de salir a escena. Y siguió:
—Tomarse una rayita no quiere decir que seas un drogata ni nada por el estilo. Nadie le tiene más asco a las drogas que yo, que mira lo que hicieron con mis viejos. Pero, tío, una rayita y punto ayuda un huevo. Te da inspiración y marcha, aunque eso es lo de menos, lo más importante es que hace que te importe una mierda lo que pasa a tu alrededor. Un chute, y es como si estuvieras en un planeta que no es el tuyo. ¿Te crees que yo no me veo como un pedazo de gilipollas moviendo el culo? Pero un simple tirito pone las cosas en su lugar.
Para colmo de facilidades, el propio Mariano te vendía la coca a un precio especial que conseguía gracias a sus buenos contactos. Le hice caso a Iván y probé. Me fue muy bien. Nunca antes había tomado coca porque es cara. No se estilaba en mi ambiente, que era más de porro; pero no hay punto de comparación. El colocón de porro te da como te da, según tu estado de ánimo en el momento. Yo los había experimentado risueños, llorosos, angustiados o pasotas. La cocaína es más científica, te estimula siempre, y hace que todo te importe una mierda, como bien dijo Iván.
A partir de las rayitas de coca previas al espectáculo, todo lo vi desde una perspectiva más tranquila, más realista en el fondo. El polvo blanco me liberaba de prejuicios que no creía tener y me dejaba adormecida la conciencia, aletargado el sentido crítico. Así podía ir tirando hasta donde fuera necesario. Sin embargo, las rayitas tenían también efectos indeseables: había jurado no volver a cenar con la panda de Iván a la salida del espectáculo, pero siempre lo hacía. Aquella reunión tumultuosa mitigaba la sensación incómoda que se instalaba en mi cuerpo después de la actuación. Charlar con compañeros que hacían idéntico trabajo, normalizaba la situación. Los rescoldos de la coca me permitían soportar los comentarios machistas, los chistes de mal gusto, las bromas brutales.
Hoy viernes Sandra no ha ido a la oficina. Le correspondía un día libre por una de esas cuestiones laborales que nunca he llegado a comprender. Hemos comido juntos en un italiano. Desde que comencé mi nuevo trabajo nos vemos menos, hablamos menos; y cuando lo hacemos, el club nunca sale a relucir. No es normal. Jamás me pregunta nada, ni siquiera un simple: «¿Qué tal hoy tu actuación?». Se ha convertido en un tema maldito. Si alguna vez intento contarle alguna pequeña anécdota sobre mi actividad, esquiva la conversación. Ha decidido ser la pareja del doctor Jekyll, y no darse por enterada de que también es la pareja de míster Hyde. Su maniobra resulta inútil, porque los silencios están llenos de lo que no se dice; aunque lo peor es que su actitud no me beneficia, al contrario, acrecienta en mí la sensación de marginalidad que intento evitar por todos los medios.
Aprovechando que el restaurante italiano era un terreno neutral, he querido poner fin a tanta simulación. Muy consciente de lo que hacía, he dicho:
—Esta noche incluimos una felicitación de cumpleaños en la actuación.
Rápida como una centella, ha pedido que le acercara el queso parmesano y se ha puesto a comentar lo buena que está la pasta. Yo, como si no la oyera, he seguido a lo mío:
—Es para una chica que viene a celebrar su treinta cumpleaños con las amigas. Ella no sabe nada de que vamos a felicitarla en escena. Se trata de una sorpresa que le han preparado las demás.
—Ya —musita como una princesa enferma, y mira para otra parte.
—Eso les cuesta un dinero a las chicas, no vayas a creer. El dueño de la sala ha decidido que…
Le relampaguean los ojos, y de modo implorante y a la vez cortante, dice:
—Javier, por favor…
Yo completo mi frase con determinación:
—… Ha decidido cobrar por ese tipo de cosas. De lo contrario, estaríamos siempre haciendo felicitaciones y dedicando actuaciones.
—Javier, si no te importa, preferiría que no me contaras nada de ese espectáculo.
Dejo de comer. La miro fijamente.
—Pero es que yo participo en ese espectáculo, ¿comprendes?, es mi trabajo.
—Tú eres profesor.
Retuerzo la servilleta entre las manos. Una sublimación, porque en este momento le retorcería el cuello. No recuerdo haber estado tan enfadado desde hace años. Tragándome la furia le medio escupo:
—Bájate ya de la nube, Sandra. No tengo trabajo como profesor.
