María Nicolasa de Nialer viajaba en un departamento particular. Sus damas de honor, su antigua institutriz y sus doncellas respetaban en aquel instante el silencio casi doloroso de la joven princesa.
—Quisiera estar sola —dijo quedamente, mirando a su antigua institutriz—. Me tenderé en este diván y cerraré los ojos. Es lo único que haré con gusto. Usted baje las cortinas, amiga mía.
—Su Alteza debe comer.
—No tengo apetito alguno.
—Comprendo la tristeza de Su Alteza…
—No estoy triste —repuso Nicole con acento cansasado—. Siento haber dejado la casa donde viví varios años. Se les toma cariño a las cosas y a los seres, y de pronto… ¿Sabe usted lo que desea Su Majestad de mí? —preguntó de súbito, mirando a su vieja institutriz.
Esta parpadeó varias veces, si bien disimuló su nerviosismo y se abstuvo de dar una respuesta concreta. Todos en Nialer sabían que la princesa María Nicolasa iba a desposarse con el rey de Avimel, pero puesto que la princesa ignoraba el gran acontecimiento que iba a tener lugar en su vida, ella era la menos indicada para hacérselo saber.
Marla Gray vivía en Nialer desde que María Nicolasa cumplió tres meses. Fue la encargada de encauzar aquella vida de mujer y sabía muy bien hasta dónde llegaban la dulzura y la docilidad de aquel carácter, como sabía asimismo que no sería feliz con el rey de Avimel. Eran dos polos opuestos. María Nicolasa, alegre, divertida, jovencísima. Ante las damas de honor la joven era una rígida princesa. Cuando quedaba sola con ella, Nicole era sencillamente… Nicole. La aturdía a preguntas, la trataba de tú, la besaba y le contaba sus grandes anhelos de mujer. Era dinámica y alegre, y su sensibilidad palpitaba a flor de piel. El rey de Avimel era caprichoso, libertino; contaban de él aventuras casi espeluznantes, de sus viajes cosas horribles y de su vida privada… No, decididamente su rey no debía entregar la preciosa vida de su hija a un ser casquivano que aun cuando fuera rey y tuviera bajo su poder el gobierno de un país poderoso, como marido destrozaría la fina sensibilidad de su princesa.
Por orden del rey había ido a buscarla al pensionado. Pero no le indicaron que dijera nada especial a su princesa, lo que significaba que el rey de Nialer deseaba hablar con su hija particularmente con respecto al nuevo acontecimiento.
Y ya estaban allí, en un departamento aislado en el tren que hacía el recorrido hasta las proximidades de Nialer.
—Le he preguntado, señorita Gray, si conoce usted el motivo de mi regreso a Nialer.
—Por supuesto que no, Alteza.
En aquel instante se abrió la puerta con estrépito y un hombre apareció en el umbral del lujoso departamento. Aquel hombre que las dos damas de honor trataban de contener, era moreno, tenía el pelo muy negro, liso, cayendo un poco sobre la frente. Vestía de gris y tenía porte de gran señor. Llevaba gafas oscuras y parecía impaciente.
—¿Por qué no he de pasar? —gritó enojado—. Todos los departamentos están ocupados y aquí hay sitio.
Marla Gray se adelantó. Encontraba algo familiar en aquel importuno aunque no por eso estaba dispuesta a ser menos severa.
—Sepa usted, señor —dijo avanzando hacia la puerta, en la cual se debatían las dos mujeres con el visitante nocturno que pretendía pasar por encima de todo—, que este departamento es el reservado de la princesa…
El hombre quedó con el brazo en alto. Su cabeza se agitó repetidas veces y trató de buscar a la tal princesa. Nicole presenciaba con curiosidad la escena. Hundida en un diván, con un libro en la mano, trataba por todos los medios de traspasar la distancia. Era curioso que sucediera una aventurilla allí, precisamente en su departamento particular, camino de Nialer. ¿Desconocía realmente el importuno que aquel departamento le estaba reservado a la princesa Su Alteza María Nicolasa de Nialer? Lo ignoraba. Al decirlo María Gray pareció un poco suspenso, pero ahora, transcurrido quizá menos de un minuto, su reacción era, tal vez, más impaciente… Dio un paso y la señorita Gray trató de detenerlo, pero el hombre avanzó retirándola a un lado.
