3

Soy un fanático de la determinación. De la voluntad. Del control. Yo decido el rumbo que va a tomar mi vida. Yo decido mis fracasos y mis éxitos. Que le den al destino. El azar puede besarme el culo. Si deseo algo con la intensidad suficiente, puedo conseguirlo. Si me concentro, si me sacrifico, no hay nada que no pueda conseguir.

Querréis saber cuál es el objetivo de mi discurso. Querréis saber por qué parezco un conferenciante de una convención de autoayuda. Qué es lo que intento decir exactamente.

En pocas palabras: yo controlo mi polla. Mi polla no me controla a mí. O, por lo menos, eso es lo que llevo repitiéndome la última hora y media.

¿Me veis ahí sentado ante mi mesa murmurando como un esquizofrénico que no ha tomado su medicación?

Ése soy yo recordándome mis principios, las sagradas creencias que me han ayudado a llegar tan lejos en la vida. Las que me han convertido en un éxito rotundo, tanto en la cama como en el despacho. Las que nunca me han fallado. Las que me muero por tirar por la puta ventana. Y todo por culpa de la mujer que ha ocupado el despacho que hay al otro lado del vestíbulo.

Katherine-todo-el-mundo-me-llama-Kate Brooks.

Es una maldita bola curva.

Tal como yo lo veo, aún puedo ir a por ella. Técnicamente no he conocido a Kate en el trabajo, la conocí en un bar. Eso significa que ya puede ir olvidándose del estatus de «compañera» y conservar el de «encuentro fortuito», que es el que se le asignó de entrada.

¿Qué? Soy un hombre de negocios; mi trabajo consiste en encontrar fisuras.

Así que, por lo menos en teoría, podría acostarme con ella y no estaría traicionando mis leyes personales. Aunque el problema de esta estrategia es el de siempre: ¿qué pasará después?

Las miradas de deseo, las miradas esperanzadas, los patéticos intentos por ponerme celoso. Los supuestos encuentros accidentales, las preguntas sobre mis planes, los paseos aparentemente despreocupados por delante de la puerta de mi despacho. Cosas que inevitablemente irán escalando hasta convertirse en el comportamiento propio de la semiacosadora media.

Hay algunas mujeres que llevan bien los rollos de una noche. Otras no. Y yo ya he estado en el mundo de las que no los llevan bien.

Y no es agradable.

Así que, como podéis ver, no importa lo mucho que lo desee, no importa lo mucho que la pequeña cabeza que tengo entre las piernas se esfuerce por llevarme por ese camino. Ésa no es la clase de situación que quiero provocar en el trabajo, mi santuario, mi segundo hogar.

No ocurrirá nunca. Punto.

Ya está. Fin de la discusión.

Caso cerrado.

Kate Brooks está oficialmente eliminada de mi lista de rollos potenciales. Está prohibida, es intocable, un imposible. Igual que las exnovias de mis amigos, la hija del jefe y las mejores amigas de mi hermana.

Bueno, esa categoría es una zona gris. Cuando tenía dieciocho años, Cheryl Phillips, la mejor amiga de mi hermana, pasó un verano en nuestra casa. Que Dios la bendiga, esa chica tenía una boca que parecía una aspiradora. Por suerte para mí, la Perra nunca llegó a enterarse de las visitas que su amiga hacía a mi habitación a las dos de la mañana. Si lo hubiera descubierto, yo habría sufrido graves consecuencias, y estoy hablando de consecuencias de proporciones apocalípticas.

En fin, ¿dónde estaba?

Ah, sí. Estaba diciendo que he tomado la decisión irrevocable de que, tristemente, el culo de Kate Brooks jamás recibirá ninguna de mis palmadas. Y lo acepto. De verdad.

Y casi me lo creo.

Justo antes de que aparezca en mi puerta.

«Santo Dios.»

Lleva gafas. De esas de montura negra. La versión femenina de las que lleva Clark Kent. A muchas mujeres les quedarían ridículas y carentes de todo atractivo. Pero no es su caso. Ahí apoyadas en el puente de su diminuta nariz, enmarcando esas preciosidades rodeadas de larguísimas pestañas y el pelo recogido en ese moño informal... Resultan rematadamente sugerentes.