—Tampoco lo buscas. ¿Cuántas veces has telefoneado a la oficina de empleo preguntando si hay algo para ti? ¿Cuándo fue la última vez que enviaste un currículo? ¿Has probado en las redes sociales?
—No sirve para nada. Hay un número limitado de colegios en esta ciudad.
—Muy bien; pues si no es como profesor, podrías seguir buscando cualquier otro empleo.
—Ya tengo un empleo.
—Pero, dime, Javier, ¿qué pintas tú en ese ambiente?
—Si me permitieras que alguna vez hablara de eso, quizá lo entenderías. Mira, no soy un estríper profesional ni voy a pasarme toda la vida desnudándome en escena. Pero, hoy por hoy, esa es mi ocupación temporal; así que no veo la razón por la que tengas que tratarme como a un apestado.
—No te trato como a un apestado, pero no me gusta hablar de ese tema.
—De acuerdo, Sandra, de acuerdo; negar la realidad siempre ha sido una de tus especialidades. Pero si tu sentido de la moral se queda más tranquilo sin hablar del tema…
—No es una cuestión de moralidad, es más complicado, es… Da lo mismo. Dejémoslo.
—Sí, dejémoslo. ¿Quieres algo de postre?
Con postre o sin él la comida ya se había jodido, aunque al menos quedó clara una cosa: Sandra odia lo que hago, no puede con ello, no lo soporta.
Me había puesto tan nervioso que me temblaban las manos al salir del restaurante. Pensé que me hubiera venido bien esnifar una raya.
Por la tarde estuvimos en casa leyendo. Había cierta tensión en el ambiente, pero nada alteró la normalidad. Cuando llegó la hora de irme al club, le di un beso en el pelo, le dije adiós.
Paré en el bar a tomar un té. El camarero, que ya me conoce, me preguntó:
—¿Te pongo algo para comer?
—No, gracias, no tengo tiempo. Dentro de un rato entro a trabajar.
¡Qué bien me sentí al decir aquello! Era verdad, al cabo de un rato esperaban mi presencia en el puesto de trabajo. Me esperaban a mí, con mi nombre y apellidos. Tenía un jefe, compañeros, amiguetes con los que, finalizado el espectáculo, saldría a cenar. Por primera vez en todo aquel tiempo, me fui hacia la sala contento y feliz.
¿Qué pinta él en ese ambiente? ¿No se da cuenta? ¿Es el mismo Javier que conocí? Si alguien me hubiera dicho que estaba pasando todo esto, me habría reído a carcajadas. Javier, lleno de madurez, equilibrado, sereno, tolerante, realista… ¿Qué tienen los tíos en el fondo de su cabeza? Creí que lo sabía, pero no. Lleva dos meses en la historia del estriptis y eso es un montón de tiempo. Pensé que no duraría ni una semana; de hecho, pensé que nunca se atrevería a hacer algo semejante. A veces, a los que se mueven en el mundo de la literatura, les gusta probar experiencias diferentes. Pero tengo la impresión de que se lo ha tomado en serio. ¿Para qué? No por dinero, no necesitamos para nada lo que gana. ¿Por tener a toda costa un trabajo? Pero ¿es eso un trabajo?
Hay días en los que, estando en el despacho, delante del ordenador, me asalta la idea de que nada de esto es cierto, de que solo lo he soñado. No comprendo las razones que ha tenido Javier para meterse en ese embolado. Supongo que gran parte de culpa la tiene el dichoso Iván, ese chorizo, ese hortera. Javier le hace caso, lo escucha. Se siente halagado. Iván siempre lo trata como si fuera alguien superior intelectualmente. El otro día lo llamó a casa y cogí yo el teléfono. «¿Está el profesor?», preguntó. ¡El profesor! Ahí reside el quid de la cuestión: mi chico debe de tener el ego destrozado, y que el otro lo ponga por las nubes y le llame «profesor» sin duda le sube la autoestima. Pero yo me enamoré de Javier porque no era el típico tío vanidoso. No le hacía falta estar continuamente oyendo: «¡Qué guapo eres!, ¡qué bueno en el trabajo!, ¡qué genial en la cama!». No, aparentemente se conformaba con todo, hacía las cosas porque le gustaban, no porque le dieran lustre social. Nunca le oí decir que deseara una plaza de profesor titular. Ser profesor de refuerzo era suficiente para él. Prefería vivir tranquilo a ser el número uno. Su única ambición consistía en tener tiempo libre para leer todos los libros que quisiera.