—Supongo —dijo fuerte—, que Su Alteza querrá darme albergue por esta noche.
—Imposible, señor. Estos departamentos pertenecen a Su Alteza María Nicolasa de Nialer que regresa a su país.
El desconocido detuvo sus pasos en seco. Miró en todas direcciones. Nicole, que lo observaba a distancia, pudo ver que la buscaba. Trataba quizá de saber cuál de aquellas seis mujeres era la princesa real.
No trató de moverse. ¿Para qué? Ellas, sus damas, se encargarían de echar al importuno y cerrar la puerta.
—Quisiera presentar mis respetos a la princesa —dijo el hombre con voz cálida, un poco bronca, pero idealmente masculina de todos modos—. Soy ferviente admirador del hermoso país de Nialer.
—Señor…
Nicole se levantó al fin y avanzó despacio. Vestía un modelo sencillo de color blanco, sin mangas, descotado, perfilando su hermosa figura de mujer joven y exquisita. Bajo las gafas los ojos de Fhars de Avimel brillaron de modo raro, si bien los cristales casi negros impedían ver el brillo de su mirada.
Se inclinó profundamente hacia la joven y dijo:
—Es para mí un honor conocer a Su Alteza.
—Hans Caskin —dijo amable, dando el nombre de su médico—. Estoy a disposición de Su Alteza.
—Gracias, señor Caskin. ¿Acaso es usted de Nialer? —preguntó con graciosa gentileza.
—Pertenezco al reino vecino de Avimel.
El rostro de Nicole resplandeció.
—Encantada de conocerle, señor Caskin, y encantada de saber que es usted de Avimel. Siempre sentí profunda simpatía por mi país vecino. ¿Conoce usted a su rey?
—Pues…, sí, le conozco. Ahora se nos va a casar.
Marla Gray se estremeció. Era preciso echar fuera al charlatán antes de que pudiera decir alguna inconveniencia. Adelantó unos pasos con intención de hablar, pero al alzar la cabeza y mirar a Fhars susurró de modo incontenible:
—¡Majestad!
Las seis mujeres quedáronse suspensas, con los ojos clavados en la silueta elegante. Fhars de Avimel encogió los hombros y dijo:
—¿A quién se refiere usted, mi amable señora? —e inclinando su alta figura ante la princesa susurró cálidamente—: A sus pies, Alteza. Siempre seré su más rendido admirador.
Y elevando la cabeza paseó la mirada por los rostros de aquellas mujeres, un poco paralizadas, y se alejó con la sonrisa en los labios.
Hubo un largo silencio en el regio departamento. Las damas se retiraron discretamente y a una seña de Marla Gray se alejaron en dirección al departamento contiguo. Aún sin hablar, Marla Gray dispuso la cama para su señora, y ésta, con la frente pegada a la ventanilla, miró con ojos vagos hacia el exterior.
—Sugiero a Su Alteza que mañana se vista de otro modo —dijo la Gray con acento ahogado—. Llegaremos a Nialer al amanecer y los campos están cubiertos de nieve.
—Gracias, María. Pese a haber salido de mi país hace años, no ignoro que es muy frío. Dime… —añadió, volviéndose en redondo y mirándola con ojos escrutadores—, ¿con quién has confundido al… al señor Caskin?
Marla Gray parecía confusa, si bien sabía dominar su alteración. Terminó al fin de arreglar el lecho, ayudó a su ama a desvestirse y cuando Nicole estuvo confortablemente acostada, susurró, inclinándose hacia ella:
—Lo he confundido Con Su Majestad el rey de Avimel.
De un salto, Nicole se sentó.
—¿Con él…?
—Sí, querida mía. Perdón, Alteza.
—No tiene importancia, Marla —susurró enternecida—. Trátame como quieras cuando estamos solas. Me aburre y me abruma tanta Alteza. Prefiero ser una niña desvalida para que tú me cuides. Y tú sabes, querida Marla, que necesito cariño y que en Nialer no lo hallaré.
