Fernando Gil —fuerte, no muy alto, treinta y seis años, químico de profesión—, detuvo el auto, lo aparcó en una esquina de la calle y saltó a la acera. Sin mirar a parte alguna atravesó la calle, empujó la puerta encristalada de una cafetería de moda y entró con aquel su aire de persona reposada, desenvuelta, que no teme encontrarse con enemigo alguno.
Miró a un lado y otro y de súbito sus labios se curvaron en una sonrisa cordial. Al otro extremo del local alguien le sonreía de igual modo y nuestro amigo avanzó presuroso y estrechó con calor la mano que le tendía Eugenia Villamar.
—¡Femando! —exclamó entusiasmada—. ¡Cuánto tiempo sin verte!
—Seis años, querida amiga. ¿Y tu marido?
—Lo espero en este instante. Siéntate, Fernando. Ernesto se alegrará mucho de verte.
Femando se sentó y encendió un cigarrillo, del cual aspiró con placer. Contemplaba a Eugenia con agrado. Siempre habían sido excelentes amigos, además de vecinos. Durante años vivieron en la misma casa. Fernando estudiaba y como su familia vivía en una aldea, se hallaba de posada en casa de los Villamar, cuya fortuna ya no existía en aquella época. Luego, cuando él terminó la carrera, Eugenia se casó con un Ingeniero de fortuna y él dejó la casa amiga y luego la capital. Desde entonces habían transcurrido seis años, los suficientes para él labrarse un porvenir, dirigir un buen laboratorio en la capital y tener un piso decente. Sólo le faltaba una mujer y la hallaría también, pese a los treinta y seis años y a lo mucho que había vivido en el transcurso de su existencia.
—Cuéntame algo de tu vida, Fernando. Tu aspecto es distinto —rió Eugenia—, Sin duda los años te hicieron un hombre sesudo. Hasta estás más grueso.
—Estoy llegando al ocaso de mi vida —sonrió burlón.
—No tanto. Cuando Ernesto se casó conmigo tenía tu edad, recuerda. Y ya ves; tenemos tres niños y él, mi marido, asegura que cada día se encuentra más joven.
—Es que Ernesto tiene espíritu juvenil.
—¿Tú no, Fernando?
Este sonrió con cierta mueca indefinible.
—Yo —dijo— no he tenido tiempo de divertirme. He sido viejo a los quince años y hoy... me considero casi un anciano.
—Oyéndote hablar me parece estar escuchando a Esther.
—Es cierto —exclamó Fernando—. ¿Qué es de Esther? Perdona que no te haya preguntado por ella. Era una niña cuando la vi por última vez; ahora será ya una mujer y quizá esté casada y con hijos.
—Pues no. Mi hermana no se parece a mí. Es difícil de comprender; no se casará tan fácilmente.
—¿Y por qué?
—Ha tenido un desengaño que la afectó muchísimo. Ya te lo contará ella cuando te vea. En ti siempre ha tenido mucha confianza y te trató como a un hermano, lo cual quiere decir que serás su mejor confidente. Te advierto —añadió pesarosa— que es una pesadilla para mí. Ernesto ya no sabe qué hacer para animarla, pero no logra su objeto ni mucho menos. Fíjate a qué extremo llega, que hasta le propusimos trabajar para entretenerse. Encogió los hombros y no dio aún su parecer.
—Vive con vosotros, ¿no?
—Claro. Siempre consideré a Esther un poco hija mía. Quizá se deba a los muchos años que le llevo, o quizá porque hice de madre demasiado pronto. —Se echó a reír y exclamó—: ¿Recuerdas cuando nos ayudabas a poner la mesa para los huéspedes? ¿Y recuerdas aquella vez que Esther enfermó de anginas y tú y yo la velamos toda la noche?
Fernando asintió, sin dejar de mirarla.
—¡Qué tiempos aquellos, Fernando! ¡Cómo cambia la vida en unos años! También recordarás cuando te dije por primera vez que un hombre me acompañaba.
—Sí —cortó él—. Precisamente tu primer acompañante me costó casi una enfermedad, y lo que es peor, una terrible discusión contigo. Yo, haciendo el papel de hermano mayor y único hombre en la casa, quise hacerte comprender que Ernesto Delgado no se casaría nunca contigo.
—Y yo sin darme cuenta de que tus frases las guiaba el afecto, me enfadé, y te dije que ni eras mi hermano ni pariente mío, y te fuiste de casa y tardaste una semana en volver.
—Cuando volví —recordó él con nostalgia—, ya conocía todos los antecedentes de Ernesto y sabía que un día no muy lejano se casaría contigo.
—Y fuiste mi padrino de boda —rió ella, feliz.
En aquel momento Ernesto —alto, fuerte, sonrisa afable y mirada bondadosa e inteligente—, se acercó a ellos y al reconocer a Fernando lo abrazó efusivamente.
—¡Querido amigo —exclamó—, mi buen Femando! ¿De dónde sales? ¿Y qué fue de tu vida durante todos estos años? Una tarjeta de Navidad, otra por la onomástica y nada más. ¿Crees que ése es comportamiento para un amigo entrañable?