Me gustaba que fuera así, nunca he soportado a los tíos pagados de sí mismos. Mi hermana mayor vive con un tipo que gana mucho dinero. Es odioso, solo se preocupa de su trabajo, anda siempre angustiado, compitiendo con todo el mundo, enganchado perpetuamente al teléfono y al ordenador. Cuando llega a casa por la noche, mi hermana tiene que decirle que es maravilloso, el number one, lo más plus. De lo contrario, se deprime. Su aspiración es llegar a ser el gerente de su empresa. Un horror.
Todo el tiempo que he vivido con Javier he sido muy feliz. Llevábamos una vida tranquila. Durante la semana cada uno atendía a sus cosas, y el fin de semana comprábamos juntos en el mercado, tomábamos un vino al terminar, cenábamos con amigos, íbamos al cine…, ¡qué sé yo!, lo que hace la gente normal. Yo siempre había deseado una vida pacífica, sin broncas, sin tensiones. He visto cómo es la convivencia con un tío ambicioso y eso no va conmigo. He conocido a muchos tíos vanidosos como pavos, competitivos como caballos de carreras. Mi chico no era así. No lo era hasta que un buen día perdió su trabajo y le dio por hacerse bailarín de estriptis. ¡Me reiría si no estuviera tan amargada! ¡Es como un vodevil barato!
Los fines de semana ya no hacemos gran cosa. Él se va a las siete de la tarde y yo me quedo sola en casa, pensando por qué motivo un tipo como él baila desnudo en un antro casposo y desagradable. «¡Ya tengo un empleo!», ¡vaya empleo! Si lo considera un trabajo digno y normal, ¿por qué no me ha dicho nunca que vaya a verlo cuando actúa? Me dan ganas de presentarme un día en el espectáculo sin avisar, sentarme a una mesa discreta y grabarlo con el móvil. Cuando volviera a casa le enseñaría el resultado, para que se viera a sí mismo convertido en un payaso ridículo. Si no lo hago es porque no quiero ir sola y me da vergüenza pedirle a una amiga que me acompañe. No le he contado a nadie que trabaja en un club. Él ha dejado de ver a los amigos porque sin duda siente la misma vergüenza que yo. Todo el mundo piensa que nos hemos enfadado por alguna razón oculta. Es terrible avergonzarse del hombre con quien vives; aunque lo más decepcionante ha sido darme cuenta de que Javier es como los demás, de que necesita que un mostrenco como Iván le llame «profesor» para sentirse alguien.
Me ha contado que llega más tarde por las noches porque, tras la actuación, va con un grupo de «compañeros» a cenar. ¡Habrá que oír sus conversaciones! ¡Habrá que ver la pinta que tienen sus «compañeros»! Cuando se mete en la cama apesta a alcohol.
Todo esto es demasiado duro para mí. Aún podría olvidarme de la historia si abandonara inmediatamente ese club; pero no me atrevo a pedírselo, él se comporta como si bailar en pelotas fuera lo mismo que ser contable de una empresa, una sagrada obligación laboral. No puedo entenderlo, ¡éramos tan felices! Me propuse vivir aparentando que nada sucedía, pero la solución no funciona. Tengo clavado ese club en la mente. Veremos, no deseo perder la última esperanza; quizá el problema se resuelva de la misma manera impensada en que se planteó. Un día me levantaré por la mañana y Javier me dirá: «Aquí estoy, Sandra, se acabaron las bromas, vuelvo a ser yo».
La terraza del hotel Imperio. Había estado antes en este hotel de superlujo, pero nunca en la terraza. Es muy bonita, muy actual. Me encanta la decoración minimalista. Ahora que vivo sola debería cambiar la decoración de mi casa: renovar los muebles, la pintura de las paredes, incluso tirar algún tabique. Con David todo era muy tradicional; aunque él nunca escogió nada. Los muebles nos los regaló papá. Fuimos juntos a encargarlos. Él a todo me decía que sí, el pobre no tenía ni idea de decoración, ni tiempo para ponerse a pensar en esas cosas. A pesar de eso, entre los dos nos las apañamos bastante bien. Compramos las tendencias que se llevaban, las que salían en las revistas especializadas…, a papá lo volví medio loco. Al principio llamé a un decorador, pero no paraba de hacerme preguntas personales: «¿Qué proyecto de vida tenéis?». No sabía qué contestarle, me sentía muy incómoda; nunca he sido de contarle mis proyectos a nadie. De modo que recurrí a papá. Tampoco me importaba demasiado cómo sería nuestra casa. Quizá si mi madre hubiera estado viva…, quizá entonces ese tipo de cosas me habría hecho más ilusión. Pero viviendo con papá había aprendido a dejarme de sofisticaciones. Papá decía que la sofisticación es una pérdida de tiempo propia de mujeres. Claro que yo soy una mujer, pero a veces papá me decía que yo era «su chico», como así ha sido en cierto modo.