Cuando empieza a hablar, a mi cabeza acude hasta la última fantasía sobre profesoras traviesas que haya tenido en la vida. Se proyectan en mi mente justo al lado de la historia de la bibliotecaria aparentemente reprimida que en realidad es una ninfómana amante del cuero y las esposas.

Ella sigue hablando mientras todo eso ocurre en mi cabeza.

¿Qué narices está diciendo?

Cierro los ojos para evitar quedarme mirando fijamente sus brillantes labios. Para conseguir procesar las palabras que salen de su boca.

—... padre dijo que podría usted ayudarme.

Deja de hablar y me mira con aire expectante.

—Lo siento, estaba distraído. ¿Te importaría sentarte y volver a empezar? —le pido sin dejar que mi voz delate mi excitación interior.

Una vez más, y para las chicas que estén escuchando, os voy a dar otro dato: podría decirse que los hombres pasan casi las veinticuatro horas del día pensando en sexo. La cifra exacta es que piensan en sexo cada 5,2 segundos o alguna tontería similar.

Lo que quiero decir es que cuando vosotras preguntáis «¿Qué quieres cenar?», nosotros estamos pensando en follaros sobre la encimera de la cocina. Cuando nos estáis contando la absurda película que visteis con vuestras amigas la semana anterior, nosotros estamos pensando en la película pornográfica que vimos la noche anterior. Cuando nos enseñáis los zapatos de marca que habéis comprado en las rebajas, nosotros estamos pensando en lo bien que quedarán sobre nuestros hombros.

He pensado que os gustaría saberlo. No matéis al mensajero.

En realidad, es una maldición.

Yo personalmente le echo la culpa de todo a Adán. Era un tipo que tenía el mundo a sus pies. Se paseaba por ahí desnudo y tenía una tía buena que satisfacía todos sus deseos. Espero que esa manzana estuviera buena porque nos jorobó la vida a todos los demás. Ahora nos lo tenemos que currar. O, en mi caso, intentar desesperadamente no desearlo.

Kate se sienta en la silla que hay al otro lado de mi mesa y cruza las piernas.

«No le mires las piernas. No le mires las piernas.»

Demasiado tarde.

Están torneadas, bronceadas, y parecen tan suaves como la seda. Me humedezco los labios y me obligo a mirarla a los ojos.

—Lo que le decía —empieza de nuevo— es que he estado trabajando en una empresa de programación, Genesis. ¿Ha oído hablar de ellos?

—Vagamente —le contesto mirando los papeles que tengo sobre la mesa para acallar el flujo de imágenes indecentes que el sonido de su voz provoca en mi mente pervertida.

Soy un chico malo, muy malo. ¿Creéis que Kate me castigará si le confieso lo malo que soy?

Ya lo sé. Lo sé. Es que no puedo evitarlo.

—El trimestre pasado tuvieron tres millones de beneficios —dice.

—¿Ah, sí?

—Sí. Ya sé que no es nada del otro mundo, pero demuestra que tienen una base sólida. Aún son una empresa pequeña, pero ése es, en parte, uno de los motivos por los que son tan buenos. Sus programadores son jóvenes y ambiciosos. Se rumorea que tienen ideas que conseguirán que la Wii parezca un Atari. Y están más que capacitados para materializarlas. Lo que no tienen es el capital necesario.

Se levanta y se inclina sobre mi mesa para acercarme la carpeta. De pronto me asalta su dulce fragancia floral. Es deliciosa y seductora, no como el olor que desprende la típica abuela cuyo perfume te asfixia hasta la muerte cuando pasa por tu lado en la oficina de correos.

Me ataca la necesidad de pegarle la cara al cuello e inspirar hondo.

Pero consigo contenerme y abrir la carpeta.

—Le he enseñado lo que tengo al señor Evans, bueno, a su padre, y me ha dicho que hable con usted. Cree que alguno de sus clientes...

—Alphacom —asiento.

—Exacto. Cree que los de Alphacom podrían estar interesados.

Le echo un vistazo al trabajo que ha hecho hasta ahora. Detallado e informativo pero bien enfocado. Muy despacio, mi cerebro —por lo menos el que tengo sobre los hombros— empieza a cambiar de marcha. Si hay algo capaz de conseguir alejarme de los pensamientos sobre sexo, es el trabajo. Un buen trato. Y ya huelo el potencial de su propuesta.