—Si te digo que apenas si dispuse de un día para mí solo. Ahora me tendréis siempre a vuestro lado. He trabajado sin descanso durante seis años para conseguir una colocación aquí, definitiva, y ya estoy bien afianzado en el Norte.
Se sentaron frente a Eugenia. Esta les contemplaba complacida. Ernesto era su marido y le amaba entrañablemente. Fernando había sido el mejor amigo, casi un hermano, y ahora, después de tanto tiempo, lo tendrían constantemente a su lado. Y esta evidencia para Eugenia, que era familiar y cuando apreciaba lo hacía de veras, suponía una gran felicidad.
—¿En qué trabajas? —preguntó Ernesto.
—Dirijo los laboratorios ISNOL, y no creas que ha sido fácil lograr la plaza. Llegué ayer noche de Barcelona y pensaba ir a visitaros hoy. La casualidad quiso que os encontrara aquí, lo cual facilita la búsqueda, puesto que quizá ya no vivís donde antes.
—No, por cierto —replicó Ernesto—. Para nosotros, los tres lebreles y Esther era insuficiente el piso. Vivimos en la avenida Residencial, en un chalecito del centro. “Villa Eugenia” fue el primer regalo que hice a mi mujer.
—Vendrás a comer con nosotros —indicó la esposa.
Fernando meditó un instante y concluyó sacando un cuaderno del bolsillo.
Lo consultó y dijo:
—Iré mañana a cenar si no os parece mal. Hoy tengo que entrevistarme con unos señores y mañana a primera hora tendré trabajo en el laboratorio. Tenéis que comprender que estamos organizándolo y debo cumplir con mi deber.
Se puso en pie.
—¿Pero ya nos dejas?
—Mañana después de las seis de la tarde seré todo vuestro. Siempre habéis sabido disculparme espero que sigáis siendo tan indulgentes conmigo.
—Por supuesto.
Un apretón de manos y se alejó. Eugenia y Ernesto se miraron.
—¿Cómo lo encuentras? —preguntó ella.
—Más acabado.
—Tiene treinta y seis años querido.
—Aun así. Se nota que ha trabajado mucho.
—Este hombre debería casarse, ¿no crees?
Eugenia sonrió encantadoramente.
—No empieces ya, cariño. Eres un casamentero terrible. Recuerdo lo que le ocurrió a Esther por meterte tú en su noviazgo.
—¿Y yo tengo la culpa de que Ricardo sea un idiota? Esther es una muchacha encantadora y llena de virtudes y Ricardo no supo verlas, pero no por eso yo he cometido una falta.
—En cierto modo la has cometido, ya que se lo presentaste a Esther como hombre excepcional.
—Monina mía. No me reproches de nuevo. A Esther se le pasará y a Ricardo le romperé las narices cuando me lo encuentre.
—Será mejor que te mantengas al margen.
De pronto Ernesto dio una palmada en su propia frente y exclamó regocijado como si una idea luminosa acudiera a su mente:
—Oye, ¿y si la casáramos con Fernando Gil? Es un hombre excelente y su posición en el futuro será estupenda.
Eugenia se enojó de veras.
—Cállate ya, Ernesto, y no empieces con tu manía de casar a la gente. Esther tiene veintidós años, Fernando treinta y seis y con muy pocas ganas de casarse, aparte dé que Fernando siempre ha sido para nosotros como un hermano.
—Esther necesita un hombre de veras que la haga olvidar su primer amor. Femando puede ser ese hombre. Cierto es que hace seis años era para vosotras como un hermano, pero tú estás casada y Esther es una mujer y verá a Femando como se ve a un hombre.
—Decididamente lo piensas en serio.
—¿Y por qué no?
—¡Porque no, ea, porgue no! ¿Tomamos el aperitivo y dejamos de pensar tonterías?
Ernesto encogió los hombros con su habitual indiferencia pero, al mirar a su mujer, sonreía burlón.
* * *
Esther se hallaba sola en el saloncito. Eran las nueve de la noche de un mes de mayo y la luz del día aún brillaba iluminando el pequeño jardín y las terrazas. Esther —rubia, frágil, bonita y muy personal—, fumaba un cigarrillo hundida en una hamaca, con una pierna cruzada sobre la otra y la mirada ausente fija en el firmamento.
Su hermana y Ernesto aún no habían llegado y Esther se preguntaba si ambos olvidarían que aquella noche tenían un invitado. Se preguntó asimismo si aquel invitado se olvidaría también de la invitación, lo cual no creía posible, puesto que Fernando Gil siempre fue un hombre cumplido y. puntual.
En aquel instante un “Renault” color crema se detuvo al otro lado de la cancela verde y un hombre saltó al suelo, cerró el auto y se dirigió hada ella. Esther le salió al encuentro y Fernando hubo de hacer un esfuerzo para reconocerla.
—¡Esther! —exclamó gozoso—. La pequeña Esther convertida en una mujer. Ven que te vea.
Ya tenía las dos manos femeninas entre las suyas y las oprimía con calor, con aquel ademán protector que siempre había sido innato en él y le granjeó no sólo las simpatías de los demás, sino que atrajo todas las confianzas, principalmente la de ella.