La terraza del hotel Imperio. A veces pienso que Genoveva se ha tomado como una obligación eso de sacarme por ahí. Me fastidia, es como si yo fuera una niña tonta o una mujer abandonada, que eso sí que lo soy. Da lo mismo, me dejo querer. Hoy me trae con mucho misterio a esta terraza, que no sé qué tiene de especial. El plan es tan simple como charlar un rato bebiendo un gin-tonic. Ella se ha vestido guapísima, toda de rojo y negro. Hasta los zapatos los lleva combinados en los dos colores. Nos sentamos a una mesa, debajo de un calefactor de gas muy moderno, nada que ver con esas horteradas que se ven en invierno en los bares de la calle. He dejado de pensar que este plan es aburrido porque sé que tomaré un par de copas, y que, al final de la primera, ya me sentiré más animada y con ganas de reír.
—¿Cómo se te ha ocurrido que vengamos aquí? —le pregunto a Genoveva.
—Mira, cosas mías.
Cosas mías y tuyas también, nena, o eso espero. Si esta nena no me sigue el juego esta vez, voy a tener que poner mucha distancia entre las dos. Las niñas mimadas siempre se aburren, siempre piden más; pero cuando las ponen delante de un plato fuerte, arrugan el morro y dicen que no quieren comer. Veremos cómo reacciona. Si no le parece bien, no tenemos más que hablar. Yo no soy su niñera ni su mamá.
—¿Sabes qué estaba pensando, Genoveva? Que a lo mejor debería renovar la decoración de mi casa. Pero luego me entra una pereza…
Genoveva no me escucha, está distraída o no tiene ganas de hablar. De repente levanta la mano y le hace señas a alguien, sonriendo. Me vuelvo solo un instante para ver quién es. Distingo a dos hombres que vienen hacia nosotras. ¿Los ha encontrado por casualidad o había quedado con ellos sin avisarme? Si se trata de otro intento de buscarme pareja, soy capaz de matarla. Se acercan. Controlo el impulso de levantarme y marcharme.
—¡Hola!, ¿qué tal chicos, cómo estáis? Os voy a presentar: esta es mi amiga Irene, y ellos son Rodolfo y Uriel.
—Mucho gusto —me oigo decir.
¿Rodolfo y Uriel? ¿De dónde ha sacado a estos tipos con semejantes nombres? Súbitamente me entran ganas de reír. Rodolfo es negro, completamente negro, de hecho es un negro. Son jóvenes los dos, altos, delgados, van bien vestidos. Uriel es moreno, tiene rasgos sudamericanos, quizá sea mexicano.
Genoveva ha tomado, como siempre, las riendas de la situación. Les dice que se sienten, les pide una copa. Se inicia una conversación sorprendentemente neutra: lo precioso que es el atardecer, la decoración de la terraza, las marcas de la ginebra que cada uno ha escogido para su combinado. Enseguida deduzco que Genoveva ha quedado con ellos. Son dos guapos prototípicos, dos guaperas. Rodolfo lleva una camisa rosa que, por contraste, intensifica el hermoso color de su piel. A Uriel se le marcan los abultados músculos por debajo del traje. Tienen bonitas voces, graciosa pronunciación, dicen naderías.
Al cabo de un rato, el alcohol nos ha animado bastante. Vamos a cenar tapas a un bar del barrio antiguo, uno de esos sitios que un buen día se ponen de moda. Como está muy lleno, tenemos que hacer cola para que nos asignen una mesa. Bebemos vino tinto. Ya está claro que Genoveva y Rodolfo se conocen muy bien, intercambian miraditas, entrechocan los hombros con complicidad. Uriel se pone a coquetear discretamente conmigo. Cuanto más bebemos, más tonterías decimos. Parecemos niños en una escuela: bromitas, sobreentendidos… Por fortuna, de vez en cuando se desliza algún dato sobre los dos chicos. Me entero por fin de que Rodolfo es cubano y Uriel, salvadoreño. ¿En qué se supone que debe desembocar esta situación, iremos a bailar a un garito hispano? No me importa demasiado, con tanta cháchara insulsa estoy empezando a aburrirme.