—Su Majestad adora a Su Alteza.
—Una extraña adoración. ¿Por qué me envió a buscar? Tú lo sabes y yo debo saberlo también.
—Duerma, por favor.
—Dime, María. Estoy… casi desvanecida de curiosidad. ¿Su Majestad ha decidido casarme?
La Gray abatió los párpados y quedó silenciosa. Era una mujer de cuarenta años quizá, bien formada, joven aún a juzgar por su aspecto sano y con los cabellos rojizos. No tenía hebras de plata en la cabeza y su rostro aparecía sin arrugas. Adoraba a su joven princesa y por ella hubiera dado la vida.
—Marla…
—Lo siento, mi princesa —susurró—. Lo siento infinitamente. Ignoro los detalles oficiales, pero por el país de Nialer se dice que Su Alteza será desposada este invierno.
—¡Dios mío, Marla! ¿Y quién es él?
Marla no respondió al pronto. Tomó entre sus manos los dedos temblorosos de la joven y la miró a los ojos hondamente.
—Su Majestad el rey de Avimel.
—El hombre que…
—¿Que no has confundido? ¿Quieres decir que el hombre llamado Hans Caskin…?
—Hans Caskin es el médico de Su Majestad y yo le conozco. Al mirar a… Su Majestad me di cuenta de que era él…
Nicole, con aquel su temperamento espontáneo, se tiró del lecho y procedió a vestirse.
—¡Nicole! —susurró la Gray sin gritar—. ¿Qué es lo que haces?
La joven no respondió. Se vistió precipitadamente y arregló el cabello ante el espejo.
—Recoge de nuevo la cama, Marla. Llena de cojines el diván y después… ve a buscar al rey de Avimel.
—Alteza…
—Llámame Nicole, Marla —dijo la joven, sonriendo con tristeza—. Cuando me lo llamas me considero más humana. Voy a tratar de solucionar algo, ¿comprendes? Detesto las imposiciones, si bien sé acatarlas con la majestad de una princesa. Pero también soy mujer además de princesa y quiero ser feliz.
Marla, desesperada, aturdida, recogía la cama, llenaba de cojines el diván y a la vez miraba a su princesa como si aún estuviera en la sala de estudios y Nicole se negara a estudiar Geografía, asignatura que odiaba con todas las potencias de su ser.
—Nicole —susurró, aturdida—, no sé lo que pretendes y no estoy dispuesta… ¡Oh, Dios mío, querida niña! Tengo órdenes severísimas de Su Majestad, Nicole…
—El rey está ahora en Nialer, Marla. Y yo estoy en el departamento de un tren y mi… prometido anda por ahí buscando dónde pasar la noche. Es curioso, ¿no? —rió nerviosa—. El poderoso rey de Avimel buscando dónde pasar la noche. ¿Por qué?
—El rey de Avimel viajará de incógnito.
—Aunque viaje de incógnito… He de verlo esta noche, ¿comprendes? Y lo veré. Si tú no me ayudas iré yo en su busca.
—No puedes salir de tu departamento, Nicole. No viajas sola, ¿sabes? Un teniente y los soldados de la guardia real viajan con nosotras.
La joven elevó altivamente la cabeza.
—¿Y dónde estaban esos hombres que han permitido que un importuno molestara a Su Alteza?
—Los buscaré. Pediré una explicación. Se lo diré a Su Majestad una vez hayamos llegado a Nialer…
La joven avanzó hacia su nerviosa primera dama y le tocó en el hombro.
—Déjalo, Marla. No merece la pena destrozar el porvenir de tres hombres por el capricho de una mujer como yo. El rey de Nialer es demasiado severo y juzgaría a sus soldados con extremada severidad. Prefiero no llevar ese remordimiento sobre mi conciencia. Ahora… busca al rey de Avimel y hazle venir aquí. No digas que lo has conocido. Dile simplemente que Su Alteza la princesa María Nicolasa de Nialer le ofrece un lugar en su departamento.