—Te esperaba, Fernando —dijo emocionada—. Eugenia y Ernesto me dijeron que loas a venir. Ellos no están, ¿sabes? No tardarán en volver. Ven, vamos a sentarnos en la terraza.
Fernando le pasó un brazo por los hombros. Era bastante más alto que ella y las pocas canas que brillaban en sus sienes le daban un aspecto de papá de película. Esther sintió dentro de sí aquello que sentía cuando, siendo aún una niña de quince años, Fernando llegaba a casa y la sentaba junto a él y le tomaba la lección y luego, en premio, le daba un paquete de bombones. Ella necesitaba aquel consuelo protector. Estaba muy dolida y sus hermanos no la comprendían lo bastante para consolarla.
Se sentaron frente a frente. Las sombras de la noche Iban poco a poco invadiendo el contorno y una doncella, discretamente, encendió la luz central de la terraza, cuyo reflejo cayó vertical sobre los rubios cabellos de la joven.
—Te has hecho una mujer —dijo él.
—No en vano pasan los años.
—Es cierto. ¡Cuántos años! —sonrió nostálgico—. Me parece al verte ahora, de súbito, que no ha pasado ni un día y que sigues siendo aquella niña mimosa y mal estudiante que acudía a casa todas las noches de mal humor.
—Yo sé que los años han pasada.
—Lo dices con pesar. ¿No quieres contarme?
—¡Bah! Te cansaría.
—Tus cosas —la animó— nunca me cansan.
—He tenido novio —dijo con sencillez—. Seguramente que lo conoces. Se llama Ricardo Vigil, arquitecto de profesión.
—No lo conozco, pero eso no importa. Si te consuela desahogarte, hazlo. Ta sabes que soy tu mejor confidente y a la vez daré un consejo si estimo que lo necesitas.
—Ernesto me lo presentó. Al principio no me agradaba. Después, poco a poco..., ya sabes cómo son estas cosas.
—Sí, —rió él—, aunque no las sé por experiencia, puesto que nunca he tenido novia, me las imagino.
—Al cabo de seis meses se fue a Madrid y dejó de escribirme. Un día recibí una carta en la que me decía que se había enamorado de otra y pensaba casarse con ella. Añadía lo mucho que sentía hacerme daño, pero que era algo inevitable.
—¿Y tú qué hiciste?
—Le mandé sus cartas y sus regalos y... hasta hoy.
Fernando se inclinó hacia adelante y la escrutó con su viva mirada oscura.
—¿Duele aún, Esther?
—Sí.
—Tendrás que olvidar.
—Ojalá pudiera. Y no creas que me atormenta el amor perdido. ¡Oh, no¡ Es mi amor propio de mujer, y el pensar que un tipo estúpido me haya humillado, lo que me desquicia.
Había en los ojos azules una cegadora expresión de ira y Fernando la analizó silenciosamente, para decir con tenue voz:
—Eres demasiado apasionada, pequeña. Y odias con la misma intensidad que amas.
—No lo puedo remediar.
—¿Lo ves? Eso debes evitarlo. A veces la Indiferencia nace más bien al espíritu que una batalla, y no sólo al espíritu, sino a la persona que te hizo daño. Por otra parte... ¡eres tan joven! Olvidarás y otro vendrá que ocupe por completo tu pensamiento y tu corazón.
—Estoy harta,
—Tampoco debes ser extremista. En esta vida todos los extremos son peligrosos.
—¿Quieres que dejemos esta conversación? Hablemos de ti. ¿Estás soltero? ¿No tienes novia? ¿Vas a quedarte aquí por mucho tiempo? ¿Te veremos con frecuencia?
—Cuánta pregunta en un solo segundo. ¿Por cuál empiezo a responder?
—Por orden.
—No estoy casado.
—¿Y novia?
—Ya te dije antes que no la he tenido en mi vida. Yo no me llamo Ricardo ni engaño a ninguna mujer. Cuando decida casarme buscaré a una compañera a mi medida, le pediré que se case conmigo y pondremos una casa a gusto de los dos.
—¿Y eso ocurrirá algún día?
Fernando rió ante la pregunta.
—Sin duda, pequeña Esther. La vida, tan solo, llega a resultar pesada y triste.
—Es verdad.
—En cuanto a quedarme aquí, eso espero, y vendré a veros con frecuencia y hasta te invitaré a salir conmigo y te ayudaré a olvidar esa tonta pesadilla de tu vida y te presentaré a mis nuevos amigos y hallarás en uno de ellos el verdadero amor.
—No permitiré que me presentes a nadie. Ya te he dicho que estoy muy harta.
—La hartura pasa y uno vuelve a tener hambre otra vez. y la sacia y vuelve a tenerla. ¿O es que crees que la vida se detiene ante un desengaño? No me sigas siendo la niña golosa que buscaba mis bombones.
—Me estás tomando a broma —se ofendió.
—En modo alguno Esther. Estoy tratando de soslayar un tema que te resulta penoso y a mí me duele. Mira ahí vienen los anfitriones. Salgamos a recibirlos.