No huele tan bien como Kate Brooks, pero se acerca.

Le hago un gesto para que vuelva a sentarse. Lo hace.

—Esto es bueno, Kate. Muy bueno. Seguro que puedo vendérselo a Seanson. Es el gerente de Alphacom.

Ella entorna ligeramente los ojos.

—Pero me mantendrá a bordo, ¿verdad?

Sonrío.

—Claro. ¿Acaso tengo aspecto de necesitar robar las propuestas de los demás?

Ella pone los ojos en blanco y sonríe. Esta vez soy incapaz de apartar la mirada.

—No, claro que no, señor Evans. No pretendía insinuar... Es sólo que... Ya sabe, es mi primer día.

—Pues, en vista de lo que me has traído, yo diría que estás teniendo un día fantástico. Y, por favor, llámame Drew.

Ella asiente. Me reclino en el respaldo de la silla y la observo. Mis ojos recorren su cuerpo de pies a cabeza de un modo muy poco profesional. Pero por algún motivo soy incapaz de conseguir que me importe un pimiento.

—Así que celebrando tu nuevo trabajo, ¿eh? —le comento refiriéndome a lo que me dijo el sábado en REM.

Ella se muerde el labio y mis pantalones se estrechan cuando mi amiguito despierta y se pone duro, otra vez. Si esto sigue así, voy a tener un grave caso de testículos morados cuando llegue a casa.

—Sí. Trabajo nuevo. —Se encoge de hombros y añade—: Me di cuenta de quién eras cuando me dijiste cómo te llamabas y el nombre de tu empresa.

—¿Has oído hablar de mí? —le pregunto con sincera curiosidad.

—Claro. No creo que haya muchas personas del mundillo que no hayan leído sobre el chico de oro de Evans, Reinhart y Fisher en Business Weekly o en Page Six.

Se refieren a los artículos de cotilleo en los que suelo aparecer.

—Si el único motivo por el que me rechazaste es porque trabajo aquí —le digo—, puedo presentarle mi dimisión a mi padre antes de una hora.

Ella se ríe y luego me contesta con un ligero rubor en las mejillas.

—No, ése no fue el único motivo. —Levanta la mano para recordarme ese anillo de compromiso prácticamente invisible—. Pero ¿ahora no te alegras de que te rechazara? Quiero decir que habría sido bastante incómodo si hubiera pasado algo entre nosotros. ¿No crees?

Mi rostro está completamente serio cuando le digo:

—Habría valido la pena.

Ella enarca las cejas incrédula.

—¿Incluso aunque trabaje por debajo de ti?

Venga, ha sido ella quien se ha metido en ese patatal, y lo sabe. ¿Trabajar por debajo de mí? ¿Cómo se supone que voy a ignorar eso?

Sin embargo, me limito a arquear una ceja y ella niega con la cabeza y vuelve a reírse.

Esbozo una sonrisa feroz y le pregunto:

—No te estaré incomodando, ¿verdad?

—No, en absoluto. Pero ¿tratas así a todos tus empleados? Porque déjame decirte que te estás jugando una buena demanda.

No puedo evitar sonreír. Esta mujer es sorprendente. Es aguda. Rápida. Tengo que pensar antes de dirigirle la palabra. Eso me gusta.

Ella me gusta.

—No, no trato así a mis empleados. Jamás. Sólo lo hago con una en la que he sido incapaz de dejar de pensar desde el sábado por la noche.

Vale, quizá no estuviera pensando en ella cuando las gemelas me lo hacían a dúo, pero en parte es cierto.

—Eres incorregible —me dice de una forma que me da a entender que cree que soy mono.

«Soy muchas cosas, nena. Y mono no es una de ellas.»

—Veo algo que quiero y voy a por ello. Estoy acostumbrado a conseguir lo que deseo...

Jamás oiréis nada sobre mí que sea más cierto que eso. Pero vamos a congelar las cosas un minuto, ¿de acuerdo? Así podré explicároslo bien.