—Eso no, Nicole. Sería horrible.
—¿Por qué?
—Has de dormir.
—Antes de casarme, Marla, he de pasar muchas noches en vela. En esta salita acogedora recibiré a mi futuro dueño. Quiero saber cómo es y cómo siente el hombre que me han destinado. Y quiero saber asimismo por qué viaja de incógnito y de tan extraña manera tan poderoso señor.
Marla se retorcía las manos asustada. Pero sabía, porque conocía a su princesa mejor que nadie, que aquella noche haría lo que deseaba su querida Nicole.
—Nadie sabrá nada, María —susurró quedo—. Antes de ir en busca del… Fhars, entrarán en el departamento contiguo y dirás a mis damas de honor que duerman tranquilamente hasta mañana. Tú te sentarás ahí, enfrente de mí y sólo te moverás cuando yo te lo pida —se echó a reír y añadió bajísimo—: Tú mejor que nadie conoces el lenguaje mudo de mis ojos. Con la mirada te diré si me estorbas…
—¡Nicole!
—Por una noche déjame ser una mujer sin prejuicios. Tiempo me queda para soportar la etiqueta de palacio.
* * *
La puerta se abrió y el hombre de las gafas apareció en el umbral. Inclinóse hacia la joven y murmuró con voz cálida y rica en matices:
—No sé cómo expresar mi agradecimiento a Su Alteza por su gentileza.
—No tiene importancia, señor Caskin. No tengo sueño, me aburro en este departamento silencioso y me será muy grata su compañía. Siéntese, por favor.
Un poco extrañado, aunque no lo aparentaba, Fhars de Avimel se sentó en el mullido diván frente a su gentil anfitriona. La miraba. Sus gafas oscuras parecían constantemente clavadas en el rostro juvenil de aquella mujer que iba a ser reina de Avimel.
¿Reina de Avimel? Sí, iba a serlo y la idea no le desagradaba en absoluto. ¿Bonita? Más que bonita. ¡Oh, sí, extremadamente femenina! ¿Sencilla? Maravillosamente sencilla y encantadoramente hospitalaria.
—Sírvanos licores, Marla —pidió Nicole con graciosa sonrisa—. El señor Caskin estará cansado de buscar alojamiento en un tren repleto y la quietud de mi departamento le confortará junto con una copita de licor.
—Gracias, Alteza. Es para mí un honor compartir por unas horas su departamento y beber de sus licores.
—A cambio de mi hospitalidad —sonrió zalamera—, quisiera que me contara algo referente al país de Avimel.
—¿De veras le interesa mi país?
—Pues, sí —rió suavemente—. Me agrada su país y todo lo relacionado con Avimel. Hasta… su rey.
El hombre pareció ponerse en guardia si bien su sonrisa un poco cínica seguía siendo la misma.
—¿Su rey? —preguntó como buscando palabras—. Sus súbditos lo adoran.
—Por supuesto. Lo sé muy bien; pero no sé por qué me parece —añadió, inclinándose un poco hacia delante y hablando confidencialmente—, que todo es puro aparato. Fhars de Avimel no es cariñoso con su pueblo. No se preocupa de sus súbditos. Creo, según me han dicho, que es un hombre… poco agradable.
Marla, que servía los licores, se estremeció de pies a cabeza y manchó la manga del traje gris del hombre de las gafas.
—Discúlpeme…, señor.
—No tiene importancia —dijo Fhars limpiando la manga—. ¿De modo que no siente Su Alteza simpatía alguna por el rey de Avimel? —preguntó mirando de nuevo a la joven.
Marla tosió y la princesa María Nicolasa de Nialer la miró significativamente. Una simple mirada y Marla a regañadientes se dirigió a la puerta contigua, la abrió, la cerró de nuevo y en el departamento quedó una muchacha traviesa y un hombre extraño.
—No siento simpatía alguna, por supuesto —rió divertida—. Las aventuras de su rey son espeluznantes. Creo que tiene…, bueno, tiene mala fama.
—¿Un rey mala fama?
—¿Acaso por ser rey deja de ser un hombre como los demás?