Cuando llegan los postres, Genoveva y Rodolfo empiezan a hacerse arrumacos en plan adolescente: una caricia en la nariz, un cariñoso estirón de pelo…, por fin se besan en los labios. La gente que hay en el local se queda mirándolos. Llama la atención que ella sea blanca y él negro, la clara diferencia de edad, pero sobre todo, choca la actitud absurda de ambos. En condiciones normales, yo sentiría vergüenza ajena, pero la mezcla del gin-tonic y el vino hace que todo me importe un pito. En algún momento me da por pensar que quizá mi ex y su chica actual, la traductora simultánea, también se arrullen en público como dos tórtolos, y que deben de resultar tan ridículos como Genoveva y Rodolfo.
Al final, paga la cuenta Genoveva, igual que ha pagado las consumiciones en la terraza del hotel. Los chicos no protestan ni hacen el menor intento de invitar ellos o de dividir los gastos. Tengo un sueño horroroso, y me quedo de una pieza cuando se cumple mi intuición y anuncian muy felices que ahora nos vamos a bailar. Me niego en redondo, les digo que estoy cansada, que me largo a la cama. Uriel bromea dando unos pasitos de baile en plena calle. «Anímate ya, chica, que la vida es muy corta.» Se mueve con gracia y le sonrío. Por un momento pienso que Genoveva va a insistir para que vaya con ellos; pero anda tan pasada de vueltas que ya no se ocupa de mí. Perfecto, empiezo a despedirme y Uriel me interrumpe diciendo que me acompaña a casa. Me opongo, pero él sigue ofreciéndose en plan anticuado: «Yo soy un caballero y, después de una velada, llevo a la señora hasta su hogar». De acuerdo, me dejo acompañar. Le doy al taxista la dirección del despacho. En el trayecto, Uriel no me quita la vista de encima, lo cual es violento. Al llegar, me bajo a toda prisa del taxi, pero veo que él baja también. Pago al conductor. Le doy la mano como despedida definitiva y él me la retiene, mirándome con ojos de cordero degollado. Me suelto con cierta brusquedad y le doy las buenas noches. Entro en el portal. No enciendo la luz. Me quedo en la oscuridad, cerciorándome de que se marcha. Tras un par de minutos bajo al parking y cojo mi coche. Vuelvo a casa.
A la mañana siguiente llamo a Genoveva. Me contesta soñolienta:
—Aún no me había levantado de la cama, bonita.
—Perdona, pero como son casi las once…
—Es que ayer seguimos la fiesta hasta las cuatro. ¿Qué te parecieron los chicos?, geniales, ¿no?
—¿Quiénes son? ¿Cómo los has conocido?
Oigo su risa, que enseguida la hace toser, porque es fumadora.
—¡Ay, por favor, Irene! No puedo creer que seas tan inocente. ¡Son chicos de alterne, mona, ni más ni menos!
Empiezo a pensar que se hace la tonta, como si conmigo quisiera disimular. No puede ser que nadie le haya contado que existen chicos de alterne, que no lo haya oído por ahí. Aunque se ha quedado tan atrás que es posible, esta nena no se entera de nada. ¿Quiénes creía que eran los sudacas, compañeros de facultad? ¡Por favor! No me extraña que el marido la dejara, hasta a mí está consumiéndome la paciencia. ¿No se dio cuenta ayer de qué iba el rollo? ¿Qué hicieron ella y Uriel cuando se fueron? A lo mejor la muy pánfila le contó su vida, incluidas las historias de la empresa, su papá y la del abandono conyugal. Estoy casi abochornada, la verdad.
—¿Te refieres a gigolós?
—Eso es antiguo, Irene, muy antiguo. Son chicos de compañía, no sé cómo expresarlo mejor.
¡Gigolós! Pero ¿en qué mundo vive? Françoise Sagan, Sylvie Vartan, coches descapotables y la Costa Azul. Debe de haberlo visto en alguna película.
—¿Prostitutos?
A Genoveva le entra un ataque de risa demasiado largo para ser auténtico. Al final, su risa suena como el cloqueo de una gallina histérica. Espero con paciencia a que acabe de reírse.
—Mira, bonita, si quieres quedamos para tomar el aperitivo y te lo cuento; pero ya los viste, son chicos monísimos, educados, que te acompañan a donde tú quieras y siempre te hacen quedar bien. Y claro, si quieres que te acompañen a la cama…, tampoco hay ningún inconveniente. Es un círculo muy discreto. Conoces a uno, y de ahí a otro… No se trata de una red de prostitutos ni nada por el estilo.