Veréis, mi madre, Anne, siempre quiso una familia numerosa, cinco, quizá seis hijos. Pero Alexandra tiene cinco años más que yo. Quizá para vosotros cinco años no sean mucho tiempo, pero para mi madre era toda una vida. Lo que ocurrió fue que después de tener a Alexandra mi madre no conseguía quedarse embarazada de nuevo, y no porque no lo intentara. Lo llamaron infertilidad secundaria. Cuando mi hermana cumplió los cinco años mi madre ya casi había perdido la esperanza de tener más hijos.

Y ¿adivináis lo que ocurrió? Que llegué yo.

Sorpresa.

Yo era su milagro. Su precioso ángel enviado por Dios. El deseo concedido. La respuesta a sus plegarias. Y no era la única que lo pensaba. Mi padre estaba emocionado, se sentía agradecido de tener otro hijo, y además era un varón. Y Alexandra, que aún no se había convertido en la Perra, estaba encantada de tener por fin un hermano pequeño.

Yo era lo que mi familia había deseado y esperado durante cinco años. Era el principito. Todo lo que hacía estaba bien. No me negaban absolutamente nada. Yo siempre era el más guapo y el más brillante. No existía nadie más amable ni más dulce que yo. Me amaban más de lo que se puede expresar con palabras. Era un consentido y un mimado.

Así que, si pensáis que soy un arrogante, un egoísta y un malcriado, probablemente tengáis razón. Pero no me lo tengáis en cuenta. No es culpa mía. Soy un producto de la educación que me dieron.

En fin, volvamos a mi despacho. Esta parte es importante.

—... Y creo que deberías saber que te deseo, Kate.

¿Veis el rubor en sus mejillas y la ligera sorpresa que refleja su expresión? ¿Veis cómo se pone seria, me mira a los ojos y luego al suelo?

Me estoy acercando. Ella también me desea. Se está resistiendo. Pero está ahí. Podría conseguirla. Podría llevarla donde se muere por estar.

Ese descubrimiento me obliga a reprimir un rugido justo cuando el chico del piso de abajo reacciona con fuerza. Quiero acercarme a ella y besarla hasta que no se tenga en pie. Quiero deslizar la lengua entre esos jugosos labios hasta que se le aflojen las rodillas. Quiero cogerla, rodearme la cintura con sus piernas, apoyarla contra la pared y...

—Oye, Drew, hay un atasco en la Cincuenta y tres. Si quieres llegar a tiempo a tu reunión de las cuatro deberías salir ya.

«Gracias, Erin. Bonita forma de destrozar el momento.» Es una secretaria maravillosa, pero muy inoportuna.

Kate se levanta de la silla echando los hombros hacia atrás y poniendo la espalda recta. A continuación se encamina hacia la puerta sin mirarme a los ojos.

—Gracias por recibirme, señor Evans. Ya me avisará cuando me necesite.

Yo enarco las cejas de forma sugerente al oír sus palabras. Me encanta que esté nerviosa y saber que he sido yo quien la ha puesto así.

Sigue evitando el contacto visual y esboza una mueca.

—Me refiero a Alphacom y Genesis. Ya me dirá qué tengo que hacer..., lo que quiere que haga..., lo que... Oh, ya sabe a qué me refiero.

Antes de que cruce la puerta mi voz la detiene.

—¿Kate?

Se vuelve hacia mí con perplejidad en los ojos.

Me señalo.

—Llámame Drew.

Me sonríe. Se recupera. Su seguridad natural encuentra la forma de volver a asomar a sus ojos.

Entonces me mira a la cara.

—Claro. Te veo luego, Drew.

—Oh, sí —replico hablando conmigo mismo una vez ella ha salido por la puerta—. Ya lo creo que me verás.

Mientras reviso el contenido de mi maletín antes de irme a la reunión, me doy cuenta de que esa atracción... —no, esa palabra no es lo bastante intensa—, esa necesidad que siento por Kate Brooks no va a desaparecer. Puedo intentar resistirme a ella, pero sólo soy un hombre, por el amor de Dios. Y, si no lo resuelvo, el deseo que siento por ella podría convertir mi oficina, el lugar que tanto amo, en una cámara de tortura de frustración sexual.

No puedo dejar que ocurra eso.

Así que tengo tres opciones. Puedo dimitir. Puedo hacer que sea Kate quien dimita. O puedo convencerla para que comparta conmigo una noche de placer. Eliminar la necesidad de nuestro sistema y olvidar las consecuencias.

¿Adivináis qué opción voy a elegir?