—En cierto modo, sí.
—En mi concepto, no.
—Es usted exigente, Alteza.
—Soy una mujer, y princesa además. No tolero ciertas debilidades. Tengo entendido que el rey se va a casar.
—Sí.
—¿Sabe usted con quién?
—Con Su Alteza la princesa María Nicolasa de Nialer —dijo con sequedad.
Nicole no movió un músculo de su cara.
—¿Ama Su Majestad a esa princesa?
—Nunca la ha visto.
Hubo un pesado silencio.
—Si la princesa viajara con su prometido y ella le pidiera que… desistiera de esa boda, ¿qué cree usted que respondería el rey de Avimel?
Fhars apenas si pudo disimular un estremecimiento. Volvióse en redondo hacia la joven, la miró escrutadoramente y ella, con audacia retiró las gafas, las apretó entre sus dedos nerviosos y dijo de modo raro:
—No acostumbro a invitar a los médicos de Su Majestad a mi departamento particular. Sé muy bien dónde está en este instante el rey de Avimel.
Fhars le quitó con suavidad las gafas y en vez de ponerlas ante los ojos, las metió tranquilamente en el bolsillo superior de su americana gris.
—Bien, puesto que Su Alteza sabe dónde está su futuro esposo, espero me indique lo que desea de mí.
—No amo a Su Majestad.
—Yo tampoco amo a Su Alteza, pero la amaré.
La miraba al hablar. Y sus ojos clarísimos, extraños ojos en un rostro tan moreno, miraban fijamente a la joven. Y ésta sintió en aquel instante que sería la esposa de aquel hombre porque no tenía fuerzas suficientes para desprenderse de aquella mirada, y de aquella atracción.
—Detesto el protocolo —susurró ella, apurada—. Detesto. las fiestas de palacio donde la reina no puede reír a su antojo. Detesto las grandes estancias donde una mujer como yo parecerá una hormiga en medio de una montaña. Detesto…
—¿Y no puede el rey allanar todos esos obstáculos? Puede —sonrió suavemente, inclinado hacia ella—. Lo que no puede hacer un rey por muy rey que sea, es hacerse amar de una mujer cuando ella prefiere aborrecer.
—También detesto las bodas impuestas.
—La Providencia quiso que nos conociéramos en circunstancias anormales, pero lo prefiero así. ¿Sabe Su Alteza qué opinión tenía de ella?
—Sí?
—¿Sí?
—Claro. La opinión que tiene todo hombre de una mujer que le impone la política.
—Peor aún. No sé por qué tenía entendido que Su Alteza era mayor. La imaginé con una nariz de loro, con dientes amarillos, unos ojos inexpresivos y un cuerpo deformado por una gordura horrible.
A su pesar, Nicole soltó una alegre carcajada. No reía como María Nicolasa de Nialer, sino como Nicole, la estudiante moderna y divertida que vivía la vida sin artificio, tal como era. Enmudeció bajo los ojos escrutadores y modulaba ya un perdón cuando Fhars le tomó las manos, las apretó nerviosamente y dijo bajo, con extraño acento:
—Me gusta que rías, María Nicolasa. Tu rostro resplandece, tus ojos se agrandan, tu boca se abre… Creo que bendeciré al Cielo por el don de tu hermosura y juventud. Bendigo este viaje que realicé para olvidar un poco que dentro de unos meses voy a casarme. Ahora que te he conocido, desearía que la boda se celebrara mañana.
La joven rescató sus manos y miró al frente.
—Soy demasiado joven para comprender ciertas cosas —susurró—. Pero sí lo bastante vieja para juzgar los defectos de Su Majestad.
—¿Defectos? Nadie está exento de ellos. Procuraré ser un marido perfecto, un rey perfecto y un padre perfecto, sólo por el bien que el Cielo me hace al ofrecerme tu compañía.
—Yo no amo a Su Majestad.
—Llámame Fhars. No habrá nadie capaz de evitar esta boda, amiga mía. Mis ministros la desean. A mí me conviene y la deseo. Al rey de Nialer le beneficia…
—Pero yo no amo a Su Majestad —dijo terca.