—Pero les pagas.
—Ese es el trato, mi amor. Tú les pagas los gastos de la juerga y una cantidad aparte. Pero nada de cash, ¿eh?, todo se hace de manera elegante. Uno o dos días después de haber salido con ellos, les ingresas sus honorarios en una cuenta. Nada de cutreces, ¿comprendes? Aquí todo tiene un cierto nivel.
—Ya.
—Veo que lo has entendido.
La pobre Irene suena como si se hubiera quedado frustada. ¿Qué se creía, que me había ligado a esos chicos en el autobús? ¡Dos jóvenes que están buenísimos, y muy educados, además! ¡Como si los hombres guapos crecieran en los árboles! Yo soy mayor, de acuerdo, pero ella ya no es tampoco un plato de gusto: una divorciada de mediana edad, más fría que un témpano, más sosa que la comida de hospital. ¿Y físicamente? Bueno, no está mal, pero no ganaría un concurso de belleza ni la seguiría un desconocido por la calle. Pero es rica, ¿no? Es la dueña de una empresa. Pues eso es lo que tienes que ofrecer, nena, por ahí van los tiros. El mundo es un mercado en todo, no en unas cosas sí y en otras no. Irene es una mujer de negocios, pues debería saber que todo tiene su precio, su intercambio, su tasación.
—Entonces ya me dirás cuánto te debo de anoche, Genoveva.
—Esta vez te he invitado yo. La próxima, si te apetece que haya una próxima, ya compartiremos gastos. ¿Qué te pareció Uriel?
—Muy simpático.
—Es mono, ¿verdad?, ¡con esos musculazos! Rodolfo es un amor. Ya hemos salido varias veces juntos y siempre ha estado impecable en todo. Y cuando digo en todo, tú ya me entiendes.
La oigo reírse de nuevo. Me da un poco de asco su risa. Ya se ha destapado conmigo. Esta es Genoveva sin tapujos. Tenía que ser así; tomar copas en bares o ir de compras a almacenes baratos no te da la mala fama que ella tiene. Ahora entiendo muchas cosas, ahora sí.
Chicos de alterne. Debe de haber muchas mujeres que los usan, que se hacen acompañar por ellos a fiestas, a viajes… Saben quedar bien, y nadie pregunta de dónde salen. Sin embargo, pienso que esas mujeres ya no aspiran a tener un futuro, viven la vida día a día y en paz. ¿Y yo?, ¿aspiro yo a tener un futuro? Se me cruzan muchas ideas y no quiero ponerme a pensar. No aspiro a tener un nuevo amor, ni a divertirme ni a nada. No tengo futuro. Me alegro de haber conocido a un chico de alterne. No me siento culpable. Es una tontería pensar que si papá me viera daría saltos de espanto en su tumba. Papá no está en la tumba ni en ninguna parte. Papá no está. No quiero pensar. Me duele la cabeza. No quiero pensar.
¡Hostia, tío, la que me ha montado! ¡Y todo por algo que él mismo se ha buscado, joder! Pero ¿de dónde sale este tío, no ha tenido nunca amigos? Un día que se lo pregunté me dijo: «Sí, de la época de la universidad, también compañeros de trabajo…, pero he dejado de verlos». Ya me imagino por qué dejó de verlos: porque tiene vergüenza de trabajar como estríper. Pues bueno, ya se apañará; si tan chungo le parece, que se vuelva al paro y en paz, que se quede en casa leyendo libracos o haciendo sudokus, que a mí eso me da igual. ¡Ni que fuera hijo del marqués de Mierdaflores! ¡Menos humos, que al fin y al cabo ha nacido en el mismo barrio que yo! Y entre esos amigos que tenía, ¿no había ninguno que fuera maricón? ¿No se ha enterado de que, según qué cosas ves, tienes que ponerte en guardia? ¡Tampoco es tan difícil! ¡Tanto que ha estudiado y tanto como lee ¿y no sabe lo básico de la psicología humana?!
Llega ayer y me dice:
—¡Ha sido terrible, Iván!
—¿Qué pasa, tío? —le pregunto yo.
—Wong ha intentado meterme mano, me ha declarado su amor. Creí que me moría, ¡ha sido tan violento! Deberías haberme dicho que era homosexual, haberme avisado; pero nada, ni una palabra, me has dejado solo en la boca del lobo.
Me meto bajo el chorro y, al cabo de un instante, viene Wong y me pide jabón. Estamos solos en las duchas y también en el vestuario. Durante la actuación, me había parecido ver entre el público a una chica que conozco, así que me había quedado el último para asegurarme de que no habría nadie esperándome a la salida. Wong debía de estar vigilándome y allí se presentó. Le paso el gel y enseguida vuelve para devolvérmelo. Yo tengo los ojos cerrados, la cara llena de espuma. De repente, noto una caricia en los genitales, muy suave, muy superficial. Doy un paso atrás en el pequeño espacio que me dejan las paredes y me paso las manos por la cara, intentando ver algo. Y allí está Wong, desnudo y empalmado. No sé qué hacer, cómo reaccionar. Entonces va y me dice: «No te asustes, Javier. Los dos nos gustamos, ¿no?». Me sale un ¡No! como si hubiera visto al diablo, como si Wong hubiera llevado un cuchillo y estuviera poniéndomelo en el cuello. Pero eso no lo hace parar, va lanzado: «Yo te quiero, Javier. Eres muy diferente de los otros. Tienes mucha sensibilidad. No eres un bruto como los demás. Te quiero». «¡No, Wong, de verdad, te equivocas, a mí no me gustan los hombres!» Él sigue diciendo una serie de frases inconexas y vuelve a ponerme la mano en el sexo. Entonces me pongo nervioso y lo empujo, no muy fuerte, solo para apartarlo. Lo que ocurre es que el suelo está mojado y resbala. Cae rodilla en tierra y se queda un buen rato mirando para abajo, sin decir nada, ni yo tampoco, el agua de la ducha sin dejar de correr.
Cuando se levantó estaba llorando, y llorando se fue. El corazón me palpitaba y sentía un horrible malestar. Toda esa escena grotesca habría podido evitarse si el jodido Iván me hubiera dicho un par de palabras, ¿o es que no sabían todos que Wong era gay?
—¡A mí no intentes cargarme la culpa de tus meteduras de pata, Javier! ¡¿Me has oído?!
Así es la vida, coño, así es la vida. Hazle un favor a alguien, anda, házselo. Anímalo en sus momentos jodidos, invítalo a cervezas. Para colmo, búscale un curro. Da la cara por él, convence a Mariano de que es un tipo cojonudo que ha nacido para mover el culo en un escenario. Y si tiene hambre, sácate una teta y dale de mamar; porque eso ha sido lo único que no he hecho por Javier. Cuando me puso verde por no haberle avisado sobre Wong, me pesqué un rebote de cojones. ¿Es que él no lo veía venir? ¡Pero si estaba claro!: miraditas por aquí, sonrisitas por allá…, ¿cómo podía yo saber que el profesor era tan gilipollas? Mucho estudiar y mucho leer, pero parece que no sepa nada de la vida. ¿Es que no salen maricones en los libros? ¿Dónde se ha metido todos estos años, en una puta biblioteca? ¡Y encima se pone como las cabras y me echa la culpa a mí!
—Yo no soy tu padre, Javier, ni tu madre tampoco. ¿No te dabas cuenta de que el chino te buscaba? ¡Pues debes de estar ciego, tío, de verdad!
—¡Me dijiste que en el club no había ese tipo de problemas!
—¡Te dije que aquello no era una cueva de maricones, pero alguno siempre se cuela! Yo no puedo andar detrás de ti como si fuera tu guardaespaldas.
La verdad es que la escenita debió de ser la hostia. El chino se pasó diez pueblos: se le mete en la ducha y mano a la polla, ¡hala, por si no había quedado bastante claro! Si se entera el jefe lo pone de patas en la calle; tiene avisado a todo el mundo de que no quiere problemas en su espectáculo: ni peleas, ni mosqueos, ni celos, y mucho menos mariconeo, claro. Pero Wong no ha sido el primero ni será el último. Este es un trabajo de tíos que se cuidan el físico y tienen que estar medio buenos, de manera que es inevitable que se cuele un suave alguna que otra vez. Todos los que actúan se pavonean mucho de matar a las tías con la mirada, pero luego algunos le pegan a la carne y al pescado. Debió de pasar un mal trago, el pobre Javier. Una cosa son las insinuaciones, las miraditas, los roces, pero una metida de mano en toda regla es otro cantar. Estoy por ir a contárselo a Mariano. No me va nada el rollo de chivato, pero la gente se pasa tanto que no le vendría mal un escarmiento. Además, como Javier es tan lila, le dará corte volver a encontrarse con Wong. Pues bueno, que se joda, no voy a hacerle de niñero toda la vida. A lo mejor cuando treinta tíos se le hayan metido en la ducha intentando tocarle la polla, se entera por fin de qué va la película. En fin, hay que tener paciencia con el profe.