Fhars se levantó y fue a sentarse junto a ella. A Nicole le pareció un hombre fantástico y se estremeció sintiéndolo a su lado. Nunca tuvo amores, ni conoció hombres, sólo conoció a reyes, príncipes y emperadores, jefes de Estado y personalidades relevantes que no significaban nada. Hombres no. Nunca halló uno que le hablara buscando en ella la mujer. Pero allí estaba un rey y este rey iba a ser su marido y la miraba con aquellos sus ojos cautivadores.
—No has tenido novio, ¿verdad?
—Claro que no.
—Te será fácil amarme.
—¿Por qué?
—Porque voy a sorprenderte y porque a mi lado conocerás el placer del amor.
Se ruborizó. Lo sentía muy cerca y temblaba como una niña. Era tan rubia y tan bonita que Fhars apenas si pudo contener el deseo de apretarla con sus brazos y enseñarle la experiencia de un beso. Pero era rey y ella era una princesa y consideraba peligroso el juego en aquel departamento en circunstancias ciertamente anormales.
—Ahora prefiero quedarme sola —dijo bajo.
—¿Y me mandas a peregrinar por ahí?
—No me explico por qué Su Majestad viaja de ese modo.
—Intentaba alejar de mi pensamiento mi próximo enlace y ahora lo bendigo. Marcharé a Avimel mañana mismo y anunciaré a tu padre mi visita oficial para dentro de una semana.
—Ello significa que nuestra boda es inevitable.
—Es inevitable, linda princesa. Sólo te pido que hagas lo posible por pensar en mí durante este tiempo con buenos propósitos. ¿Quieres que te hable de mí?
Asintió en silencio.
El tren seguía corriendo y el trepidar los agitaba uniéndolos más. En aquel instante, el rey de Avimel era hombre simplemente y la princesa de Niales una dulce muchacha que se sentía a gusto junto al muchacho que hablaba con sencillez.
—No sé si fui un libertino o un desgraciado. ¡Qué importa eso ahora! ¡Yo busqué siempre algo en la vida, algo más que mi reino y mis súbditos adictos! Busqué el amor y la felicidad y nunca pude hallarla. Tuve mujeres y las quise superficialmente. Busqué en ellas lo que no tenían. ¿Culpable de mis debilidades propias? Tal vez sí o tal vez no. Prefiero ignorar ciertas cosas. Hace muchos años que mis ministros desean para Avimel un heredero. Ese heredero debo proporcionarlo yo… Me caso ahora, ¿por qué? Por el heredero. Pero te he conocido, te he visto, te he tocado… —susurró, atrayéndola hacia sí—, y antes que rey, quiero ser esposo.
—Sigue, Majestad —pidió ella, desprendiéndose—. Me gusta oírte. Ya no me pareces tan… odioso.
El hombre rió y la muchacha también.
—Seremos felices, María Nicolasa.
—Prefiero que me llames Nicole. Las personas que me aman me llaman así.
La contempló afanosamente. ¡Qué bonita era! Había además, tras su gran mirada de mujer, un espíritu exquisito que se entregaba sin reservas.
—Siempre he deseado hallar una mujer como tú y hace unas horas te odiaba —susurró bajísimo, apretando las manos femeninas entre las suyas—. Cuando me dijeron que eras tú…
—¿Qué pensaste, Majestad?
—Pensé que los hombres eran buenos, que el Cielo me reservaba algo mejor que el tedio absurdo al lado de una reina inexpresiva.
—Dices cosas muy bonitas —susurró, roja como la grana—. Yo creí que los reyes eran hombres mecánicos.
Fhars de Avimel, que era apasionado y admiraba la belleza, se inclinó hacia ella y con ademán incontenible llevó las dos manos femeninas a su boca. Las besó largamente estremeciendo a la joven, que nunca tuvo novio ni sintió a su lado la figura de un hombre galante que besara sus manos turbadoramente. Poco necesitaba Nicole de Nialer para entregar su amor. Era joven, soñadora, y siempre vivió rodeada de altos personajes que no le ofrecieron cariño alguno. Y aquel hombre que era rey y no lo parecía aunque se lo imponía su posición de princesa, en aquel instante sólo pensó en el hombre, en el hombre en sí sin más argumentos sociales.