—Bueno, tío, que siento mucho lo que ha pasado, pero tampoco me parece bien que me eches las culpas a mí. Son cosas de la vida, sin más.
—Ya, ya lo sé.
Cosas de la vida, sin más. Una frase filosófica, una máxima tan profunda que podría fundarse una escuela de pensamiento sobre ella. Son cosas de la vida…, propias de las personas sin ninguna educación, sin ningún sentido de la moral. Aunque, cuidado, debo de estar volviéndome loco. ¿Desde cuándo la moral me parece importante?, ¿no he creído siempre que se trataba de un concepto creado para coartar la libertad? Estoy empezando a considerarme superior a esos desgraciados que bailan desnudos conmigo, sin darme cuenta de que yo soy otro desgraciado exactamente igual. No, basta, un poco de serenidad y de autocrítica. ¿Con qué derecho le he chillado a Iván, pidiéndole explicaciones? ¡Pero si yo nunca me enfado con nadie! O estoy volviéndome loco o soy un imbécil. No sé qué me pasa. Acabaré mal.
—Siento haberte chillado, Iván; he tenido un mal momento. Estaba nervioso y me he dejado llevar por el mal humor. Tú no tienes ninguna culpa de lo que ha pasado. Soy un imbécil, un auténtico retrasado mental.
No tengo excusa. Habían transcurrido veinticuatro horas desde que sucedió la desagradable escena con Wong; tiempo suficiente para que se me hubiera pasado el cabreo. Pero no, he esperado a encontrarme con Iván para lanzarle toda esa sarta de reproches estúpidos. Como no puedo desahogarme con Sandra, los humores venenosos han ido inflamándose en mi interior. No es justo, no.
—Lo siento mucho, perdóname.
—¡Tampoco es para tanto, tío! Nos olvidamos de este mal rollo y en paz.
¡Joder!, un poco más y se me arrodilla delante. No hace falta arrearse con el látigo en la espalda como en las procesiones de Semana Santa. Lo de Wong habría podido tener incluso su gracia, pero lo hemos convertido en un jodido culebrón. «La culpa es tuya. No, tuya. ¡Oh, ah! Me ha tocado la polla. ¡Horror, horror!» ¡Coño con el profesor! Si hubiera tenido que aguantar tantas cabronadas como yo…, hasta de mis padres aguanté cabronadas. No sé qué hubiera hecho de haberle caído en suerte una vida como la mía: tirarse por la ventana o algo así. Claro que a lo mejor es bueno haber llevado una vida de perro: aprendes a apañarte y consigues cambiar el puto destino que te esperaba. Aprendes a convertir la mierda en oro. ¿Qué me falta ahora a mí?: manejo pasta, tengo un buen coche, un piso cojonudo… Tías tampoco me faltan, echo todos los polvos que me vienen en gana. Igual es eso justamente lo que le falla a Javier, el folleteo, y por eso anda de tan mala leche. No sé qué tal debe de irle con su tronca. A mí esa tía me parece una nena sin pizca de clase, que solo debe de querer tenerlo apalancado para ella sola. ¡A lo mejor hasta quiere tener hijos y tal! Aunque nadie me asegura que el profe no quiera lo mismo: fundar una familia y todas esas coñas que se hacían en tiempo de nuestros abuelos.
—Oye, tío, lo que tenemos que hacer es dejarnos de gilipolleces e ir a tomarnos unas birras. ¿Qué te parece, profe?
—Yo invito.
—¡Anda, coño! ¡Y yo me dejo invitar! En el fondo tenemos que celebrar que hayas ligado con Wong.
—¡Qué cabrón!
—Ni cabrón ni nada. A mí hace años que nadie se me mete en la ducha. Y declararme su amor…, eso no me ha pasado nunca. Es que eres la hostia, Javierito, les gustas más a los chinos que el arroz. ¡Pues anda que si todos los millones de chinos que hay se ponen de acuerdo para meterte mano a la polla!… ¡Te la destrozan, tío, te la destrozan!
—¿Quieres dejar de decir burradas, cabronazo?
—Así me gusta, tío, que te rías un poco. No se puede estar siempre encabronado y tan triste como para ponerse a llorar. ¡Ya es todo bastante jodido como para que nosotros lo hagamos más chungo!