—Ante todo —dijo él quedamente—, yo seré un hombre para ti. Quiero que esa sensación de rigidez que impone nuestro reino, no te roce cuando estés a mi lado. Quiero sentirte mujer ante todo, mi bella princesa, y yo seré el hombre que deseas, el hombre que has soñado y el hombre que encauzará tus pasos de mujer inexperta.
—Nunca podría perdonarte —suspiró hondo—, que me humillaras con otras mujeres.
Fhars de Avimel sonrió. Atrájola hacia sí y ladeó sobre su pecho la cabeza rubia de aquella chiquilla que temblaba en sus brazos. La miró a los ojos hondamente y su mirada tan clara y transparente estremeció el cuerpo de la mujer que iba a ser besada. Presintió el beso y tuvo miedo. Hizo intención de apartarse, pero los brazos enérgicos la mantuvieron inmóvil.
—¿Por qué ño, Alteza bonita? Aunque nuestros próximos esponsales no se han publicado aún, oficialmente soy tu prometido y quiero besarte. Necesito besarte.
—No lo hagas, Majestad. Prefiero…, prefiero no vivir inquieta con el recuerdo de un beso.
Era maravillosa y Fhars de Avimel sintió que iba a quererla mucho. No como un rey quiere a una reina, sino como un hombre sano y bueno quiere a una mujer sana y apasionada.
—No podrás negarme este instante de placer —susurró con los labios pegados a la mejilla satinada.
Nicole pensó en Alicia, en Milly e Isabel, sus grandes amigas del alma. Pensó en lo que dirían si la vieran en aquel momento subyugada y temblorosa en los brazos de su rey. Deseaba el beso y lo temía a la vez. Las luces del amanecer entraban por las ventanillas cuyas cortinas apenas si tapaban los gruesos cristales. El tren corría y la brisa entraba por las rendijas llenando de frío el departamento acogedor.
—Debes marchar —susurró hurtándole el brillo de sus ojos—. Es tarde ya. María Gray vendrá a vestirme para mi llegada a Nialer. Tú no has de bajar antes, Majestad.
Fhars no respondió. La oprimió contra sí y sus labios sensuales besaron despacio los de ella.
—Por encima del protocolo de palacio —dijo él bajísimo, sin dejar de besarla—, estará nuestra intimidad y ésa nadie podrá turbarla. Soy rey para soportar la etiqueta de palacio y para soportar mis obligaciones palaciegas, pero también soy rey para impedir que alguien interrumpa nuestra soledad y esa soledad a tu lado la deseo como nada en la vida.
Turbada se apartó de él sin violencia y recostó la cabeza en el muelle respaldo del diván. Cerró los ojos y susurró:
—Quizá me creas una niña tonta, Majestad; pero déjame confesar que jamás he vivido una noche como esta. No te amo, pero llegaré a quererte con todo mi ser.
Llamaron con los nudillos en la puerta y el rey se puso en píe automáticamente. Ella lo miró.
—Iré a Nialer tan pronto me lo permitan mis asuntos. Quiero casarme en seguida, Alteza, y deseo llevarte a mi reino. Jamás reina alguna será tan respetada y querida como tú.
Golpearon de nuevo la puerta y Nicole le hizo señas para que se fuera, pero Fhars se negó con un gesto.
—Adelante—dijo Nicole, apurada.
Se abrió la puerta y apareció una Marla Gray expectante y nerviosa.
—Buenos días —saludó con débil voz.
—Buenos días, María. El señor Caskin se iba ya.
Fhars, con las gafas puestas, se inclinó hacia las dos mujeres y dijo gentilmente:
—Jamás olvidaré la hospitalidad que me ofrecisteis, Alteza. Diré a mi señor que merecéis un reino lleno de venturas.
—Gracias, amigo mío —sonrió gentilmente.
El rey se inclinó y después de mirar a la joven, se marchó con la sonrisa en los labios.